domingo, 1 de marzo de 2015

Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 12 - Segunda parte - Estudios diversos sobre el erotismo - E.1 - Kinsey. el hampa y el trabajo - Links a mas Filosofia







Georges Bataille
Francia


Segunda parte
Estudios diversos sobre el erotismo


Estudio I
Kinsey, el hampa y el trabajo*
De ahí, la ociosidad que devora los días; pues los excesos en el amor exigen a la vez descanso y comidas reparadoras. De ahí, el odio a todo trabajo, que fuerza a esas gentes a buscar formas expeditas de conseguir dinero.
Balzac, Splendeurs et miséres des Courtisanes



El erotismo es una experiencia que no podemos apreciar desde fuera como una cosa

Puedo enfocar el Estudio de las conductas sexuales del hombre con el interés del sabio que observa, como ausente, la acción de un rayo de luz sobre el vuelo de una avispa. No cabe duda de que ciertas conductas humanas pueden llegar a ser objeto de ciencia: entonces ya no se consideran más humanamente que si fueran las de unos insectos. El hombre es, ante todo, un animal y él mismo puede estudiar sus reacciones del mismo modo que estudia las de los animales. Algunas, no obstante, no pueden ser del todo asimiladas a datos científicos. Estas conductas son aquellas en las que a veces, según el punto de vista comúnmente admitido, el ser humano se rebaja al nivel de la animalidad. Este juicio incluso lleva a disimularlas, a callarlas, y hace que no tengan en la conciencia un lugar del todo legítimo. Estas conductas, que solemos tener en común con los animales, ¿deberían estudiarse aparte?


*   Este Estudio retoma, con muchas modificaciones, dos artículos publicados en la revista Critique (n.° 26, julio de 1948 y n.° 27, agosto de 1948).




