Estudio IV
El enigma del incesto*
El problema del «incesto» es lo que trata de resolver la voluminosa obra de Claude Lévi-Strauss, publicada en 1949, con el título algo hermético de Structures élémentaires de la párente.' El problema del incesto se plantea, en efecto, en el ámbito de la familia: siempre es un grado o, más precisamente, una forma de parentesco lo que decide que se prohíban las relaciones sexuales o el matrimonio entre dos personas. Recíprocamente, lo que da sentido a la determinación del parentesco es la posición de los individuos el uno con respecto al otro desde el punto de vista de las relaciones sexuales; éstos no pueden unirse, aquéllos sí, y por fin, determinado vínculo de primazgo representa una indicación privilegiada, a menudo incluso con exclusión de cualquier otro matrimonio.
De entrada, al considerar el incesto, llama nuestra atención el carácter universal de su prohibición. Bajo una forma u otra, la conoce toda la humanidad, aunque varían sus modalidades. En un lugar, la prohibición afecta a determinada clase de parentesco, como por ejemplo al primazgo de los hijos nacidos respectivamente del padre y de la hermana; al contrario, ésta es en otro sitio la condición privilegiada del matrimonio, pero los hijos de dos hermanos —o de dos hermanas— no pueden unirse. Los pueblos más civilizados se ceñirán a las relaciones entre padres e hijos, entre hermano y hermana. Pero por regla general, entre los pueblos primitivos, encontramos a los diversos individuos repartidos en categorías diferenciadas, que deciden cuáles son las relaciones sexuales prohibidas o prescritas. Por otra parte, debemos considerar dos situaciones distintas. En la primera, que Lévi-Strauss estudia bajo el título de «Estructuras elementales del parentesco», la modalidad precisa de los lazos de sangre fundamenta las reglas que determinan, al mismo tiempo que la ilegitimidad, la posibilidad del matrimonio. En la segunda, que el autor designa (pero no desarrolla en la obra publicada) bajo el nombre de «Estructuras complejas», la determinación del cónyuge se confía a «otros mecanismos, económicos o psicológicos». Permanecen las categorías, pero si bien algunas siguen siendo objeto de prohibición, ya no es la costumbre la que decide en cuál de ellas ha de ser elegida la esposa (si no estrictamente, al menos preferentemente). Esto nos aleja de una situación que conocemos por experiencia, pero Lévi-Strauss opina que las «prohibiciones» no pueden considerarse por separado y que su Estudio no puede disociarse del de los «privilegios» que las completan. Esta es probablemente la razón por la cual el título de su obra evita la palabra incesto y designa —si bien de forma algo oscura— el sistema indisociable de las prohibiciones y privilegios, de las oposiciones y de las prescripciones.
Las respuestas sucesivas al enigma del incesto
Lévi-Strauss opone al estado natural la cultura, más o menos del mismo modo que se suele oponer el hombre al animal: eso le lleva a decir que la prohibición del incesto (se entiende que al mismo tiempo piensa en las reglas de exogamia que la completan) «constituye el proceso fundamental por el cual, pero sobre todo en el cual se funda el paso de la Naturaleza a la Cultura».2 Habría así en el horror que sentimos ante el incesto un elemento que nos designa como hombres, y el problema que se deriva de ello sería el del hombre mismo, en cuanto añade a la animalidad lo que tiene de humano. Por consiguiente, todo lo que somos estaría en juego en la decisión que nos opone a la vaga libertad de los contactos sexuales, a la vida natural e informulada de los «animales». Puede ser que, tras la fórmula, se vislumbre la ambición extrema que vincula al conocimiento el deseo que tiene el hombre de revelarse a sí mismo, asumiendo de este modo lo posible del universo. Cabe incluso que, ante una exigencia de tanto alcance, Lévi-Strauss se declare incompetente y recuerde la modestia de su propósito. Pero la exigencia —o bien el movimiento— que se da en cualquier actividad del hombre no siempre se puede limitar y, de una forma privilegiada, el empeño por resolver el enigma del incesto es ambicioso: su intención es desvelar lo que nunca se propuso más que oculto. Además, si algún proceso propició antaño «el paso de la naturaleza a la cultura», ¿la búsqueda que finalmente desvela su sentido ha de suponer un interés excepcional?
En verdad, inevitablemente, pronto debemos darnos motivos para la humildad: Claude Lévi-Strauss se ve incitado a referirnos los pasos en falso de los que le precedieron por esta vía. No son alentadores.
