Georges Bataille
Estudio III
Sade y el hombre normal*
La paradoja del placer
Decía Jules Janin de las obras de Sade:1 «No son más que cadáveres ensangrentados, niños arrancados de los brazos de sus madres, jóvenes degolladas al final de una orgía, copas rebosantes de sangre y vino, torturas inauditas. Se encienden calderas, se arman potros, se estrellan cráneos, a unos hombres se les despoja de la piel humeante, se grita, se maldice, se blasfema, se arranca el corazón del pecho, y así siempre, en cada página, en cada línea. ¡Ay! ¡Qué incansable depravado! En su primer libro,2 nos muestra a una pobre muchacha acorralada, agobiada, destrozada, molida a palos, a la que unos monstruos llevan de subterráneo en subterráneo, de cementerio en cementerio, golpeada, rota, despedazada a muerte, mancillada, aplastada... Cuando al autor no se le ocurren más crímenes, cuando ya está ahíto de incestos y de monstruosidades, cuando ya se queda jadeando sobre los cadáveres a los que ha acuchillado y violado, cuando ya no le queda una iglesia por profanar, un niño por inmolar a su rabia, un pensamiento moral al que arrojar las inmundicias de su pensamiento y de sus palabras, ese hombre por fin se detiene, se mira, se sonríe a sí mismo, no se da miedo. Al contrario...».
Si esta evocación dista mucho de agotar el tema, describe al menos en términos convenientes una figura que Sade asumió de buen grado: hasta el horror y la ingenuidad de los sentimientos responden a la provocación que él buscaba. Podemos pensar lo que nos plazca sobre esta manera de ver las cosas, pero no ignoramos cómo son los hombres, cuál es su condición y cuáles son sus límites. Lo sabemos de antemano: comúnmente, sólo pueden juzgar del mismo modo a Sade y sus escritos. En vano se atribuiría la execración a la inepcia de Jules Janin —o de quienes comparten su criterio. La incomprensión de Janin está en el orden natural de las cosas: el de la incomprensión general de los hombres, que resulta de su falta de fuerza y del sentimiento que tienen de estar amenazados. La figura de Sade, ciertamente, es incompatible con la aprobación de aquellos a quienes mueven la necesidad y el miedo. Las simpatías y las angustias —y también la cobardía, hay que decirlo— que determinan el comportamiento ordinario de los hombres, se oponen diametralmente a las pasiones que fundan la soberanía de personajes voluptuosos. Pero ésta cobra sentido a partir de nuestra miseria, y juzgaríamos erróneamente si no viéramos en las reacciones del hombre ansioso —afectuoso y cobarde—, una necesidad inmutable, correctamente expresada: la propia voluptuosidad exige que la angustia tenga razón. En efecto, ¿dónde estaría el placer si la angustia que lo acompaña no desvelara su aspecto paradójico, si no fuera insostenible incluso para el que lo siente?
Tenía que insistir de entrada en estas verdades: en la legitimidad de los juicios a los que hizo frente Sade. Se opuso no tanto al tonto y al hipócrita como al hombre honesto, al hombre normal, al hombre que en cierto sentido somos todos. Quiso menos convencer que desafiar. Y no le haríamos justicia si no viésemos que llevó el desafío hasta los límites de lo posible, hasta el punto de trastocar la verdad. Su desafío carecería de sentido, no tendría valor ni consecuencias, si esa mentira no fuera ilimitada, y si las posiciones que atacó no fuesen inquebrantables. Ese «hombre soberano» que imaginó Sade no solamente excede lo posible, sino que jamás su recuerdo perturbó más de un instante el sueño de los justos.
Por estos motivos, conviene hablar de él desde el punto de vista, contrario al suyo, del sentido común, desde el punto de vista de Jules Janin. Me dirijo al hombre ansioso, cuya primera reacción es la de ver en Sade al posible asesino de su hija.
Sade y el hombre normal*
La paradoja del placer
Decía Jules Janin de las obras de Sade:1 «No son más que cadáveres ensangrentados, niños arrancados de los brazos de sus madres, jóvenes degolladas al final de una orgía, copas rebosantes de sangre y vino, torturas inauditas. Se encienden calderas, se arman potros, se estrellan cráneos, a unos hombres se les despoja de la piel humeante, se grita, se maldice, se blasfema, se arranca el corazón del pecho, y así siempre, en cada página, en cada línea. ¡Ay! ¡Qué incansable depravado! En su primer libro,2 nos muestra a una pobre muchacha acorralada, agobiada, destrozada, molida a palos, a la que unos monstruos llevan de subterráneo en subterráneo, de cementerio en cementerio, golpeada, rota, despedazada a muerte, mancillada, aplastada... Cuando al autor no se le ocurren más crímenes, cuando ya está ahíto de incestos y de monstruosidades, cuando ya se queda jadeando sobre los cadáveres a los que ha acuchillado y violado, cuando ya no le queda una iglesia por profanar, un niño por inmolar a su rabia, un pensamiento moral al que arrojar las inmundicias de su pensamiento y de sus palabras, ese hombre por fin se detiene, se mira, se sonríe a sí mismo, no se da miedo. Al contrario...».
Si esta evocación dista mucho de agotar el tema, describe al menos en términos convenientes una figura que Sade asumió de buen grado: hasta el horror y la ingenuidad de los sentimientos responden a la provocación que él buscaba. Podemos pensar lo que nos plazca sobre esta manera de ver las cosas, pero no ignoramos cómo son los hombres, cuál es su condición y cuáles son sus límites. Lo sabemos de antemano: comúnmente, sólo pueden juzgar del mismo modo a Sade y sus escritos. En vano se atribuiría la execración a la inepcia de Jules Janin —o de quienes comparten su criterio. La incomprensión de Janin está en el orden natural de las cosas: el de la incomprensión general de los hombres, que resulta de su falta de fuerza y del sentimiento que tienen de estar amenazados. La figura de Sade, ciertamente, es incompatible con la aprobación de aquellos a quienes mueven la necesidad y el miedo. Las simpatías y las angustias —y también la cobardía, hay que decirlo— que determinan el comportamiento ordinario de los hombres, se oponen diametralmente a las pasiones que fundan la soberanía de personajes voluptuosos. Pero ésta cobra sentido a partir de nuestra miseria, y juzgaríamos erróneamente si no viéramos en las reacciones del hombre ansioso —afectuoso y cobarde—, una necesidad inmutable, correctamente expresada: la propia voluptuosidad exige que la angustia tenga razón. En efecto, ¿dónde estaría el placer si la angustia que lo acompaña no desvelara su aspecto paradójico, si no fuera insostenible incluso para el que lo siente?
Tenía que insistir de entrada en estas verdades: en la legitimidad de los juicios a los que hizo frente Sade. Se opuso no tanto al tonto y al hipócrita como al hombre honesto, al hombre normal, al hombre que en cierto sentido somos todos. Quiso menos convencer que desafiar. Y no le haríamos justicia si no viésemos que llevó el desafío hasta los límites de lo posible, hasta el punto de trastocar la verdad. Su desafío carecería de sentido, no tendría valor ni consecuencias, si esa mentira no fuera ilimitada, y si las posiciones que atacó no fuesen inquebrantables. Ese «hombre soberano» que imaginó Sade no solamente excede lo posible, sino que jamás su recuerdo perturbó más de un instante el sueño de los justos.
Por estos motivos, conviene hablar de él desde el punto de vista, contrario al suyo, del sentido común, desde el punto de vista de Jules Janin. Me dirijo al hombre ansioso, cuya primera reacción es la de ver en Sade al posible asesino de su hija.
Si admiramos a Sade, edulcoramos su pensamiento
Hablar de Sade es en sí, verdaderamente, paradójico de todos modos. No importa saber si hacemos o no, tácita o abiertamente, obra de proselitismo: ¿es menos paradójico alabar al apologista del crimen que alabar directamente el crimen? La inconsecuencia se acrecienta incluso en el caso de la mera admiración de Sade: la admiración muestra más desdén por la víctima, a la que hace pasar del mundo del horror sensible a un orden de ideas locas, irreales y puramente brillantes.
Algunas mentes se entusiasman con la idea de trastocar —de arriba abajo, se entiende— los valores mejor establecidos. Así les es posible decir alegremente que el hombre más subversivo que haya habido —el marqués de Sade— también es el que mejor sirvió a la humanidad. No hay nada más cierto a su juicio; temblamos pensando en la muerte y en el dolor (aunque sean la muerte y el dolor de los demás), lo trágico o lo inmundo nos oprimen el corazón, pero el objeto de nuestro terror tiene para nosotros el mismo sentido que el sol, que no es menos glorioso si apartamos de su destello nuestras débiles miradas.
Comparable al menos en este punto con el sol, cuya visión no soportan los ojos, la figura de Sade, al tiempo que fascinaba la imaginación de su época, la aterrorizó: ¿no bastó la mera idea de que estuviera vivo aquel monstruo para sublevar a la gente? A su moderno apologista, al contrario, no se le toma nunca en serio, nadie podría creer que su opinión tenga la menor consecuencia. Los más hostiles ven en ella jactancia o una diversión insolente. En la medida en que los que lo elogian no se apartan de la moral reinante, los elogios a Sade contribuyen incluso a reforzar esta última, dando el oscuro sentimiento de que es vano querer socavarla, de que es más sólida de lo que se había creído. Esto no tendría consecuencias si el pensamiento de Sade no perdiera con ello su valor fundamental, el de ser incompatible con la moral de un ser de razón.
Sade dedicó interminables obras a la afirmación de valores inaceptables: la vida, según él, era la búsqueda del placer, y el placer era proporcional a la destrucción de la vida. Es decir, que la vida alcanzaba su más alto grado de intensidad en una monstruosa negación de su principio.
¿Quién no ve que tan peregrina afirmación no podría, de forma general, aceptarse o siquiera proponerse, si no estuviera despuntada, vacía de sentido, reducida a un estallido sin consecuencia? ¿Quién no ve en efecto que, si se tomara en serio, una sociedad no podría admitirla un solo instante? En verdad, los que vieron en Sade a un ser depravado respondieron mejor a sus intenciones que sus modernos admiradores: Sade reclama una protesta escandalizada, sin la cual la paradoja del placer sería mera poesía. Reitero que no quisiera hablar de él sino dirigiéndome a aquellos a quienes subleva y desde el punto de vista de ellos.
