Heinrich von Kleist
LA MARQUESA DE O
En M..., ciudad muy principal de la Italia Superior, la marquesa viuda de O..., dama de intachable reputación y madre de varios niños muy bien educados, dio a conocer a través de los periódicos que, sin saber de qué manera y en qué momento, había quedado embarazada; que rogaba al padre del hijo que iba a tener que se diera a conocer, pues, por obligaciones familiares, estaba dispuesta a casarse con él.
La dama que debido a la situación en que se hallaba daba con tanta seguridad un paso tan extraordinario, desafiando las burlas del mundo, era la hija del señor de G..., comandante de la ciudadela militar cercana a M... Hacía unos tres años había perdido a su esposo, el marqués de O..., por quien sentía el más hondo y tierno de los amores, cuando éste emprendió un viaje a París par atender asuntos privados.
Aceptando los deseos de su digna madre, la señora de G..., después de la muerte del marqués había abandonado la quinta cercana a V..., donde hasta entonces vivía, para regresar con sus dos hijas a la casa familiar en la ciudadela. Allí, en el mayor aislamiento, había pasado los años siguientes dedicada al arte, la lectura, la educación de sus hijos y el cuidado de sus padres, hasta que de improviso estalló la guerra de..., y las tropas de todas las potencias enemigas, incluyendo las rusas, ocuparon la región.
El señor de G..., que recibió la orden de defender la plaza, pidió a su esposa y a su hija que se fueran a la finca del marquesado de O… o a la de su hijo, que también se hallaba próxima a V… Pero antes de que la balanza del análisis femenino se hubiera inclinado entre enfrentar los peligros a los que podrían verse expuestas en la ciudadela militar, o desafiar los horribles riesgos que deberían superar al tener que realizar un viaje a campo abierto entre las tropas enemigas, la plaza defendida por el señor de G… fue atacada y rodeada por fuerzas rusas y exigida su rendición.
Ante estos hechos, el señor de G… comunicó a su familia que a partir de ese momento actuaría como si ellas no estuvieran presentes y, en consecuencia respondió a las exigencias rusas con balas y granadas. El enemigo por su parte, bombardeó la ciudadela, incendió los polvorines, conquistó una instalación exterior, y cuando el comandante de la plaza, ante el nuevo requerimiento de rendición, se negó a entregarla, el jefe ruso realizó un ataque nocturno e irrumpió en la ciudadela a la fuerza.
En el preciso instante en que las tropas enemigas, bajo una intensa lluvia de obuses, atacaban, el ala izquierda de la casa del comandante de la plaza, el señor de G… se incendió, obligando a las mujeres a abandonarla. La esposa del mayor, al ver a su hija huir escaleras abajo llevándose a los niños, le pidió a gritos permanecer juntas e ir a refugiarse en las bóvedas del sótano. Justo en ese instante una granada estalló muy cerca de ellas, agravando la confusión que ya reinaba.
La marquesa, con sus dos hijos, fue a dar en la explanada de la ciudadela, donde en el fragor del combate centellaban en el cielo oscuro los disparos, y aturdida y sin saber a dónde dirigirse, regresó al edificio en llamas. Allí, por desgracia, cuando poco le faltaba para escapar por la puerta trasera del edificio, se encontró con un grupo de soldados enemigos, que enmudecieron al verla, pero se echaron las armas al hombro y, con toscos gestos, se la llevaron como botín de guerra.
Al verse jaloneada de aquí para allá por el grupo de soldados, en una grosera disputa para decidir quien se quedaba con ella, la marquesa gritó en vano pidiendo ayuda a sus doncellas, que huían muertas de miedo por el portalón. Los soldados se la llevaron a rastras hasta la parte de atrás de la ciudadela donde, sometida a las más impúdicas vejaciones, ya estaba a punto de caer rendida a tierra, cuando atraído por sus gritos de socorro apareció un oficial ruso y ahuyentó con furiosos mandobles a los perros codiciosos de tal presa. A la marquesa le pareció que era un ángel descendido desde el cielo.
Al último de los bestiales soldados, el que continuaba aferrando el esbelto cuerpo de la mujer, lo golpeó con la empuñadura de la espada en la cara, dando como resultado que retrocediera tambaleante con la sangre brotándole a borbotones por la boca.
En ese momento, con gran cortesía y hablándole por amabilidad en francés, le ofreció el brazo a la marquesa, y la condujo, privada como estaba del habla por la impresión sufrida en tan bestial situación, a la parte de la ciudadela aún no alcanzada por las llamas, donde apenas llegaron la marquesa se desplomó de un desmayo. Cuando algo después aparecieron las doncellas, el oficial ruso dio órdenes para que se llamara a un médico y, colocándose el sombrero, aseguró que la señora no tardaría en recobrar el conocimiento. Acto seguido abandonó la habitación diciendo que regresaba al combate.
En poco tiempo más fue vencida por completo la plaza, y el comandante, que sólo continuaba defendiéndola porque no le daban un respiro para rendirse, ya retrocedía con fuerzas cada vez más disminuidas hacia el zaguán de su casa, salió de ella un oficial ruso con el rostro muy acalorado, y le pidió su rendición. El señor de G… respondió que sólo esperaba que se lo pidieran para hacerlo de inmediato. Entregó su espada y solicitó autorización para entrar en su hogar para saber en qué estado se encontraba su familia. El oficial ruso, quien a juzgar por su actitud parecía ser uno de jefes del ataque, le concedió tal libertad, pero haciéndolo acompañar por una guardia.
Después de esto, el oficial, con alguna precipitación, se puso a la cabeza de un destacamento, decidió el triunfo donde aún pudiera parecer dudoso, y con gran rapidez situó parte de las tropas en los lugares importantes de la ciudadela. Poco después regresó a la plaza de armas, dio orden de apagar el fuego, que comenzaba a extenderse, ayudando él mismo con visible decisión al notar que no se cumplían sus órdenes con la urgencia requerida. Igual trepaba con la manguera por entre las almenas en llamas a fin de dirigir el chorro hacia el punto más necesitado de agua, que entraba en los polvorines para sacar rodando barriles de pólvora o bombas listas para emplearse, causando asombro y escalofríos de terror entre su tropa.
El señor de G…, habiendo llegado entretanto a su casa, tuvo una gran molestia al enterarse de la desagradable experiencia vivida por su hija. Recuperada por completo de su desmayo sin necesidad de la intervención del médico, tal como había dicho el oficial ruso, y con la alegría de ver a todos los suyos sanos y salvos, sólo permanecía en cama para apaciguar la excesiva preocupación de sus familiares, asegurándoles, además, que no tenía otro deseo que poder levantarse para ir a agradecerle a su salvador.
La marquesa ya sabía que el oficial ruso era el conde F..., teniente coronel del cuerpo de cazadores de T... y caballero con una medalla al mérito y varias condecoraciones más. Ella le había pedido a su padre que le suplicara encarecidamente al conde F… no abandonar la ciudadela sin pasar antes por su casa a verla. El comandante de M…, que respetaba el deseo de su hija, se dirigió de inmediato a la plaza y, al ver al oficial ruso yendo de un lado a otro dando continuas órdenes militares y deduciendo que no habría otra oportunidad para hablar con él, sobre las mismas murallas donde se estaban formando sus tropas, le expuso el deseo de su agradecida hija. El conde le respondió que tuviera la seguridad que apenas dispusiera de unos instantes en los que pudiera liberarse de sus obligaciones militares iría a saludarla y a presentarle sus respetos. Pero de inmediato llegaron otros oficiales para darle parte de los diferentes sucesos que seguían aconteciendo, y viéndose en la necesidad de continuar con sus obligaciones se disculpó, pero no sin preguntar antes por el estado de salud de la marquesa.
Al amanecer llegó el comandante en jefe de las tropas rusas e inspeccionó la plaza. Expresó al señor de G…su alta estima, lamentó que la suerte no hubiera apoyado de manera más adecuada su valor, y le concedió, a cambio de su palabra de honor, la libertad de dirigirse a donde deseara. El comandante le expresó su gratitud y dijo encontrarse en deuda desde aquel día con los rusos en general, y en particular con el joven conde F..., teniente coronel del cuerpo de cazadores de T... por haber socorrido a su hija, la marquesa, en el momento en que más lo necesitaba.
El general pidió explicaciones sobre lo sucedido y, al ser informado del criminal atropello del que fuera víctima, se mostró sumamente indignado. Mandó presentarse al conde F... llamándolo por su nombre, sin utilizar el grado militar. Tras dedicarle breves palabras de elogio por su noble y valiente comportamiento, ante las cuales el rostro del conde enrojeció como la grana, ordenó fusilar a los canallas que habían mancillado el nombre del emperador, y pidió identificarlos de inmediato. El conde F..., nervioso, respondió que no estaba en condiciones de dar sus nombres por haberle sido imposible ver sus rostros al débil resplandor de los reverberos en el patio de la ciudadela. El general, habiendo oído decir que en esos momentos la plaza ya estaba en llamas, se asombró mucho ante tal respuesta y le indicó que en las noches resultaba posible identificar por sus voces a personas conocidas y, al notar en su oficial un gesto avergonzado y un leve encogimiento de hombros, le ordenó indagar el asunto con el mayor celo y minuciosidad desde ese mismo instante.
En aquel momento, un soldado, abriéndose paso desde la última fila, informó que uno de los soldados heridos por el conde F…, tras desplomarse en el corredor, había sido conducido a una celda y que aún se encontraba encarcelado. Al escuchar esto, el general ordenó a su guardia que lo trajeran de inmediato, que fuera sometido a un breve interrogatorio y toda la cuadrilla, cinco en total, una vez revelados los nombres por el detenido, fuera fusilada en el acto.
Acto seguido, el general, dejando una pequeña guarnición en la plaza, dio orden de que el grueso de la tropa emprendieran la marcha; los oficiales se dispersaron con toda celeridad hacia sus respectivas compañías; el conde, en medio de la confusión con que todos se dirigían en sentidos opuestos, se abrió paso hasta el señor de G… y le dijo, disculpándose, que obligado por las circunstancias le resultaba imposible ir en persona a despedirse de la señora marquesa. Y, en menos de una hora, el fuerte se vació de militares rusos.
La familia del señor de G… pensó entonces que ya encontrarían una ocasión en la que pudieran agradecer al conde las atenciones recibidas en esas desagradables circunstancias por la marquesa. Pero a los pocos días fueron dolorosamente impresionados la recibir la noticia de que el oficial ruso había encontrado la muerte en un enfrentamiento con tropas enemigas a poco de abandonar la ciudadela. El mensajero que llevó la noticia a M... había visto con sus propios ojos cómo lo llevaban, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, a P..., donde, según se sabía con certeza, había muerto en el preciso instante en que los camilleros iban a bajarlo de sus hombros.
De inmediato el señor de G… acudió a las oficinas del correo para solicitar información adicional sobre las circunstancias exactas de tal desgracia, y así supo que en el campo de batalla, en el momento en que fue alcanzado por una bala había exclamado: “¡Julieta! ¡Esta bala te venga!”, y a continuación cerró sus labios para siempre.
La marquesa estaba inconsolable por haber dejado pasar la ocasión de arrojarse a sus pies en agradecimiento a su intervención para rescatarla de los soldados. Continuamente se hacía los más vivos reproches por no haber acudido donde él al enterarse de su imposibilidad de presentarse en la casa, quizás más por modestia que por otra razón. Sufría por Julieta, su infeliz tocaya, a quien dedicó él su último pensamiento, y en vano se esforzó por saber su dirección a fin de escribirle informándole de tan triste y lamentable suceso. Y pasó un buen tiempo sin que ella pudiera olvidarlo.
La familia tuvo que abandonar la casa de la ciudadela al asumir el mando el general en jefe ruso. En un principio se pensó en la conveniencia de mudarse a las fincas del señor de G…, por las que la marquesa sentía un fuerte cariño, pero al no gustarle al padre la vida campestre, la familia alquiló una casa en la ciudad. Al poco tiempo se convirtió en el lugar permanente de residencia. Y entonces todo volvió al antiguo orden de cosas.
La marquesa retomó las lecciones de sus hijas, largamente interrumpidas, y buscó su caballete y sus libros para las horas libres. De pronto, a pesar de ser normalmente la diosa de la salud en persona, se vio aquejada de repetidos malestares que durante semanas enteras le impidieron participar en la vida social de la familia. Sufría nauseas, mareos y vahídos, y no sabía qué pensar de tan extrañas indisposiciones. Una mañana en que la familia estaba tomando el té y el padre abandonó por un instante la habitación, la marquesa, como si saliera de uno de sus habituales andar por las nubes, le dijo a su madre: “Si una mujer me dijera que al levantar su taza de té se sentía exactamente igual que yo ahora, pensaría para mis adentros que estaba embarazada.” La señora de G... le respondió que no la entendía. La marquesa se explicó de nuevo: “Acabó de tener la misma sensación de cuando estaba esperando a mi segunda hija”. La señora de G..., riendo, dijo que en ese caso quizá diera a luz a Fantasio. “Hijo de Morfeo por lo menos -repuso la marquesa, bromeando a su vez-, o tal vez el padre sería alguno de los sueños de su corte”. Al regreso del mayor, se interrumpieron las bromas, y, al sentirse bien la marquesa a los pocos días, la conversación quedó olvidada.
Tiempo después, la familia, acompañada casualmente por el Director forestal de G..., hijo del señor de G…, tuvo el extraño sobresalto de escuchar a uno de los criados entrar en la estancia anunciando al conde F... “¡El conde F...!”, dijeron padre e hija al mismo tiempo, y el asombro dejó a todos sin habla. El anunció fue ratificado diciendo que había visto y escuchado muy bien a quien pidió ser anunciado, y que el conde se encontraba esperando a ser recibido.
El propio señor de G… se levantó de su asiento para abrir la puerta, por la cual entró el conde, hermoso como un joven dios, aunque que estaba con el rostro algo pálido. Una vez pasada la escena de inconcebible asombro y tras desmentir el conde las noticias sobre su muerte, asegurar sonriendo encontrarse de lo más vivo, se dirigió, con el semblante embargado por la emoción, a la marquesa, preguntándole de inmediato por su salud. La marquesa le contestó que muy bien, y más bien le pidió contar las circunstancias que le permitieron volver a la vida. Pero el conde, insistiendo en el tema de su pregunta, le dijo que ella no le estaba diciendo la verdad, pues en su cara se expresaba un extraño decaimiento, y que mucho había él de engañarse o ella, en verdad, se encontraba indispuesta y sufría. La marquesa, agradablemente impresionada por la amabilidad con que le habló el conde, repuso que “en efecto, aquel decaimiento, si así quería llamarlo, podía considerarse la secuela de una leve enfermedad sufrida algunas semanas antes, la cual no temía que fuera a tener consecuencias”. A lo cual él, con una gran sonrisa, contestó “¡yo tampoco!”, y sin más preámbulo le preguntó si quería casarse con él. La marquesa no supo qué contestar. Ruborizada miró a su madre y ésta, de inmediato, dirigió la vista a su hijo y a su marido, mientras el conde iba acercándose a la marquesa y, luego de tomar su mano como para besarla, le preguntó si había entendido la pregunta.
El señor de G… intervino e invitó al conde a sentarse, aproximándole de modo cortés, aunque algo serio, una silla. Su esposa dijo: “De verdad vamos a creer que usted es un fantasma, por lo menos hasta que no nos cuente cómo salió de la tumba donde lo sepultaron en P…”. El conde tomó asiento, y luego de soltar la mano de la marquesa, dijo que debido a las circunstancias estaba obligado a ser muy breve al narrar esos hechos; contó que con el pecho mortalmente atravesado por una bala, había sido conducido a P..., donde estuvo al borde de la muerte durante varios meses, agregando que durante todo aquel tiempo la señora marquesa había sido su único pensamiento, y que no podía describir el gozo y el dolor que se alternaban en esos recuerdos. Al restablecerse se incorporó a su división en el ejército, pero allí sufría constantes angustias y en más de una ocasión había empuñado la pluma para escribirle al señor de G… y a la señora marquesa, a fin de desahogar su corazón. Pero, sin que lo esperara, un día recibió órdenes de viajar a Nápoles a cumplir una misión oficial, llevando unos importantes documentos. Era posible que de allí lo enviaran a Constantinopla, y luego, seguramente, debería viajar a San Petersburgo. Pero le era imposible continuar viviendo sin resolver una ineludible exigencia de su alma, y que al cruzar M... no había podido resistir la tentación de dar algunos pasos encaminados a tal fin. En resumen, que abrigaba el deseo de ser honrado con la mano de la marquesa, y, con el mayor respeto, el mayor fervor y la mayor premura, rogaba que le fuera concedida su petición.
Tras un largo silencio, el señor de G… contestó que si bien esta petición de ser seria, como no dudaba, le resultaba muy halagadora, había que tener en consideración que su hija, a la muerte de su esposo, el marqués de O..., había resuelto no contraer un segundo matrimonio. Pero dado que recientemente había quedado tan agradecida por la gentileza del conde, no resultaba imposible que por tal motivo cambiara esa decisión y estuviera de acuerdo en aceptar su petición. Entretanto, continuó, solicitaba en nombre de su hija, la marquesa, el tiempo necesario para reflexionar con calma sobre el tema planteado.
El conde aseguró que tan generosa respuesta satisfacía sus esperanzas y que de hallarse en otras circunstancias lo hubieran hecho completamente feliz; no obstante, dándose cuenta él mismo de cuán inoportuno era por su parte no resignarse con ella, motivos urgentes, que no deseaba detallar, le hacían extraordinariamente deseable una respuesta mucho concreta sobre su petición matrimonial. Los caballos que habían de llevarlo a Nápoles esperaban enganchados ante su coche y por lo tanto rogaba con el mayor fervor, si es que algo hablaba a su favor en aquella casa -y al decir esto miró a la marquesa-, que no lo dejaran partir sin una respuesta definitiva.
El padre, un tanto turbado por tal insistencia, respondió que si bien era cierto que la gratitud de la marquesa le concedía derecho a abrigar grandes expectativas, sin duda, estas no podían ser en esos momentos tan concluyentes; que en un paso que afectaba tanto a la felicidad de su vida no debía actuar sin la necesaria prudencia; que desde todo punto de vista resultaba imprescindible que su hija, antes de decidirse, tuviera la dicha de conocerlo mejor. Apoyándose en estas razones, tenía el inmenso placer de invitarlo, una vez terminada la misión que lo obligaba a viajar a Nápoles, regresar a M... y ser durante algún tiempo huésped de su casa. Si como resultado de esta experiencia, la marquesa llegaba a la conclusión de que le era posible ser feliz a su lado, entonces, pero no antes, también él tendría la alegría de escuchar que le daba una respuesta positiva a su petición matrimonial.
El conde expresó, subiéndole el rubor al rostro, que durante todo el viaje había anticipado tal destino a sus impacientes deseos, encontrándose como resultado sintiendo la mayor desolación posible de imaginar; que dado el ingrato papel que estaba siendo obligado a representar, un conocimiento más cercano sólo podía resultar favorable para ambos; que creía poder responder de su honor, si esta cualidad, la más ambigua de todas, hubiera de ser tomada en cuenta; que el único acto indigno que había cometido en su vida era desconocido para el mundo y ya estaba él tratando de repararlo; en una palabra, que era hombre de honor y rogaba que aceptaran su afirmación de que tal declaración era indudable.
El señor de G… contestó, sonriendo con una muy ligera ironía, que aceptaba todas y cada una de sus afirmaciones; que nunca había conocido a un joven que en tan poco tiempo hubiera demostrado tantos y tan excelentes rasgos de carácter; que creía que un breve periodo de reflexión eliminaría cualquier duda que pudiera existir; que sin haber conversado sobre el tema con su familia y con la del señor conde, le resultaba imposible modificar la respuesta ya dada. A esto último, el conde explicó que no tenía padres y que era libre; que su tío era el general K..., de cuyo consentimiento respondía. Agregó que poseía una aceptable fortuna y que podría decidirse a hacer de Italia su patria, si es que así lo deseaban. Con la intención de dar por concluida la visita, el señor de G… le hizo una cortés reverencia, le expresó una vez más la decisión tomada, y le rogó que, hasta terminar la misión oficial de su viaje, no volviera a tocar el tema.
El conde, tras una breve pausa durante la cual dio muestras de un gran nerviosismo, dijo, dirigiéndose esta vez a la madre, que había hecho absolutamente todo cuanto estaba a su alcance para eludir la actual misión encomendada; que los pasos que había osado dar ante el general en jefe y el general K..., su tío, para tratar de cambiar la orden recibida, fueron los más atrevidos que era posible dar; que ambos militares habían creído que con esa misión a Nápoles tal vez se lograría sacarlo de la melancolía en que quedó después de resultar herido, y que, al contrario, ahora se veía envuelto en el mayor desamparo. La marquesa y su familia no supieron qué responder a esto.
El conde continúo dando explicaciones, mientras se frotaba la frente con alguna desesperación, concluyendo que si existían algunas esperanzas de lograr la finalidad de sus deseos por vivir cerca de la marquesa, sin pensarlo dos veces interrumpiría su viaje un día, o incluso algo más, para tratar de lograrlo. Al decir esto miró, uno tras otro, al padre, a la madre, al hermano y a la marquesa. El señor de G…, bajando los ojos con disgusto, no le contestó. Su esposa, al contrario, con una sonrisa, le dijo: “Señor conde, vaya usted, vaya usted; viaje a Nápoles; a su regreso concédanos durante algún tiempo la dicha de su presencia; el resto se dará por añadidura.”
El conde permaneció sentado, al parecer pensando en lo que debería de hacer. Después, levantándose y apartando la silla, dijo que había de reconocer que las expectativas con las que había entrado en aquella casa eran precipitadas y como la familia, con toda razón, insistía en la necesidad de conocerlo mejor, iba a devolver sus credenciales y los documentos de su misión a Z..., el cuartel general, para que fueran reexpedidas por otra vía, y, por lo tanto, aceptaba el generoso ofrecimiento de ser huésped de la casa durante algunas semanas. A continuación de lo cual, con la mano apoyada en el respaldo de la silla y muy cerca de la pared, se quedó inmóvil durante un instante mirando al señor de G… Ante este aparente requerimiento, el padre de la marquesa se vio en la obligación de decirle que lamentaría extraordinariamente que la pasión que parecía haber concebido por su hija le acarreara disgustos de la más grave índole, pero que tenía la seguridad de por su misma posición él debía saber lo que tenía que hacer y dejar de hacer; y que si esa era su resolución, que devolviera los documentos y pasara a ocupar las habitaciones que se le arreglarían. Se le vio empalidecer ante aquellas palabras, y su respuesta sólo consistió en besar respetuosamente la mano a la señora de G…, inclinarse ante los demás, y salir de la habitación.