La teoría finalista da a la prohibición el sentido de una medida eugénica: se trata de poner a la especie a salvo de los efectos de los matrimonios consanguíneos. Ese punto de vista tuvo ilustres defensores (como Lewis H. Morgan). Su difusión es reciente: «En ninguna parte aparece» dice Lévi-Strauss, «antes del siglo XVI».3 Pero sigue vigente: hoy nada es más común que la creencia en el carácter degenerado de los hijos de un incesto. La observación no ha confirmado en nada lo que únicamente funda un sentimiento primario. Mas la creencia sigue viva.
Para algunos, «la prohibición del incesto no es sino la proyección, o el reflejo en el plano social, de los sentimientos o tendencias que se explican suficientemente por la naturaleza del hombre». ¡Una repugnancia instintiva!, dicen. A Lévi-Strauss le resulta fácil demostrar lo contrario, como también se denuncia en el psicoanálisis: la universal obsesión (reflejada en los sueños, o los mitos) por las relaciones incestuosas. Si no fuera así, ¿por qué se expresaría de modo tan solemne la prohibición? Este tipo de explicaciones tiene una debilidad de fondo: la reprobación que no existía en el animal se ha dado históricamente, como resultado de los cambios que fundaron la vida humana, y no está simplemente en el orden de las cosas.
A esta crítica responden en efecto explicaciones históricas.
McLennan y Spencer vieron, en las prácticas exogámicas, la determinación por el uso de las costumbres de las tribus guerreras, entre las cuales el rapto era el medio normal de obtener esposas.4 Durkheim vio en el tabú de la sangre del clan para con sus propios miembros, y por ende de la sangre menstrual de las mujeres, la explicación de la prohibición por la que éstas son vedadas a los hombres de su clan, y de la ausencia de prohibición cuando se trata de hombres de otro clan. Tales interpretaciones pueden ser lógicamente satisfactorias, pero su defecto estriba en que las conexiones así establecidas son frágiles y arbitrarias...5 A la teoría sociológica de Durkheim, sería posible añadir la hipótesis psicoanalítica de Freud, que sitúa en el origen del paso del animal al hombre un pretendido asesinato del padre por los hermanos: según Freud, los hermanos celosos entre sí siguen manteniendo la prohibición que el padre les había hecho de acostarse con su madre o sus hermanas, las cuales se reservaba para sí. A decir verdad, el mito de Freud introduce la coyuntura más descabellada; sin embargo, tiene la ventaja sobre la explicación del sociólogo de ser una expresión de obsesiones vivas. Lévi-Strauss lo dice de forma muy acertada:6 «Da cuenta con éxito no del inicio de la civilización sino de su presente: el deseo por la madre o por la hermana, el asesinato del padre y el arrepentimiento de los hijos no corresponden sin duda a ningún hecho, o conjunto de hechos, que ocupen en la historia un lugar dado. Pero traducen quizá de forma simbólica un sueño a la vez permanente y antiguo. Y el prestigio de ese sueño, su poder para modelar, sin que lo sepan, los pensamientos de los hombres, proviene precisamente de que los actos que evoca nunca fueron cometidos, porque la cultura se ha opuesto a ello siempre...».7
Sentido limitado de las aparentes distinciones entre matrimonios prohibidos y matrimonios lícitos
Para ir más allá de estas breves soluciones, unas brillantes y otras triviales, es necesario ser lento y tenaz. Nunca hay que dejarse desalentar por datos inextricables, que no tienen a primera vista más que el sentido inhumano de un «rompecabezas».
Se trata en efecto de un inmenso «rompecabezas», sin duda uno de los enigmas más oscuros que jamás se haya tenido que elucidar. Interminable y, por lo demás, justo es decirlo, espantosamente aburrido: las dos terceras partes más o menos del voluminoso libro de Lévi-Strauss se dedican al examen minucioso de las múltiples combinaciones que la humanidad arcaica ideó para resolver un problema, el de la distribución de las mujeres, cuya situación es lo que había que despejar al final de un embrollo totalmente absurdo.
Desgraciadamente no puedo evitar entrar aquí en dicho embrollo; para el conocimiento del erotismo es importante que salgamos de una oscuridad que hizo que su sentido fuera difícil de penetrar.
