Era un miércoles por la noche. La televisión no había sido gran cosa. Theodore tenía cincuenta y seis años. Su mujer, Margaret, cincuenta. Llevaban veinte años casados y no tenían hijos. Ted apagó la luz. Se desperezaron en la oscuridad.
—Bueno —dijo Margie—, ¿es que no me vas a dar el beso de buenas noches?
Ted suspiró y se volvió hacia ella. Le dio un beso rápido.
—¿Llamas a eso un beso?
Ted no contestó.
—Aquella mujer del programa era igual que Lilly, ¿verdad?
—No sé.
—Sí sabes.
—Escucha, no empieces, que habrá follón.
—Lo que pasa es que no quieres analizar las cosas. Sólo quieres cerrarte como una lapa. Sé sincero.
Aquella mujer del programa se parecía a Lilly, ¿verdad?
—Está bien. Te n ía un cierto parecido.
—¿Te hizo pensar en Lilly?
—Dios santo...
—¡No seas evasivo! ¿Te hizo pensar en ella?
—Por un momento, sí...
—¿Y te sentías a gusto?
—No. Escucha, Margie, eso pasó hace cinco años.
—¿Acaso el tiempo hace que lo que pasó no pasase?
—Te dije que lo lamentaba.
—¡Que lo lamentabas! ¿Sabes lo que pasé yo? ¿Te imaginas que hubiese hecho yo lo mismo con un hombre? ¿Qué habrías sentido?
—No sé. Hazlo y lo sabré.
—¡Muy gracioso! ¿Es que quieres reírte de mí?
—Marge, hemos discutido este asunto cuatrocientas o quinientas noches.
—¿Cuando hacías el amor con Lilly, la besabas como me besaste ahora am í?
—No, claro que no...
—¿Cómo, entonces? ¿Cómo?
—¡Por Dios! Basta ya.
—¿Cómo?
—Bueno, distinto.
—¿Distinto en qué sentido?
—Bueno, había una novedad. Me excitaba...
Marge se incorporó en la cama y se echó a llorar. Luego dejó de hacerlo.
—Y cuando me besas a mí no te excitas, ¿verdad?
—Es que estamos habituados el uno al otro.
—Pero eso es el amor; vivir y hacerse mayores juntos.
—Bien.
—¿«Bien»? ¿Qué quieres decir con bien?
—Quiero decir que tienes razón.
—Lo dices, pero se ve que no lo crees. Lo único que quieres es no hablar. Has vivido conmigo todos estos años. ¿Sabes por qué?
—No estoy seguro. La gente se habitúa, se acostumbra a las cosas, es como el trabajo. La gente se acomoda. Es lo que pasa.
—¿Quieres decir que estar conmigo es como un trabajo? ¿Es como un trabajo ahora?
—Bueno, en el trabajo hay que fichar.
—¡Ya vuelves a empezar! ¡Esto es una discusión seria!
—Está bien.
—¿«Está bien»? Eres un asqueroso imbécil. ¡Animal! ¡Te estás quedando dormido!
—Margy, ¿qué quieres que haga? ¡Eso pasó hace años!
—¡Está bien, te diré lo que quiero que hagas! ¡Quiero que me beses a mí como besabas a Lilly! ¡Quiero que me jodas a mí como a Lilly!
—No puedo hacerlo...
—¿Por qué? Porque no te excito como Lilly, ¿verdad? ¿Porque no soy una novedad?
—Apenas si recuerdo a Lilly.
—La recuerdas perfectamente. Está bien. ¡No tienes que joderme! ¡Sólo bésame como a Lilly!
—Oh, por Dios, Margy, ¡déjalo ya, por favor, te lo suplico!
—Quiero saber por qué hemos vivido juntos todos estos años! ¿He desperdiciado mi vida?
—Todos la desperdician, casi todo el mundo.
—¿Desperdician sus vidas?
—Creo que sí.
—¡Si pudieses simplemente imaginar cuánto te odio!
—¿Quieres el divorcio?
—¿Que si quiero el divorcio? ¡Oh, Dios mío, qué tranquilo eres! ¡Destrozas mi maldita vida y luego me preguntas si quiero el divorcio! ¡Tengo cincuenta años! ¡Te he dado mi vida! ¿A dónde voy a ir?
—¡Puedes irte al infierno! Estoy harto de oírte. Harto de tus quejas.
