Las grosellas
Aún desde la mañana temprana todo el cielo se había cubierto de nubes lluviosas, había calma, no hacía calor y era aburrido, como sucede en los días grises, nublados, cuando las nubes se ciernen ya hace tiempo sobre el campo y esperas la lluvia, pero ésta no llega. El médico veterinario Iván Ivánich y el maestro de gimnasio Búrkin ya estaban cansados de andar, y el campo les parecía ilimitado. En la lejanía de adelante se veían apenas los molinos de viento de la aldea Mironosítzki, a la derecha se extendían y después se esfumaban en la lejanía una serie de colinas, y ambos sabían que eso eran las orillas del río, que allí estaban las praderas, los sauces verdes, las haciendas, y que si uno se paraba en una de las colinas, pues se veía desde allí un campo inmenso, el telégrafo y el tren, que desde lejos parecía un gusano que se arrastra, y con tiempo claro se veía desde allí incluso la ciudad. Ahora, con tiempo calmo, cuando toda la naturaleza parecía dócil y pensativa, Iván Ivánich y Búrkin estaban llenos de amor hacia ese campo, y ambos pensaban en cuán grandioso, cuán hermoso era su país.
-La vez pasada, cuando estuvimos en el cobertizo del alcalde Prokófiev, -dijo Búrkin, -usted se disponía a contar cierta historia.
-Sí, yo quería contarle entonces de mi hermano.
Iván Ivánich suspiró de modo alargado y prendió su pipa para empezar a contar, pero en ese preciso momento empezó a llover. Y a los cinco minutos llovía ya fuerte, a cántaros, y era difícil prever cuando terminaría. Iván Ivánich y Búrkin se detuvieron con reflexión; los perros, ya mojados, estaban parados con las colas encogidas, y los miraban con ternura.
-Tenemos que cubrirnos en algún lugar, -dijo Búrkin-. Vamos a casa de Aliójin. Es ahí cerca.
Voltearon hacia un costado y fueron siempre por un campo segado, ya derecho, ya tomando a la derecha, hasta que salieron al camino. Pronto aparecieron los álamos, el jardín, después los tejados rojizos de los graneros; brilló el río, y se desplegó la vista de un cauce ancho con un molino y una caseta blanca. Era Sófino, donde vivía Aliójin.
Aún desde la mañana temprana todo el cielo se había cubierto de nubes lluviosas, había calma, no hacía calor y era aburrido, como sucede en los días grises, nublados, cuando las nubes se ciernen ya hace tiempo sobre el campo y esperas la lluvia, pero ésta no llega. El médico veterinario Iván Ivánich y el maestro de gimnasio Búrkin ya estaban cansados de andar, y el campo les parecía ilimitado. En la lejanía de adelante se veían apenas los molinos de viento de la aldea Mironosítzki, a la derecha se extendían y después se esfumaban en la lejanía una serie de colinas, y ambos sabían que eso eran las orillas del río, que allí estaban las praderas, los sauces verdes, las haciendas, y que si uno se paraba en una de las colinas, pues se veía desde allí un campo inmenso, el telégrafo y el tren, que desde lejos parecía un gusano que se arrastra, y con tiempo claro se veía desde allí incluso la ciudad. Ahora, con tiempo calmo, cuando toda la naturaleza parecía dócil y pensativa, Iván Ivánich y Búrkin estaban llenos de amor hacia ese campo, y ambos pensaban en cuán grandioso, cuán hermoso era su país.
-La vez pasada, cuando estuvimos en el cobertizo del alcalde Prokófiev, -dijo Búrkin, -usted se disponía a contar cierta historia.
-Sí, yo quería contarle entonces de mi hermano.
Iván Ivánich suspiró de modo alargado y prendió su pipa para empezar a contar, pero en ese preciso momento empezó a llover. Y a los cinco minutos llovía ya fuerte, a cántaros, y era difícil prever cuando terminaría. Iván Ivánich y Búrkin se detuvieron con reflexión; los perros, ya mojados, estaban parados con las colas encogidas, y los miraban con ternura.
-Tenemos que cubrirnos en algún lugar, -dijo Búrkin-. Vamos a casa de Aliójin. Es ahí cerca.
Voltearon hacia un costado y fueron siempre por un campo segado, ya derecho, ya tomando a la derecha, hasta que salieron al camino. Pronto aparecieron los álamos, el jardín, después los tejados rojizos de los graneros; brilló el río, y se desplegó la vista de un cauce ancho con un molino y una caseta blanca. Era Sófino, donde vivía Aliójin.
El molino laboraba, apagando el ruido de la lluvia, la presa temblaba. Allí, junto a las telegas, estaban parados los caballos mojados, con las cabezas bajas, y andaban personas cubiertas con sacos. Había humedad, fango, no era acogedor, y el aspecto del cauce era frío, maligno. Iván Ivánich y Búrkin ya sentían una sensación de humedad, suciedad y embarazo en todo el cuerpo, los pies les pesaban por el fango, y cuando, pasando la presa, subieron hacia los graneros señoriales, callaban, como enojados el uno con el otro.