Cuando hubo abandonado la sala, no supo la familia qué pensar de tal aparición y de sus intenciones. La madre dijo que no era posible que devolviera a Z... los documentos con que se dirigía a Nápoles sólo porque al cruzar por M... no había logrado, en una entrevista de cinco minutos, obtener el consentimiento para casarse de una dama completamente desconocida. El Director forestal de G... comentó que ¡un acto de tal frivolidad sería penado por lo menos con arresto militar! ¡Y matrimonio además!, añadió su padre. Pero, prosiguió diciendo el señor de G…, estaba seguro de que no existía tal peligro; que la visita sólo había sido un disparo al aire y que entraría en razón antes de devolver los documentos. La madre, al darse cuenta de la posibilidad de un castigo militar tan severo, expresó la más viva preocupación por la decisión de cancelar la misión que le habían encomendado sus superiores. Por tener tan fuerte voluntad, y dirigirla ahora a un solo objetivo, le parecía a ella que sí era capaz de llevar a cabo tal locura. Preocupada por las consecuencias que podrían tener la acción del conde, pidió a su hijo ir de inmediato a buscarlo e impedir como fuera que llevara a cabo semejante desobediencia militar. El hijo replicó que hacerlo sería contraproducente y sólo lo reafirmaría en la esperanza de conseguir su objetivo mediante esa estratagema. La marquesa era de la misma opinión que su hermano, aunque aseguró que si no se le impedía, con seguridad devolvería los documentos pues preferiría caer en desgracia ante sus superiores que mostrar la menor debilidad. Todos coincidieron en que era muy extraña su conducta y que daba la impresión de estar acostumbrado a conquistar al asalto corazones femeninos, como si fueran fortalezas enemigas.
En ese instante el señor de G… se dio cuenta de que ante la puerta estaba el coche del conde enganchado a los caballos y preparado para partir. Toda la familia se acercó de inmediato a la ventana y el señor de G…, asombrado, le preguntó a un criado que entraba en ese momento, si el conde se encontraba aún en la casa. El criado respondió que estaba abajo, en el cuarto de servicio, acompañado de un edecán, escribiendo cartas y sellando paquetes. Reprimiendo su fastidio, el señor de G… bajó con su hijo a toda prisa y le preguntó al conde, al verlo despachar sus asuntos en mesas nada apropiadas para tal fin, si necesitaba alguna cosa o si prefería ir a sus habitaciones a despachar sus asuntos. El conde, sin levantar la cabeza y sin dejar de escribir con rapidez, le contestó que se lo agradecía infinitamente pero que sus asuntos ya habían terminado. Levantándose de donde estaba escribiendo, preguntó la hora, lacró una carta y, tras entregarle la valija con los documentos a su edecán, le deseo muy feliz viaje.
El señor de G…, sin terminar de creer lo que estaba viendo, le dijo al conde mientras el edecán se preparaba para salir de la casa y emprender el viaje:
-Señor conde, si no tiene usted motivos muy importantes…
-¡Importantísimos! -lo interrumpió, y siguió caminando hacia el coche.
-En tal caso, yo… -dijo el señor de G…- por lo menos los documentos…
-No es eso posible –volvió a cortar tajante el conde, sin apartar la vista de su ayudante que ya estaba subiendo al coche-. Los documentos sin mi carecen de validez en Nápoles. Ya he pensado también en eso. ¡Adelante! –concluyó, ordenando así la partida.
-¿Y las cartas de su señor tío? -le preguntó el edecán asomándose por la portezuela.
-Me encontrarán en M... -respondió el conde.
-¡Vamos! -dijo el edecán, dando la orden para que partiera el coche.
Y el conde, volviéndose de inmediato hacia el señor de G…, le preguntó si tendría la amabilidad de ordenar que se le indicara cuál sería su habitación. Él mismo tendría el honor de acompañarlo hasta ellas, respondió el confundido señor de G… Ordenó a sus hombres y a los del conde que se ocuparan del equipaje, y acompañó a su huésped hasta los aposentos destinados a los invitados. Ahí, con gesto adusto, se despidió de él. El conde se cambio de ropa y fue a presentarse ante el gobernador del lugar. No se supo de él durante el resto del día; regreso un poco antes de la hora de la cena.
Durante el tiempo de la ausencia del conde, toda la familia estuvo sumida en la más viva inquietud. El hermano comentó cuán estudiadas habían sido las respuestas del conde a algunas reflexiones expuestas por su padre, y opinó que su comportamiento parecía responder a un plan totalmente preparado y preguntó fastidiado a santo de qué venía una petición de mano tan a matacaballo. Su padre dijo que él tampoco entendía nada del asunto y pidió a su familia no hablar más de ese tema en su presencia.
La madre miraba por la ventana, con la esperanza de verlo regresar para disculparse por su frívolo comportamiento. Por último, ya de noche, fue a sentarse junto a su hija, la cual trabajaba cerca de la mesa con gran concentración, tratando de evitar cualquier conversación sobre el tema. Pero ella, a media voz, aprovechando que su esposo paseaba arriba y abajo por la estancia, le preguntó si sospechaba cómo iba concluir todo aquel y extraño asunto. La marquesa dirigiendo con timidez una mirada para ver dónde se encontraba su padre, respondió que si se hubiera logrado hacerlo partir para Nápoles el problema se habría resuelto. “¡A Nápoles! -exclamó el señor de G…, que la había escuchado-. ¿Debería mandar llamar a un sacerdote? ¿O tal vez hubiera debido hacerlo prender, encerrar y luego enviarlo a Nápoles bajo custodia?” “No -respondió la marquesa-, pero a veces los razonamientos vivaces y persuasivos dan resultado”, y bajó los ojos, algo disgustada, para volver a concentrarse en su labor.
Y, finalmente, se presentó el conde. Se esperaba que tras los primeros gestos de cortesía, retomara el tema y así poder la familia aunar fuerzas para convencerlo de deshacer el paso que había osado dar. Pero en vano esperaron que volviera al tema durante la cena. Evitando con el máximo tacto cualquier conversación que pudiera llevarlo a repetir su propuesta matrimonial, hablo con el señor de G… de la guerra y la caza. Al mencionarse la escaramuza de P..., en la que había resultado herido, la madre lo enredó en esa historia, preguntándole detalles sobre cómo le había ido en aquel pequeño lugar, y si había encontrado las comodidades debidas para recuperarse.
Aprovechando el tema, el conde trató de hacer ver hasta qué punto llegaba su amor por la marquesa. Contó que durante su hospitalización se imaginó que ella estaba sentada a cabecera de su cama y cómo, en los delirios febriles, llegó a confundirla con la figura de un cisne que vio de muchacho en la finca de su tío, y también cómo había recordado conmovido, la vez que le arrojó estiércol, y el cisne se sumergió en silencio en el lago y salió otra vez majestuosamente puro e inmaculado. Dijo haber visto constantemente a la marquesa nadar sobre olas de fuego, y a pesar de que la llamaba con insistencia diciéndole “Thinka”, que era el nombre del cisne, no había logrado atraerla, pues ella sólo se divertía nadando y sumergiéndose en el agua. Después de unos instantes de silencio, y sin que nadie lo esperara, con el rostro rojo como una amapola, aseguró amar de manera extraordinaria a la marquesa. Acto seguido bajo la vista al plato y no volvió a hablar ni una sola palabra.
Al levantarse de la mesa y, luego de un amable cambio de palabras con la madre, el conde declinó quedarse conversando y se retiró a sus habitaciones. La familia, entonces, volvió a quedarse a solas y sin saber, como antes, que pensar sobre la sorpresiva aparición y petición del ahora su huésped. El señor de G… fue de la opinión de que se debía dejar que las cosas siguieran su curso; que probablemente confiaba en el respaldo de sus parientes al atreverse a dar tal paso. De lo contrario la consecuencia podría ser un inadecuado matrimonio. La señora de G... quiso saber qué pensaba la marquesa del conde y si no le era posible darle alguna respuesta que lograra evitar consecuencias perjudiciales. La marquesa respondió:
-¡Queridísima madre! Eso no es posible. Lamento mucho que mi gratitud sea sometida a tan dura prueba. Sin embargo, mi decisión fue no volver a casarme. No quiero poner mi felicidad en juego por segunda vez, y menos aún de manera tan precipitada e irreflexiva.
El hermano señaló que si era esa su invariable decisión, sería útil hacérselo saber y que le parecía muy conveniente darle cualquier respuesta que fuera concreta y definitiva. La madre opinó que habiendo declarado el joven conde, el cual poseía tantas cualidades fuera de lo común, hallarse dispuesto a establecer su residencia en Italia, pensaba que su petición merecía ser tomada en cuenta y que la decisión de no casarse de su hija se viera cuestionada y, de ser posible, modificada.
El hermano, acercándose a la marquesa y sentándose junto a ella, le preguntó qué opinaba del conde como persona.
-Me gusta y me disgusta -respondió con alguna cortedad, y de inmediato pidió la opinión de los demás.
-Si regresa de Nápoles y las averiguaciones que entretanto pudiéramos haber hecho sobre él no contradijeran la impresión general que te has formado, ¿cómo te decidirías en caso de que repitiera su petición? -le preguntó su madre.
-En tal caso -contestó la marquesa-, yo… ya que sus sentimientos parecen ser tan sinceros y vehementes… -aquí titubeó, y sus ojos brillaron al decir esto-, le diría que por lo mucho que le estoy agradecida aceptaba su petición.
La madre, quien siempre había deseado que su hija contrajera segundas nupcias, hubo de esforzarse para ocultar su alegría sobre esta posibilidad y comenzó a pensar qué era lo que podría hacer para su realización.
El Director forestal de G..., dijo, levantándose nervioso del asiento, que si era verdad que su hermana pensaba, aunque fuera remotamente, en la posibilidad de darle un día su mano, había que dar de inmediato el paso que evitara las probables consecuencias negativas de su precipitada decisión de no viajar a Nápoles. La madre opinó de igual manera y dijo que en último término la actitud del conde no era tan grave, que lo único que era muy poco de creer, es que con tantas y tan excelentes cualidades como mostró la noche en que la ciudadela fue vencida y tomada por los rusos, el resto de su vida no estuviera en consonancia con ellas. La marquesa bajó los ojos, con expresión de la más viva inquietud.
-Lo que sí se podría hacer –continuó la madre tomando la mano de su hija-, sería darle algo semejante a una promesa de que hasta su regreso de Nápoles tú no contraerás ningún otro compromiso.
-Tal promesa, queridísima madre, me es posible hacerla, pero me temo que a él no lo tranquilizará y nosotros nos encontremos en una situación mucho más complicada –contestó la marquesa.
-¡Eso déjalo de mi cuenta! –repuso la madre con manifiesta alegría y se volvió buscando con la vista al padre.
-¡Lorenzo! -le preguntó- ¿tú qué opinas? -y realizó un movimiento como para levantarse de su asiento.
El señor de G…, que había escuchado todo, estaba en pie junto a la ventana mirando a la calle y no respondió nada. El hijo dijo que él, ofreciéndole tan inofensiva promesa, se comprometía a lograr que el conde dejara la casa y continuara su viaje.
-¡Entonces hazlo, hazlo! -exclamó el padre, y dándose media vuelta murmuró- ¡Tengo que rendirme por segunda vez ante este ruso!
La madre, al escuchar esto, se puso en pie de un salto, besó a su marido y a su hija, y preguntó, mientras el señor de G… sonreía al verla con tanto entusiasmo, cómo hacer saber al conde la decisión que se había tomado. Se resolvió, a sugerencia del hijo, enviar a un ayuda de cámara a rogarle de que en caso no se hubiera acostado aún, tuviera la amabilidad de venir un momento a reunirse con la familia. El conde respondió que era un honor volver a reunirse con la familia, lo cual haría de inmediato. Y apenas había regresado el sirviente con la respuesta, cuando ya el conde estaba entrando en el salón, con pasos a los que prestaba alas la alegría; de inmediato se arrodilló a los pies de la marquesa, embargado por la más fuerte emoción.
El señor de G… iba a decir algo, pero el conde, poniéndose en pie, repuso que ya sabía lo suficiente, y acto seguido besó la mano de la marquesa y la de la madre, abrazó al hermano y rogó que tuvieran la bondad de ayudarle a conseguir una diligencia lo más rápido posible. La marquesa, si bien conmovida por las expresiones del conde, reunió fuerzas para decirle:
-Temo, señor conde, que su precipitada esperanza pueda llevar demasiado lejos su...
-¡Nada! ¡Nada! -la interrumpió el conde-. No habrá pasado nada si las averiguaciones que realicen sobre mí contradijeran el sentir que me llamó de vuelta a esta casa.
Al oír esto, el señor de G… lo abrazó con la mayor cordialidad, el hijo le ofreció de inmediato su propio carruaje, un montero voló a la casa de postas a encargar caballos al precio que fuera, y la alegría por esta partida fue mucho más grande que la que se podría tener por una llegada.
Con los ánimos más calmados, el conde explicó que esperaba alcanzar a su edecán en B..., desde donde tomaría un camino a Nápoles, mucho más corto que pasando por M...; en Nápoles haría absolutamente todo lo posible para evitar la continuación del viaje hasta Constantinopla y, estando como estaba resuelto, en caso extremo, a darse de baja por enfermedad, calculó que de no impedírselo obstáculos insalvables, estaría sin falta de nuevo en M... en un plazo de entre cuatro y seis semanas.
El montero anunció que el coche ya estaba enganchado a los caballos y todo dispuesto para iniciar el viaje. El conde tomando su sombrero, se acercó a la marquesa y cogiéndole la mano le dijo:
-Entonces, Julieta, quedo hasta cierto punto tranquilo -y posando su otra mano sobre la de ella, continuó-, si bien era mi más ardiente deseo casarme con usted aún antes de partir.
-¡Casarse! -exclamaron todos los familiares.
-Casarnos -repitió el conde besando la mano de la marquesa y respondiéndole cuando ella le preguntó si se encontraba en sus cabales, que llegaría el día en que ella comprendería todo.
La familia estuvo a un paso de volver a molestarse, pero el conde se despidió enseguida de todos de la manera más afectuosa, y les rogó no volver a dar vueltas a su último deseo.
Transcurrieron varias semanas durante las cuales la familia, con muy variables sentimientos, esperó con impaciencia el desenlace de tan extraño asunto. El señor de G… recibió del general K..., tío del conde, una carta muy cortés; el conde escribió desde Nápoles; las averiguaciones que se realizaron sobre él fueron todas muy a su favor; en resumidas cuentas, el compromiso se daba prácticamente por hecho cuando los malestares de la marquesa reaparecieron con mayor fuerza que nunca. Notaba una incomprensible transformación de su figura. Habló con toda franqueza con su madre y le confesó que no sabía qué pensar de sus malestares. La madre, a la que preocupaban sobremanera tan extraños fastidios de la salud de su hija, aconsejó consultar a un médico. La marquesa, esperando vencer sus malestares con su propia naturaleza, se oponía a una consulta médica. Así pasaron varios días en que sin seguir el consejo de su madre, tuvo dolores muy fuertes hasta que finalmente una serie de sensaciones recurrentes y de extraordinaria índole la sumieron en la más viva preocupación. En tal situación no tuvo otra alternativa que llamar a un médico que contaba con la confianza de su padre, lo invitó a sentarse en el diván, ya que su madre se encontraba ausente en aquel momento, y tras unos breves preliminares le reveló entre bromas y veras lo que pensaba de su salud. El médico le lanzó una mirada sorprendida y guardó silencio durante un momento y, después de realizarle un reconocimiento exhaustivo, le dijo con la mayor seriedad que la señora marquesa estaba en lo cierto. Tras explicar su diagnóstico y al preguntarle la marquesa cómo podía suceder tal cosa, con toda claridad, y con una sonrisa burlona que no pudo reprimir, se lo dijo, agregando que la encontraba completamente sana y que no necesitaba de ningún médico. La respuesta de la marquesa fue tocar la campanilla, y lanzándole una mirada muy seria, le pidió que se marchara. A media voz, como si no fuera digno de que le hablara directamente, murmuró que no tenía ganas de bromear con él sobre tales asuntos. El doctor, ofendido, replicó que jamás había sido tan ajeno a bromas como en aquel momento, y; tomando su bastón y su sombrero, hizo el ademán de retirarse en el acto. La marquesa le dijo que informaría a su padre de semejantes ofensas. El médico respondió que podía repetir su diagnóstico ante un tribunal, y, abriendo la puerta, hizo un gesto de despedida inclinando la cabeza, dispuesto a abandonar la habitación. Pero al agacharse a recoger un guante que se le cayó, la marquesa aprovechó ese instante para preguntarle, “¿Cómo ha sido posible esto, doctor?” El médico, serio, le contestó que no era su obligación explicar el origen de las cosas, y haciendo una nueva inclinación se retiró.
La marquesa quedó como herida por un rayo. Sacando fuerzas de flaqueza quiso correr junto a su padre a quejarse del médico, pero la extraña seriedad con que le fuera manifestado lo que consideró una ofensa, le hizo recapacitar y quedarse paralizada del susto. Desesperada se echó sobre el diván, presa de la mayor conmoción y, desconfiando de sí misma, recordó todos sus actos del último año y se tuvo por loca al sospechar de los recientes acontecimientos en la ciudadela.
Por fin apareció la madre, y al preguntar consternada por qué estaba tan nerviosa, le contó su hija lo que el médico acababa de diagnosticarle. La señora de G... lo tachó de desvergonzado e indigno, y apoyó a su hija en la decisión de acusar por tal ofensa al médico ante su padre. La marquesa le contestó que se lo había diagnosticado con la mayor seriedad y que parecía dispuesto a repetirlo ante a su padre. La señora de G... le preguntó, bastante asustada, si ella creía que fuera cierto encontrarse en tal estado.
-¡Antes creo -respondió la marquesa-, que las mujeres en sus tumbas sean fecundadas y los cadáveres den a luz!
-Pues entonces, querida hija mía –le respondió su madre, estrechándola con fuerza contra ella-, ¿qué es lo que te inquieta? Si tu conciencia te declara pura, ¿cómo puede preocuparte un diagnóstico, aunque fuere el de toda una junta de médicos? Sea el diagnóstico producto del error o de la maldad, debe serte por completo indiferente. Pero creo que lo que más conveniente es decírselo de inmediato a tu padre.
-¡Oh, Dios! -dijo la marquesa con un movimiento convulsivo-, ¿cómo puedo estar tranquila? ¿Acaso no tengo en mi contra ese sentimiento interior que demasiado bien conozco? ¿Acaso no diría yo de otra, si tuviera ella esta sensación mía, que estaba en lo cierto?
-Es espantoso -repuso la madre.
-¡Maldad, error!, continuó la marquesa- ¿Qué razones podría tener ese hombre, que hasta el día de hoy nos pareció digno de aprecio, para agraviarme de un modo tan caprichoso y vil, a mí que nunca lo ofendí? ¿A mí que lo recibí con confianza y con el presentimiento de futura gratitud? ¿A mí, ante quien se presentó, como dieron fe sus primeras palabras, con la voluntad pura y sin doblez para ayudar y no para causar dolores más lacerantes que los que yo ya sufría?
-Y de verme en la obligación de elegir -prosiguió mientras su madre la miraba fijamente-, preferiría creer en un error, pero ¿es acaso posible que un médico, aun cuando sólo fuera de mediana valía, se equivoque en un caso tan común?
Con un cierto rintintín la madre le dijo:
-Pero aún así, por necesidad la respuesta ha de ser un si o un no.
-¡Pues sí, queridísima madre mía! -contestó la marquesa mientras le besaba la mano con expresión de dignidad herida y el rostro enrojecido-. Así tiene que ser, aunque las circunstancias sean tan extraordinarias que me esté permitido dudarlo. Te juro, porque para usted es necesario jurarlo, que mi conciencia se encuentra igual de limpia que la de mis hijas. A pesar de todo, le ruego que haga llamar a una comadrona para que me convenza de lo que me pasa y sea lo que fuere me tranquilice.
-¡Una comadrona! -exclamó humillada la señora de G...-. Una conciencia limpia, ¡y una comadrona! -Y se quedó callada.
-Una comadrona, mi queridísima madre -repitió la marquesa arrodillándose ante ella-, y lo más rápido posible si no quiere que me vuelva loca.
-¡Oh, con mucho gusto! -repuso la madre-; y sólo ruego que el alumbramiento no tenga lugar en mi casa -y diciendo esto se puso en pie y se dispuso a abandonar la habitación.
La marquesa, siguiéndola con los brazos abiertos, cayó de bruces y se abrazó a sus rodillas.
-Si una vida irreprochable -exclamó con la fuerza del dolor-, una vida llevada teniendo la suya por modelo, me da derecho a su aprecio, mientras mi culpa no quede demostrada con claridad meridiana, algún sentimiento maternal hablará por mí en su pecho y, en consecuencia, no me abandonará en estos momentos.
-¿Qué es lo que te angustia? -preguntó la madre-. ¿Es sólo el diagnóstico del médico o únicamente la sensación interior que tienes?
-Ninguna de ellas, madre mía -repuso la marquesa poniéndose la mano sobre el pecho.
-¿Ninguna, Julieta? -prosiguió la madre-. Piensa. Un mal paso, por indeciblemente que me doliera, podría ser perdonado y yo debería finalmente hasta disculparlo; pero si para escapar del reproche materno fueras capaz de inventar un cuento de hadas que invierte el orden del mundo, y de amontonar juramentos blasfemos para cargárselos a este corazón mío que demasiado crédulo es contigo, entonces sería una infamia y jamás podría perdonártelo.
-Ojalá el Reino de la Redención esté un día tan abierto ante mí como se halla mi alma ante usted -exclamó la marquesa-. No le oculto nada, madre mía.
Esta respuesta, cargada de patetismo, emocionó a la madre.
-¡Oh cielos! -exclamó- ¡Mi hija amadísima! ¡Cómo me conmueves!
Y la levantó, la besó, y la estrechó contra su pecho en un gesto de gran cariño.
-¿Qué te asusta, por ventura? Ven conmigo, estás muy enferma.
Quiso hacer que se acostara, pero la marquesa, vertiendo abundantes lágrimas, le aseguró que se sentía muy sana y que lo único que tenía era encontrarse en aquel extraño e incomprensible estado.
-¡Estado! -volvió a exclamar la madre-, ¿qué estado? Si tu memoria sobre el pasado es segura, ¿qué delirante temor se ha apoderado de ti? ¿No puede acaso engañarte esa sensación interior que sólo se agita oscuramente?
-¡No, no! -dijo la marquesa-, ¡no me engaña! Y si llama a la comadrona escuchará que la espantosa verdad, la que ha de aniquilarme, es cierta.
-Ven, querida hija mía -dijo la señora de G..., empezando a temer por su juicio-Ven, sígueme y échate en la cama. ¿Qué decías que te ha dicho el médico? ¡Cómo te arde la cara! ¡Cómo te tiemblan los brazos y las piernas! ¿Qué fue lo que te dijo el médico?
Y hablándole así, se iba llevando a la marquesa a su cuarto, sin creer ya en todo lo que le había contado.
-¡Querida y excelente madre! –le dijo la marquesa sonriendo con los ojos llorosos-. Estoy plenamente consciente. El médico me ha dicho que me encuentro embarazada. Haga llamar a la comadrona, y tan pronto como ella diga que no es cierto, estaré otra vez tranquila.
-¡Bien, bien! -respondió la madre disimulando sus miedos-. Que venga ahora mismo; que aparezca ahora mismo, si quieres que se ría de ti y te diga que eres una fantasiosa nada inteligente.
Y después de decir esto, hizo sonar la campanilla y envió a uno de sus servidores a llamar a la comadrona.
Aún estaba la marquesa en los brazos de su madre, cuando se presentó la comadrona y la madre le explicó las extrañas fantasías que sufría su hija. Le dijo que a pesar de que la señora marquesa juraba haberse conducido virtuosamente, consideraba necesario, engañada por una sensación incomprensible, que una mujer con experiencia en esos casos, reconociera el estado en que se hallaba. La comadrona, mientras la exploraba, habló de sangre joven y de la malicia del mundo; explicó, una vez terminada su tarea, que ya había estado ante casos similares; las viudas jóvenes que se encontraban en su situación decían todas ellas haber vivido en islas desiertas; tranquilizó a la señora marquesa y le aseguró que ya aparecería el alegre corsario llegado con la noche. Ante estas ironías la marquesa se desmayó. La madre, sin poder dominarse, la reanimó con ayuda de la comadrona; pero la cólera le salió a flote cuando la hija se recuperó del todo.