Por grande que sea la degradación de un hombre, éste ciertamente nunca es, como el animal, una simple cosa. Conserva siempre una dignidad, una nobleza fundamental, y propiamente una verdad sagrada, que lo afirman como irreductible al uso servil (aun en el mismo momento en que, por abuso, tal uso está practicándose). Un hombre jamás puede ser tomado enteramente como un medio; aunque sea por un tiempo, mantiene en algún grado la importancia soberana de un fin; permanece en él, inalienable, lo que hace que no se le pueda matar, y menos aún comer sin horror. Siempre es posible matar, o a veces hasta comer, a un hombre. Pero rara vez son insignificantes estos actos para otro hombre: al menos nadie que esté en su sano juicio puede ignorar que, para los demás, tiene un sentido grave. Este tabú, este carácter sagrado de la vida humana es universal, como lo son las prohibiciones que atañen a la sexualidad (como el incesto, el tabú de la sangre menstrual y, bajo formas diversas, pero constantes, las prescripciones de la decencia).
Sólo el animal es, en el mundo presente, reducible a la cosa. Un hombre puede hacer con él lo que quiera sin limitaciones, no tiene que dar cuenta de ello a nadie. Puede saber, en el fondo, que el animal que abate no difiere tanto de él. Pero, aun cuando admite formalmente la similitud, este furtivo reconocimiento se ve enseguida puesto en entredicho por una fundamental y silenciosa negación. Pese a que hay creencias opuestas, el sentimiento que atribuye el espíritu al hombre y el cuerpo a la bestia sólo en vano se cuestiona. El cuerpo es una cosa, vil, envilecida, servil, del mismo modo que una piedra o un leño. Sólo el espíritu, cuya verdad es íntima, subjetiva, no puede ser reducido a cosa. Es sagrado, aun morando en el cuerpo profano, que a su vez sólo se vuelve sagrado en el momento en que la muerte desvela el incomparable valor del espíritu.
Esto es lo que se nos aparece primero; lo que sigue, al carecer de la sencillez de lo anterior, sólo a la larga se revela a nuestra atención.
Somos, de todos modos, animales. Ciertamente somos hombres y espíritus, mas no podemos hacer que la animalidad no sobreviva en nosotros y nos sobrepase muchas veces. En lo opuesto al polo espiritual, la exuberante sexualidad significa en nosotros la persistencia de la vida animal. Así, en cierto sentido, cabría considerar nuestras conductas sexuales, situadas del lado del cuerpo, como cosas: el sexo mismo es una cosa (una parte de este cuerpo que también es una cosa). Estas conductas representan una actividad funcional de la cosa que es el sexo. El sexo es, en suma, una cosa del mismo modo que un pie (se podría decir que una mano es humana y que el ojo expresa la vida espiritual, pero tenemos un sexo, o pies, de modo muy animal). Pensamos por otra parte que el delirio de los sentidos nos rebaja al nivel de las bestias.
Mas si llegamos a la conclusión de que el acto sexual es una cosa, lo mismo que el animal entre las pinzas del vivisector, y si pensamos que escapa al control del espíritu humano, nos enfrentamos a una seria dificultad. Si estamos ante una cosa, tenemos conciencia clara de ella. Para nosotros los contenidos de la conciencia son fáciles de aprehender en la medida en que los abordamos a través de las cosas que los representan, que les dan su aspecto desde fuera. Al contrario, cada vez que estos contenidos se nos dan a conocer desde dentro, sin que podamos referirlos a los distintos efectos exteriores que los acompañan, sólo podemos hablar de ellos vagamente.1 Pero ¿hay algo menos fácil de observar desde fuera que el acto sexual?
Consideremos los Informes Kinsey,2  donde se trata la actividad sexual en forma estadística, como un dato externo. Sus autores no observaron verdaderamente desde fuera ninguno de los innumerables hechos que refieren. Los hechos fueron observados desde dentro por los que los vivieron. Si se establecieron metódicamente, fue mediante confesiones, relatos, de los que se fiaron los pretendidos observadores. El cuestionamiento de los resultados, o al menos del valor general de estos resultados, que a veces se ha considerado necesario, parece sistemático y superficial. Los autores se rodearon de precauciones que no cabe infravalorar (verificación, repetición de la encuesta a intervalos espaciados, comparación de curvas obtenidas en las mismas condiciones por encuestadores distintos, etcétera). Las conductas sexuales de nuestros semejantes ya han dejado de sernos vedadas totalmente gracias a esta inmensa encuesta.
Pero precisamente, este mismo esfuerzo tiene como resultado evidenciar que los hechos no estaban dados como cosas antes de que se pusiera en marcha esta maquinaria. Antes de los Informes, la vida sexual sólo en mínimo grado poseía la verdad clara y distinta de la cosa. Ahora bien, actualmente esta verdad es, si no muy clara, lo bastante clara. Por fin es posible hablar de los comportamientos sexuales como de cosas: en cierto grado, ésta es la novedad que introducen los Informes...
Nuestro primer impulso es discutir una reducción tan extraña, cuya torpeza parece a menudo insensata. Pero en nosotros la operación intelectual sólo considera el resultado inmediato. Una operación intelectual no es en suma más que un paso: más allá del resultado deseado, tiene consecuencias imprevistas. Los Informes se basaban en el principio de que los actos sexuales eran cosas, pero ¿y si dejasen claro, al final, que los actos sexuales no son cosas? Es posible que, generalmente, la conciencia quiera esta doble operación: que los contenidos sean considerados, en la medida de lo posible, como cosas, pero que nunca sean más claros, más conscientes que en el momento en que el aspecto externo, al revelarse insuficiente, remite al aspecto íntimo. Elucidaré este juego de reenvíos, que, en toda su amplitud se manifestará en los desórdenes sexuales.





