Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 20 - Desde Defensa de la corrupcion a Rostros de la decadencia - Links a mas Filosofia
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 20 - Desde Defensa de la corrupcion a Rostros de la decadencia - Links a mas Filosofia | Posted on 11:18
Defensa de la corrupción
Si se pusiera en un platillo de la balanza el mal que los «puros» han derramado sobre el mundo y en el otro el mal proveniente de los hombres sin principios y sin escrúpulos, es el primer platillo el que inclinaría la balanza. En el espíritu que la propone, toda fórmula de salvación erige una guillotina... Los desastres de las épocas corrompidas tienen menos gravedad que los azotes causados por las épocas ardientes; el fango es más agradable; hay más suavidad en el vicio que en la virtud, más humanidad en la depravación que en el rigorismo. El hombre que reina y no cree en nada, he aquí el modelo de un paraíso de la decadencia, de una soberana solución de la historia. Los oportunistas han salvado a los pueblos: los héroes los han arruinado. Hay que sentirse contemporáneo, no de la Revolución y Bonaparte, sino de Fouché y Talleyrand: no le ha faltado a la versatilidad de éstos más que un suplemento de tristeza para que nos sugirieran con sus actos un Arte de vivir.
A las épocas disolutas corresponde el mérito de haber puesto al desnudo la esencia de la vida, de habernos revelado que todo no es sino farsa o amargura, y que ningún acontecimiento merece ser emperifollado, puesto que es necesariamente execrable. La mentira tramada de las grandes épocas de tal siglo, de tal rey, de tal papa... La «verdad» sólo se vislumbra en los momentos en los que los espíritus, olvidados del delirio constructivo, se dejan arrastrar por la disolución de las morales, de los ideales y de las creencias. Conocer, es ver; no es ni esperar ni emprender.
La estupidez que caracteriza las cimas de la historia sólo tiene equivalente en la ineptitud de sus agentes. Si se llevan hasta el fin los actos y los pensamientos es por una falta de agudeza. A un espíritu liberado le repugnan la tragedia y la apoteosis: las desgracias y las palmas le exasperan no menos que la banalidad. Ir demasiado lejos, es dar infaliblemente una prueba de mal gusto. El esteta tiene horror a la sangre, a lo sublime y a los héroes... No aprecia ya más que a los bromistas...
Un universo anticuado
El proceso de envejecimiento en el universo verbal sigue un ritmo de aceleración diferente al del mundo físico. Las palabras, demasiado repetidas, se extenúan y mueren, mientras que la monotonía constituye la ley de la materia: El espíritu necesitaría un diccionario infinito, pero sus medios se limitan a unos cuantos vocablos trivializados por el uso. Es así como lo nuevo, exigiendo combinaciones extrañas, obliga a las palabras a funciones inesperadas: la originalidad se reduce a la tortura del adjetivo y a una impropiedad sugestiva de la metáfora. Coloca las palabras en su sitio: el cementerio cotidiano de la Palabra. Lo sagrado en una lengua constituye la muerte: una palabra prevista es una palabra difunta; sólo su empleo artificial le inyecta un nuevo vigor, en espera de que el vulgo la adopte, la aje y la manche. El espíritu es preciosista o no es, en tanto que la naturaleza se huelga en la simplicidad de sus medios siempre iguales.
Lo que llamamos nuestra vida en relación a la vida sin más, es una creación incesante de modas con ayuda de la palabra artificialmente manejada; es una proliferación de futilidades, sin las cuales nos haría falta expirar en un bostezo que se tragaría la historia y la materia. Si el hombre inventa físicas nuevas, no es tanto para llegar a una explicación válida de la naturaleza como para escapar al hastío del universo conocido, habitual, vulgarmente irreductible, al cual atribuye arbitrariamente tantas dimensiones como adjetivos proyectamos sobre una cosa inerte que estamos cansados de ver y de sufrir como era vista y sufrida por la estupidez de nuestros ancestros o de nuestros antepasados próximos. ¡Malhaya quien, habiendo comprendido esta mascarada se aleja de ella! Habrá pisoteado el secreto de su vitalidad e irá a reunirse con la verdad inmóvil y sin atractivos de aquellos en los que las fuentes del Preciosismo se han secado, y cuyo espíritu se marchitó falto de artificio.
(Es completamente legítimo el momento en que la vida pasará de moda, cayendo en desuso como la luna o la tuberculosis después del abuso romántico: irá a coronar el anacronismo de los símbolos despojados y de las enfermedades desenmascaradas; volverá a ser ella misma: una dolencia sin prestigios, una fatalidad sin brillo. Y es fácilmente previsible el momento en el que ninguna esperanza surgirá ya de los corazones, en el que la tierra será tan glacial como las criaturas, en el que ningún sueño embellecerá la inmensidad estéril. La humanidad enrojecerá de procrear cuando vea las cosas como son. La vida sin la savia de los engaños y los errores, la vida pasada de moda, no encontrará ninguna clemencia ante el tribunal del espíritu. Pero, a fin de cuentas, ese mismo espíritu se desvanecerá: no es más que un pretexto en la nada, como la vida no es más que un prejuicio.
La historia se, sostiene mientras que por encima de las bogas transitorias, de las cuales los acontecimientos son la sombra, una moda más general planea como una invariante; pero cuando esta invariante se desvele a todos como un simple capricho, cuando la inteligencia del error de vivir llegue a ser un bien común y una verdad unánime, ¿de dónde sacaremos reaños para engendrar, o incluso para fingir el esbozo de un acto, el simulacro de un gesto? ¿Por qué arte sobrevivir a nuestros instintos clarividentes y a nuestros corazones lúcidos? ¿Qué prodigio reanimará un atentación futura en un universo anticuado?)
El hombre carcomido
No quiero ya colaborar con la luz ni emplear la jerga de la vida. No volveré a decir: «Yo soy» sin enrojecer. El impudor del aliento, el escándalo de la respiración están unidos al abuso de un verbo auxiliar...
Ya ha pasado el tiempo en que el hombre se pensaba en términos de aurora; en reposo sobre una materia anémica, helo aquí abierto a su verdadero deber, al deber de estudiar su perdición y de correr a ella... ¡está en el umbral de una nueva era: la de la Piedad de sí mismo. Y esta Piedad es su segunda caída, más neta y más humillante que la primera: es una caída sin rescate. En vano inspecciona los horizontes: mil y un salvadores se perfilan, salvadores de pega, ellos mismos desconsolados también. Se aparta de ellos para prepararse, en su alma excesivamente madura, a la dulzura de pudrirse... Llegado a lo más íntimo de su otoño, oscila entre la Apariencia y la Nada, entre la forma engañosa del ser y su ausencia: vibración entre dos irrealidades...
La conciencia ocupa el vacío que sigue a la erosión de la existencia por el espíritu. Se precisa la obnubilación de un creyente o de un idiota para integrarse a la «realidad», la cual se desvanece al acercarse la menor duda, cualquier sospecha de improbabilidad o un sobresalto de angustia, otros tantos rudimentos que prefiguran la conciencia y que, desarrollados, la engendran, la definen y la exasperan. Bajo el efecto de esta conciencia, de esta presencia incurable, el hombre accede a su más alto privilegio: el de perderse. Enfermo de honor de la naturaleza, corrompe la savia de ésta; vicio abstracto de los instintos, destruye su vigor. El universo se aja a su contacto y el tiempo hace las maletas... No podía realizarse y descender la pendiente más que sobre la ruina de los elementos. Una vez acabada su obra, ya está madura para desaparecer: ¿durante cuántos siglos todavía va a escucharse su estertor?
EL PENSADOR DE OCASION
Las ideas son los sucedáneos de los pesares.
MARCEL PROUST
El pensador de ocasión
Vivo en la espera de la Idea; la presiento, la cerco, me apodero de ella, y no puedo formularla, se me escapa, no me pertenece todavía: ¿la habré concebido en mi ausencia? Y ¿cómo, de inminente y confusa, volverla presente y luminosa en la agonía inteligible de la expresión? ¿Qué estado debo esperar para que ella florezca y se marchite?
Anti filósofo, aborrezco toda idea indiferente: no siempre estoy triste, luego no siempre pienso. Cuando miro a las ideas que parecen aún más inútiles que las cosas; de ese modo no he gustado más que de las elucubraciones de los grandes enfermos, de lo rumiado en los insomnios, de los relámpagos de un espanto incurable y de las dudas atravesadas de suspiros. La cantidad de claroscuro que una idea encubre es el único indicio de su profundidad, como el acento desesperado de su regocijo es el indicio de su fascinación. ¿Cuántas noches en blanco esconde vuestro pasado nocturno?: así deberíamos abordar a todo pensador. El que piensa cuando quiere no tiene nada que decirnos: está por encima, o más bien, al lado de su pensamiento, no es responsable de él, ni está en absoluto comprometido en él, pues nada gana ni pierde al arriesgarse en un combate en el que él mismo no es su propio enemigo. No le cuesta nada creer en la Verdad. No sucede lo mismo con un espíritu para el que lo verdadero y lo falso han dejado de ser supersticiones; destructor de todos los criterios, él se constata, como los enfermos y los poetas; piensa por accidente: la gloria de un malestar o de un delirio le bastan. ¿No es acaso una indigestión más rica en ideas que un desfile de conceptos? Las disfunciones de los órganos determinan la fecundidad del espíritu: quien no sienta su cuerpo jamás estará en disposición de concebir un pensamiento vivo; esperará inútilmente la sorpresa ventajosa de algún inconveniente...
En la indiferencia afectiva las ideas se dibujan; sin embargo, ninguna toma forma: corresponde a la tristeza ofrecer un clima a su eclosión. Les hace falta una cierta tonalidad, un cierto color para vibrar e iluminarse. Ser durante largo tiempo estéril es acecharlas, desearlas sin poder comprometerlas en una fórmula. Las «estaciones» del espíritu están condicionadas por un ritmo orgánico; no depende de «mí» el ser ingenuo o cínico: mis verdades son los sofismas de mi entusiasmo o de mi tristeza. Existo, siento y pienso al azar del instante y pese a mí. El Tiempo me constituye; me opongo en vano a él y soy. Mi no deseado presente se desenvuelve, me desenvuelve; como no puedo controlarlo, me limito a comentarlo; esclavo de mis pensamientos, juego con ellos, como un bufón de la fatalidad...
Las ventajas de la debilidad
El individuo que no va más allá de su calidad de hermoso ejemplar, de modelo acabado, y cuya existencia se confunde con su destino vital, se coloca fuera del espíritu. La masculinidad ideal obstáculo a la percepción de los matices comporta una insensibilidad para con lo sobrenatural cotidiano, de donde el arte saca su sustancia. Cuanto más naturaleza se es, menos se es artista. El vigor homogéneo, no diferenciado, opaco, fue idolatrado por el mundo de las leyendas, por las fantasías de la mitología. Cuando los griegos se entregaron a la especulación, el culto al efebo anémico reemplazó al de los gigantes; y los mismos héroes, simplones sublimes en tiempos de Homero, llegaron a ser, gracias a la tragedia, portadores de tormentos y dudas incompatibles con su tosca naturaleza.
La riqueza interior resulta de los conflictos que se tienen con uno mismo; pero la vitalidad que dispone plenamente de sí misma no conoce más que el combate exterior, el encarnizamiento con el objeto. En el macho a quien una dosis de feminidad debilita, se afrontan dos tendencias: por su faceta pasiva, capta todo un mundo de abandonos; por su faceta imperiosa, convierte su voluntad en ley. Mientras sus instintos permanecen inalterados, sólo interesa a la especie; en cuanto una insatisfacción secreta se desliza en ellos, se convierte en un conquistador. El espíritu le justifica, le explica y le excusa y, archivándole en el orden de los tontos superiores, le abandona a la curiosidad de la Historia, investigación de la estupidez en marcha...
Aquel para quien la existencia no constituya un mal a la vez vigoroso y vago, no sabrá jamás instalarse en el corazón de los problemas ni conocer los peligros. La condición propicia a la búsqueda de la verdad o de la expresión se halla a medio camino entre el hombre y la mujer: las lagunas de la «virilidad» son la sede del espíritu... Si la hembra pura, de la que no podría sospecharse ninguna anomalía sexual ni psíquica, está más vacía interiormente que un animal, el macho intacto agota la definición del «cretino». Considerad cualquier persona que haya retenido vuestra atención o excitado vuestro fervor: en su mecanismo algo se ha estropeado en su provecho. Despreciamos con justicia a los que no han aprovechado sus defectos, a los que no han explotado sus carencias y no se han enriquecido con sus pérdidas, lo mismo que despreciamos a todo hombre que no sufra por ser hombre o simplemente por ser. No se podría infligir a alguien ofensa más grave que llamarle «feliz», ni halagarle más que atribuyéndole «un fondo de tristeza»... Sucede que la alegría no está unida a ningún acto importante y que, salvo los locos, nadie ríe cuando está solo.
La «vida interior» es patrimonio de los delicados, de esos abortos estremecidos, sometidos a una epilepsia sin caídas ni baba. El ser biológicamente íntegro desconfía de la «profundidad», es incapaz de ella, la ve como una dimensión sospechosa que daña la espontaneidad de sus actos. No se engaña: con el repliegue sobre sí mismo comienza el drama del individuo su gloria y su declinar ; aislándose del flujo anónimo, del correr utilitario de la vida, se emancipa de los fines objetivos. Una civilización está «tocada» cuando los delicados dan el tono en ella; pero, gracias a ellos, ha triunfado definitivamente sobre la naturaleza y se derrumba. Un ejemplar extremo del refinamiento reúne en sí al exaltado y al sofista: ya no se adhiere a sus impulsos, los cultiva sin creer en ellos; es la debilidad omnisciente de las épocas crepusculares, prefiguración del eclipse del hombre. Los delicados nos dejan entrever el momento en que las porteras se verán azoradas por escrúpulos de estetas; en que los campesinos, abrumados por las dudas, ya no tendrán vigor para empuñar el arado; en que todos los seres, carcomidos por la clarividencia y vacíos de instintos, se extinguirán sin fuerzas para añorar la noche próspera de sus ilusiones...
El parásito de los poetas
I. No puede haber desenlace para la vida de un poeta. Todo lo que no ha emprendido, todos los instantes alimentados con lo inaccesible, le dan su poder. ¿Experimenta el inconveniente de existir? Entonces su facultad de expresión se reafirma, su aliento se dilata.
Una biografía sólo es legítima si hace evidente la elasticidad de un destino, la suma de variantes que comporta. Pero el poeta sigue una línea de fatalidad cuyo rigor nada flexibiliza. La vida les toca en suerte a los filisteos; y para suplir la que no han tenido se han inventado las biografías de los poetas...
La poesía expresa la esencia de lo que no podríamos poseer; su significación última: la imposibilidad de toda «actualidad». La alegría no es un sentimiento poético. (Proviene, sin embargo, de un sector del universo lírico donde el azar reúne, en un mismo haz, las llamas y las estupideces.) ¿Se ha visto alguna vez un canto de esperanza que no inspirase una sensación de malestar, incluso de repulsión? Y ¿cómo cantar una presencia cuando incluso lo posible está manchado por una sombra de vulgaridad? Entre la poesía y la esperanza, la incompatibilidad es completa; de este modo el poeta es víctima de una ardiente descomposición. ¿Quién se atrevería a preguntarle cómo ha experimentado la vida, cuando ha vivido gracias a la muerte? Cuando sucumbe a la tentación de felicidad, pertenece a la comedia... Pero si, por el contrario, de sus llagas brotan llamaradas, y canta a la felicidad esa incandescencia voluptuosa de la desdicha se sustrae al matiz de vulgaridad inherente a todo acento positivo. Es Hölderlin refugiándose en una Grecia soñada y transfigurando el amor en embriagueces más puras, en las de la irrealidad...
El poeta sería un tránsfuga odioso de la realidad si en su huida no llevase consigo su desdicha. Al contrario del místico o el sabio, no sabría escapar a sí mismo ni evadirse del centro de su propia obsesión: incluso sus éxtasis son incurables, y signos premonitorios de desastres. Inapto para salvarse, para él todo es posible, salvo su vida...