—¡Imagínate que hubiera hecho yo lo mismo con un hombre!
—Ojalá lo hubieras hecho. ¡Ojalá!
Theodore cerró los ojos... Margaret gimoteó. En la calle ladró un perro. Alguien intentaba poner un coche en marcha. No arrancaba. Treinta grados de temperatura en un pueblecito de Illinois. James Carter era el presidente de los Estados Unidos.
Theodore empezó a roncar. Margaret fue hasta el armario y sacó el revólver del cajón del fondo. Un revólver del 22. Estaba cargado. Volvió a la cama junto a su marido.
Le zarandeó.
—Ted, querido, estás roncando . . .
Le zarandeó otra vez.
—¿Qué pasa...? —preguntó Ted.
Ella quitó el seguro al revólver y apoyó el cañón en la parte del pecho de él más a mano y apretó el gatillo. La cama se balanceó y Margaret disparó de nuevo. De la boca de Theodore surgió un sonido muy parecido a un pedo. No parecía dolerle. La luna brillaba en la ventana. Margaret se fijó en que el agujero era pequeño y apenas manaba sangre. Colocó el arma al otro lado del pecho de Theodore. Volvió a apretar el gatillo. Esta vez no hubo sonido alguno. Pero él seguía respirando. Le observó. Manaba sangre. La sangre hedía espantosamente.
Ahora que estaba muñéndose, casi le amaba. Pero Lilly, cuando pensaba en Lilly... la boca de Ted en la suya, y todo lo demás, entonces deseaba disparar otra vez... Ted estaba muy guapo con jerseys de cuello alto, le sentaban muy bien, le quedaba muy bien el verde, y cuando se tiraba un pedo en la cama, primero siempre se daba la vuelta... Nunca los tiraba contra ella. Rara vez faltaba al trabajo. No podría ir al día siguiente...
Margaret estuvo un rato llorando y luego se quedó dormida.
Al despertar, Theodore tuvo una sensación de juncos largos y agudos clavados a los lados del pecho. No sentía dolor. Se llevó las manos al pecho, las alzó luego a la luz de la luna. Estaban manchadas de sangre. Se desconcertó. Miró a Margaret. Estaba dormida y tenía en la mano el revólver que él le había enseñado a manejar para su defensa.
Se incorporó y la sangre empezó a salir más de prisa de ambos agujeros del pecho. Margaret le había disparado mientras dormía. Por tirarse a Lilly. Ni siquiera había sido capaz de correrse con Lilly. Pensó: «Estoy casi muerto, pero si pudiese huir de ella, tendría una oportunidad.» Estiró con cuidado el brazo y liberó el revólver de entre los dedos de Margaret. Aún tenía quitado el seguro.
No quiero matarte, pensó, sólo quiero largarme. Creo que llevo por lo menos quince años deseando hacerlo.
Consiguió levantarse de la cama. Cogió el revólver y apuntó a Margaret al muslo. Al derecho.
Disparó.
Margaret gritó y él le tapó la boca con la mano. Esperó unos segundos y luego apartó la mano.
—¿Qué haces, Theodore?
Volvió a apuntar, al muslo izquierdo ahora. Disparó. Apagó su nuevo grito volviendo a taparle la boca. Aguantó unos segundos, luego retiró la mano.
—Besaste a Lilly —dijo Margaret.
Quedaban dos balas en el tambor del revólver. Ted se irguió y se miró los agujeros del pecho. El del lado derecho ya no sangraba. Del izquierdo, salía, a intervalos regulares, un hilillo fino como una aguja.
—¡Te mataré! —dijo Margy desde la cama.
—Quieres matarme realmente, ¿verdad?
—¡Sí, sí! ¡Y lo haré!
Ted empezó a sentirse mal, mareado. ¿Dónde estaban los polis? Tenían que haber oído todos los disparos. ¿Dónde estaban? ¿Es que nadie había oído los disparos?
Miró hacia la ventana. Disparó contra los cristales. Se sentía cada vez más débil. Cayó de rodillas. Se arrastró de rodillas hasta la otra ventana. Disparó otra vez. La bala hizo un agujero redondo en el cristal, pero el cristal no se rompió. Pasó delante de él una sombra negra. Luego, desapareció. Theodore pensó: «¡Tengo que tirar fuera este revólver!» Reunió sus últimas fuerzas. Lanzó el revólver contra el cristal. El cristal se rompió, pero el revólver volvió a caer dentro de la habitación.
