Georges Bataille en Lasacaux
Capítulo XII
El objeto del deseo: la prostitución
El objeto erótico
He hablado del estado de las cosas en el cristianismo a partir del erotismo sagrado, de la orgía. Y luego, puesto que hablaba del cristianismo, he tenido que evocar una situación final, aquella en que al erotismo, transformado en pecado, le cuesta mucho sobrevivir a la libertad de un mundo que ya no conoce el pecado.
Ahora tengo que volver atrás. La orgía no es la situación extrema a la que llegó el erotismo en el marco del mundo pagano. La orgía es el aspecto sagrado del erotismo, allí donde la continuidad de los seres, más allá de la soledad, alcanza su expresión más evidente. Pero sólo en un sentido. La continuidad, en la orgía, no es algo que se haga evidente; en ella, los seres, en el límite, están perdidos, formando un conjunto confuso. La orgía es decepcionante por necesidad. En principio es una negación acabada de los aspectos individuales. La orgía supone y exige la equivalencia de todos los participantes. No solamente la individualidad propia queda sumergida en el tumulto de la orgía, sino que, a la vez, cada participante niega la individualidad de los demás. En apariencia es una entera supresión de los límites; pero no puede ser que no sobreviva nada de la diferencia entre los seres, de la cual por lo demás depende el atractivo sexual.
El sentido último del erotismo es la fusión, la supresión del límite. En su primer impulso, el erotismo no se significa menos por ello en la posición de un objeto del deseo.
Ese objeto, en la orgía, no se separa; en la orgía, la excitación sexual se produce por un impulso exasperado, contrario a la reserva habitual. Pero lo mismo mueve a todos. Es un movimiento objetivo, pero no es percibido como un objeto; quien lo percibe es al mismo tiempo animado por él. En cambio, fuera del tumulto de la orgía, la excitación la provoca generalmente un elemento distinto, un elemento objetivo. En el mundo animal, el olor de la hembra suele determinar la búsqueda del macho. En los cantos, en las paradas de las aves, intervienen otras percepciones, que significan para la hembra la presencia del macho y la inminencia del choque sexual. El olfato, el oído, la vista, incluso el gusto, perciben signos objetivos, distintos de la actividad que determinarán. Son los signos anunciadores de la crisis. Dentro de los límites humanos, esos signos anunciadores tienen un intenso valor erótico. En ocasiones, una bella chica desnuda es la imagen del erotismo. El objeto del deseo es diferente del erotismo; no es todo el erotismo, pero el erotismo tiene que pasar por ahí.
Ya en el mundo animal mismo, esos signos anunciadores hacen sensible la diferencia entre los seres. Dentro de nuestros límites, más allá de la orgía, esos signos ponen a la vista esta diferencia y, puesto que los individuos disponen de ella de manera desigual según sus dones, según su estado de ánimo y su riqueza, la profundizan. El desarrollo de los signos tiene como consecuencia que el erotismo, que es fusión y que desplaza el interés en el sentido de una superación del ser personal y de todo límite, se expresa a pesar de todo por un objeto. Nos encontramos ante una paradoja: la de un objeto significativo de la negación de los límites de todo objeto; nos encontramos ante un objeto erótico.
El objeto del deseo: la prostitución
El objeto erótico
He hablado del estado de las cosas en el cristianismo a partir del erotismo sagrado, de la orgía. Y luego, puesto que hablaba del cristianismo, he tenido que evocar una situación final, aquella en que al erotismo, transformado en pecado, le cuesta mucho sobrevivir a la libertad de un mundo que ya no conoce el pecado.
Ahora tengo que volver atrás. La orgía no es la situación extrema a la que llegó el erotismo en el marco del mundo pagano. La orgía es el aspecto sagrado del erotismo, allí donde la continuidad de los seres, más allá de la soledad, alcanza su expresión más evidente. Pero sólo en un sentido. La continuidad, en la orgía, no es algo que se haga evidente; en ella, los seres, en el límite, están perdidos, formando un conjunto confuso. La orgía es decepcionante por necesidad. En principio es una negación acabada de los aspectos individuales. La orgía supone y exige la equivalencia de todos los participantes. No solamente la individualidad propia queda sumergida en el tumulto de la orgía, sino que, a la vez, cada participante niega la individualidad de los demás. En apariencia es una entera supresión de los límites; pero no puede ser que no sobreviva nada de la diferencia entre los seres, de la cual por lo demás depende el atractivo sexual.
El sentido último del erotismo es la fusión, la supresión del límite. En su primer impulso, el erotismo no se significa menos por ello en la posición de un objeto del deseo.
Ese objeto, en la orgía, no se separa; en la orgía, la excitación sexual se produce por un impulso exasperado, contrario a la reserva habitual. Pero lo mismo mueve a todos. Es un movimiento objetivo, pero no es percibido como un objeto; quien lo percibe es al mismo tiempo animado por él. En cambio, fuera del tumulto de la orgía, la excitación la provoca generalmente un elemento distinto, un elemento objetivo. En el mundo animal, el olor de la hembra suele determinar la búsqueda del macho. En los cantos, en las paradas de las aves, intervienen otras percepciones, que significan para la hembra la presencia del macho y la inminencia del choque sexual. El olfato, el oído, la vista, incluso el gusto, perciben signos objetivos, distintos de la actividad que determinarán. Son los signos anunciadores de la crisis. Dentro de los límites humanos, esos signos anunciadores tienen un intenso valor erótico. En ocasiones, una bella chica desnuda es la imagen del erotismo. El objeto del deseo es diferente del erotismo; no es todo el erotismo, pero el erotismo tiene que pasar por ahí.
Ya en el mundo animal mismo, esos signos anunciadores hacen sensible la diferencia entre los seres. Dentro de nuestros límites, más allá de la orgía, esos signos ponen a la vista esta diferencia y, puesto que los individuos disponen de ella de manera desigual según sus dones, según su estado de ánimo y su riqueza, la profundizan. El desarrollo de los signos tiene como consecuencia que el erotismo, que es fusión y que desplaza el interés en el sentido de una superación del ser personal y de todo límite, se expresa a pesar de todo por un objeto. Nos encontramos ante una paradoja: la de un objeto significativo de la negación de los límites de todo objeto; nos encontramos ante un objeto erótico.
Las mujeres, objetos privilegiados del deseo
En principio, un hombre puede ser tanto el objeto del deseo de una mujer, como una mujer el objeto del deseo de un hombre. No obstante, los pasos iniciales de la vida sexual suelen ser la búsqueda de una mujer por parte de un hombre. Al ser los hombres quienes toman la iniciativa, las mujeres tienen poder para provocar el deseo de los hombres. Sería injustificado decir de las mujeres que son más bellas, o incluso más deseables que los hombres. Pero, con su actitud pasiva, intentan obtener, suscitando el deseo, la conjunción a la que los hombres llegan persiguiéndolas. Ellas no son más deseables que ellos, pero ellas se proponen al deseo.
Se proponen como objeto al deseo agresivo de los hombres.
No es que haya en cada mujer una prostituta en potencia; pero la prostitución es consecuencia de la actitud femenina. En la medida de su atractivo, una mujer está expuesta al deseo de los hombres. A menos que tome partido por la castidad y se esfume del todo, en principio la cuestión es saber a qué precio y en qué condiciones ella cederá. Pero siempre, una vez satisfechas las condiciones, se da como objeto. La prostitución propiamente dicha introduce sólo una práctica venal. Por los cuidados que pone en su aderezo, en conservar su belleza —a la que sirve el aderezo—, una mujer se toma a sí misma como un objeto propuesto continuamente a la atención de los hombres. Del mismo modo, si se desnuda, revela el objeto de deseo de un hombre; es un objeto distinto, propuesto para ser apreciado individualmente.
La desnudez, opuesta al estado normal, tiene ciertamente el sentido de una negación. La mujer desnuda está cerca del momento de la fusión; ella la anuncia con su desnudez. Pero el objeto que ella es, aun siendo el signo de su contrario, de la negación del objeto, es aún un objeto. Esa es la desnudez de un ser definido, aunque anuncie el instante en que su orgullo caerá en el vertedero indistinto de la convulsión erótica. De entrada, esa desnudez es la revelación de la belleza posible y del encanto individual. Es, en una palabra, la diferencia objetiva, el valor de un objeto comparable a otros objetos.
En principio, un hombre puede ser tanto el objeto del deseo de una mujer, como una mujer el objeto del deseo de un hombre. No obstante, los pasos iniciales de la vida sexual suelen ser la búsqueda de una mujer por parte de un hombre. Al ser los hombres quienes toman la iniciativa, las mujeres tienen poder para provocar el deseo de los hombres. Sería injustificado decir de las mujeres que son más bellas, o incluso más deseables que los hombres. Pero, con su actitud pasiva, intentan obtener, suscitando el deseo, la conjunción a la que los hombres llegan persiguiéndolas. Ellas no son más deseables que ellos, pero ellas se proponen al deseo.
