Capítulo VIII
Del sacrificio religioso al erotismo
El cristianismo y la falta de conocimiento de la santidad de la transgresión
Hablé en la «Introducción» de cómo en la antigüedad se comparaba el acto de amor con el sacrificio. Los antiguos tenían, más que nosotros, un sentimiento inmediato de lo que es el sacrificio. Nosotros estamos muy lejos de su práctica. El sacrificio de la misa es una reminiscencia de esa práctica, pero muy pocas veces puede herir la sensibilidad de una manera lo bastante vivida. Por muy obsesiva que sea la imagen del Crucificado, no es fácil que la misa corresponda a la imagen de un sacrificio sangriento.
La principal dificultad reside en la repugnancia que el cristianismo muestra generalmente para con la transgresión de la ley. Cierto es que el Evangelio incita a levantar las prohibiciones formales, las que se practican al pie de la letra, en los casos en que su sentido resulta incomprensible. Se trata entonces de transgredir una ley, no a pesar de la conciencia de su valor, sino poniendo ese valor en cuestión. Lo esencial es que, en la idea del sacrificio de la Cruz, se deforma el carácter de la transgresión. No cabe duda de que ese sacrificio consiste en un acto de dar la muerte, de que se trata de algo sangriento. Es una transgresión en el sentido en que ese acto de matar es, de hecho, un pecado. Es incluso, de todos los pecados, el más grave. Pero en la transgresión de la que he hablado, si hay pecado, si hay expiación, éstos son consecuencia de un acto deliberado; de un acto, incluso, que nunca dejó de conformarse con la intención. Ese acuerdo de la voluntad es lo que, en nuestros días, hace ininteligible la actitud arcaica: es un escándalo para el pensamiento. No podemos concebir sin desasosiego la deliberada transgresión de una ley que parece santa. Pero el sacerdote que celebra el sacrificio de la misa nunca admitirá el pecado de la crucifixión. La culpa la tiene la ceguera de sus autores, de quienes debemos pensar que, de haberlo sabido, no lo habrían cometido. Ciertamente, la Iglesia canta: ¡Félix culpa! ¡Feliz culpa! Existe, pues, un punto de vista a partir del cual se demuestra la necesidad de cometer la falta. La resonancia de la liturgia armoniza con el pensamiento profundo que animaba a la humanidad primera. Pero desentona en la lógica del sentimiento cristiano. Para el cristianismo, no reconocer la santidad de la transgresión es un fundamento. Incluso si, en la cumbre, los religiosos tienen acceso a las escandalosas paradojas que liberan, que exceden los límites.
La comparación antigua del sacrificio con la unión erótica
No deja de ser cierto que esa falta de reconocimiento de la transgresión hizo que toda comparación con las costumbres de la antigüedad quedase desprovista de sentido. Si la transgresión no es fundamental, el sacrificio y el acto de amor no tienen nada en común. El sacrificio, si es una transgresión hecha a propósito, es una acción deliberada cuyo fin es el cambio repentino del ser que es víctima de ella. A ese ser se le da muerte. Antes que se le dé muerte, estaba encerrado en la particularidad individual. Tal como dije en la «Introducción», su existencia resulta entonces discontinua. Pero, en la muerte, ese ser es llevado de nuevo a la continuidad del ser, a la ausencia de particularidad. Esa acción violenta, que desprovee a la víctima de su carácter limitado y le otorga el carácter de lo ilimitado y de lo infinito pertenecientes a la esfera sagrada, es querida por su consecuencia profunda. Es deliberada como la acción de quien desnuda a su víctima, a la cual desea y a la que quiere penetrar. El amante no disgrega menos a la mujer amada que el sacrificador que agarrota al hombre o al animal inmolado. La mujer, en manos de quien la acomete, está desposeída de su ser. Pierde, con su pudor, esa barrera sólida que, separándola del otro, la hacía impenetrable; bruscamente se abre a la violencia del juego sexual desencadenado en los órganos de la reproducción, se abre a la violencia impersonal que la desborda desde fuera.
No es nada seguro que los antiguos hubiesen sido capaces de exponer en detalle un análisis que sólo inició la familiaridad con una inmensa dialéctica. Se requerían la presencia inicial y la conjunción de numerosos temas, si es que acaso se querían captar, con toda la precisión de sus movimientos, las semejanzas de dos experiencias profundas. No había modo de captar los aspectos más profundos y el conjunto escapaba a la conciencia. Pero, por suerte, en una misma persona podía darse tanto la experiencia interior de la piedad en el sacrificio como la del erotismo desencadenado. A partir de ese momento se podía tener, si no aún una comparación precisa, sí al menos un sentimiento de semejanza. Esa posibilidad desapareció con el cristianismo, en el cual la piedad se alejó de la voluntad de acceder al secreto del ser a través de la violencia.