En uno de los graneros sonaba una aventadora, la puerta estaba abierta, y por ésta salía polvo. En el umbral estaba parado el mismo Aliójin, un hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, de cabellos largos, más parecido a un profesor o un pintor, que a un hacendado. Llevaba una camisa blanca, no lavada hacía tiempo, con un cinto de cuerda, en lugar de pantalón unos calzones, y las botas llenas de fango y paja también. Su nariz y sus ojos estaban negros de polvo. Reconoció a Iván Ivánich y a Búrkin, y por lo visto se alegró mucho.
-Dígnense, señores, a la casa, -dijo sonriendo-. Yo ahora, en un minuto.
La casa era grande, de dos pisos. Aliójin vivía abajo, en dos habitaciones abovedadas y con ventanas pequeñas, donde alguna vez vivieron los intendentes; había allí un ambiente sencillo, y olía a pan de centeno, vodka barato y arneses. Arriba, a las habitaciones principales, iba rara vez, sólo cuando venían los visitantes. A Iván Ivánich y Búrkin los recibió en la casa la sirvienta, una mujer joven tan bonita, que ambos se detuvieron a la vez y se echaron una mirada el uno al otro.
-No se pueden imaginar, cómo me alegra verlos, señores, -decía Aliójin, entrando tras ellos al vestíbulo-. ¡Pues no lo esperaba! Pelaguéya, -se dirigió a la sirvienta-, déle algo a los visitantes para cambiarse. Y a propósito, yo también me voy a cambiar. Sólo tengo que ir a bañarme primero, pues me parece, que no me he bañado desde la primavera. No quieren acaso, señores, ir a la caseta, mientras preparan aquí.
La bonita Pelaguéya, tan delicada y de aire tan suave, trajo sábanas y jabón, y Aliójin fue con los visitantes a la caseta.
-Sí, hacía tiempo ya que no me bañaba, -decía desvistiéndose-. Mi caseta, como ven, es buena, la construyó mi padre, pero como que nunca hay tiempo para bañarse.
Se sentó en el banquito y se enjabonó los cabellos largos y el cuello, y el agua a su alrededor se ponía marrón.
-Sí, lo confieso… -profirió Iván Ivánich, mirando su cabeza de modo significativo-. Hacía tiempo ya que no me bañaba… -repitió Aliójin confundido, y se enjabonó otra vez, y el agua a su alrededor se ponía azul oscuro, como la tinta.
Iván Ivánich salió afuera, se lanzó al agua con estrépito y nadó bajo la lluvia, dando amplias brazadas, y de él salían ondas, y sobre las ondas se mecían los lirios blancos; nadó hasta el mismo medio del cauce y se zambulló, y al minuto apareció en otro lugar y siguió nadando, y siempre se zambullía, intentando alcanzar el fondo. “Ah, Dios mío… -repetía disfrutando-. Ah, Dios mío…” Nadó hasta el molino, habló de algo allí con los mujíks y volvió atrás, y en el medio del cauce se aboyó, poniendo su rostro bajo la lluvia. Búrkin y Aliójin ya se habían vestido y se disponían a irse, y él seguía nadando y se zambullía.
-Ah, Dios mío… -decía-. Ah, apiádate Señor.
-¡Ya tiene! –le gritó Búrkin.
En uno de los graneros sonaba una aventadora, la puerta estaba abierta, y por ésta salía polvo. En el umbral estaba parado el mismo Aliójin, un hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, de cabellos largos, más parecido a un profesor o un pintor, que a un hacendado. Llevaba una camisa blanca, no lavada hacía tiempo, con un cinto de cuerda, en lugar de pantalón unos calzones, y las botas llenas de fango y paja también. Su nariz y sus ojos estaban negros de polvo. Reconoció a Iván Ivánich y a Búrkin, y por lo visto se alegró mucho.
-Dígnense, señores, a la casa, -dijo sonriendo-. Yo ahora, en un minuto.
La casa era grande, de dos pisos. Aliójin vivía abajo, en dos habitaciones abovedadas y con ventanas pequeñas, donde alguna vez vivieron los intendentes; había allí un ambiente sencillo, y olía a pan de centeno, vodka barato y arneses. Arriba, a las habitaciones principales, iba rara vez, sólo cuando venían los visitantes. A Iván Ivánich y Búrkin los recibió en la casa la sirvienta, una mujer joven tan bonita, que ambos se detuvieron a la vez y se echaron una mirada el uno al otro.
-No se pueden imaginar, cómo me alegra verlos, señores, -decía Aliójin, entrando tras ellos al vestíbulo-. ¡Pues no lo esperaba! Pelaguéya, -se dirigió a la sirvienta-, déle algo a los visitantes para cambiarse. Y a propósito, yo también me voy a cambiar. Sólo tengo que ir a bañarme primero, pues me parece, que no me he bañado desde la primavera. No quieren acaso, señores, ir a la caseta, mientras preparan aquí.
La bonita Pelaguéya, tan delicada y de aire tan suave, trajo sábanas y jabón, y Aliójin fue con los visitantes a la caseta.
-Sí, hacía tiempo ya que no me bañaba, -decía desvistiéndose-. Mi caseta, como ven, es buena, la construyó mi padre, pero como que nunca hay tiempo para bañarse.
Se sentó en el banquito y se enjabonó los cabellos largos y el cuello, y el agua a su alrededor se ponía marrón.