Se proponen como objeto al deseo agresivo de los hombres.
No es que haya en cada mujer una prostituta en potencia; pero la prostitución es consecuencia de la actitud femenina. En la medida de su atractivo, una mujer está expuesta al deseo de los hombres. A menos que tome partido por la castidad y se esfume del todo, en principio la cuestión es saber a qué precio y en qué condiciones ella cederá. Pero siempre, una vez satisfechas las condiciones, se da como objeto. La prostitución propiamente dicha introduce sólo una práctica venal. Por los cuidados que pone en su aderezo, en conservar su belleza —a la que sirve el aderezo—, una mujer se toma a sí misma como un objeto propuesto continuamente a la atención de los hombres. Del mismo modo, si se desnuda, revela el objeto de deseo de un hombre; es un objeto distinto, propuesto para ser apreciado individualmente.
La desnudez, opuesta al estado normal, tiene ciertamente el sentido de una negación. La mujer desnuda está cerca del momento de la fusión; ella la anuncia con su desnudez. Pero el objeto que ella es, aun siendo el signo de su contrario, de la negación del objeto, es aún un objeto. Esa es la desnudez de un ser definido, aunque anuncie el instante en que su orgullo caerá en el vertedero indistinto de la convulsión erótica. De entrada, esa desnudez es la revelación de la belleza posible y del encanto individual. Es, en una palabra, la diferencia objetiva, el valor de un objeto comparable a otros objetos.
La prostitución religiosa
Lo más frecuente es que el objeto que se ofrece a la búsqueda masculina se haga esquivo. Y, si se zafa, eso no significa que la proposición no haya tenido lugar; quiere decir que no se han dado las condiciones requeridas. O, aunque esas condiciones se den, la huida primera, aparente negación del ofrecimiento, subraya el valor de lo ofrecido. El defecto que tiene ese escabullimiento es la modestia que está lógicamente ligada a él. El objeto del deseo no habría podido responder a la expectativa masculina, no habría podido provocar la persecución ni, sobre todo, la preferencia, si, lejos de escabullirse, no hubiera conseguido, mediante la expresión o el aderezo, que se fijasen en él. Ofrecerse es la actitud femenina fundamental pero, al primer movimiento —el ofrecimiento—, le sigue el fingimiento de su contrario. La prostitución formal es un ofrecimiento al que no sigue la ficción de la negativa. La prostitución permite sólo el aderezo, para subrayar el valor erótico del objeto. Un aderezo así es, en principio, lo contrario del segundo movimiento, en el que una mujer huye del ataque. El juego consiste en la utilización de un aderezo que tiene el mismo sentido que la prostitución; luego, la huida, o la fingida huida, atiza el fuego del deseo. Al comienzo, la prostitución no es externa al juego. Pero las actitudes femeninas componen unos contrarios complementarios. La prostitución de las unas preceptúa la huida de las otras, y recíprocamente. Pero la miseria falsea el juego. En la medida en que sólo la miseria detiene un movimiento de huida, la prostitución es una lacra.
Ciertas mujeres, es cierto, no tienen esa reacción de huida: se ofrecen sin reserva, aceptan o incluso solicitan los regalos sin los que les sería difícil llamar la atención y provocar que las pretendiesen. En principio, la prostitución es sólo una manera de consagrarse. Ciertas mujeres se convertían en objeto en el matrimonio, se convertían en instrumentos de un trabajo doméstico, en particular agrícola. A otras, la prostitución las transformaba en objetos del deseo masculino; objetos que, cuando menos, anunciaban el instante en que, en el abrazo, no había nada que no desapareciera, dejando subsistir tan sólo la continuidad convulsiva. En la prostitución tardía, o moderna, la primacía del interés económico dejó en la sombra este aspecto. En la prostitución más antigua, si la prostituta recibía sumas de dinero o cosas preciosas, era como don; y ella empleaba los dones que recibía para sus gastos suntuarios y para los aderezos que la harían más deseable. Aumentaba así el poder que desde el comienzo había tenido de atraer hacia sí los dones de los hombres más ricos. La ley de ese intercambio de dones no era pues la transacción mercantil. Lo que la mujer da fuera del matrimonio no puede abrir la posibilidad de un uso productivo. Lo mismo sucede con los dones que la consagran a la vida lujosa del erotismo. Esta suerte de intercambio, más que a la regularidad comercial, se abría a la desmesura. La provocación del deseo quemaba; podía consumir hasta su fin la riqueza; podía consumir la vida de aquel cuyo deseo provocaba.
Por lo que parece, la prostitución no fue al comienzo más que una forma complementaria del matrimonio. En tanto que pasaje, la transgresión del matrimonio hacía entrar en la organización de la vida regular; a partir de ahí, era posible la división del trabajo entre el marido y la mujer. Una transgresión como ésa no podía consagrar para la vida erótica. Simplemente, seguían practicándose las relaciones sexuales abiertas sin que, después del primer contacto, se subrayase la transgresión que las abría. Al prostituirse, la mujer era consagrada a la transgresión. En ella, el aspecto sagrado, el aspecto prohibido de la actividad sexual, aparecía constantemente; su vida entera estaba dedicada a violar la prohibición. Debemos encontrar la coherencia de los hechos y de las palabras que designan una vocación así; debemos percibir desde este punto de vista la institución arcaica de la prostitución sagrada. Pero no deja de ser cierto que en un mundo anterior —o exterior— al cristianismo, la religión, lejos de ser contraria a la prostitución, podía regular sus modalidades, tal como lo hacía con otras formas de transgresión. Las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado, residían en lugares también consagrados; y ellas mismas tenían un carácter sagrado análogo al sacerdotal.
Comparada con la moderna, la prostitución religiosa nos parece extraña a la vergüenza. Pero la diferencia es ambigua. Si la cortesana de un templo escapaba a la degradación que afecta a la prostituta de nuestras calles, ¿no era en la medida en que había conservado, si no los sentimientos, sí el comportamiento propio de la vergüenza? La prostituta moderna se jacta de la vergüenza en la que se ha hundido, se revuelca cínicamente en ella. Es extraña a la angustia sin la cual no se siente vergüenza. La cortesana mantenía una reserva, no tenía como vocación el ser despreciada, difería en poco de las demás mujeres. En ella el pudor debía estar embotado, pero mantenía el principio del primer contacto, que quiere que una mujer tenga miedo a entregarse y que el hombre exija de la mujer la reacción de huida.
En la orgía, la fusión y su desencadenamiento aniquilaban la vergüenza. La vergüenza volvía a encontrarse en la consumación del matrimonio, pero desaparecía en los límites del hábito. En la prostitución sagrada, la vergüenza pudo llegar a ser ritual y estar encargada de significar la transgresión. En general, un hombre no puede tener la sensación de que la ley se viola en él; por eso espera, aun teatralizada, la confusión de la mujer, sin la cual no tendría conciencia de estar ejecutando una violación. Por medio de la vergüenza, fingida o no, una mujer se acomoda a la prohibición que fundamenta en ella la humanidad. Viene el momento de pasar a otra cosa, pero entonces se trata de marcar, mediante la vergüenza, que la prohibición no ha sido olvidada, que si la superación tiene lugar es a pesar de la prohibición, es con la conciencia de una prohibición. La vergüenza sólo desaparece plenamente en la baja prostitución.
Y, sin embargo, nunca debemos olvidar que, fuera de los límites del cristianismo, y por el hecho de que el sentimiento sagrado superaba a la vergüenza, el carácter religioso o simplemente sagrado del erotismo pudo aparecer a la luz del día. Los templos de la India abundan aún en figuraciones eróticas talladas en la piedra, donde el erotismo se da como lo que es fundamentalmente: algo divino. Numerosos templos de la India nos recuerdan solemnemente la obscenidad que tenemos en el fondo del corazón.1
Lo más frecuente es que el objeto que se ofrece a la búsqueda masculina se haga esquivo. Y, si se zafa, eso no significa que la proposición no haya tenido lugar; quiere decir que no se han dado las condiciones requeridas. O, aunque esas condiciones se den, la huida primera, aparente negación del ofrecimiento, subraya el valor de lo ofrecido. El defecto que tiene ese escabullimiento es la modestia que está lógicamente ligada a él. El objeto del deseo no habría podido responder a la expectativa masculina, no habría podido provocar la persecución ni, sobre todo, la preferencia, si, lejos de escabullirse, no hubiera conseguido, mediante la expresión o el aderezo, que se fijasen en él. Ofrecerse es la actitud femenina fundamental pero, al primer movimiento —el ofrecimiento—, le sigue el fingimiento de su contrario. La prostitución formal es un ofrecimiento al que no sigue la ficción de la negativa. La prostitución permite sólo el aderezo, para subrayar el valor erótico del objeto. Un aderezo así es, en principio, lo contrario del segundo movimiento, en el que una mujer huye del ataque. El juego consiste en la utilización de un aderezo que tiene el mismo sentido que la prostitución; luego, la huida, o la fingida huida, atiza el fuego del deseo. Al comienzo, la prostitución no es externa al juego. Pero las actitudes femeninas componen unos contrarios complementarios. La prostitución de las unas preceptúa la huida de las otras, y recíprocamente. Pero la miseria falsea el juego. En la medida en que sólo la miseria detiene un movimiento de huida, la prostitución es una lacra.