En el Estudio anterior, dije cómo Sade fue inducido a dar a los excesos de su imaginación un valor que se establece a sus ojos soberanamente, negando la realidad de los demás.
Debo ahora buscar el sentido que dicho valor tiene, no obstante, para esos otros hombres a los que niega.
Lo divino no es menos paradójico que el vicio
El hombre ansioso, al que sublevan los discursos de Sade, no puede sin embargo excluir tan fácilmente un principio que posee el mismo sentido que la vida intensa, ligada a la violencia de la destrucción. Desde siempre, un principio de divinidad ha fascinado y atormentado a los hombres: reconocen, tras los nombres de divino, de sagrado, una especie de animación interna, secreta, un frenesí esencial, una violencia que se apodera de un objeto, consumándolo como el fuego y llevándolo sin demora a la ruina. Aquella animación se considera contagiosa y, al pasar de un objeto a otro, traía al que la acogía un miasma de muerte: no hay peligro más grave, y si la víctima es objeto de un culto, que tiene como fin ofrecerla a la veneración, hay que decir enseguida que este culto es ambiguo. La religión se esfuerza ciertamente en glorificar al objeto sagrado y en hacer de un principio de ruina la esencia del poder y de todo valor, pero al mismo tiempo se preocupa por reducir su efecto a un círculo definido, separado del mundo de la vida normal o mundo profano por un límite infranqueable.
Este aspecto violento y deletéreo de lo divino se ponía generalmente de manifiesto en los ritos del sacrificio. A menudo incluso, esos ritos tuvieron una crueldad excesiva: se entregaron niños a unos monstruos de metal al rojo vivo, se prendió fuego a colosos de mimbre repletos de víctimas humanas, hubo sacerdotes que despellejaron a mujeres vivas y se revistieron con sus despojos ensangrentados. Esas formas de perseguir el horror eran infrecuentes, no eran necesarias para el sacrificio, pero indicaban cuál era su sentido. Hasta el suplicio de la cruz vincula, aunque ciegamente, la conciencia cristiana con ese carácter abominable del orden divino: lo divino nunca se hace tutelar hasta que se haya satisfecho una necesidad de consumar y de arruinar, que es su primer principio.
Conviene alegar aquí estos hechos. Ofrecen una ventaja sobre los sueños de Sade: nadie puede considerarlos como aceptables, pero todo ser racional ha de reconocer que de algún modo respondieron a una exigencia de la humanidad; incluso, considerando el pasado, difícilmente podría negarse el carácter universal y soberano de dicha exigencia; como contrapartida, los que sirvieron así a crueles divinidades quisieron limitar expresamente sus estragos: nunca menospreciaron la necesidad, ni el mundo regular que ésta rige.
Así pues, en lo que concernía a las destrucciones del sacrificio, la doble dificultad que señalé al principio respecto de Sade había recibido antiguamente una solución. La vida ansiosa y la vida intensa —la actividad encadenada y el desencadenamiento— se mantenían, gracias a las conductas religiosas, a salvo la una de la otra. La permanencia de un mundo profano, cuya base es la actividad útil, sin la cual no habría subsistencia, ni bienes para la consumación, estaba regularmente asegurada. El principio contrario seguía mientras tanto vigente, sin atenuación de sus efectos ruinosos, en los sentimientos de horror ligados al sentimiento de la presencia sagrada. La angustia y el gozo, la intensidad y la muerte se avenían en las fiestas —el miedo daba sentido al desenfreno y la consumación aparecía como el fin de la actividad útil. Pero no había jamás ningún deslizamiento, ninguna facilidad introducía la confusión entre dos principios contrarios e inconciliables.
El hombre normal considera enfermizas las paradojas de lo divino y del erotismo
Estas consideraciones de orden religioso tienen no obstante sus límites. Es cierto que se dirigen al hombre normal y que es posible hacerlas desde su punto de vista, pero ponen en juego un elemento externo a su conciencia. El mundo sagrado es para el hombre moderno una realidad ambigua: su existencia no puede ser negada y puede escribirse su historia, pero no es una realidad directamente aprehensible. Aquel mundo se basa en conductas humanas cuyas condiciones ya al parecer no se dan y cuyos mecanismos escapan a la conciencia. Estas conductas son bien conocidas, y no podemos dudar de su verdad histórica, ni del hecho de que tuvieron aparentemente, como dije, un sentido soberano y universal. Pero sin duda aquellos que se comportaron así ignoraron dicho sentido y no podemos saber nada claro al respecto: ninguna interpretación se ha impuesto de forma decisiva. Sólo una realidad determinada a la que respondieron podría ser objeto de interés por parte del hombre razonable, a quien la dureza de la naturaleza y su angustia dieron la costumbre de calcular. Mientras no capta el motivo que tuvieron, ¿cómo podría dar cuenta, en el sentido preciso de la palabra, de los horrores religiosos del pasado? No puede deshacerse de ellos tan fácilmente como de las imaginaciones de Sade, y tampoco puede ponerlos en el plano de las necesidades que dominan racionalmente la actividad, como el hambre o el frío. Lo que designa la palabra divino no se puede asimilar a los alimentos o al calor.
En una palabra, al ser el hombre razonable consciente por excelencia, hay que decir que como los hechos de orden religioso no laceran su conciencia más que de un modo esencialmente exterior, los admite de mala gana, y si tiene que reconocerles los derechos que realmente tuvieron sobre el pasado, no les otorga ninguno sobre el presente, al menos en la medida en que su horror no ha sido eliminado. Tengo incluso que añadir desde ahora que, en cierto sentido, el erotismo de Sade se impone más fácilmente a la conciencia que las antiguas exigencias de la religión: nadie negaría hoy que existen pulsiones que vinculan la sexualidad con la necesidad de hacer daño y de matar. Así los instintos llamados sádicos dan al hombre normal un medio de darse cuenta de ciertas crueldades, mientras que la religión no es nunca sino la explicación de hecho de una aberración. Parece, pues, que al proporcionar una descripción magistral de estos instintos, Sade contribuyó a la conciencia que el hombre toma progresivamente de sí mismo —o si recurrimos al lenguaje filosófico, a la consciencia de sí: el término sádico, de uso universal, nos da la prueba patente de esta contribución. En este sentido, el punto de vista al que di el nombre de Jules Janin se ha modificado: sigue siendo el del hombre ansioso y razonable, pero ya no rechaza de modo tajante lo que significa el nombre de Sade. Los instintos que describen Justine y Juliette tienen hoy derecho de ciudadanía, los Jules Janin de nuestro tiempo los reconocen. Dejan de taparse la cara y de excluir con indignación la posibilidad de entenderlos: pero la existencia que les conceden es patológica.
Así la historia de las religiones no ha llevado a la conciencia a reconsiderar el sadismo más que en una débil medida. La definición del sadismo, al contrario, ha permitido ver en los hechos religiosos algo más que una inexplicable rareza: los instintos sexuales a los que Sade dio nombre son los que acaban explicando los horrores sacrificiales, siendo ambos objeto de horror bajo el calificativo de patológicos.
Ya dije que no era mi intención oponerme a este punto de vista. Con excepción de la paradójica licencia de sostener lo insostenible, nadie pretendería que la crueldad de los héroes de Justine y Juliette no deba ser radicalmente execrada. Es la negación de los principios en los que se funda la humanidad. Debemos de algún modo rechazar aquello cuya finalidad sería la ruina de nuestras obras. Si ciertos instintos nos impulsan a destruir la cosa misma que edificamos, es necesario que los condenemos —y que nos defendamos de ellos.
Pero se sigue planteando la cuestión: ¿sería posible evitar absolutamente la negación que es la finalidad de estos instintos? ¿Puede esta negación proceder de algún modo de fuera, ser debida a enfermedades curables, inesenciales al hombre, y también a individuos, a colectivos que en principio es necesario y posible suprimir, es decir, a elementos que hay que eliminar del género humano? ¿O bien, al contrario, llevaría en sí el hombre la irreductible negación de lo que, bajo los nombres de razón, utilidad y orden, fundó la humanidad? ¿Entrañaría fatalmente la existencia, al mismo tiempo que la afirmación, la negación de su principio?
El vicio es la verdad profunda y el corazón del hombre3
Podríamos llevar en nosotros el sadismo como una excrecencia que pudo tener antaño una significación humana, pero que ya no la tiene, y que es fácil aniquilar si se desea, en nosotros mediante la ascesis, en el otro mediante los castigos: así procede el cirujano con el apéndice, el partero con la placenta, —el pueblo con sus reyes. ¿Se trata por el contrario de una parte soberana e irreductible del hombre, pero que permanecería oculta a su conciencia?; ¿se trata, en una palabra, de su corazón, no hablo del órgano de sangre, sino de los sentimientos agitados, del principio íntimo que esta víscera simboliza?
En el primer caso, estaría justificado el hombre de razón; el hombre produciría sin límites los instrumentos de su bienestar, reduciría la naturaleza entera a sus leyes, se libraría de las guerras y de la violencia, sin tener que preocuparse por una fatal propensión que, hasta ahora, lo vinculaba obstinadamente con la desgracia. Esta propensión no sería más que un mal hábito, que sería necesario y fácil corregir.
En el segundo caso, parece que la supresión de este hábito tocaría a la existencia del hombre en su punto vital.
Esta proposición merece formularse con exactitud: es tan grave que no podría mantenerse un solo instante en la imprecisión.
Supone en primer lugar, en la humanidad, un exceso irresistible que la impulsa a destruir y la pone de acuerdo con la ruina incesante e inevitable de cuanto nace, crece y puja por durar.
En segundo lugar, da a este exceso y a este acuerdo una significación de algún modo divina, o más precisamente sagrada: el deseo que tenemos de consumar y de arruinar, de hacer una hoguera con nuestros recursos y de forma general la felicidad que nos dan la consumación, la hoguera, la ruina, esto es lo que nos parece divino, sagrado y lo que determina en nosotros actitudes soberanas, es decir, gratuitas, sin utilidad, que no sirven más que para lo que son, sin subordinarse jamás a resultados ulteriores.