-Sí, lo confieso… -profirió Iván Ivánich, mirando su cabeza de modo significativo-. Hacía tiempo ya que no me bañaba… -repitió Aliójin confundido, y se enjabonó otra vez, y el agua a su alrededor se ponía azul oscuro, como la tinta.
Iván Ivánich salió afuera, se lanzó al agua con estrépito y nadó bajo la lluvia, dando amplias brazadas, y de él salían ondas, y sobre las ondas se mecían los lirios blancos; nadó hasta el mismo medio del cauce y se zambulló, y al minuto apareció en otro lugar y siguió nadando, y siempre se zambullía, intentando alcanzar el fondo. “Ah, Dios mío… -repetía disfrutando-. Ah, Dios mío…” Nadó hasta el molino, habló de algo allí con los mujíks y volvió atrás, y en el medio del cauce se aboyó, poniendo su rostro bajo la lluvia. Búrkin y Aliójin ya se habían vestido y se disponían a irse, y él seguía nadando y se zambullía.
-Ah, Dios mío… -decía-. Ah, apiádate Señor.
-¡Ya tiene! –le gritó Búrkin.
Volvieron a la casa. Y sólo cuando prendieron la lámpara en la sala grande arriba, y Búrkin e Iván Ivánich, vestidos con batas de seda y pantuflas cálidas, estaban sentados en las butacas, y el mismo Aliójin bañado, peinado, con una levita nueva, andaba por la sala, evidentemente, sintiendo con placer el calor, la limpieza, la ropa seca, el calzado ligero, y cuando la bonita Pelaguéya, pisando por la alfombra sin hacer ruido y sonriendo con suavidad, sirvió en una bandeja té con mermelada, sólo entonces Iván Ivánich procedió al cuento, y parecía que lo escuchaban no sólo Búrkin y Aliójin, sino asimismo las damas viejas y jóvenes y los militares, que miraban serenos y severos desde los marcos dorados.
-Somos dos hermanos, -empezó-, yo, Iván Ivánich, y el otro, Nikolai Ivánich, dos años más joven. Yo fui por el lado de las ciencias, me hice veterinario, y Nikolai, ya desde los diecinueve años, estaba en la cámara pública. Nuestro padre, Chimshá-Guimaláiskii, era de los cantonistas, pero después de servir hasta el rango de oficial, nos dejó una nobleza de herencia y una pequeña posesión. Después de su muerte, nos quitaron la posesión por deudas, pero, sea como sea, pasamos la infancia en el campo, en libertad. Nosotros, de todas formas, como niños campesinos, nos pasábamos los días y las noches en el campo, en el bosque, cuidábamos los caballos, quitábamos el líber, pescábamos, y demás, por el estilo… Y ustedes saben, el que cazó un erizo, siquiera, una vez en su vida, o vio los zorzales volando en otoño, cómo pasan en bandadas por el pueblo en los días claros y frescos, ése ya no es un habitante de la ciudad, y hasta su misma muerte le va a atraer la libertad. Mi hermano añoraba en la cámara pública. Los años pasaban, y él sentado en el mismo lugar, escribiendo los mismos papeles y pensando siempre en lo mismo, en cómo irse al campo. Y esa añoranza, poco a poco, se le convirtió en un deseo definido, en el sueño de comprarse una hacienda pequeña en algún lugar, a la orilla de un río o un lago.
Era un hombre bueno, dócil, yo lo quería, pero ese deseo de encerrarse para toda la vida en su hacienda personal, yo nunca lo compartí. Se acostumbra a decir, que el hombre sólo necesita tres arshíns de tierra. Pero es que tres arshíns los necesita un cadáver, no un hombre. Y dicen asimismo, que si nuestra intelectualidad siente atracción por la tierra y aspira a una hacienda, pues eso es bueno. Pero es que esas haciendas son los mismos tres arshínes de tierra. Irse de la ciudad, de la lucha, del ruido mundano, irse y esconderse en su hacienda, eso no es vida, eso es egoísmo, pereza, eso es una suerte de monaquismo, pero un monaquismo sin hazaña. El hombre necesita no tres arshínes de tierra, no una hacienda, sino todo el globo terráqueo, toda la naturaleza, para que pueda manifestar en su amplitud todas las cualidades y propiedades de su espíritu libre.
Mi hermano Nikolai, sentado en su cancillería, soñaba con cómo se comería su schi personal, del que saldría un olor sabroso por todo el patio, con comer en la hierba verde, dormir al sol, estar sentado por horas enteras en un banquito tras los portones, y mirar el campo y el bosque. Los libritos agrícolas y todos esos consejos de los calendarios eran su alegría, su alimento espiritual preferido; le gustaba también leer los periódicos, pero leía sólo los anuncios, de que se vendían tantas desiatínas de labrados y praderas con hacienda, río, jardín y molino, con estanques de agua corriente. Y se pintaba en su cabeza los senderos del jardín, las flores, las frutas, los nidos, los carasios en los estanques, ¿y saben?, todas esas cosas. Esos cuadros que se imaginaba eran distintos, según los anuncios que hallaba, pero por algo, en cada uno, había seguro grosellas. No se podía imaginar ni una hacienda, ni un rincón poético que no tuviera grosellas.