Ciertas mujeres, es cierto, no tienen esa reacción de huida: se ofrecen sin reserva, aceptan o incluso solicitan los regalos sin los que les sería difícil llamar la atención y provocar que las pretendiesen. En principio, la prostitución es sólo una manera de consagrarse. Ciertas mujeres se convertían en objeto en el matrimonio, se convertían en instrumentos de un trabajo doméstico, en particular agrícola. A otras, la prostitución las transformaba en objetos del deseo masculino; objetos que, cuando menos, anunciaban el instante en que, en el abrazo, no había nada que no desapareciera, dejando subsistir tan sólo la continuidad convulsiva. En la prostitución tardía, o moderna, la primacía del interés económico dejó en la sombra este aspecto. En la prostitución más antigua, si la prostituta recibía sumas de dinero o cosas preciosas, era como don; y ella empleaba los dones que recibía para sus gastos suntuarios y para los aderezos que la harían más deseable. Aumentaba así el poder que desde el comienzo había tenido de atraer hacia sí los dones de los hombres más ricos. La ley de ese intercambio de dones no era pues la transacción mercantil. Lo que la mujer da fuera del matrimonio no puede abrir la posibilidad de un uso productivo. Lo mismo sucede con los dones que la consagran a la vida lujosa del erotismo. Esta suerte de intercambio, más que a la regularidad comercial, se abría a la desmesura. La provocación del deseo quemaba; podía consumir hasta su fin la riqueza; podía consumir la vida de aquel cuyo deseo provocaba.
Por lo que parece, la prostitución no fue al comienzo más que una forma complementaria del matrimonio. En tanto que pasaje, la transgresión del matrimonio hacía entrar en la organización de la vida regular; a partir de ahí, era posible la división del trabajo entre el marido y la mujer. Una transgresión como ésa no podía consagrar para la vida erótica. Simplemente, seguían practicándose las relaciones sexuales abiertas sin que, después del primer contacto, se subrayase la transgresión que las abría. Al prostituirse, la mujer era consagrada a la transgresión. En ella, el aspecto sagrado, el aspecto prohibido de la actividad sexual, aparecía constantemente; su vida entera estaba dedicada a violar la prohibición. Debemos encontrar la coherencia de los hechos y de las palabras que designan una vocación así; debemos percibir desde este punto de vista la institución arcaica de la prostitución sagrada. Pero no deja de ser cierto que en un mundo anterior —o exterior— al cristianismo, la religión, lejos de ser contraria a la prostitución, podía regular sus modalidades, tal como lo hacía con otras formas de transgresión. Las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado, residían en lugares también consagrados; y ellas mismas tenían un carácter sagrado análogo al sacerdotal.
Comparada con la moderna, la prostitución religiosa nos parece extraña a la vergüenza. Pero la diferencia es ambigua. Si la cortesana de un templo escapaba a la degradación que afecta a la prostituta de nuestras calles, ¿no era en la medida en que había conservado, si no los sentimientos, sí el comportamiento propio de la vergüenza? La prostituta moderna se jacta de la vergüenza en la que se ha hundido, se revuelca cínicamente en ella. Es extraña a la angustia sin la cual no se siente vergüenza. La cortesana mantenía una reserva, no tenía como vocación el ser despreciada, difería en poco de las demás mujeres. En ella el pudor debía estar embotado, pero mantenía el principio del primer contacto, que quiere que una mujer tenga miedo a entregarse y que el hombre exija de la mujer la reacción de huida.
En la orgía, la fusión y su desencadenamiento aniquilaban la vergüenza. La vergüenza volvía a encontrarse en la consumación del matrimonio, pero desaparecía en los límites del hábito. En la prostitución sagrada, la vergüenza pudo llegar a ser ritual y estar encargada de significar la transgresión. En general, un hombre no puede tener la sensación de que la ley se viola en él; por eso espera, aun teatralizada, la confusión de la mujer, sin la cual no tendría conciencia de estar ejecutando una violación. Por medio de la vergüenza, fingida o no, una mujer se acomoda a la prohibición que fundamenta en ella la humanidad. Viene el momento de pasar a otra cosa, pero entonces se trata de marcar, mediante la vergüenza, que la prohibición no ha sido olvidada, que si la superación tiene lugar es a pesar de la prohibición, es con la conciencia de una prohibición. La vergüenza sólo desaparece plenamente en la baja prostitución.
Y, sin embargo, nunca debemos olvidar que, fuera de los límites del cristianismo, y por el hecho de que el sentimiento sagrado superaba a la vergüenza, el carácter religioso o simplemente sagrado del erotismo pudo aparecer a la luz del día. Los templos de la India abundan aún en figuraciones eróticas talladas en la piedra, donde el erotismo se da como lo que es fundamentalmente: algo divino. Numerosos templos de la India nos recuerdan solemnemente la obscenidad que tenemos en el fondo del corazón.1
La baja prostitución
En realidad no es el pago lo que fundamenta la degradación de la prostituta. El pago bien podría entrar en el ciclo de los intercambios ceremoniales, que no implicaban el envilecimiento propio del comercio. En las sociedades arcaicas, el don que la mujer casada hace de su cuerpo a su marido (la prestación del servicio sexual) también puede ser objeto de una contrapartida. Pero, al escapar a la prohibición sin la cual no seríamos seres humanos, la baja prostituta se rebaja al rango de los animales; en general provoca un asco semejante al que la mayor parte de las civilizaciones sienten frente a las cerdas.
Por lo que parece, el nacimiento de la baja prostitución está vinculado al de las clases miserables, a las cuales su condición liberaba de la obligación de observar las prohibiciones escrupulosamente. No estoy pensando en el proletariado actual, sino en el lumpen-proletariat de Marx. La miseria extrema desliga a los hombres de las prohibiciones que fundamentan en ellos la humanidad; no los desliga, como lo hace la transgresión: una suerte de rebajamiento, imperfecto sin duda, da libre curso al impulso animal. Pero ese rebajamiento tampoco es un retorno a la animalidad. El mundo de la transgresión, que englobó al conjunto de los hombres, difirió esencialmente de la animalidad; y lo mismo sucede con el mundo restringido del rebajamiento. Quienes viven en el nivel mismo de la prohibición —en el nivel mismo de lo sagrado—, que no expulsan del mundo profano, en el que viven hundidos, no tienen nada de animal; aunque, a menudo, los demás les niegan la cualidad de humanos (están aun por debajo de la dignidad animal). Los diferentes objetos de las prohibiciones no les producen ningún horror, ninguna náusea o demasiado poca. Pero, sin experimentarlas intensamente, conocen las reacciones de los demás. Aquel que, de un moribundo, dice que «está a punto de reventar», considera la muerte de un hombre como la de un perro; pero mide la degradación y el rebajamiento que opera el lenguaje soez que utiliza. Las palabras groseras que designan los órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el mismo rebajamiento. Esas palabras están prohibidas; en general está prohibido nombrar esos órganos. Nombrarlos desvergonzadamente hace pasar de la transgresión a la indiferencia que pone en un mismo nivel lo profano y lo más sagrado.
La prostituta de baja estofa está en el último grado del rebajamiento. Podría no ser menos indiferente a las prohibiciones que el animal, pero, impotente como es para conseguir la perfecta indiferencia, sabe de las prohibiciones que otros las observan: y no solamente está destituida, sino que le es conferida la posibilidad de conocer su degradación. Se sabe humana. Incluso sin tener vergüenza, puede ser consciente de que vive como los puercos.
En sentido inverso, la situación que define la baja prostitución es complementaria a la creada por el cristianismo.
El cristianismo elaboró un mundo sagrado, del que excluye los aspectos horribles e impuros. Por su lado, la baja prostitución había creado el mundo profano complementario, en el cual, en la degradación, lo inmundo se torna indiferente; también de ese mundo se excluye la clara limpieza del mundo del trabajo.