En tercer lugar, dicha proposición significa que una humanidad que se creyera ajena a estas actitudes, rechazadas por el primer movimiento de la razón, se volvería mustia y se vería reducida en su conjunto a un estado similar al de los ancianos (lo que hoy tiende a producirse, aunque no del todo), si no se comportase, de vez en cuando, de un modo perfectamente opuesto a sus principios.
La proposición se une, en cuarto lugar, a la necesidad para el hombre actual —entiéndase el hombre normal— de alcanzar la conciencia de sí mismo y de saber claramente, con el fin de limitar efectos ruinosos, a qué aspira soberanamente: la necesidad de disponer a su conveniencia de estos efectos, sin reproducirlos ya más allá de lo que quiere, y de oponerse resueltamente a ellos en la medida en que no puede soportarlos.
Los dos aspectos extremos de la vida humana
Esta proposición difiere radicalmente de las provocadoras afirmaciones de Sade en lo siguiente: aunque no puede entenderse como el pensamiento del hombre normal (éste suele pensar lo contrario, cree que la violencia puede eliminarse) puede concordar con él, y si la aceptara, no podría encontrar en ella nada que no pudiese conciliarse con su punto de vista.
Si considero ahora los principios alegados en su efecto más llamativo, no puedo dejar de ver lo que, en cualquier tiempo, dio al rostro humano su aspecto de duplicidad. En los extremos, en un sentido la existencia es fundamentalmente honesta y regular: el trabajo, el cuidado de los hijos, la benevolencia y la lealtad rigen las relaciones de los hombres entre sí; en el sentido contrario, la violencia azota sin piedad: si se dan las condiciones, los mismos hombres saquean e incendian, matan, violan y torturan. El exceso se opone a la razón.
Estos extremos abarcan los términos de civilización y de barbarie —o salvajismo. Pero el uso de estas palabras, ligado a la idea de que hay bárbaros por un lado y civilizados por otro, es engañoso. En efecto, los civilizados hablan, los bárbaros se callan, y el que habla es siempre el civilizado. O mejor dicho, al ser el lenguaje por definición la expresión del hombre civilizado, la violencia es silenciosa. Esta parcialidad del lenguaje tiene muchas consecuencias: no sólo la palabra civilizado quiso decir casi siempre «nosotros», y bárbaro «los demás», sino que civilización y lenguaje se constituyeron como si la violencia fuera exterior, ajena no sólo a la civilización sino al propio hombre (puesto que el hombre es lo mismo que el lenguaje). La observación muestra además que los mismos pueblos, y muy a menudo los mismos hombres, adoptan sucesivamente la actitud bárbara y la civilizada. No hay salvajes que no hablen y que, al hablar, no revelen este acuerdo con la lealtad y la benevolencia fundadoras de la vida civilizada. Recíprocamente, no hay civilizados que no sean capaces de salvajismo: la costumbre del linchamiento pertenece a hombres que se dicen, hoy, en la cúspide de la civilización. Si se quiere sacar el lenguaje del callejón sin salida al que le lleva esta dificultad, es necesario, pues, decir que la violencia, que es obra de la humanidad entera, carece en principio de voz, que así la humanidad entera miente por omisión y que el propio lenguaje se funda en esta mentira.
La violencia es silenciosa y el lenguaje de Sade es paradójico
El lenguaje común rechaza la expresión de la violencia, a la que sólo concede una existencia indebida y culpable. La niega quitándole toda razón de ser y toda justificación. Si a pesar de todo se produce, como puede ocurrir, es que en alguna parte ha habido una culpa: de la misma manera que los hombres de civilizaciones atrasadas piensan que la muerte sólo puede producirse si alguien, por magia o de otra manera, es culpable de ella. La violencia en las sociedades avanzadas y la muerte en las primitivas no se dan simplemente, como un temporal o la crecida de un río: sólo acontecen por una culpa.
Pero el silencio no suprime aquello que el lenguaje no puede afirmar: la violencia no es menos irreductible que la muerte, y si el lenguaje soslaya el anonadamiento universal —la obra serena del tiempo— lo que sufre por ello sólo es el lenguaje, que queda limitado, pero no el tiempo ni la violencia.
La negación racional de la violencia, considerada como inútil y peligrosa, no puede suprimir lo que negó, no más de lo que puede negar la negación irracional de la muerte. Pero la expresión de la violencia se enfrenta, como ya dije, a la doble oposición de la razón que la niega y de la propia violencia, que se limita a despreciar en silencio las palabras que le conciernen.
Por supuesto, es difícil considerar teóricamente este problema. Daré un ejemplo concreto. Recuerdo haber leído un día el relato de un deportado, que me deprimió. Pero entonces imaginé un relato de sentido opuesto, que hubiera podido narrar el verdugo a quien este testigo vio asestar los golpes. Imaginé a aquel miserable escribiendo y me imaginé a mí mismo leyendo: «Me abalancé sobre él insultándole y como, al tener las manos atadas a la espalda, no podía responder, aplasté violentamente mis puños sobre su rostro, se cayó y mis tacones terminaron la faena; asqueado, escupí sobre una cara tumefacta. No pude dejar de soltar una carcajada: ¡acababa de insultar a un muerto!». Desgraciadamente, el aspecto forzado de estas líneas no estriba en su inverosimilitud... Pero es improbable que un verdugo escriba jamás así.
Por regla general, el verdugo no emplea el lenguaje de la violencia que ejerce en nombre de un poder establecido, sino el del poder que aparentemente lo excusa, lo justifica y le da una razón de ser decorosa. El violento tiende a callar y se aviene al engaño. Por su parte, el espíritu de engaño es la puerta abierta a la violencia. En la medida en que el hombre ansia torturar, la función de verdugo legal representa la facilidad: el verdugo habla con sus semejantes, si es que los trata, el lenguaje del Estado. Y si está bajo el efecto de la pasión, el silencio taimado en que se complace le da el único placer que le conviene.
Los personajes de las novelas de Sade tienen una actitud algo diferente de la del verdugo a quien di arbitrariamente la palabra. Esos personajes no se dirigen al hombre en general, como lo hace la literatura, aunque sea con la aparente discreción del diario íntimo. Si hablan, es entre iguales: los crapulosos criminales de Sade se dirigen unos a otros. Pero se dedican a hacer largos discursos donde demuestran que tienen razón. La mayor parte del tiempo creen que siguen a la naturaleza. Alardean de ser los únicos en conformarse a sus leyes. Mas sus juicios, aun cuando corresponden al pensamiento de Sade, no son coherentes entre sí. Les anima a veces el odio a la naturaleza. Lo que de todos modos afirman es el valor soberano de las violencias, excesos, crímenes, suplicios. Así infringen el profundo silencio propio de la violencia, la cual jamás dice que existe y jamás afirma su derecho a existir, sino que siempre existe sin decirlo.
En verdad, estas disquisiciones de la violencia, que sin cesar interrumpen los relatos de crueles infamias en que consisten los libros de Sade, no son las disquisiciones de los personajes violentos a los que se atribuyen. Si tales personajes hubieran vivido, sin duda hubieran vivido silenciosamente. Son las palabras del propio Sade, que usó este procedimiento para dirigirse a los demás (pero que nunca se esforzó verdaderamente por llevarlas a la coherencia del discurso, a la lógica).
Así la actitud de Sade se opone a la del verdugo, de la que es el perfecto contrario. Sade, al escribir, rechazando el engaño, se lo atribuía a unos personajes que, realmente, sólo hubieran podido ser silenciosos, pero se servía de ellos para dirigir a otros hombres un discurso paradójico.
Hay un equívoco en la base de su comportamiento. Sade habla, pero habla en nombre de la vida silenciosa, en nombre de una perfecta soledad, inevitablemente muda. El hombre solitario del que es portavoz no tiene en cuenta de ningún modo a sus semejantes: es en su soledad un ser soberano, que nunca se explica, que no rinde cuentas ante nadie. Nunca se arredra por miedo a sufrir las consecuencias del daño que causa a los demás: está solo y nunca se implica en los vínculos que un sentimiento de debilidad compartido establece entre ellos. Esto requiere una energía extrema, pero de lo que de verdad se trata es de energía. Al describir las consecuencias de esta soledad moral, Maurice Blanchot muestra al solitario encaminándose, por grados, hacia la negación total: la de todos los demás primero, y por una especie de lógica monstruosa, la propia. En la postrera negación de sí, al perecer víctima de la oleada de crímenes que ha suscitado, el criminal aún se regocija de un triunfo que el crimen, en cierto modo divinizado, celebra por fin sobre el propio criminal. La violencia entraña esta negación descabellada, que pone fin a toda posibilidad de discurso.
Se puede objetar que el lenguaje de Sade no es el lenguaje común. No se dirige a cualquiera, sino que Sade lo destinaba a unas mentes privilegiadas, susceptibles de alcanzar, en el seno del género humano, una soledad inhumana.
El que habla, aunque sea ciegamente, no deja de infringir la soledad a la que le condenaba su negación de los demás. Por su lado, la violencia es contraria a la lealtad hacia el otro que conforman la lógica, la ley y el principio del lenguaje.
¿Cómo definir en fin la paradoja que representa el lenguaje monstruoso de Sade?
Es un lenguaje que reniega de la relación del que habla con aquellos a quienes se dirige. En la verdadera soledad, nada podría tener siquiera una apariencia de lealtad. No hay lugar para un lenguaje leal, como lo es, relativamente, el de Sade. La paradójica soledad en la que Sade lo emplea no es lo que parece: se pretende desvinculada del género humano, a cuya negación se dedica, pero ¡está dedicado a ello! No se impone límite alguno al engaño del solitario en el que Sade se convirtió a causa de su vida excesiva —y de su interminable prisión—, salvo en un punto. Si bien no le debió al género humano la negación que del propio género hizo, al menos se la debió a sí mismo: a fin de cuentas, no veo bien la diferencia.