La carne en el sacrificio y en el amor
Lo que la violencia exterior del sacrificio revelaba era la violencia interior del ser tal como se discernía a la luz del derramamiento de la sangre y del surgimiento de los órganos. Esa sangre, esos órganos llenos de vida, no eran lo que la anatomía ve en ellos; sólo una experiencia interior, no la ciencia, podría restituir el sentimiento de los antiguos. Podemos presumir que en aquel entonces aparecía la plétora de los órganos llenos de sangre, la plétora impersonal de la vida. Desaparecido el ser individual, discontinuo, del animal, había aparecido, con la muerte de ese mismo animal, la continuidad orgánica de la vida; es lo que el ágape sagrado encadena gracias a la vida en comunión de quienes asisten a él. En esa deglución vinculada a un surgimiento de vida carnal y al silencio de la muerte subsistía un relente de bestialidad. Ya no comemos carnes que no estén preparadas, inanimadas, abstraídas del pulular orgánico en el que aparecieron. El sacrificio vinculaba el hecho de comer con la verdad de la vida revelada en la muerte.
Suele ser propio del acto del sacrificio el otorgar vida y muerte, dar a la muerte el rebrote de la vida y, a la vida, la pesadez, el vértigo y la abertura de la muerte. Es la vida mezclada con la muerte, pero, en el sacrificio, en el mismo momento, la muerte es signo de vida, abertura a lo ilimitado. Actualmente el sacrificio no pertenece al campo de nuestra experiencia; así que debemos sustituir la práctica por la imaginación. Pero aunque ya no comprendamos ni el sacrificio mismo ni su significación religiosa, no podemos ignorar la reacción vinculada a los elementos del espectáculo que ofrecía: se trata de la náusea. Deberemos representarnos en el sacrificio una superación de la náusea. Pero, sin la transfiguración sagrada, sus aspectos tomados separadamente pueden, en el límite, provocar náuseas. Es bastante común que la matanza y el despiece del ganado sean repugnantes hoy en día; y nada debe recordársenos en los platos que se sirven a la mesa. Por ello es posible decir de la experiencia contemporánea que invierte las conductas de la piedad en el sacrificio.
Esta inversión tiene pleno sentido si consideramos ahora la semejanza del acto de amor y del sacrificio. Lo que el acto de amor y el sacrificio revelan es la carne. El sacrificio sustituye la vida ordenada del animal por la convulsión ciega de los órganos. Lo mismo sucede con la convulsión erótica: libera unos órganos pletóricos cuyos juegos se realizan a ciegas, más allá de la voluntad reflexiva de los amantes. A esa voluntad reflexiva la suceden los movimientos animales de esos órganos hinchados de sangre. Una violencia, que la razón deja de controlar, anima a esos órganos, los hace tender al estallido y súbitamente estalla la alegría de los corazones al dejarse llevar por el rebasamiento de esa tormenta. El movimiento de la carne excede un límite en ausencia de la voluntad. La carne es en nosotros ese exceso que se opone a la ley de la decencia. La carne es el enemigo nato de aquellos a quienes atormenta la prohibición del cristianismo; pero si, como creo, existe una prohibición vaga y global que se opone, bajo formas que dependen del tiempo y del lugar, a la libertad sexual, entonces la carne es la expresión de un retorno de esa libertad amenazante.
La carne, la decencia y la libertad sexual prohibida
Al referirme en primer lugar a esa prohibición global, me sustraje al no poder —o no querer— definirla. A decir verdad, no es definible de un modo tal que luego resulte fácil hablar de ella. La decencia es aleatoria y varía sin cesar. Varía incluso individualmente. Tanto es así que, en ese punto, hablé de prohibiciones que pueden conceptuarse, como la del incesto o la de la sangre menstrual, y dejé para más tarde el volver sobre una maldición más general de la sexualidad. Más adelante hablaré de ella, e incluso me referiré a las transgresiones de esa vaga prohibición aun antes de buscar cómo definirla.
Pero antes quisiera volver más arriba.
Si hay prohibición, a mi modo de ver lo es de alguna violencia elemental. Esa violencia se da en la carne: en la carne que designa el juego de los órganos reproductores.
Intentaré acceder, a través de la objetividad del juego de los órganos, a la expresión interior fundamental en la que se da el rebasamiento de la carne.
Quisiera, como cuestión básica, poner de relieve la experiencia interior de la plétora, de la cual he dicho que el sacrificio la revelaba en el animal muerto. En la base del erotismo, tenemos la experiencia de un estallido, de una violencia en el momento de la explosión.