Cuesta distinguir la acción del cristianismo de un movimiento más vasto que esa acción absorbió y cuya forma es coherente.
He hablado del mundo de la transgresión, del que dije que uno de sus aspectos más visibles se refería a la alianza con el animal. La confusión de lo animal con lo humano, de lo animal con lo divino, es la marca de una humanidad muy antigua (al menos los pueblos cazadores la mantienen); pero la sustitución de divinidades animales por divinidades humanas es anterior al cristianismo, hacia el cual conduce una lenta progresión más que un cambio profundo. Si lo consideramos en conjunto, el problema del paso de un estado puramente religioso (que relaciono con el principio de la transgresión) a la época en que fue estableciéndose gradualmente la preocupación por la moral, hasta que ésta venció, presenta grandes dificultades. No ocurrió de igual manera en todas las regiones del mundo civilizado, donde por otra parte la moral y la primacía de las prohibiciones no vencieron tan claramente como dentro de los límites del cristianismo. Y sin embargo me parece evidente una relación entre la importancia de la moral y el desprecio por los animales. Ese desprecio quiere decir que el hombre, en el mundo de la moral, se atribuyó a sí mismo un valor que los animales no tenían; con ello se elevó muy por encima de ellos. El valor supremo volvió al hombre, opuesto a los seres inferiores, en la medida en que «Dios hizo al hombre a su imagen»; ahí, en consecuencia, la divinidad se salió definitivamente de lo animal. Sólo el diablo conservó como atributo la animalidad —simbolizada por el rabo—, la cual, como respuesta primera a la transgresión, es, sobre todo, signo de caída. Es el rebajamiento que, de manera privilegiada, se pone en contra de la afirmación del Bien y del deber que liga a la necesidad del Bien. No cabe duda de que la degradación tiene poder para provocar más entera y fácilmente las reacciones de la moral. La degradación es indefendible; la transgresión no lo era en el mismo grado. De todas maneras, en la medida en que el cristianismo empezó por atribuirlo todo a la degradación pudo arrojar sobre el erotismo en conjunto la luz del Mal. El diablo fue al principio el ángel de la rebelión; pero perdió los brillantes colores que la rebelión le daba. El rebajamiento fue el castigo de su rebelión; y eso quería decir para empezar que se borró la apariencia de la transgresión, que tomó la delantera la presencia de la degradación. La transgresión anunciaba, en la angustia, la superación de la angustia y la alegría; la degradación no tenía otra salida que un rebajamiento más profundo. ¿Que debía quedar de los seres caídos? Podían revolcarse, como los puercos, en la degradación.
Digo bien «como los puercos». Los animales sólo son ya en este mundo cristiano —donde la moral y la decadencia se conjugan— objetos repugnantes. Digo «este mundo cristiano». El cristianismo es, en efecto, la forma cumplida de la moral, la única en la que se ordenó el equilibrio de las posibilidades.
En realidad no es el pago lo que fundamenta la degradación de la prostituta. El pago bien podría entrar en el ciclo de los intercambios ceremoniales, que no implicaban el envilecimiento propio del comercio. En las sociedades arcaicas, el don que la mujer casada hace de su cuerpo a su marido (la prestación del servicio sexual) también puede ser objeto de una contrapartida. Pero, al escapar a la prohibición sin la cual no seríamos seres humanos, la baja prostituta se rebaja al rango de los animales; en general provoca un asco semejante al que la mayor parte de las civilizaciones sienten frente a las cerdas.
Por lo que parece, el nacimiento de la baja prostitución está vinculado al de las clases miserables, a las cuales su condición liberaba de la obligación de observar las prohibiciones escrupulosamente. No estoy pensando en el proletariado actual, sino en el lumpen-proletariat de Marx. La miseria extrema desliga a los hombres de las prohibiciones que fundamentan en ellos la humanidad; no los desliga, como lo hace la transgresión: una suerte de rebajamiento, imperfecto sin duda, da libre curso al impulso animal. Pero ese rebajamiento tampoco es un retorno a la animalidad. El mundo de la transgresión, que englobó al conjunto de los hombres, difirió esencialmente de la animalidad; y lo mismo sucede con el mundo restringido del rebajamiento. Quienes viven en el nivel mismo de la prohibición —en el nivel mismo de lo sagrado—, que no expulsan del mundo profano, en el que viven hundidos, no tienen nada de animal; aunque, a menudo, los demás les niegan la cualidad de humanos (están aun por debajo de la dignidad animal). Los diferentes objetos de las prohibiciones no les producen ningún horror, ninguna náusea o demasiado poca. Pero, sin experimentarlas intensamente, conocen las reacciones de los demás. Aquel que, de un moribundo, dice que «está a punto de reventar», considera la muerte de un hombre como la de un perro; pero mide la degradación y el rebajamiento que opera el lenguaje soez que utiliza. Las palabras groseras que designan los órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el mismo rebajamiento. Esas palabras están prohibidas; en general está prohibido nombrar esos órganos. Nombrarlos desvergonzadamente hace pasar de la transgresión a la indiferencia que pone en un mismo nivel lo profano y lo más sagrado.
La prostituta de baja estofa está en el último grado del rebajamiento. Podría no ser menos indiferente a las prohibiciones que el animal, pero, impotente como es para conseguir la perfecta indiferencia, sabe de las prohibiciones que otros las observan: y no solamente está destituida, sino que le es conferida la posibilidad de conocer su degradación. Se sabe humana. Incluso sin tener vergüenza, puede ser consciente de que vive como los puercos.
En sentido inverso, la situación que define la baja prostitución es complementaria a la creada por el cristianismo.
El cristianismo elaboró un mundo sagrado, del que excluye los aspectos horribles e impuros. Por su lado, la baja prostitución había creado el mundo profano complementario, en el cual, en la degradación, lo inmundo se torna indiferente; también de ese mundo se excluye la clara limpieza del mundo del trabajo.
Cuesta distinguir la acción del cristianismo de un movimiento más vasto que esa acción absorbió y cuya forma es coherente.
He hablado del mundo de la transgresión, del que dije que uno de sus aspectos más visibles se refería a la alianza con el animal. La confusión de lo animal con lo humano, de lo animal con lo divino, es la marca de una humanidad muy antigua (al menos los pueblos cazadores la mantienen); pero la sustitución de divinidades animales por divinidades humanas es anterior al cristianismo, hacia el cual conduce una lenta progresión más que un cambio profundo. Si lo consideramos en conjunto, el problema del paso de un estado puramente religioso (que relaciono con el principio de la transgresión) a la época en que fue estableciéndose gradualmente la preocupación por la moral, hasta que ésta venció, presenta grandes dificultades. No ocurrió de igual manera en todas las regiones del mundo civilizado, donde por otra parte la moral y la primacía de las prohibiciones no vencieron tan claramente como dentro de los límites del cristianismo. Y sin embargo me parece evidente una relación entre la importancia de la moral y el desprecio por los animales. Ese desprecio quiere decir que el hombre, en el mundo de la moral, se atribuyó a sí mismo un valor que los animales no tenían; con ello se elevó muy por encima de ellos. El valor supremo volvió al hombre, opuesto a los seres inferiores, en la medida en que «Dios hizo al hombre a su imagen»; ahí, en consecuencia, la divinidad se salió definitivamente de lo animal. Sólo el diablo conservó como atributo la animalidad —simbolizada por el rabo—, la cual, como respuesta primera a la transgresión, es, sobre todo, signo de caída. Es el rebajamiento que, de manera privilegiada, se pone en contra de la afirmación del Bien y del deber que liga a la necesidad del Bien. No cabe duda de que la degradación tiene poder para provocar más entera y fácilmente las reacciones de la moral. La degradación es indefendible; la transgresión no lo era en el mismo grado. De todas maneras, en la medida en que el cristianismo empezó por atribuirlo todo a la degradación pudo arrojar sobre el erotismo en conjunto la luz del Mal. El diablo fue al principio el ángel de la rebelión; pero perdió los brillantes colores que la rebelión le daba. El rebajamiento fue el castigo de su rebelión; y eso quería decir para empezar que se borró la apariencia de la transgresión, que tomó la delantera la presencia de la degradación. La transgresión anunciaba, en la angustia, la superación de la angustia y la alegría; la degradación no tenía otra salida que un rebajamiento más profundo. ¿Que debía quedar de los seres caídos? Podían revolcarse, como los puercos, en la degradación.