El lenguaje de Sade es el de una víctima
He aquí un aspecto relevante: en el extremo opuesto del lenguaje hipócrita del verdugo, el lenguaje de Sade es el de la víctima; lo inventó en la Bastilla, al escribir Las 120 jornadas de Sodoma. Tenía entonces con los demás hombres las relaciones de aquel a quien un castigo cruel agobia respecto de los que decidieron dicho castigo. Dije que la violencia es muda. Pero el hombre castigado por un motivo que considera injusto no puede aceptar callarse. Guardar silencio sería como aprobar la pena impuesta. En su impotencia, muchos hombres se contentan con un desprecio mezclado de odio. El marqués de Sade, sublevado en su prisión, tuvo que dejar que en él hablara la rebeldía: habló, lo que la violencia por sí sola no hace. Al rebelarse, tenía que defenderse, o mejor atacar, llevando el combate al terreno del hombre moral, al que pertenece el lenguaje. El lenguaje fundamenta el castigo, pero sólo el lenguaje pone en tela de juicio este fundamento. Las cartas de Sade encarcelado lo muestran empeñado en defenderse, representando ora la poca gravedad de los «hechos», ora la vanidad del motivo que sus deudos daban para el castigo, que, al parecer, tenía que mejorarlo, y que por el contrario acababa de corromperlo. Pero estas protestas son superficiales. En realidad, Sade fue directamente al fondo del debate; en contraposición a su proceso, hizo el de los hombres que lo habían condenado, el de Dios y, de forma general, el de los límites opuestos al furor voluptuoso. Por esta vía se enfrentaría al universo, a la naturaleza, a cuanto se oponía a la soberanía de sus pasiones.
Sade habló para justificarse ante sí frente a los demás
De este modo, negándose al engaño, y a causa de las crueles medidas de las que fue objeto, fue inducido a este hecho insensato: prestó su voz solitaria a la violencia. Estaba encerrado, pero se justificaba ante sí mismo.
No por ello tenía esa voz que estar dotada de una expresión que respondiera a las exigencias propias de la violencia mejor que a las del lenguaje.
Por un lado, esa monstruosa anomalía no podía, al parecer, responder a las intenciones de aquel que, hablando, olvidaba la soledad a la que él mismo se condenaba más verdaderamente de lo que habían hecho los demás: es decir, que traicionaba esa soledad. Es evidente que no podía ser comprendido por el hombre normal, que representa la común necesidad. Ese alegato no podía recibir ningún sentido. De modo que una obra inmensa, que enseñaba la soledad, enseñó además en la soledad: transcurrió siglo y medio antes de que su enseñanza se difundiese, ¡y aún no podría entenderse en su autenticidad, si no percibiéramos primero su carácter absurdo! El digno efecto de las ideas de Sade sólo puede ser la falta de reconocimiento y la repugnancia del conjunto de los hombres. Pero esta falta de reconocimiento, al menos, preserva lo esencial, mientras que la admiración de unos pocos, que hoy recibe, no representa tanto una consagración como una negación, puesto que no desemboca en la soledad del voluptuoso. Cierto es que la contradicción actual de los admiradores prolonga la contradicción del propio Sade: no por eso salimos del atolladero. No podríamos oír una voz que nos llega desde otro mundo —el de la inaccesible soledad— si, conscientes del atolladero, no estuviéramos resueltos a adivinar el enigma.
El lenguaje de Sade nos aleja de la violencia
Tomamos conciencia al final de una última dificultad. La violencia expresada por Sade había cambiado la violencia en lo que no es, en lo que es necesariamente su opuesto: en una voluntad meditada, racionalizada, de violencia.
Las disquisiciones filosóficas que interrumpen en toda ocasión los relatos de Sade acaban de hacer que su lectura sea agotadora. Para leerlo hace falta paciencia, resignación. Hay que decirse que un lenguaje tan diferente del de los demás, de todos los demás, merece la pena leerse hasta el final. Por otro lado, este lenguaje monótono tiene al mismo tiempo una fuerza que se impone. Nos hallamos ante sus libros como antaño podía hallarse el viajero angustiado ante vertiginosos amontonamientos de riscos: algo nos mueve a apartarnos de aquello y sin embargo... Este horror nos ignora, pero ya que existe, ¿no habrá en él una propuesta de sentido? Las montañas representan algo que no puede tener atractivo para los hombres más que mediante un rodeo. Lo mismo ocurre con los libros de Sade. Pero en la existencia de las altas cumbres no interviene para nada la humanidad. Al contrario, está totalmente involucrada en una obra que, sin ella, no existiría. La humanidad aparta de sí aquello que asocia con la locura... Pero el rechazo de la locura no es más que una actitud cómoda e inevitable, que la reflexión tiene obligación de examinar. De todos modos, el pensamiento de Sade no es reducible a la locura. Es sólo un exceso, un exceso vertiginoso, pero es la cima excesiva de lo que somos. De esta cima no podemos apartarnos sin apartarnos de nosotros mismos. Por no acercarnos a dicha cima, o no esforzarnos por trepar al menos sus laderas, vivimos como sombras amedrentadas —y ante quien temblamos es ante nosotros mismos.
Vuelvo a las largas disquisiciones que interrumpen —y sobrecargan— los relatos de criminales desenfrenos, demostrando sin fin que el libertino criminal tiene razón, que sólo él tiene razón. Estos análisis y estos raciocinios, estas referencias eruditas a costumbres antiguas o bárbaras, estas paradojas de una filosofía agresiva, pese a una infatigable obstinación y a una osadía sin coherencia, nos alejan de la violencia. Pues la violencia es extravío y el extravío se identifica con los furores voluptuosos que nos proporciona la violencia. Si pretendemos sacar de estos furores una lección de sabiduría, ya no podemos esperar de ellos esos movimientos de extremo arrebato en que nos perdemos. La violencia, que es el alma del erotismo, nos enfrenta en verdad al problema más grave. Nos hemos vuelto conscientes siguiendo un curso regular de actividad; cada cosa en nosotros se ha situado en un encadenamiento en que es distinta, en que su sentido es inteligible. Pero perturbando —por la violencia— este encadenamiento, regresamos, en dirección opuesta, a la excesiva e ininteligible efusión del erotismo. Así hay en nosotros una fulguración soberana, que consideramos generalmente como lo más deseable, que se oculta a la conciencia clara en que cada cosa nos es dada. De modo que la vida humana está hecha de dos partes heterogéneas que jamás se unen. La primera, sensata, cuyo sentido proporcionan los fines útiles y por ende subordinados: esta parte es la que se manifiesta a la conciencia. La otra es soberana: si llega la ocasión, se constituye aprovechando un desorden de la primera, y es oscura o, mejor dicho, si es clara, lo es cegándonos; así se oculta, de todos modos, a la conciencia. En consecuencia, el problema es doble. La conciencia quiere extender su dominio a la violencia (quiere que deje de escapársele una parte tan considerable del hombre). Por su lado, la violencia, más allá de sí misma, busca la conciencia (con el fin de que el goce que alcanza se refleje en ella, y sea así más intenso, más decisivo, más profundo). Pero, al ser violentos, nos alejamos de la conciencia y, asimismo, esforzándonos por entender distintamente el sentido de nuestros movimientos de violencia, nos alejamos de los extravíos y de los arrobamientos soberanos que produce.
Para gozar más de la violencia, Sade pretendía introducir en ella la calma y el cálculo propios de la conciencia
En una exposición minuciosa —que no deja nada en la sombra— Simone de Beauvoir4 enuncia acerca de Sade el siguiente juicio: «Lo que lo caracteriza singularmente es la tensión de una voluntad que se aplica en realizar la carne sin perderse en ella». Si por «la carne» entendemos la imagen cargada de valor erótico, esto es cierto y decisivo. Evidentemente, Sade no fue el único en inclinar su voluntad hacia este fin: el erotismo difiere de la sexualidad animal en que, para un hombre excitado, ciertas imágenes captables se destacan con la claridad distinta de las cosas; el erotismo es la actividad sexual de un ser consciente. Lo cual no obsta para que por esencia escape a nuestra conciencia. Simone de Beauvoir acierta cuando, para mostrar un esfuerzo desesperado de Sade intentando convertir en cosa la imagen que le excita, alude a su comportamiento en el único desenfreno cuyo relato detallado poseemos (fue el de unos testigos ante la justicia): «En Marsella se hace dar latigazos, pero de vez en cuando se precipita hacia la chimenea y graba en ella con la navaja el número de golpes que acaba de recibir».5 Sus propios relatos están por lo demás repletos de mediciones: a menudo el tamaño de los miembros viriles se da en pulgadas y líneas; a veces, es un participante el que se complace, durante la orgía, en efectuar estas mediciones. Las disertaciones de los personajes tienen sin duda el carácter paradójico que he señalado, son justificaciones del hombre castigado: algo de la violencia auténtica se les escapa, pero a costa de esta machaconería, de esta lentitud, es como Sade consigue a la larga vincular la violencia con la conciencia, que le permitiría hablar, como si de cosas se tratase, del objeto de su delirio. Este rodeo que frenaba el movimiento es lo que le permitió gozar más de él: sin duda la precipitación voluptuosa no podía tener lugar enseguida, pero sólo se dilataba, y la impavidez, propiamente trastornada, de la conciencia añadía al placer un sentimiento de duradera posesión. Que era ya, en una perspectiva ilusoria, de eterna posesión.
Mediante el rodeo de la perversidad de Sade, la violencia entra por fin en la conciencia
Por una parte, los escritos de Sade han revelado la antinomia de la violencia y de la conciencia, pero, y éste es su valor singular, tienden a hacer penetrar en la conciencia aquello de lo que casi se habían apartado los hombres, buscando escapatorias y rechazándolo de forma provisional.
Estos escritos introducen en la reflexión sobre la violencia la dilación y el espíritu de observación, que son lo propio de la conciencia.
Manifiestan lógicamente en su desarrollo el vigor de una búsqueda de la eficacia, para demostrar lo infundado del castigo impuesto a Sade.
Tales fueron, al menos, los primeros movimientos que originaron en particular la primera versión de Justine.