Del sacrificio religioso al erotismo
El cristianismo y la falta de conocimiento de la santidad de la transgresión
Hablé en la «Introducción» de cómo en la antigüedad se comparaba el acto de amor con el sacrificio. Los antiguos tenían, más que nosotros, un sentimiento inmediato de lo que es el sacrificio. Nosotros estamos muy lejos de su práctica. El sacrificio de la misa es una reminiscencia de esa práctica, pero muy pocas veces puede herir la sensibilidad de una manera lo bastante vivida. Por muy obsesiva que sea la imagen del Crucificado, no es fácil que la misa corresponda a la imagen de un sacrificio sangriento.
La principal dificultad reside en la repugnancia que el cristianismo muestra generalmente para con la transgresión de la ley. Cierto es que el Evangelio incita a levantar las prohibiciones formales, las que se practican al pie de la letra, en los casos en que su sentido resulta incomprensible. Se trata entonces de transgredir una ley, no a pesar de la conciencia de su valor, sino poniendo ese valor en cuestión. Lo esencial es que, en la idea del sacrificio de la Cruz, se deforma el carácter de la transgresión. No cabe duda de que ese sacrificio consiste en un acto de dar la muerte, de que se trata de algo sangriento. Es una transgresión en el sentido en que ese acto de matar es, de hecho, un pecado. Es incluso, de todos los pecados, el más grave. Pero en la transgresión de la que he hablado, si hay pecado, si hay expiación, éstos son consecuencia de un acto deliberado; de un acto, incluso, que nunca dejó de conformarse con la intención. Ese acuerdo de la voluntad es lo que, en nuestros días, hace ininteligible la actitud arcaica: es un escándalo para el pensamiento. No podemos concebir sin desasosiego la deliberada transgresión de una ley que parece santa. Pero el sacerdote que celebra el sacrificio de la misa nunca admitirá el pecado de la crucifixión. La culpa la tiene la ceguera de sus autores, de quienes debemos pensar que, de haberlo sabido, no lo habrían cometido. Ciertamente, la Iglesia canta: ¡Félix culpa! ¡Feliz culpa! Existe, pues, un punto de vista a partir del cual se demuestra la necesidad de cometer la falta. La resonancia de la liturgia armoniza con el pensamiento profundo que animaba a la humanidad primera. Pero desentona en la lógica del sentimiento cristiano. Para el cristianismo, no reconocer la santidad de la transgresión es un fundamento. Incluso si, en la cumbre, los religiosos tienen acceso a las escandalosas paradojas que liberan, que exceden los límites.
La comparación antigua del sacrificio con la unión erótica
No deja de ser cierto que esa falta de reconocimiento de la transgresión hizo que toda comparación con las costumbres de la antigüedad quedase desprovista de sentido. Si la transgresión no es fundamental, el sacrificio y el acto de amor no tienen nada en común. El sacrificio, si es una transgresión hecha a propósito, es una acción deliberada cuyo fin es el cambio repentino del ser que es víctima de ella. A ese ser se le da muerte. Antes que se le dé muerte, estaba encerrado en la particularidad individual. Tal como dije en la «Introducción», su existencia resulta entonces discontinua. Pero, en la muerte, ese ser es llevado de nuevo a la continuidad del ser, a la ausencia de particularidad. Esa acción violenta, que desprovee a la víctima de su carácter limitado y le otorga el carácter de lo ilimitado y de lo infinito pertenecientes a la esfera sagrada, es querida por su consecuencia profunda. Es deliberada como la acción de quien desnuda a su víctima, a la cual desea y a la que quiere penetrar. El amante no disgrega menos a la mujer amada que el sacrificador que agarrota al hombre o al animal inmolado. La mujer, en manos de quien la acomete, está desposeída de su ser. Pierde, con su pudor, esa barrera sólida que, separándola del otro, la hacía impenetrable; bruscamente se abre a la violencia del juego sexual desencadenado en los órganos de la reproducción, se abre a la violencia impersonal que la desborda desde fuera.
No es nada seguro que los antiguos hubiesen sido capaces de exponer en detalle un análisis que sólo inició la familiaridad con una inmensa dialéctica. Se requerían la presencia inicial y la conjunción de numerosos temas, si es que acaso se querían captar, con toda la precisión de sus movimientos, las semejanzas de dos experiencias profundas. No había modo de captar los aspectos más profundos y el conjunto escapaba a la conciencia. Pero, por suerte, en una misma persona podía darse tanto la experiencia interior de la piedad en el sacrificio como la del erotismo desencadenado. A partir de ese momento se podía tener, si no aún una comparación precisa, sí al menos un sentimiento de semejanza. Esa posibilidad desapareció con el cristianismo, en el cual la piedad se alejó de la voluntad de acceder al secreto del ser a través de la violencia.