II. En esto reconozco a un verdadero poeta: frecuentándole, viviendo largo tiempo en la intimidad de su obra, algo se modifica en mí: no tanto mis inclinaciones o mis gustos como mi misma sangre, como si una dolencia sutil se hubiera introducido en ella para alterar su curso, su espesor y su calidad. Valéry o Stefan George nos dejan allí donde les abordamos, o nos vuelven más exigentes en el plano formal del espíritu: son genios de los que no sentimos necesidad, sólo son artistas. Pero un Shelley, pero un Baudelaire, pero un Rilke intervienen en lo más profundo de nuestro organismo, que se los apropia como lo haría con un vicio. En su proximidad, un cuerpo se fortifica, y luego se ablanda y se desagrega. Pues el poeta es un agente de destrucción, un virus, una enfermedad disfrazada y el peligro más grave, aunque maravillosamente impreciso, para nuestros glóbulos rojos. ¿Vivir en su territorio? Es sentir adelgazarse la sangre, es soñar un paraíso de la anemia, y oír, en las venas, el fluir de las lágrimas...
III. Mientras que el verso lo permite todo, y en él podéis verter lágrimas, vergüenzas, éxtasis y sobre todo quejas, la prosa os prohíbe expansionaros o lamentaros: repugna a su abstracción convencional. Exige otras verdades: controlables, deducidas, mesuradas. Pero, ¿y si se robasen las de la poesía; si se saquease su tema, y si uno se atreviese a tanto como los poetas? ¿Por qué no insinuar en el discurso nuestras indecencias, nuestras humillaciones, nuestras muecas y nuestros suspiros? ¿Por qué no estar descompuesto, podrido, ser cadáver, ángel o Satán en el lenguaje de lo vulgar, y traicionar patéticamente tantos aéreos y siniestros vuelos? Mucho mejor que en la escuela de los filósofos, es en la de los poetas en la que se aprende el valor de la inteligencia y la audacia de ser uno mismo. Sus «afirmaciones» hacen palidecer los apotegmas más extrañamente impertinentes de los antiguos sofistas. Nadie las adopta: ¿hubo jamás un solo pensador que fuese tan lejos como Baudelaire o que se atreviese a transformar en sistema una fulguración de Lear o un monólogo de Hamlet? Quizá Nietzsche antes de su fin, pero, ay, se obstinaba aún en sus estribillos de profeta... ¿Buscaremos del lado de los santos? Ciertos frenesíes de Teresa de Avila o de Ángeles de Foligno... Pero se encuentra demasiado a menudo a Dios, ese sinsentido consolador que, apuntalando su valor, disminuye su calidad. Pasearse sin convicciones y solo no es propio de un hombre, ni siquiera de un santo; a veces, sin embargo, lo es de un poeta...
Imagino a un pensador exclamando en un movimiento de orgullo: «¡Me gustaría que un poeta se fabricase un destino con mis pensamientos!». Pero para que su aspiración fuese legítima, haría falta que él mismo frecuentase largo tiempo a los poetas, que sacase de ellos delicias de maldición, y que les devolviese, abstracta y acabada, la imagen de sus propias caídas o de sus propios delirios; haría falta sobre todo que sucumbiese en el umbral del canto, e, himno vivo más allá de la inspiración, que conociese el pesar de no ser poeta, de no estar iniciado en la «ciencia de las lágrimas», en los azotes del corazón, en las orgías formales, en las inmortalidades del instante...
...Muchas veces he soñado con un monstruo melancólico y erudito, versado en todos los idiomas, íntimo de todos los versos y de todas las almas y que errase por el mundo para nutrirse de venenos, de fervores, de éxtasis, a través de las Persias, las Chinas, las Indias muertas, y las Europas moribundas, muchas veces he soñado con un amigo de los poetas que los hubiese conocido a todos por desesperación de no ser de los suyos.
Tribulaciones de un meteco
Surgido de alguna tribu infortunada, merodea por los bulevares de Occidente. Enamorado de patrias sucesivas, ya no espera ninguna: fijo en un crepúsculo intemporal, ciudadano del mundo y de ningún mundo es ineficaz, sin nombre y sin vigor. Los pueblos sin destino no sabrían dar uno a sus hijos que, sedientos de otros horizontes, se prendan de ellos y les agotan después, para acabar ellos mismos como espectros de sus admiraciones y de sus laxitudes. No teniendo nada que amar en su lugar de origen, ponen su amor en otra parte, en otros países, en donde su fervor asombra a los indígenas. Demasiado solicitados, los sentimientos se gastan y se degradan, empezando por la admiración... Y el meteco que se disipó en tantas carreteras, grita: «Me he forjado innumerables ídolos, he levantado por doquiera demasiados altares, me arrodillé ante multitud de dioses. Hoy, cansado de adorar, he despilfarrado la dosis de delirio que me tocó en suerte. No tenemos recursos más que para los absolutos de nuestra raza, pues un alma, como un país, no se expande más que en el interior de sus fronteras: pago por haberlas franqueado, por haberme hecho de lo Indefinido una patria y de divinidades extranjeras un culto, por haberme prosternado ante siglos que excluyeron mis antepasados. De dónde vengo, no sabría decirlo: en los templos, permanezco sin creencia; en las ciudades, sin ardor; junto a mis semejantes, sin curiosidad; sobre la tierra, sin certidumbres. Dadme un deseo preciso y derribaré el mundo. Libradme de esta vergüenza de los actos que me hace interpretar cada mañana la comedia de la resurrección y cada tarde la del entierro; en el intervalo, nada más que este suplicio en el sudario del hastío... Sueño con querer y todo lo que quiero me parece sin valor. Como un vándalo roído por la melancolía, me dirijo sin fin, yo sin yo, hacia ya no sé qué rincones... para descubrir un dios abandonado, un dios que fuese él mismo ateo, y dormirme a la sombra de sus últimas dudas y de sus últimos milagros».
El hastío de los conquistadores
París pesaba sobre Napoleón, según confesión propia, como un «manto de plomo»: diez millones de hombres perecieron a consecuencia de ello. Es el balance del «mal del siglo», cuando un René a caballo es su agente. Ese mal, nacido en la ociosidad de los salones del XVIII, en la molicie de una aristocracia demasiado lúcida, hizo estragos lejos, en los campos: los campesinos debieron pagar con su sangre un modo de sensibilidad, extraño a su naturaleza, y, con ellos, todo un continente. Las naturalezas excepcionales en las que se ha insinuado el Hastío, que tienen horror de todo lugar y la obsesión de un perpetuo más allá, sólo explotan el entusiasmo de los pueblos para multiplicar los cementerios. Aquel condotiero que lloraba sobre Werther y Ossian, ese Obermann que proyectaba su vacío en el espacio y que, según decía Josefina, no fue capaz más que de unos cuantos momentos de abandono, tuvo como misión inconfesada despoblar la tierra. El conquistador soñador es la mayor calamidad para los hombres; pero ellos no por esto dejan de idolatrarle; fascinados como están por los proyectos estrambóticos, los ideales dañosos, las ambiciones malsanas. Ninguna persona razonable fue objeto de culto, dejó un nombre, marcó con su huella un solo acontecimiento. Imperturbable ante una concepción precisa o un ídolo transparente, la masa se excita en torno a lo inverificable y los falsos misterios. ¿Quién murió jamás en nombre del rigor? Cada generación eleva monumentos a los verdugos de la precedente. No es menos cierto que las víctimas aceptaron de buen grado ser inmoladas en el momento en que creyeron en la gloria, ese triunfo de uno solo, esa derrota de todos...
La humanidad no ha adorado más que a los que la hicieron perecer. Los reinos o los ciudadanos que se extinguieron apaciblemente no figuran en la historia, ni tampoco el príncipe sensato, en todo tiempo despreciado por sus súbditos; la multitud gusta de lo novelesco incluso a sus expensas, pues el escándalo de las costumbres constituye la trama de la curiosidad humana y la corriente subterránea de todo suceso. La mujer infiel y el cornudo proveen a la comedia y a la tragedia, sin excluir la epopeya, de la casi totalidad de sus temas. Como la honestidad no tiene ni biografía ni encanto, desde la Ilíada hasta el sainete sólo el brillo del deshonor ha divertido e intrigado. Es, pues, muy natural que la humanidad se haya ofrecido como pasto a los conquistadores, que quiera hacerse pisotear, que una nación sin tiranos no haga hablar de ella, que la suma de iniquidades que un pueblo comete sea el único índice de su presencia y vitalidad. Una nación que ya no viola está en plena decadencia; es por su número de violaciones por el que revela sus instintos, su porvenir. Investigad a partir de qué guerra ha dejado de practicar, en gran escala, ese tipo de crimen: encontraréis el primer símbolo de su declive; a partir de qué momento el amor se ha convertido para ella en un ceremonial y la cama en una condición del espasmo, e identificaréis el comienzo de sus deficiencias y el fin de su herencia bárbara.
Historia Universal: Historia del Mal. Quitar los desastres del devenir humano vale tanto como querer concebir la naturaleza sin estaciones. Si no habéis contribuido a una catástrofe, desaparecéis sin dejar huella. Interesamos a los otros gracias a la desgracia que sembramos en nuestro derredor. «¡Nunca hice sufrir a nadie!»: exclamación por siempre extraña a una criatura de carne y hueso. Cuando nos entusiasmamos por un personaje del presente o del pasado, nos planteamos inconscientemente la pregunta: «¿Para cuántos seres fue causa de infortunio?» ¿Quién sabe si cada uno de nosotros no aspira al privilegio de matar a todos nuestros semejantes? Pero este privilegio está repartido entre un pequeño grupo de gente y nunca por entero: esta restricción explica únicamente por qué la tierra está poblada todavía. Asesinos indirectos, constituimos una masa inerte, una multitud de objetos frente a los verdaderos sujetos del Tiempo, frente a los grandes criminales cumplidos.
Pero consolémonos: nuestros descendientes próximos o lejanos nos vengarán. Pues no es difícil imaginar un momento en el que los hombres se degollarán los unos a los otros por asco de sí mismos, en el que el Hastío dará cuenta de sus prejuicios y sus reticencias, en el que saldrán a la calle a apagar su sed de sangre y en el que el sueño destructor prolongado a través de tantas generaciones llegará a ser patrimonio común...
Música y escepticismo
He buscado la duda en todas las artes y no la he encontrado más que camuflada, furtiva, huida en los entreactos de la inspiración, surgida del relajamiento del impulso; pero he renunciado a buscarla, incluso bajo esa forma, en música; ahí no podría florecer: ignorando la ironía, la música procede no de las malicias del intelecto, sino de los matices tiernos o vehementes de la ingenuidad, estupidez de lo sublime, irreflexión de lo infinito... Como el rasgo de ingenio no tiene equivalente sonoro, es denigrar a un músico llamarle inteligente. Este atributo le disminuye y no tiene lugar en esa cosmogonía lánguida donde, a modo de dios ciego, improvisa universos. Si fuera consciente de su don, de su genio, sucumbiría al orgullo; pero es irresponsable; nacido en el oráculo, no puede comprenderse a sí mismo. A los estériles toca interpretarle: él no es crítico, como Dios no es teólogo.
Caso límite de irrealidad y de absoluto, ficción infinitamente real, mentira más verdadera que el mundo, la música pierde sus prestigios en cuanto, secos o morosos, nos disociamos de la Creación y el mismo Bach nos parece un rumor insípido; es el punto extremo de nuestra no participación en las cosas, de nuestra frialdad y de nuestra decadencia. ¡Reir socarronamente en medio de lo sublime, triunfo sardónico del principio subjetivo, que nos emparenta con el Diablo! Quien ya no tiene lágrimas para la música, quien ya no vive más que del recuerdo de las que vertió, está perdido: la estéril clarividencia dio buena cuenta del éxtasis del que surgían mundos...
El autómata
Respiro por prejuicio. Y contemplo el espasmo de las ideas, mientras que el Vacío se sonríe a sí mismo... No más sudor en el espacio, no más vida; la menor vulgaridad la hará reaparecer: basta un segundo de espera.
Cuando uno se percibe existir, se experimenta la sensación de un demente maravillado que sorprende su propia locura y se empecina en vano en darle un nombre. La costumbre embota nuestro asombro de existir: somos, y ya no le damos más vueltas, ocupamos nuestra plaza en el asilo de los existentes.
Conformista, vivo, intento vivir, por imitación, por respeto a las reglas del juego, por horror a la originalidad. Resignación de autómata: poner cara de fervor y reírse secretamente; no plegarse a las convenciones más que para repudiarlas a escondidas; figurar en todos los registros, pero sin residencia en el tiempo; salvar la cara, cuando sería imperioso perderla...
El que lo desprecia todo debe adoptar un aire de dignidad perfecta, inducir a error a los otros e incluso a sí mismo: cumplirá así más fácilmente su tarea de falso viviente. ¿Para qué mostrar nuestra ruina si podemos fingir la prosperidad? El infierno no tiene modales: es la imagen exasperada de un hombre franco y grosero, es la tierra concebida sin ninguna superstición de elegancia y civismo.
Acepto la vida por cortesía: la perpetua rebelión es de tan mal gusto como lo sublime del suicidio. A los veinte años se truena contra los cielos y la basura que cubren; después se cansa uno. La facha trágica no corresponde más que a una pubertad prolongada y ridícula; pero hacen falta mil pruebas para acceder al histrionismo del desapego.
Quien, emancipado de todos los principios al uso, no dispusiera de ningún don de comediante, sería el arquetipo del infortunio, el ser idealmente desgraciado. Es inútil construir tal modelo de franqueza: la vida no es tolerable más que por el grado de mistificación que ponemos en ella. Tal modelo sería la ruina súbita de la sociedad, pues la «dulzura» de vivir en común reside en la imposibilidad de dar libre curso al infinito de nuestros pensamientos ocultos. Gracias a que somos todos impostores, nos soportamos los unos a los otros. Quien no aceptase mentir vería a la tierra huir bajo sus pies: estamos biológicamente constreñidos a lo falso. No hay héroe moral que no sea o pueril, o ineficaz, o inauténtico; pues la verdadera autenticidad es el emporcamiento en el fraude, en el decoro de la pública adulación y la difamación secreta. Si nuestros semejantes pudiesen constatar nuestras opiniones sobre ellos, el amor, la amistad, la devoción, serían por siempre tachados de los diccionarios; y si tuviésemos el valor de mirar cara a cara las dudas que concebimos tímidamente sobre nosotros mismos, ninguno de nosotros proferiría un «yo» sin avergonzarse. La mascarada arrastra todo lo que vive, desde el troglodita hasta el escéptico. Como sólo el respeto de las apariencias nos separa de las carroñas, precisar el fondo de las cosas y de los seres es perecer; atengámonos a una nada más agradable: nuestra constitución no tolera más que una cierta dosis de verdad...
Guardemos en lo más profundo de nosotros una certeza superior a todas las otras: la vida no tiene sentido, no puede tenerlo. Deberíamos matarnos inmediatamente si una revelación imprevista nos persuadiese de lo contrario. Si desapareciese el aire, aún respiraríamos; pero nos ahogaríamos en cuanto se nos quitase el gozo de la inanidad...
Sobre la melancolía
Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose. En vano se llamaría al Señor de las Sombras, el dispensador de una maldición precisa: se está enfermo sin enfermedad y se es réprobo sin vicios. La melancolía es el estado soñado del egoísmo: ningún objeto fuera de sí mismo, no más motivos de odio o de amor, sino esa misma caída en un fango languideciente, ese mismo revolverse de condenado sin infierno, esas mismas reiteraciones de un ardor de perecer... Mientras que la tristeza se contenta con un marco de fortuna, la melancolía precisa una orgía de espacio, un paisaje infinito para desplegar en él su gracia desagradable y vaporosa, su malestar sin contornos, que, por miedo a curar, teme un límite a su disolución y sus ondulaciones. Florece la flor más extraña del amor propio entre los venenos de los que extrae su savia y el vigor de todos sus desfallecimientos. Alimentándose de lo que la corrompe, esconde, bajo su nombre melodioso, el Orgullo de la Derrota y el Apiadamiento de sí mismo...