«Los miembros de una misma generación», dice Lévi-Strauss, «se hallan igualmente divididos en dos grupos: por una parte los primos (de cualquier grado) que se llaman entre sí "hermanos" y "hermanas" (primos paralelos), y por otra parte los primos nacidos de colaterales de sexo diferente (de cualquier grado) que se nombran con términos especiales y entre los cuales el matrimonio es posible (primos cruzados).» Tal es, para empezar, la definición de un tipo simple, y que resulta fundamental, pero cuyas numerosas variantes plantean infinitas preguntas. El tema dado en esta estructura de base es ya de por sí un enigma. «¿Por qué, nos dicen,8 establecer una barrera entre primos nacidos de colaterales del mismo sexo y nacidos de colaterales de sexo diferente, cuando la relación de proximidad es la misma en ambos casos? No obstante, en el paso de uno a otro radica toda la diferencia entre el incesto caracterizado (los primos paralelos se asimilan a los hermanos y hermanas) y las uniones no sólo posibles sino incluso las más recomendadas de todas (puesto que los primos cruzados se designan bajo el nombre de cónyuges potenciales). La distinción es incompatible con nuestro criterio biológico del incesto.»
Naturalmente las cosas se complican en todos los sentidos y a menudo parece que se trata de elecciones arbitrarias e insignificantes; no obstante, entre la multitud de las variantes, hay una discriminación que adquiere un valor privilegiado. No sólo es bastante común que el primo cruzado tenga privilegio sobre el paralelo, sino también el primo cruzado matrilineal sobre el patrilineal. Preciso lo más simplemente que pueda: la hija de mi tío paterno es mi prima paralela; en este mundo de «estructuras elementales» del que nos seguimos ocupando, hay muchas posibilidades para que no pueda casarme con ella ni conocerla sexualmente de algún modo lícito: la equiparo con mi hermana y le doy el nombre de hermana. Pero la hija de mi tía paterna (la hermana de mi padre), que es mi prima cruzada, difiere de la de mi tío materno, que es igualmente mi prima cruzada: llamo a la primera patrilineal y matrilineal a la segunda. Tengo, evidentemente, posibilidades de poder casarme libremente con una u otra, esto se practica en muchas sociedades primitivas. (Cabe además, en este caso, que la primera, nacida de mi tía paterna, sea también hija de mi tío materno; este tío materno en efecto puede perfectamente haberse casado con mi tía paterna —en una sociedad en que el matrimonio entre primos cruzados no está sujeto a ninguna determinación secundaria, cosa que suele ocurrir—, en cuyo caso digo de mi prima cruzada que es bilateral.) Pero también cabe que el matrimonio con tal o cual de estas primas cruzadas se me prohíba como incesto. Algunas sociedades prescriben el matrimonio con la hija de la hermana del padre (lado patrilineal) y lo prohíben con la hija del hermano de la madre (lado matrilineal) mientras que en otras partes ocurre lo contrario.9 Pero la situación de mis dos primas no es igual: tengo muchas posibilidades de ver erguirse la prohibición entre la primera y yo, pero hay menos si mi voluntad es unirme con la segunda. «Si se considera», dice Lévi-Strauss,10 «la distribución de estos dos tipos de matrimonio unilateral, se constata que el segundo tipo prevalece con mucho sobre el primero.»
He aquí pues, en primer lugar, ciertas formas esenciales de consanguinidad que son la base de la prohibición o de la prescripción del matrimonio.
Ni que decir tiene que al precisar así los términos, más bien se ha espesado la niebla. No sólo es formal y carente de sentido la diferencia entre estas formas distintas de parentesco, no sólo estamos lejos de la clara especificidad que opone a nuestros progenitores y a nuestras hermanas al resto de los hombres, sino que estas formas ¡tienen según los lugares un efecto o el contrario! En principio, tendemos a buscar en la especificidad de los seres en cuestión —en su situación respectiva, en el sentido de las conductas morales: en sus relaciones y en la naturaleza de dichas relaciones—, la razón de la prohibición que los afecta. Pero esto nos invita a apartarnos de este camino. El propio Lévi-Strauss11 dijo hasta qué punto es desconcertante para los sociólogos una arbitrariedad tan acusada: «Difícilmente le perdonan al matrimonio entre primos cruzados que, después de plantearles el enigma de la diferencia entre hijos de colaterales del mismo sexo y colaterales de sexos diferentes, añadan el misterio suplementario de la diferencia entre la hija del padre de la madre, y la hija de la hermana del padre...».
Pero, en realidad, si el autor muestra así el carácter inextricable del enigma, es con el fin de resolverlo mejor.