Cuando recobró el conocimiento, su mujer estaba de pie ante él. Se sostenía sobre ambas piernas, las piernas contra las que él había disparado. Cargaba otra vez el revólver.
—Voy a matarte —dijo.
—¡Margy, por amor de Dios! ¡Escucha! ¡Te quiero!
—¡Arrástrate, perro mentiroso!
—Margy, por favor...
Theodore empezó a arrastrarse hacia la otra habitación.
Ella le seguía.
—Así que te excitaba besar a Lilly...
—¡No, no! ¡No me gustaba! ¡Me repugnaba!
—¡Te voy a arrancar de la boca esos labios malditos!
—¡Margy! ¡Dios mío!
Le puso el cañón del revólver en la boca.
—¡Toma un besol
Disparó. La bala se llevó parte del labio inferior y parte de la mandíbula. Theodore no perdió el conocimiento. Vio uno de sus propios zapatos en el suelo. Aunó de nuevo todas sus fuerzas y lanzó el zapato contra otra ventana. El cristal se rompió y el zapato cayó a la calle.
Margaret alzó de nuevo el revólver y se apuntó al pecho. Apretó el gatillo...
Cuando la policía derribó la puerta, Margaret estaba de pie sujetando el revólver.
—¡Ya está bien, señora, suelte el revólver! —dijo uno de los polis.
Theodore aún intentaba huir arrastrándose. Margaret le apuntó con el revólver, disparó, erró el tiro.
Luego, se desplomó en su camisón púrpura.
—¿Qué diablos ha pasado aquí? —preguntó uno de los polis, inclinándose sobre Theodore.
Theodore volvió la cabeza. Su boca era un grumo rojo.
—Skirrr —dijo Theodore—. Skirr...
—Me fastidian estas peleas domésticas —dijo el otro poli—. ¡Qué asco...
—Sí —dijo el primer poli.
—Precisamente esta mañana reñí con mi mujer. Uno nunca sabe.
—Skirr... —dijo Theodore.
Lilly estaba en casa viendo una vieja película de Marlon Brando en la tele. Estaba sola.
Siempre había estado enamorada de Marlon. Se tiró un pedo suave. Se alzó la bata y empezó a masturbarse.
—Bueno —dijo Margie—, ¿es que no me vas a dar el beso de buenas noches?
Ted suspiró y se volvió hacia ella. Le dio un beso rápido.
—¿Llamas a eso un beso?
Ted no contestó.
—Aquella mujer del programa era igual que Lilly, ¿verdad?
—No sé.
—Sí sabes.
—Escucha, no empieces, que habrá follón.
—Lo que pasa es que no quieres analizar las cosas. Sólo quieres cerrarte como una lapa. Sé sincero.
Aquella mujer del programa se parecía a Lilly, ¿verdad?
—Está bien. Te n ía un cierto parecido.
—¿Te hizo pensar en Lilly?
—Dios santo...
—¡No seas evasivo! ¿Te hizo pensar en ella?
—Por un momento, sí...
—¿Y te sentías a gusto?
—No. Escucha, Margie, eso pasó hace cinco años.
—¿Acaso el tiempo hace que lo que pasó no pasase?
—Te dije que lo lamentaba.
—¡Que lo lamentabas! ¿Sabes lo que pasé yo? ¿Te imaginas que hubiese hecho yo lo mismo con un hombre? ¿Qué habrías sentido?
—No sé. Hazlo y lo sabré.
—¡Muy gracioso! ¿Es que quieres reírte de mí?
—Marge, hemos discutido este asunto cuatrocientas o quinientas noches.
—¿Cuando hacías el amor con Lilly, la besabas como me besaste ahora am í?
—No, claro que no...
—¿Cómo, entonces? ¿Cómo?
—¡Por Dios! Basta ya.
—¿Cómo?
—Bueno, distinto.
—¿Distinto en qué sentido?
—Bueno, había una novedad. Me excitaba...
Marge se incorporó en la cama y se echó a llorar. Luego dejó de hacerlo.
—Y cuando me besas a mí no te excitas, ¿verdad?
—Es que estamos habituados el uno al otro.
—Pero eso es el amor; vivir y hacerse mayores juntos.
—Bien.
—¿«Bien»? ¿Qué quieres decir con bien?