-La vida campestre tiene sus comodidades -decía en ocasiones-, estás sentado en el balcón, tomando té, y tus patitos nadando en el estanque, huele tan bien… y la grosella creciendo.
Trazaba el plan de su posesión, y cada vez le salía lo mismo en el plan: a) la casa señorial; b) la casa de la servidumbre; c) el huerto; d) las grosellas. Vivía de modo mezquino: comía poco, bebía poco, se vestía Dios sabe cómo, como un mendigo, y siempre ahorrando y poniendo en el banco. Era terriblemente tacaño. A mí me dolía verlo, y le daba algo, y le mandaba en las fiestas, pero él escondía eso también. Si al hombre se le metió la idea, pues no puedes hacer nada.
Pasaron los años, lo trasladaron a otro gobierno, ya andaba por los cuarenta, y él leyendo los anuncios de los periódicos y ahorrando. Después oí que se casaba. Siempre con el mismo objetivo, para comprarse una hacienda con grosellas; se casó con una viuda vieja, no bonita, sin ningún sentimiento, y sólo porque ella tenía dinero. Vivió con ella también de modo mezquino, la tenía con hambre, y puso su dinero en un banco a su nombre. Antes, ella había estado casada con un administrador de correos, y se había habituado con él a los pasteles y a los licores, y con el segundo marido no veía ni el pan negro en abundancia; se empezó a marchitar con esa vida, y a los tres años agarró y le dio el alma a Dios. Y por supuesto, mi hermano no pensó ni por un instante que era culpable de su muerte. El dinero, como el vodka, hacen del hombre un excéntrico. En nuestra ciudad se murió un mercader. Antes de morir, ordenó que le sirvieran un plato de miel, y se comió todo su dinero y los billetes de lotería con la miel, para que no le tocaran a nadie. Una vez, en la estación, yo revisaba un rebaño, y en ese momento un señorito cayó bajo la locomotora, y le cortó la pierna. Lo llevamos a la sala de admisión, suelta sangre, un asunto terrible, y él rogando que le busquen la pierna, y se inquieta; en la bota de la pierna cortada había veinte rublos, como que no se pierdan.
-Eso ya, usted, de otra ópera, -dijo Búrkin.
-Después de la muerte de su mujer, -continuó Iván Ivánich, pensado medio minuto-, mi hermano empezó a buscarse una posesión. Por supuesto, puedes buscar cinco años, y de todas formas, al final de todo, te equivocas, y compras en absoluto no eso con que soñabas. Mi hermano Nikolai compró a través de un comisionista, con traspaso de deuda, ciento doce desiatíanas con una casa señorial, una casa de servidumbre y un parque, pero sin el jardín frutal, sin las grosellas y sin el estanque con los patitos; había un río, pero el agua era de color café, por que a un lado de la posesión había una fábrica de ladrillos, y del otro lado una fábrica de quema de hueso. Pero mi Nikolai Ivánich no se puso muy triste; encargó veinte arbustos de grosellas, los sembró y empezó a vivir como un hacendado.
El año pasado fui a visitarlo. Voy a ver, pensaba, cómo y qué hay allá. En sus cartas mi hermano llamaba a su posesión así: Baldío Chumbaróklov, actual Guimaláiskii. Llegué al actual Guimaláiskii después del mediodía. Hacía calor. Por todas partes las zanjas, las vallas, los huertos, los pinos plantados en hileras, y no sabías cómo pasar al patio, dónde poner el caballo. Voy a la casa, y a mi encuentro un perro rojizo, gordo, parecido a un cerdo. Quiere ladrar, pero le da pereza. Sale de la cocina una cocinera descalza, gorda, parecida a un cerdo también, y dice que el señor descansa después de almuerzo. Entro a la habitación de mi hermano, está sentado en la cama, con las rodillas cubiertas por la cobija; envejeció, engordó, se puso adiposo; las mejillas, la nariz y los labios se extienden hacia adelante; si te descuidas, gruñe bajo la cobija.
Nos abrazamos y lloramos de júbilo, y por la idea triste de que alguna vez fuimos jóvenes, y ahora ambos estábamos canosos, y ya era hora de morir. Se vistió y me llevó a ver su posesión.
-Bueno, ¿cómo vives aquí? –le pregunté.
-Pues no mal, gracias a Dios, vivo bien.
Ya no era el tímido, antiguo pobretón-funcionario, sino un verdadero hacendado, un señor. Se había amoldado allí, habituado, tomado el gusto; comía mucho, se bañaba en el baño, engordaba, ya se había pleiteado con la sociedad y las dos fábricas, y se ofendía mucho cuando los mujíks no lo llamaban “su excelencia”. Y se preocupaba por su alma de modo respetable, a lo señorial, y hacía buenas obras no con un aire sencillo, sino con importancia. ¿Y cuáles buenas obras? Curaba a los mujíks de todas las enfermedades con soda y aceite de ricino, y en sus días de santo oficiaba por los pueblos rogativas de beneficio, y después ponía medio balde, pensaba que así era necesario. ¡Ah, esos medios baldes horribles! Hoy, el hacendado gordo llevaba a los mujíks, por holladura, a donde el jefe del zémstvo, y mañana, el día solemne, les ponía medio balde, y éstos tomaban y gritaban hurra, y borrachos, se inclinaban a sus pies. El cambio hacia una vida mejor, la saciedad, la ociosidad desarrollan en el hombre ruso la presunción más descarada. Nikolai Ivánich, que alguna vez en la cámara pública tuvo miedo de tener ideas personales, incluso para sí en privado, ahora sólo decía verdades, y en tal tono, como un ministro: “La educación es necesaria, pero para el pueblo es prematuro”, “los castigos corporales, en general, son nocivos, pero en ciertos casos son útiles e insustituibles”.