Las razones que se oponen a la observación de la actividad genética desde fuera no son sólo convencionales. El carácter contagioso excluye la posibilidad de observación. Esto no tiene nada que ver con el contagio de las enfermedades microbianas. El contagio del que se trata es análogo al del bostezo o de la risa.  Un bostezo hace bostezar, numerosas carcajadas despiertan sin más las ganas de reír, y si una actividad sexual no se oculta a nuestra mirada, es susceptible de excitar. También puede inspirar repulsión. Si se quiere, la actividad sexual, aunque sólo se nos revele por una turbación poco visible o por el desorden de la vestimenta, pone fácilmente al testigo en un estado de participación (si la belleza corporal permite dar al aspecto incongruente el sentido de un juego). Semejante estado es confuso y suele excluir la observación metódica de la ciencia: al ver, al oír reír, participo desde dentro de la emoción de quien ríe. Esta emoción sentida desde dentro es lo que, al comunicárseme, ríe en mí. Lo que conocemos en la participación (en la comunicación), es lo que sentimos íntimamente: riendo conocemos inmediatamente la risa del otro, o compartiéndola, su excitación. Por esto precisamente la risa o la excitación (incluso el bostezo) no son cosas: generalmente no podemos participar de la piedra, del tablón de madera, pero participamos de la desnudez de la mujer a la que abrazamos. Es cierto que aquel a quien llamaba Lévy-Bruhl el «primitivo» podía participar de la piedra, pero para él no era una cosa, a sus ojos estaba tan viva como él mismo. Sin duda Lévy-Bruhl se equivocaba al unir este modo de pensamiento con la humanidad primitiva. En la poesía nos basta con olvidar la identidad de la piedra consigo misma y hablar de piedra de luna: participa entonces de mi intimidad (al hablar de ella, me deslizo en la intimidad de la piedra de luna). Pero si la desnudez o el exceso de placer sexual no son cosas, y si, como la piedra de luna, son inaprensibles, las consecuencias que se derivan de este hecho son notables.
Resulta singular venir a mostrar que la actividad sexual, rebajada habitualmente al rango de la carne comestible, tiene el mismo privilegio que la poesía. Es cierto que la poesía, hoy día, quiere ser provocativa, y tiende al escándalo siempre que puede. No por eso es menos extraño ver, en el caso del acto sexual, que lo que anuncia el aspecto servil de las cosas no es necesariamente el cuerpo, que, al contrario, en su animalidad, este cuerpo es poético, es divino. Esto es lo que la extensión y la singularidad de los métodos de los Informes ponen de relieve, al mostrar su incapacidad por alcanzar su objeto en cuanto objeto (en cuanto objeto que pueda considerarse objetivamente). El gran número de veces que se recurre inevitablemente a la subjetividad compensa, tal vez, el carácter opuesto a la objetividad de la ciencia, que es propio de las encuestas sobre la vida sexual de los sujetos observados. Pero el inmenso esfuerzo requerido para esta compensación (recurrir a la multiplicidad, gracias a la cual parece anularse el aspecto subjetivo de las observaciones) destaca un elemento irreductible de la actividad sexual: el elemento íntimo (opuesto a la cosa) que más allá de las gráficas y de las curvas dejan entrever los Informes. Este elemento permanece inaccesible, ajeno a las miradas externas interesadas en la frecuencia, la modalidad, la edad, la profesión y la clase: todo lo que, efectivamente, se percibe desde fuera, mientras se nos escapa lo esencial. Incluso cabe preguntar abiertamente: ¿hablan estos