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Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 16:14






 La conciencia de la infelicidad

 Elementos y actos, todo concurre a herirte. ¿Acorazarte de desdenes, aislarte en una fortaleza de asco, soñar con indiferencias sobrehumanas? Los ecos del tiempo te perseguirán en tus últimas ausencias... Cuando nada puede impedirte sangrar, las ideas mismas se tiñen de rojo o se invaden como tumores las unas a las otras. No hay en las farmacias ningún específico contra la existencia; sólo pequeños remedios para los jactanciosos. Pero, ¿dónde está el antídoto de la desesperación clara, infinitamente articulada, orgullosa y segura? Todos los seres son desdichados; pero, ¿cuántos lo saben? La conciencia de la infelicidad es una enfermedad demasiado grave para figurar en una aritmética de las agonías o en los registros de lo incurable. Rebaja el prestigio del infierno y convierte los mataderos del tiempo en paraísos. ¿Qué pecado has cometido para nacer, qué crimen para existir? Tu dolor, como tu destino, carece de motivo. Sufrir verdaderamente es aceptar la invasión de los males sin la excusa de la causalidad, como un favor de la naturaleza demente, como un milagro negativo...
 En la frase del Tiempo, los hombres se insertan a modo de comas, mientras que, para detenerla, tú te has inmovilizado como un punto.


 El pensamiento interjectivo

 La idea de infinito ha debido nacer un día de relajamiento en el que una vaga languidez se infiltró en la geometría; como el primer acto de conocimiento en el momento en que, en el silencio de los reflejos, un estremecimiento macabro aisló la percepción de su objeto. ¡Cuántas repugnancias o nostalgias nos ha hecho falta acumular para despertarnos al fin solos, trágicamente superiores a la evidencia! Un suspiro olvidado nos ha hecho dar un paso fuera de lo inmediato; una fatiga banal nos alejó de un paisaje o de un ser; gemidos difusos nos separaron de las inocencias suaves o temerosas. La suma de estas distancias accidentales constituye  balance de nuestros días y nuestras noches  el margen que nos distingue del mundo y que el espíritu se esfuerza por reducir y retrotraer a nuestras proporciones frágiles. Pero la obra de cada lasitud se hace sentir: ¿dónde buscar todavía materia bajo nuestros pasos?
 En un principio, pensamos para evadirnos de las cosas; después, cuando hemos ido demasiado lejos, para perdernos en el pesar de nuestra evasión... Y es así como nuestros conceptos se encadenan a modo de suspiros disimulados, como toda reflexión ocupa un lugar de interjección, como una tonalidad plañidera sumerge la dignidad de la lógica. Tintes fúnebres oscurecen las ideas, desbordamientos del cementerio sobre los párrafos, relente de podredumbre en los preceptos, último día de otoño en un cristal intemporal... El espíritu carece de defensa contra los miasmas que lo asaltan, pues surgen del sitio más corrompido que existe entre la tierra y el cielo, del sitio donde la locura yace en la ternura, cloaca de utopías y gusanera de sueños: nuestra alma. Y aunque pudiésemos incluso cambiar las leyes del universo o prever sus caprichos, ella nos subyugaría por sus miserias, por el principio de su ruina. ¿Un alma que no esté perdida? ¡Dónde está, para que se le levante atestado, para que la ciencia, la santidad y la comedia se apoderen de ella!