Llegamos así a una violencia que tendría la calma de la razón. En cuanto lo exija la violencia, hallará de nuevo la perfecta sinrazón sin la cual la explosión de la voluptuosidad no tendría lugar. Pero dispondrá a voluntad, en la involuntaria inercia de la cárcel, de la claridad de visión y de la libre disposición de sí que están en el origen del conocimiento y de la conciencia.
En la cárcel, Sade se abría a una doble posibilidad. No hubo quizá nadie que llevara tan lejos como él el gusto por la monstruosidad moral. Y al mismo tiempo era uno de los hombres de su tiempo más ávidos de conocimientos.
Maurice Blanchot dijo a propósito de Justine y de Juliette: «Podemos admitir que jamás, en la historia de la literatura, hubo una obra tan escandalosa...».
En efecto, lo que Sade quiso que penetrara en la conciencia era precisamente lo que sublevaba a la conciencia. Lo más escandaloso era, a sus ojos, el más poderoso medio de provocar el placer. No sólo alcanzaba de este modo la revelación más singular, sino que directamente proponía a la conciencia lo que ésta no podía soportar. El mismo se limitó a hablar de irregularidad. Las reglas que acatamos suelen tener por objeto la conservación de la vida, y por consiguiente la irregularidad lleva a la destrucción. No obstante, la irregularidad no siempre tiene un sentido tan nefasto. En principio, la desnudez es una forma de ser irregular, pero en el plano del placer actúa sin que intervenga una destrucción real (señalemos que la desnudez no actúa si es regular: en la consulta del médico, o en un campo de nudistas). La obra de Sade introduce comúnmente irregularidades escandalosas. Insiste a veces en el carácter irregular del más simple elemento de atracción erótica, por ejemplo un desnudamiento irregular. Pero, sobre todo, según los crueles personajes a los que pone en escena, nada «enardece» tanto como la irregularidad. El mérito esencial de Sade es haber descubierto, y mostrado, en el arrebato voluptuoso, una función de la irregularidad moral. En ese arrebato se abría en principio la vía de la actividad sexual. Pero el efecto de la irregularidad, cualquiera que sea, es más fuerte que las maniobras que le siguen. Para Sade, es posible gozar tanto en el transcurso de desenfrenos, matando o torturando, como arruinando a una familia, a un país o simplemente robando.
Independientemente de Sade, la excitación sexual del atracador no pasó inadvertida a los observadores. Pero antes de él nadie entendió el mecanismo general que asocia los reflejos de la erección y la eyaculación con la transgresión de la ley. Sade ignoró la relación primaria entre la prohibición y la transgresión, que se oponen y se complementan. Pero dio el primer paso. Este mecanismo general no podía hacerse plenamente consciente antes de que la conciencia —muy tardía— de la transgresión complementaria de la prohibición nos impusiera sus paradójicas enseñanzas. Sade expuso la doctrina de la irregularidad de tal modo, mezclada con tales horrores, que nadie se percató de ello. Quería sublevar la conciencia, hubiera querido también esclarecerla, pero no pudo a un tiempo sublevarla y esclarecerla. Sólo hoy entendemos que, sin la crueldad de Sade, no hubiéramos alcanzado tan fácilmente este campo antaño inaccesible donde se disimulaban las más penosas verdades. No es tan fácil pasar del conocimiento de las rarezas religiosas del género humano (hoy día vinculadas a nuestros conocimientos sobre las prohibiciones y transgresiones) al de sus rarezas sexuales. Nuestra unidad profunda sólo aparece en último término. Y si hoy el hombre normal penetra profundamente en la conciencia de lo que significa, para él, la transgresión, es porque Sade preparó el camino. Ahora el hombre normal sabe que su conciencia tenía que abrirse a lo que más violentamente lo había sublevado: lo que más violentamente nos subleva, está dentro de nosotros.
* Este Estudio retoma, con modificaciones, el prefacio a La Nouvelle Jus-tine, editada por Jean-Jacques Pauvert en 1954.
Hablar de Sade es en sí, verdaderamente, paradójico de todos modos. No importa saber si hacemos o no, tácita o abiertamente, obra de proselitismo: ¿es menos paradójico alabar al apologista del crimen que alabar directamente el crimen? La inconsecuencia se acrecienta incluso en el caso de la mera admiración de Sade: la admiración muestra más desdén por la víctima, a la que hace pasar del mundo del horror sensible a un orden de ideas locas, irreales y puramente brillantes.
Algunas mentes se entusiasman con la idea de trastocar —de arriba abajo, se entiende— los valores mejor establecidos. Así les es posible decir alegremente que el hombre más subversivo que haya habido —el marqués de Sade— también es el que mejor sirvió a la humanidad. No hay nada más cierto a su juicio; temblamos pensando en la muerte y en el dolor (aunque sean la muerte y el dolor de los demás), lo trágico o lo inmundo nos oprimen el corazón, pero el objeto de nuestro terror tiene para nosotros el mismo sentido que el sol, que no es menos glorioso si apartamos de su destello nuestras débiles miradas.
Comparable al menos en este punto con el sol, cuya visión no soportan los ojos, la figura de Sade, al tiempo que fascinaba la imaginación de su época, la aterrorizó: ¿no bastó la mera idea de que estuviera vivo aquel monstruo para sublevar a la gente? A su moderno apologista, al contrario, no se le toma nunca en serio, nadie podría creer que su opinión tenga la menor consecuencia. Los más hostiles ven en ella jactancia o una diversión insolente. En la medida en que los que lo elogian no se apartan de la moral reinante, los elogios a Sade contribuyen incluso a reforzar esta última, dando el oscuro sentimiento de que es vano querer socavarla, de que es más sólida de lo que se había creído. Esto no tendría consecuencias si el pensamiento de Sade no perdiera con ello su valor fundamental, el de ser incompatible con la moral de un ser de razón.
Sade dedicó interminables obras a la afirmación de valores inaceptables: la vida, según él, era la búsqueda del placer, y el placer era proporcional a la destrucción de la vida. Es decir, que la vida alcanzaba su más alto grado de intensidad en una monstruosa negación de su principio.
¿Quién no ve que tan peregrina afirmación no podría, de forma general, aceptarse o siquiera proponerse, si no estuviera despuntada, vacía de sentido, reducida a un estallido sin consecuencia? ¿Quién no ve en efecto que, si se tomara en serio, una sociedad no podría admitirla un solo instante? En verdad, los que vieron en Sade a un ser depravado respondieron mejor a sus intenciones que sus modernos admiradores: Sade reclama una protesta escandalizada, sin la cual la paradoja del placer sería mera poesía. Reitero que no quisiera hablar de él sino dirigiéndome a aquellos a quienes subleva y desde el punto de vista de ellos.
En el Estudio anterior, dije cómo Sade fue inducido a dar a los excesos de su imaginación un valor que se establece a sus ojos soberanamente, negando la realidad de los demás.
Debo ahora buscar el sentido que dicho valor tiene, no obstante, para esos otros hombres a los que niega.
Lo divino no es menos paradójico que el vicio
El hombre ansioso, al que sublevan los discursos de Sade, no puede sin embargo excluir tan fácilmente un principio que posee el mismo sentido que la vida intensa, ligada a la violencia de la destrucción. Desde siempre, un principio de divinidad ha fascinado y atormentado a los hombres: reconocen, tras los nombres de divino, de sagrado, una especie de animación interna, secreta, un frenesí esencial, una violencia que se apodera de un objeto, consumándolo como el fuego y llevándolo sin demora a la ruina. Aquella animación se considera contagiosa y, al pasar de un objeto a otro, traía al que la acogía un miasma de muerte: no hay peligro más grave, y si la víctima es objeto de un culto, que tiene como fin ofrecerla a la veneración, hay que decir enseguida que este culto es ambiguo. La religión se esfuerza ciertamente en glorificar al objeto sagrado y en hacer de un principio de ruina la esencia del poder y de todo valor, pero al mismo tiempo se preocupa por reducir su efecto a un círculo definido, separado del mundo de la vida normal o mundo profano por un límite infranqueable.
Este aspecto violento y deletéreo de lo divino se ponía generalmente de manifiesto en los ritos del sacrificio. A menudo incluso, esos ritos tuvieron una crueldad excesiva: se entregaron niños a unos monstruos de metal al rojo vivo, se prendió fuego a colosos de mimbre repletos de víctimas humanas, hubo sacerdotes que despellejaron a mujeres vivas y se revistieron con sus despojos ensangrentados. Esas formas de perseguir el horror eran infrecuentes, no eran necesarias para el sacrificio, pero indicaban cuál era su sentido. Hasta el suplicio de la cruz vincula, aunque ciegamente, la conciencia cristiana con ese carácter abominable del orden divino: lo divino nunca se hace tutelar hasta que se haya satisfecho una necesidad de consumar y de arruinar, que es su primer principio.
Conviene alegar aquí estos hechos. Ofrecen una ventaja sobre los sueños de Sade: nadie puede considerarlos como aceptables, pero todo ser racional ha de reconocer que de algún modo respondieron a una exigencia de la humanidad; incluso, considerando el pasado, difícilmente podría negarse el carácter universal y soberano de dicha exigencia; como contrapartida, los que sirvieron así a crueles divinidades quisieron limitar expresamente sus estragos: nunca menospreciaron la necesidad, ni el mundo regular que ésta rige.
Así pues, en lo que concernía a las destrucciones del sacrificio, la doble dificultad que señalé al principio respecto de Sade había recibido antiguamente una solución. La vida ansiosa y la vida intensa —la actividad encadenada y el desencadenamiento— se mantenían, gracias a las conductas religiosas, a salvo la una de la otra. La permanencia de un mundo profano, cuya base es la actividad útil, sin la cual no habría subsistencia, ni bienes para la consumación, estaba regularmente asegurada. El principio contrario seguía mientras tanto vigente, sin atenuación de sus efectos ruinosos, en los sentimientos de horror ligados al sentimiento de la presencia sagrada. La angustia y el gozo, la intensidad y la muerte se avenían en las fiestas —el miedo daba sentido al desenfreno y la consumación aparecía como el fin de la actividad útil. Pero no había jamás ningún deslizamiento, ninguna facilidad introducía la confusión entre dos principios contrarios e inconciliables.