El ansia de primar
Un César está más cerca de un alcalde de pueblo que de un espíritu soberanamente lúcido pero desprovisto de instinto de dominio. Lo importante es mandar: a ello aspira la casi totalidad de los hombres. Ya tengáis en vuestras manos un imperio, una tribu, una familia o un criado, desplegáis vuestro talento de tirano, glorioso o caricaturesco: todo un mundo o una sola persona está a vuestras órdenes. Así se establece la serie de calamidades que provienen de la necesidad de primar...
Nos codeamos con sátrapas por todas partes: cada uno según sus medios se busca una multitud de esclavos o se contenta con uno solo. Nadie se basta a sí mismo: el más modesto encontrará siempre un amigo o una compañera para hacer valer su sueño de autoridad. El que obedece se hará a su vez obedecer: de víctima pasará a ser verdugo; es el supremo deseo de todos. Sólo los mendigos y los sabios no lo experimentan; a menos que su juego sea aún más sutil...
El ansia de poder permite a la Historia renovarse y permanecer sin embargo fundamentalmente igual; las religiones tratan de combatir ese ansia; no logran sino exasperarla. El cristianismo hubiera tenido como desenlace que la tierra fuera un desierto o un paraíso. Bajo las formas variables que el hombre puede revestir se esconde una constante, un fondo idéntico, que explica por qué, contra todas las apariencias de cambio, evolucionamos en círculo, y por qué, si perdiésemos, a raíz de una intervención sobrenatural, nuestra condición de monstruos y fantoches, la historia desaparecería inmediatamente.
Intentad ser libres: os moriréis de hambre. La sociedad no os tolera más que si sois sucesivamente serviles y despóticos; es una prisión sin guardianes, pero de la que no se escapa uno sin perecer. ¿A dónde ir, cuando no puede vivirse más que en la sociedad y cuando no se tienen ya instintos, y cuando no se es tan lanzado como para mendigar, ni tan equilibrado como para entregarse a la sabiduría? A fin de cuentas, uno sigue como todo el mundo, fingiendo atarearse; uno se resigna a tal extremo gracias a los recursos del artificio, entendiendo que es menos ridículo simular la vida que vivirla.
Mientras que los hombres sientan pasión por la sociedad, reinará en ella un canibalismo disfrazado. El instinto político es la consecuencia directa del Pecado, la materialización inmediata de la Caída. Cada uno debería estar ocupado en su soledad, pero cada uno vigila la de los otros. Los ángeles y los bandidos tienen sus jefes: ¿cómo las criaturas intermedias el grueso de la humanidad podrían prescindir de ellos? Quitadles el deseo de ser esclavos o tiranos; demoléis la sociedad en un abrir y cerrar de ojos. El pacto de los monos está por siempre sellado; y la historia sigue su curso, horda jadeante entre crímenes y sueños. Nada puede detenerla: incluso los que la execran participan en su carrera...
Posición del pobre
Propietarios y mendigos: dos categorías que se oponen a cualquier cambio, a cualquier desorden renovador. Colocados en los dos extremos de la escala social, temen toda modificación para bien o para mal: están igualmente establecidos, los unos en la opulencia, los otros en la miseria. Entre ellos se sitúan sudor anónimo, fundamento de la sociedad los que se agitan, penan, perseveran y cultivan el absurdo de esperar. El Estado se nutre con su anemia; la idea de ciudadano no tendría ni contenido ni realidad sin ellos, lo mismo que el lujo y la limosna: los ricos y los mendigos son los parásitos del Pobre.
Hay mil remedios para la miseria, pero ninguno para la pobreza. ¿Cómo socorrer a los que se obstinan en no morirse de hambre? Ni Dios podría corregir su suerte. Entre los favorecidos de la fortuna y los harapientos circulan esos hambrientos honorables, explotados por el fasto y los andrajos, saqueados por quienes, aborreciendo del trabajo, se instalan, según su suerte y vocación, en el salón o en la calle. Y así avanza la humanidad: con algunos ricos, con algunos mendigos y con todos sus pobres...
ROSTROS DE LA DECADENCIA
Ganz vergessener Wölker Müdigkeiten
Kann ich nicht abtun von meinen Lidern.
HUGO VON HOFMANNSTHAL
Una civilización comienza a decaer a partir del momento en que la Vida se convierte en su única obsesión. Las épocas de apogeo cultivan los valores por sí mismos: la vida no es más que un medio de realizarlos; el individuo no sabe que vive, él vive, esclavo feliz de las formas que engendra, mima e idolatra. La afectividad le domina y le llena. No hay creación alguna sin los recursos del «sentimiento», que son limitados; sin embargo, para el que no experimenta más que su riqueza, parecen inagotables: esta ilusión produce la historia. En la decadencia, el resecamiento afectivo no permite más que dos modalidades de sentir y de comprender: la sensación y la idea. Ahora bien, es por la afectividad por lo que uno se entrega al mundo de los valores, y se proyecta vitalidad en las categorías y en las normas. La actividad de una civilización en sus momentos fecundos consiste en hacer salir las ideas de su nada abstracta, en transformar los conceptos en mitos. El paso del individuo anónimo al individuo consciente no se ha dado todavía: sin embargo, es inevitable. Medidlo: en Grecia, de Homero a los sofistas; en Roma, de la antigua República austera a las «sabidurías» del Imperio; en el mundo moderno, de las catedrales a los encajes del siglo XVIII.
Una nación no podría crear indefinidamente. Está llamada a dar expresión y sentido a un conjunto de valores que se agotan con el alma que les engendró. El ciudadano se despierta de una hipnosis productiva, el reino de la lucidez comienza: las masas ya no manejan más que categorías vacías. Los mitos vuelven a convertirse en conceptos: es la decadencia. Y las consecuencias se hacen sentir: el individuo quiere vivir, convierte la vida en finalidad, se asciende al rango de pequeña excepción. El balance de esas excepciones, al componer el déficit de una civilización, prefigura su desaparición. Todo el mundo ha alcanzado la delicadeza; pero ¿acaso no es la radiante estupidez de los cándidos quien realiza la tarea de las grandes épocas?
Montesquieu sostiene que al final del Imperio, el ejército romano no estaba formado más que por la caballería. Pero descuida indicarnos la razón de ello. ¡Imaginemos al legionario saturado de gloria, de riqueza y de desenfreno después de haber recorrido innumerables países y perdido su fe y su vigor al contacto de tantos templos y tantos vicios, imaginémosle a pie! Conquistó el mundo como infante; lo perderá como jinete. En toda blandura se revela una incapacidad fisiológica de adherirse por más tiempo a los mitos de la comunidad. El soldado emancipado y el ciudadano lúcido sucumben bajo el bárbaro. El descubrimiento de la Vida aniquila la vida.
Cuando todo un pueblo, en diferentes grados, está al acecho de sensaciones raras, cuando por las sutilezas del gusto complica sus reflejos, accede a un nivel de superioridad fatal. La decadencia no es más que el instinto tornado impuro por la acción de la conciencia. Así, no puede sobrestimarse la importancia de la gastronomía en la existencia de una colectividad. El acto consciente de comer es un fenómeno alejandrino; el bárbaro se alimenta. El eclecticismo intelectual y religioso, el ingenio sensual, el esteticismo y la obsesión experta de la buena mesa, son los signos diferentes de una misma forma de espíritu. Cuando Gabius Apicius peregrinaba por las costas de África para buscar langostas, sin establecerse en parte alguna porque no las encontraba a su gusto, era contemporáneo de las almas inquietas que adoraban multitud de dioses extranjeros sin encontrar satisfacción ni reposo. Sensaciones raras, deidades diversas, frutos paralelos de una misma sequedad, de una misma curiosidad sin resorte interior. El cristianismo apareció: un solo Dios, y el ayuno. Y la era de lo trivial y lo sublime comenzó...
Un pueblo se muere cuando no tiene fuerza para inventar otros dioses, otros mitos, otros absurdos; sus ídolos palidecen y desaparecen; busca otros, en otra parte, y se siente solo ante monstruos desconocidos. También esto es la decadencia. Pero si uno de esos monstruos adquiere primacía sobre él, otro mundo se pergeña, tosco, oscuro, intolerante hasta que agota su dios y se libera de él; pues el hombre sólo es libre y estéril en los intervalos en que los dioses mueren; esclavo y creador cuando, tiranos, prosperan.
Meditar las sensaciones saber que se come , he ahí una toma de conciencia gracias a la cual un acto elemental rebasa su objetivo inmediato. Junto al asco intelectual se desarrolla otro, más profundo y más peligroso: proveniente de las vísceras, desemboca en la forma más grave de nihilismo, el nihilismo de la plétora. Las consideraciones más amargas no podrían compararse, en sus efectos, a la visión que sigue a un festín opulento. Toda comida que supera en duración los escasos minutos y en manjares lo necesario, desarticula nuestras convicciones. El abuso culinario y la saciedad destruyeron al Imperio más implacablemente que lo hicieron las sectas orientales y las doctrinas griegas mal asimiladas. Sólo se experimenta un auténtico estremecimiento de escepticismo en torno a una mesa copiosa. El «Reino de los Cielos» debía ofrecerse como una tentación después de tantos excesos o como una sorpresa deliciosamente perversa en la monotonía de la digestión. El hambre busca en la religión una vía de salvación; la saciedad, un veneno. «Salvarse» por medio de los virus y, en la indistinción de las oraciones y los vicios, huir del mundo y revolcarse en él por el mismo acto... esto es sin duda el summum de las amarguras del alejandrinismo.
Hay una plenitud de disminución en toda civilización demasiado madura. Los instintos se flexibilizan; los placeres se dilatan y no corresponden ya a su función biológica; el placer se convierte en fin en sí mismo, su prolongación en un arte, el escamoteamiento del orgasmo en una técnica, la sexualidad en una ciencia. Procedimientos e inspiraciones librescas para multiplicar las vías del deseo, la imaginación torturada para diversificar los preliminares del gozo, el mismo espíritu mezclado con un sector extraño a su naturaleza y sobre el cual no debería tener ninguna garra, son otros tantos síntomas de empobrecimiento de la sangre y de intelectualización mórbida de la sangre. El amor concebido como ritual hace a la inteligencia soberana en el imperio de la tontería. Se resienten de ello los automatismos; obstaculizados, pierden su impaciencia por provocar una inconfesable contorsión; los nervios se convierten en teatro de malestares y estremecimientos clarividentes y finalmente la sensación se continúa más allá de su duración bruta gracias a la habilidad de dos verdugos de la voluptuosidad estudiada. Se trata del individuo engañando a la especie, de la sangre demasiado tibia aún para aturdir al espíritu, es la sangre enfriada y aguada por las ideas, la sangre racional...
Instintos roídos por la conversación...
Del diálogo nunca salió nada monumental, explosivo, «grande». Si la humanidad no se hubiera complacido en discutir sus propias fuerzas, nunca hubiera superado la visión y los modelos de Homero. Pero la dialéctica, estragando la espontaneidad de los reflejos y la frescura de los mitos, ha reducido al héroe a un modelo titubeante. Los Aquiles de hoy deben temer a más de un talón... La vulnerabilidad, antaño parcial y sin importancia, se ha convertido en el privilegio maldito, la esencia de cada ser. La conciencia ha penetrado en todas partes y se instala hasta en la médula; de tal modo que el hombre no vive ya en la existencia, sino en la teoría de la existencia...
Quien, lúcido, se comprenda, se explique, se justifique y domine sus actos, jamás hará un gesto memorable. La psicología es la tumba del héroe. Los millares de años de religión y razonamiento han debilitado los músculos, la decisión y la impulsividad aventurera. ¿Cómo no despreciar las empresas de la gloria? Todo acto en el que no preside la maldición luminosa del espíritu representa una supervivencia de la estupidez ancestral. Las ideologías no fueron inventadas más que para dar un lustre al fondo de barbarie que se mantiene a través de los siglos, para cubrir las inclinaciones asesinas comunes a todos los hombres. Hoy se mata en nombre de algo; nadie se atreve a hacerlo espontáneamente; de tal suerte que incluso los verdugos deben invocar motivos y, al estar el heroísmo en desuso, quien se deja tentar por él, más bien resuelve un problema que consuma un sacrificio. La abstracción se ha insinuado en la vida y en la muerte; los «complejos» se apoderan de grandes y pequeños. De la Ilíada a la Psicopatología: este es todo el camino del hombre.
En las civilizaciones en retroceso, el crepúsculo es el signo de un noble castigo. ¡Qué deliciosa ironía deben experimentar al verse excluidas del devenir, tras haber fijado durante siglos las normas del poder y los criterios del gusto! Con cada una de ellas todo un mundo se extingue. ¡Sensaciones del último griego, del último romano! ¿Cómo no prendarse de las grandes puestas de sol? El encanto agónico que rodea una civilización, después de que ha abordado ya todos los problemas y los ha falseado maravillosamente, ofrece más atractivos que la ignorancia inviolada por la que comenzó.
Cada civilización finge una respuesta a las interrogaciones que el universo suscita; pero el misterio permanece intacto; otras civilizaciones, con nuevas curiosidades, se aventurarán en él, igualmente en vano, pues cada una de ellas no es sino un sistema de equivocaciones...
En el apogeo se engendran los valores; en el crepúsculo, usados y derrotados, son abolidos. Fascinación de la decadencia, de las épocas en que las verdades no tienen ya vida..., en las que se amontonan como esqueletos en el alma pensativa y seca, en el osario de los sueños...
¡Cuán caro me es ese filósofo de Alejandría llamado Olimpius, quien, como oyese a una voz cantar el Aleluya en el Serapeion, se expatrió para siempre! Esto sucedió hacia el fin del siglo cuarto: la sombría locura de la Cruz lanzaba ya sus sombras sobre el Espíritu.
Hacia la misma época, un gramático, Paladas, acertó a escribir: «Nosotros, los griegos, ya no somos sino cenizas. Nuestras esperanzas están tan enterradas como las de los muertos.» Y esto es cierto para todas las inteligencias de entonces.
En vano los Celso, Porfirio, Juliano el Apóstata, se obstinan en detener esa sublimidad nebulosa que rebosa de las catacumbas: los apóstoles han dejado sus estigmas en las almas y multiplican sus estragos en las ciudades. La era de la gran Fealdad comienza: una histeria sin calidad se extiende por el mundo. San Pablo el agente electoral más considerable de todos los tiempos ha hecho sus giras, infectando con sus epístolas la claridad del mundo antiguo. ¡Un epiléptico triunfa sobre cinco siglos de filosofía! ¡La Razón confiscada por los Padres de la Iglesia! Y si busco la fecha más mortificante para el orgullo del espíritu, si recorro el inventario de las intolerancias, no encuentro nada comparable a ese año 529, en el que, por orden de Justiniano, se cerró la escuela de Atenas: Una vez oficialmente suprimido el derecho a la decadencia, creer se convierte en una obligación... Este es el momento más doloroso en la historia de la Duda.
Cuando un pueblo no tiene ya ningún prejuicio en la sangre, no le queda como último recurso más que la voluntad de disgregarse. A imitación de la música, esa disciplina de la disolución, se despide de las pasiones, del derroche lírico, de la sentimentalidad, de la ceguera. A partir de entonces, ya no podrá adorar sin ironía: el sentido de las distancias será por siempre su atributo.
El prejuicio es una verdad orgánica, falsa en sí misma, pero acumulada por las generaciones y transmitida: no hay modo de librarse de ella impunemente. El pueblo que renuncia a ella sin escrúpulos se reniega sucesivamente hasta que ya no le queda nada de lo que renegar. La duración y la consistencia de una colectividad coinciden con la duración y la consistencia de sus prejuicios. Los pueblos orientales deben su perennidad a su fidelidad hacia ellos mismos: al no haber evolucionado apenas, no se han traicionado: no han vivido, en el sentido en que la vida es concebida por las civilizaciones de ritmo precipitado, las únicas de las que se ocupa la historia; pues esta disciplina de las auroras y de las agonías jadeantes es una novela que se pretende rigurosa y que bebe sus temas en los archivos de la sangre...