-¡Julieta! -dijo la madre visiblemente adolorida- ¿Me vas a decir la verdad? ¿Vas a decirme el nombre del padre?
Y aún parecía entristecida por el estado de su hija. Pero cuando vio que marquesa no le contestaba y más bien dijo que se iba a volver loca, se levantó furiosa del diván, gritándole:
-¡Lárgate, lárgate! ¡Eres indigna! ¡Maldita sea la hora en que te parí! -y abandonó la habitación.
La marquesa, que estaba al borde de un nuevo desmayo, atrajo a la comadrona hacia ella y, en el momento de apoyar la cabeza sobre su pecho, tembló todo su cuerpo de manera terrible. Con la voz quebrada, le preguntó, de que extraños medios se valía la naturaleza en casos como este y si era posible quedar embarazada sin saberlo. La comadrona, sonriendo, le dijo que ese no era el caso de la señora marquesa. No, no, le respondió la marquesa, ella sabía que estaba embarazada conscientemente y sólo quería saber si era posible que se diera tal fenómeno en la Naturaleza. La comadrona le explicó que, salvo a la Santísima Virgen, no le había ocurrido algo semejante a otra mujer sobre la Tierra. La marquesa temblaba cada vez más. Creyendo que iba a dar a luz en ese mismo momento, le rogó a la partera, aferrándose con más fuerza a ella, que no la abandonara. La comadrona la tranquilizó, le aseguró que el parto aún estaba bastante lejos, le indicó los medios con los que en tales casos se podía evitar la maledicencia del mundo, y la consoló asegurándole que todo saldría bien. Pero como a la infeliz marquesa cada frase de los consuelos era como un puñal que le atravesaba el pecho, recuperó el control sobre sí misma, dijo que se encontraba mejor y le dijo a la comadrona que ya podía irse.
No bien se había ido la mujer de la habitación, cuando un ayuda de cámara le trajo una nota de su madre en la que le decía lo siguiente: Que el señor de G... deseaba que debido a las actuales circunstancias, abandonara su casa. Le adjuntaba los documentos relativos a su fortuna y esperaba que Dios le ahorrara el pesar de volver a verla. La carta estaba manchada con lágrimas y en una esquina se había escrito, con tinta que se había corrido: «Dictado».
A la marquesa le saltaba el dolor por los ojos. Se dirigió, llorando con vehemencia por el error de sus padres y por la injusticia con que actuaban tan excelentes personas, a las habitaciones de su madre. Le dijeron que estaba con su padre; trastabillando fue hasta sus habitaciones. Al encontrar la puerta cerrada, se desplomó ante ella y con voz adolorida puso a todos los santos como testigos de su inocencia.
Después de varios minutos de estar allí, tendida en el suelo, frente a la puerta, se asomó por la puerta su hermano, el Director forestal de G..., y le dijo con el rostro indignado que entendiera de una vez por todas que su padre no quería verla. La marquesa dijo: “Mi queridísimo hermano”, y sollozando entró en la habitación. De inmediato exclamó: “¡Mi queridísimo padre!”, extendiendo los brazos hacia él. El señor de G…, al verla, le dio la espalda y se apresuró a entrar en su dormitorio. Y al notar que ella lo seguía, le gritó: “¡Fuera de aquí!”, y trató de dar un portazo, pero al impedirlo ella entre quejas y súplicas, se dirigió con rapidez a la pared del fondo de la habitación, mientras su hija aprovechaba para seguirlo.
Acababa la marquesa de arrojarse a los pies del que le había vuelto la espalda y de abrazarse temblorosa a sus rodillas, cuando, en el momento de arrancar de la pared una pistola, se le disparó accidentalmente y la bala fue, con gran ruido, a clavarse en el techo. “¡Dios de mi vida!”, gritó la marquesa y, pálida como un cadáver, se apresuró a abandonar las habitaciones de su padre para correr a las suyas.
De inmediato ordenó preparar lo antes posible su coche. Mortalmente derrotada, se dejó caer en un sillón, pero recuperándose, se levantó y fue a vestir rápidamente a sus hijas, mandando de paso que le hicieran las maletas para irse. Mientras tenía a su hija más pequeña sentada en sus rodillas y la estaba cubriendo con un chal antes de subir al coche y partir, se presentó su hermano a exigirle en nombre de su padre, que dejara a las niñas, que ellos se ocuparían de sus nietas.
-¿A estas niñas? -le preguntó la marquesa poniéndose en pie-. ¡Dile a tu desalmado padre que puede venir y matarme de un balazo, pero no quitarme a mis hijas!
Y armada con todo el orgullo de la inocencia, cargo a sus hijas y las llevó al coche sin que su hermano se atreviera a detenerla.
Habiéndose dado cuenta de la fuerza de carácter que demostraba su último gesto, se recuperó de golpe, como salvándose por su propia mano del hondo abismo donde la había arrojado el destino. Las impresiones que desgarraban su pecho se calmaron tan pronto como estuvo al aire libre y después de besar una y otra vez a sus hijas, su más amado tesoro, se sintió muy satisfecha consigo misma y pensó en la victoria que había logrado ante su hermano gracias a la energía que le daba tener la conciencia libre de culpa.
Su voluntad, lo suficientemente fuerte para no quebrarse en sus extrañas circunstancias, aceptó, sin oponer resistencia, la inmensa, sagrada e inexplicable organización del mundo. Comprendió la imposibilidad de hacer ver a su familia su completa inocencia, y decidió aceptar a ese hecho para evitar sucumbir. Transcurridos tan sólo unos pocos días desde su llegada a V…, el dolor cedió por completo al heroico propósito de armarse de valor contra las censuras del mundo. Decidió retirarse a lo más profundo de si misma, dedicarse con celo excluyente a la educación de sus dos hijas, y cuidar con todo su amor de madre al don que Dios le había concedido con el hijo que estaba esperando.
Hizo planes para que, en pocas semanas, tan pronto como hubiera tenido a su hijo, se hicieran arreglos en su bonita quinta, que pese a los cuidados normales había decaído un poco debido a la larga ausencia. A veces se sentaba en el cenador y pensaba, mientras tejía gorritas y medias para pies diminutos, cómo distribuiría las habitaciones de sus hijos para lograr la mayor comodidad; también cuál llenaría con libros y en cuál instalaría su caballete. Y de este modo, antes que hubiera pasado el tiempo que el conde F... había calculado para su regreso de Nápoles, ella ya se encontraba completamente resignada al destino de vivir en un eterno retiro conventual.
El portero recibió orden de no permitir a nadie el acceso a la casa. A la marquesa le resultaba en particular insoportable la idea de que el joven ser que había concebido en la mayor inocencia y pureza, y cuyo origen, precisamente por ser tan misterioso, le parecía más divino que el de los demás seres humanos, hubiera de llevar un estigma en la sociedad burguesa. Se le había ocurrido un medio singular para descubrir al padre. Era tan singular que cuando le vino a la cabeza tuvo tal susto que la labor se le cayó de las manos. Se le ocurrió después de noches enteras pasadas en blanco por el nerviosismo y las dificultades para acostumbrarse a su estado. Tenía aún mucha resistencia a establecer cualquier tipo de relación con la persona que de tal modo la había embaucado, concluyendo con mucha razón que, sin alternativa posible, aquél había de pertenecer a la escoria de su estirpe, y dondequiera que lo imaginara en este mundo, sólo podía haber salido del lodo más inmundo y repugnante. Como en ella crecía cada vez más el sentimiento de su propia independencia, y pensando que una joya mantiene su valor sea cual fuere el engaste en que la pongan, una mañana en que sintió en sus entrañas a la joven vida agitándose, sacó fuerzas de flaqueza y envió a los periódicos de M… la singular petición que se leyó al inició de este relato.
El conde F..., demorado en Nápoles por obligaciones ineludibles, había escrito por segunda vez a la marquesa exhortándola a mantenerse fiel a la promesa que le había hecho, aunque se presentarán circunstancias inesperadas ante ella. Apenas logró anular su posterior misión en viaje oficial a Constantinopla y su situación en el ejercito se lo permitió, salió de inmediato de Nápoles y llegó a M… sólo muy pocos días después del cálculo que había hecho sobre el tiempo que duraría su ausencia.
El señor de G… lo recibió avergonzado y se disculpó diciendo que un asunto urgente lo obligaba a ausentarse de su casa y delegó en su hijo la cortesía de atenderlo. El Director Forestal de G… lo acompañó a sus habitaciones y tras el intercambio inicial de amabilidades, le preguntó si ya estaba enterado de lo sucedido en su familia mientras él estaba en Nápoles. El conde, palideciendo fugazmente, le contestó que no sabía nada sobre ello. De inmediato, el Director Forestal de G… lo contó el baldón que su hermana, la marquesa, había hecho caer sobre su familia y le dio los detalles de lo que nuestros lectores acaban de saber.
El conde se dio una palmada en la frente, exclamó preguntó en un murmullo como para sí mismo:
-¿Por qué se me pusieron tantas trabas en el camino? ¡Si se hubiera celebrado la boda como yo quería, nos habríamos ahorrado toda la vergüenza y todo el disgusto!
El Director forestal preguntó, mirándolo con los ojos fuera de las órbitas, si estaba tan loco como para continuar queriendo casarse con esa desvergonzada. El conde contestó que ella valía más que cualquiera que la despreciara; que la afirmación de su inocencia contaba con el más completo respaldo suyo, y que en aquel mismo instante iba a ir a V… a repetirle su petición de mano. Y agarrando su sombrero, se despidió del hermano, que estaba convencido de su locura, y partió a caballo, yendo como un rayo en busca de la marquesa.
Tras descabalgar ante la puerta de la finca y cuando ya se disponía a entrar en la explanada delantera, el portero acudió para informarle que la marquesa no recibía ni hablaba con nadie. El conde preguntó si tal disposición, entendible para extraños, también incluía a un amigo de la casa, a lo cual le respondió el servidor que no esta enterado de ninguna excepción, y segundos después le preguntó si él no sería el conde F… El conde, lanzando una mirada extrañada, contestó que no, y hablando en voz alta hacia su ayudante, le dijo que irían a hospedarse en una fonda y que desde ahí se anunciaría a la marquesa por escrito.
Aparentando que ya se iba al pueblo cercano, apenas quedó fuera de la vista del portero, dobló una esquina y rodeó el muro de un amplio jardín que se extendía por detrás de la casa. Entró en él por una puerta que encontró abierta, recorrió sus senderos y cuando se disponía a subir por un talud posterior, vio a la encantadora y enigmática figura de la marquesa en una glorieta algo apartada, trabajando con gran concentración frente a una pequeña mesita. Se fue acercando de modo que no pudiera verlo antes de llegar a la entrada de la glorieta, a tres pasos de distancia de ella.
-¡El conde F…! -exclamó la marquesa al levantar los ojos, y un rubor de sorpresa le cubrió el rostro.
El conde respondió con una sonrisa y se quedó unos instantes de pie en la entrada, sin moverse; después, con disimulado atrevimiento, necesario para evitar asustarla, se sentó a su lado, y, antes que ella, ante tan sorpresiva situación, pudiera realizar algún gesto de rechazo o huida, la ciño delicadamente con su brazo.
-¿Cómo, señor conde, desde dónde, cómo puede ser…? -preguntó la marquesa bajando tímidamente los ojos al suelo.
-De M... -y la estrechó suavemente contra sí-. Por una puerta trasera que encontré abierta. Creía poder contar con su perdón y me atrevía entrar.
-¿No le han contado en M…? –volvió a preguntar la marquesa, que seguir sin mover un músculo en brazos de él.
-Todo, mi amada señora, me han contado todo y estoy totalmente convencido de su inocencia.
-¡Cómo! -exclamó la marquesa poniéndose en pie y librándose de su abrazo-. ¿Y a pesar de saberlo, viene?
-A pesar del mundo -le contestó volviendo a abrazarla-, a pesar de su familia, y a pesar incluso de esta dulce aparición -Y le dio un ardiente beso en el pecho.
-¡Fuera! -gritó la marquesa.
-Estoy tan convencido, Julieta, como si fuera omnisciente, como si mi alma viviera en tu pecho.
-¡Déjeme! –volvió a gritar la marquesa.
-Vengo -dijo él sin soltarla- a repetirle mi petición de matrimonio y, si quiere escucharme, a recibir de su mano la dicha de los bienaventurados.
-¡Váyase de inmediato! -volvió a gritar la marquesa-. ¡Se lo ordeno!
Y haciendo un esfuerzo se soltó violentamente de su abrazo y huyó.
-¡Amada! ¡Mujer excelsa! -susurró él, levantándose y corriendo tras ella.
-¡Obedezca! -gritó la marquesa, esquivándolo con un rápido movimiento.
-¡Déjeme decirle un secreto, decirle algo en voz baja! –le dijo el conde tratando de detenerla por el brazo mientras ella ya se le escapaba.
-¡No quiero saber nada! –fue la rotunda respuesta de la marquesa, quien dándole un fuerte golpe en el pecho, subió rápidamente por el talud y desapareció.
Cuando el conde llegó a la mitad del terraplén persiguiendo a la marquesa con el fin de que ella lo escuchara de todas maneras, escuchó un portazo y de inmediato el sonido de una tranca al correrse para proteger con mayor contundencia cualquier posibilidad de entrar a la casa. Sin saber muy bien qué hacer ante esas circunstancias, permaneció ahí de pie pensando si debía saltar adentro por una ventana que se encontraba abierta al lado y obtener su objetivo de hablar en secreto con la marquesa. Sin embargo, por duro que resultaba concluir la escaramuza amorosa, era evidente que debía dar por terminada su visita y, furioso contra sí mismo por haber permitido que se le escapara de su abrazo, bajó por el terraplén, salió al jardín y fue en busca de su caballo. Teniendo el presentimiento que su intento de explicarle todo y de convencerla de su amor por ella había fracasado de manera irremediable, cabalgó de regreso a M… al paso, escribiendo mentalmente una carta que se sentía obligado a escribirle.
Por la noche, encontrándose del peor humor del mundo en una mesa de un local público, vio entrar al Director forestal de G…, que de inmediato se acercó a saludarlo y a preguntarle si había tenido un resultado feliz su petición de mano en V… El conde respondió con un escueto “¡No!”, y estaba al borde de despacharlo secamente, pero se impuso sus obligaciones de cortesía con el hermano de la marquesa, y agregó que había decidido dirigirse a ella por escrito y que estaba convencido de que en breve se habría aclarado cualquier malentendido. El Director forestal le respondió que lamentaba comprobar cómo su pasión por la marquesa lo privaba de razonar con acierto, pero que mientras tanto él podía asegurarle que ella ya se encontraba en camino de efectuar una elección peculiar. Al decir esto, pidió con una campanilla los periódicos de los últimos días y abrió uno de ellos en una página determinada que pasó de inmediato al conde para que leyera: era el requerimiento de la marquesa al padre de su hijo.
El conde leyó la carta y el rostro se le fue enrojeciendo al máximo. Estaba invadido por sentimientos encontrados. El Director forestal le preguntó si se daría a conocer la persona a la que buscaba la marquesa. “¡Sin duda!” -repuso el conde, mientras volvía a leer lleno de ansiedad el contenido de la carta. A continuación, tras doblar el periódico y asomarse un instante por la ventana del local, se dijo a sí mismo: “¡Está bien! ¡Ahora sé lo que tengo que hacer!”, y volviéndose hacia el Director forestal se despidió de él, diciéndole que esperaba que pronto se volvieran a ver. Y, al parecer, reconciliado totalmente con su destino, salió del local.
Entretanto se habían producido en casa del señor de G… importantes sucesos. La señora de G…sumamente resentida por la destructiva vehemencia de su esposo y por la debilidad que ella había mostrado ante la tiránica expulsión de su hija de la casa y la manera como había sido tratada. Cuando escuchó el disparo en la habitación de su marido y vio salir a su hija precipitadamente de allí, sufrió un desmayo del que felizmente se recuperó pronto; y cuando el señor de G… salió también de su habitación, ella se estaba recuperando y, al pasar a su lado, sólo le había dicho que “lamentaba que hubiera pasado tal sobresalto en vano” y había dejado la pistola del balazo sobre una mesa.
Más tarde, cuando habló de quitarle las niñas a su hija, ella tímidamente se opuso diciéndole que no tenía derecho a dar tal paso y le rogó con voz débil y llorosa que se evitaran incidentes violentos en la casa. Pero su marido dirigiéndose a su hijo y lanzando espuma de rabia por la boca, lo único que dijo con voz autoritaria fue, “Anda y tráemelas”.
Cuando llegó la segunda carta del conde F..., el señor de G… ordenó que se le enviara a la marquesa a V..., la cual, según se supo luego por el emisario, la había puesto a un lado diciendo solamente “Está bien”. La señora de G…, a quien ésta y otras cosas le resultaban incomprensibles, le intrigaba aún más las razones que tenía su hija para declarar estar dispuesta a contraer segundas nupcias con alguien que debería serle totalmente indiferente. Las veces que había tratado de conversar sobre ese tema con su marido, éste, con voz autoritaria le había pedido siempre que se callara, y en una de esas ocasiones había descolgado de la pared un retrato de su hija, diciendo que quería borrarla de su mente y que prefería pensar que ya no era su hija.
A continuación apareció en los periódicos el extraño pedido de la marquesa, la señora de G…, vivamente afectada por la situación, fue a la habitación de su esposo llevando el periódico que le había enviado, y aunque lo encontró trabajando, lo interrumpió para preguntarle “qué diantre opinaba de todo eso”.
-¡Oh, ella es inocente!- le contestó sin dejar de escribir.
-¡Cómo! -exclamó su esposa poseída por el máximo asombro- ¿Inocente?
-Lo hizo en sueños -dijo el señor de G… sin levantar la vista.
-¡En sueños! -exclamó su esposa-. ¿Y un hecho tan terrible sería...?
-¡La muy necia! –la interrumpió su marido, amontonando sus papeles y saliendo de la habitación.
Al día siguiente, mientras estaban desayunando, encontró la señora de G… una nota en el periódico que decía:
“Si la señora marquesa de O... se encuentra el día 3 a las 11 de la mañana en casa de su padre, el señor de G..., allí se arrojará a sus pies aquel a quien busca.
Pero en verdad, no pudo terminar de leer toda la nota pues con la impresión se le fue la voz y prefirió pasarle el periódico a su marido. El señor de G… leyó tres veces la nota, como si le fuera imposible creer lo que veían sus ojos.
-Ahora dime, por amor de Dios, Lorenzo –le dijo su esposa-, ¿qué piensas de todo esto?
-¡Oh, esa infame! -contestó mientras se levantaba de la mesa-. ¡Oh, esa redomada hipócrita! ¡Tiene diez veces la desvergüenza de una perra y diez veces más la astucia de una zorra! ¡Ninguna mujer puede ganarla en sinvergüencería! ¡Qué carita! ¡Qué ojos! ¡Un angelito no tiene esa expresión de lealtad e inocencia! -y gemía sin poder tranquilizarse.
-Pero si es un truco, ¿qué puede lograr con eso, por todos los santos?
-¿Qué puede conseguir? Esa indignante artimaña suya nos la quiere hacer creer a toda costa –le dijo, furioso, su marido-. Ya deben saberse de memoria el cuento que los dos, él y ella, nos van a querer hacer tragar mañana. Y aquí, en mi propia casa, el día 3 a las 11 de la mañana, ni mas ni menos. Hijita mía, querida, quieren que diga yo, no lo sabía, quién podía pensar en algo así, perdóname, ten mi bendición y quiéreme de nuevo. Jajaja. ¡Pero habrá una bala destinada para quien cruce el umbral de la puerta de mi casa en la mañana del día 3! Más valdría que los criados no dejaran entrar a nadie.
La señora G... después de volver a ojear con rapidez el periódico, dijo que si tenía que elegir entre dos cosas inconcebibles, prefería creer en un inaudita treta del destino antes que en una bajeza de parte de mi hija, excelente en todo lo demás.
-¡Hazme el favor de callarte! –gritó el señor de G… antes que ella terminara de hablar-. Me resulta odioso escuchar algo sobre esto -y abandonó el comedor.
Al día siguiente, en relación con la nota del periódico, recibió una carta de la marquesa en la que le rogaba de modo respetuoso y conmovedor, que, por estarle prohibida la posibilidad de volver a estar en su casa, tuviera la amabilidad de enviar a V... a quien se presentara en ella durante la mañana del día 3.
La esposa del señor de G…, que estaba presente cuando su esposo recibió la carta, al notar en su rostro que se encontraba confundido, pues su suposición de que todo era una artimaña montada por su hija, resultaba falsa porque ahora era evidente que ella no parecía en absoluto aspirar a su perdón, tuvo ánimos para exponer un plan que tenía preparado desde hacía un tiempo a pesar de sus dudas e incomprensiones de la situación.
Mientras su esposo seguía con la vista fija sobre la carta de su hija, ella le dijo que tenía una idea. Que si le permitía ir a V... por uno o dos días, ella sabría poner a la marquesa en una situación en la que, de saber el nombre del que le había respondido como desconocido a través del diario, ella tendría que descubrirse aunque fuera la más redomada hipócrita.
El señor de G… le contestó, mientras rompía la carta con movimientos bruscos de las manos, que ella ya sabía que él no quería tener absolutamente nada que ver con su hija y le prohibió tener cualquier trato con ella. Después metió los pedazos de la carta rota en un sobre, lo lacró, escribió la dirección de la marquesa y se lo entregó al mensajero como respuesta.
Mientras tanto, su esposa, ocultando su resentimiento por el rechazo de su plan y por la tan arbitraria obstinación que anulaba todo medio de aclarar la verdad, tomó la decisión de poner en práctica lo que tenía pensado aunque fuera contra la voluntad de su marido. En consecuencia, al rato habló con uno de los monteros de su esposo, y a la mañana siguiente, temprano, mientras él aún permanecía en cama, salió en coche rumbo a V...
Cuando hubo llegado al portón de la quinta de su hija, el portero le informó que nadie era admitido para presentarse ante la señora marquesa. La señora de G... le contestó que estaba enterada de tal disposición, pero que de todos modos fuera a anunciarle que la esposa del señor de G… quería verla. El portero, en sus trece, le dijo que eso no serviría de nada pues la señora marquesa no hablaba con nadie del mundo, sea quien fuera. Pero la señora de G… poniéndose seria, le dijo que con ella sí hablaría pues era su madre y que fuera de inmediato a cumplir con su obligación. Pero apenas había el portero entrado en la casa para anunciar la visita aunque le pareciera absolutamente inútil, la marquesa salió corriendo hacia el portón y cayó de rodillas ante el carruaje de su madre.
Ayudada por su montero, la señora de G... bajó del coche y levantó emocionada a su hija del suelo La marquesa, embargada por sus sentimientos, hizo una profunda reverencia al besar la mano de su madre y, derramando abundantes lágrimas, con el mayor respeto la condujo hacia el interior de la casa.
-¡Mi queridísima madre! –fue lo primero que le dijo la marquesa una vez que se había sentado en el diván que le ofreció-. ¿A qué feliz azar debo su inestimable aparición? -le preguntó manteniéndose de pie por respeto.
La señora de G..., hablándole a su hija con familiaridad de siempre, le dijo que sólo había venido a pedirle perdón por la dureza con que había sido expulsada de la casa paterna.
-¡Perdón! -la interrumpió la marquesa tratando de besarle las manos.