libros de la vida sexual? ¿Estaríamos hablando del hombre si nos limitáramos a dar cifras, medidas, clasificaciones según la edad o el color de los ojos? Lo que a nuestros ojos significa el hombre se sitúa sin duda alguna más allá de estas nociones: éstas captan nuestra atención, mas no añaden a un conocimiento ya dado sino aspectos inesenciales.3 Asimismo, el auténtico conocimiento de la vida sexual del hombre no podría deducirse de los Informes, y estas estadísticas, estas frecuencias semanales, estos promedios sólo tienen sentido en la medida en que, de entrada, somos conscientes del exceso del que se trata. O bien, si enriquecen el conocimiento que tenemos de ella, es en la dirección que he apuntado, cuando experimentamos al leerlas el sentimiento de algo irreductible... Por ejemplo, si nos reímos (por la aparición de la incongruencia, que sin embargo parecía imposible) al leer al pie de las diez columnas de un gráfico este título: Fuentes del orgasmo en la población de Estados Unidos, y debajo de la columna de cifras las siguientes palabras: masturbación, juegos sexuales, relaciones conyugales o no, bestialismo, homosexualidad... Hay una profunda incompatibilidad entre estas clasificaciones mecánicas, que habitualmente anuncian cosas (como toneladas de acero o de cobre), y las verdades íntimas. Una vez al menos, los autores se muestran conscientes de ello al reconocer que las encuestas, las «historias sexuales», que son la base de su análisis, se les aparecen a veces, pese a todo, a la luz de la intimidad: ellos mismos no estaban involucrados, pero confiesan que estas historias «implican a menudo el recuerdo de profundas heridas, de la frustración, del dolor, de los deseos insatisfechos, del desengaño, de situaciones trágicas y de completas catástrofes». El carácter desgraciado es ajeno al sentido íntimo del acto sexual, pero, en todo caso, remite a la profundidad donde ocurre, de donde no podemos sacarlo sin privarlo de verdad. Así, los autores también supieron sobre qué abismo se sitúan los hechos que refieren. Pero si bien tuvieron este sentimiento, no se arredraron por la dificultad. Su orientación y su debilidad nunca son más evidentes que cuando hacen una excepción a su método (basada en el relato de los propios sujetos, que sustituye a la observación). Sin haberlos observado con sus propios ojos, publican respecto a un punto datos que provienen de la observación objetiva (los proporcionaron otras personas). Estudiaron los tiempos —brevísimos— de masturbación necesarios para que niños muy pequeños (de seis a doce meses) lleguen al orgasmo. Estos tiempos, nos dicen, se establecieron unas veces con reloj segundero y otras con cronómetro. La incompatibilidad entre la observación y el hecho observado, entre el método válido para las cosas y una intimidad siempre embarazosa, alcanza un punto en que incluso resulta difícil reírse. A la observación de los adultos se oponen obstáculos más fuertes: no obstante, la indefensión del niño y el cariño sin límites que nos deja desarmados ante él vuelven aquí penoso el mecanismo del reloj. A despecho de los autores resalta la verdad: sólo por un error obvio puede llegar a confundirse con la pobreza de la cosa aquello cuyo carácter es totalmente otro, es sagrado; no podemos trasladar sin malestar a la banalidad de la esfera profana (de la esfera de las cosas) lo que de gravísimo tiene a nuestros ojos la secreta violencia del hombre y del niño. La violencia de la sexualidad humana, animal no obstante, nos deja desarmados; nuestros ojos nunca la observan sin turbación.