Se trata de descubrir en qué plano unas distinciones en principio carentes de interés tienen no obstante consecuencias. Si algunos efectos difieren, según esté en juego una u otra de las categorías, aparecerá el sentido de las distinciones. Lévi-Strauss mostró, en la institución arcaica del matrimonio, el papel de un sistema de intercambio distributivo. La adquisición de una mujer era la de una riqueza, e incluso era su valor sagrado: el reparto de las riquezas constituidas por el conjunto de las mujeres planteaba problemas vitales, a los que tenían que responder reglas. Aparentemente, una anarquía parecida a la que reina en las sociedades modernas no hubiera podido resolver aquellos problemas. Sólo unos circuitos de intercambios en que los derechos estén determinados de antemano pueden desembocar, bastante mal a veces, pero en general bastante bien, en la distribución equilibrada de las mujeres para proveer a los hombres.
Las reglas de la exogamia, el don de las mujeres y la necesidad de una regla para repartirlas entre los hombres
Nos cuesta trabajo someternos a la lógica de la situación primitiva. En el relajamiento en que vivimos, en este mundo de numerosas e indefinidas posibilidades, no podemos representarnos la tensión inherente a la vida en grupos restringidos, separados por la hostilidad. Es preciso un esfuerzo para imaginar la intranquilidad a la que responde la garantía de la regla.
Por eso debemos evitar imaginar tratos parecidos a aquellos de que hoy son objeto las riquezas. Hasta en los peores casos, la idea sugerida por una fórmula como «matrimonio por compra» está muy alejada de una realidad primitiva en que el intercambio no tenía, como hoy, el aspecto de una operación restringida, únicamente sometida a la ley del interés.
Claude Lévi-Strauss ha vuelto a situar la estructura de una institución como el matrimonio en el movimiento global de intercambios que rige en la población primitiva. Nos remite a las «conclusiones del admirable Essai sur le Don». «En este Estudio hoy clásico», escribe,12 «Mauss se propuso mostrar, en primer lugar, que el intercambio se presenta, en las sociedades primitivas, no tanto en forma de transacciones como de dones recíprocos, y en segundo lugar que estos dones recíprocos ocupan un lugar mucho más importante en esas sociedades que en la nuestra; y, por fin, que esta forma primitiva de los intercambios no tiene única ni esencialmente un carácter económico, sino que nos coloca ante lo que llama acertadamente "un hecho social total", es decir, dotado de un significado a la vez social y religioso, mágico y económico, utilitario y sentimental, jurídico y moral.»
Un principio de generosidad rige estas clases de intercambios que siempre tienen un carácter ceremonial: algunos bienes no pueden destinarse a un consumo libre o utilitario. Suelen ser bienes de lujo. Aun hoy, estos últimos sirven fundamentalmente para la vida ceremonial. Se reservan para regalos, recepciones, fiestas; así ocurre entre otros con el champán. El champán se bebe en ciertas ocasiones en las que, según las reglas, se ofrece. Por supuesto, todo el champán que se bebe es objeto de transacciones: las botellas se pagan a los que las producen. Pero en el momento en que se bebe, el que lo ha costeado sólo lo bebe en parte; éste es, al menos, el principio que rige el consumo de un bien cuya naturaleza es la de la fiesta, cuya sola presencia designa un momento diferente de otros, totalmente distinto de otro momento cualquiera, de un bien que por otra parte, para responder a un deseo profundo «debe» o «debería» correr a raudales, más exactamente, sin tasa ni medida.
La tesis de Lévi-Strauss está inspirada en tales consideraciones: el padre que se casase con su hija, el hermano que desposase a su hermana serían similares al poseedor de champán que nunca invitase a sus amigos, que se bebiese el contenido de su bodega «en solitario». El padre ha de introducir la riqueza que es su hija, y el hermano la que representa su hermana en un circuito de intercambios ceremoniales: debe darla como regalo, pero el circuito supone un conjunto de reglas admitidas en un medio dado como lo son unas reglas de juego.