Pero ella, evitándolo, continuó:
-No ha sido únicamente la respuesta que se publicó en los periódicos lo que nos convenció a tu padre y a mí de tu inocencia, sino que también debo contarte que él mismo, para nuestro asombro y júbilo, se presentó ayer en casa.
-¿Quién se ha…? -le preguntó la marquesa sentándose a su lado-; ¿quién se ha presentado? -y por la expectativa contrajo sus gestos.
-Él -contestó la señora de G...-, el que escribió aquella respuesta, la persona que respondió a tu requerimiento.
-Pues bien -dijo la marquesa muy nerviosa-, ¿quién es? -y repitió-: ¿quién es?
-Eso me gustaría dejar que lo adivinaras tú. Imagínate que ayer, mientras estábamos tomando el desayuno y acabábamos de leer la extraña respuesta, una persona a la que conocemos perfectamente, irrumpe en el comedor con ademanes desesperados y se arrodilla a los pies de tu padre y a continuación de los míos. Nosotros, sin saber qué pensar, le pedimos que hable. Y él nos dice que su conciencia no le deja reposo, que él es el canalla que ha burlado a la marquesa, que necesita saber cómo se juzga su crimen y, si ha de caer sobre él venganza alguna, allí está en persona para someterse a ella.
-Pero, ¿quién, quién, quiénes?, repitió la marquesa.
-Como te he dicho –continuó su madre-, un hombre joven, bien educado, del cual jamás hubiéramos sospechado una iniquidad semejante. Pero no debe asustarte, hija mía, enterarte que es de clase humilde y desprovisto de todas las exigencias que en otro caso se le podrían hacer a quien deseara ser tu esposo.
-Tanto da algo así, excelente madre mía -contestó la marquesa-, pues no puede ser totalmente indigno ya que tuvo el buen tino de haberse arrojado a los pies de ustedes antes que a los míos. Pero ¿quién es?, ¿quién es? Dígame solamente quién es.
-Pues bien –le dijo su madre-, es Leopardo, el montero que trajo tu padre hace muy poco del Tirol, y al que he traído conmigo para, si lo aceptas, presentártelo como tu futuro esposo.
-¡Leopardo, el montero! –casi gritó la marquesa, oprimiéndose la frente con la mano en un gesto de desesperación.
-¿Qué te asusta? -le preguntó su madre-. ¿Tienes algún motivo para dudarlo?
-¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? –le contestó su hija confundida.
-Eso –le respondió- sólo a ti desea decírselo. La vergüenza y el amor, nos dijo, le impiden contárselo a alguien que no seas tú. Pero si quieres, vayamos a la entrada, donde él está esperando con el corazón palpitante tu decisión, y ya verás cómo le arrancas tú el secreto en cuanto yo me retire.
-¡Dios mío, Dios de mi vida! -exclamó la marquesa-; cierta vez me adormecí en el calor de la siesta y al despertar vi cómo él se alejaba de donde me hallaba –y se cubrió con las manos la cara, que le ardía de vergüenza.
Ante esta respuesta, la madre cayó de rodillas ante su hija y le dijo:
-¡Oh, hija mía! ¡Oh, excelente hija! -y la abrazó-. ¡Oh, indigna de mí! -y ocultó el rostro en su regazo.
-¿Qué le sucede, madre? –le preguntó la marquesa sumamente impresionada.
-Pues debo decirte, a ti, la más pura que los ángeles, que todo cuanto te he dicho no es verdad. Mi malvada alma no podía creer en una inocencia como la que mostrabas y necesitó emplear tan vil ardid para convencerme de ella.
-¡Mi queridísima madre! -dijo la marquesa, inclinándose hacia ella con una evidente felicidad y tratando de levantarla.
-No, no me apartaré de tus pies hasta que no me digas que puedes perdonar la bajeza de mi conducta, tú, mi magnífica hija, criatura celestial.
-¡Yo perdonarla a usted, madre mía! Levántese, levántese –contestó la marquesa-, se lo ruego.
-Escucha lo que te digo -le repuso la señora de G…-, quiero saber si aún me puedes querer y respetarme tan sinceramente como siempre.
-¡Madre adorada! -exclamó la marquesa, arrodillándose a su vez ante ella-; el respeto y el cariño nunca se apartaron de mi corazón. ¿Quién podía, en tan inauditas circunstancias, concederme crédito? ¡Qué feliz soy de que esté convencida de mi intachable conducta!
-Pues bien -repuso la señora de G..., levantándose con la ayuda de su hija-: Voy a llevarte en las palmas querida hija mía. Quiero que des a luz en mi casa; y si se diera el caso de que tu hijo fuera un príncipe, no te cuidaría con más ternura ni dignidad de lo que te cuidaré ahora. No me volveré apartar de tu lado en todos los días que me queden de vida. Si es necesario me enfrentaré al mundo entero; ya no quiero más honor que tú desgracia, y para eso sólo basta con que vuelvas a quererme y no me guardes rencor por la dureza con que te rechacé.
La marquesa intentó consolarla con caricias y súplicas, pero terminó la velada y llegó la medianoche antes de que lo lograra.
Al día siguiente, cuando se calmó un poco la emoción de la madre, que durante la noche tuvo una ligera fiebre, regresaron triunfantes madre e hija, con las nietas, a M.... Durante el viaje iban muy contentas, bromeaban sobre Leopardo, el montero, sentado en el pescante, e incluso la madre le dijo a su hija que había notado cómo se ruborizaba cada vez que miraba sus anchas espaldas. La marquesa respondió, con una agitación que era mitad suspiro y mitad sonrisa:
-¡Dios sabe quién aparecerá finalmente en nuestra casa el día el 3 a las 11 de la mañana!
Pero conforme se fueron acercando a M..., comenzaron a ensombrecerse los ánimos, imaginando los acontecimientos decisivos que aún les esperaban.
La señora de G..., sin dejar ver algo de sus planes, apenas entraron en la casa llevó a su hija a sus antiguas habitaciones. Le dijo que se pusiera cómoda, que regresaría en un momento, y se fue. Casi una hora después volvió con el rostro enrojecido.
-Hay que ver, ¡vaya un Santo Tomás que nos ha salido! -dijo con secreta alegría en el alma-. ¡Tan incrédulo como Santo Tomás! He necesitado casi una hora entera de reloj para convencerle. Pero ahora está ahí sentado, llorando.
-¿Quién? -le preguntó la marquesa.
-Él -respondió la madre-. Quién si no va tener más motivo para hacerlo.
-¿No será mi padre? –repuso sorprendida la marquesa.
-Como un niño -replicó la madre-. Si no hubiera tenido yo misma que enjugarme las lágrimas de los ojos, ten la seguridad que me hubiera reído al transponer la puerta de su habitación.
-¿Y todo eso por mi culpa? -preguntó la marquesa poniéndose en pie; -¿y usted quería que yo aquí…?
-¡Ni se te ocurra moverte de donde estás! -ordenó la madre-. ¿Por qué me dictó la carta? Ahora él tendrá que venir donde ti si es que quiere volver a verme mientras viva.
-Queridísima madre…-suplicó la marquesa.
-¡Sin compasión! -volvió a interrumpir la madre-. ¿Para qué entonces se atrevió a empuñar la pistola?
-Madre, se lo imploro…
-No debes… –le contestó su madre, obligándola a sentarse de nuevo en el sillón-. Y si no viene antes de esta noche, mañana nos vamos juntas de aquí.
La hija trató de decirle que una actitud así resultaba dura e injusta.
-Cálmate…-y en ese momento se escucharon los sollozos de alguien que venía acercándose a donde estaban ellas.
-¡Ya viene!
-¿Por dónde? -preguntó la marquesa aguzando el oído-. ¿Hay alguien ahí fuera, frente a la puerta? ¿Esos fuertes sollozos son…?
-Por supuesto –le contestó su madre-. Quiere que le abramos la puerta.
Diciéndome, “¡Déjeme!”, la marquesa se levantó de un salto del sillón.
-No: si me quieres, Julieta –le advirtió su madre-, quédate sentada.
Y en ese preciso instante entró el señor de G… cubriéndose el rostro con un pañuelo. Como respuesta, la esposa se paró con los brazos abiertos protegiendo a su hija, volviéndole además la espalda.
-¡Padre mío, amadísimo! -gritó la marquesa extendiendo los brazos hacia él.
-¡No te muevas de donde estás! -dijo la señora de G..., con voz severa- ¡Obedece lo que te digo!
El padre seguía de pie en medio de la habitación, llorando.
-Que te pida perdón –continuó la madre- ¿Por qué es tan duro? ¿Por qué es tan obstinado? Yo lo amo, pero también a ti; lo respeto, también a ti. Y si debo elegir, tu eres mejor persona que él. Y me quedo contigo.
Ante estas palabras, su esposo se encorvó adolorido y lloró a tales gritos que parecían retumbar las paredes de la habitación.
-¡Pero, Dios mío! -exclamó la marquesa, mientras su madre cedía y con un pañuelo secaba sus propias lágrimas.
-Lo que sucede es que con el llanto le es imposible hablar –dijo la madre retirándose hacia un lado.
La marquesa, con el terreno libre, se alzó de su asiento y corrió a abrazar a su padre, pidiéndole que se tranquilizara. Ella también lloraba a mares. Le preguntó si quería sentarse; trató de llevarlo hasta un sillón, y al ver que no se movía trató de acercárlo para que se sentara. Pero él no respondía, no había manera de moverlo de donde estaba. No se sentó, siguió ahí, simplemente, de pie, con el rostro profundamente inclinado y llorando. La hija, sosteniéndolo entre sus brazos, se volvió a medias hacia su madre y le dijo que había que poner fin a la situación para evitar que se enfermara, y como en ese momento su esposo comenzara a gesticular convulsivamente, gran parte de su dureza se derrumbó. Pero cuando al fin, atendiendo los ruegos de su hija, su padre se sentó y ella, acariciándolo, cayó a sus pies, la madre retomó la palabra para decir que le estaba bien empleado por la manera como se había portado, y que así entraría en razón. Y sin decir una palabras más se fue de la habitación, dejándolos solos,
En cuanto hubo salido se secó con cuidado las lágrimas, se preguntó si la violenta conmoción a la que había sometido a su esposo podría traer alguna consecuencia peligrosa para su salud, y si sería aconsejable mandar llamar a un médico para que lo examinara. Con esta preocupación ordenó que se le cocinara cuanto se pudiera encontrar de reconstituyente y tranquilizante, e hizo que se le preparara la cama para que se acostara de inmediato, apenas apareciera de la mano con su hija. Sin embargo, como no llegaban y ya la mesa estaba lista para cenar, sin hacer ruido fue hasta la habitación de su hija para ver u oír lo que sucedía.
Al acercarse a la puerta para escuchar mejor, escuchó un susurro que le pareció de su hija; y al mirar por el ojo de la cerradura la vio sentada sobre el regazo de su padre, algo que él no le había consentido jamás. Y decidió abrir la puerta con el corazón rebosante de alegría por la reconciliación y se encontró a su hija, en silencio, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos apretados, y totalmente abrazada por el señor de G… que, sentado en el sillón, le daba prolongados, ardientes y ávidos besos en la boca, con los ojos cubiertos de lagrimas, como si fuera un enamorado. Ninguno de los dos hablaba, y el padre con la cara inclinada sobre la de su hija, la besaba en la boca como si fuera su gran amor. Sintiéndose bienaventurada, la madre no se atrevió a interrumpir el placer de la jubilosa reconciliación que había vuelto a su casa.
Finalmente se acercó a su marido e, inclinándose al lado, lo miró interrumpiendo ese instante en el que él, ocupado como estaba con los dedos y los labios sobre la boca de su hija, gozaba de un indecible deleite. El señor de G…, al ver a su mujer, bajo el rostro frunciendo el ceño y estaba a punto de decir algo cuando ella lo interrumpió: “¡Oh, qué caras son ésas!”, y le dio un beso haciendo terminar entre veras y bromas las ternuras con su hija. Después les dijo que ya podrían pasar a cenar, y condujo hasta el comedor a ambos, que iban caminando como una pareja de novios. El marido una vez en la mesa, si bien estaba muy risueño, aun sollozaba de vez en cuando no comía y hablaba poco, bajaba continuamente la vista al plato y jugueteaba con la mano de su hija.
Al final de comida surgió la cuestión del día siguiente: el interrogante de que quién se presentaría identificándose como el padre del hijo que estaba esperando la marquesa. La familia, incluyendo el hermano que también se presentó para agregarse a la reconciliación familiar, se inclinaba a raja tabla, si la persona era mínimamente aceptable, por el matrimonio. Sentían todos ellos que debía hacerse cuanto fuera posible para que la posición de la marquesa no sufriera menoscabo. Pero si esa persona, incluso ayudándolo con ciertas concesiones, quedaba socialmente muy por debajo de la hija, entonces no era conveniente que se realizara el matrimonio, y la hija debía quedarse en la casa y ellos adoptar al niño. La posición de la marquesa era cumplir la palabra dada, casarse y darle un padre al niño, salvo que quien se presentara fuera infame.
Al anochecer, la madre preguntó como deberían comportarse a la hora de recibir a la persona que se presentara. El padre opinó que lo mejor era dejar a la hija sola. Ella, al contrario, pidió que tanto sus padres como su hermano estuvieran presentes, pues no quería tener un secreto de algún tipo con esa persona. E igualmente, dijo, ese también parecía ser el deseo de quien se presentara, puesto que había propuesto la casa de los padres como el lugar de encuentro, hecho, preciso, que debía reconocer con toda franqueza le había agradado mucho. La madre quiso hacer notar los inconvenientes de que el padre y el hermano estuvieran presentes, y le pidió a su hija que aceptara que los hombres se mantuvieran aparte, y, en cambio, concluyó, ella sí estaría presente haciendo compañía a su hija. La marquesa, tras una breve reflexión, aceptó la propuesta de su madre.
Y, al fin, tras una noche pasada entre las más inquietantes expectativas, llegó la mañana del temido día tres. Justo al sonar las campanas señalando las once de la mañana, y estando las dos señoras sentadas en el salón, vestidas con la elegancia necesaria para una fiesta de petición de mano. El corazón les latía de tal modo que se hubieran podido escuchar de haberse silenciado de pronto el ruido cotidiano. Y mientras aún resonaba la última campanada, entro en el salón Leopardo, el montero que había traído el padre del Tirol. Ambas mujeres palidecieron al verlo.
-El conde F... –dijo-. Ha detenido su coche delante de la casa y ha pedido que se le anuncie.
-¡El conde F...! -exclamaron ambas a un tiempo, arrojándose una en brazos de la otra en una actitud similar a un susto.
-¡Cierren las puertas! ¡Para él no estamos! –gritó la marquesa poniéndose de pie para dirigirse a echar el cerrojo, y ya estaba lista a sacar a empujones al montero por interponerse en su camino, cuando entró el conde, vestido con la misma casaca, más las medallas y armas que llevaba cuando dirigió el asalto de la ciudadela defendida por el señor de G…
La marquesa sintió que se la tragaba la tierra de puro nervios, y cuando tomó el pañuelo que estaba sobre el sillón para huir hacia la habitación de al lado, su madre la detuvo agarrándola con fuerza de la mano y con voz seca trató de darle una orden:
-¡Julieta…! -pero se quedó callada, ahogada por sus propios sentimientos. Pero de inmediato, mirando con fijeza al conde y tomando fuerzas, repitió, mientras atraía a su hija hacia sí-: ¡Por favor, Julieta! ¿A quién crees que estábamos esperando…?
-¿Qué? ¡A él no…! -gritó la marquesa. Y volviéndose hacia el conde lo fulminó con una mirada fulgurante como un rayo, mientras una mortal palidez cubría su rostro.
El conde ya se había arrodillado ante ella, tenía la mano derecha sobre el corazón, la cabeza levemente inclinada sobre el pecho, la mirada baja y el rostro rojo. No decía ni una sola palabra.
-¿A quién si no a él? -dijo la madre con la voz ahogada-. Hemos estado completamente ciegos, ¿a quién podíamos esperar si no era a él?
-¡Enloqueceré, madre mía! –murmuró la marquesa sin quitar la vista del conde.
-Insensata –replicó la madre en voz baja, y atrayéndola hacía ella le dijo algo al oído. La marquesa giró sobre sí misma y se derrumbó sobre un sillón tapándose la cara con las manos.
-¡Oh, Dios mío! ¿Qué te sucede, desdichada? ¿Qué es lo que te ha pasado para que no estuvieras preparada para enfrentar este hecho?
El conde, cerca también de la madre de la marquesa, aún de rodillas agarró el borde de su vestido y lo besó.
-¡Querida señora mía, digna de todo mi respeto! -murmuró mientras una lagrima corría por su mejilla.
-¡Levántese, señor conde, levántese! Consuélela a ella, así estaremos en paz y todo quedará perdonado y olvidado –le dijo la esposa del señor de G…
El conde se levantó y volvió a arrodillarse ante la marquesa y, tomando con delicadeza su mano, como si fuera de oro y su aliento pudiera empañarla, iba a decir algo pero la marquesa levantándose gritó:.
-¡Váyase, váyase, váyase! Estaba resignada a la idea de encontrarme con un vicioso, pero jamás se me pasó por la cabeza que me encontraría con un diablo –y abriendo la puerta de la sala, mientras miraba al conde como si fuera un apestado, ordenó a un criado-: ¡Llame a mi padre!
-¡Julieta! –exclamó atónita su madre.
La marquesa pasaba su vista con mortal fiereza del conde a su madre como si no pudiera detenerse en ninguno de ellos. Su pecho parecía a punto de estallar, su rostro estaba de un rojo encendido y su mirada representaba la furia más aterradora que pudiera imaginarse.
Y entonces, el señor de G… y su hijo, el Director forestal, se presentaron en la sala.
-Padre, ¡con este hombre no puedo casarme! –dijo la marquesa con voz dura, cuando ellos aún no habían dado ni dos pasos para acercarse donde ellos. Y, sin que nadie lo esperara, la marquesa metió la mano en un recipiente con agua bendita situado junto a una de las puertas, y con un amplio movimiento de la muñeca roció con ella a su padre, madre y hermano. Y de inmediato salió de la sala.
El padre, afectado por tan extraña escena, le preguntó a su esposa qué había ocurrido, y palideció al ver al conde F…arrodillado en la sala. La madre, agarrando al conde de una mano, le dijo a su esposo:
-No preguntes nada. Este joven lamenta de todo corazón cuanto ha sucedido; dale tu bendición…, dásela, dásela…, y así esta situación terminará felizmente para todos.
El conde estaba deshecho. El señor de G… puso su mano sobre su cabeza, y abriendo y cerrando los ojos, y con los labios blancos como tiza, dijo:
-¡Que la maldición del cielo se aparte de esta cabeza! -y de inmediato preguntó-: ¿Y cuándo piensan casarse?
-Mañana -respondió la madre antes que el conde dijera una palabra, si era capaz de decirla-. Mañana u hoy mismo, como tú quieras. El señor conde, que tanto empeño ha mostrado para reparar su falta, preferirá, sin duda alguna, hacerlo a la hora más cercana posible.
-En tal caso, tendré el placer de verlo, mañana, a las once, en la iglesia de los Agustinos –y haciendo una cortés inclinación de cabeza, llamó a su mujer y a su hijo para dirigirse a las habitaciones de la marquesa, y lo dejó allí, sólo y arrodillado ante a los sillones de la sala
En vano se esforzó la familia por saber el motivo de la extraña conducta de la hija. Presa de una violenta fiebre, no quería saber nada, absolutamente nada del matrimonio, y rogaba que la dejaran sola. Cuando le pidieron que explicara por qué había cambiado repentinamente su decisión y qué era lo que hacía al conde más odioso que otro, miró con los ojos muy abiertos a su padre y no contestó nada.
La esposa del mayor le preguntó si había olvidado que estaba embarazada, la hija negó tal olvido, pero dijo que en ese caso debía pensar más en ella que en el niño, y, poniendo por testigos a todos los ángeles y a todos los santos, aseguró una vez más que no se casaría.
El padre dándose cuenta de que su hija estaba sobrexcitada, sólo le dijo que tenía la obligación de cumplir con su palabra, y se fue a organizar la boda del día siguiente y a preparar el previo acuerdo matrimonial con el conde.
A las pocas horas le envió con un servidor el documento para que lo firmara; en él renunciaba a todos los derechos esponsales, incluyendo la dote, y más bien se comprometía a cumplir cuantas obligaciones se le exigieran. El conde, sin demora, devolvió el acuerdo firmado y empapado de lágrimas.
Al día siguiente el señor de G… le entregó a su hija el documento del acuerdo matrimonial. Ella, con el ánimo más tranquilo y sentada aún en la cama, lo leyó varias veces, al rato, pensativa, lo dobló, pero lo volvió a abrir para leerlo. Después dijo que cumpliría su palabra y estaría a las once de la mañana en la Iglesia de los agustinos. Acto seguido se levantó, se arregló, se vistió, y cuando las campanas anunciaron las once de la mañana, bajo de sus habitaciones y subió al coche con toda su familia para dirigirse a la iglesia.
Al conde se le impidió acercarse a la familia, por lo menos hasta antes de llegar al pórtico. Durante la ceremonia la marquesa mantuvo la mirada fija en el altar y ni una mirada furtiva le concedió al hombre con quien acababa de intercambiar los aros matrimoniales. Al terminar la realización del sacramento religioso, el conde le ofreció el brazo a su esposa, pero apenas salieron de la Iglesia, ella hizo una breve inclinación de cabeza y se fue. El señor de G…, con cierta ironía, le preguntó si tendría el honor de verlo alguna vez en su casa, a lo que el conde respondió balbuceando algo que nadie entendió, y acto seguido hizo una reverencia y se alejó de ellos.
El conde, como se supo, se instaló en una casa de M..., en la cual pasó varios meses sin acercarse a la del señor de G…, que era donde residía la ahora condesa. Como reconocimiento a su fino comportamiento, digno y, desde todo punto de vista, ejemplar, y más aún cuando tenía algún contacto casual con alguien de la familia, tras el alumbramiento de su esposa, fue invitado al bautizo de su hijo en la casa de sus suegros.
La condesa, que se encontraba en cama por hallarse aún algo delicada, sólo lo vio de lejos al asomarse él por la puerta, y lo saludo dignamente. Entre los regalos con que los invitados dieron la bienvenida al recién nacido, el conde dejó dos documentos en su cuna, y como pudo verse cuando él ya se hubo marchado, uno era el obsequió de 20,000 rublos al niño, y el otro su testamento, en el que, en caso de fallecimiento, nombraba a su esposa heredera de toda su fortuna.
A partir de ese día, y por empeño de la señora de G…, el conde fue invitado más seguido a la casa; después la casa estuvo abierta para él y muy pronto no hubo un día en que no se hiciera presente. Como su buen sentido le dijera que dada la fragilidad de los principios morales ya había sido perdonado por su esposa y por su familia, empezó a cortejarla y al cabo de un año obtuvo un segundo sí y se celebró una nueva boda más alegre y feliz que la anterior. Después la familia en plano se trasladó a vivir a V…
Toda una serie de jóvenes rusos los siguió hasta su nueva residencia, y en el momento adecuado, estando los dos felices, el conde le preguntó a su esposa por qué ese día tres, en que él se presentó como el padre de su hijo, ella, resignada como parecía estar a la idea de tener que casarse con cualquier vicioso, había huido de él como si fuera el diablo. La condesa, echándole los brazos al cuello, le contestó que no lo habría visto como un demonio si la primera vez no se le hubiera aparecido como un ángel dispuesto a salvarla.