En nosotros el trabajo se vincula a la conciencia y a la objetividad de las cosas, y reduce la exuberancia sexual.
Sólo el hampa es exuberante

Vuelvo al hecho de que, en principio, la animalidad es justamente lo que de ordinario es reducible a la cosa. Nunca está de más insistir en ello: intentaré elucidar el problema planteado prosiguiendo mi análisis con ayuda de los datos de los Informes.
A estos datos tan abundantes les falta elaboración: estamos ante una voluminosa compilación de hechos, esmeradamente realizada, cuyos métodos, que recuerdan los del Instituto GaUup, han sido objeto de un admirable ajuste (si bien resulta más difícil admirar los conceptos teóricos de los que proceden).
La sexualidad es para los autores «una función biológica normal, aceptable, bajo cualquier forma en que se presente». Pero a esta actividad natural se oponen ciertas restricciones religiosas.4 La serie más interesante de datos numéricos del primer Informe indica la frecuencia semanal del orgasmo. Aunque varía según las edades y categorías sociales, en conjunto es muy inferior a 7, cifra a partir de la cual se nos habla de alta frecuencia (high rote). Ahora bien, la frecuencia normal del antropoide es una vez al día. La frecuencia normal del hombre, según afirman los autores, podría no ser inferior a la de los grandes monos si no se hubieran interpuesto las restricciones religiosas. Los autores en los resultados de su encuesta clasificaron las respuestas de los fieles de diversas confesiones, oponiendo practicantes y no practicantes. El 7,4 % de los protestantes piadosos contra el 11,7 % de los indiferentes alcanzan o superan la frecuencia semanal de 7; del mismo modo, el 8,1 % de los católicos piadosos se contraponen al 20,5 % de los indiferentes. Son cifras relevantes: la práctica religiosa frena obviamente la actividad sexual. Pero estamos ante observadores imparciales e incansables. No se contentan con establecer los datos favorables a su principio. Multiplican sus encuestas en todas las direcciones. La estadística de las frecuencias se presenta por categorías sociales: peones, obreros, trabajadores de «cuello blanco», profesiones importantes. En conjunto, la población trabajadora arroja una proporción de un 10 % aproximadamente de alta frecuencia. Sólo el hampa (underworld) alcanza un 49,4 %. Estos datos numéricos son los más llamativos. El factor que designan es menos impreciso que el de la piedad (pensemos en los cultos de Kali o de Dionisos, en el tantrismo y tantas otras formas eróticas de la religión): se trata del trabajo, cuya esencia y papel no tienen nada ambiguo. Por medio del trabajo el hombre ordena el mundo de las cosas y se reduce, en este mundo, a una cosa entre las demás; el trabajo es lo que hace del trabajador un medio. El trabajo humano, esencial para el hombre, es lo único que se opone sin equívoco a la animalidad.  Estas relaciones numéricas delimitan aquí un mundo del trabajo y del trabajador, reducible a cosas, que excluye la sexualidad plenamente íntima e irreductible.
Esta oposición, fundada en las cifras, es paradójica. Implica insospechadas relaciones entre los distintos valores. Hay que añadir estas relaciones a las que subrayé antes, que paradójicamente acusan la irreductibilidad a la cosa de la exuberancia animal. Este punto requiere la máxima atención.
Lo que dije primero mostraba que la oposición fundamental entre el hombre y la cosa no podía formularse sin implicar la identificación del animal con la cosa. Hay por un lado un mundo exterior, el mundo de las cosas, del que forman parte los animales. Por otro lado, el mundo del hombre, considerado esencialmente como interior, como mundo del espíritu (del sujeto). Pero si el animal sólo es una cosa, si éste es el carácter que lo separa del hombre, no lo es del mismo modo que un objeto inerte, que un adoquín o una laya. Sólo el objeto inerte, sobre todo si es fabricado, si es producto del trabajo, es cosa, privada por antonomasia de todo misterio y subordinada a unos fines que le son externos. Es cosa lo que no es nada por sí mismo. En este sentido, los animales no son en sí cosas, pero el hombre los trata como tales: son cosas en la medida en que son objeto de un trabajo (cría de ganado) o instrumentos de trabajo (animales de carga o de tiro). Si entra en el ciclo de las acciones útiles, como medio y no como fin, el animal es reducido a cosa. Pero esta reducción es la negación de lo que es a pesar de todo: el animal sólo es una cosa en la medida en que el hombre tiene el poder de negarlo. Si ya no tuviéramos este poder, si hubiéramos perdido la capacidad de actuar como si el animal fuera una cosa (si nos derribara un tigre), el animal ya no sería en sí una cosa: no sería un mero objeto, sino un sujeto que tendría para sí mismo una verdad íntima.
Del mismo modo, la animalidad subsistente en el hombre, su exuberancia sexual, sólo podría considerarse como una cosa si tuviéramos el poder de negarla, de existir como si ella no fuera nada. La negamos en efecto, mas en vano. Incluso la sexualidad, tachada de inmunda, bestial, es lo que más se opone a la reducción del hombre a la cosa: el orgullo íntimo de un hombre se vincula a su virilidad. La sexualidad no equivale en nosotros a la negación de la animalidad, sino a lo que tiene el animal de íntimo e inconmensurable. En la sexualidad es incluso donde no podemos ser reducidos, como bueyes, a fuerza de trabajo, instrumento, cosa. En la humanidad hay sin duda —en sentido opuesto a animalidad— un elemento irreductible a la cosa y al trabajo: en suma, sin ninguna duda el hombre no puede ser sojuzgado, suprimido, como lo es el animal. Pero esto sólo queda claro en un segundo momento: el hombre es en primer término un animal que trabaja, que se somete al trabajo y que, por este motivo, ha de renunciar a una parte de su exuberancia. No hay nada arbitrario en las restricciones sexuales; todo hombre dispone de una cantidad limitada de energía, y si dedica una parte de ella al trabajo, le falta para la consumación erótica, que se ve disminuida en la misma proporción. Así, la humanidad, en el tiempo humano, anti-animal, del trabajo, es la que nos reduce a cosas y la animalidad es entonces lo que preserva en nosotros el valor para sí mismo de la existencia del sujeto.
Esto merece expresarse en fórmulas precisas.
La «animalidad», o exuberancia sexual, es en nosotros aquello por lo que no podemos ser reducidos a cosas.
La «humanidad», al contrario, en lo que tiene de específico, en el tiempo del trabajo, tiende a transformarnos en cosas, a expensas de la exuberancia sexual.