El alejandrinismo es un período de sabias negaciones, un estilo de inutilidad y de rechazo, un paseo de erudición y sarcasmo a través de la confusión de los valores y las creencias. Su espacio ideal se encontraría en la intersección de la Hélade y del París de antaño, en el punto de confluencia del ágora y del salón. Una civilización evoluciona de la agricultura a la paradoja. Entre estos dos extremos se desenvuelve el combate entre la barbarie y la neurosis: de aquí resulta el equilibrio inestable de las épocas creadoras. Tal combate se aproxima a su fin: todos los horizontes se abren sin que ninguno pueda excitar una curiosidad juntamente fatigada y despierta. Es ahora cuando toca al individuo desengañado florecer en el vacío y al vampiro intelectual abrevarse en la sangre viciada de las civilizaciones. ¿Hay que tomarse la Historia en serio o asistir a ella como espectador? ¿Hay que ver en ella un esfuerzo hacia una meta o el juego de una luz que se aviva y palidece sin necesidad ni razón? La respuesta depende de nuestro grado de ilusión sobre el hombre, de nuestra curiosidad por averiguar la manera en que se resolverá esa mezcla de vals y de matadero que compone y estimula su devenir.
Hay un Weltschmerz, un mal del siglo, que no es sino la dolencia de una generación; hay otro que se desprende de toda la experiencia histórica y que se impone como única conclusión para los tiempos venideros. Se trata de «lo vago en el alma», la melancolía del «fin del mundo». Todo cambia de aspecto, hasta el sol, todo envejece, hasta la desdicha.
Incapaces de retórica, somos los románticos de la decepción clara. Hoy, Werther, Manfredo, René, conocedores de su dolencia, lo explayarían sin pompa. ¡Biología, fisiología, psicología, nombres grotescos que, al suprimir la ingenuidad de nuestra desesperación e introducir el análisis en nuestros cantos, nos hacen despreciar la declaración! Filtradas por los Tratados, nuestras doctas amarguras explican nuestras vergüenzas y clasifican nuestros frenesíes.
Cuando la conciencia llegue a inclinarse sobre todos nuestros secretos, cuando sea evacuado de nuestra desdicha el último vestigio de misterio, ¿guardaremos aún un resto de fiebre y de exaltación para contemplar la ruina de la existencia y de la poesía?
Sentir el peso de la historia, el fardo del devenir y ese abatimiento bajo el que se dobla la conciencia cuando considera el conjunto y la inanidad de los acontecimientos pasados o posibles... La nostalgia en vano invoca un impulso ignorante de las lecciones que se desprenden de todo lo que fue; hay un cansancio para el que el mismo futuro es un cementerio, un cementerio virtual como todo lo que espera llegar a ser. Los siglos se han hecho más gravosos y pesan sobre cada instante. Estamos más podridos que todas las épocas, más descompuestos que todos los imperios. Nuestro agotamiento interpreta la historia, nuestra postración nos hace escuchar estertores de las naciones. Como actores cloróticos, nos aprestarnos a interpretar los papeles de relleno en el tiempo castigado; el telón del universo está apolillado, y a través de sus agujeros no se ven sino máscaras y fantasmas...
El error de los que captan la decadencia es querer combatirla, mientras que lo que haría falta es fomentarla: al desarrollarse, se agota y permite el acceso de otras formas. El verdadero precursor no es quien propone un sistema cuando nadie lo quiere, sino más bien quien precipita el Caos y es su agente y turiferario. Es una vulgaridad trompetear dogmas en plena época extenuada, en la que todo sueño de futuro parece delirio o impostura. Encaminarse hacia el fin de la historia con una flor en la solapa: única vestimenta apropiada en el desenvolvimiento del tiempo. ¡Qué lástima que no haya un Juicio Final, que no tengamos ocasión para un gran desafío! Los creyentes: farsantes de la eternidad; la fe: necesidad de una escena intemporal... Pero los incrédulos morimos con nuestros decorados y demasiado cansados para dejarnos engañar por las pompas prometidas a nuestros cadáveres...
Según el Maestro Eckhart, la divinidad precede a Dios, y es su esencia, su fondo insondable. ¿Qué encontraríamos en lo más íntimo del hombre que definiese su sustancia por oposición a la esencia divina? La neurastenia; ésta es al hombre lo que la divinidad es a Dios.
Vivimos en un clima de agotamiento: el acto de crear, de forjar, de fabricar es menos significativo por sí mismo que por el vacío, por la caída que le sigue. Comprometido por nuestros esfuerzos siempre e inevitablemente, el fondo divino e inagotable se sitúa fuera del campo de nuestros conceptos y nuestras sensaciones. El hombre ha nacido con la vocación de la fatiga: cuando adoptó la posición vertical y disminuyó así sus posibilidades de apoyo, se condenó a debilidades desconocidas para el animal que fue. ¡Llevar sobre dos piernas tanta materia y todas las repugnancias anejas a ella! Las generaciones acumulan la fatiga y la transmiten; nuestros padres nos legan un patrimonio de anemia, reservas de desánimo, recursos de descomposición y una energía de muerte que llega a ser más poderosa que nuestros instintos de vida. Y es así como la costumbre de desaparecer, apoyada por nuestro capital de laxitud, nos permitirá realizar, en la carne difusa, la neurastenia, nuestra esencia...
No hay ninguna necesidad de creer en una verdad para sostenerla ni de amar una época para justificarla, pues todo principio es demostrable y todo acontecimiento legítimo. El conjunto de los fenómenos fruto del espíritu o del tiempo, indiferentemente es susceptible de ser aceptado o negado según nuestra disposición del momento: los argumentos, surgidos de nuestro rigor o de nuestro capricho, valen todos igual. Nada es indefendible, desde la proposición más absurda al crimen más monstruoso. La historia de las ideas, como la de los hechos, se despliega en un clima insensato: ¿quién podría con buena fe encontrar un árbitro que zanjase los litigios de esos gorilas anémicos o sanguinarios? Este mundo es el lugar donde todo puede afirmarse con igual verosimilitud: axiomas y delirios son intercambiables; ímpetus y desfallecimientos se confunden; elevaciones y bajezas participan de un mismo movimiento. Indicadme un solo caso en apoyo del cual nada pudiera encontrarse. Los abogados del infierno no tienen menos títulos de verdad que los del cielo, y yo defendería la causa del sabio y la del loco con igual fervor. El tiempo corrompe todo lo que se agita y actúa: una idea o un suceso, cuando se actualizan, toman una figura y se degradan. Así, de la conmoción de la turba de los seres derivó la Historia y, con ella, el único deseo puro que ha inspirado: que se acabe de una manera o de otra.
Demasiado maduros para otras auroras, y comprendiendo demasiados siglos para desear otros nuevos, sólo nos queda el revolcarnos en la escoria de las civilizaciones. La marcha del tiempo ya no seduce más que a los imberbes y a los fanáticos...
Somos los grandes decrépitos, apesadumbrados por los antiguos sueños, por siempre ineptos para la utopía, técnicos de fatigas, enterradores del futuro, horrorizados por los avatares del viejo Adán. El Arbol de la Vida no conocerá ya primavera: es un leño seco; con él harán ataúdes para nuestros huesos, nuestros sueños y nuestros dolores. Nuestra carne ha heredado el relente de las hermosas carroñas diseminadas a lo largo de milenios. Su gloria nos fascinó y la agotamos. En el cementerio del Espíritu reposan los principios y las fórmulas: lo Bello está definido y allí yace enterrado. Y también lo Verdadero, el Bien, el Saber y los Dioses. Allí se pudren todos. (La historia, ámbito donde se descomponen las mayúsculas y con ellas los que las imaginaron y mimaron.)
...Me paseo. Bajo esta cruz duerme su último sueño la Verdad; a su lado, el Atractivo; más lejos, el Rigor y sobre una multitud de losas que cubren delirios e hipótesis se yergue el mausoleo de lo Absoluto: en él yacen las falsas consolaciones y las engañosas cimas del alma. Pero más alto aún, el Error planea y detiene los pasos del fúnebre sofista.
Como la existencia del hombre es la aventura más considerable y más extraña que haya conocido la naturaleza, es inevitable que sea también la más corta; su fin es previsible y deseable: prolongarla indefinidamente sería indecente. Penetrado de los riesgos de su excepción, el animal paradójico va a jugar todavía durante siglos e incluso milenios su última carta. ¿Hay que lamentarlo? Es de todo punto evidente que jamás volverá a igualar sus glorias pasadas, pues nada presagia que sus posibilidades susciten un día un rival de Bach o de Shakespeare. La decadencia se manifiesta en primer lugar en las artes: la «civilización» sobrevive cierto tiempo a su descomposición. Así ocurrirá con el hombre: continuará sus proezas, pero sus recursos espirituales se habrán agotado, lo mismo que la frescura de su inspiración. La sed de poder y de dominio tiene demasiada garra sobre su alma: cuando sea dueño de todo no lo será ya de su fin. Como no está aún en posesión de todos los medios para destruir y destruirse, no perecerá de inmediato; pero es indudable que se forjará un instrumento de aniquilación total antes de descubrir una panacea, la cual, por otra parte, no parece entrar en las posibilidades de la naturaleza. Se anonadará en tanto que creador: ¿debemos concluir que todos los hombres desaparecerán de la tierra? No hay que ver las cosas color de rosa. Una buena parte, los supervivientes, seguirán arrastrándose, raza de infrahombres, alfeñiques del apocalipsis...
No está en la mano del hombre el evitar perderse. Su instinto de conquista y de análisis extiende su imperio para destruir a continuación lo que encuentra; lo que añade a la vida se vuelve contra ella. Esclavo de sus creaciones, es en tanto que creador un agente del Mal. Esto es tan cierto aplicado a un chapucero como a un sabio y en un plano absoluto al menor insecto y a Dios. La humanidad hubiera podido continuar estancada y prolongar su duración si no se hubiera compuesto más que de brutos y de escépticos; pero, aquejada de eficacia, ha promovido esa multitud jadeante y positiva, abocada a la ruina por exceso de trabajo y curiosidad. Ávida de su propio polvo, ha preparado su fin y lo prepara todos los días. Así, más cercana ya de su desenlace que de su comienzo, no reserva a sus hijos más que el ardor desengañado ante el apocalipsis...
La imaginación concibe sin esfuerzo un porvenir en el que los hombres gritarán a coro: «Somos los últimos: cansados del futuro, y aún más de nosotros mismos, hemos exprimido el jugo de la tierra y despojado los cielos. Ni la materia ni el espíritu pueden seguir alimentando nuestros sueños: este universo está tan seco como nuestros corazones. Ya no hay sustancia en ninguna parte: nuestros antepasados nos legaron su alma harapienta y su médula carcomida. La aventura toca a su fin; la conciencia expira; nuestros cantos se han desvanecido; ¡he aquí que ya luce el sol de los moribundos!
Si, por azar o por milagro, las palabras se volatilizasen nos sumergiríamos en una angustia y un alelamiento intolerables. Tal súbito mutismo nos expondría al más cruel suplicio. Es el uso del concepto el que nos hace dueños de nuestros temores. Decimos: la Muerte, y esta abstracción nos dispensa de experimentar su infinitud y su horror. Bautizando las cosas y los sucesos eludimos lo Inexplicable: la actividad del espíritu es un saludable trampear, un ejercicio de escamoteo; nos permite circular por una realidad dulcificada, confortable e inexacta. Aprender a manejar los conceptos desaprender a mirar las cosas... La reflexión nació un día de fuga; de ella resultó la pompa verbal. Pero cuando uno vuelve a sí mismo y se está solo sin la compañía de las palabras se redescubre el universo incalificado, el objeto puro, el acontecimiento desnudo: ¿de dónde sacaremos la audacia para afrontarlos? Ya no se especula sobre la muerte, se es la muerte; en lugar de adornar la vida y asignarle fines, se le quitan sus galas y se la reduce a su justa significación: un eufemismo para el Mal. Las grandes palabras: destino, infortunio, desgracia, se despojan de su brillo; y es entonces cuando se percibe a la criatura bregando con órganos desfallecientes, vencido por una materia postrada y atónita. Retirad al hombre la mentira de la Desdicha, dadle el poder de mirar por debajo de ese vocablo: no podrá un solo instante soportar su desdicha. Es la abstracción, las sonoridades sin contenido, dilapidadas y ampulosas, lo que le impidió hundirse, y no las religiones ni los instintos.
Cuando Adán fue expulsado del paraíso, en lugar de vituperar a su perseguidor se apresuró a bautizar las cosas: era la única manera de acomodarse en ellas y de olvidarlas; se pusieron las bases del idealismo. Y lo que no fue más que un gesto, una reacción de defensa en el primer balbuceador, se convirtió en teoría en Platón, Kant y Hegel.
Para no gravitar demasiado sobre nuestro accidente, convertimos en entidad hasta nuestro nombre: ¿cómo se va a morir uno cuando se llama Pedro o Pablo? Cada uno de nosotros, más atento a la apariencia inmutable de su nombre que a la fragilidad de su ser, se abandona a una ilusión de inmortalidad; una vez desvanecida la articulación, quedaríamos completamente solos; el místico que se desposa con el silencio ha renunciado a su condición de criatura. Imaginémosle, además, sin fe místico nihilista y tendremos la culminación desastrosa de la aventura terrestre.
...Es muy natural pensar que el hombre, cansado de palabras, al cabo del machaconeo del tiempo desbautizará las cosas y quemará sus nombres y el suyo en un gran auto de fe donde se hundirán sus esperanzas. Todos nosotros corremos hacia ese modelo final, hacia el hombre mudo y desnudo...
Experimento la edad de la Vida, su vejez, su decrepitud. Desde épocas incalculables transcurre sobre la superficie del globo gracias al milagro de esa falta inmortalidad que es la inercia; se retrasa aún en los reumatismos del Tiempo, en ese tiempo más viejo que ella, extenuado en su delirio senil, en el hartazgo de sus instantes, de su duración chocheante.
Y experimento todo el peso de la especie y asumo toda su soledad. ¡Ojalá desapareciese!, pero su agonía se prolonga hacia una eternidad de podredumbre. Proporciono a cada instante la opción de destruirme: no avergonzarse de respirar es una canallada. Ni pacto con la vida, ni pacto con la muerte: habiendo desaprendido a ser, consiento en borrarme. ¡Devenir, qué fechoría! Fatigado por todos los pulmones, el aire ya no se renueva. Cada día vomita su mañana y en vano me esfuerzo en imaginar el rostro de un solo deseo. Todo me es gravoso: extenuado como una bestia de carga que tuviese que tirar de la Materia, arrastro los planetas.
Que me ofrezcan otro universo, o sucumbo.
No me gustan más que la irrupción y el desplome de las cosas, el fuego que las suscita y el que las devora. La duración del mundo me exaspera; su nacimiento y su desaparición me encantan. Vivir bajo la fascinación del sol virginal y del sol decrépito; saltarse las pulsaciones del tiempo para captar la original y la última... , soñar con la improvisación de los astros y con su decantación; desdeñar la rutina de ser y precipitarse hacia los dos abismos que la amenazan; agotarse en el debut y en el término de los instantes...
...Así descubre uno dentro de sí el Salvaje y el Decadente, cohabitación predestinada y contradictoria: dos personajes que sufren la misma atracción del paso, el uno de la nada hacia el mundo, el otro del mundo hacia la nada: es la necesidad de una doble convulsión, a escala metafísica. Tal necesidad se traduce, a escala de la historia, en la obsesión del Adán a quien expulsó el paraíso y del que expulsará la tierra. Los dos extremos de la imposibilidad del hombre.
Por lo que hay de «profundo» en nosotros, estamos expuestos a todos los males: no hay salvación en tanto conservemos la conformidad con nuestro ser. Algo debe desaparecer de nuestra composición y un manantial nefasto debe secarse; no hay más que una salida: abolir el alma, sus aspiraciones y sus abismos; ello envenenó nuestros sueños; es preciso extirparla, lo mismo que su necesidad de «profundidad», su fecundidad «interior», y sus demás aberraciones. El espíritu y la sensación nos bastarán; de su concurso nacerá una disciplina de la esterilidad que nos preservará de los entusiasmos y de las angustias. Que ningún «sentimiento» vuelva a preocuparnos y que el «alma» llegue a ser el vejestorio más ridículo...