En M..., ciudad muy principal de la Italia Superior, la marquesa viuda de O..., dama de intachable reputación y madre de varios niños muy bien educados, dio a conocer a través de los periódicos que, sin saber de qué manera y en qué momento, había quedado embarazada; que rogaba al padre del hijo que iba a tener que se diera a conocer, pues, por obligaciones familiares, estaba dispuesta a casarse con él.
La dama que debido a la situación en que se hallaba daba con tanta seguridad un paso tan extraordinario, desafiando las burlas del mundo, era la hija del señor de G..., comandante de la ciudadela militar cercana a M... Hacía unos tres años había perdido a su esposo, el marqués de O..., por quien sentía el más hondo y tierno de los amores, cuando éste emprendió un viaje a París par atender asuntos privados.
Aceptando los deseos de su digna madre, la señora de G..., después de la muerte del marqués había abandonado la quinta cercana a V..., donde hasta entonces vivía, para regresar con sus dos hijas a la casa familiar en la ciudadela. Allí, en el mayor aislamiento, había pasado los años siguientes dedicada al arte, la lectura, la educación de sus hijos y el cuidado de sus padres, hasta que de improviso estalló la guerra de..., y las tropas de todas las potencias enemigas, incluyendo las rusas, ocuparon la región.
El señor de G..., que recibió la orden de defender la plaza, pidió a su esposa y a su hija que se fueran a la finca del marquesado de O… o a la de su hijo, que también se hallaba próxima a V… Pero antes de que la balanza del análisis femenino se hubiera inclinado entre enfrentar los peligros a los que podrían verse expuestas en la ciudadela militar, o desafiar los horribles riesgos que deberían superar al tener que realizar un viaje a campo abierto entre las tropas enemigas, la plaza defendida por el señor de G… fue atacada y rodeada por fuerzas rusas y exigida su rendición.
Ante estos hechos, el señor de G… comunicó a su familia que a partir de ese momento actuaría como si ellas no estuvieran presentes y, en consecuencia respondió a las exigencias rusas con balas y granadas. El enemigo por su parte, bombardeó la ciudadela, incendió los polvorines, conquistó una instalación exterior, y cuando el comandante de la plaza, ante el nuevo requerimiento de rendición, se negó a entregarla, el jefe ruso realizó un ataque nocturno e irrumpió en la ciudadela a la fuerza.
En el preciso instante en que las tropas enemigas, bajo una intensa lluvia de obuses, atacaban, el ala izquierda de la casa del comandante de la plaza, el señor de G… se incendió, obligando a las mujeres a abandonarla. La esposa del mayor, al ver a su hija huir escaleras abajo llevándose a los niños, le pidió a gritos permanecer juntas e ir a refugiarse en las bóvedas del sótano. Justo en ese instante una granada estalló muy cerca de ellas, agravando la confusión que ya reinaba.
La marquesa, con sus dos hijos, fue a dar en la explanada de la ciudadela, donde en el fragor del combate centellaban en el cielo oscuro los disparos, y aturdida y sin saber a dónde dirigirse, regresó al edificio en llamas. Allí, por desgracia, cuando poco le faltaba para escapar por la puerta trasera del edificio, se encontró con un grupo de soldados enemigos, que enmudecieron al verla, pero se echaron las armas al hombro y, con toscos gestos, se la llevaron como botín de guerra.
Al verse jaloneada de aquí para allá por el grupo de soldados, en una grosera disputa para decidir quien se quedaba con ella, la marquesa gritó en vano pidiendo ayuda a sus doncellas, que huían muertas de miedo por el portalón. Los soldados se la llevaron a rastras hasta la parte de atrás de la ciudadela donde, sometida a las más impúdicas vejaciones, ya estaba a punto de caer rendida a tierra, cuando atraído por sus gritos de socorro apareció un oficial ruso y ahuyentó con furiosos mandobles a los perros codiciosos de tal presa. A la marquesa le pareció que era un ángel descendido desde el cielo.
Al último de los bestiales soldados, el que continuaba aferrando el esbelto cuerpo de la mujer, lo golpeó con la empuñadura de la espada en la cara, dando como resultado que retrocediera tambaleante con la sangre brotándole a borbotones por la boca.
En ese momento, con gran cortesía y hablándole por amabilidad en francés, le ofreció el brazo a la marquesa, y la condujo, privada como estaba del habla por la impresión sufrida en tan bestial situación, a la parte de la ciudadela aún no alcanzada por las llamas, donde apenas llegaron la marquesa se desplomó de un desmayo. Cuando algo después aparecieron las doncellas, el oficial ruso dio órdenes para que se llamara a un médico y, colocándose el sombrero, aseguró que la señora no tardaría en recobrar el conocimiento. Acto seguido abandonó la habitación diciendo que regresaba al combate.
En poco tiempo más fue vencida por completo la plaza, y el comandante, que sólo continuaba defendiéndola porque no le daban un respiro para rendirse, ya retrocedía con fuerzas cada vez más disminuidas hacia el zaguán de su casa, salió de ella un oficial ruso con el rostro muy acalorado, y le pidió su rendición. El señor de G… respondió que sólo esperaba que se lo pidieran para hacerlo de inmediato. Entregó su espada y solicitó autorización para entrar en su hogar para saber en qué estado se encontraba su familia. El oficial ruso, quien a juzgar por su actitud parecía ser uno de jefes del ataque, le concedió tal libertad, pero haciéndolo acompañar por una guardia.
Después de esto, el oficial, con alguna precipitación, se puso a la cabeza de un destacamento, decidió el triunfo donde aún pudiera parecer dudoso, y con gran rapidez situó parte de las tropas en los lugares importantes de la ciudadela. Poco después regresó a la plaza de armas, dio orden de apagar el fuego, que comenzaba a extenderse, ayudando él mismo con visible decisión al notar que no se cumplían sus órdenes con la urgencia requerida. Igual trepaba con la manguera por entre las almenas en llamas a fin de dirigir el chorro hacia el punto más necesitado de agua, que entraba en los polvorines para sacar rodando barriles de pólvora o bombas listas para emplearse, causando asombro y escalofríos de terror entre su tropa.
El señor de G…, habiendo llegado entretanto a su casa, tuvo una gran molestia al enterarse de la desagradable experiencia vivida por su hija. Recuperada por completo de su desmayo sin necesidad de la intervención del médico, tal como había dicho el oficial ruso, y con la alegría de ver a todos los suyos sanos y salvos, sólo permanecía en cama para apaciguar la excesiva preocupación de sus familiares, asegurándoles, además, que no tenía otro deseo que poder levantarse para ir a agradecerle a su salvador.
La marquesa ya sabía que el oficial ruso era el conde F..., teniente coronel del cuerpo de cazadores de T... y caballero con una medalla al mérito y varias condecoraciones más. Ella le había pedido a su padre que le suplicara encarecidamente al conde F… no abandonar la ciudadela sin pasar antes por su casa a verla. El comandante de M…, que respetaba el deseo de su hija, se dirigió de inmediato a la plaza y, al ver al oficial ruso yendo de un lado a otro dando continuas órdenes militares y deduciendo que no habría otra oportunidad para hablar con él, sobre las mismas murallas donde se estaban formando sus tropas, le expuso el deseo de su agradecida hija. El conde le respondió que tuviera la seguridad que apenas dispusiera de unos instantes en los que pudiera liberarse de sus obligaciones militares iría a saludarla y a presentarle sus respetos. Pero de inmediato llegaron otros oficiales para darle parte de los diferentes sucesos que seguían aconteciendo, y viéndose en la necesidad de continuar con sus obligaciones se disculpó, pero no sin preguntar antes por el estado de salud de la marquesa.
Al amanecer llegó el comandante en jefe de las tropas rusas e inspeccionó la plaza. Expresó al señor de G…su alta estima, lamentó que la suerte no hubiera apoyado de manera más adecuada su valor, y le concedió, a cambio de su palabra de honor, la libertad de dirigirse a donde deseara. El comandante le expresó su gratitud y dijo encontrarse en deuda desde aquel día con los rusos en general, y en particular con el joven conde F..., teniente coronel del cuerpo de cazadores de T... por haber socorrido a su hija, la marquesa, en el momento en que más lo necesitaba.
El general pidió explicaciones sobre lo sucedido y, al ser informado del criminal atropello del que fuera víctima, se mostró sumamente indignado. Mandó presentarse al conde F... llamándolo por su nombre, sin utilizar el grado militar. Tras dedicarle breves palabras de elogio por su noble y valiente comportamiento, ante las cuales el rostro del conde enrojeció como la grana, ordenó fusilar a los canallas que habían mancillado el nombre del emperador, y pidió identificarlos de inmediato. El conde F..., nervioso, respondió que no estaba en condiciones de dar sus nombres por haberle sido imposible ver sus rostros al débil resplandor de los reverberos en el patio de la ciudadela. El general, habiendo oído decir que en esos momentos la plaza ya estaba en llamas, se asombró mucho ante tal respuesta y le indicó que en las noches resultaba posible identificar por sus voces a personas conocidas y, al notar en su oficial un gesto avergonzado y un leve encogimiento de hombros, le ordenó indagar el asunto con el mayor celo y minuciosidad desde ese mismo instante.
En aquel momento, un soldado, abriéndose paso desde la última fila, informó que uno de los soldados heridos por el conde F…, tras desplomarse en el corredor, había sido conducido a una celda y que aún se encontraba encarcelado. Al escuchar esto, el general ordenó a su guardia que lo trajeran de inmediato, que fuera sometido a un breve interrogatorio y toda la cuadrilla, cinco en total, una vez revelados los nombres por el detenido, fuera fusilada en el acto.
Acto seguido, el general, dejando una pequeña guarnición en la plaza, dio orden de que el grueso de la tropa emprendieran la marcha; los oficiales se dispersaron con toda celeridad hacia sus respectivas compañías; el conde, en medio de la confusión con que todos se dirigían en sentidos opuestos, se abrió paso hasta el señor de G… y le dijo, disculpándose, que obligado por las circunstancias le resultaba imposible ir en persona a despedirse de la señora marquesa. Y, en menos de una hora, el fuerte se vació de militares rusos.
La familia del señor de G… pensó entonces que ya encontrarían una ocasión en la que pudieran agradecer al conde las atenciones recibidas en esas desagradables circunstancias por la marquesa. Pero a los pocos días fueron dolorosamente impresionados la recibir la noticia de que el oficial ruso había encontrado la muerte en un enfrentamiento con tropas enemigas a poco de abandonar la ciudadela. El mensajero que llevó la noticia a M... había visto con sus propios ojos cómo lo llevaban, con el pecho mortalmente atravesado por una bala, a P..., donde, según se sabía con certeza, había muerto en el preciso instante en que los camilleros iban a bajarlo de sus hombros.
De inmediato el señor de G… acudió a las oficinas del correo para solicitar información adicional sobre las circunstancias exactas de tal desgracia, y así supo que en el campo de batalla, en el momento en que fue alcanzado por una bala había exclamado: “¡Julieta! ¡Esta bala te venga!”, y a continuación cerró sus labios para siempre.
La marquesa estaba inconsolable por haber dejado pasar la ocasión de arrojarse a sus pies en agradecimiento a su intervención para rescatarla de los soldados. Continuamente se hacía los más vivos reproches por no haber acudido donde él al enterarse de su imposibilidad de presentarse en la casa, quizás más por modestia que por otra razón. Sufría por Julieta, su infeliz tocaya, a quien dedicó él su último pensamiento, y en vano se esforzó por saber su dirección a fin de escribirle informándole de tan triste y lamentable suceso. Y pasó un buen tiempo sin que ella pudiera olvidarlo.
La familia tuvo que abandonar la casa de la ciudadela al asumir el mando el general en jefe ruso. En un principio se pensó en la conveniencia de mudarse a las fincas del señor de G…, por las que la marquesa sentía un fuerte cariño, pero al no gustarle al padre la vida campestre, la familia alquiló una casa en la ciudad. Al poco tiempo se convirtió en el lugar permanente de residencia. Y entonces todo volvió al antiguo orden de cosas.
La marquesa retomó las lecciones de sus hijas, largamente interrumpidas, y buscó su caballete y sus libros para las horas libres. De pronto, a pesar de ser normalmente la diosa de la salud en persona, se vio aquejada de repetidos malestares que durante semanas enteras le impidieron participar en la vida social de la familia. Sufría nauseas, mareos y vahídos, y no sabía qué pensar de tan extrañas indisposiciones. Una mañana en que la familia estaba tomando el té y el padre abandonó por un instante la habitación, la marquesa, como si saliera de uno de sus habituales andar por las nubes, le dijo a su madre: “Si una mujer me dijera que al levantar su taza de té se sentía exactamente igual que yo ahora, pensaría para mis adentros que estaba embarazada.” La señora de G... le respondió que no la entendía. La marquesa se explicó de nuevo: “Acabó de tener la misma sensación de cuando estaba esperando a mi segunda hija”. La señora de G..., riendo, dijo que en ese caso quizá diera a luz a Fantasio. “Hijo de Morfeo por lo menos -repuso la marquesa, bromeando a su vez-, o tal vez el padre sería alguno de los sueños de su corte”. Al regreso del mayor, se interrumpieron las bromas, y, al sentirse bien la marquesa a los pocos días, la conversación quedó olvidada.
Tiempo después, la familia, acompañada casualmente por el Director forestal de G..., hijo del señor de G…, tuvo el extraño sobresalto de escuchar a uno de los criados entrar en la estancia anunciando al conde F... “¡El conde F...!”, dijeron padre e hija al mismo tiempo, y el asombro dejó a todos sin habla. El anunció fue ratificado diciendo que había visto y escuchado muy bien a quien pidió ser anunciado, y que el conde se encontraba esperando a ser recibido.
El propio señor de G… se levantó de su asiento para abrir la puerta, por la cual entró el conde, hermoso como un joven dios, aunque que estaba con el rostro algo pálido. Una vez pasada la escena de inconcebible asombro y tras desmentir el conde las noticias sobre su muerte, asegurar sonriendo encontrarse de lo más vivo, se dirigió, con el semblante embargado por la emoción, a la marquesa, preguntándole de inmediato por su salud. La marquesa le contestó que muy bien, y más bien le pidió contar las circunstancias que le permitieron volver a la vida. Pero el conde, insistiendo en el tema de su pregunta, le dijo que ella no le estaba diciendo la verdad, pues en su cara se expresaba un extraño decaimiento, y que mucho había él de engañarse o ella, en verdad, se encontraba indispuesta y sufría. La marquesa, agradablemente impresionada por la amabilidad con que le habló el conde, repuso que “en efecto, aquel decaimiento, si así quería llamarlo, podía considerarse la secuela de una leve enfermedad sufrida algunas semanas antes, la cual no temía que fuera a tener consecuencias”. A lo cual él, con una gran sonrisa, contestó “¡yo tampoco!”, y sin más preámbulo le preguntó si quería casarse con él. La marquesa no supo qué contestar. Ruborizada miró a su madre y ésta, de inmediato, dirigió la vista a su hijo y a su marido, mientras el conde iba acercándose a la marquesa y, luego de tomar su mano como para besarla, le preguntó si había entendido la pregunta.
El señor de G… intervino e invitó al conde a sentarse, aproximándole de modo cortés, aunque algo serio, una silla. Su esposa dijo: “De verdad vamos a creer que usted es un fantasma, por lo menos hasta que no nos cuente cómo salió de la tumba donde lo sepultaron en P…”. El conde tomó asiento, y luego de soltar la mano de la marquesa, dijo que debido a las circunstancias estaba obligado a ser muy breve al narrar esos hechos; contó que con el pecho mortalmente atravesado por una bala, había sido conducido a P..., donde estuvo al borde de la muerte durante varios meses, agregando que durante todo aquel tiempo la señora marquesa había sido su único pensamiento, y que no podía describir el gozo y el dolor que se alternaban en esos recuerdos. Al restablecerse se incorporó a su división en el ejército, pero allí sufría constantes angustias y en más de una ocasión había empuñado la pluma para escribirle al señor de G… y a la señora marquesa, a fin de desahogar su corazón. Pero, sin que lo esperara, un día recibió órdenes de viajar a Nápoles a cumplir una misión oficial, llevando unos importantes documentos. Era posible que de allí lo enviaran a Constantinopla, y luego, seguramente, debería viajar a San Petersburgo. Pero le era imposible continuar viviendo sin resolver una ineludible exigencia de su alma, y que al cruzar M... no había podido resistir la tentación de dar algunos pasos encaminados a tal fin. En resumen, que abrigaba el deseo de ser honrado con la mano de la marquesa, y, con el mayor respeto, el mayor fervor y la mayor premura, rogaba que le fuera concedida su petición.
Tras un largo silencio, el señor de G… contestó que si bien esta petición de ser seria, como no dudaba, le resultaba muy halagadora, había que tener en consideración que su hija, a la muerte de su esposo, el marqués de O..., había resuelto no contraer un segundo matrimonio. Pero dado que recientemente había quedado tan agradecida por la gentileza del conde, no resultaba imposible que por tal motivo cambiara esa decisión y estuviera de acuerdo en aceptar su petición. Entretanto, continuó, solicitaba en nombre de su hija, la marquesa, el tiempo necesario para reflexionar con calma sobre el tema planteado.
El conde aseguró que tan generosa respuesta satisfacía sus esperanzas y que de hallarse en otras circunstancias lo hubieran hecho completamente feliz; no obstante, dándose cuenta él mismo de cuán inoportuno era por su parte no resignarse con ella, motivos urgentes, que no deseaba detallar, le hacían extraordinariamente deseable una respuesta mucho concreta sobre su petición matrimonial. Los caballos que habían de llevarlo a Nápoles esperaban enganchados ante su coche y por lo tanto rogaba con el mayor fervor, si es que algo hablaba a su favor en aquella casa -y al decir esto miró a la marquesa-, que no lo dejaran partir sin una respuesta definitiva.
El padre, un tanto turbado por tal insistencia, respondió que si bien era cierto que la gratitud de la marquesa le concedía derecho a abrigar grandes expectativas, sin duda, estas no podían ser en esos momentos tan concluyentes; que en un paso que afectaba tanto a la felicidad de su vida no debía actuar sin la necesaria prudencia; que desde todo punto de vista resultaba imprescindible que su hija, antes de decidirse, tuviera la dicha de conocerlo mejor. Apoyándose en estas razones, tenía el inmenso placer de invitarlo, una vez terminada la misión que lo obligaba a viajar a Nápoles, regresar a M... y ser durante algún tiempo huésped de su casa. Si como resultado de esta experiencia, la marquesa llegaba a la conclusión de que le era posible ser feliz a su lado, entonces, pero no antes, también él tendría la alegría de escuchar que le daba una respuesta positiva a su petición matrimonial.
El conde expresó, subiéndole el rubor al rostro, que durante todo el viaje había anticipado tal destino a sus impacientes deseos, encontrándose como resultado sintiendo la mayor desolación posible de imaginar; que dado el ingrato papel que estaba siendo obligado a representar, un conocimiento más cercano sólo podía resultar favorable para ambos; que creía poder responder de su honor, si esta cualidad, la más ambigua de todas, hubiera de ser tomada en cuenta; que el único acto indigno que había cometido en su vida era desconocido para el mundo y ya estaba él tratando de repararlo; en una palabra, que era hombre de honor y rogaba que aceptaran su afirmación de que tal declaración era indudable.
El señor de G… contestó, sonriendo con una muy ligera ironía, que aceptaba todas y cada una de sus afirmaciones; que nunca había conocido a un joven que en tan poco tiempo hubiera demostrado tantos y tan excelentes rasgos de carácter; que creía que un breve periodo de reflexión eliminaría cualquier duda que pudiera existir; que sin haber conversado sobre el tema con su familia y con la del señor conde, le resultaba imposible modificar la respuesta ya dada. A esto último, el conde explicó que no tenía padres y que era libre; que su tío era el general K..., de cuyo consentimiento respondía. Agregó que poseía una aceptable fortuna y que podría decidirse a hacer de Italia su patria, si es que así lo deseaban. Con la intención de dar por concluida la visita, el señor de G… le hizo una cortés reverencia, le expresó una vez más la decisión tomada, y le rogó que, hasta terminar la misión oficial de su viaje, no volviera a tocar el tema.
El conde, tras una breve pausa durante la cual dio muestras de un gran nerviosismo, dijo, dirigiéndose esta vez a la madre, que había hecho absolutamente todo cuanto estaba a su alcance para eludir la actual misión encomendada; que los pasos que había osado dar ante el general en jefe y el general K..., su tío, para tratar de cambiar la orden recibida, fueron los más atrevidos que era posible dar; que ambos militares habían creído que con esa misión a Nápoles tal vez se lograría sacarlo de la melancolía en que quedó después de resultar herido, y que, al contrario, ahora se veía envuelto en el mayor desamparo. La marquesa y su familia no supieron qué responder a esto.
El conde continúo dando explicaciones, mientras se frotaba la frente con alguna desesperación, concluyendo que si existían algunas esperanzas de lograr la finalidad de sus deseos por vivir cerca de la marquesa, sin pensarlo dos veces interrumpiría su viaje un día, o incluso algo más, para tratar de lograrlo. Al decir esto miró, uno tras otro, al padre, a la madre, al hermano y a la marquesa. El señor de G…, bajando los ojos con disgusto, no le contestó. Su esposa, al contrario, con una sonrisa, le dijo: “Señor conde, vaya usted, vaya usted; viaje a Nápoles; a su regreso concédanos durante algún tiempo la dicha de su presencia; el resto se dará por añadidura.”
El conde permaneció sentado, al parecer pensando en lo que debería de hacer. Después, levantándose y apartando la silla, dijo que había de reconocer que las expectativas con las que había entrado en aquella casa eran precipitadas y como la familia, con toda razón, insistía en la necesidad de conocerlo mejor, iba a devolver sus credenciales y los documentos de su misión a Z..., el cuartel general, para que fueran reexpedidas por otra vía, y, por lo tanto, aceptaba el generoso ofrecimiento de ser huésped de la casa durante algunas semanas. A continuación de lo cual, con la mano apoyada en el respaldo de la silla y muy cerca de la pared, se quedó inmóvil durante un instante mirando al señor de G… Ante este aparente requerimiento, el padre de la marquesa se vio en la obligación de decirle que lamentaría extraordinariamente que la pasión que parecía haber concebido por su hija le acarreara disgustos de la más grave índole, pero que tenía la seguridad de por su misma posición él debía saber lo que tenía que hacer y dejar de hacer; y que si esa era su resolución, que devolviera los documentos y pasara a ocupar las habitaciones que se le arreglarían. Se le vio empalidecer ante aquellas palabras, y su respuesta sólo consistió en besar respetuosamente la mano a la señora de G…, inclinarse ante los demás, y salir de la habitación.