Digo bien «como los puercos». Los animales sólo son ya en este mundo cristiano —donde la moral y la decadencia se conjugan— objetos repugnantes. Digo «este mundo cristiano». El cristianismo es, en efecto, la forma cumplida de la moral, la única en la que se ordenó el equilibrio de las posibilidades.
El erotismo, el Mal y la degradación social
El fundamento social de la baja prostitución es el mismo que el de la moral y el del cristianismo. Aparentemente, la desigualdad de clases y la miseria —que habían provocado en Egipto una primera revolución—, implicaron en los alrededores del siglo vi antes de nuestra era, en las regiones civilizadas, un desasosiego al que es posible vincular, entre otros movimientos, el profetismo judaico. Si consideramos las cosas bajo el aspecto de la prostitución degradada, de la que se puede sostener, en el mundo grecorromano, que su origen se sitúa en esa época, la coincidencia es paradójica. La clase caída apenas compartió una tendencia que aspiraba a la elevación de los humildes y a la deposición de los poderosos; esa clase, en lo más bajo de la escala, no aspiraba a nada. Y la moral sólo elevó a los humildes para agobiarlos aún más. La maldición de la Iglesia pesó de manera gravísima sobre la humanidad degradada.
Para la Iglesia contaba más el aspecto sagrado del erotismo. Fue el mayor pretexto para hacer estragos. Quemó a las brujas y dejó vivir a las bajas prostitutas. Pero afirmó la degradación de la prostitución, sirviéndose de ella para subrayar el carácter del pecado.
La situación actual es el resultado de la doble actitud de la Iglesia, cuyo corolario es nuestra actitud de espíritu. A la identificación de lo sagrado con el Bien, y al rechazo del erotismo sagrado, le respondió la negación racionalista del Mal. De ello se siguió un mundo en el que la transgresión condenada ya no tuvo sentido, y donde a la profanación ya sólo le quedó una débil virtud. Pero quedaba el retorno de la degradación. La decadencia era para sus víctimas un callejón sin salida, pero el aspecto degradado del erotismo tuvo una virtud de incitación que la presencia de lo diabólico había perdido. Nadie creía ya en el diablo, e incluso la condena del erotismo como tal ya no actuaba. Al menos, la decadencia no podía dejar de tener la significación del Mal. Ya no se trataba de un Mal denunciado por otros, cuya condena no dejaba de ser dudosa. En el origen de la degradación de las prostitutas se encuentra la confirmación con su condición miserable. Esta conformidad es quizás involuntaria, pero es, en la índole del lenguaje soez, una toma de partido por la abominación de la dignidad humana. Al ser la vida humana el Bien, hay, en la degradación aceptada, una decisión de escupir sobre el Bien, de escupir sobre la vida humana.
En particular, los órganos y los actos sexuales tienen nombres que corresponden a lo degradado, y cuyo origen es el lenguaje especial del mundo del rebajamiento. Esos órganos y esos actos tienen otros nombres, pero unos son científicos, y los otros, de uso más escaso, poco duradero, corresponden en parte a las niñerías y a los juegos pudibundos de los enamorados. No asociamos menos, estrecha e irremediablemente, los nombres soeces del amor con esa vida secreta que llevamos en paralelo a nuestros más elevados sentimientos. Es, al final, por la vía de esos nombres innombrables que se formula en nosotros, que no pertenecemos al mundo degradado, el horror general. Esos nombres expresan violentamente ese horror. Ellos mismos son rechazados con violencia del mundo honesto. Entre un mundo y el otro, no existe discusión concebible.
El mundo degradado no puede por sí mismo servirse de ese efecto. El lenguaje soez expresa el odio. Pero, en el mundo honesto, produce en los amantes un sentimiento cercano al que en otro tiempo produjeron la transgresión y luego la profanación. La mujer honesta que dice a aquel que tiene entre sus brazos: «Me gusta tu...», podría decir, con Baudelaire: «La voluptuosidad única y suprema del amor reside en la certeza de hacer el Mal». Pero ella ya sabe que el erotismo no es el Mal en sí mismo. El Mal sólo lo es en la medida en que lleva a la abyección de la chusma o de la baja prostitución. Esa mujer es extraña a este mundo, odia su abyección moral. Admite que el órgano designado, en sí mismo, no es abyecto. Pero toma, de quienes se mantienen repugnantemente del lado del Mal, la palabra que al fin le revela la verdad: que el órgano que ella ama, el órgano que a ella le gusta, está maldito, y que le es conocido en la medida en que el horror que inspira se le hace evidente en el momento mismo en que supera ese mismo horror. Ella quiere estar del lado de los espíritus fuertes, pero antes que perder el sentido de la prohibición primera, sin el cual no hay erotismo, recurre a la violencia de quienes niegan toda prohibición, toda vergüenza, y no pueden mantener esa negación sino en la violencia.
El fundamento social de la baja prostitución es el mismo que el de la moral y el del cristianismo. Aparentemente, la desigualdad de clases y la miseria —que habían provocado en Egipto una primera revolución—, implicaron en los alrededores del siglo vi antes de nuestra era, en las regiones civilizadas, un desasosiego al que es posible vincular, entre otros movimientos, el profetismo judaico. Si consideramos las cosas bajo el aspecto de la prostitución degradada, de la que se puede sostener, en el mundo grecorromano, que su origen se sitúa en esa época, la coincidencia es paradójica. La clase caída apenas compartió una tendencia que aspiraba a la elevación de los humildes y a la deposición de los poderosos; esa clase, en lo más bajo de la escala, no aspiraba a nada. Y la moral sólo elevó a los humildes para agobiarlos aún más. La maldición de la Iglesia pesó de manera gravísima sobre la humanidad degradada.
Para la Iglesia contaba más el aspecto sagrado del erotismo. Fue el mayor pretexto para hacer estragos. Quemó a las brujas y dejó vivir a las bajas prostitutas. Pero afirmó la degradación de la prostitución, sirviéndose de ella para subrayar el carácter del pecado.
La situación actual es el resultado de la doble actitud de la Iglesia, cuyo corolario es nuestra actitud de espíritu. A la identificación de lo sagrado con el Bien, y al rechazo del erotismo sagrado, le respondió la negación racionalista del Mal. De ello se siguió un mundo en el que la transgresión condenada ya no tuvo sentido, y donde a la profanación ya sólo le quedó una débil virtud. Pero quedaba el retorno de la degradación. La decadencia era para sus víctimas un callejón sin salida, pero el aspecto degradado del erotismo tuvo una virtud de incitación que la presencia de lo diabólico había perdido. Nadie creía ya en el diablo, e incluso la condena del erotismo como tal ya no actuaba. Al menos, la decadencia no podía dejar de tener la significación del Mal. Ya no se trataba de un Mal denunciado por otros, cuya condena no dejaba de ser dudosa. En el origen de la degradación de las prostitutas se encuentra la confirmación con su condición miserable. Esta conformidad es quizás involuntaria, pero es, en la índole del lenguaje soez, una toma de partido por la abominación de la dignidad humana. Al ser la vida humana el Bien, hay, en la degradación aceptada, una decisión de escupir sobre el Bien, de escupir sobre la vida humana.
En particular, los órganos y los actos sexuales tienen nombres que corresponden a lo degradado, y cuyo origen es el lenguaje especial del mundo del rebajamiento. Esos órganos y esos actos tienen otros nombres, pero unos son científicos, y los otros, de uso más escaso, poco duradero, corresponden en parte a las niñerías y a los juegos pudibundos de los enamorados. No asociamos menos, estrecha e irremediablemente, los nombres soeces del amor con esa vida secreta que llevamos en paralelo a nuestros más elevados sentimientos. Es, al final, por la vía de esos nombres innombrables que se formula en nosotros, que no pertenecemos al mundo degradado, el horror general. Esos nombres expresan violentamente ese horror. Ellos mismos son rechazados con violencia del mundo honesto. Entre un mundo y el otro, no existe discusión concebible.
El mundo degradado no puede por sí mismo servirse de ese efecto. El lenguaje soez expresa el odio. Pero, en el mundo honesto, produce en los amantes un sentimiento cercano al que en otro tiempo produjeron la transgresión y luego la profanación. La mujer honesta que dice a aquel que tiene entre sus brazos: «Me gusta tu...», podría decir, con Baudelaire: «La voluptuosidad única y suprema del amor reside en la certeza de hacer el Mal». Pero ella ya sabe que el erotismo no es el Mal en sí mismo. El Mal sólo lo es en la medida en que lleva a la abyección de la chusma o de la baja prostitución. Esa mujer es extraña a este mundo, odia su abyección moral. Admite que el órgano designado, en sí mismo, no es abyecto. Pero toma, de quienes se mantienen repugnantemente del lado del Mal, la palabra que al fin le revela la verdad: que el órgano que ella ama, el órgano que a ella le gusta, está maldito, y que le es conocido en la medida en que el horror que inspira se le hace evidente en el momento mismo en que supera ese mismo horror. Ella quiere estar del lado de los espíritus fuertes, pero antes que perder el sentido de la prohibición primera, sin el cual no hay erotismo, recurre a la violencia de quienes niegan toda prohibición, toda vergüenza, y no pueden mantener esa negación sino en la violencia.