El trabajo, opuesto a la exuberancia sexual, la condición de la conciencia de las cosas

Los datos numéricos del primer Informe Kinsey responden con notable minucia a estos primeros principios. Sólo el hampa, que no trabaja, y cuyo comportamiento, en conjunto, viene a ser una negación de la «humanidad», arroja una tasa de 49,4 % de alta frecuencia. Por término medio, esta proporción responde, para los autores del Informe, a la frecuencia normal que se da en la naturaleza —en la animalidad del antropoide—. Pero se opone, por su carácter único, al conjunto de las conductas propíamente humanas que, variables según los grupos, son designadas por tasas de alta frecuencia que van del 16,1 % al 8,9 %. El detalle de los índices es además significativo. El índice varía en conjunto según la mayor o menor humanización: cuanto más humanizados los hombres, más reducida es su exuberancia. Precisamos: la proporción de altas frecuencias es de un 15,4 % entre los peones, un 16,1 % entre los obreros semi cualificados, un 12,1 % entre los obreros cualificados, un 10,7% entre los «cuellos blancos» de nivel inferior, y un 8,9 % entre los de nivel superior.
Hay sin embargo una sola excepción: al pasar de los «cuellos blancos» superiores a las profesiones importantes que corresponden a las clases dirigentes, el índice vuelve a subir en más de tres puntos para alcanzar el 12,4 %. Si se piensa en las condiciones en las que se obtuvieron esas cifras, no cabe tener en cuenta diferencias demasiado pequeñas. Pero la disminución desde el peón hasta el «cuello blanco» superior es bastante constante, y la diferencia de 3,5 entre este último y la profesión importante representa un incremento de más o menos el 30 %: la tasa se eleva aproximadamente en dos o tres orgasmos semanales. El sentido de una subida cuando se pasa a la clase dominante queda entonces bastante claro: ésta conoce, respecto de las categorías precedentes, una cierta ociosidad, y la riqueza media de la que disfruta no siempre responde a una cantidad excepcional de trabajo; dispone evidentemente de un exceso de energía superior al de las clases laboriosas, lo que compensa el hecho de que esté más humanizada que cualquier otra.
La excepción de la clase dominante tiene además un sentido más preciso. Al señalar un aspecto divino de la animalidad y un aspecto servil de la humanidad, me he visto en la precisión de hacer una salvedad: en la humanidad tenía que haber a pesar de todo algún elemento irreductible a la cosa y al trabajo, de tal modo que el hombre fuese en definitiva más difícil de sojuzgar que el animal. Este elemento se repite en todos los niveles de la sociedad, pero es la principal peculiaridad de la clase dirigente. Es fácil entrever que una reducción a la cosa nunca tiene sino un valor relativo: ser una cosa sólo tiene sentido respecto del que posee la cosa: un objeto inerte, un animal, un hombre pueden ser cosas, pero son la cosa de un hombre. En particular, un hombre sólo puede ser una cosa con la condición de ser la cosa de otro hombre, y así sucesivamente, pero no de modo infinito. Llega el momento en que la humanidad misma, por más que tuviera hasta cierto punto el sentido de esa reducción a la cosa, tiene la obligación de realizarse; momento en que, al no depender ya más ningún hombre de otro hombre, la subordinación general cobra sentido en aquel en cuyo provecho tiene lugar, al no poder este último ser subordinado a nada. Este término final, en principio, compete a la clase dominante, que por lo general tiene el cometido de liberar, en ella misma, a la humanidad de su reducción a la cosa, de elevar, en ella, al hombre hasta el instante en que es libre.