-Yo conozco al pueblo y sé tratarlo, -decía-. A mí el pueblo me quiere. Me basta sólo mover un dedo, y el pueblo hará para mí todo lo que yo quiera.
Y todo eso, adviertan, se decía con una sonrisa inteligente, bondadosa. Repitió unas veinte veces: “nosotros, los nobles”, “yo, como noble”; evidentemente, ya no recordaba que nuestro abuelo había sido mujík, y nuestro padre soldado. Incluso nuestro apellido, Chimshá-Guimaláiskii, en esencia impropio, le parecía ahora sonoro, ilustre y muy agradable.
Pero el asunto no está en él, sino en mí mismo. Yo quiero contarles, qué cambio se produjo en mí en esas pocas horas, mientras estaba en su hacienda. Por la tarde, cuando tomábamos té, la cocinera sirvió en la mesa un plato lleno de grosellas. Éstas no eran compradas, sino eran sus grosellas personales, recogidas por primera vez, desde que habían sembrado los arbustos. Nikolai Ivánich se echó a reír y, por un instante, miró las grosellas callado, con lágrimas, no podía hablar por la emoción, después se puso en la boca una uva, me echó una mirada con el aire triunfal de un niño que, finalmente, recibió su juguete preferido, y dijo:
-¡Qué rico!
Y comía con avidez, y siempre repetía:
-¡Ah, qué rico! ¡Tú prueba!
-Somos dos hermanos, -empezó-, yo, Iván Ivánich, y el otro, Nikolai Ivánich, dos años más joven. Yo fui por el lado de las ciencias, me hice veterinario, y Nikolai, ya desde los diecinueve años, estaba en la cámara pública. Nuestro padre, Chimshá-Guimaláiskii, era de los cantonistas, pero después de servir hasta el rango de oficial, nos dejó una nobleza de herencia y una pequeña posesión. Después de su muerte, nos quitaron la posesión por deudas, pero, sea como sea, pasamos la infancia en el campo, en libertad. Nosotros, de todas formas, como niños campesinos, nos pasábamos los días y las noches en el campo, en el bosque, cuidábamos los caballos, quitábamos el líber, pescábamos, y demás, por el estilo… Y ustedes saben, el que cazó un erizo, siquiera, una vez en su vida, o vio los zorzales volando en otoño, cómo pasan en bandadas por el pueblo en los días claros y frescos, ése ya no es un habitante de la ciudad, y hasta su misma muerte le va a atraer la libertad. Mi hermano añoraba en la cámara pública. Los años pasaban, y él sentado en el mismo lugar, escribiendo los mismos papeles y pensando siempre en lo mismo, en cómo irse al campo. Y esa añoranza, poco a poco, se le convirtió en un deseo definido, en el sueño de comprarse una hacienda pequeña en algún lugar, a la orilla de un río o un lago.
Era un hombre bueno, dócil, yo lo quería, pero ese deseo de encerrarse para toda la vida en su hacienda personal, yo nunca lo compartí. Se acostumbra a decir, que el hombre sólo necesita tres arshíns de tierra. Pero es que tres arshíns los necesita un cadáver, no un hombre. Y dicen asimismo, que si nuestra intelectualidad siente atracción por la tierra y aspira a una hacienda, pues eso es bueno. Pero es que esas haciendas son los mismos tres arshínes de tierra. Irse de la ciudad, de la lucha, del ruido mundano, irse y esconderse en su hacienda, eso no es vida, eso es egoísmo, pereza, eso es una suerte de monaquismo, pero un monaquismo sin hazaña. El hombre necesita no tres arshínes de tierra, no una hacienda, sino todo el globo terráqueo, toda la naturaleza, para que pueda manifestar en su amplitud todas las cualidades y propiedades de su espíritu libre.
Mi hermano Nikolai, sentado en su cancillería, soñaba con cómo se comería su schi personal, del que saldría un olor sabroso por todo el patio, con comer en la hierba verde, dormir al sol, estar sentado por horas enteras en un banquito tras los portones, y mirar el campo y el bosque. Los libritos agrícolas y todos esos consejos de los calendarios eran su alegría, su alimento espiritual preferido; le gustaba también leer los periódicos, pero leía sólo los anuncios, de que se vendían tantas desiatínas de labrados y praderas con hacienda, río, jardín y molino, con estanques de agua corriente. Y se pintaba en su cabeza los senderos del jardín, las flores, las frutas, los nidos, los carasios en los estanques, ¿y saben?, todas esas cosas. Esos cuadros que se imaginaba eran distintos, según los anuncios que hallaba, pero por algo, en cada uno, había seguro grosellas. No se podía imaginar ni una hacienda, ni un rincón poético que no tuviera grosellas.