Capítulo XIII
La belleza
La contradicción fundamental del hombre
Así, a través de los cambios, volvemos a encontrar la oposición entre la plétora del ser que se desgarra y se pierde en la continuidad, y la voluntad de duración del individuo aislado. Si llega a faltar la posibilidad de la transgresión, surge entonces la profanación. La vía de la degradación, en la que el erotismo es arrojado al vertedero, es preferible a la neutralidad que tendría una actividad sexual conforme a la razón, que ya no desgarrase nada. Si la prohibición deja de participar, si ya no creemos en lo prohibido, la transgresión es imposible, pero un sentimiento de transgresión se mantiene, de hacer falta, en la aberración. Ese sentimiento no se fundamenta en una realidad perceptible. Sin remontarnos al inevitable desgarro para el ser destinado a la muerte por la discontinuidad, ¿cómo captaríamos la verdad de que sólo la violencia, una violencia insensata, que quiebre los límites de un mundo reductible a la razón, nos abre a la continuidad?
Estos límites los definimos de todas las maneras: partiendo de la prohibición, de Dios, o incluso de la degradación. Y siempre, una vez definidos sus límites, salimos de ellos. Dos cosas son inevitables: no podemos evitar morir, y no podemos evitar tampoco «salir de los límites». Morir y salir de los límites son por lo demás una única cosa.
Pero, saliendo de los límites, o muriendo, nos esforzamos en escapar del pavor que la muerte produce, y que también la visión de una continuidad más allá de esos límites puede dar.
Cuando se quiebran los límites, prestamos, si hace falta, la forma de un objeto. Nos esforzamos en considerarla un objeto. Con nuestras solas fuerzas, sólo obligados, en los estertores de la muerte, llegamos hasta el extremo. Y siempre buscamos el modo de engañarnos, nos esforzamos en acceder a la perspectiva de la continuidad que supone el límite franqueado, sin salir de los límites de esta vida discontinua. Queremos acceder al más allá sin tomar una decisión, manteniéndonos prudentemente más acá. No podemos concebir nada, imaginar nada, como no sea en los límites de nuestra vida, más allá de los cuales nos parece que todo se borra. Más allá de la muerte, en efecto, comienza lo inconcebible, que de ordinario no tenemos el valor de afrontar. Y, sin embargo, lo inconcebible es la expresión de nuestra impotencia. Lo sabemos, la muerte no borra nada, deja intacta la totalidad del ser, pero no podemos concebir la continuidad del ser en su conjunto a partir de nuestra muerte, a partir de lo que muere en nosotros. De ese ser que muere en nosotros, no aceptamos sus límites. Esos límites queremos franquearlos a cualquier precio; pero al mismo tiempo habríamos querido excederlos y mantenerlos.
En el momento de dar el paso, el deseo nos arroja fuera de nosotros; ya no podemos más, y el movimiento que nos lleva exigiría que nosotros nos quebrásemos. Pero, puesto que el objeto del deseo nos desborda, nos liga a la vida desbordada por el deseo. ¡Qué dulce es quedarse en el deseo de exceder, sin llegar hasta el extremo, sin dar el paso! ¡Qué dulce es quedarse largamente ante el objeto de ese deseo, manteniéndonos en vida en el deseo, en lugar de morir yendo hasta el extremo, cediendo al exceso de violencia del deseo! Sabemos que la posesión de ese objeto que nos quema es imposible. Una de dos: o bien el deseo nos consumirá, o bien su objeto dejará de quemarnos. No lo poseemos más que con una condición: la de que, poco a poco, se aplaque el deseo que nos produce. ¡Pero antes la muerte del deseo que nuestra propia muerte! Nosotros nos satisfacemos con una ilusión. La posesión de su objeto nos dará sin que muramos el sentimiento de llegar al extremo de nuestro deseo. No solamente renunciamos a morir: anexamos el objeto al deseo, cuando en verdad el deseo era de morir; anexamos el objeto a nuestra vida duradera. Enriquecemos nuestra vida en lugar de perderla.
En la posesión se acentúa el aspecto objetivo de lo que nos había llevado a salir de nuestros límites.2 El objeto que la prostitución designa para el deseo (en sí, la prostitución no es otra cosa que el hecho de ofrecer al deseo), pero que nos oculta en la degradación (si la baja prostitución hace de él una basura), se ofrece para ser poseído como un bello objeto. La belleza es su sentido. Constituye su valor. En efecto, la belleza es, en el objeto, lo que lo designa para el deseo. Esto es así en particular si el deseo, en el objeto, apunta menos a la respuesta inmediata (a la posibilidad de exceder nuestros límites) que la larga y tranquila posesión.
La belleza
La contradicción fundamental del hombre
Así, a través de los cambios, volvemos a encontrar la oposición entre la plétora del ser que se desgarra y se pierde en la continuidad, y la voluntad de duración del individuo aislado. Si llega a faltar la posibilidad de la transgresión, surge entonces la profanación. La vía de la degradación, en la que el erotismo es arrojado al vertedero, es preferible a la neutralidad que tendría una actividad sexual conforme a la razón, que ya no desgarrase nada. Si la prohibición deja de participar, si ya no creemos en lo prohibido, la transgresión es imposible, pero un sentimiento de transgresión se mantiene, de hacer falta, en la aberración. Ese sentimiento no se fundamenta en una realidad perceptible. Sin remontarnos al inevitable desgarro para el ser destinado a la muerte por la discontinuidad, ¿cómo captaríamos la verdad de que sólo la violencia, una violencia insensata, que quiebre los límites de un mundo reductible a la razón, nos abre a la continuidad?
Estos límites los definimos de todas las maneras: partiendo de la prohibición, de Dios, o incluso de la degradación. Y siempre, una vez definidos sus límites, salimos de ellos. Dos cosas son inevitables: no podemos evitar morir, y no podemos evitar tampoco «salir de los límites». Morir y salir de los límites son por lo demás una única cosa.
Pero, saliendo de los límites, o muriendo, nos esforzamos en escapar del pavor que la muerte produce, y que también la visión de una continuidad más allá de esos límites puede dar.
Cuando se quiebran los límites, prestamos, si hace falta, la forma de un objeto. Nos esforzamos en considerarla un objeto. Con nuestras solas fuerzas, sólo obligados, en los estertores de la muerte, llegamos hasta el extremo. Y siempre buscamos el modo de engañarnos, nos esforzamos en acceder a la perspectiva de la continuidad que supone el límite franqueado, sin salir de los límites de esta vida discontinua. Queremos acceder al más allá sin tomar una decisión, manteniéndonos prudentemente más acá. No podemos concebir nada, imaginar nada, como no sea en los límites de nuestra vida, más allá de los cuales nos parece que todo se borra. Más allá de la muerte, en efecto, comienza lo inconcebible, que de ordinario no tenemos el valor de afrontar. Y, sin embargo, lo inconcebible es la expresión de nuestra impotencia. Lo sabemos, la muerte no borra nada, deja intacta la totalidad del ser, pero no podemos concebir la continuidad del ser en su conjunto a partir de nuestra muerte, a partir de lo que muere en nosotros. De ese ser que muere en nosotros, no aceptamos sus límites. Esos límites queremos franquearlos a cualquier precio; pero al mismo tiempo habríamos querido excederlos y mantenerlos.
En el momento de dar el paso, el deseo nos arroja fuera de nosotros; ya no podemos más, y el movimiento que nos lleva exigiría que nosotros nos quebrásemos. Pero, puesto que el objeto del deseo nos desborda, nos liga a la vida desbordada por el deseo. ¡Qué dulce es quedarse en el deseo de exceder, sin llegar hasta el extremo, sin dar el paso! ¡Qué dulce es quedarse largamente ante el objeto de ese deseo, manteniéndonos en vida en el deseo, en lugar de morir yendo hasta el extremo, cediendo al exceso de violencia del deseo! Sabemos que la posesión de ese objeto que nos quema es imposible. Una de dos: o bien el deseo nos consumirá, o bien su objeto dejará de quemarnos. No lo poseemos más que con una condición: la de que, poco a poco, se aplaque el deseo que nos produce. ¡Pero antes la muerte del deseo que nuestra propia muerte! Nosotros nos satisfacemos con una ilusión. La posesión de su objeto nos dará sin que muramos el sentimiento de llegar al extremo de nuestro deseo. No solamente renunciamos a morir: anexamos el objeto al deseo, cuando en verdad el deseo era de morir; anexamos el objeto a nuestra vida duradera. Enriquecemos nuestra vida en lugar de perderla.