Normalmente, con este fin, esta clase está exenta del trabajo y, si se puede medir la energía sexual, dispuso de ella desde el principio en proporciones que la igualaron sensiblemente con el hampa.5 La civilización americana se alejó de estos principios en cuanto que la clase burguesa, que desde el origen fue la única dominante, allí no está casi nunca ociosa: mantiene sin embargo una parte de los privilegios de las clases superiores. Por último, el índice, relativamente bajo, con que se define su vigor sexual, requiere una interpretación.
La clasificación del Informe Kinsey, basado en la frecuencia de los orgasmos, es una simplificación. No carece de sentido, pero soslaya un factor relevante. No tiene en cuenta la duración del acto sexual. Ahora bien, la energía gastada en la vida sexual no se reduce a la que representa la eyaculación. El simple juego erótico consume también cantidades de energía nada desdeñables. El gasto de energía del antropoide, cuyo orgasmo sólo requiere unos diez segundos es evidentemente inferior al del hombre culto, que prolonga el juego durante horas. Pero el arte de hacer durar también se reparte desigualmente entre las distintas clases. El Informe no da, en este punto, precisiones a la altura de su acostumbrada minucia. No obstante, resulta que la prolongación del juego es patrimonio de las clases superiores. Los hombres de clases desfavorecidas se limitan a contactos rápidos, que, con ser menos breves que los de los animales, no siempre permiten que la mujer llegue también al orgasmo. Casi únicamente la clase cuyo índice es del 12,4 % ha desarrollado hasta el extremo los juegos preliminares y el arte de durar.
Mi intención no es en absoluto defender el honor sexual de los hombres «bien educados», pero estas consideraciones permiten precisar el sentido de los datos generales expuestos antes y expresar lo que exige el movimiento íntimo de la vida.
Lo que llamamos mundo humano es necesariamente un mundo del trabajo, o sea, de la reducción. Pero el trabajo tiene un sentido distinto del significado de pena o de potro de tortura del que le acusa la etimología.  El trabajo también es la vía de la conciencia, por la cual el hombre salió de la animalidad.  Por el trabajo nos ha sido dada la conciencia clara y distinta de los objetos, y la ciencia siempre ha seguido siendo la compañera de las técnicas. La exuberancia sexual, por el contrario, nos aleja de la conciencia: atenúa en nosotros la facultad de discernimiento; además, una sexualidad libremente desbordante debilita la aptitud al trabajo, así como un trabajo sostenido debilita el hambre sexual. Hay, pues, entre la conciencia, estrechamente ligada al trabajo, y la vida sexual una incompatibilidad cuyo rigor no cabe negar. En la medida en que el hombre se definió mediante el trabajo y la conciencia, tuvo no sólo que moderar, sino que ignorar y a veces maldecir en sí el exceso sexual. En un sentido, este desconocimiento ha apartado al hombre, si no de la conciencia de los objetos, al menos de la conciencia de sí mismo. Lo ha encaminado al mismo tiempo hacia el conocimiento del mundo y hacia la ignorancia de sí. Pero si trabajando no se hubiera vuelto primero consciente, no habría en absoluto conocimiento: estaríamos aún en la noche animal.