-La vida campestre tiene sus comodidades -decía en ocasiones-, estás sentado en el balcón, tomando té, y tus patitos nadando en el estanque, huele tan bien… y la grosella creciendo.
Trazaba el plan de su posesión, y cada vez le salía lo mismo en el plan: a) la casa señorial; b) la casa de la servidumbre; c) el huerto; d) las grosellas. Vivía de modo mezquino: comía poco, bebía poco, se vestía Dios sabe cómo, como un mendigo, y siempre ahorrando y poniendo en el banco. Era terriblemente tacaño. A mí me dolía verlo, y le daba algo, y le mandaba en las fiestas, pero él escondía eso también. Si al hombre se le metió la idea, pues no puedes hacer nada.
Pasaron los años, lo trasladaron a otro gobierno, ya andaba por los cuarenta, y él leyendo los anuncios de los periódicos y ahorrando. Después oí que se casaba. Siempre con el mismo objetivo, para comprarse una hacienda con grosellas; se casó con una viuda vieja, no bonita, sin ningún sentimiento, y sólo porque ella tenía dinero. Vivió con ella también de modo mezquino, la tenía con hambre, y puso su dinero en un banco a su nombre. Antes, ella había estado casada con un administrador de correos, y se había habituado con él a los pasteles y a los licores, y con el segundo marido no veía ni el pan negro en abundancia; se empezó a marchitar con esa vida, y a los tres años agarró y le dio el alma a Dios. Y por supuesto, mi hermano no pensó ni por un instante que era culpable de su muerte. El dinero, como el vodka, hacen del hombre un excéntrico. En nuestra ciudad se murió un mercader. Antes de morir, ordenó que le sirvieran un plato de miel, y se comió todo su dinero y los billetes de lotería con la miel, para que no le tocaran a nadie. Una vez, en la estación, yo revisaba un rebaño, y en ese momento un señorito cayó bajo la locomotora, y le cortó la pierna. Lo llevamos a la sala de admisión, suelta sangre, un asunto terrible, y él rogando que le busquen la pierna, y se inquieta; en la bota de la pierna cortada había veinte rublos, como que no se pierdan.
-Eso ya, usted, de otra ópera, -dijo Búrkin.
-Después de la muerte de su mujer, -continuó Iván Ivánich, pensado medio minuto-, mi hermano empezó a buscarse una posesión. Por supuesto, puedes buscar cinco años, y de todas formas, al final de todo, te equivocas, y compras en absoluto no eso con que soñabas. Mi hermano Nikolai compró a través de un comisionista, con traspaso de deuda, ciento doce desiatíanas con una casa señorial, una casa de servidumbre y un parque, pero sin el jardín frutal, sin las grosellas y sin el estanque con los patitos; había un río, pero el agua era de color café, por que a un lado de la posesión había una fábrica de ladrillos, y del otro lado una fábrica de quema de hueso. Pero mi Nikolai Ivánich no se puso muy triste; encargó veinte arbustos de grosellas, los sembró y empezó a vivir como un hacendado.
El año pasado fui a visitarlo. Voy a ver, pensaba, cómo y qué hay allá. En sus cartas mi hermano llamaba a su posesión así: Baldío Chumbaróklov, actual Guimaláiskii. Llegué al actual Guimaláiskii después del mediodía. Hacía calor. Por todas partes las zanjas, las vallas, los huertos, los pinos plantados en hileras, y no sabías cómo pasar al patio, dónde poner el caballo. Voy a la casa, y a mi encuentro un perro rojizo, gordo, parecido a un cerdo. Quiere ladrar, pero le da pereza. Sale de la cocina una cocinera descalza, gorda, parecida a un cerdo también, y dice que el señor descansa después de almuerzo. Entro a la habitación de mi hermano, está sentado en la cama, con las rodillas cubiertas por la cobija; envejeció, engordó, se puso adiposo; las mejillas, la nariz y los labios se extienden hacia adelante; si te descuidas, gruñe bajo la cobija.
Nos abrazamos y lloramos de júbilo, y por la idea triste de que alguna vez fuimos jóvenes, y ahora ambos estábamos canosos, y ya era hora de morir. Se vistió y me llevó a ver su posesión.
-Bueno, ¿cómo vives aquí? –le pregunté.
-Pues no mal, gracias a Dios, vivo bien.
Ya no era el tímido, antiguo pobretón-funcionario, sino un verdadero hacendado, un señor. Se había amoldado allí, habituado, tomado el gusto; comía mucho, se bañaba en el baño, engordaba, ya se había pleiteado con la sociedad y las dos fábricas, y se ofendía mucho cuando los mujíks no lo llamaban “su excelencia”. Y se preocupaba por su alma de modo respetable, a lo señorial, y hacía buenas obras no con un aire sencillo, sino con importancia. ¿Y cuáles buenas obras? Curaba a los mujíks de todas las enfermedades con soda y aceite de ricino, y en sus días de santo oficiaba por los pueblos rogativas de beneficio, y después ponía medio balde, pensaba que así era necesario. ¡Ah, esos medios baldes horribles! Hoy, el hacendado gordo llevaba a los mujíks, por holladura, a donde el jefe del zémstvo, y mañana, el día solemne, les ponía medio balde, y éstos tomaban y gritaban hurra, y borrachos, se inclinaban a sus pies. El cambio hacia una vida mejor, la saciedad, la ociosidad desarrollan en el hombre ruso la presunción más descarada. Nikolai Ivánich, que alguna vez en la cámara pública tuvo miedo de tener ideas personales, incluso para sí en privado, ahora sólo decía verdades, y en tal tono, como un ministro: “La educación es necesaria, pero para el pueblo es prematuro”, “los castigos corporales, en general, son nocivos, pero en ciertos casos son útiles e insustituibles”.