En la posesión se acentúa el aspecto objetivo de lo que nos había llevado a salir de nuestros límites.2 El objeto que la prostitución designa para el deseo (en sí, la prostitución no es otra cosa que el hecho de ofrecer al deseo), pero que nos oculta en la degradación (si la baja prostitución hace de él una basura), se ofrece para ser poseído como un bello objeto. La belleza es su sentido. Constituye su valor. En efecto, la belleza es, en el objeto, lo que lo designa para el deseo. Esto es así en particular si el deseo, en el objeto, apunta menos a la respuesta inmediata (a la posibilidad de exceder nuestros límites) que la larga y tranquila posesión.
La oposición en la belleza entre la pureza y la mancha
Al hablar de la belleza de una mujer, evitaré hablar de la belleza en general.3 Sólo quiero comprender y limitar el papel de la belleza en el erotismo. En rigor, es posible admitir de manera* elemental que, en la vida sexual de los pájaros, sus plumajes multicolores y sus cantos desempeñan una función precisa. No hablaré de lo que significa la belleza de esos plumajes o de esos cantos. No quiero entrar a discutirla; y, del mismo modo, admitiré que unos animales son más o menos bellos según la respuesta que den al ideal de la forma correspondiente a su especie. Pero no por ello la belleza es menos subjetiva; varía según cuál sea la inclinación de quienes la aprecian. En ciertos casos, podemos creer que unos animales la aprecian como nosotros, pero la suposición es arriesgada. Sólo tomo nota del hecho de que, en la apreciación de la belleza humana, debe entrar en juego la respuesta dada al ideal de la especie. Ese ideal varía, pero se da en un tema físico susceptible de variaciones, entre las cuales algunas son muy poco agraciadas. El margen de interpretación personal no es tan grande. Sea como fuere, debía tomar nota de un elemento muy simple, que entra en juego tanto en la apreciación que hace un hombre de la belleza animal como de la humana. (La juventud se añade en principio a ese elemento primero.)
Llego así a otro elemento que, por ser menos claro, no entra menos en juego en el reconocimiento de la belleza de un hombre o de una mujer. En general a un hombre o a una mujer se les juzga en la medida en que sus formas se alejan de la animalidad.
La cuestión es difícil y, en ella, todo se enmaraña. Renuncio a examinarla con detalle. Me limitaré a mostrar que la cuestión merece ser planteada. La aversión de lo que, en un ser humano, recuerda la forma animal, es cierta. En particular, el aspecto del antropoide es odioso. El valor erótico de las formas femeninas está vinculado, me parece, a la disipación de esa pesadez natural que recuerda el uso material de los miembros y la necesidad de una osamenta; cuanto más irreales son las formas, menos claramente están sujetas a la verdad animal, a la verdad fisiológica del cuerpo humano, y mejor responden a la imagen bastante extendida de la mujer deseable. Más adelante hablaré del sistema piloso, cuyo sentido en la especie humana es singular.
De lo que he dicho, me parece necesario tomar nota de una verdad indudable. Pero la verdad contraria, que sólo se impone en un lugar segundo, no está menos garantizada. La imagen de la mujer deseable, la primera en aparecer, sería insulsa —no provocaría el deseo— si no anunciase, o no revelase, al mismo tiempo, un aspecto animal secreto, más gravemente sugestivo. La belleza de la mujer deseable anuncia sus vergüenzas; justamente, sus partes pilosas, sus partes animales. El instinto inscribe en nosotros el deseo de esas partes. Pero, más allá del instinto sexual, el deseo erótico responde a otros componentes. La belleza negadora de la animalidad, que despierta el deseo, lleva, en la exasperación del deseo, a la exaltación de las partes animales.
El sentido último del erotismo es la muerte. Hay, en la búsqueda de la belleza, al mismo tiempo que un esfuerzo para acceder, más allá de una ruptura, a la continuidad, un esfuerzo para escapar a ella.
Ese esfuerzo ambiguo nunca deja de serlo.
Pero su ambigüedad resume y reproduce el movimiento del erotismo.
La multiplicación altera un estado de simplicidad del ser; un exceso derrumba los límites y lleva de alguna manera al desbordamiento.
Siempre se da un límite con el cual el ser concuerda. El identifica ese límite con lo que es. Es presa del horror cuando piensa que ese límite puede dejar de ser. Pero nos equivocamos tomándonos en serio el límite y el acuerdo que el ser le da. El límite sólo se da para ser excedido. El miedo (el horror) no indica la verdadera decisión. Al contrario, de rebote, incita a franquear los límites.
Si lo experimentamos, ya sabemos que se trata entonces de responder a la voluntad inscrita en nosotros de exceder los límites. Queremos excederlos, y el horror experimentado significa el exceso al cual debemos llegar; al cual, si no hubiese el horror previo, no habríamos podido llegar.
Si la belleza, cuyo logro es un rechazo de la animalidad, es apasionadamente deseada, es que en ella la posesión introduce la mancha de lo animal. Es deseada para ensuciarla. No por ella misma, sino por la alegría que se saborea en la certeza de profanarla.
En el sacrificio, la víctima era elegida de tal manera que su perfección acabase de tornar sensible la brutalidad de la muerte. La belleza humana, en la unión de los cuerpos, introduce la oposición entre la humanidad más pura y la animalidad repelente de los órganos. De esa paradoja de la suciedad que en el erotismo está en oposición a la belleza, los Cuadernos de Leonardo da Vinci dan esta expresión sorprendente: «El acto de apareamiento y los miembros de los que se sirve son de una fealdad tal, que si no hubiese la belleza de las caras, los adornos de los participantes y el arrebato desenfrenado, la naturaleza perdería la especie humana». Leonardo no ve que el atractivo de una cara bella o de un vestido bello actúa en la medida en que esa cara bella anuncia lo que el vestido disimula. De lo que se trata es de profanar esa cara, su belleza. De profanarla primero revelando las partes secretas de una mujer; y luego colocando ahí el órgano viril. Nadie duda de la fealdad del acto sexual. Del mismo modo que la muerte en sacrificio, la fealdad del apareamiento hace entrar en la angustia. Pero cuanto mayor sea la angustia —en la medida de la fuerza que tengan los partenaires—, más fuerte será la conciencia de estar excediendo los límites, conciencia decidida por un éxtasis de alegría. Que situaciones y costumbres varíen según los gustos, no puede hacer que, de manera general, la belleza (la humanidad) de una mujer no concurra a hacer sensible —y chocante— la animalidad del acto sexual. Nada más deprimente, para un hombre, que la fealdad de una mujer, sobre la cual la fealdad de los órganos o del acto no se destaca. La belleza es importante en primer lugar por el hecho de que la fealdad no puede ser mancillada, y que la esencia del erotismo es la fealdad. La humanidad significativa de la prohibición es transgredida en el erotismo. Es transgredida, profanada, mancillada. Cuanto mayor es la belleza, más profunda es la mancha.
Las posibilidades son tan numerosas, tan escurridizas, que el cuadro de los diversos aspectos decepciona. De la una a la otra, son inevitables repeticiones y contradicciones. Pero el impulso, una vez comprendido, no deja nada oscuro. Siempre se trata de una oposición donde vuelve a encontrarse el paso de la compresión a la explosión. Los caminos cambian, la violencia es la misma, e inspira a la vez horror y atracción. La humanidad degradada tiene el mismo sentido que la animalidad; la profanación tiene el mismo sentido que la transgresión.
A propósito de la belleza, he hablado de profanación. Tanto como eso, hubiera podido hablar de transgresión, puesto que la animalidad, en relación con nosotros, tiene el sentido de la transgresión, pues el animal ignora la prohibición. Pero el sentimiento de estar profanando nos es más inmediatamente inteligible.
No he podido, sin contradecirme y sin repetirme, describir un conjunto de situaciones eróticas que, por lo demás, de hecho están más cercanas las unas a las otras de lo que podría hacer pensar una idea preconcebida por distinguirlas. Debía distinguirlas para conseguir que fuese evidente, a través de las vicisitudes, lo que está en juego. Pero no hay ninguna forma donde no pueda aparecer un aspecto de la otra. El matrimonio está abierto a todas las formas del erotismo. La animalidad se mezcla con la degradación, y el objeto del deseo puede destacarse, en la orgía, con una precisión que nos deja estupefactos.