El hombre normal considera enfermizas las paradojas de lo divino y del erotismo
Estas consideraciones de orden religioso tienen no obstante sus límites. Es cierto que se dirigen al hombre normal y que es posible hacerlas desde su punto de vista, pero ponen en juego un elemento externo a su conciencia. El mundo sagrado es para el hombre moderno una realidad ambigua: su existencia no puede ser negada y puede escribirse su historia, pero no es una realidad directamente aprehensible. Aquel mundo se basa en conductas humanas cuyas condiciones ya al parecer no se dan y cuyos mecanismos escapan a la conciencia. Estas conductas son bien conocidas, y no podemos dudar de su verdad histórica, ni del hecho de que tuvieron aparentemente, como dije, un sentido soberano y universal. Pero sin duda aquellos que se comportaron así ignoraron dicho sentido y no podemos saber nada claro al respecto: ninguna interpretación se ha impuesto de forma decisiva. Sólo una realidad determinada a la que respondieron podría ser objeto de interés por parte del hombre razonable, a quien la dureza de la naturaleza y su angustia dieron la costumbre de calcular. Mientras no capta el motivo que tuvieron, ¿cómo podría dar cuenta, en el sentido preciso de la palabra, de los horrores religiosos del pasado? No puede deshacerse de ellos tan fácilmente como de las imaginaciones de Sade, y tampoco puede ponerlos en el plano de las necesidades que dominan racionalmente la actividad, como el hambre o el frío. Lo que designa la palabra divino no se puede asimilar a los alimentos o al calor.
En una palabra, al ser el hombre razonable consciente por excelencia, hay que decir que como los hechos de orden religioso no laceran su conciencia más que de un modo esencialmente exterior, los admite de mala gana, y si tiene que reconocerles los derechos que realmente tuvieron sobre el pasado, no les otorga ninguno sobre el presente, al menos en la medida en que su horror no ha sido eliminado. Tengo incluso que añadir desde ahora que, en cierto sentido, el erotismo de Sade se impone más fácilmente a la conciencia que las antiguas exigencias de la religión: nadie negaría hoy que existen pulsiones que vinculan la sexualidad con la necesidad de hacer daño y de matar. Así los instintos llamados sádicos dan al hombre normal un medio de darse cuenta de ciertas crueldades, mientras que la religión no es nunca sino la explicación de hecho de una aberración. Parece, pues, que al proporcionar una descripción magistral de estos instintos, Sade contribuyó a la conciencia que el hombre toma progresivamente de sí mismo —o si recurrimos al lenguaje filosófico, a la consciencia de sí: el término sádico, de uso universal, nos da la prueba patente de esta contribución. En este sentido, el punto de vista al que di el nombre de Jules Janin se ha modificado: sigue siendo el del hombre ansioso y razonable, pero ya no rechaza de modo tajante lo que significa el nombre de Sade. Los instintos que describen Justine y Juliette tienen hoy derecho de ciudadanía, los Jules Janin de nuestro tiempo los reconocen. Dejan de taparse la cara y de excluir con indignación la posibilidad de entenderlos: pero la existencia que les conceden es patológica.
Así la historia de las religiones no ha llevado a la conciencia a reconsiderar el sadismo más que en una débil medida. La definición del sadismo, al contrario, ha permitido ver en los hechos religiosos algo más que una inexplicable rareza: los instintos sexuales a los que Sade dio nombre son los que acaban explicando los horrores sacrificiales, siendo ambos objeto de horror bajo el calificativo de patológicos.
Ya dije que no era mi intención oponerme a este punto de vista. Con excepción de la paradójica licencia de sostener lo insostenible, nadie pretendería que la crueldad de los héroes de Justine y Juliette no deba ser radicalmente execrada. Es la negación de los principios en los que se funda la humanidad. Debemos de algún modo rechazar aquello cuya finalidad sería la ruina de nuestras obras. Si ciertos instintos nos impulsan a destruir la cosa misma que edificamos, es necesario que los condenemos —y que nos defendamos de ellos.
Pero se sigue planteando la cuestión: ¿sería posible evitar absolutamente la negación que es la finalidad de estos instintos? ¿Puede esta negación proceder de algún modo de fuera, ser debida a enfermedades curables, inesenciales al hombre, y también a individuos, a colectivos que en principio es necesario y posible suprimir, es decir, a elementos que hay que eliminar del género humano? ¿O bien, al contrario, llevaría en sí el hombre la irreductible negación de lo que, bajo los nombres de razón, utilidad y orden, fundó la humanidad? ¿Entrañaría fatalmente la existencia, al mismo tiempo que la afirmación, la negación de su principio?
El vicio es la verdad profunda y el corazón del hombre3
Podríamos llevar en nosotros el sadismo como una excrecencia que pudo tener antaño una significación humana, pero que ya no la tiene, y que es fácil aniquilar si se desea, en nosotros mediante la ascesis, en el otro mediante los castigos: así procede el cirujano con el apéndice, el partero con la placenta, —el pueblo con sus reyes. ¿Se trata por el contrario de una parte soberana e irreductible del hombre, pero que permanecería oculta a su conciencia?; ¿se trata, en una palabra, de su corazón, no hablo del órgano de sangre, sino de los sentimientos agitados, del principio íntimo que esta víscera simboliza?
En el primer caso, estaría justificado el hombre de razón; el hombre produciría sin límites los instrumentos de su bienestar, reduciría la naturaleza entera a sus leyes, se libraría de las guerras y de la violencia, sin tener que preocuparse por una fatal propensión que, hasta ahora, lo vinculaba obstinadamente con la desgracia. Esta propensión no sería más que un mal hábito, que sería necesario y fácil corregir.
En el segundo caso, parece que la supresión de este hábito tocaría a la existencia del hombre en su punto vital.
Esta proposición merece formularse con exactitud: es tan grave que no podría mantenerse un solo instante en la imprecisión.
Supone en primer lugar, en la humanidad, un exceso irresistible que la impulsa a destruir y la pone de acuerdo con la ruina incesante e inevitable de cuanto nace, crece y puja por durar.
En segundo lugar, da a este exceso y a este acuerdo una significación de algún modo divina, o más precisamente sagrada: el deseo que tenemos de consumar y de arruinar, de hacer una hoguera con nuestros recursos y de forma general la felicidad que nos dan la consumación, la hoguera, la ruina, esto es lo que nos parece divino, sagrado y lo que determina en nosotros actitudes soberanas, es decir, gratuitas, sin utilidad, que no sirven más que para lo que son, sin subordinarse jamás a resultados ulteriores.
En tercer lugar, dicha proposición significa que una humanidad que se creyera ajena a estas actitudes, rechazadas por el primer movimiento de la razón, se volvería mustia y se vería reducida en su conjunto a un estado similar al de los ancianos (lo que hoy tiende a producirse, aunque no del todo), si no se comportase, de vez en cuando, de un modo perfectamente opuesto a sus principios.
La proposición se une, en cuarto lugar, a la necesidad para el hombre actual —entiéndase el hombre normal— de alcanzar la conciencia de sí mismo y de saber claramente, con el fin de limitar efectos ruinosos, a qué aspira soberanamente: la necesidad de disponer a su conveniencia de estos efectos, sin reproducirlos ya más allá de lo que quiere, y de oponerse resueltamente a ellos en la medida en que no puede soportarlos.
Los dos aspectos extremos de la vida humana
Esta proposición difiere radicalmente de las provocadoras afirmaciones de Sade en lo siguiente: aunque no puede entenderse como el pensamiento del hombre normal (éste suele pensar lo contrario, cree que la violencia puede eliminarse) puede concordar con él, y si la aceptara, no podría encontrar en ella nada que no pudiese conciliarse con su punto de vista.
Si considero ahora los principios alegados en su efecto más llamativo, no puedo dejar de ver lo que, en cualquier tiempo, dio al rostro humano su aspecto de duplicidad. En los extremos, en un sentido la existencia es fundamentalmente honesta y regular: el trabajo, el cuidado de los hijos, la benevolencia y la lealtad rigen las relaciones de los hombres entre sí; en el sentido contrario, la violencia azota sin piedad: si se dan las condiciones, los mismos hombres saquean e incendian, matan, violan y torturan. El exceso se opone a la razón.
Estos extremos abarcan los términos de civilización y de barbarie —o salvajismo. Pero el uso de estas palabras, ligado a la idea de que hay bárbaros por un lado y civilizados por otro, es engañoso. En efecto, los civilizados hablan, los bárbaros se callan, y el que habla es siempre el civilizado. O mejor dicho, al ser el lenguaje por definición la expresión del hombre civilizado, la violencia es silenciosa. Esta parcialidad del lenguaje tiene muchas consecuencias: no sólo la palabra civilizado quiso decir casi siempre «nosotros», y bárbaro «los demás», sino que civilización y lenguaje se constituyeron como si la violencia fuera exterior, ajena no sólo a la civilización sino al propio hombre (puesto que el hombre es lo mismo que el lenguaje). La observación muestra además que los mismos pueblos, y muy a menudo los mismos hombres, adoptan sucesivamente la actitud bárbara y la civilizada. No hay salvajes que no hablen y que, al hablar, no revelen este acuerdo con la lealtad y la benevolencia fundadoras de la vida civilizada. Recíprocamente, no hay civilizados que no sean capaces de salvajismo: la costumbre del linchamiento pertenece a hombres que se dicen, hoy, en la cúspide de la civilización. Si se quiere sacar el lenguaje del callejón sin salida al que le lleva esta dificultad, es necesario, pues, decir que la violencia, que es obra de la humanidad entera, carece en principio de voz, que así la humanidad entera miente por omisión y que el propio lenguaje se funda en esta mentira.
La violencia es silenciosa y el lenguaje de Sade es paradójico
El lenguaje común rechaza la expresión de la violencia, a la que sólo concede una existencia indebida y culpable. La niega quitándole toda razón de ser y toda justificación. Si a pesar de todo se produce, como puede ocurrir, es que en alguna parte ha habido una culpa: de la misma manera que los hombres de civilizaciones atrasadas piensan que la muerte sólo puede producirse si alguien, por magia o de otra manera, es culpable de ella. La violencia en las sociedades avanzadas y la muerte en las primitivas no se dan simplemente, como un temporal o la crecida de un río: sólo acontecen por una culpa.