-Yo conozco al pueblo y sé tratarlo, -decía-. A mí el pueblo me quiere. Me basta sólo mover un dedo, y el pueblo hará para mí todo lo que yo quiera.
Y todo eso, adviertan, se decía con una sonrisa inteligente, bondadosa. Repitió unas veinte veces: “nosotros, los nobles”, “yo, como noble”; evidentemente, ya no recordaba que nuestro abuelo había sido mujík, y nuestro padre soldado. Incluso nuestro apellido, Chimshá-Guimaláiskii, en esencia impropio, le parecía ahora sonoro, ilustre y muy agradable.
Pero el asunto no está en él, sino en mí mismo. Yo quiero contarles, qué cambio se produjo en mí en esas pocas horas, mientras estaba en su hacienda. Por la tarde, cuando tomábamos té, la cocinera sirvió en la mesa un plato lleno de grosellas. Éstas no eran compradas, sino eran sus grosellas personales, recogidas por primera vez, desde que habían sembrado los arbustos. Nikolai Ivánich se echó a reír y, por un instante, miró las grosellas callado, con lágrimas, no podía hablar por la emoción, después se puso en la boca una uva, me echó una mirada con el aire triunfal de un niño que, finalmente, recibió su juguete preferido, y dijo:
-¡Qué rico!
Y comía con avidez, y siempre repetía:
-¡Ah, qué rico! ¡Tú prueba!
Estaba dura y ácida, pero como dijo Púshkin, “la tiniebla de la verdad nos es más preciada que el engaño que ensalza”. Yo veía a un hombre feliz, cuyo sueño secreto se había realizado de un modo tan evidente, que había alcanzado su objetivo en la vida, había recibido lo que quería, que estaba satisfecho con su destino, consigo mismo. A mis ideas sobre la felicidad humana, siempre, por algo, se añadía algo triste, pero ahora, ante la visión de un hombre feliz, se apoderó de mí una sensación penosa, cercana a la desolación. En particular, era penoso por la noche. Me hicieron la cama en una habitación, junto al dormitorio de mi hermano, y yo oía cómo él no dormía, y cómo se levantaba y se acercaba al plato de grosellas, y tomaba una uva. Yo pensaba: ¡en esencia, cuántos hombres satisfechos y felices hay! ¡Qué fuerza tan aplastante! Échenle un vistazo a esta vida: el descaro y la ociosidad de los fuertes, la ignorancia y la bestialidad de los débiles, alrededor una pobreza imposible, la estrechez, la decadencia, la embriaguez, la hipocresía, la mentira… Entre tanto, en todas las casas y en las calles el silencio, la tranquilidad; de cincuenta mil que viven en la ciudad, ni uno que grite, que se perturbe en voz alta. Vemos a los que van al mercado por productos, comen de día, duermen de noche, dicen sus tonterías, se casan, envejecen, llevan a sus difuntos al cementerio de modo bondadoso; pero no vemos ni oímos a los que sufren, y lo terrible de la vida pasa en algún lugar, entre bambalinas. Todo está en silencio, tranquilo, y sólo protesta la muda estadística: tantos se volvieron locos, tantos baldes bebidos, tantos niños murieron de inanición… Y este orden, evidentemente, es necesario; evidentemente, el feliz se siente bien, sólo porque los infelices llevan su carga callados, y sin ese callar, la felicidad sería imposible. Es una hipnosis general. Es necesario que en la puerta de cada hombre satisfecho, feliz, esté parado alguien con un martillo, y le recuerde con un martillazo de modo constante, que hay hombres infelices, que, por muy feliz que él sea, la vida tarde o temprano le enseñará sus garras, llegará la desgracia, la enfermedad, la pobreza, la pérdida, y nadie lo verá ni lo oirá a él, como él no ve ni oye ahora a los otros. Pero no hay el hombre con el martillo, el feliz vive a su gusto, y las pequeñas preocupaciones mundanas lo inquietan levemente, como el viento al roble, y todo está favorable.