Cuando hubo abandonado la sala, no supo la familia qué pensar de tal aparición y de sus intenciones. La madre dijo que no era posible que devolviera a Z... los documentos con que se dirigía a Nápoles sólo porque al cruzar por M... no había logrado, en una entrevista de cinco minutos, obtener el consentimiento para casarse de una dama completamente desconocida. El Director forestal de G... comentó que ¡un acto de tal frivolidad sería penado por lo menos con arresto militar! ¡Y matrimonio además!, añadió su padre. Pero, prosiguió diciendo el señor de G…, estaba seguro de que no existía tal peligro; que la visita sólo había sido un disparo al aire y que entraría en razón antes de devolver los documentos. La madre, al darse cuenta de la posibilidad de un castigo militar tan severo, expresó la más viva preocupación por la decisión de cancelar la misión que le habían encomendado sus superiores. Por tener tan fuerte voluntad, y dirigirla ahora a un solo objetivo, le parecía a ella que sí era capaz de llevar a cabo tal locura. Preocupada por las consecuencias que podrían tener la acción del conde, pidió a su hijo ir de inmediato a buscarlo e impedir como fuera que llevara a cabo semejante desobediencia militar. El hijo replicó que hacerlo sería contraproducente y sólo lo reafirmaría en la esperanza de conseguir su objetivo mediante esa estratagema. La marquesa era de la misma opinión que su hermano, aunque aseguró que si no se le impedía, con seguridad devolvería los documentos pues preferiría caer en desgracia ante sus superiores que mostrar la menor debilidad. Todos coincidieron en que era muy extraña su conducta y que daba la impresión de estar acostumbrado a conquistar al asalto corazones femeninos, como si fueran fortalezas enemigas.
En ese instante el señor de G… se dio cuenta de que ante la puerta estaba el coche del conde enganchado a los caballos y preparado para partir. Toda la familia se acercó de inmediato a la ventana y el señor de G…, asombrado, le preguntó a un criado que entraba en ese momento, si el conde se encontraba aún en la casa. El criado respondió que estaba abajo, en el cuarto de servicio, acompañado de un edecán, escribiendo cartas y sellando paquetes. Reprimiendo su fastidio, el señor de G… bajó con su hijo a toda prisa y le preguntó al conde, al verlo despachar sus asuntos en mesas nada apropiadas para tal fin, si necesitaba alguna cosa o si prefería ir a sus habitaciones a despachar sus asuntos. El conde, sin levantar la cabeza y sin dejar de escribir con rapidez, le contestó que se lo agradecía infinitamente pero que sus asuntos ya habían terminado. Levantándose de donde estaba escribiendo, preguntó la hora, lacró una carta y, tras entregarle la valija con los documentos a su edecán, le deseo muy feliz viaje.
El señor de G…, sin terminar de creer lo que estaba viendo, le dijo al conde mientras el edecán se preparaba para salir de la casa y emprender el viaje:
-Señor conde, si no tiene usted motivos muy importantes…
-¡Importantísimos! -lo interrumpió, y siguió caminando hacia el coche.
-En tal caso, yo… -dijo el señor de G…- por lo menos los documentos…
-No es eso posible –volvió a cortar tajante el conde, sin apartar la vista de su ayudante que ya estaba subiendo al coche-. Los documentos sin mi carecen de validez en Nápoles. Ya he pensado también en eso. ¡Adelante! –concluyó, ordenando así la partida.
-¿Y las cartas de su señor tío? -le preguntó el edecán asomándose por la portezuela.
-Me encontrarán en M... -respondió el conde.
-¡Vamos! -dijo el edecán, dando la orden para que partiera el coche.
Y el conde, volviéndose de inmediato hacia el señor de G…, le preguntó si tendría la amabilidad de ordenar que se le indicara cuál sería su habitación. Él mismo tendría el honor de acompañarlo hasta ellas, respondió el confundido señor de G… Ordenó a sus hombres y a los del conde que se ocuparan del equipaje, y acompañó a su huésped hasta los aposentos destinados a los invitados. Ahí, con gesto adusto, se despidió de él. El conde se cambio de ropa y fue a presentarse ante el gobernador del lugar. No se supo de él durante el resto del día; regreso un poco antes de la hora de la cena.
Durante el tiempo de la ausencia del conde, toda la familia estuvo sumida en la más viva inquietud. El hermano comentó cuán estudiadas habían sido las respuestas del conde a algunas reflexiones expuestas por su padre, y opinó que su comportamiento parecía responder a un plan totalmente preparado y preguntó fastidiado a santo de qué venía una petición de mano tan a matacaballo. Su padre dijo que él tampoco entendía nada del asunto y pidió a su familia no hablar más de ese tema en su presencia.
La madre miraba por la ventana, con la esperanza de verlo regresar para disculparse por su frívolo comportamiento. Por último, ya de noche, fue a sentarse junto a su hija, la cual trabajaba cerca de la mesa con gran concentración, tratando de evitar cualquier conversación sobre el tema. Pero ella, a media voz, aprovechando que su esposo paseaba arriba y abajo por la estancia, le preguntó si sospechaba cómo iba concluir todo aquel y extraño asunto. La marquesa dirigiendo con timidez una mirada para ver dónde se encontraba su padre, respondió que si se hubiera logrado hacerlo partir para Nápoles el problema se habría resuelto. “¡A Nápoles! -exclamó el señor de G…, que la había escuchado-. ¿Debería mandar llamar a un sacerdote? ¿O tal vez hubiera debido hacerlo prender, encerrar y luego enviarlo a Nápoles bajo custodia?” “No -respondió la marquesa-, pero a veces los razonamientos vivaces y persuasivos dan resultado”, y bajó los ojos, algo disgustada, para volver a concentrarse en su labor.
Y, finalmente, se presentó el conde. Se esperaba que tras los primeros gestos de cortesía, retomara el tema y así poder la familia aunar fuerzas para convencerlo de deshacer el paso que había osado dar. Pero en vano esperaron que volviera al tema durante la cena. Evitando con el máximo tacto cualquier conversación que pudiera llevarlo a repetir su propuesta matrimonial, hablo con el señor de G… de la guerra y la caza. Al mencionarse la escaramuza de P..., en la que había resultado herido, la madre lo enredó en esa historia, preguntándole detalles sobre cómo le había ido en aquel pequeño lugar, y si había encontrado las comodidades debidas para recuperarse.
Aprovechando el tema, el conde trató de hacer ver hasta qué punto llegaba su amor por la marquesa. Contó que durante su hospitalización se imaginó que ella estaba sentada a cabecera de su cama y cómo, en los delirios febriles, llegó a confundirla con la figura de un cisne que vio de muchacho en la finca de su tío, y también cómo había recordado conmovido, la vez que le arrojó estiércol, y el cisne se sumergió en silencio en el lago y salió otra vez majestuosamente puro e inmaculado. Dijo haber visto constantemente a la marquesa nadar sobre olas de fuego, y a pesar de que la llamaba con insistencia diciéndole “Thinka”, que era el nombre del cisne, no había logrado atraerla, pues ella sólo se divertía nadando y sumergiéndose en el agua. Después de unos instantes de silencio, y sin que nadie lo esperara, con el rostro rojo como una amapola, aseguró amar de manera extraordinaria a la marquesa. Acto seguido bajo la vista al plato y no volvió a hablar ni una sola palabra.
Al levantarse de la mesa y, luego de un amable cambio de palabras con la madre, el conde declinó quedarse conversando y se retiró a sus habitaciones. La familia, entonces, volvió a quedarse a solas y sin saber, como antes, que pensar sobre la sorpresiva aparición y petición del ahora su huésped. El señor de G… fue de la opinión de que se debía dejar que las cosas siguieran su curso; que probablemente confiaba en el respaldo de sus parientes al atreverse a dar tal paso. De lo contrario la consecuencia podría ser un inadecuado matrimonio. La señora de G... quiso saber qué pensaba la marquesa del conde y si no le era posible darle alguna respuesta que lograra evitar consecuencias perjudiciales. La marquesa respondió:
-¡Queridísima madre! Eso no es posible. Lamento mucho que mi gratitud sea sometida a tan dura prueba. Sin embargo, mi decisión fue no volver a casarme. No quiero poner mi felicidad en juego por segunda vez, y menos aún de manera tan precipitada e irreflexiva.
El hermano señaló que si era esa su invariable decisión, sería útil hacérselo saber y que le parecía muy conveniente darle cualquier respuesta que fuera concreta y definitiva. La madre opinó que habiendo declarado el joven conde, el cual poseía tantas cualidades fuera de lo común, hallarse dispuesto a establecer su residencia en Italia, pensaba que su petición merecía ser tomada en cuenta y que la decisión de no casarse de su hija se viera cuestionada y, de ser posible, modificada.
El hermano, acercándose a la marquesa y sentándose junto a ella, le preguntó qué opinaba del conde como persona.
-Me gusta y me disgusta -respondió con alguna cortedad, y de inmediato pidió la opinión de los demás.
-Si regresa de Nápoles y las averiguaciones que entretanto pudiéramos haber hecho sobre él no contradijeran la impresión general que te has formado, ¿cómo te decidirías en caso de que repitiera su petición? -le preguntó su madre.
-En tal caso -contestó la marquesa-, yo… ya que sus sentimientos parecen ser tan sinceros y vehementes… -aquí titubeó, y sus ojos brillaron al decir esto-, le diría que por lo mucho que le estoy agradecida aceptaba su petición.
La madre, quien siempre había deseado que su hija contrajera segundas nupcias, hubo de esforzarse para ocultar su alegría sobre esta posibilidad y comenzó a pensar qué era lo que podría hacer para su realización.
El Director forestal de G..., dijo, levantándose nervioso del asiento, que si era verdad que su hermana pensaba, aunque fuera remotamente, en la posibilidad de darle un día su mano, había que dar de inmediato el paso que evitara las probables consecuencias negativas de su precipitada decisión de no viajar a Nápoles. La madre opinó de igual manera y dijo que en último término la actitud del conde no era tan grave, que lo único que era muy poco de creer, es que con tantas y tan excelentes cualidades como mostró la noche en que la ciudadela fue vencida y tomada por los rusos, el resto de su vida no estuviera en consonancia con ellas. La marquesa bajó los ojos, con expresión de la más viva inquietud.
-Lo que sí se podría hacer –continuó la madre tomando la mano de su hija-, sería darle algo semejante a una promesa de que hasta su regreso de Nápoles tú no contraerás ningún otro compromiso.
-Tal promesa, queridísima madre, me es posible hacerla, pero me temo que a él no lo tranquilizará y nosotros nos encontremos en una situación mucho más complicada –contestó la marquesa.
-¡Eso déjalo de mi cuenta! –repuso la madre con manifiesta alegría y se volvió buscando con la vista al padre.
-¡Lorenzo! -le preguntó- ¿tú qué opinas? -y realizó un movimiento como para levantarse de su asiento.
El señor de G…, que había escuchado todo, estaba en pie junto a la ventana mirando a la calle y no respondió nada. El hijo dijo que él, ofreciéndole tan inofensiva promesa, se comprometía a lograr que el conde dejara la casa y continuara su viaje.
-¡Entonces hazlo, hazlo! -exclamó el padre, y dándose media vuelta murmuró- ¡Tengo que rendirme por segunda vez ante este ruso!
La madre, al escuchar esto, se puso en pie de un salto, besó a su marido y a su hija, y preguntó, mientras el señor de G… sonreía al verla con tanto entusiasmo, cómo hacer saber al conde la decisión que se había tomado. Se resolvió, a sugerencia del hijo, enviar a un ayuda de cámara a rogarle de que en caso no se hubiera acostado aún, tuviera la amabilidad de venir un momento a reunirse con la familia. El conde respondió que era un honor volver a reunirse con la familia, lo cual haría de inmediato. Y apenas había regresado el sirviente con la respuesta, cuando ya el conde estaba entrando en el salón, con pasos a los que prestaba alas la alegría; de inmediato se arrodilló a los pies de la marquesa, embargado por la más fuerte emoción.
El señor de G… iba a decir algo, pero el conde, poniéndose en pie, repuso que ya sabía lo suficiente, y acto seguido besó la mano de la marquesa y la de la madre, abrazó al hermano y rogó que tuvieran la bondad de ayudarle a conseguir una diligencia lo más rápido posible. La marquesa, si bien conmovida por las expresiones del conde, reunió fuerzas para decirle:
-Temo, señor conde, que su precipitada esperanza pueda llevar demasiado lejos su...
-¡Nada! ¡Nada! -la interrumpió el conde-. No habrá pasado nada si las averiguaciones que realicen sobre mí contradijeran el sentir que me llamó de vuelta a esta casa.
Al oír esto, el señor de G… lo abrazó con la mayor cordialidad, el hijo le ofreció de inmediato su propio carruaje, un montero voló a la casa de postas a encargar caballos al precio que fuera, y la alegría por esta partida fue mucho más grande que la que se podría tener por una llegada.
Con los ánimos más calmados, el conde explicó que esperaba alcanzar a su edecán en B..., desde donde tomaría un camino a Nápoles, mucho más corto que pasando por M...; en Nápoles haría absolutamente todo lo posible para evitar la continuación del viaje hasta Constantinopla y, estando como estaba resuelto, en caso extremo, a darse de baja por enfermedad, calculó que de no impedírselo obstáculos insalvables, estaría sin falta de nuevo en M... en un plazo de entre cuatro y seis semanas.
El montero anunció que el coche ya estaba enganchado a los caballos y todo dispuesto para iniciar el viaje. El conde tomando su sombrero, se acercó a la marquesa y cogiéndole la mano le dijo:
-Entonces, Julieta, quedo hasta cierto punto tranquilo -y posando su otra mano sobre la de ella, continuó-, si bien era mi más ardiente deseo casarme con usted aún antes de partir.
-¡Casarse! -exclamaron todos los familiares.
-Casarnos -repitió el conde besando la mano de la marquesa y respondiéndole cuando ella le preguntó si se encontraba en sus cabales, que llegaría el día en que ella comprendería todo.
La familia estuvo a un paso de volver a molestarse, pero el conde se despidió enseguida de todos de la manera más afectuosa, y les rogó no volver a dar vueltas a su último deseo.
Transcurrieron varias semanas durante las cuales la familia, con muy variables sentimientos, esperó con impaciencia el desenlace de tan extraño asunto. El señor de G… recibió del general K..., tío del conde, una carta muy cortés; el conde escribió desde Nápoles; las averiguaciones que se realizaron sobre él fueron todas muy a su favor; en resumidas cuentas, el compromiso se daba prácticamente por hecho cuando los malestares de la marquesa reaparecieron con mayor fuerza que nunca. Notaba una incomprensible transformación de su figura. Habló con toda franqueza con su madre y le confesó que no sabía qué pensar de sus malestares. La madre, a la que preocupaban sobremanera tan extraños fastidios de la salud de su hija, aconsejó consultar a un médico. La marquesa, esperando vencer sus malestares con su propia naturaleza, se oponía a una consulta médica. Así pasaron varios días en que sin seguir el consejo de su madre, tuvo dolores muy fuertes hasta que finalmente una serie de sensaciones recurrentes y de extraordinaria índole la sumieron en la más viva preocupación. En tal situación no tuvo otra alternativa que llamar a un médico que contaba con la confianza de su padre, lo invitó a sentarse en el diván, ya que su madre se encontraba ausente en aquel momento, y tras unos breves preliminares le reveló entre bromas y veras lo que pensaba de su salud. El médico le lanzó una mirada sorprendida y guardó silencio durante un momento y, después de realizarle un reconocimiento exhaustivo, le dijo con la mayor seriedad que la señora marquesa estaba en lo cierto. Tras explicar su diagnóstico y al preguntarle la marquesa cómo podía suceder tal cosa, con toda claridad, y con una sonrisa burlona que no pudo reprimir, se lo dijo, agregando que la encontraba completamente sana y que no necesitaba de ningún médico. La respuesta de la marquesa fue tocar la campanilla, y lanzándole una mirada muy seria, le pidió que se marchara. A media voz, como si no fuera digno de que le hablara directamente, murmuró que no tenía ganas de bromear con él sobre tales asuntos. El doctor, ofendido, replicó que jamás había sido tan ajeno a bromas como en aquel momento, y; tomando su bastón y su sombrero, hizo el ademán de retirarse en el acto. La marquesa le dijo que informaría a su padre de semejantes ofensas. El médico respondió que podía repetir su diagnóstico ante un tribunal, y, abriendo la puerta, hizo un gesto de despedida inclinando la cabeza, dispuesto a abandonar la habitación. Pero al agacharse a recoger un guante que se le cayó, la marquesa aprovechó ese instante para preguntarle, “¿Cómo ha sido posible esto, doctor?” El médico, serio, le contestó que no era su obligación explicar el origen de las cosas, y haciendo una nueva inclinación se retiró.
La marquesa quedó como herida por un rayo. Sacando fuerzas de flaqueza quiso correr junto a su padre a quejarse del médico, pero la extraña seriedad con que le fuera manifestado lo que consideró una ofensa, le hizo recapacitar y quedarse paralizada del susto. Desesperada se echó sobre el diván, presa de la mayor conmoción y, desconfiando de sí misma, recordó todos sus actos del último año y se tuvo por loca al sospechar de los recientes acontecimientos en la ciudadela.
Por fin apareció la madre, y al preguntar consternada por qué estaba tan nerviosa, le contó su hija lo que el médico acababa de diagnosticarle. La señora de G... lo tachó de desvergonzado e indigno, y apoyó a su hija en la decisión de acusar por tal ofensa al médico ante su padre. La marquesa le contestó que se lo había diagnosticado con la mayor seriedad y que parecía dispuesto a repetirlo ante a su padre. La señora de G... le preguntó, bastante asustada, si ella creía que fuera cierto encontrarse en tal estado.
-¡Antes creo -respondió la marquesa-, que las mujeres en sus tumbas sean fecundadas y los cadáveres den a luz!
-Pues entonces, querida hija mía –le respondió su madre, estrechándola con fuerza contra ella-, ¿qué es lo que te inquieta? Si tu conciencia te declara pura, ¿cómo puede preocuparte un diagnóstico, aunque fuere el de toda una junta de médicos? Sea el diagnóstico producto del error o de la maldad, debe serte por completo indiferente. Pero creo que lo que más conveniente es decírselo de inmediato a tu padre.
-¡Oh, Dios! -dijo la marquesa con un movimiento convulsivo-, ¿cómo puedo estar tranquila? ¿Acaso no tengo en mi contra ese sentimiento interior que demasiado bien conozco? ¿Acaso no diría yo de otra, si tuviera ella esta sensación mía, que estaba en lo cierto?
-Es espantoso -repuso la madre.
-¡Maldad, error!, continuó la marquesa- ¿Qué razones podría tener ese hombre, que hasta el día de hoy nos pareció digno de aprecio, para agraviarme de un modo tan caprichoso y vil, a mí que nunca lo ofendí? ¿A mí que lo recibí con confianza y con el presentimiento de futura gratitud? ¿A mí, ante quien se presentó, como dieron fe sus primeras palabras, con la voluntad pura y sin doblez para ayudar y no para causar dolores más lacerantes que los que yo ya sufría?
-Y de verme en la obligación de elegir -prosiguió mientras su madre la miraba fijamente-, preferiría creer en un error, pero ¿es acaso posible que un médico, aun cuando sólo fuera de mediana valía, se equivoque en un caso tan común?
Con un cierto rintintín la madre le dijo:
-Pero aún así, por necesidad la respuesta ha de ser un si o un no.
-¡Pues sí, queridísima madre mía! -contestó la marquesa mientras le besaba la mano con expresión de dignidad herida y el rostro enrojecido-. Así tiene que ser, aunque las circunstancias sean tan extraordinarias que me esté permitido dudarlo. Te juro, porque para usted es necesario jurarlo, que mi conciencia se encuentra igual de limpia que la de mis hijas. A pesar de todo, le ruego que haga llamar a una comadrona para que me convenza de lo que me pasa y sea lo que fuere me tranquilice.
-¡Una comadrona! -exclamó humillada la señora de G...-. Una conciencia limpia, ¡y una comadrona! -Y se quedó callada.
-Una comadrona, mi queridísima madre -repitió la marquesa arrodillándose ante ella-, y lo más rápido posible si no quiere que me vuelva loca.
-¡Oh, con mucho gusto! -repuso la madre-; y sólo ruego que el alumbramiento no tenga lugar en mi casa -y diciendo esto se puso en pie y se dispuso a abandonar la habitación.
La marquesa, siguiéndola con los brazos abiertos, cayó de bruces y se abrazó a sus rodillas.
-Si una vida irreprochable -exclamó con la fuerza del dolor-, una vida llevada teniendo la suya por modelo, me da derecho a su aprecio, mientras mi culpa no quede demostrada con claridad meridiana, algún sentimiento maternal hablará por mí en su pecho y, en consecuencia, no me abandonará en estos momentos.
-¿Qué es lo que te angustia? -preguntó la madre-. ¿Es sólo el diagnóstico del médico o únicamente la sensación interior que tienes?
-Ninguna de ellas, madre mía -repuso la marquesa poniéndose la mano sobre el pecho.
-¿Ninguna, Julieta? -prosiguió la madre-. Piensa. Un mal paso, por indeciblemente que me doliera, podría ser perdonado y yo debería finalmente hasta disculparlo; pero si para escapar del reproche materno fueras capaz de inventar un cuento de hadas que invierte el orden del mundo, y de amontonar juramentos blasfemos para cargárselos a este corazón mío que demasiado crédulo es contigo, entonces sería una infamia y jamás podría perdonártelo.
-Ojalá el Reino de la Redención esté un día tan abierto ante mí como se halla mi alma ante usted -exclamó la marquesa-. No le oculto nada, madre mía.
Esta respuesta, cargada de patetismo, emocionó a la madre.
-¡Oh cielos! -exclamó- ¡Mi hija amadísima! ¡Cómo me conmueves!
Y la levantó, la besó, y la estrechó contra su pecho en un gesto de gran cariño.
-¿Qué te asusta, por ventura? Ven conmigo, estás muy enferma.
Quiso hacer que se acostara, pero la marquesa, vertiendo abundantes lágrimas, le aseguró que se sentía muy sana y que lo único que tenía era encontrarse en aquel extraño e incomprensible estado.
-¡Estado! -volvió a exclamar la madre-, ¿qué estado? Si tu memoria sobre el pasado es segura, ¿qué delirante temor se ha apoderado de ti? ¿No puede acaso engañarte esa sensación interior que sólo se agita oscuramente?
-¡No, no! -dijo la marquesa-, ¡no me engaña! Y si llama a la comadrona escuchará que la espantosa verdad, la que ha de aniquilarme, es cierta.
-Ven, querida hija mía -dijo la señora de G..., empezando a temer por su juicio-Ven, sígueme y échate en la cama. ¿Qué decías que te ha dicho el médico? ¡Cómo te arde la cara! ¡Cómo te tiemblan los brazos y las piernas! ¿Qué fue lo que te dijo el médico?
Y hablándole así, se iba llevando a la marquesa a su cuarto, sin creer ya en todo lo que le había contado.
-¡Querida y excelente madre! –le dijo la marquesa sonriendo con los ojos llorosos-. Estoy plenamente consciente. El médico me ha dicho que me encuentro embarazada. Haga llamar a la comadrona, y tan pronto como ella diga que no es cierto, estaré otra vez tranquila.
-¡Bien, bien! -respondió la madre disimulando sus miedos-. Que venga ahora mismo; que aparezca ahora mismo, si quieres que se ría de ti y te diga que eres una fantasiosa nada inteligente.
Y después de decir esto, hizo sonar la campanilla y envió a uno de sus servidores a llamar a la comadrona.
Aún estaba la marquesa en los brazos de su madre, cuando se presentó la comadrona y la madre le explicó las extrañas fantasías que sufría su hija. Le dijo que a pesar de que la señora marquesa juraba haberse conducido virtuosamente, consideraba necesario, engañada por una sensación incomprensible, que una mujer con experiencia en esos casos, reconociera el estado en que se hallaba. La comadrona, mientras la exploraba, habló de sangre joven y de la malicia del mundo; explicó, una vez terminada su tarea, que ya había estado ante casos similares; las viudas jóvenes que se encontraban en su situación decían todas ellas haber vivido en islas desiertas; tranquilizó a la señora marquesa y le aseguró que ya aparecería el alegre corsario llegado con la noche. Ante estas ironías la marquesa se desmayó. La madre, sin poder dominarse, la reanimó con ayuda de la comadrona; pero la cólera le salió a flote cuando la hija se recuperó del todo.