La conciencia del erotismo, opuesta a la de las cosas, se revela en su aspecto maldito: el abrirse al despertar silencioso

De modo que sólo a partir de la maldición, es decir, del desconocimiento de la vida sexual, nos es dada la conciencia. Por otra parte, el erotismo no es lo único que en este movimiento se excluye: no tenemos conciencia inmediata de todo cuanto en nosotros es irreductible a la simplicidad de las cosas (la de los objetos sólidos). La conciencia clara es en primer lugar la conciencia de las cosas y lo que carece de la nitidez exterior de la cosa no es claro en principio. Sólo tardíamente accedemos, por asimilación, a la noción de los elementos que carecen de la simplicidad del objeto sólido.
En primer lugar, el conocimiento de estos elementos se nos da como se da en el Informe Kinsey: con el fin de discernir claramente, lo que, en profundidad, es irreductible a la tosquedad de las cosas se considera no obstante como cosa. Por esta vía entran en la conciencia discriminativa las verdades de la vida íntima. En general hemos de afirmar, pues, que las verdades de nuestra experiencia interior se nos escapan. En efecto, si las tomamos por lo que no son, no hacemos sino desconocerlas aún más. Nos apartamos de una verdad anunciada por nuestra vida erótica cuando no vemos en ésta más que una función natural y cuando, antes de captar su sentido, denunciamos lo absurdo de las leyes que prohíben darle libre curso. Si decimos de la sexualidad culpable que puede reducirse a la inocencia de las cosas materiales, la conciencia, lejos de considerar en verdad la vida sexual, deja enteramente de tener en cuenta los aspectos confusos, incompatibles con una claridad que distingue. La claridad distintiva es en efecto su primera exigencia, pero por esta misma exigencia se le escapa la verdad. Estos aspectos confusos los mantenía la maldición en la penumbra donde el horror o al menos la angustia nos invadía. Al declarar inocente la vida sexual, la ciencia cesa decididamente de reconocerla. Clarifica la conciencia, pero al precio de hacerle perder lucidez. No capta, en la nitidez que exige, la complejidad de un sistema en que un pequeño número de elementos son reducidos a la extremidad de la cosa, cuando rechaza lo que es confuso, lo que es vago, lo que sin embargo es la verdad de la vida sexual.
Para alcanzar la intimidad (lo que está profundamente en nosotros), sin duda podemos, e incluso debemos dar, un rodeo por la cosa con la que aquélla se disfraza. Entonces, si la experiencia considerada no parece enteramente reducible a la exterioridad de una cosa, al más humilde mecanismo, es cuando su verdad íntima se revela: se revela en ese momento en la medida en que resalta su aspecto maldito. Nuestra experiencia secreta no puede acceder directamente a la parte clara de la conciencia. Al menos, la conciencia distinta tiene el poder de discernir el movimiento por el cual aparta lo que condena. Es, pues, en forma de posibilidad maldita, condenada —en forma de «pecado»—, cómo la verdad íntima llega a la conciencia. Así pues, mantiene y debe mantener inevitablemente un movimiento de pavor y repugnancia frente a la vida sexual, aun cuando tenga que reconocer, en circunstancias favorables, la significación subordinada de este pavor. (En efecto aquí no se trata de reconocer como verdadera la explicación del «pecado».) Esta lucidez tan preciada del conocimiento metódico, por la cual el hombre tiene el poder de hacerse el amo de las cosas, esta lucidez que la turbación sexual suprime (o que, si es vencedora, suprime a la turbación sexual) siempre puede al final confesar cuál es su límite, si es que ha tenido que rechazar, con fines prácticos, parte de la verdad. ¿Tendría pleno sentido si, al iluminarnos, no pudiera hacerlo sin ocultar parte de lo que es? Recíprocamente, aquel que está turbado por el deseo, ¿tendría respecto a sí mismo un sentido pleno si sólo desease con la condición de disimular su turbación en la noche de su ceguera? Pero en el desorden del desgarramiento podemos discernir al menos este desorden y así volvernos atentos, más allá de las cosas, a la verdad íntima del desgarramiento.
Los ingentes trabajos de estadística del Informe Kinsey apoyan este modo de ver, que no concuerda con el principio de dichos trabajos, e incluso los niega esencialmente. El Informe Kinsey responde a la protesta ingenua, conmovedora a veces, contra las supervivencias de una civilización que, en parte, fue al principio irracional. Pero su límite, al que no queremos atenernos, es la ingenuidad. Al contrario, captamos, el interminable movimiento cuyos rodeos nos elevan al fin, en silencio, a la conciencia de la intimidad.  Las distintas formas de la vida humana han podido superarse una tras otra, después de lo cual divisamos el sentido de la última superación. Lo que una luz, inevitablemente discreta, y no la plena luz de la ciencia, nos revela a la larga es una verdad difícil al lado de la de las cosas: se abre al despertar silencioso. 






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