Si se pusiera en un platillo de la balanza el mal que los «puros» han derramado sobre el mundo y en el otro el mal proveniente de los hombres sin principios y sin escrúpulos, es el primer platillo el que inclinaría la balanza. En el espíritu que la propone, toda fórmula de salvación erige una guillotina... Los desastres de las épocas corrompidas tienen menos gravedad que los azotes causados por las épocas ardientes; el fango es más agradable; hay más suavidad en el vicio que en la virtud, más humanidad en la depravación que en el rigorismo. El hombre que reina y no cree en nada, he aquí el modelo de un paraíso de la decadencia, de una soberana solución de la historia. Los oportunistas han salvado a los pueblos: los héroes los han arruinado. Hay que sentirse contemporáneo, no de la Revolución y Bonaparte, sino de Fouché y Talleyrand: no le ha faltado a la versatilidad de éstos más que un suplemento de tristeza para que nos sugirieran con sus actos un Arte de vivir.
A las épocas disolutas corresponde el mérito de haber puesto al desnudo la esencia de la vida, de habernos revelado que todo no es sino farsa o amargura, y que ningún acontecimiento merece ser emperifollado, puesto que es necesariamente execrable. La mentira tramada de las grandes épocas de tal siglo, de tal rey, de tal papa... La «verdad» sólo se vislumbra en los momentos en los que los espíritus, olvidados del delirio constructivo, se dejan arrastrar por la disolución de las morales, de los ideales y de las creencias. Conocer, es ver; no es ni esperar ni emprender.
La estupidez que caracteriza las cimas de la historia sólo tiene equivalente en la ineptitud de sus agentes. Si se llevan hasta el fin los actos y los pensamientos es por una falta de agudeza. A un espíritu liberado le repugnan la tragedia y la apoteosis: las desgracias y las palmas le exasperan no menos que la banalidad. Ir demasiado lejos, es dar infaliblemente una prueba de mal gusto. El esteta tiene horror a la sangre, a lo sublime y a los héroes... No aprecia ya más que a los bromistas...
Un universo anticuado
El proceso de envejecimiento en el universo verbal sigue un ritmo de aceleración diferente al del mundo físico. Las palabras, demasiado repetidas, se extenúan y mueren, mientras que la monotonía constituye la ley de la materia: El espíritu necesitaría un diccionario infinito, pero sus medios se limitan a unos cuantos vocablos trivializados por el uso. Es así como lo nuevo, exigiendo combinaciones extrañas, obliga a las palabras a funciones inesperadas: la originalidad se reduce a la tortura del adjetivo y a una impropiedad sugestiva de la metáfora. Coloca las palabras en su sitio: el cementerio cotidiano de la Palabra. Lo sagrado en una lengua constituye la muerte: una palabra prevista es una palabra difunta; sólo su empleo artificial le inyecta un nuevo vigor, en espera de que el vulgo la adopte, la aje y la manche. El espíritu es preciosista o no es, en tanto que la naturaleza se huelga en la simplicidad de sus medios siempre iguales.
Lo que llamamos nuestra vida en relación a la vida sin más, es una creación incesante de modas con ayuda de la palabra artificialmente manejada; es una proliferación de futilidades, sin las cuales nos haría falta expirar en un bostezo que se tragaría la historia y la materia. Si el hombre inventa físicas nuevas, no es tanto para llegar a una explicación válida de la naturaleza como para escapar al hastío del universo conocido, habitual, vulgarmente irreductible, al cual atribuye arbitrariamente tantas dimensiones como adjetivos proyectamos sobre una cosa inerte que estamos cansados de ver y de sufrir como era vista y sufrida por la estupidez de nuestros ancestros o de nuestros antepasados próximos. ¡Malhaya quien, habiendo comprendido esta mascarada se aleja de ella! Habrá pisoteado el secreto de su vitalidad e irá a reunirse con la verdad inmóvil y sin atractivos de aquellos en los que las fuentes del Preciosismo se han secado, y cuyo espíritu se marchitó falto de artificio.
(Es completamente legítimo el momento en que la vida pasará de moda, cayendo en desuso como la luna o la tuberculosis después del abuso romántico: irá a coronar el anacronismo de los símbolos despojados y de las enfermedades desenmascaradas; volverá a ser ella misma: una dolencia sin prestigios, una fatalidad sin brillo. Y es fácilmente previsible el momento en el que ninguna esperanza surgirá ya de los corazones, en el que la tierra será tan glacial como las criaturas, en el que ningún sueño embellecerá la inmensidad estéril. La humanidad enrojecerá de procrear cuando vea las cosas como son. La vida sin la savia de los engaños y los errores, la vida pasada de moda, no encontrará ninguna clemencia ante el tribunal del espíritu. Pero, a fin de cuentas, ese mismo espíritu se desvanecerá: no es más que un pretexto en la nada, como la vida no es más que un prejuicio.
La historia se, sostiene mientras que por encima de las bogas transitorias, de las cuales los acontecimientos son la sombra, una moda más general planea como una invariante; pero cuando esta invariante se desvele a todos como un simple capricho, cuando la inteligencia del error de vivir llegue a ser un bien común y una verdad unánime, ¿de dónde sacaremos reaños para engendrar, o incluso para fingir el esbozo de un acto, el simulacro de un gesto? ¿Por qué arte sobrevivir a nuestros instintos clarividentes y a nuestros corazones lúcidos? ¿Qué prodigio reanimará un atentación futura en un universo anticuado?)
El hombre carcomido
No quiero ya colaborar con la luz ni emplear la jerga de la vida. No volveré a decir: «Yo soy» sin enrojecer. El impudor del aliento, el escándalo de la respiración están unidos al abuso de un verbo auxiliar...
Ya ha pasado el tiempo en que el hombre se pensaba en términos de aurora; en reposo sobre una materia anémica, helo aquí abierto a su verdadero deber, al deber de estudiar su perdición y de correr a ella... ¡está en el umbral de una nueva era: la de la Piedad de sí mismo. Y esta Piedad es su segunda caída, más neta y más humillante que la primera: es una caída sin rescate. En vano inspecciona los horizontes: mil y un salvadores se perfilan, salvadores de pega, ellos mismos desconsolados también. Se aparta de ellos para prepararse, en su alma excesivamente madura, a la dulzura de pudrirse... Llegado a lo más íntimo de su otoño, oscila entre la Apariencia y la Nada, entre la forma engañosa del ser y su ausencia: vibración entre dos irrealidades...
La conciencia ocupa el vacío que sigue a la erosión de la existencia por el espíritu. Se precisa la obnubilación de un creyente o de un idiota para integrarse a la «realidad», la cual se desvanece al acercarse la menor duda, cualquier sospecha de improbabilidad o un sobresalto de angustia, otros tantos rudimentos que prefiguran la conciencia y que, desarrollados, la engendran, la definen y la exasperan. Bajo el efecto de esta conciencia, de esta presencia incurable, el hombre accede a su más alto privilegio: el de perderse. Enfermo de honor de la naturaleza, corrompe la savia de ésta; vicio abstracto de los instintos, destruye su vigor. El universo se aja a su contacto y el tiempo hace las maletas... No podía realizarse y descender la pendiente más que sobre la ruina de los elementos. Una vez acabada su obra, ya está madura para desaparecer: ¿durante cuántos siglos todavía va a escucharse su estertor?
EL PENSADOR DE OCASION
Las ideas son los sucedáneos de los pesares.
MARCEL PROUST
El pensador de ocasión
Vivo en la espera de la Idea; la presiento, la cerco, me apodero de ella, y no puedo formularla, se me escapa, no me pertenece todavía: ¿la habré concebido en mi ausencia? Y ¿cómo, de inminente y confusa, volverla presente y luminosa en la agonía inteligible de la expresión? ¿Qué estado debo esperar para que ella florezca y se marchite?
Anti filósofo, aborrezco toda idea indiferente: no siempre estoy triste, luego no siempre pienso. Cuando miro a las ideas que parecen aún más inútiles que las cosas; de ese modo no he gustado más que de las elucubraciones de los grandes enfermos, de lo rumiado en los insomnios, de los relámpagos de un espanto incurable y de las dudas atravesadas de suspiros. La cantidad de claroscuro que una idea encubre es el único indicio de su profundidad, como el acento desesperado de su regocijo es el indicio de su fascinación. ¿Cuántas noches en blanco esconde vuestro pasado nocturno?: así deberíamos abordar a todo pensador. El que piensa cuando quiere no tiene nada que decirnos: está por encima, o más bien, al lado de su pensamiento, no es responsable de él, ni está en absoluto comprometido en él, pues nada gana ni pierde al arriesgarse en un combate en el que él mismo no es su propio enemigo. No le cuesta nada creer en la Verdad. No sucede lo mismo con un espíritu para el que lo verdadero y lo falso han dejado de ser supersticiones; destructor de todos los criterios, él se constata, como los enfermos y los poetas; piensa por accidente: la gloria de un malestar o de un delirio le bastan. ¿No es acaso una indigestión más rica en ideas que un desfile de conceptos? Las disfunciones de los órganos determinan la fecundidad del espíritu: quien no sienta su cuerpo jamás estará en disposición de concebir un pensamiento vivo; esperará inútilmente la sorpresa ventajosa de algún inconveniente...
En la indiferencia afectiva las ideas se dibujan; sin embargo, ninguna toma forma: corresponde a la tristeza ofrecer un clima a su eclosión. Les hace falta una cierta tonalidad, un cierto color para vibrar e iluminarse. Ser durante largo tiempo estéril es acecharlas, desearlas sin poder comprometerlas en una fórmula. Las «estaciones» del espíritu están condicionadas por un ritmo orgánico; no depende de «mí» el ser ingenuo o cínico: mis verdades son los sofismas de mi entusiasmo o de mi tristeza. Existo, siento y pienso al azar del instante y pese a mí. El Tiempo me constituye; me opongo en vano a él y soy. Mi no deseado presente se desenvuelve, me desenvuelve; como no puedo controlarlo, me limito a comentarlo; esclavo de mis pensamientos, juego con ellos, como un bufón de la fatalidad...
Las ventajas de la debilidad
El individuo que no va más allá de su calidad de hermoso ejemplar, de modelo acabado, y cuya existencia se confunde con su destino vital, se coloca fuera del espíritu. La masculinidad ideal obstáculo a la percepción de los matices comporta una insensibilidad para con lo sobrenatural cotidiano, de donde el arte saca su sustancia. Cuanto más naturaleza se es, menos se es artista. El vigor homogéneo, no diferenciado, opaco, fue idolatrado por el mundo de las leyendas, por las fantasías de la mitología. Cuando los griegos se entregaron a la especulación, el culto al efebo anémico reemplazó al de los gigantes; y los mismos héroes, simplones sublimes en tiempos de Homero, llegaron a ser, gracias a la tragedia, portadores de tormentos y dudas incompatibles con su tosca naturaleza.
La riqueza interior resulta de los conflictos que se tienen con uno mismo; pero la vitalidad que dispone plenamente de sí misma no conoce más que el combate exterior, el encarnizamiento con el objeto. En el macho a quien una dosis de feminidad debilita, se afrontan dos tendencias: por su faceta pasiva, capta todo un mundo de abandonos; por su faceta imperiosa, convierte su voluntad en ley. Mientras sus instintos permanecen inalterados, sólo interesa a la especie; en cuanto una insatisfacción secreta se desliza en ellos, se convierte en un conquistador. El espíritu le justifica, le explica y le excusa y, archivándole en el orden de los tontos superiores, le abandona a la curiosidad de la Historia, investigación de la estupidez en marcha...
Aquel para quien la existencia no constituya un mal a la vez vigoroso y vago, no sabrá jamás instalarse en el corazón de los problemas ni conocer los peligros. La condición propicia a la búsqueda de la verdad o de la expresión se halla a medio camino entre el hombre y la mujer: las lagunas de la «virilidad» son la sede del espíritu... Si la hembra pura, de la que no podría sospecharse ninguna anomalía sexual ni psíquica, está más vacía interiormente que un animal, el macho intacto agota la definición del «cretino». Considerad cualquier persona que haya retenido vuestra atención o excitado vuestro fervor: en su mecanismo algo se ha estropeado en su provecho. Despreciamos con justicia a los que no han aprovechado sus defectos, a los que no han explotado sus carencias y no se han enriquecido con sus pérdidas, lo mismo que despreciamos a todo hombre que no sufra por ser hombre o simplemente por ser. No se podría infligir a alguien ofensa más grave que llamarle «feliz», ni halagarle más que atribuyéndole «un fondo de tristeza»... Sucede que la alegría no está unida a ningún acto importante y que, salvo los locos, nadie ríe cuando está solo.
La «vida interior» es patrimonio de los delicados, de esos abortos estremecidos, sometidos a una epilepsia sin caídas ni baba. El ser biológicamente íntegro desconfía de la «profundidad», es incapaz de ella, la ve como una dimensión sospechosa que daña la espontaneidad de sus actos. No se engaña: con el repliegue sobre sí mismo comienza el drama del individuo su gloria y su declinar ; aislándose del flujo anónimo, del correr utilitario de la vida, se emancipa de los fines objetivos. Una civilización está «tocada» cuando los delicados dan el tono en ella; pero, gracias a ellos, ha triunfado definitivamente sobre la naturaleza y se derrumba. Un ejemplar extremo del refinamiento reúne en sí al exaltado y al sofista: ya no se adhiere a sus impulsos, los cultiva sin creer en ellos; es la debilidad omnisciente de las épocas crepusculares, prefiguración del eclipse del hombre. Los delicados nos dejan entrever el momento en que las porteras se verán azoradas por escrúpulos de estetas; en que los campesinos, abrumados por las dudas, ya no tendrán vigor para empuñar el arado; en que todos los seres, carcomidos por la clarividencia y vacíos de instintos, se extinguirán sin fuerzas para añorar la noche próspera de sus ilusiones...
El parásito de los poetas
I. No puede haber desenlace para la vida de un poeta. Todo lo que no ha emprendido, todos los instantes alimentados con lo inaccesible, le dan su poder. ¿Experimenta el inconveniente de existir? Entonces su facultad de expresión se reafirma, su aliento se dilata.
Una biografía sólo es legítima si hace evidente la elasticidad de un destino, la suma de variantes que comporta. Pero el poeta sigue una línea de fatalidad cuyo rigor nada flexibiliza. La vida les toca en suerte a los filisteos; y para suplir la que no han tenido se han inventado las biografías de los poetas...
La poesía expresa la esencia de lo que no podríamos poseer; su significación última: la imposibilidad de toda «actualidad». La alegría no es un sentimiento poético. (Proviene, sin embargo, de un sector del universo lírico donde el azar reúne, en un mismo haz, las llamas y las estupideces.) ¿Se ha visto alguna vez un canto de esperanza que no inspirase una sensación de malestar, incluso de repulsión? Y ¿cómo cantar una presencia cuando incluso lo posible está manchado por una sombra de vulgaridad? Entre la poesía y la esperanza, la incompatibilidad es completa; de este modo el poeta es víctima de una ardiente descomposición. ¿Quién se atrevería a preguntarle cómo ha experimentado la vida, cuando ha vivido gracias a la muerte? Cuando sucumbe a la tentación de felicidad, pertenece a la comedia... Pero si, por el contrario, de sus llagas brotan llamaradas, y canta a la felicidad esa incandescencia voluptuosa de la desdicha se sustrae al matiz de vulgaridad inherente a todo acento positivo. Es Hölderlin refugiándose en una Grecia soñada y transfigurando el amor en embriagueces más puras, en las de la irrealidad...
El poeta sería un tránsfuga odioso de la realidad si en su huida no llevase consigo su desdicha. Al contrario del místico o el sabio, no sabría escapar a sí mismo ni evadirse del centro de su propia obsesión: incluso sus éxtasis son incurables, y signos premonitorios de desastres. Inapto para salvarse, para él todo es posible, salvo su vida...