-¡Julieta! -dijo la madre visiblemente adolorida- ¿Me vas a decir la verdad? ¿Vas a decirme el nombre del padre?
Y aún parecía entristecida por el estado de su hija. Pero cuando vio que marquesa no le contestaba y más bien dijo que se iba a volver loca, se levantó furiosa del diván, gritándole:
-¡Lárgate, lárgate! ¡Eres indigna! ¡Maldita sea la hora en que te parí! -y abandonó la habitación.
La marquesa, que estaba al borde de un nuevo desmayo, atrajo a la comadrona hacia ella y, en el momento de apoyar la cabeza sobre su pecho, tembló todo su cuerpo de manera terrible. Con la voz quebrada, le preguntó, de que extraños medios se valía la naturaleza en casos como este y si era posible quedar embarazada sin saberlo. La comadrona, sonriendo, le dijo que ese no era el caso de la señora marquesa. No, no, le respondió la marquesa, ella sabía que estaba embarazada conscientemente y sólo quería saber si era posible que se diera tal fenómeno en la Naturaleza. La comadrona le explicó que, salvo a la Santísima Virgen, no le había ocurrido algo semejante a otra mujer sobre la Tierra. La marquesa temblaba cada vez más. Creyendo que iba a dar a luz en ese mismo momento, le rogó a la partera, aferrándose con más fuerza a ella, que no la abandonara. La comadrona la tranquilizó, le aseguró que el parto aún estaba bastante lejos, le indicó los medios con los que en tales casos se podía evitar la maledicencia del mundo, y la consoló asegurándole que todo saldría bien. Pero como a la infeliz marquesa cada frase de los consuelos era como un puñal que le atravesaba el pecho, recuperó el control sobre sí misma, dijo que se encontraba mejor y le dijo a la comadrona que ya podía irse.
No bien se había ido la mujer de la habitación, cuando un ayuda de cámara le trajo una nota de su madre en la que le decía lo siguiente: Que el señor de G... deseaba que debido a las actuales circunstancias, abandonara su casa. Le adjuntaba los documentos relativos a su fortuna y esperaba que Dios le ahorrara el pesar de volver a verla. La carta estaba manchada con lágrimas y en una esquina se había escrito, con tinta que se había corrido: «Dictado».
A la marquesa le saltaba el dolor por los ojos. Se dirigió, llorando con vehemencia por el error de sus padres y por la injusticia con que actuaban tan excelentes personas, a las habitaciones de su madre. Le dijeron que estaba con su padre; trastabillando fue hasta sus habitaciones. Al encontrar la puerta cerrada, se desplomó ante ella y con voz adolorida puso a todos los santos como testigos de su inocencia.
Después de varios minutos de estar allí, tendida en el suelo, frente a la puerta, se asomó por la puerta su hermano, el Director forestal de G..., y le dijo con el rostro indignado que entendiera de una vez por todas que su padre no quería verla. La marquesa dijo: “Mi queridísimo hermano”, y sollozando entró en la habitación. De inmediato exclamó: “¡Mi queridísimo padre!”, extendiendo los brazos hacia él. El señor de G…, al verla, le dio la espalda y se apresuró a entrar en su dormitorio. Y al notar que ella lo seguía, le gritó: “¡Fuera de aquí!”, y trató de dar un portazo, pero al impedirlo ella entre quejas y súplicas, se dirigió con rapidez a la pared del fondo de la habitación, mientras su hija aprovechaba para seguirlo.
Acababa la marquesa de arrojarse a los pies del que le había vuelto la espalda y de abrazarse temblorosa a sus rodillas, cuando, en el momento de arrancar de la pared una pistola, se le disparó accidentalmente y la bala fue, con gran ruido, a clavarse en el techo. “¡Dios de mi vida!”, gritó la marquesa y, pálida como un cadáver, se apresuró a abandonar las habitaciones de su padre para correr a las suyas.
De inmediato ordenó preparar lo antes posible su coche. Mortalmente derrotada, se dejó caer en un sillón, pero recuperándose, se levantó y fue a vestir rápidamente a sus hijas, mandando de paso que le hicieran las maletas para irse. Mientras tenía a su hija más pequeña sentada en sus rodillas y la estaba cubriendo con un chal antes de subir al coche y partir, se presentó su hermano a exigirle en nombre de su padre, que dejara a las niñas, que ellos se ocuparían de sus nietas.
-¿A estas niñas? -le preguntó la marquesa poniéndose en pie-. ¡Dile a tu desalmado padre que puede venir y matarme de un balazo, pero no quitarme a mis hijas!
Y armada con todo el orgullo de la inocencia, cargo a sus hijas y las llevó al coche sin que su hermano se atreviera a detenerla.
Habiéndose dado cuenta de la fuerza de carácter que demostraba su último gesto, se recuperó de golpe, como salvándose por su propia mano del hondo abismo donde la había arrojado el destino. Las impresiones que desgarraban su pecho se calmaron tan pronto como estuvo al aire libre y después de besar una y otra vez a sus hijas, su más amado tesoro, se sintió muy satisfecha consigo misma y pensó en la victoria que había logrado ante su hermano gracias a la energía que le daba tener la conciencia libre de culpa.
Su voluntad, lo suficientemente fuerte para no quebrarse en sus extrañas circunstancias, aceptó, sin oponer resistencia, la inmensa, sagrada e inexplicable organización del mundo. Comprendió la imposibilidad de hacer ver a su familia su completa inocencia, y decidió aceptar a ese hecho para evitar sucumbir. Transcurridos tan sólo unos pocos días desde su llegada a V…, el dolor cedió por completo al heroico propósito de armarse de valor contra las censuras del mundo. Decidió retirarse a lo más profundo de si misma, dedicarse con celo excluyente a la educación de sus dos hijas, y cuidar con todo su amor de madre al don que Dios le había concedido con el hijo que estaba esperando.
Hizo planes para que, en pocas semanas, tan pronto como hubiera tenido a su hijo, se hicieran arreglos en su bonita quinta, que pese a los cuidados normales había decaído un poco debido a la larga ausencia. A veces se sentaba en el cenador y pensaba, mientras tejía gorritas y medias para pies diminutos, cómo distribuiría las habitaciones de sus hijos para lograr la mayor comodidad; también cuál llenaría con libros y en cuál instalaría su caballete. Y de este modo, antes que hubiera pasado el tiempo que el conde F... había calculado para su regreso de Nápoles, ella ya se encontraba completamente resignada al destino de vivir en un eterno retiro conventual.
El portero recibió orden de no permitir a nadie el acceso a la casa. A la marquesa le resultaba en particular insoportable la idea de que el joven ser que había concebido en la mayor inocencia y pureza, y cuyo origen, precisamente por ser tan misterioso, le parecía más divino que el de los demás seres humanos, hubiera de llevar un estigma en la sociedad burguesa. Se le había ocurrido un medio singular para descubrir al padre. Era tan singular que cuando le vino a la cabeza tuvo tal susto que la labor se le cayó de las manos. Se le ocurrió después de noches enteras pasadas en blanco por el nerviosismo y las dificultades para acostumbrarse a su estado. Tenía aún mucha resistencia a establecer cualquier tipo de relación con la persona que de tal modo la había embaucado, concluyendo con mucha razón que, sin alternativa posible, aquél había de pertenecer a la escoria de su estirpe, y dondequiera que lo imaginara en este mundo, sólo podía haber salido del lodo más inmundo y repugnante. Como en ella crecía cada vez más el sentimiento de su propia independencia, y pensando que una joya mantiene su valor sea cual fuere el engaste en que la pongan, una mañana en que sintió en sus entrañas a la joven vida agitándose, sacó fuerzas de flaqueza y envió a los periódicos de M… la singular petición que se leyó al inició de este relato.
El conde F..., demorado en Nápoles por obligaciones ineludibles, había escrito por segunda vez a la marquesa exhortándola a mantenerse fiel a la promesa que le había hecho, aunque se presentarán circunstancias inesperadas ante ella. Apenas logró anular su posterior misión en viaje oficial a Constantinopla y su situación en el ejercito se lo permitió, salió de inmediato de Nápoles y llegó a M… sólo muy pocos días después del cálculo que había hecho sobre el tiempo que duraría su ausencia.
El señor de G… lo recibió avergonzado y se disculpó diciendo que un asunto urgente lo obligaba a ausentarse de su casa y delegó en su hijo la cortesía de atenderlo. El Director Forestal de G… lo acompañó a sus habitaciones y tras el intercambio inicial de amabilidades, le preguntó si ya estaba enterado de lo sucedido en su familia mientras él estaba en Nápoles. El conde, palideciendo fugazmente, le contestó que no sabía nada sobre ello. De inmediato, el Director Forestal de G… lo contó el baldón que su hermana, la marquesa, había hecho caer sobre su familia y le dio los detalles de lo que nuestros lectores acaban de saber.
El conde se dio una palmada en la frente, exclamó preguntó en un murmullo como para sí mismo:
-¿Por qué se me pusieron tantas trabas en el camino? ¡Si se hubiera celebrado la boda como yo quería, nos habríamos ahorrado toda la vergüenza y todo el disgusto!
El Director forestal preguntó, mirándolo con los ojos fuera de las órbitas, si estaba tan loco como para continuar queriendo casarse con esa desvergonzada. El conde contestó que ella valía más que cualquiera que la despreciara; que la afirmación de su inocencia contaba con el más completo respaldo suyo, y que en aquel mismo instante iba a ir a V… a repetirle su petición de mano. Y agarrando su sombrero, se despidió del hermano, que estaba convencido de su locura, y partió a caballo, yendo como un rayo en busca de la marquesa.
Tras descabalgar ante la puerta de la finca y cuando ya se disponía a entrar en la explanada delantera, el portero acudió para informarle que la marquesa no recibía ni hablaba con nadie. El conde preguntó si tal disposición, entendible para extraños, también incluía a un amigo de la casa, a lo cual le respondió el servidor que no esta enterado de ninguna excepción, y segundos después le preguntó si él no sería el conde F… El conde, lanzando una mirada extrañada, contestó que no, y hablando en voz alta hacia su ayudante, le dijo que irían a hospedarse en una fonda y que desde ahí se anunciaría a la marquesa por escrito.
Aparentando que ya se iba al pueblo cercano, apenas quedó fuera de la vista del portero, dobló una esquina y rodeó el muro de un amplio jardín que se extendía por detrás de la casa. Entró en él por una puerta que encontró abierta, recorrió sus senderos y cuando se disponía a subir por un talud posterior, vio a la encantadora y enigmática figura de la marquesa en una glorieta algo apartada, trabajando con gran concentración frente a una pequeña mesita. Se fue acercando de modo que no pudiera verlo antes de llegar a la entrada de la glorieta, a tres pasos de distancia de ella.
-¡El conde F…! -exclamó la marquesa al levantar los ojos, y un rubor de sorpresa le cubrió el rostro.
El conde respondió con una sonrisa y se quedó unos instantes de pie en la entrada, sin moverse; después, con disimulado atrevimiento, necesario para evitar asustarla, se sentó a su lado, y, antes que ella, ante tan sorpresiva situación, pudiera realizar algún gesto de rechazo o huida, la ciño delicadamente con su brazo.
-¿Cómo, señor conde, desde dónde, cómo puede ser…? -preguntó la marquesa bajando tímidamente los ojos al suelo.
-De M... -y la estrechó suavemente contra sí-. Por una puerta trasera que encontré abierta. Creía poder contar con su perdón y me atrevía entrar.
-¿No le han contado en M…? –volvió a preguntar la marquesa, que seguir sin mover un músculo en brazos de él.
-Todo, mi amada señora, me han contado todo y estoy totalmente convencido de su inocencia.
-¡Cómo! -exclamó la marquesa poniéndose en pie y librándose de su abrazo-. ¿Y a pesar de saberlo, viene?
-A pesar del mundo -le contestó volviendo a abrazarla-, a pesar de su familia, y a pesar incluso de esta dulce aparición -Y le dio un ardiente beso en el pecho.
-¡Fuera! -gritó la marquesa.
-Estoy tan convencido, Julieta, como si fuera omnisciente, como si mi alma viviera en tu pecho.
-¡Déjeme! –volvió a gritar la marquesa.
-Vengo -dijo él sin soltarla- a repetirle mi petición de matrimonio y, si quiere escucharme, a recibir de su mano la dicha de los bienaventurados.
-¡Váyase de inmediato! -volvió a gritar la marquesa-. ¡Se lo ordeno!
Y haciendo un esfuerzo se soltó violentamente de su abrazo y huyó.
-¡Amada! ¡Mujer excelsa! -susurró él, levantándose y corriendo tras ella.
-¡Obedezca! -gritó la marquesa, esquivándolo con un rápido movimiento.
-¡Déjeme decirle un secreto, decirle algo en voz baja! –le dijo el conde tratando de detenerla por el brazo mientras ella ya se le escapaba.
-¡No quiero saber nada! –fue la rotunda respuesta de la marquesa, quien dándole un fuerte golpe en el pecho, subió rápidamente por el talud y desapareció.
Cuando el conde llegó a la mitad del terraplén persiguiendo a la marquesa con el fin de que ella lo escuchara de todas maneras, escuchó un portazo y de inmediato el sonido de una tranca al correrse para proteger con mayor contundencia cualquier posibilidad de entrar a la casa. Sin saber muy bien qué hacer ante esas circunstancias, permaneció ahí de pie pensando si debía saltar adentro por una ventana que se encontraba abierta al lado y obtener su objetivo de hablar en secreto con la marquesa. Sin embargo, por duro que resultaba concluir la escaramuza amorosa, era evidente que debía dar por terminada su visita y, furioso contra sí mismo por haber permitido que se le escapara de su abrazo, bajó por el terraplén, salió al jardín y fue en busca de su caballo. Teniendo el presentimiento que su intento de explicarle todo y de convencerla de su amor por ella había fracasado de manera irremediable, cabalgó de regreso a M… al paso, escribiendo mentalmente una carta que se sentía obligado a escribirle.
Por la noche, encontrándose del peor humor del mundo en una mesa de un local público, vio entrar al Director forestal de G…, que de inmediato se acercó a saludarlo y a preguntarle si había tenido un resultado feliz su petición de mano en V… El conde respondió con un escueto “¡No!”, y estaba al borde de despacharlo secamente, pero se impuso sus obligaciones de cortesía con el hermano de la marquesa, y agregó que había decidido dirigirse a ella por escrito y que estaba convencido de que en breve se habría aclarado cualquier malentendido. El Director forestal le respondió que lamentaba comprobar cómo su pasión por la marquesa lo privaba de razonar con acierto, pero que mientras tanto él podía asegurarle que ella ya se encontraba en camino de efectuar una elección peculiar. Al decir esto, pidió con una campanilla los periódicos de los últimos días y abrió uno de ellos en una página determinada que pasó de inmediato al conde para que leyera: era el requerimiento de la marquesa al padre de su hijo.
El conde leyó la carta y el rostro se le fue enrojeciendo al máximo. Estaba invadido por sentimientos encontrados. El Director forestal le preguntó si se daría a conocer la persona a la que buscaba la marquesa. “¡Sin duda!” -repuso el conde, mientras volvía a leer lleno de ansiedad el contenido de la carta. A continuación, tras doblar el periódico y asomarse un instante por la ventana del local, se dijo a sí mismo: “¡Está bien! ¡Ahora sé lo que tengo que hacer!”, y volviéndose hacia el Director forestal se despidió de él, diciéndole que esperaba que pronto se volvieran a ver. Y, al parecer, reconciliado totalmente con su destino, salió del local.
Entretanto se habían producido en casa del señor de G… importantes sucesos. La señora de G…sumamente resentida por la destructiva vehemencia de su esposo y por la debilidad que ella había mostrado ante la tiránica expulsión de su hija de la casa y la manera como había sido tratada. Cuando escuchó el disparo en la habitación de su marido y vio salir a su hija precipitadamente de allí, sufrió un desmayo del que felizmente se recuperó pronto; y cuando el señor de G… salió también de su habitación, ella se estaba recuperando y, al pasar a su lado, sólo le había dicho que “lamentaba que hubiera pasado tal sobresalto en vano” y había dejado la pistola del balazo sobre una mesa.
Más tarde, cuando habló de quitarle las niñas a su hija, ella tímidamente se opuso diciéndole que no tenía derecho a dar tal paso y le rogó con voz débil y llorosa que se evitaran incidentes violentos en la casa. Pero su marido dirigiéndose a su hijo y lanzando espuma de rabia por la boca, lo único que dijo con voz autoritaria fue, “Anda y tráemelas”.
Cuando llegó la segunda carta del conde F..., el señor de G… ordenó que se le enviara a la marquesa a V..., la cual, según se supo luego por el emisario, la había puesto a un lado diciendo solamente “Está bien”. La señora de G…, a quien ésta y otras cosas le resultaban incomprensibles, le intrigaba aún más las razones que tenía su hija para declarar estar dispuesta a contraer segundas nupcias con alguien que debería serle totalmente indiferente. Las veces que había tratado de conversar sobre ese tema con su marido, éste, con voz autoritaria le había pedido siempre que se callara, y en una de esas ocasiones había descolgado de la pared un retrato de su hija, diciendo que quería borrarla de su mente y que prefería pensar que ya no era su hija.
A continuación apareció en los periódicos el extraño pedido de la marquesa, la señora de G…, vivamente afectada por la situación, fue a la habitación de su esposo llevando el periódico que le había enviado, y aunque lo encontró trabajando, lo interrumpió para preguntarle “qué diantre opinaba de todo eso”.
-¡Oh, ella es inocente!- le contestó sin dejar de escribir.
-¡Cómo! -exclamó su esposa poseída por el máximo asombro- ¿Inocente?
-Lo hizo en sueños -dijo el señor de G… sin levantar la vista.
-¡En sueños! -exclamó su esposa-. ¿Y un hecho tan terrible sería...?
-¡La muy necia! –la interrumpió su marido, amontonando sus papeles y saliendo de la habitación.
Al día siguiente, mientras estaban desayunando, encontró la señora de G… una nota en el periódico que decía:
“Si la señora marquesa de O... se encuentra el día 3 a las 11 de la mañana en casa de su padre, el señor de G..., allí se arrojará a sus pies aquel a quien busca.
Pero en verdad, no pudo terminar de leer toda la nota pues con la impresión se le fue la voz y prefirió pasarle el periódico a su marido. El señor de G… leyó tres veces la nota, como si le fuera imposible creer lo que veían sus ojos.
-Ahora dime, por amor de Dios, Lorenzo –le dijo su esposa-, ¿qué piensas de todo esto?
-¡Oh, esa infame! -contestó mientras se levantaba de la mesa-. ¡Oh, esa redomada hipócrita! ¡Tiene diez veces la desvergüenza de una perra y diez veces más la astucia de una zorra! ¡Ninguna mujer puede ganarla en sinvergüencería! ¡Qué carita! ¡Qué ojos! ¡Un angelito no tiene esa expresión de lealtad e inocencia! -y gemía sin poder tranquilizarse.
-Pero si es un truco, ¿qué puede lograr con eso, por todos los santos?
-¿Qué puede conseguir? Esa indignante artimaña suya nos la quiere hacer creer a toda costa –le dijo, furioso, su marido-. Ya deben saberse de memoria el cuento que los dos, él y ella, nos van a querer hacer tragar mañana. Y aquí, en mi propia casa, el día 3 a las 11 de la mañana, ni mas ni menos. Hijita mía, querida, quieren que diga yo, no lo sabía, quién podía pensar en algo así, perdóname, ten mi bendición y quiéreme de nuevo. Jajaja. ¡Pero habrá una bala destinada para quien cruce el umbral de la puerta de mi casa en la mañana del día 3! Más valdría que los criados no dejaran entrar a nadie.
La señora G... después de volver a ojear con rapidez el periódico, dijo que si tenía que elegir entre dos cosas inconcebibles, prefería creer en un inaudita treta del destino antes que en una bajeza de parte de mi hija, excelente en todo lo demás.
-¡Hazme el favor de callarte! –gritó el señor de G… antes que ella terminara de hablar-. Me resulta odioso escuchar algo sobre esto -y abandonó el comedor.
Al día siguiente, en relación con la nota del periódico, recibió una carta de la marquesa en la que le rogaba de modo respetuoso y conmovedor, que, por estarle prohibida la posibilidad de volver a estar en su casa, tuviera la amabilidad de enviar a V... a quien se presentara en ella durante la mañana del día 3.
La esposa del señor de G…, que estaba presente cuando su esposo recibió la carta, al notar en su rostro que se encontraba confundido, pues su suposición de que todo era una artimaña montada por su hija, resultaba falsa porque ahora era evidente que ella no parecía en absoluto aspirar a su perdón, tuvo ánimos para exponer un plan que tenía preparado desde hacía un tiempo a pesar de sus dudas e incomprensiones de la situación.
Mientras su esposo seguía con la vista fija sobre la carta de su hija, ella le dijo que tenía una idea. Que si le permitía ir a V... por uno o dos días, ella sabría poner a la marquesa en una situación en la que, de saber el nombre del que le había respondido como desconocido a través del diario, ella tendría que descubrirse aunque fuera la más redomada hipócrita.
El señor de G… le contestó, mientras rompía la carta con movimientos bruscos de las manos, que ella ya sabía que él no quería tener absolutamente nada que ver con su hija y le prohibió tener cualquier trato con ella. Después metió los pedazos de la carta rota en un sobre, lo lacró, escribió la dirección de la marquesa y se lo entregó al mensajero como respuesta.
Mientras tanto, su esposa, ocultando su resentimiento por el rechazo de su plan y por la tan arbitraria obstinación que anulaba todo medio de aclarar la verdad, tomó la decisión de poner en práctica lo que tenía pensado aunque fuera contra la voluntad de su marido. En consecuencia, al rato habló con uno de los monteros de su esposo, y a la mañana siguiente, temprano, mientras él aún permanecía en cama, salió en coche rumbo a V...
Cuando hubo llegado al portón de la quinta de su hija, el portero le informó que nadie era admitido para presentarse ante la señora marquesa. La señora de G... le contestó que estaba enterada de tal disposición, pero que de todos modos fuera a anunciarle que la esposa del señor de G… quería verla. El portero, en sus trece, le dijo que eso no serviría de nada pues la señora marquesa no hablaba con nadie del mundo, sea quien fuera. Pero la señora de G… poniéndose seria, le dijo que con ella sí hablaría pues era su madre y que fuera de inmediato a cumplir con su obligación. Pero apenas había el portero entrado en la casa para anunciar la visita aunque le pareciera absolutamente inútil, la marquesa salió corriendo hacia el portón y cayó de rodillas ante el carruaje de su madre.
Ayudada por su montero, la señora de G... bajó del coche y levantó emocionada a su hija del suelo La marquesa, embargada por sus sentimientos, hizo una profunda reverencia al besar la mano de su madre y, derramando abundantes lágrimas, con el mayor respeto la condujo hacia el interior de la casa.
-¡Mi queridísima madre! –fue lo primero que le dijo la marquesa una vez que se había sentado en el diván que le ofreció-. ¿A qué feliz azar debo su inestimable aparición? -le preguntó manteniéndose de pie por respeto.
La señora de G..., hablándole a su hija con familiaridad de siempre, le dijo que sólo había venido a pedirle perdón por la dureza con que había sido expulsada de la casa paterna.
-¡Perdón! -la interrumpió la marquesa tratando de besarle las manos.