Pero el silencio no suprime aquello que el lenguaje no puede afirmar: la violencia no es menos irreductible que la muerte, y si el lenguaje soslaya el anonadamiento universal —la obra serena del tiempo— lo que sufre por ello sólo es el lenguaje, que queda limitado, pero no el tiempo ni la violencia.
La negación racional de la violencia, considerada como inútil y peligrosa, no puede suprimir lo que negó, no más de lo que puede negar la negación irracional de la muerte. Pero la expresión de la violencia se enfrenta, como ya dije, a la doble oposición de la razón que la niega y de la propia violencia, que se limita a despreciar en silencio las palabras que le conciernen.
Por supuesto, es difícil considerar teóricamente este problema. Daré un ejemplo concreto. Recuerdo haber leído un día el relato de un deportado, que me deprimió. Pero entonces imaginé un relato de sentido opuesto, que hubiera podido narrar el verdugo a quien este testigo vio asestar los golpes. Imaginé a aquel miserable escribiendo y me imaginé a mí mismo leyendo: «Me abalancé sobre él insultándole y como, al tener las manos atadas a la espalda, no podía responder, aplasté violentamente mis puños sobre su rostro, se cayó y mis tacones terminaron la faena; asqueado, escupí sobre una cara tumefacta. No pude dejar de soltar una carcajada: ¡acababa de insultar a un muerto!». Desgraciadamente, el aspecto forzado de estas líneas no estriba en su inverosimilitud... Pero es improbable que un verdugo escriba jamás así.
Por regla general, el verdugo no emplea el lenguaje de la violencia que ejerce en nombre de un poder establecido, sino el del poder que aparentemente lo excusa, lo justifica y le da una razón de ser decorosa. El violento tiende a callar y se aviene al engaño. Por su parte, el espíritu de engaño es la puerta abierta a la violencia. En la medida en que el hombre ansia torturar, la función de verdugo legal representa la facilidad: el verdugo habla con sus semejantes, si es que los trata, el lenguaje del Estado. Y si está bajo el efecto de la pasión, el silencio taimado en que se complace le da el único placer que le conviene.
Los personajes de las novelas de Sade tienen una actitud algo diferente de la del verdugo a quien di arbitrariamente la palabra. Esos personajes no se dirigen al hombre en general, como lo hace la literatura, aunque sea con la aparente discreción del diario íntimo. Si hablan, es entre iguales: los crapulosos criminales de Sade se dirigen unos a otros. Pero se dedican a hacer largos discursos donde demuestran que tienen razón. La mayor parte del tiempo creen que siguen a la naturaleza. Alardean de ser los únicos en conformarse a sus leyes. Mas sus juicios, aun cuando corresponden al pensamiento de Sade, no son coherentes entre sí. Les anima a veces el odio a la naturaleza. Lo que de todos modos afirman es el valor soberano de las violencias, excesos, crímenes, suplicios. Así infringen el profundo silencio propio de la violencia, la cual jamás dice que existe y jamás afirma su derecho a existir, sino que siempre existe sin decirlo.
En verdad, estas disquisiciones de la violencia, que sin cesar interrumpen los relatos de crueles infamias en que consisten los libros de Sade, no son las disquisiciones de los personajes violentos a los que se atribuyen. Si tales personajes hubieran vivido, sin duda hubieran vivido silenciosamente. Son las palabras del propio Sade, que usó este procedimiento para dirigirse a los demás (pero que nunca se esforzó verdaderamente por llevarlas a la coherencia del discurso, a la lógica).
Así la actitud de Sade se opone a la del verdugo, de la que es el perfecto contrario. Sade, al escribir, rechazando el engaño, se lo atribuía a unos personajes que, realmente, sólo hubieran podido ser silenciosos, pero se servía de ellos para dirigir a otros hombres un discurso paradójico.
Hay un equívoco en la base de su comportamiento. Sade habla, pero habla en nombre de la vida silenciosa, en nombre de una perfecta soledad, inevitablemente muda. El hombre solitario del que es portavoz no tiene en cuenta de ningún modo a sus semejantes: es en su soledad un ser soberano, que nunca se explica, que no rinde cuentas ante nadie. Nunca se arredra por miedo a sufrir las consecuencias del daño que causa a los demás: está solo y nunca se implica en los vínculos que un sentimiento de debilidad compartido establece entre ellos. Esto requiere una energía extrema, pero de lo que de verdad se trata es de energía. Al describir las consecuencias de esta soledad moral, Maurice Blanchot muestra al solitario encaminándose, por grados, hacia la negación total: la de todos los demás primero, y por una especie de lógica monstruosa, la propia. En la postrera negación de sí, al perecer víctima de la oleada de crímenes que ha suscitado, el criminal aún se regocija de un triunfo que el crimen, en cierto modo divinizado, celebra por fin sobre el propio criminal. La violencia entraña esta negación descabellada, que pone fin a toda posibilidad de discurso.
Se puede objetar que el lenguaje de Sade no es el lenguaje común. No se dirige a cualquiera, sino que Sade lo destinaba a unas mentes privilegiadas, susceptibles de alcanzar, en el seno del género humano, una soledad inhumana.
El que habla, aunque sea ciegamente, no deja de infringir la soledad a la que le condenaba su negación de los demás. Por su lado, la violencia es contraria a la lealtad hacia el otro que conforman la lógica, la ley y el principio del lenguaje.
¿Cómo definir en fin la paradoja que representa el lenguaje monstruoso de Sade?
Es un lenguaje que reniega de la relación del que habla con aquellos a quienes se dirige. En la verdadera soledad, nada podría tener siquiera una apariencia de lealtad. No hay lugar para un lenguaje leal, como lo es, relativamente, el de Sade. La paradójica soledad en la que Sade lo emplea no es lo que parece: se pretende desvinculada del género humano, a cuya negación se dedica, pero ¡está dedicado a ello! No se impone límite alguno al engaño del solitario en el que Sade se convirtió a causa de su vida excesiva —y de su interminable prisión—, salvo en un punto. Si bien no le debió al género humano la negación que del propio género hizo, al menos se la debió a sí mismo: a fin de cuentas, no veo bien la diferencia.
El lenguaje de Sade es el de una víctima
He aquí un aspecto relevante: en el extremo opuesto del lenguaje hipócrita del verdugo, el lenguaje de Sade es el de la víctima; lo inventó en la Bastilla, al escribir Las 120 jornadas de Sodoma. Tenía entonces con los demás hombres las relaciones de aquel a quien un castigo cruel agobia respecto de los que decidieron dicho castigo. Dije que la violencia es muda. Pero el hombre castigado por un motivo que considera injusto no puede aceptar callarse. Guardar silencio sería como aprobar la pena impuesta. En su impotencia, muchos hombres se contentan con un desprecio mezclado de odio. El marqués de Sade, sublevado en su prisión, tuvo que dejar que en él hablara la rebeldía: habló, lo que la violencia por sí sola no hace. Al rebelarse, tenía que defenderse, o mejor atacar, llevando el combate al terreno del hombre moral, al que pertenece el lenguaje. El lenguaje fundamenta el castigo, pero sólo el lenguaje pone en tela de juicio este fundamento. Las cartas de Sade encarcelado lo muestran empeñado en defenderse, representando ora la poca gravedad de los «hechos», ora la vanidad del motivo que sus deudos daban para el castigo, que, al parecer, tenía que mejorarlo, y que por el contrario acababa de corromperlo. Pero estas protestas son superficiales. En realidad, Sade fue directamente al fondo del debate; en contraposición a su proceso, hizo el de los hombres que lo habían condenado, el de Dios y, de forma general, el de los límites opuestos al furor voluptuoso. Por esta vía se enfrentaría al universo, a la naturaleza, a cuanto se oponía a la soberanía de sus pasiones.
Sade habló para justificarse ante sí frente a los demás
De este modo, negándose al engaño, y a causa de las crueles medidas de las que fue objeto, fue inducido a este hecho insensato: prestó su voz solitaria a la violencia. Estaba encerrado, pero se justificaba ante sí mismo.
No por ello tenía esa voz que estar dotada de una expresión que respondiera a las exigencias propias de la violencia mejor que a las del lenguaje.
Por un lado, esa monstruosa anomalía no podía, al parecer, responder a las intenciones de aquel que, hablando, olvidaba la soledad a la que él mismo se condenaba más verdaderamente de lo que habían hecho los demás: es decir, que traicionaba esa soledad. Es evidente que no podía ser comprendido por el hombre normal, que representa la común necesidad. Ese alegato no podía recibir ningún sentido. De modo que una obra inmensa, que enseñaba la soledad, enseñó además en la soledad: transcurrió siglo y medio antes de que su enseñanza se difundiese, ¡y aún no podría entenderse en su autenticidad, si no percibiéramos primero su carácter absurdo! El digno efecto de las ideas de Sade sólo puede ser la falta de reconocimiento y la repugnancia del conjunto de los hombres. Pero esta falta de reconocimiento, al menos, preserva lo esencial, mientras que la admiración de unos pocos, que hoy recibe, no representa tanto una consagración como una negación, puesto que no desemboca en la soledad del voluptuoso. Cierto es que la contradicción actual de los admiradores prolonga la contradicción del propio Sade: no por eso salimos del atolladero. No podríamos oír una voz que nos llega desde otro mundo —el de la inaccesible soledad— si, conscientes del atolladero, no estuviéramos resueltos a adivinar el enigma.
El lenguaje de Sade nos aleja de la violencia
Tomamos conciencia al final de una última dificultad. La violencia expresada por Sade había cambiado la violencia en lo que no es, en lo que es necesariamente su opuesto: en una voluntad meditada, racionalizada, de violencia.