-Esa noche entendí cuán satisfecho y feliz estaba yo también -continuó Iván Ivánich, levantándose-. Yo también, en el almuerzo y en la caza, enseñaba cómo vivir, cómo creer, cómo dirigir al pueblo. Yo también decía que el estudio era la luz, que la educación era necesaria, pero que para las gentes sencillas, por ahora, era suficiente sólo saber leer y escribir. La libertad es un bien, decía, sin ésta no se puede, como sin el aire, pero hay que esperar. Sí, yo decía así, y ahora pregunto: ¿en nombre de qué esperar? –preguntó Iván Ivánich, mirando enojado a Búrkin-. ¿En nombre de qué esperar, le pregunto? ¿En nombre de cuáles argumentos? Me dicen que no todo de una vez, que cada idea se realiza en la vida gradualmente, a su tiempo. ¿Pero quién dice eso? ¿Dónde están las pruebas, de que eso es justo? Ustedes se remiten al orden de cosas natural, a la ley de los fenómenos, pero, ¿hay acaso orden y ley en el hecho de que yo, un hombre vivo, pensante, estoy parado ante un foso, y espero a que se cubra por sí mismo, o se llene de lodo, al mismo tiempo que yo, acaso, podría saltarlo o construir un puente sobre éste? ¿Y de nuevo, en nombre de qué esperar? ¡Esperar a que no haya fuerzas para vivir, y entre tanto es necesario vivir, y se quiere vivir!
-Esa noche entendí cuán satisfecho y feliz estaba yo también -continuó Iván Ivánich, levantándose-. Yo también, en el almuerzo y en la caza, enseñaba cómo vivir, cómo creer, cómo dirigir al pueblo. Yo también decía que el estudio era la luz, que la educación era necesaria, pero que para las gentes sencillas, por ahora, era suficiente sólo saber leer y escribir. La libertad es un bien, decía, sin ésta no se puede, como sin el aire, pero hay que esperar. Sí, yo decía así, y ahora pregunto: ¿en nombre de qué esperar? –preguntó Iván Ivánich, mirando enojado a Búrkin-. ¿En nombre de qué esperar, le pregunto? ¿En nombre de cuáles argumentos? Me dicen que no todo de una vez, que cada idea se realiza en la vida gradualmente, a su tiempo. ¿Pero quién dice eso? ¿Dónde están las pruebas, de que eso es justo? Ustedes se remiten al orden de cosas natural, a la ley de los fenómenos, pero, ¿hay acaso orden y ley en el hecho de que yo, un hombre vivo, pensante, estoy parado ante un foso, y espero a que se cubra por sí mismo, o se llene de lodo, al mismo tiempo que yo, acaso, podría saltarlo o construir un puente sobre éste? ¿Y de nuevo, en nombre de qué esperar? ¡Esperar a que no haya fuerzas para vivir, y entre tanto es necesario vivir, y se quiere vivir!
Iván Ivánich se paseó con inquietud de una esquina a la otra, y repitió:
-¡Si yo fuera joven!
De pronto se acercó a Aliójin, y le empezó a estrechar ya una mano, ya la otra.
-¡Pável Konstantínich, -profirió con voz suplicante-, no se tranquilice, no se permita dormirse! ¡Mientras sea joven, fuerte, vigoroso, no se canse de hacer el bien! La felicidad no existe y no debe existir, y si en la vida hay un sentido y un objetivo, pues ese sentido y ese objetivo, en general, no están en nuestra felicidad, sino en algo más racional y grandioso. ¡Haga el bien!
Y todo eso Iván Ivánich lo profirió con una sonrisa lastimera, suplicante, como si pidiera personalmente para sí mismo.
Después, todos los tres se quedaron sentados en las butacas, en distintas esquinas de la sala, y callaron. El cuento de Iván Ivánich no satisfizo ni a Búrkin ni a Aliójin. Escuchar el cuento de un pobretón-funcionario que comía grosellas, mientras los generales y las damas, que en el crepúsculo parecían vivos, miraban desde los marcos dorados, fue aburrido. Se quería por algo hablar y oír de personas elegantes, de mujeres. Y el hecho de que estaban sentados en una sala, donde todo –la araña con la funda, las butacas y las alfombras bajo los pies– hablaban de que por aquí, alguna vez, pasaron, se sentaron y tomaron té esas mismas personas, que miraban ahora desde los marcos, y el hecho de que pasara por allí ahora la bonita Pelaguéya sin hacer ruido, era mejor que todos los cuentos.
A Aliójin le dieron fuertes deseos de dormir; se había levantado a laborar temprano, a las tres de la mañana, y ahora se le cerraban los ojos, pero temía que los visitantes empezaran a contar algo interesante en su ausencia, y no se iba. Si era inteligente, si era justo lo que recién decía Iván Ivánich, en eso no se detenía; los visitantes no hablaban de granos, ni de heno, ni de alquitrán, sino de algo que no tenía relación directa con su vida, y estaba contento, y quería que continuaran…
-Pero es hora de dormir, -dijo Búrkin, levantándose-. Permítanme desearle buenas noches.
Aliójin se despidió y fue a su habitación abajo, y los visitantes se quedaron arriba. A ambos les asignaron para la noche una habitación grande, donde había dos viejas camas de madera con adornos tallados, y en la esquina había un crucifijo de marfil; sus camas anchas, frescas, que había hecho la bonita Pelaguéya, olían gratamente a ropa de cama fresca.
Iván Ivánich, callado, se desvistió y se acostó.
-¡Señor, perdónanos a los pecadores! –profirió, y se cubrió hasta la cabeza.
Su pipa, que yacía en la mesa, olía fuerte a tufo de tabaco, y Búrkin no se durmió en largo tiempo, y no podía entender de ningún modo de dónde venía ese olor pesado.
La lluvia golpeó en la ventana toda la noche.
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