La carne en el sacrificio y en el amor
Lo que la violencia exterior del sacrificio revelaba era la violencia interior del ser tal como se discernía a la luz del derramamiento de la sangre y del surgimiento de los órganos. Esa sangre, esos órganos llenos de vida, no eran lo que la anatomía ve en ellos; sólo una experiencia interior, no la ciencia, podría restituir el sentimiento de los antiguos. Podemos presumir que en aquel entonces aparecía la plétora de los órganos llenos de sangre, la plétora impersonal de la vida. Desaparecido el ser individual, discontinuo, del animal, había aparecido, con la muerte de ese mismo animal, la continuidad orgánica de la vida; es lo que el ágape sagrado encadena gracias a la vida en comunión de quienes asisten a él. En esa deglución vinculada a un surgimiento de vida carnal y al silencio de la muerte subsistía un relente de bestialidad. Ya no comemos carnes que no estén preparadas, inanimadas, abstraídas del pulular orgánico en el que aparecieron. El sacrificio vinculaba el hecho de comer con la verdad de la vida revelada en la muerte.
Suele ser propio del acto del sacrificio el otorgar vida y muerte, dar a la muerte el rebrote de la vida y, a la vida, la pesadez, el vértigo y la abertura de la muerte. Es la vida mezclada con la muerte, pero, en el sacrificio, en el mismo momento, la muerte es signo de vida, abertura a lo ilimitado. Actualmente el sacrificio no pertenece al campo de nuestra experiencia; así que debemos sustituir la práctica por la imaginación. Pero aunque ya no comprendamos ni el sacrificio mismo ni su significación religiosa, no podemos ignorar la reacción vinculada a los elementos del espectáculo que ofrecía: se trata de la náusea. Deberemos representarnos en el sacrificio una superación de la náusea. Pero, sin la transfiguración sagrada, sus aspectos tomados separadamente pueden, en el límite, provocar náuseas. Es bastante común que la matanza y el despiece del ganado sean repugnantes hoy en día; y nada debe recordársenos en los platos que se sirven a la mesa. Por ello es posible decir de la experiencia contemporánea que invierte las conductas de la piedad en el sacrificio.
Esta inversión tiene pleno sentido si consideramos ahora la semejanza del acto de amor y del sacrificio. Lo que el acto de amor y el sacrificio revelan es la carne. El sacrificio sustituye la vida ordenada del animal por la convulsión ciega de los órganos. Lo mismo sucede con la convulsión erótica: libera unos órganos pletóricos cuyos juegos se realizan a ciegas, más allá de la voluntad reflexiva de los amantes. A esa voluntad reflexiva la suceden los movimientos animales de esos órganos hinchados de sangre. Una violencia, que la razón deja de controlar, anima a esos órganos, los hace tender al estallido y súbitamente estalla la alegría de los corazones al dejarse llevar por el rebasamiento de esa tormenta. El movimiento de la carne excede un límite en ausencia de la voluntad. La carne es en nosotros ese exceso que se opone a la ley de la decencia. La carne es el enemigo nato de aquellos a quienes atormenta la prohibición del cristianismo; pero si, como creo, existe una prohibición vaga y global que se opone, bajo formas que dependen del tiempo y del lugar, a la libertad sexual, entonces la carne es la expresión de un retorno de esa libertad amenazante.
La carne, la decencia y la libertad sexual prohibida
Al referirme en primer lugar a esa prohibición global, me sustraje al no poder —o no querer— definirla. A decir verdad, no es definible de un modo tal que luego resulte fácil hablar de ella. La decencia es aleatoria y varía sin cesar. Varía incluso individualmente. Tanto es así que, en ese punto, hablé de prohibiciones que pueden conceptuarse, como la del incesto o la de la sangre menstrual, y dejé para más tarde el volver sobre una maldición más general de la sexualidad. Más adelante hablaré de ella, e incluso me referiré a las transgresiones de esa vaga prohibición aun antes de buscar cómo definirla.
Pero antes quisiera volver más arriba.
Si hay prohibición, a mi modo de ver lo es de alguna violencia elemental. Esa violencia se da en la carne: en la carne que designa el juego de los órganos reproductores.
Intentaré acceder, a través de la objetividad del juego de los órganos, a la expresión interior fundamental en la que se da el rebasamiento de la carne.
Quisiera, como cuestión básica, poner de relieve la experiencia interior de la plétora, de la cual he dicho que el sacrificio la revelaba en el animal muerto. En la base del erotismo, tenemos la experiencia de un estallido, de una violencia en el momento de la explosión.
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