Las disquisiciones filosóficas que interrumpen en toda ocasión los relatos de Sade acaban de hacer que su lectura sea agotadora. Para leerlo hace falta paciencia, resignación. Hay que decirse que un lenguaje tan diferente del de los demás, de todos los demás, merece la pena leerse hasta el final. Por otro lado, este lenguaje monótono tiene al mismo tiempo una fuerza que se impone. Nos hallamos ante sus libros como antaño podía hallarse el viajero angustiado ante vertiginosos amontonamientos de riscos: algo nos mueve a apartarnos de aquello y sin embargo... Este horror nos ignora, pero ya que existe, ¿no habrá en él una propuesta de sentido? Las montañas representan algo que no puede tener atractivo para los hombres más que mediante un rodeo. Lo mismo ocurre con los libros de Sade. Pero en la existencia de las altas cumbres no interviene para nada la humanidad. Al contrario, está totalmente involucrada en una obra que, sin ella, no existiría. La humanidad aparta de sí aquello que asocia con la locura... Pero el rechazo de la locura no es más que una actitud cómoda e inevitable, que la reflexión tiene obligación de examinar. De todos modos, el pensamiento de Sade no es reducible a la locura. Es sólo un exceso, un exceso vertiginoso, pero es la cima excesiva de lo que somos. De esta cima no podemos apartarnos sin apartarnos de nosotros mismos. Por no acercarnos a dicha cima, o no esforzarnos por trepar al menos sus laderas, vivimos como sombras amedrentadas —y ante quien temblamos es ante nosotros mismos.
Vuelvo a las largas disquisiciones que interrumpen —y sobrecargan— los relatos de criminales desenfrenos, demostrando sin fin que el libertino criminal tiene razón, que sólo él tiene razón. Estos análisis y estos raciocinios, estas referencias eruditas a costumbres antiguas o bárbaras, estas paradojas de una filosofía agresiva, pese a una infatigable obstinación y a una osadía sin coherencia, nos alejan de la violencia. Pues la violencia es extravío y el extravío se identifica con los furores voluptuosos que nos proporciona la violencia. Si pretendemos sacar de estos furores una lección de sabiduría, ya no podemos esperar de ellos esos movimientos de extremo arrebato en que nos perdemos. La violencia, que es el alma del erotismo, nos enfrenta en verdad al problema más grave. Nos hemos vuelto conscientes siguiendo un curso regular de actividad; cada cosa en nosotros se ha situado en un encadenamiento en que es distinta, en que su sentido es inteligible. Pero perturbando —por la violencia— este encadenamiento, regresamos, en dirección opuesta, a la excesiva e ininteligible efusión del erotismo. Así hay en nosotros una fulguración soberana, que consideramos generalmente como lo más deseable, que se oculta a la conciencia clara en que cada cosa nos es dada. De modo que la vida humana está hecha de dos partes heterogéneas que jamás se unen. La primera, sensata, cuyo sentido proporcionan los fines útiles y por ende subordinados: esta parte es la que se manifiesta a la conciencia. La otra es soberana: si llega la ocasión, se constituye aprovechando un desorden de la primera, y es oscura o, mejor dicho, si es clara, lo es cegándonos; así se oculta, de todos modos, a la conciencia. En consecuencia, el problema es doble. La conciencia quiere extender su dominio a la violencia (quiere que deje de escapársele una parte tan considerable del hombre). Por su lado, la violencia, más allá de sí misma, busca la conciencia (con el fin de que el goce que alcanza se refleje en ella, y sea así más intenso, más decisivo, más profundo). Pero, al ser violentos, nos alejamos de la conciencia y, asimismo, esforzándonos por entender distintamente el sentido de nuestros movimientos de violencia, nos alejamos de los extravíos y de los arrobamientos soberanos que produce.
Para gozar más de la violencia, Sade pretendía introducir en ella la calma y el cálculo propios de la conciencia
En una exposición minuciosa —que no deja nada en la sombra— Simone de Beauvoir4 enuncia acerca de Sade el siguiente juicio: «Lo que lo caracteriza singularmente es la tensión de una voluntad que se aplica en realizar la carne sin perderse en ella». Si por «la carne» entendemos la imagen cargada de valor erótico, esto es cierto y decisivo. Evidentemente, Sade no fue el único en inclinar su voluntad hacia este fin: el erotismo difiere de la sexualidad animal en que, para un hombre excitado, ciertas imágenes captables se destacan con la claridad distinta de las cosas; el erotismo es la actividad sexual de un ser consciente. Lo cual no obsta para que por esencia escape a nuestra conciencia. Simone de Beauvoir acierta cuando, para mostrar un esfuerzo desesperado de Sade intentando convertir en cosa la imagen que le excita, alude a su comportamiento en el único desenfreno cuyo relato detallado poseemos (fue el de unos testigos ante la justicia): «En Marsella se hace dar latigazos, pero de vez en cuando se precipita hacia la chimenea y graba en ella con la navaja el número de golpes que acaba de recibir».5 Sus propios relatos están por lo demás repletos de mediciones: a menudo el tamaño de los miembros viriles se da en pulgadas y líneas; a veces, es un participante el que se complace, durante la orgía, en efectuar estas mediciones. Las disertaciones de los personajes tienen sin duda el carácter paradójico que he señalado, son justificaciones del hombre castigado: algo de la violencia auténtica se les escapa, pero a costa de esta machaconería, de esta lentitud, es como Sade consigue a la larga vincular la violencia con la conciencia, que le permitiría hablar, como si de cosas se tratase, del objeto de su delirio. Este rodeo que frenaba el movimiento es lo que le permitió gozar más de él: sin duda la precipitación voluptuosa no podía tener lugar enseguida, pero sólo se dilataba, y la impavidez, propiamente trastornada, de la conciencia añadía al placer un sentimiento de duradera posesión. Que era ya, en una perspectiva ilusoria, de eterna posesión.
Mediante el rodeo de la perversidad de Sade, la violencia entra por fin en la conciencia
Por una parte, los escritos de Sade han revelado la antinomia de la violencia y de la conciencia, pero, y éste es su valor singular, tienden a hacer penetrar en la conciencia aquello de lo que casi se habían apartado los hombres, buscando escapatorias y rechazándolo de forma provisional.
Estos escritos introducen en la reflexión sobre la violencia la dilación y el espíritu de observación, que son lo propio de la conciencia.
Manifiestan lógicamente en su desarrollo el vigor de una búsqueda de la eficacia, para demostrar lo infundado del castigo impuesto a Sade.
Tales fueron, al menos, los primeros movimientos que originaron en particular la primera versión de Justine.
Llegamos así a una violencia que tendría la calma de la razón. En cuanto lo exija la violencia, hallará de nuevo la perfecta sinrazón sin la cual la explosión de la voluptuosidad no tendría lugar. Pero dispondrá a voluntad, en la involuntaria inercia de la cárcel, de la claridad de visión y de la libre disposición de sí que están en el origen del conocimiento y de la conciencia.
En la cárcel, Sade se abría a una doble posibilidad. No hubo quizá nadie que llevara tan lejos como él el gusto por la monstruosidad moral. Y al mismo tiempo era uno de los hombres de su tiempo más ávidos de conocimientos.
Maurice Blanchot dijo a propósito de Justine y de Juliette: «Podemos admitir que jamás, en la historia de la literatura, hubo una obra tan escandalosa...».
En efecto, lo que Sade quiso que penetrara en la conciencia era precisamente lo que sublevaba a la conciencia. Lo más escandaloso era, a sus ojos, el más poderoso medio de provocar el placer. No sólo alcanzaba de este modo la revelación más singular, sino que directamente proponía a la conciencia lo que ésta no podía soportar. El mismo se limitó a hablar de irregularidad. Las reglas que acatamos suelen tener por objeto la conservación de la vida, y por consiguiente la irregularidad lleva a la destrucción. No obstante, la irregularidad no siempre tiene un sentido tan nefasto. En principio, la desnudez es una forma de ser irregular, pero en el plano del placer actúa sin que intervenga una destrucción real (señalemos que la desnudez no actúa si es regular: en la consulta del médico, o en un campo de nudistas). La obra de Sade introduce comúnmente irregularidades escandalosas. Insiste a veces en el carácter irregular del más simple elemento de atracción erótica, por ejemplo un desnudamiento irregular. Pero, sobre todo, según los crueles personajes a los que pone en escena, nada «enardece» tanto como la irregularidad. El mérito esencial de Sade es haber descubierto, y mostrado, en el arrebato voluptuoso, una función de la irregularidad moral. En ese arrebato se abría en principio la vía de la actividad sexual. Pero el efecto de la irregularidad, cualquiera que sea, es más fuerte que las maniobras que le siguen. Para Sade, es posible gozar tanto en el transcurso de desenfrenos, matando o torturando, como arruinando a una familia, a un país o simplemente robando.
Independientemente de Sade, la excitación sexual del atracador no pasó inadvertida a los observadores. Pero antes de él nadie entendió el mecanismo general que asocia los reflejos de la erección y la eyaculación con la transgresión de la ley. Sade ignoró la relación primaria entre la prohibición y la transgresión, que se oponen y se complementan. Pero dio el primer paso. Este mecanismo general no podía hacerse plenamente consciente antes de que la conciencia —muy tardía— de la transgresión complementaria de la prohibición nos impusiera sus paradójicas enseñanzas. Sade expuso la doctrina de la irregularidad de tal modo, mezclada con tales horrores, que nadie se percató de ello. Quería sublevar la conciencia, hubiera querido también esclarecerla, pero no pudo a un tiempo sublevarla y esclarecerla. Sólo hoy entendemos que, sin la crueldad de Sade, no hubiéramos alcanzado tan fácilmente este campo antaño inaccesible donde se disimulaban las más penosas verdades. No es tan fácil pasar del conocimiento de las rarezas religiosas del género humano (hoy día vinculadas a nuestros conocimientos sobre las prohibiciones y transgresiones) al de sus rarezas sexuales. Nuestra unidad profunda sólo aparece en último término. Y si hoy el hombre normal penetra profundamente en la conciencia de lo que significa, para él, la transgresión, es porque Sade preparó el camino. Ahora el hombre normal sabe que su conciencia tenía que abrirse a lo que más violentamente lo había sublevado: lo que más violentamente nos subleva, está dentro de nosotros.
* Este Estudio retoma, con modificaciones, el prefacio a La Nouvelle Jus-tine, editada por Jean-Jacques Pauvert en 1954.
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