II. En esto reconozco a un verdadero poeta: frecuentándole, viviendo largo tiempo en la intimidad de su obra, algo se modifica en mí: no tanto mis inclinaciones o mis gustos como mi misma sangre, como si una dolencia sutil se hubiera introducido en ella para alterar su curso, su espesor y su calidad. Valéry o Stefan George nos dejan allí donde les abordamos, o nos vuelven más exigentes en el plano formal del espíritu: son genios de los que no sentimos necesidad, sólo son artistas. Pero un Shelley, pero un Baudelaire, pero un Rilke intervienen en lo más profundo de nuestro organismo, que se los apropia como lo haría con un vicio. En su proximidad, un cuerpo se fortifica, y luego se ablanda y se desagrega. Pues el poeta es un agente de destrucción, un virus, una enfermedad disfrazada y el peligro más grave, aunque maravillosamente impreciso, para nuestros glóbulos rojos. ¿Vivir en su territorio? Es sentir adelgazarse la sangre, es soñar un paraíso de la anemia, y oír, en las venas, el fluir de las lágrimas...
III. Mientras que el verso lo permite todo, y en él podéis verter lágrimas, vergüenzas, éxtasis y sobre todo quejas, la prosa os prohíbe expansionaros o lamentaros: repugna a su abstracción convencional. Exige otras verdades: controlables, deducidas, mesuradas. Pero, ¿y si se robasen las de la poesía; si se saquease su tema, y si uno se atreviese a tanto como los poetas? ¿Por qué no insinuar en el discurso nuestras indecencias, nuestras humillaciones, nuestras muecas y nuestros suspiros? ¿Por qué no estar descompuesto, podrido, ser cadáver, ángel o Satán en el lenguaje de lo vulgar, y traicionar patéticamente tantos aéreos y siniestros vuelos? Mucho mejor que en la escuela de los filósofos, es en la de los poetas en la que se aprende el valor de la inteligencia y la audacia de ser uno mismo. Sus «afirmaciones» hacen palidecer los apotegmas más extrañamente impertinentes de los antiguos sofistas. Nadie las adopta: ¿hubo jamás un solo pensador que fuese tan lejos como Baudelaire o que se atreviese a transformar en sistema una fulguración de Lear o un monólogo de Hamlet? Quizá Nietzsche antes de su fin, pero, ay, se obstinaba aún en sus estribillos de profeta... ¿Buscaremos del lado de los santos? Ciertos frenesíes de Teresa de Avila o de Ángeles de Foligno... Pero se encuentra demasiado a menudo a Dios, ese sinsentido consolador que, apuntalando su valor, disminuye su calidad. Pasearse sin convicciones y solo no es propio de un hombre, ni siquiera de un santo; a veces, sin embargo, lo es de un poeta...
Imagino a un pensador exclamando en un movimiento de orgullo: «¡Me gustaría que un poeta se fabricase un destino con mis pensamientos!». Pero para que su aspiración fuese legítima, haría falta que él mismo frecuentase largo tiempo a los poetas, que sacase de ellos delicias de maldición, y que les devolviese, abstracta y acabada, la imagen de sus propias caídas o de sus propios delirios; haría falta sobre todo que sucumbiese en el umbral del canto, e, himno vivo más allá de la inspiración, que conociese el pesar de no ser poeta, de no estar iniciado en la «ciencia de las lágrimas», en los azotes del corazón, en las orgías formales, en las inmortalidades del instante...
...Muchas veces he soñado con un monstruo melancólico y erudito, versado en todos los idiomas, íntimo de todos los versos y de todas las almas y que errase por el mundo para nutrirse de venenos, de fervores, de éxtasis, a través de las Persias, las Chinas, las Indias muertas, y las Europas moribundas, muchas veces he soñado con un amigo de los poetas que los hubiese conocido a todos por desesperación de no ser de los suyos.
Tribulaciones de un meteco
Surgido de alguna tribu infortunada, merodea por los bulevares de Occidente. Enamorado de patrias sucesivas, ya no espera ninguna: fijo en un crepúsculo intemporal, ciudadano del mundo y de ningún mundo es ineficaz, sin nombre y sin vigor. Los pueblos sin destino no sabrían dar uno a sus hijos que, sedientos de otros horizontes, se prendan de ellos y les agotan después, para acabar ellos mismos como espectros de sus admiraciones y de sus laxitudes. No teniendo nada que amar en su lugar de origen, ponen su amor en otra parte, en otros países, en donde su fervor asombra a los indígenas. Demasiado solicitados, los sentimientos se gastan y se degradan, empezando por la admiración... Y el meteco que se disipó en tantas carreteras, grita: «Me he forjado innumerables ídolos, he levantado por doquiera demasiados altares, me arrodillé ante multitud de dioses. Hoy, cansado de adorar, he despilfarrado la dosis de delirio que me tocó en suerte. No tenemos recursos más que para los absolutos de nuestra raza, pues un alma, como un país, no se expande más que en el interior de sus fronteras: pago por haberlas franqueado, por haberme hecho de lo Indefinido una patria y de divinidades extranjeras un culto, por haberme prosternado ante siglos que excluyeron mis antepasados. De dónde vengo, no sabría decirlo: en los templos, permanezco sin creencia; en las ciudades, sin ardor; junto a mis semejantes, sin curiosidad; sobre la tierra, sin certidumbres. Dadme un deseo preciso y derribaré el mundo. Libradme de esta vergüenza de los actos que me hace interpretar cada mañana la comedia de la resurrección y cada tarde la del entierro; en el intervalo, nada más que este suplicio en el sudario del hastío... Sueño con querer y todo lo que quiero me parece sin valor. Como un vándalo roído por la melancolía, me dirijo sin fin, yo sin yo, hacia ya no sé qué rincones... para descubrir un dios abandonado, un dios que fuese él mismo ateo, y dormirme a la sombra de sus últimas dudas y de sus últimos milagros».
El hastío de los conquistadores
París pesaba sobre Napoleón, según confesión propia, como un «manto de plomo»: diez millones de hombres perecieron a consecuencia de ello. Es el balance del «mal del siglo», cuando un René a caballo es su agente. Ese mal, nacido en la ociosidad de los salones del XVIII, en la molicie de una aristocracia demasiado lúcida, hizo estragos lejos, en los campos: los campesinos debieron pagar con su sangre un modo de sensibilidad, extraño a su naturaleza, y, con ellos, todo un continente. Las naturalezas excepcionales en las que se ha insinuado el Hastío, que tienen horror de todo lugar y la obsesión de un perpetuo más allá, sólo explotan el entusiasmo de los pueblos para multiplicar los cementerios. Aquel condotiero que lloraba sobre Werther y Ossian, ese Obermann que proyectaba su vacío en el espacio y que, según decía Josefina, no fue capaz más que de unos cuantos momentos de abandono, tuvo como misión inconfesada despoblar la tierra. El conquistador soñador es la mayor calamidad para los hombres; pero ellos no por esto dejan de idolatrarle; fascinados como están por los proyectos estrambóticos, los ideales dañosos, las ambiciones malsanas. Ninguna persona razonable fue objeto de culto, dejó un nombre, marcó con su huella un solo acontecimiento. Imperturbable ante una concepción precisa o un ídolo transparente, la masa se excita en torno a lo inverificable y los falsos misterios. ¿Quién murió jamás en nombre del rigor? Cada generación eleva monumentos a los verdugos de la precedente. No es menos cierto que las víctimas aceptaron de buen grado ser inmoladas en el momento en que creyeron en la gloria, ese triunfo de uno solo, esa derrota de todos...
La humanidad no ha adorado más que a los que la hicieron perecer. Los reinos o los ciudadanos que se extinguieron apaciblemente no figuran en la historia, ni tampoco el príncipe sensato, en todo tiempo despreciado por sus súbditos; la multitud gusta de lo novelesco incluso a sus expensas, pues el escándalo de las costumbres constituye la trama de la curiosidad humana y la corriente subterránea de todo suceso. La mujer infiel y el cornudo proveen a la comedia y a la tragedia, sin excluir la epopeya, de la casi totalidad de sus temas. Como la honestidad no tiene ni biografía ni encanto, desde la Ilíada hasta el sainete sólo el brillo del deshonor ha divertido e intrigado. Es, pues, muy natural que la humanidad se haya ofrecido como pasto a los conquistadores, que quiera hacerse pisotear, que una nación sin tiranos no haga hablar de ella, que la suma de iniquidades que un pueblo comete sea el único índice de su presencia y vitalidad. Una nación que ya no viola está en plena decadencia; es por su número de violaciones por el que revela sus instintos, su porvenir. Investigad a partir de qué guerra ha dejado de practicar, en gran escala, ese tipo de crimen: encontraréis el primer símbolo de su declive; a partir de qué momento el amor se ha convertido para ella en un ceremonial y la cama en una condición del espasmo, e identificaréis el comienzo de sus deficiencias y el fin de su herencia bárbara.
Historia Universal: Historia del Mal. Quitar los desastres del devenir humano vale tanto como querer concebir la naturaleza sin estaciones. Si no habéis contribuido a una catástrofe, desaparecéis sin dejar huella. Interesamos a los otros gracias a la desgracia que sembramos en nuestro derredor. «¡Nunca hice sufrir a nadie!»: exclamación por siempre extraña a una criatura de carne y hueso. Cuando nos entusiasmamos por un personaje del presente o del pasado, nos planteamos inconscientemente la pregunta: «¿Para cuántos seres fue causa de infortunio?» ¿Quién sabe si cada uno de nosotros no aspira al privilegio de matar a todos nuestros semejantes? Pero este privilegio está repartido entre un pequeño grupo de gente y nunca por entero: esta restricción explica únicamente por qué la tierra está poblada todavía. Asesinos indirectos, constituimos una masa inerte, una multitud de objetos frente a los verdaderos sujetos del Tiempo, frente a los grandes criminales cumplidos.
Pero consolémonos: nuestros descendientes próximos o lejanos nos vengarán. Pues no es difícil imaginar un momento en el que los hombres se degollarán los unos a los otros por asco de sí mismos, en el que el Hastío dará cuenta de sus prejuicios y sus reticencias, en el que saldrán a la calle a apagar su sed de sangre y en el que el sueño destructor prolongado a través de tantas generaciones llegará a ser patrimonio común...
Música y escepticismo
He buscado la duda en todas las artes y no la he encontrado más que camuflada, furtiva, huida en los entreactos de la inspiración, surgida del relajamiento del impulso; pero he renunciado a buscarla, incluso bajo esa forma, en música; ahí no podría florecer: ignorando la ironía, la música procede no de las malicias del intelecto, sino de los matices tiernos o vehementes de la ingenuidad, estupidez de lo sublime, irreflexión de lo infinito... Como el rasgo de ingenio no tiene equivalente sonoro, es denigrar a un músico llamarle inteligente. Este atributo le disminuye y no tiene lugar en esa cosmogonía lánguida donde, a modo de dios ciego, improvisa universos. Si fuera consciente de su don, de su genio, sucumbiría al orgullo; pero es irresponsable; nacido en el oráculo, no puede comprenderse a sí mismo. A los estériles toca interpretarle: él no es crítico, como Dios no es teólogo.
Caso límite de irrealidad y de absoluto, ficción infinitamente real, mentira más verdadera que el mundo, la música pierde sus prestigios en cuanto, secos o morosos, nos disociamos de la Creación y el mismo Bach nos parece un rumor insípido; es el punto extremo de nuestra no participación en las cosas, de nuestra frialdad y de nuestra decadencia. ¡Reir socarronamente en medio de lo sublime, triunfo sardónico del principio subjetivo, que nos emparenta con el Diablo! Quien ya no tiene lágrimas para la música, quien ya no vive más que del recuerdo de las que vertió, está perdido: la estéril clarividencia dio buena cuenta del éxtasis del que surgían mundos...
El autómata
Respiro por prejuicio. Y contemplo el espasmo de las ideas, mientras que el Vacío se sonríe a sí mismo... No más sudor en el espacio, no más vida; la menor vulgaridad la hará reaparecer: basta un segundo de espera.
Cuando uno se percibe existir, se experimenta la sensación de un demente maravillado que sorprende su propia locura y se empecina en vano en darle un nombre. La costumbre embota nuestro asombro de existir: somos, y ya no le damos más vueltas, ocupamos nuestra plaza en el asilo de los existentes.
Conformista, vivo, intento vivir, por imitación, por respeto a las reglas del juego, por horror a la originalidad. Resignación de autómata: poner cara de fervor y reírse secretamente; no plegarse a las convenciones más que para repudiarlas a escondidas; figurar en todos los registros, pero sin residencia en el tiempo; salvar la cara, cuando sería imperioso perderla...
El que lo desprecia todo debe adoptar un aire de dignidad perfecta, inducir a error a los otros e incluso a sí mismo: cumplirá así más fácilmente su tarea de falso viviente. ¿Para qué mostrar nuestra ruina si podemos fingir la prosperidad? El infierno no tiene modales: es la imagen exasperada de un hombre franco y grosero, es la tierra concebida sin ninguna superstición de elegancia y civismo.
Acepto la vida por cortesía: la perpetua rebelión es de tan mal gusto como lo sublime del suicidio. A los veinte años se truena contra los cielos y la basura que cubren; después se cansa uno. La facha trágica no corresponde más que a una pubertad prolongada y ridícula; pero hacen falta mil pruebas para acceder al histrionismo del desapego.
Quien, emancipado de todos los principios al uso, no dispusiera de ningún don de comediante, sería el arquetipo del infortunio, el ser idealmente desgraciado. Es inútil construir tal modelo de franqueza: la vida no es tolerable más que por el grado de mistificación que ponemos en ella. Tal modelo sería la ruina súbita de la sociedad, pues la «dulzura» de vivir en común reside en la imposibilidad de dar libre curso al infinito de nuestros pensamientos ocultos. Gracias a que somos todos impostores, nos soportamos los unos a los otros. Quien no aceptase mentir vería a la tierra huir bajo sus pies: estamos biológicamente constreñidos a lo falso. No hay héroe moral que no sea o pueril, o ineficaz, o inauténtico; pues la verdadera autenticidad es el emporcamiento en el fraude, en el decoro de la pública adulación y la difamación secreta. Si nuestros semejantes pudiesen constatar nuestras opiniones sobre ellos, el amor, la amistad, la devoción, serían por siempre tachados de los diccionarios; y si tuviésemos el valor de mirar cara a cara las dudas que concebimos tímidamente sobre nosotros mismos, ninguno de nosotros proferiría un «yo» sin avergonzarse. La mascarada arrastra todo lo que vive, desde el troglodita hasta el escéptico. Como sólo el respeto de las apariencias nos separa de las carroñas, precisar el fondo de las cosas y de los seres es perecer; atengámonos a una nada más agradable: nuestra constitución no tolera más que una cierta dosis de verdad...
Guardemos en lo más profundo de nosotros una certeza superior a todas las otras: la vida no tiene sentido, no puede tenerlo. Deberíamos matarnos inmediatamente si una revelación imprevista nos persuadiese de lo contrario. Si desapareciese el aire, aún respiraríamos; pero nos ahogaríamos en cuanto se nos quitase el gozo de la inanidad...
Sobre la melancolía
Cuando uno no puede librarse de sí mismo, se deleita devorándose. En vano se llamaría al Señor de las Sombras, el dispensador de una maldición precisa: se está enfermo sin enfermedad y se es réprobo sin vicios. La melancolía es el estado soñado del egoísmo: ningún objeto fuera de sí mismo, no más motivos de odio o de amor, sino esa misma caída en un fango languideciente, ese mismo revolverse de condenado sin infierno, esas mismas reiteraciones de un ardor de perecer... Mientras que la tristeza se contenta con un marco de fortuna, la melancolía precisa una orgía de espacio, un paisaje infinito para desplegar en él su gracia desagradable y vaporosa, su malestar sin contornos, que, por miedo a curar, teme un límite a su disolución y sus ondulaciones. Florece la flor más extraña del amor propio entre los venenos de los que extrae su savia y el vigor de todos sus desfallecimientos. Alimentándose de lo que la corrompe, esconde, bajo su nombre melodioso, el Orgullo de la Derrota y el Apiadamiento de sí mismo...