Pero ella, evitándolo, continuó:
-No ha sido únicamente la respuesta que se publicó en los periódicos lo que nos convenció a tu padre y a mí de tu inocencia, sino que también debo contarte que él mismo, para nuestro asombro y júbilo, se presentó ayer en casa.
-¿Quién se ha…? -le preguntó la marquesa sentándose a su lado-; ¿quién se ha presentado? -y por la expectativa contrajo sus gestos.
-Él -contestó la señora de G...-, el que escribió aquella respuesta, la persona que respondió a tu requerimiento.
-Pues bien -dijo la marquesa muy nerviosa-, ¿quién es? -y repitió-: ¿quién es?
-Eso me gustaría dejar que lo adivinaras tú. Imagínate que ayer, mientras estábamos tomando el desayuno y acabábamos de leer la extraña respuesta, una persona a la que conocemos perfectamente, irrumpe en el comedor con ademanes desesperados y se arrodilla a los pies de tu padre y a continuación de los míos. Nosotros, sin saber qué pensar, le pedimos que hable. Y él nos dice que su conciencia no le deja reposo, que él es el canalla que ha burlado a la marquesa, que necesita saber cómo se juzga su crimen y, si ha de caer sobre él venganza alguna, allí está en persona para someterse a ella.
-Pero, ¿quién, quién, quiénes?, repitió la marquesa.
-Como te he dicho –continuó su madre-, un hombre joven, bien educado, del cual jamás hubiéramos sospechado una iniquidad semejante. Pero no debe asustarte, hija mía, enterarte que es de clase humilde y desprovisto de todas las exigencias que en otro caso se le podrían hacer a quien deseara ser tu esposo.
-Tanto da algo así, excelente madre mía -contestó la marquesa-, pues no puede ser totalmente indigno ya que tuvo el buen tino de haberse arrojado a los pies de ustedes antes que a los míos. Pero ¿quién es?, ¿quién es? Dígame solamente quién es.
-Pues bien –le dijo su madre-, es Leopardo, el montero que trajo tu padre hace muy poco del Tirol, y al que he traído conmigo para, si lo aceptas, presentártelo como tu futuro esposo.
-¡Leopardo, el montero! –casi gritó la marquesa, oprimiéndose la frente con la mano en un gesto de desesperación.
-¿Qué te asusta? -le preguntó su madre-. ¿Tienes algún motivo para dudarlo?
-¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? –le contestó su hija confundida.
-Eso –le respondió- sólo a ti desea decírselo. La vergüenza y el amor, nos dijo, le impiden contárselo a alguien que no seas tú. Pero si quieres, vayamos a la entrada, donde él está esperando con el corazón palpitante tu decisión, y ya verás cómo le arrancas tú el secreto en cuanto yo me retire.
-¡Dios mío, Dios de mi vida! -exclamó la marquesa-; cierta vez me adormecí en el calor de la siesta y al despertar vi cómo él se alejaba de donde me hallaba –y se cubrió con las manos la cara, que le ardía de vergüenza.
Ante esta respuesta, la madre cayó de rodillas ante su hija y le dijo:
-¡Oh, hija mía! ¡Oh, excelente hija! -y la abrazó-. ¡Oh, indigna de mí! -y ocultó el rostro en su regazo.
-¿Qué le sucede, madre? –le preguntó la marquesa sumamente impresionada.
-Pues debo decirte, a ti, la más pura que los ángeles, que todo cuanto te he dicho no es verdad. Mi malvada alma no podía creer en una inocencia como la que mostrabas y necesitó emplear tan vil ardid para convencerme de ella.
-¡Mi queridísima madre! -dijo la marquesa, inclinándose hacia ella con una evidente felicidad y tratando de levantarla.
-No, no me apartaré de tus pies hasta que no me digas que puedes perdonar la bajeza de mi conducta, tú, mi magnífica hija, criatura celestial.
-¡Yo perdonarla a usted, madre mía! Levántese, levántese –contestó la marquesa-, se lo ruego.
-Escucha lo que te digo -le repuso la señora de G…-, quiero saber si aún me puedes querer y respetarme tan sinceramente como siempre.
-¡Madre adorada! -exclamó la marquesa, arrodillándose a su vez ante ella-; el respeto y el cariño nunca se apartaron de mi corazón. ¿Quién podía, en tan inauditas circunstancias, concederme crédito? ¡Qué feliz soy de que esté convencida de mi intachable conducta!
-Pues bien -repuso la señora de G..., levantándose con la ayuda de su hija-: Voy a llevarte en las palmas querida hija mía. Quiero que des a luz en mi casa; y si se diera el caso de que tu hijo fuera un príncipe, no te cuidaría con más ternura ni dignidad de lo que te cuidaré ahora. No me volveré apartar de tu lado en todos los días que me queden de vida. Si es necesario me enfrentaré al mundo entero; ya no quiero más honor que tú desgracia, y para eso sólo basta con que vuelvas a quererme y no me guardes rencor por la dureza con que te rechacé.
La marquesa intentó consolarla con caricias y súplicas, pero terminó la velada y llegó la medianoche antes de que lo lograra.
Al día siguiente, cuando se calmó un poco la emoción de la madre, que durante la noche tuvo una ligera fiebre, regresaron triunfantes madre e hija, con las nietas, a M.... Durante el viaje iban muy contentas, bromeaban sobre Leopardo, el montero, sentado en el pescante, e incluso la madre le dijo a su hija que había notado cómo se ruborizaba cada vez que miraba sus anchas espaldas. La marquesa respondió, con una agitación que era mitad suspiro y mitad sonrisa:
-¡Dios sabe quién aparecerá finalmente en nuestra casa el día el 3 a las 11 de la mañana!
Pero conforme se fueron acercando a M..., comenzaron a ensombrecerse los ánimos, imaginando los acontecimientos decisivos que aún les esperaban.
La señora de G..., sin dejar ver algo de sus planes, apenas entraron en la casa llevó a su hija a sus antiguas habitaciones. Le dijo que se pusiera cómoda, que regresaría en un momento, y se fue. Casi una hora después volvió con el rostro enrojecido.
-Hay que ver, ¡vaya un Santo Tomás que nos ha salido! -dijo con secreta alegría en el alma-. ¡Tan incrédulo como Santo Tomás! He necesitado casi una hora entera de reloj para convencerle. Pero ahora está ahí sentado, llorando.
-¿Quién? -le preguntó la marquesa.
-Él -respondió la madre-. Quién si no va tener más motivo para hacerlo.
-¿No será mi padre? –repuso sorprendida la marquesa.
-Como un niño -replicó la madre-. Si no hubiera tenido yo misma que enjugarme las lágrimas de los ojos, ten la seguridad que me hubiera reído al transponer la puerta de su habitación.
-¿Y todo eso por mi culpa? -preguntó la marquesa poniéndose en pie; -¿y usted quería que yo aquí…?
-¡Ni se te ocurra moverte de donde estás! -ordenó la madre-. ¿Por qué me dictó la carta? Ahora él tendrá que venir donde ti si es que quiere volver a verme mientras viva.
-Queridísima madre…-suplicó la marquesa.
-¡Sin compasión! -volvió a interrumpir la madre-. ¿Para qué entonces se atrevió a empuñar la pistola?
-Madre, se lo imploro…
-No debes… –le contestó su madre, obligándola a sentarse de nuevo en el sillón-. Y si no viene antes de esta noche, mañana nos vamos juntas de aquí.
La hija trató de decirle que una actitud así resultaba dura e injusta.
-Cálmate…-y en ese momento se escucharon los sollozos de alguien que venía acercándose a donde estaban ellas.
-¡Ya viene!
-¿Por dónde? -preguntó la marquesa aguzando el oído-. ¿Hay alguien ahí fuera, frente a la puerta? ¿Esos fuertes sollozos son…?
-Por supuesto –le contestó su madre-. Quiere que le abramos la puerta.
Diciéndome, “¡Déjeme!”, la marquesa se levantó de un salto del sillón.
-No: si me quieres, Julieta –le advirtió su madre-, quédate sentada.
Y en ese preciso instante entró el señor de G… cubriéndose el rostro con un pañuelo. Como respuesta, la esposa se paró con los brazos abiertos protegiendo a su hija, volviéndole además la espalda.
-¡Padre mío, amadísimo! -gritó la marquesa extendiendo los brazos hacia él.
-¡No te muevas de donde estás! -dijo la señora de G..., con voz severa- ¡Obedece lo que te digo!
El padre seguía de pie en medio de la habitación, llorando.
-Que te pida perdón –continuó la madre- ¿Por qué es tan duro? ¿Por qué es tan obstinado? Yo lo amo, pero también a ti; lo respeto, también a ti. Y si debo elegir, tu eres mejor persona que él. Y me quedo contigo.
Ante estas palabras, su esposo se encorvó adolorido y lloró a tales gritos que parecían retumbar las paredes de la habitación.
-¡Pero, Dios mío! -exclamó la marquesa, mientras su madre cedía y con un pañuelo secaba sus propias lágrimas.
-Lo que sucede es que con el llanto le es imposible hablar –dijo la madre retirándose hacia un lado.
La marquesa, con el terreno libre, se alzó de su asiento y corrió a abrazar a su padre, pidiéndole que se tranquilizara. Ella también lloraba a mares. Le preguntó si quería sentarse; trató de llevarlo hasta un sillón, y al ver que no se movía trató de acercárlo para que se sentara. Pero él no respondía, no había manera de moverlo de donde estaba. No se sentó, siguió ahí, simplemente, de pie, con el rostro profundamente inclinado y llorando. La hija, sosteniéndolo entre sus brazos, se volvió a medias hacia su madre y le dijo que había que poner fin a la situación para evitar que se enfermara, y como en ese momento su esposo comenzara a gesticular convulsivamente, gran parte de su dureza se derrumbó. Pero cuando al fin, atendiendo los ruegos de su hija, su padre se sentó y ella, acariciándolo, cayó a sus pies, la madre retomó la palabra para decir que le estaba bien empleado por la manera como se había portado, y que así entraría en razón. Y sin decir una palabras más se fue de la habitación, dejándolos solos,
En cuanto hubo salido se secó con cuidado las lágrimas, se preguntó si la violenta conmoción a la que había sometido a su esposo podría traer alguna consecuencia peligrosa para su salud, y si sería aconsejable mandar llamar a un médico para que lo examinara. Con esta preocupación ordenó que se le cocinara cuanto se pudiera encontrar de reconstituyente y tranquilizante, e hizo que se le preparara la cama para que se acostara de inmediato, apenas apareciera de la mano con su hija. Sin embargo, como no llegaban y ya la mesa estaba lista para cenar, sin hacer ruido fue hasta la habitación de su hija para ver u oír lo que sucedía.
Al acercarse a la puerta para escuchar mejor, escuchó un susurro que le pareció de su hija; y al mirar por el ojo de la cerradura la vio sentada sobre el regazo de su padre, algo que él no le había consentido jamás. Y decidió abrir la puerta con el corazón rebosante de alegría por la reconciliación y se encontró a su hija, en silencio, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos apretados, y totalmente abrazada por el señor de G… que, sentado en el sillón, le daba prolongados, ardientes y ávidos besos en la boca, con los ojos cubiertos de lagrimas, como si fuera un enamorado. Ninguno de los dos hablaba, y el padre con la cara inclinada sobre la de su hija, la besaba en la boca como si fuera su gran amor. Sintiéndose bienaventurada, la madre no se atrevió a interrumpir el placer de la jubilosa reconciliación que había vuelto a su casa.
Finalmente se acercó a su marido e, inclinándose al lado, lo miró interrumpiendo ese instante en el que él, ocupado como estaba con los dedos y los labios sobre la boca de su hija, gozaba de un indecible deleite. El señor de G…, al ver a su mujer, bajo el rostro frunciendo el ceño y estaba a punto de decir algo cuando ella lo interrumpió: “¡Oh, qué caras son ésas!”, y le dio un beso haciendo terminar entre veras y bromas las ternuras con su hija. Después les dijo que ya podrían pasar a cenar, y condujo hasta el comedor a ambos, que iban caminando como una pareja de novios. El marido una vez en la mesa, si bien estaba muy risueño, aun sollozaba de vez en cuando no comía y hablaba poco, bajaba continuamente la vista al plato y jugueteaba con la mano de su hija.
Al final de comida surgió la cuestión del día siguiente: el interrogante de que quién se presentaría identificándose como el padre del hijo que estaba esperando la marquesa. La familia, incluyendo el hermano que también se presentó para agregarse a la reconciliación familiar, se inclinaba a raja tabla, si la persona era mínimamente aceptable, por el matrimonio. Sentían todos ellos que debía hacerse cuanto fuera posible para que la posición de la marquesa no sufriera menoscabo. Pero si esa persona, incluso ayudándolo con ciertas concesiones, quedaba socialmente muy por debajo de la hija, entonces no era conveniente que se realizara el matrimonio, y la hija debía quedarse en la casa y ellos adoptar al niño. La posición de la marquesa era cumplir la palabra dada, casarse y darle un padre al niño, salvo que quien se presentara fuera infame.
Al anochecer, la madre preguntó como deberían comportarse a la hora de recibir a la persona que se presentara. El padre opinó que lo mejor era dejar a la hija sola. Ella, al contrario, pidió que tanto sus padres como su hermano estuvieran presentes, pues no quería tener un secreto de algún tipo con esa persona. E igualmente, dijo, ese también parecía ser el deseo de quien se presentara, puesto que había propuesto la casa de los padres como el lugar de encuentro, hecho, preciso, que debía reconocer con toda franqueza le había agradado mucho. La madre quiso hacer notar los inconvenientes de que el padre y el hermano estuvieran presentes, y le pidió a su hija que aceptara que los hombres se mantuvieran aparte, y, en cambio, concluyó, ella sí estaría presente haciendo compañía a su hija. La marquesa, tras una breve reflexión, aceptó la propuesta de su madre.
Y, al fin, tras una noche pasada entre las más inquietantes expectativas, llegó la mañana del temido día tres. Justo al sonar las campanas señalando las once de la mañana, y estando las dos señoras sentadas en el salón, vestidas con la elegancia necesaria para una fiesta de petición de mano. El corazón les latía de tal modo que se hubieran podido escuchar de haberse silenciado de pronto el ruido cotidiano. Y mientras aún resonaba la última campanada, entro en el salón Leopardo, el montero que había traído el padre del Tirol. Ambas mujeres palidecieron al verlo.
-El conde F... –dijo-. Ha detenido su coche delante de la casa y ha pedido que se le anuncie.
-¡El conde F...! -exclamaron ambas a un tiempo, arrojándose una en brazos de la otra en una actitud similar a un susto.
-¡Cierren las puertas! ¡Para él no estamos! –gritó la marquesa poniéndose de pie para dirigirse a echar el cerrojo, y ya estaba lista a sacar a empujones al montero por interponerse en su camino, cuando entró el conde, vestido con la misma casaca, más las medallas y armas que llevaba cuando dirigió el asalto de la ciudadela defendida por el señor de G…
La marquesa sintió que se la tragaba la tierra de puro nervios, y cuando tomó el pañuelo que estaba sobre el sillón para huir hacia la habitación de al lado, su madre la detuvo agarrándola con fuerza de la mano y con voz seca trató de darle una orden:
-¡Julieta…! -pero se quedó callada, ahogada por sus propios sentimientos. Pero de inmediato, mirando con fijeza al conde y tomando fuerzas, repitió, mientras atraía a su hija hacia sí-: ¡Por favor, Julieta! ¿A quién crees que estábamos esperando…?
-¿Qué? ¡A él no…! -gritó la marquesa. Y volviéndose hacia el conde lo fulminó con una mirada fulgurante como un rayo, mientras una mortal palidez cubría su rostro.
El conde ya se había arrodillado ante ella, tenía la mano derecha sobre el corazón, la cabeza levemente inclinada sobre el pecho, la mirada baja y el rostro rojo. No decía ni una sola palabra.
-¿A quién si no a él? -dijo la madre con la voz ahogada-. Hemos estado completamente ciegos, ¿a quién podíamos esperar si no era a él?
-¡Enloqueceré, madre mía! –murmuró la marquesa sin quitar la vista del conde.
-Insensata –replicó la madre en voz baja, y atrayéndola hacía ella le dijo algo al oído. La marquesa giró sobre sí misma y se derrumbó sobre un sillón tapándose la cara con las manos.
-¡Oh, Dios mío! ¿Qué te sucede, desdichada? ¿Qué es lo que te ha pasado para que no estuvieras preparada para enfrentar este hecho?
El conde, cerca también de la madre de la marquesa, aún de rodillas agarró el borde de su vestido y lo besó.
-¡Querida señora mía, digna de todo mi respeto! -murmuró mientras una lagrima corría por su mejilla.
-¡Levántese, señor conde, levántese! Consuélela a ella, así estaremos en paz y todo quedará perdonado y olvidado –le dijo la esposa del señor de G…
El conde se levantó y volvió a arrodillarse ante la marquesa y, tomando con delicadeza su mano, como si fuera de oro y su aliento pudiera empañarla, iba a decir algo pero la marquesa levantándose gritó:.
-¡Váyase, váyase, váyase! Estaba resignada a la idea de encontrarme con un vicioso, pero jamás se me pasó por la cabeza que me encontraría con un diablo –y abriendo la puerta de la sala, mientras miraba al conde como si fuera un apestado, ordenó a un criado-: ¡Llame a mi padre!
-¡Julieta! –exclamó atónita su madre.
La marquesa pasaba su vista con mortal fiereza del conde a su madre como si no pudiera detenerse en ninguno de ellos. Su pecho parecía a punto de estallar, su rostro estaba de un rojo encendido y su mirada representaba la furia más aterradora que pudiera imaginarse.
Y entonces, el señor de G… y su hijo, el Director forestal, se presentaron en la sala.
-Padre, ¡con este hombre no puedo casarme! –dijo la marquesa con voz dura, cuando ellos aún no habían dado ni dos pasos para acercarse donde ellos. Y, sin que nadie lo esperara, la marquesa metió la mano en un recipiente con agua bendita situado junto a una de las puertas, y con un amplio movimiento de la muñeca roció con ella a su padre, madre y hermano. Y de inmediato salió de la sala.
El padre, afectado por tan extraña escena, le preguntó a su esposa qué había ocurrido, y palideció al ver al conde F…arrodillado en la sala. La madre, agarrando al conde de una mano, le dijo a su esposo:
-No preguntes nada. Este joven lamenta de todo corazón cuanto ha sucedido; dale tu bendición…, dásela, dásela…, y así esta situación terminará felizmente para todos.
El conde estaba deshecho. El señor de G… puso su mano sobre su cabeza, y abriendo y cerrando los ojos, y con los labios blancos como tiza, dijo:
-¡Que la maldición del cielo se aparte de esta cabeza! -y de inmediato preguntó-: ¿Y cuándo piensan casarse?
-Mañana -respondió la madre antes que el conde dijera una palabra, si era capaz de decirla-. Mañana u hoy mismo, como tú quieras. El señor conde, que tanto empeño ha mostrado para reparar su falta, preferirá, sin duda alguna, hacerlo a la hora más cercana posible.
-En tal caso, tendré el placer de verlo, mañana, a las once, en la iglesia de los Agustinos –y haciendo una cortés inclinación de cabeza, llamó a su mujer y a su hijo para dirigirse a las habitaciones de la marquesa, y lo dejó allí, sólo y arrodillado ante a los sillones de la sala
En vano se esforzó la familia por saber el motivo de la extraña conducta de la hija. Presa de una violenta fiebre, no quería saber nada, absolutamente nada del matrimonio, y rogaba que la dejaran sola. Cuando le pidieron que explicara por qué había cambiado repentinamente su decisión y qué era lo que hacía al conde más odioso que otro, miró con los ojos muy abiertos a su padre y no contestó nada.
La esposa del mayor le preguntó si había olvidado que estaba embarazada, la hija negó tal olvido, pero dijo que en ese caso debía pensar más en ella que en el niño, y, poniendo por testigos a todos los ángeles y a todos los santos, aseguró una vez más que no se casaría.
El padre dándose cuenta de que su hija estaba sobrexcitada, sólo le dijo que tenía la obligación de cumplir con su palabra, y se fue a organizar la boda del día siguiente y a preparar el previo acuerdo matrimonial con el conde.
A las pocas horas le envió con un servidor el documento para que lo firmara; en él renunciaba a todos los derechos esponsales, incluyendo la dote, y más bien se comprometía a cumplir cuantas obligaciones se le exigieran. El conde, sin demora, devolvió el acuerdo firmado y empapado de lágrimas.
Al día siguiente el señor de G… le entregó a su hija el documento del acuerdo matrimonial. Ella, con el ánimo más tranquilo y sentada aún en la cama, lo leyó varias veces, al rato, pensativa, lo dobló, pero lo volvió a abrir para leerlo. Después dijo que cumpliría su palabra y estaría a las once de la mañana en la Iglesia de los agustinos. Acto seguido se levantó, se arregló, se vistió, y cuando las campanas anunciaron las once de la mañana, bajo de sus habitaciones y subió al coche con toda su familia para dirigirse a la iglesia.
Al conde se le impidió acercarse a la familia, por lo menos hasta antes de llegar al pórtico. Durante la ceremonia la marquesa mantuvo la mirada fija en el altar y ni una mirada furtiva le concedió al hombre con quien acababa de intercambiar los aros matrimoniales. Al terminar la realización del sacramento religioso, el conde le ofreció el brazo a su esposa, pero apenas salieron de la Iglesia, ella hizo una breve inclinación de cabeza y se fue. El señor de G…, con cierta ironía, le preguntó si tendría el honor de verlo alguna vez en su casa, a lo que el conde respondió balbuceando algo que nadie entendió, y acto seguido hizo una reverencia y se alejó de ellos.
El conde, como se supo, se instaló en una casa de M..., en la cual pasó varios meses sin acercarse a la del señor de G…, que era donde residía la ahora condesa. Como reconocimiento a su fino comportamiento, digno y, desde todo punto de vista, ejemplar, y más aún cuando tenía algún contacto casual con alguien de la familia, tras el alumbramiento de su esposa, fue invitado al bautizo de su hijo en la casa de sus suegros.
La condesa, que se encontraba en cama por hallarse aún algo delicada, sólo lo vio de lejos al asomarse él por la puerta, y lo saludo dignamente. Entre los regalos con que los invitados dieron la bienvenida al recién nacido, el conde dejó dos documentos en su cuna, y como pudo verse cuando él ya se hubo marchado, uno era el obsequió de 20,000 rublos al niño, y el otro su testamento, en el que, en caso de fallecimiento, nombraba a su esposa heredera de toda su fortuna.
A partir de ese día, y por empeño de la señora de G…, el conde fue invitado más seguido a la casa; después la casa estuvo abierta para él y muy pronto no hubo un día en que no se hiciera presente. Como su buen sentido le dijera que dada la fragilidad de los principios morales ya había sido perdonado por su esposa y por su familia, empezó a cortejarla y al cabo de un año obtuvo un segundo sí y se celebró una nueva boda más alegre y feliz que la anterior. Después la familia en plano se trasladó a vivir a V…
Toda una serie de jóvenes rusos los siguió hasta su nueva residencia, y en el momento adecuado, estando los dos felices, el conde le preguntó a su esposa por qué ese día tres, en que él se presentó como el padre de su hijo, ella, resignada como parecía estar a la idea de tener que casarse con cualquier vicioso, había huido de él como si fuera el diablo. La condesa, echándole los brazos al cuello, le contestó que no lo habría visto como un demonio si la primera vez no se le hubiera aparecido como un ángel dispuesto a salvarla.
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