—Quiero decir que tienes razón.
—Lo dices, pero se ve que no lo crees. Lo único que quieres es no hablar. Has vivido conmigo todos estos años. ¿Sabes por qué?
—No estoy seguro. La gente se habitúa, se acostumbra a las cosas, es como el trabajo. La gente se acomoda. Es lo que pasa.
—¿Quieres decir que estar conmigo es como un trabajo? ¿Es como un trabajo ahora?
—Bueno, en el trabajo hay que fichar.
—¡Ya vuelves a empezar! ¡Esto es una discusión seria!
—Está bien.
—¿«Está bien»? Eres un asqueroso imbécil. ¡Animal! ¡Te estás quedando dormido!
—Margy, ¿qué quieres que haga? ¡Eso pasó hace años!
—¡Está bien, te diré lo que quiero que hagas! ¡Quiero que me beses a mí como besabas a Lilly! ¡Quiero que me jodas a mí como a Lilly!
—No puedo hacerlo...
—¿Por qué? Porque no te excito como Lilly, ¿verdad? ¿Porque no soy una novedad?
—Apenas si recuerdo a Lilly.
—La recuerdas perfectamente. Está bien. ¡No tienes que joderme! ¡Sólo bésame como a Lilly!
—Oh, por Dios, Margy, ¡déjalo ya, por favor, te lo suplico!
—Quiero saber por qué hemos vivido juntos todos estos años! ¿He desperdiciado mi vida?
—Todos la desperdician, casi todo el mundo.
—¿Desperdician sus vidas?
—Creo que sí.
—¡Si pudieses simplemente imaginar cuánto te odio!
—¿Quieres el divorcio?
—¿Que si quiero el divorcio? ¡Oh, Dios mío, qué tranquilo eres! ¡Destrozas mi maldita vida y luego me preguntas si quiero el divorcio! ¡Tengo cincuenta años! ¡Te he dado mi vida! ¿A dónde voy a ir?
—¡Puedes irte al infierno! Estoy harto de oírte. Harto de tus quejas.
—¡Imagínate que hubiera hecho yo lo mismo con un hombre!
—Ojalá lo hubieras hecho. ¡Ojalá!
Theodore cerró los ojos... Margaret gimoteó. En la calle ladró un perro. Alguien intentaba poner un coche en marcha. No arrancaba. Treinta grados de temperatura en un pueblecito de Illinois. James Carter era el presidente de los Estados Unidos.
Theodore empezó a roncar. Margaret fue hasta el armario y sacó el revólver del cajón del fondo. Un revólver del 22. Estaba cargado. Volvió a la cama junto a su marido.
Le zarandeó.
—Ted, querido, estás roncando . . .
Le zarandeó otra vez.
—¿Qué pasa...? —preguntó Ted.
Ella quitó el seguro al revólver y apoyó el cañón en la parte del pecho de él más a mano y apretó el gatillo. La cama se balanceó y Margaret disparó de nuevo. De la boca de Theodore surgió un sonido muy parecido a un pedo. No parecía dolerle. La luna brillaba en la ventana. Margaret se fijó en que el agujero era pequeño y apenas manaba sangre. Colocó el arma al otro lado del pecho de Theodore. Volvió a apretar el gatillo. Esta vez no hubo sonido alguno. Pero él seguía respirando. Le observó. Manaba sangre. La sangre hedía espantosamente.
Ahora que estaba muñéndose, casi le amaba. Pero Lilly, cuando pensaba en Lilly... la boca de Ted en la suya, y todo lo demás, entonces deseaba disparar otra vez... Ted estaba muy guapo con jerseys de cuello alto, le sentaban muy bien, le quedaba muy bien el verde, y cuando se tiraba un pedo en la cama, primero siempre se daba la vuelta... Nunca los tiraba contra ella. Rara vez faltaba al trabajo. No podría ir al día siguiente...
Margaret estuvo un rato llorando y luego se quedó dormida.
Al despertar, Theodore tuvo una sensación de juncos largos y agudos clavados a los lados del pecho. No sentía dolor. Se llevó las manos al pecho, las alzó luego a la luz de la luna. Estaban manchadas de sangre. Se desconcertó. Miró a Margaret. Estaba dormida y tenía en la mano el revólver que él le había enseñado a manejar para su defensa.