El ansia de primar
Un César está más cerca de un alcalde de pueblo que de un espíritu soberanamente lúcido pero desprovisto de instinto de dominio. Lo importante es mandar: a ello aspira la casi totalidad de los hombres. Ya tengáis en vuestras manos un imperio, una tribu, una familia o un criado, desplegáis vuestro talento de tirano, glorioso o caricaturesco: todo un mundo o una sola persona está a vuestras órdenes. Así se establece la serie de calamidades que provienen de la necesidad de primar...
Nos codeamos con sátrapas por todas partes: cada uno según sus medios se busca una multitud de esclavos o se contenta con uno solo. Nadie se basta a sí mismo: el más modesto encontrará siempre un amigo o una compañera para hacer valer su sueño de autoridad. El que obedece se hará a su vez obedecer: de víctima pasará a ser verdugo; es el supremo deseo de todos. Sólo los mendigos y los sabios no lo experimentan; a menos que su juego sea aún más sutil...
El ansia de poder permite a la Historia renovarse y permanecer sin embargo fundamentalmente igual; las religiones tratan de combatir ese ansia; no logran sino exasperarla. El cristianismo hubiera tenido como desenlace que la tierra fuera un desierto o un paraíso. Bajo las formas variables que el hombre puede revestir se esconde una constante, un fondo idéntico, que explica por qué, contra todas las apariencias de cambio, evolucionamos en círculo, y por qué, si perdiésemos, a raíz de una intervención sobrenatural, nuestra condición de monstruos y fantoches, la historia desaparecería inmediatamente.
Intentad ser libres: os moriréis de hambre. La sociedad no os tolera más que si sois sucesivamente serviles y despóticos; es una prisión sin guardianes, pero de la que no se escapa uno sin perecer. ¿A dónde ir, cuando no puede vivirse más que en la sociedad y cuando no se tienen ya instintos, y cuando no se es tan lanzado como para mendigar, ni tan equilibrado como para entregarse a la sabiduría? A fin de cuentas, uno sigue como todo el mundo, fingiendo atarearse; uno se resigna a tal extremo gracias a los recursos del artificio, entendiendo que es menos ridículo simular la vida que vivirla.
Mientras que los hombres sientan pasión por la sociedad, reinará en ella un canibalismo disfrazado. El instinto político es la consecuencia directa del Pecado, la materialización inmediata de la Caída. Cada uno debería estar ocupado en su soledad, pero cada uno vigila la de los otros. Los ángeles y los bandidos tienen sus jefes: ¿cómo las criaturas intermedias el grueso de la humanidad podrían prescindir de ellos? Quitadles el deseo de ser esclavos o tiranos; demoléis la sociedad en un abrir y cerrar de ojos. El pacto de los monos está por siempre sellado; y la historia sigue su curso, horda jadeante entre crímenes y sueños. Nada puede detenerla: incluso los que la execran participan en su carrera...
Posición del pobre
Propietarios y mendigos: dos categorías que se oponen a cualquier cambio, a cualquier desorden renovador. Colocados en los dos extremos de la escala social, temen toda modificación para bien o para mal: están igualmente establecidos, los unos en la opulencia, los otros en la miseria. Entre ellos se sitúan sudor anónimo, fundamento de la sociedad los que se agitan, penan, perseveran y cultivan el absurdo de esperar. El Estado se nutre con su anemia; la idea de ciudadano no tendría ni contenido ni realidad sin ellos, lo mismo que el lujo y la limosna: los ricos y los mendigos son los parásitos del Pobre.
Hay mil remedios para la miseria, pero ninguno para la pobreza. ¿Cómo socorrer a los que se obstinan en no morirse de hambre? Ni Dios podría corregir su suerte. Entre los favorecidos de la fortuna y los harapientos circulan esos hambrientos honorables, explotados por el fasto y los andrajos, saqueados por quienes, aborreciendo del trabajo, se instalan, según su suerte y vocación, en el salón o en la calle. Y así avanza la humanidad: con algunos ricos, con algunos mendigos y con todos sus pobres...
ROSTROS DE LA DECADENCIA
Ganz vergessener Wölker Müdigkeiten
Kann ich nicht abtun von meinen Lidern.
HUGO VON HOFMANNSTHAL
Una civilización comienza a decaer a partir del momento en que la Vida se convierte en su única obsesión. Las épocas de apogeo cultivan los valores por sí mismos: la vida no es más que un medio de realizarlos; el individuo no sabe que vive, él vive, esclavo feliz de las formas que engendra, mima e idolatra. La afectividad le domina y le llena. No hay creación alguna sin los recursos del «sentimiento», que son limitados; sin embargo, para el que no experimenta más que su riqueza, parecen inagotables: esta ilusión produce la historia. En la decadencia, el resecamiento afectivo no permite más que dos modalidades de sentir y de comprender: la sensación y la idea. Ahora bien, es por la afectividad por lo que uno se entrega al mundo de los valores, y se proyecta vitalidad en las categorías y en las normas. La actividad de una civilización en sus momentos fecundos consiste en hacer salir las ideas de su nada abstracta, en transformar los conceptos en mitos. El paso del individuo anónimo al individuo consciente no se ha dado todavía: sin embargo, es inevitable. Medidlo: en Grecia, de Homero a los sofistas; en Roma, de la antigua República austera a las «sabidurías» del Imperio; en el mundo moderno, de las catedrales a los encajes del siglo XVIII.
Una nación no podría crear indefinidamente. Está llamada a dar expresión y sentido a un conjunto de valores que se agotan con el alma que les engendró. El ciudadano se despierta de una hipnosis productiva, el reino de la lucidez comienza: las masas ya no manejan más que categorías vacías. Los mitos vuelven a convertirse en conceptos: es la decadencia. Y las consecuencias se hacen sentir: el individuo quiere vivir, convierte la vida en finalidad, se asciende al rango de pequeña excepción. El balance de esas excepciones, al componer el déficit de una civilización, prefigura su desaparición. Todo el mundo ha alcanzado la delicadeza; pero ¿acaso no es la radiante estupidez de los cándidos quien realiza la tarea de las grandes épocas?
Montesquieu sostiene que al final del Imperio, el ejército romano no estaba formado más que por la caballería. Pero descuida indicarnos la razón de ello. ¡Imaginemos al legionario saturado de gloria, de riqueza y de desenfreno después de haber recorrido innumerables países y perdido su fe y su vigor al contacto de tantos templos y tantos vicios, imaginémosle a pie! Conquistó el mundo como infante; lo perderá como jinete. En toda blandura se revela una incapacidad fisiológica de adherirse por más tiempo a los mitos de la comunidad. El soldado emancipado y el ciudadano lúcido sucumben bajo el bárbaro. El descubrimiento de la Vida aniquila la vida.
Cuando todo un pueblo, en diferentes grados, está al acecho de sensaciones raras, cuando por las sutilezas del gusto complica sus reflejos, accede a un nivel de superioridad fatal. La decadencia no es más que el instinto tornado impuro por la acción de la conciencia. Así, no puede sobrestimarse la importancia de la gastronomía en la existencia de una colectividad. El acto consciente de comer es un fenómeno alejandrino; el bárbaro se alimenta. El eclecticismo intelectual y religioso, el ingenio sensual, el esteticismo y la obsesión experta de la buena mesa, son los signos diferentes de una misma forma de espíritu. Cuando Gabius Apicius peregrinaba por las costas de África para buscar langostas, sin establecerse en parte alguna porque no las encontraba a su gusto, era contemporáneo de las almas inquietas que adoraban multitud de dioses extranjeros sin encontrar satisfacción ni reposo. Sensaciones raras, deidades diversas, frutos paralelos de una misma sequedad, de una misma curiosidad sin resorte interior. El cristianismo apareció: un solo Dios, y el ayuno. Y la era de lo trivial y lo sublime comenzó...
Un pueblo se muere cuando no tiene fuerza para inventar otros dioses, otros mitos, otros absurdos; sus ídolos palidecen y desaparecen; busca otros, en otra parte, y se siente solo ante monstruos desconocidos. También esto es la decadencia. Pero si uno de esos monstruos adquiere primacía sobre él, otro mundo se pergeña, tosco, oscuro, intolerante hasta que agota su dios y se libera de él; pues el hombre sólo es libre y estéril en los intervalos en que los dioses mueren; esclavo y creador cuando, tiranos, prosperan.
Meditar las sensaciones saber que se come , he ahí una toma de conciencia gracias a la cual un acto elemental rebasa su objetivo inmediato. Junto al asco intelectual se desarrolla otro, más profundo y más peligroso: proveniente de las vísceras, desemboca en la forma más grave de nihilismo, el nihilismo de la plétora. Las consideraciones más amargas no podrían compararse, en sus efectos, a la visión que sigue a un festín opulento. Toda comida que supera en duración los escasos minutos y en manjares lo necesario, desarticula nuestras convicciones. El abuso culinario y la saciedad destruyeron al Imperio más implacablemente que lo hicieron las sectas orientales y las doctrinas griegas mal asimiladas. Sólo se experimenta un auténtico estremecimiento de escepticismo en torno a una mesa copiosa. El «Reino de los Cielos» debía ofrecerse como una tentación después de tantos excesos o como una sorpresa deliciosamente perversa en la monotonía de la digestión. El hambre busca en la religión una vía de salvación; la saciedad, un veneno. «Salvarse» por medio de los virus y, en la indistinción de las oraciones y los vicios, huir del mundo y revolcarse en él por el mismo acto... esto es sin duda el summum de las amarguras del alejandrinismo.
Hay una plenitud de disminución en toda civilización demasiado madura. Los instintos se flexibilizan; los placeres se dilatan y no corresponden ya a su función biológica; el placer se convierte en fin en sí mismo, su prolongación en un arte, el escamoteamiento del orgasmo en una técnica, la sexualidad en una ciencia. Procedimientos e inspiraciones librescas para multiplicar las vías del deseo, la imaginación torturada para diversificar los preliminares del gozo, el mismo espíritu mezclado con un sector extraño a su naturaleza y sobre el cual no debería tener ninguna garra, son otros tantos síntomas de empobrecimiento de la sangre y de intelectualización mórbida de la sangre. El amor concebido como ritual hace a la inteligencia soberana en el imperio de la tontería. Se resienten de ello los automatismos; obstaculizados, pierden su impaciencia por provocar una inconfesable contorsión; los nervios se convierten en teatro de malestares y estremecimientos clarividentes y finalmente la sensación se continúa más allá de su duración bruta gracias a la habilidad de dos verdugos de la voluptuosidad estudiada. Se trata del individuo engañando a la especie, de la sangre demasiado tibia aún para aturdir al espíritu, es la sangre enfriada y aguada por las ideas, la sangre racional...
Instintos roídos por la conversación...
Del diálogo nunca salió nada monumental, explosivo, «grande». Si la humanidad no se hubiera complacido en discutir sus propias fuerzas, nunca hubiera superado la visión y los modelos de Homero. Pero la dialéctica, estragando la espontaneidad de los reflejos y la frescura de los mitos, ha reducido al héroe a un modelo titubeante. Los Aquiles de hoy deben temer a más de un talón... La vulnerabilidad, antaño parcial y sin importancia, se ha convertido en el privilegio maldito, la esencia de cada ser. La conciencia ha penetrado en todas partes y se instala hasta en la médula; de tal modo que el hombre no vive ya en la existencia, sino en la teoría de la existencia...
Quien, lúcido, se comprenda, se explique, se justifique y domine sus actos, jamás hará un gesto memorable. La psicología es la tumba del héroe. Los millares de años de religión y razonamiento han debilitado los músculos, la decisión y la impulsividad aventurera. ¿Cómo no despreciar las empresas de la gloria? Todo acto en el que no preside la maldición luminosa del espíritu representa una supervivencia de la estupidez ancestral. Las ideologías no fueron inventadas más que para dar un lustre al fondo de barbarie que se mantiene a través de los siglos, para cubrir las inclinaciones asesinas comunes a todos los hombres. Hoy se mata en nombre de algo; nadie se atreve a hacerlo espontáneamente; de tal suerte que incluso los verdugos deben invocar motivos y, al estar el heroísmo en desuso, quien se deja tentar por él, más bien resuelve un problema que consuma un sacrificio. La abstracción se ha insinuado en la vida y en la muerte; los «complejos» se apoderan de grandes y pequeños. De la Ilíada a la Psicopatología: este es todo el camino del hombre.
En las civilizaciones en retroceso, el crepúsculo es el signo de un noble castigo. ¡Qué deliciosa ironía deben experimentar al verse excluidas del devenir, tras haber fijado durante siglos las normas del poder y los criterios del gusto! Con cada una de ellas todo un mundo se extingue. ¡Sensaciones del último griego, del último romano! ¿Cómo no prendarse de las grandes puestas de sol? El encanto agónico que rodea una civilización, después de que ha abordado ya todos los problemas y los ha falseado maravillosamente, ofrece más atractivos que la ignorancia inviolada por la que comenzó.
Cada civilización finge una respuesta a las interrogaciones que el universo suscita; pero el misterio permanece intacto; otras civilizaciones, con nuevas curiosidades, se aventurarán en él, igualmente en vano, pues cada una de ellas no es sino un sistema de equivocaciones...
En el apogeo se engendran los valores; en el crepúsculo, usados y derrotados, son abolidos. Fascinación de la decadencia, de las épocas en que las verdades no tienen ya vida..., en las que se amontonan como esqueletos en el alma pensativa y seca, en el osario de los sueños...
¡Cuán caro me es ese filósofo de Alejandría llamado Olimpius, quien, como oyese a una voz cantar el Aleluya en el Serapeion, se expatrió para siempre! Esto sucedió hacia el fin del siglo cuarto: la sombría locura de la Cruz lanzaba ya sus sombras sobre el Espíritu.
Hacia la misma época, un gramático, Paladas, acertó a escribir: «Nosotros, los griegos, ya no somos sino cenizas. Nuestras esperanzas están tan enterradas como las de los muertos.» Y esto es cierto para todas las inteligencias de entonces.
En vano los Celso, Porfirio, Juliano el Apóstata, se obstinan en detener esa sublimidad nebulosa que rebosa de las catacumbas: los apóstoles han dejado sus estigmas en las almas y multiplican sus estragos en las ciudades. La era de la gran Fealdad comienza: una histeria sin calidad se extiende por el mundo. San Pablo el agente electoral más considerable de todos los tiempos ha hecho sus giras, infectando con sus epístolas la claridad del mundo antiguo. ¡Un epiléptico triunfa sobre cinco siglos de filosofía! ¡La Razón confiscada por los Padres de la Iglesia! Y si busco la fecha más mortificante para el orgullo del espíritu, si recorro el inventario de las intolerancias, no encuentro nada comparable a ese año 529, en el que, por orden de Justiniano, se cerró la escuela de Atenas: Una vez oficialmente suprimido el derecho a la decadencia, creer se convierte en una obligación... Este es el momento más doloroso en la historia de la Duda.
Cuando un pueblo no tiene ya ningún prejuicio en la sangre, no le queda como último recurso más que la voluntad de disgregarse. A imitación de la música, esa disciplina de la disolución, se despide de las pasiones, del derroche lírico, de la sentimentalidad, de la ceguera. A partir de entonces, ya no podrá adorar sin ironía: el sentido de las distancias será por siempre su atributo.
El prejuicio es una verdad orgánica, falsa en sí misma, pero acumulada por las generaciones y transmitida: no hay modo de librarse de ella impunemente. El pueblo que renuncia a ella sin escrúpulos se reniega sucesivamente hasta que ya no le queda nada de lo que renegar. La duración y la consistencia de una colectividad coinciden con la duración y la consistencia de sus prejuicios. Los pueblos orientales deben su perennidad a su fidelidad hacia ellos mismos: al no haber evolucionado apenas, no se han traicionado: no han vivido, en el sentido en que la vida es concebida por las civilizaciones de ritmo precipitado, las únicas de las que se ocupa la historia; pues esta disciplina de las auroras y de las agonías jadeantes es una novela que se pretende rigurosa y que bebe sus temas en los archivos de la sangre...