 Apoteosis de lo vago

 Se podría captar la esencia de los pueblos  más aún que la de los individuos  por su manera de participar en lo vago. Las evidencias no desvelan más que su carácter transitorio, sus periferias, sus apariencias.
 Lo que un pueblo puede expresar sólo tiene un valor histórico: es su éxito en el devenir; pero lo que no puede expresar, su fracaso en lo eterno, es la sed infructuosa de sí mismo: su esfuerzo en agotarse en la expresión, estando aquejado de impotencia lo ha suplido por ciertas palabras, alusiones a lo indecible...
 ¡Cuántas veces, en nuestras peregrinaciones fuera del intelecto, no hemos reposado nuestras preocupaciones a la sombra de esos Sehnsucht, yearning, saudade, de esos frutos sonoros abiertos para corazones demasiado maduros! Levantemos el velo de esas palabras: ¿esconden un mismo contenido? ¿Es posible que la misma significación viva y muera en las ramificaciones verbales de una capa de lo indefinido? ¿Puede concebirse que pueblos tan diversos padezcan la nostalgia de la misma manera? Quien se afanase en encontrar la fórmula del mal de lo lejano sería víctima de una arquitectura mal construida. Para remontarse al origen de esas expresiones de lo vago hay que practicar una regresión afectiva hacia su esencia, ahogarse en lo inefable y salir con los conceptos hechos jirones. Una vez perdida la seguridad teórica y el orgullo de lo inteligible, puede intentarse comprenderlo todo, comprenderlo todo por sí mismo. Se llega entonces a gozar en lo inexpresable, a pasar los días al margen de lo comprehensible y a encenagarse en el arrabal de lo sublime. Para escapar a la esterilidad hay que disfrutar en el umbral de la razón...
 Vivir en la espera, en lo que todavía no es, es aceptar el desequilibrio estimulante que supone la idea de porvenir. Toda nostalgia es una superación del presente. Incluso bajo la forma de remordimiento, toma un carácter dinámico: se quiere forzar el pasado, actuar retroactivamente; protestar contra lo irreversible. La vida no tiene contenido más que por la violación del tiempo. La obsesión de estar en otra parte, es la imposibilidad del instante; y esta imposibilidad es la nostalgia misma.
 Que los franceses se hayan rehusado a experimentar y sobre todo a cultivar la imperfección de lo indefinido, no deja de tener un acento revelador. Bajo forma colectiva, ese mal no existe en Francia: el cafard no tiene calidad metafísica y el ennui está singularmente dirigido. Los franceses rechazan toda complacencia hacia lo posible; su lengua misma elimina toda complicidad con sus peligros. ¿Hay otro pueblo que se encuentre más a su gusto en el mundo, para quien el chez soi tenga más sentido y más peso, para quien la inmanencia ofrezca más atractivos? Para desear fundamentalmente otra cosa, es preciso estar desvestido del espacio y del tiempo, y vivir en un mínimo de parentesco con el lugar y el momento. Lo que hace que la historia de Francia ofrezca tan escasas discontinuidades, es esta fidelidad a su esencia, que halaga nuestra inclinación a la perfección y decepciona la necesidad de inacabado que implica una visión trágica. La única cosa contagiosa en Francia es la lucidez, el horror de ser engañado, de ser víctima de cualquiera. Por eso un francés sólo acepta la aventura con plena conciencia; quiere ser engañado; se venda los ojos; el heroísmo inconsciente le parece, justificadamente, una falta de gusto, un sacrificio inelegante. Pero el equívoco brutal de la vida exige que predomine en todo instante el impulso, y no la voluntad, de ser cadáver, de ser engañado metafísicamente.
 Si los franceses han cargado de excesiva claridad la nostalgia, si le han sustraído ciertos prestigios íntimos y peligrosos, la Sehnsucht, por el contrario, agota lo que hay de insoluble en los conflictos del alma alemana, descoyuntada entre la Heimat y el Infinito.
 ¿Cómo podría encontrar un apaciguamiento? De un lado, la voluntad de estar sumergido en la indivisión del corazón y de la tierra; del otro, la de absorber siempre el espacio en un deseo insatisfecho. Y como la extensión no ofrece límites, y con ella crece la tendencia a nuevos vagabundeos, la meta retrocede a medida que se avanza. De aquí el gusto exótico, la pasión por los viajes, la delectación en el paisaje en tanto que paisaje, la falta de forma interior, la profundidad tortuosa, juntamente seductora y repelente. No hay solución a la tensión entre la Heimat y el Infinito: es estar enraizado y desarraigado al mismo tiempo, no haber podido encontrar un compromiso entre el hogar y lo lejano. ¿El imperialismo, constante funesta en su última esencia no es la traducción política y vulgarmente concreta de la Sehnsucht?
 No sabríamos insistir suficientemente sobre las consecuencias históricas de ciertas aproximaciones interiores. La nostalgia es una de ellas; nos impide reposar en la existencia o en lo absoluto; nos obliga a flotar en lo indistinto, a perder nuestros agarraderos, a vivir a la intemperie en el tiempo.

 Estar arrancado de la tierra, exilado en la duración, desgajado de las raíces inmediatas, es desear una reintegración a las fuentes originales de antes de la separación y el desgarramiento. La nostalgia es sentirse perpetuamente lejos de casa; y, fuera de las proporciones luminosas del Hastío, y de la postulación contradictoria del Infinito y de la Heimat, toma la forma de vuelta a lo finito, hacia lo inmediato, hacia una llamada terrestre y maternal. Del mismo modo que el espíritu, el corazón forja utopías: y la más extraña de todas es la de un universo natal, donde uno reposa de sí mismo, un universo almohada cósmica de todas nuestras fatigas.
 En la aspiración nostálgica no se desea algo palpable, sino una especie de calor abstracto, heterogéneo al tiempo próximo de un presentimiento paradisíaco. Todo lo que no acepta la existencia como tal, confina con la teología. La nostalgia no es más que una teología sentimental; donde el Absoluto está construido con los elementos del deseo, donde Dios es lo Indeterminado elaborado por la languidez.



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