Se incorporó y la sangre empezó a salir más de prisa de ambos agujeros del pecho. Margaret le había disparado mientras dormía. Por tirarse a Lilly. Ni siquiera había sido capaz de correrse con Lilly. Pensó: «Estoy casi muerto, pero si pudiese huir de ella, tendría una oportunidad.» Estiró con cuidado el brazo y liberó el revólver de entre los dedos de Margaret. Aún tenía quitado el seguro.
No quiero matarte, pensó, sólo quiero largarme. Creo que llevo por lo menos quince años deseando hacerlo.
Consiguió levantarse de la cama. Cogió el revólver y apuntó a Margaret al muslo. Al derecho.
Disparó.
Margaret gritó y él le tapó la boca con la mano. Esperó unos segundos y luego apartó la mano.
—¿Qué haces, Theodore?
Volvió a apuntar, al muslo izquierdo ahora. Disparó. Apagó su nuevo grito volviendo a taparle la boca. Aguantó unos segundos, luego retiró la mano.
—Besaste a Lilly —dijo Margaret.
Quedaban dos balas en el tambor del revólver. Ted se irguió y se miró los agujeros del pecho. El del lado derecho ya no sangraba. Del izquierdo, salía, a intervalos regulares, un hilillo fino como una aguja.
—¡Te mataré! —dijo Margy desde la cama.
—Quieres matarme realmente, ¿verdad?
—¡Sí, sí! ¡Y lo haré!
Ted empezó a sentirse mal, mareado. ¿Dónde estaban los polis? Tenían que haber oído todos los disparos. ¿Dónde estaban? ¿Es que nadie había oído los disparos?
Miró hacia la ventana. Disparó contra los cristales. Se sentía cada vez más débil. Cayó de rodillas. Se arrastró de rodillas hasta la otra ventana. Disparó otra vez. La bala hizo un agujero redondo en el cristal, pero el cristal no se rompió. Pasó delante de él una sombra negra. Luego, desapareció. Theodore pensó: «¡Tengo que tirar fuera este revólver!» Reunió sus últimas fuerzas. Lanzó el revólver contra el cristal. El cristal se rompió, pero el revólver volvió a caer dentro de la habitación.
Cuando recobró el conocimiento, su mujer estaba de pie ante él. Se sostenía sobre ambas piernas, las piernas contra las que él había disparado. Cargaba otra vez el revólver.
—Voy a matarte —dijo.
—¡Margy, por amor de Dios! ¡Escucha! ¡Te quiero!
—¡Arrástrate, perro mentiroso!
—Margy, por favor...
Theodore empezó a arrastrarse hacia la otra habitación.
Ella le seguía.
—Así que te excitaba besar a Lilly...
—¡No, no! ¡No me gustaba! ¡Me repugnaba!
—¡Te voy a arrancar de la boca esos labios malditos!
—¡Margy! ¡Dios mío!
Le puso el cañón del revólver en la boca.
—¡Toma un besol
Disparó. La bala se llevó parte del labio inferior y parte de la mandíbula. Theodore no perdió el conocimiento. Vio uno de sus propios zapatos en el suelo. Aunó de nuevo todas sus fuerzas y lanzó el zapato contra otra ventana. El cristal se rompió y el zapato cayó a la calle.
Margaret alzó de nuevo el revólver y se apuntó al pecho. Apretó el gatillo...
Cuando la policía derribó la puerta, Margaret estaba de pie sujetando el revólver.
—¡Ya está bien, señora, suelte el revólver! —dijo uno de los polis.
Theodore aún intentaba huir arrastrándose. Margaret le apuntó con el revólver, disparó, erró el tiro.
Luego, se desplomó en su camisón púrpura.
—¿Qué diablos ha pasado aquí? —preguntó uno de los polis, inclinándose sobre Theodore.
Theodore volvió la cabeza. Su boca era un grumo rojo.
—Skirrr —dijo Theodore—. Skirr...
—Me fastidian estas peleas domésticas —dijo el otro poli—. ¡Qué asco...
—Sí —dijo el primer poli.
—Precisamente esta mañana reñí con mi mujer. Uno nunca sabe.
—Skirr... —dijo Theodore.
Lilly estaba en casa viendo una vieja película de Marlon Brando en la tele. Estaba sola.
Siempre había estado enamorada de Marlon. Se tiró un pedo suave. Se alzó la bata y empezó a masturbarse.
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