El alejandrinismo es un período de sabias negaciones, un estilo de inutilidad y de rechazo, un paseo de erudición y sarcasmo a través de la confusión de los valores y las creencias. Su espacio ideal se encontraría en la intersección de la Hélade y del París de antaño, en el punto de confluencia del ágora y del salón. Una civilización evoluciona de la agricultura a la paradoja. Entre estos dos extremos se desenvuelve el combate entre la barbarie y la neurosis: de aquí resulta el equilibrio inestable de las épocas creadoras. Tal combate se aproxima a su fin: todos los horizontes se abren sin que ninguno pueda excitar una curiosidad juntamente fatigada y despierta. Es ahora cuando toca al individuo desengañado florecer en el vacío y al vampiro intelectual abrevarse en la sangre viciada de las civilizaciones. ¿Hay que tomarse la Historia en serio o asistir a ella como espectador? ¿Hay que ver en ella un esfuerzo hacia una meta o el juego de una luz que se aviva y palidece sin necesidad ni razón? La respuesta depende de nuestro grado de ilusión sobre el hombre, de nuestra curiosidad por averiguar la manera en que se resolverá esa mezcla de vals y de matadero que compone y estimula su devenir.
Hay un Weltschmerz, un mal del siglo, que no es sino la dolencia de una generación; hay otro que se desprende de toda la experiencia histórica y que se impone como única conclusión para los tiempos venideros. Se trata de «lo vago en el alma», la melancolía del «fin del mundo». Todo cambia de aspecto, hasta el sol, todo envejece, hasta la desdicha.
Incapaces de retórica, somos los románticos de la decepción clara. Hoy, Werther, Manfredo, René, conocedores de su dolencia, lo explayarían sin pompa. ¡Biología, fisiología, psicología, nombres grotescos que, al suprimir la ingenuidad de nuestra desesperación e introducir el análisis en nuestros cantos, nos hacen despreciar la declaración! Filtradas por los Tratados, nuestras doctas amarguras explican nuestras vergüenzas y clasifican nuestros frenesíes.
Cuando la conciencia llegue a inclinarse sobre todos nuestros secretos, cuando sea evacuado de nuestra desdicha el último vestigio de misterio, ¿guardaremos aún un resto de fiebre y de exaltación para contemplar la ruina de la existencia y de la poesía?
Sentir el peso de la historia, el fardo del devenir y ese abatimiento bajo el que se dobla la conciencia cuando considera el conjunto y la inanidad de los acontecimientos pasados o posibles... La nostalgia en vano invoca un impulso ignorante de las lecciones que se desprenden de todo lo que fue; hay un cansancio para el que el mismo futuro es un cementerio, un cementerio virtual como todo lo que espera llegar a ser. Los siglos se han hecho más gravosos y pesan sobre cada instante. Estamos más podridos que todas las épocas, más descompuestos que todos los imperios. Nuestro agotamiento interpreta la historia, nuestra postración nos hace escuchar estertores de las naciones. Como actores cloróticos, nos aprestarnos a interpretar los papeles de relleno en el tiempo castigado; el telón del universo está apolillado, y a través de sus agujeros no se ven sino máscaras y fantasmas...
El error de los que captan la decadencia es querer combatirla, mientras que lo que haría falta es fomentarla: al desarrollarse, se agota y permite el acceso de otras formas. El verdadero precursor no es quien propone un sistema cuando nadie lo quiere, sino más bien quien precipita el Caos y es su agente y turiferario. Es una vulgaridad trompetear dogmas en plena época extenuada, en la que todo sueño de futuro parece delirio o impostura. Encaminarse hacia el fin de la historia con una flor en la solapa: única vestimenta apropiada en el desenvolvimiento del tiempo. ¡Qué lástima que no haya un Juicio Final, que no tengamos ocasión para un gran desafío! Los creyentes: farsantes de la eternidad; la fe: necesidad de una escena intemporal... Pero los incrédulos morimos con nuestros decorados y demasiado cansados para dejarnos engañar por las pompas prometidas a nuestros cadáveres...
Según el Maestro Eckhart, la divinidad precede a Dios, y es su esencia, su fondo insondable. ¿Qué encontraríamos en lo más íntimo del hombre que definiese su sustancia por oposición a la esencia divina? La neurastenia; ésta es al hombre lo que la divinidad es a Dios.
Vivimos en un clima de agotamiento: el acto de crear, de forjar, de fabricar es menos significativo por sí mismo que por el vacío, por la caída que le sigue. Comprometido por nuestros esfuerzos siempre e inevitablemente, el fondo divino e inagotable se sitúa fuera del campo de nuestros conceptos y nuestras sensaciones. El hombre ha nacido con la vocación de la fatiga: cuando adoptó la posición vertical y disminuyó así sus posibilidades de apoyo, se condenó a debilidades desconocidas para el animal que fue. ¡Llevar sobre dos piernas tanta materia y todas las repugnancias anejas a ella! Las generaciones acumulan la fatiga y la transmiten; nuestros padres nos legan un patrimonio de anemia, reservas de desánimo, recursos de descomposición y una energía de muerte que llega a ser más poderosa que nuestros instintos de vida. Y es así como la costumbre de desaparecer, apoyada por nuestro capital de laxitud, nos permitirá realizar, en la carne difusa, la neurastenia, nuestra esencia...
No hay ninguna necesidad de creer en una verdad para sostenerla ni de amar una época para justificarla, pues todo principio es demostrable y todo acontecimiento legítimo. El conjunto de los fenómenos fruto del espíritu o del tiempo, indiferentemente es susceptible de ser aceptado o negado según nuestra disposición del momento: los argumentos, surgidos de nuestro rigor o de nuestro capricho, valen todos igual. Nada es indefendible, desde la proposición más absurda al crimen más monstruoso. La historia de las ideas, como la de los hechos, se despliega en un clima insensato: ¿quién podría con buena fe encontrar un árbitro que zanjase los litigios de esos gorilas anémicos o sanguinarios? Este mundo es el lugar donde todo puede afirmarse con igual verosimilitud: axiomas y delirios son intercambiables; ímpetus y desfallecimientos se confunden; elevaciones y bajezas participan de un mismo movimiento. Indicadme un solo caso en apoyo del cual nada pudiera encontrarse. Los abogados del infierno no tienen menos títulos de verdad que los del cielo, y yo defendería la causa del sabio y la del loco con igual fervor. El tiempo corrompe todo lo que se agita y actúa: una idea o un suceso, cuando se actualizan, toman una figura y se degradan. Así, de la conmoción de la turba de los seres derivó la Historia y, con ella, el único deseo puro que ha inspirado: que se acabe de una manera o de otra.
Demasiado maduros para otras auroras, y comprendiendo demasiados siglos para desear otros nuevos, sólo nos queda el revolcarnos en la escoria de las civilizaciones. La marcha del tiempo ya no seduce más que a los imberbes y a los fanáticos...
Somos los grandes decrépitos, apesadumbrados por los antiguos sueños, por siempre ineptos para la utopía, técnicos de fatigas, enterradores del futuro, horrorizados por los avatares del viejo Adán. El Arbol de la Vida no conocerá ya primavera: es un leño seco; con él harán ataúdes para nuestros huesos, nuestros sueños y nuestros dolores. Nuestra carne ha heredado el relente de las hermosas carroñas diseminadas a lo largo de milenios. Su gloria nos fascinó y la agotamos. En el cementerio del Espíritu reposan los principios y las fórmulas: lo Bello está definido y allí yace enterrado. Y también lo Verdadero, el Bien, el Saber y los Dioses. Allí se pudren todos. (La historia, ámbito donde se descomponen las mayúsculas y con ellas los que las imaginaron y mimaron.)
...Me paseo. Bajo esta cruz duerme su último sueño la Verdad; a su lado, el Atractivo; más lejos, el Rigor y sobre una multitud de losas que cubren delirios e hipótesis se yergue el mausoleo de lo Absoluto: en él yacen las falsas consolaciones y las engañosas cimas del alma. Pero más alto aún, el Error planea y detiene los pasos del fúnebre sofista.
Como la existencia del hombre es la aventura más considerable y más extraña que haya conocido la naturaleza, es inevitable que sea también la más corta; su fin es previsible y deseable: prolongarla indefinidamente sería indecente. Penetrado de los riesgos de su excepción, el animal paradójico va a jugar todavía durante siglos e incluso milenios su última carta. ¿Hay que lamentarlo? Es de todo punto evidente que jamás volverá a igualar sus glorias pasadas, pues nada presagia que sus posibilidades susciten un día un rival de Bach o de Shakespeare. La decadencia se manifiesta en primer lugar en las artes: la «civilización» sobrevive cierto tiempo a su descomposición. Así ocurrirá con el hombre: continuará sus proezas, pero sus recursos espirituales se habrán agotado, lo mismo que la frescura de su inspiración. La sed de poder y de dominio tiene demasiada garra sobre su alma: cuando sea dueño de todo no lo será ya de su fin. Como no está aún en posesión de todos los medios para destruir y destruirse, no perecerá de inmediato; pero es indudable que se forjará un instrumento de aniquilación total antes de descubrir una panacea, la cual, por otra parte, no parece entrar en las posibilidades de la naturaleza. Se anonadará en tanto que creador: ¿debemos concluir que todos los hombres desaparecerán de la tierra? No hay que ver las cosas color de rosa. Una buena parte, los supervivientes, seguirán arrastrándose, raza de infrahombres, alfeñiques del apocalipsis...
No está en la mano del hombre el evitar perderse. Su instinto de conquista y de análisis extiende su imperio para destruir a continuación lo que encuentra; lo que añade a la vida se vuelve contra ella. Esclavo de sus creaciones, es en tanto que creador un agente del Mal. Esto es tan cierto aplicado a un chapucero como a un sabio y en un plano absoluto al menor insecto y a Dios. La humanidad hubiera podido continuar estancada y prolongar su duración si no se hubiera compuesto más que de brutos y de escépticos; pero, aquejada de eficacia, ha promovido esa multitud jadeante y positiva, abocada a la ruina por exceso de trabajo y curiosidad. Ávida de su propio polvo, ha preparado su fin y lo prepara todos los días. Así, más cercana ya de su desenlace que de su comienzo, no reserva a sus hijos más que el ardor desengañado ante el apocalipsis...
La imaginación concibe sin esfuerzo un porvenir en el que los hombres gritarán a coro: «Somos los últimos: cansados del futuro, y aún más de nosotros mismos, hemos exprimido el jugo de la tierra y despojado los cielos. Ni la materia ni el espíritu pueden seguir alimentando nuestros sueños: este universo está tan seco como nuestros corazones. Ya no hay sustancia en ninguna parte: nuestros antepasados nos legaron su alma harapienta y su médula carcomida. La aventura toca a su fin; la conciencia expira; nuestros cantos se han desvanecido; ¡he aquí que ya luce el sol de los moribundos!
Si, por azar o por milagro, las palabras se volatilizasen nos sumergiríamos en una angustia y un alelamiento intolerables. Tal súbito mutismo nos expondría al más cruel suplicio. Es el uso del concepto el que nos hace dueños de nuestros temores. Decimos: la Muerte, y esta abstracción nos dispensa de experimentar su infinitud y su horror. Bautizando las cosas y los sucesos eludimos lo Inexplicable: la actividad del espíritu es un saludable trampear, un ejercicio de escamoteo; nos permite circular por una realidad dulcificada, confortable e inexacta. Aprender a manejar los conceptos desaprender a mirar las cosas... La reflexión nació un día de fuga; de ella resultó la pompa verbal. Pero cuando uno vuelve a sí mismo y se está solo sin la compañía de las palabras se redescubre el universo incalificado, el objeto puro, el acontecimiento desnudo: ¿de dónde sacaremos la audacia para afrontarlos? Ya no se especula sobre la muerte, se es la muerte; en lugar de adornar la vida y asignarle fines, se le quitan sus galas y se la reduce a su justa significación: un eufemismo para el Mal. Las grandes palabras: destino, infortunio, desgracia, se despojan de su brillo; y es entonces cuando se percibe a la criatura bregando con órganos desfallecientes, vencido por una materia postrada y atónita. Retirad al hombre la mentira de la Desdicha, dadle el poder de mirar por debajo de ese vocablo: no podrá un solo instante soportar su desdicha. Es la abstracción, las sonoridades sin contenido, dilapidadas y ampulosas, lo que le impidió hundirse, y no las religiones ni los instintos.
Cuando Adán fue expulsado del paraíso, en lugar de vituperar a su perseguidor se apresuró a bautizar las cosas: era la única manera de acomodarse en ellas y de olvidarlas; se pusieron las bases del idealismo. Y lo que no fue más que un gesto, una reacción de defensa en el primer balbuceador, se convirtió en teoría en Platón, Kant y Hegel.
Para no gravitar demasiado sobre nuestro accidente, convertimos en entidad hasta nuestro nombre: ¿cómo se va a morir uno cuando se llama Pedro o Pablo? Cada uno de nosotros, más atento a la apariencia inmutable de su nombre que a la fragilidad de su ser, se abandona a una ilusión de inmortalidad; una vez desvanecida la articulación, quedaríamos completamente solos; el místico que se desposa con el silencio ha renunciado a su condición de criatura. Imaginémosle, además, sin fe místico nihilista y tendremos la culminación desastrosa de la aventura terrestre.
...Es muy natural pensar que el hombre, cansado de palabras, al cabo del machaconeo del tiempo desbautizará las cosas y quemará sus nombres y el suyo en un gran auto de fe donde se hundirán sus esperanzas. Todos nosotros corremos hacia ese modelo final, hacia el hombre mudo y desnudo...
Experimento la edad de la Vida, su vejez, su decrepitud. Desde épocas incalculables transcurre sobre la superficie del globo gracias al milagro de esa falta inmortalidad que es la inercia; se retrasa aún en los reumatismos del Tiempo, en ese tiempo más viejo que ella, extenuado en su delirio senil, en el hartazgo de sus instantes, de su duración chocheante.
Y experimento todo el peso de la especie y asumo toda su soledad. ¡Ojalá desapareciese!, pero su agonía se prolonga hacia una eternidad de podredumbre. Proporciono a cada instante la opción de destruirme: no avergonzarse de respirar es una canallada. Ni pacto con la vida, ni pacto con la muerte: habiendo desaprendido a ser, consiento en borrarme. ¡Devenir, qué fechoría! Fatigado por todos los pulmones, el aire ya no se renueva. Cada día vomita su mañana y en vano me esfuerzo en imaginar el rostro de un solo deseo. Todo me es gravoso: extenuado como una bestia de carga que tuviese que tirar de la Materia, arrastro los planetas.
Que me ofrezcan otro universo, o sucumbo.
No me gustan más que la irrupción y el desplome de las cosas, el fuego que las suscita y el que las devora. La duración del mundo me exaspera; su nacimiento y su desaparición me encantan. Vivir bajo la fascinación del sol virginal y del sol decrépito; saltarse las pulsaciones del tiempo para captar la original y la última... , soñar con la improvisación de los astros y con su decantación; desdeñar la rutina de ser y precipitarse hacia los dos abismos que la amenazan; agotarse en el debut y en el término de los instantes...
...Así descubre uno dentro de sí el Salvaje y el Decadente, cohabitación predestinada y contradictoria: dos personajes que sufren la misma atracción del paso, el uno de la nada hacia el mundo, el otro del mundo hacia la nada: es la necesidad de una doble convulsión, a escala metafísica. Tal necesidad se traduce, a escala de la historia, en la obsesión del Adán a quien expulsó el paraíso y del que expulsará la tierra. Los dos extremos de la imposibilidad del hombre.
Por lo que hay de «profundo» en nosotros, estamos expuestos a todos los males: no hay salvación en tanto conservemos la conformidad con nuestro ser. Algo debe desaparecer de nuestra composición y un manantial nefasto debe secarse; no hay más que una salida: abolir el alma, sus aspiraciones y sus abismos; ello envenenó nuestros sueños; es preciso extirparla, lo mismo que su necesidad de «profundidad», su fecundidad «interior», y sus demás aberraciones. El espíritu y la sensación nos bastarán; de su concurso nacerá una disciplina de la esterilidad que nos preservará de los entusiasmos y de las angustias. Que ningún «sentimiento» vuelva a preocuparnos y que el «alma» llegue a ser el vejestorio más ridículo...
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