Del mismo modo, la necesidad de hacer que sea perceptible una verdad primera borra otra verdad, la de la conciliación,4 sin la cual el erotismo no existiría. Debía insistir sobre la alteración que imprimí al movimiento inicial. En sus vicisitudes, el erotismo se aleja en apariencia de su esencia, que lo vincula a la nostalgia de la continuidad perdida. La vida humana no puede seguir sin temblar —sin hacer trampas— el movimiento que la arrastra hacia la muerte. La he representado haciendo trampas —zigzagueando— en los caminos de los que he hablado.
Al hablar de la belleza de una mujer, evitaré hablar de la belleza en general.3 Sólo quiero comprender y limitar el papel de la belleza en el erotismo. En rigor, es posible admitir de manera* elemental que, en la vida sexual de los pájaros, sus plumajes multicolores y sus cantos desempeñan una función precisa. No hablaré de lo que significa la belleza de esos plumajes o de esos cantos. No quiero entrar a discutirla; y, del mismo modo, admitiré que unos animales son más o menos bellos según la respuesta que den al ideal de la forma correspondiente a su especie. Pero no por ello la belleza es menos subjetiva; varía según cuál sea la inclinación de quienes la aprecian. En ciertos casos, podemos creer que unos animales la aprecian como nosotros, pero la suposición es arriesgada. Sólo tomo nota del hecho de que, en la apreciación de la belleza humana, debe entrar en juego la respuesta dada al ideal de la especie. Ese ideal varía, pero se da en un tema físico susceptible de variaciones, entre las cuales algunas son muy poco agraciadas. El margen de interpretación personal no es tan grande. Sea como fuere, debía tomar nota de un elemento muy simple, que entra en juego tanto en la apreciación que hace un hombre de la belleza animal como de la humana. (La juventud se añade en principio a ese elemento primero.)
Llego así a otro elemento que, por ser menos claro, no entra menos en juego en el reconocimiento de la belleza de un hombre o de una mujer. En general a un hombre o a una mujer se les juzga en la medida en que sus formas se alejan de la animalidad.
La cuestión es difícil y, en ella, todo se enmaraña. Renuncio a examinarla con detalle. Me limitaré a mostrar que la cuestión merece ser planteada. La aversión de lo que, en un ser humano, recuerda la forma animal, es cierta. En particular, el aspecto del antropoide es odioso. El valor erótico de las formas femeninas está vinculado, me parece, a la disipación de esa pesadez natural que recuerda el uso material de los miembros y la necesidad de una osamenta; cuanto más irreales son las formas, menos claramente están sujetas a la verdad animal, a la verdad fisiológica del cuerpo humano, y mejor responden a la imagen bastante extendida de la mujer deseable. Más adelante hablaré del sistema piloso, cuyo sentido en la especie humana es singular.
De lo que he dicho, me parece necesario tomar nota de una verdad indudable. Pero la verdad contraria, que sólo se impone en un lugar segundo, no está menos garantizada. La imagen de la mujer deseable, la primera en aparecer, sería insulsa —no provocaría el deseo— si no anunciase, o no revelase, al mismo tiempo, un aspecto animal secreto, más gravemente sugestivo. La belleza de la mujer deseable anuncia sus vergüenzas; justamente, sus partes pilosas, sus partes animales. El instinto inscribe en nosotros el deseo de esas partes. Pero, más allá del instinto sexual, el deseo erótico responde a otros componentes. La belleza negadora de la animalidad, que despierta el deseo, lleva, en la exasperación del deseo, a la exaltación de las partes animales.
El sentido último del erotismo es la muerte. Hay, en la búsqueda de la belleza, al mismo tiempo que un esfuerzo para acceder, más allá de una ruptura, a la continuidad, un esfuerzo para escapar a ella.
Ese esfuerzo ambiguo nunca deja de serlo.
Pero su ambigüedad resume y reproduce el movimiento del erotismo.
La multiplicación altera un estado de simplicidad del ser; un exceso derrumba los límites y lleva de alguna manera al desbordamiento.
Siempre se da un límite con el cual el ser concuerda. El identifica ese límite con lo que es. Es presa del horror cuando piensa que ese límite puede dejar de ser. Pero nos equivocamos tomándonos en serio el límite y el acuerdo que el ser le da. El límite sólo se da para ser excedido. El miedo (el horror) no indica la verdadera decisión. Al contrario, de rebote, incita a franquear los límites.
Si lo experimentamos, ya sabemos que se trata entonces de responder a la voluntad inscrita en nosotros de exceder los límites. Queremos excederlos, y el horror experimentado significa el exceso al cual debemos llegar; al cual, si no hubiese el horror previo, no habríamos podido llegar.
Si la belleza, cuyo logro es un rechazo de la animalidad, es apasionadamente deseada, es que en ella la posesión introduce la mancha de lo animal. Es deseada para ensuciarla. No por ella misma, sino por la alegría que se saborea en la certeza de profanarla.
En el sacrificio, la víctima era elegida de tal manera que su perfección acabase de tornar sensible la brutalidad de la muerte. La belleza humana, en la unión de los cuerpos, introduce la oposición entre la humanidad más pura y la animalidad repelente de los órganos. De esa paradoja de la suciedad que en el erotismo está en oposición a la belleza, los Cuadernos de Leonardo da Vinci dan esta expresión sorprendente: «El acto de apareamiento y los miembros de los que se sirve son de una fealdad tal, que si no hubiese la belleza de las caras, los adornos de los participantes y el arrebato desenfrenado, la naturaleza perdería la especie humana». Leonardo no ve que el atractivo de una cara bella o de un vestido bello actúa en la medida en que esa cara bella anuncia lo que el vestido disimula. De lo que se trata es de profanar esa cara, su belleza. De profanarla primero revelando las partes secretas de una mujer; y luego colocando ahí el órgano viril. Nadie duda de la fealdad del acto sexual. Del mismo modo que la muerte en sacrificio, la fealdad del apareamiento hace entrar en la angustia. Pero cuanto mayor sea la angustia —en la medida de la fuerza que tengan los partenaires—, más fuerte será la conciencia de estar excediendo los límites, conciencia decidida por un éxtasis de alegría. Que situaciones y costumbres varíen según los gustos, no puede hacer que, de manera general, la belleza (la humanidad) de una mujer no concurra a hacer sensible —y chocante— la animalidad del acto sexual. Nada más deprimente, para un hombre, que la fealdad de una mujer, sobre la cual la fealdad de los órganos o del acto no se destaca. La belleza es importante en primer lugar por el hecho de que la fealdad no puede ser mancillada, y que la esencia del erotismo es la fealdad. La humanidad significativa de la prohibición es transgredida en el erotismo. Es transgredida, profanada, mancillada. Cuanto mayor es la belleza, más profunda es la mancha.
Las posibilidades son tan numerosas, tan escurridizas, que el cuadro de los diversos aspectos decepciona. De la una a la otra, son inevitables repeticiones y contradicciones. Pero el impulso, una vez comprendido, no deja nada oscuro. Siempre se trata de una oposición donde vuelve a encontrarse el paso de la compresión a la explosión. Los caminos cambian, la violencia es la misma, e inspira a la vez horror y atracción. La humanidad degradada tiene el mismo sentido que la animalidad; la profanación tiene el mismo sentido que la transgresión.
A propósito de la belleza, he hablado de profanación. Tanto como eso, hubiera podido hablar de transgresión, puesto que la animalidad, en relación con nosotros, tiene el sentido de la transgresión, pues el animal ignora la prohibición. Pero el sentimiento de estar profanando nos es más inmediatamente inteligible.
No he podido, sin contradecirme y sin repetirme, describir un conjunto de situaciones eróticas que, por lo demás, de hecho están más cercanas las unas a las otras de lo que podría hacer pensar una idea preconcebida por distinguirlas. Debía distinguirlas para conseguir que fuese evidente, a través de las vicisitudes, lo que está en juego. Pero no hay ninguna forma donde no pueda aparecer un aspecto de la otra. El matrimonio está abierto a todas las formas del erotismo. La animalidad se mezcla con la degradación, y el objeto del deseo puede destacarse, en la orgía, con una precisión que nos deja estupefactos.
Del mismo modo, la necesidad de hacer que sea perceptible una verdad primera borra otra verdad, la de la conciliación,4 sin la cual el erotismo no existiría. Debía insistir sobre la alteración que imprimí al movimiento inicial. En sus vicisitudes, el erotismo se aleja en apariencia de su esencia, que lo vincula a la nostalgia de la continuidad perdida. La vida humana no puede seguir sin temblar —sin hacer trampas— el movimiento que la arrastra hacia la muerte. La he representado haciendo trampas —zigzagueando— en los caminos de los que he hablado.
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