Claude Lévi-Strauss puso de manifiesto el principio de las reglas que rigen este sistema de intercambios, que se sale en parte del interés estricto. «(Los) regalos», escribe,13 «se intercambian en el acto como bienes equiparables, o son recibidos por los beneficiarios, con tal de que éstos procedan en una ocasión ulterior a unos contrarregalos cuyo valor a menudo excede el de los primeros, pero que a su vez dan derecho a recibir más tarde nuevos dones, que superan la suntuosidad de los anteriores.» De ahí debemos retener principalmente el hecho de que la finalidad manifiesta de estas operaciones no es la de «obtener un beneficio o ventajas de naturaleza económica». A veces la ostentación de generosidad llega hasta el punto de destruir los objetos ofrecidos. La destrucción pura y simple impone evidentemente un gran prestigio. La producción de objetos de lujo cuyo verdadero sentido es honrar a quien los posee, los recibe o los da, es en sí, además, destrucción del trabajo útil (es lo contrario del capitalismo, que acumula los resultados del trabajo para crear nuevos productos): la consagración de ciertos objetos a los intercambios ceremoniales los retira del consumo productivo.
Hay que subrayar este carácter opuesto al espíritu mercantil —al regateo y al cálculo del interés—, si se quiere hablar de matrimonio por intercambio. El mismo matrimonio por compra participa de este movimiento: «no es más que una modalidad», dice Lévi-Strauss,14 «de este sistema fundamental analizado por Mauss...». Tales formas de matrimonio están ciertamente alejadas de aquéllas en que nosotros, que queremos una elección libre por ambas partes, vemos el carácter humano de las uniones. Pero tampoco rebajan a las mujeres al nivel del comercio y del cálculo. Las sitúa en el plano de las fiestas. El sentido que tiene una mujer dada en matrimonio se asemeja, en el fondo, al del champán en nuestras costumbres. En el matrimonio, dice Lévi-Strauss, las mujeres no figuran «en primer lugar (como) signo de valor social sino como estimulante natural».15 «Malinowski incluso mostró que, después del matrimonio, en las islas Trobriand, el pago del mapula representa, por parte del hombre, una contraprestación destinada a compensar los servicios futuros prestados por la mujer en forma de gratificaciones sexuales...».16
Las mujeres aparecen así esencialmente dedicadas a la comunicación, entendida en el sentido fuerte de la palabra, en el sentido de la efusión: deben ser, por consiguiente, objeto de generosidad por parte de sus padres, que disponen de ellas. Estos deben darlas, mas en un mundo en que todo acto generoso contribuye al circuito de la generosidad general. Yo recibiré, si doy a mi hija, otra mujer para mi hijo (o para mi sobrino). Se trata, en suma, a través de un conjunto limitado, fundado en la generosidad, de comunicación orgánica, previamente acordada, como lo son los múltiples movimientos de un ballet o de una orquestación. Lo que se niega en la prohibición del incesto es consecuencia de una afirmación. El hermano que da a su hermana niega menos el valor de la unión sexual con ésta, que le es cercana, de lo que afirma el valor superior de matrimonios que unan a esta hermana con otro hombre, o a él mismo con otra mujer. Hay una comunicación más intensa, o de cualquier modo más amplia, en el intercambio basado en la generosidad que en el inmediato disfrute. De forma más precisa, la festividad supone la introducción del movimiento, la negativa a replegarse sobre sí, negando, pues, el valor supremo al cálculo del avaro, por lógico que sea. La relación sexual misma es comunicación y movimiento, su naturaleza es la de la fiesta y, por ser esencialmente comunicación, provoca desde un primer momento un movimiento hacia fuera.17
En la medida en que se efectúa el violento movimiento de los sentidos, exige un distanciamiento, una renuncia, el paso atrás a falta del cual nadie podría saltar tan lejos. Pero el distanciamiento mismo exige una regla que organice y asegure la no interrupción de los saltos de un punto a otro.
Ventaja real de ciertas relaciones de parentesco en el plano del intercambio a través del don
Lévi-Strauss, bien es cierto, no insiste en este sentido; al contrario, insiste en un aspecto muy diferente del valor de las mujeres, compaginable tal vez, aunque netamente opuesto, a saber su utilidad material. Se trata en mi opinión de un aspecto secundario, si no en el funcionamiento del sistema, donde suele prevalecer lo material, al menos en el juego de las pasiones que, originariamente, ordena su movimiento. Pero si este aspecto no se tuviera en cuenta, no sólo no se vería el alcance de los intercambios efectuados, sino que la teoría de Lévi-Strauss no encajaría y no aparecerían en su totalidad las consecuencias prácticas del sistema.
Esta teoría no es hasta ahora más que una brillante hipótesis. Seductora, si bien queda por hallar el sentido de estos mosaicos de prohibiciones varias, el sentido que puede tener la elección entre formas de parentesco cuyas diferencias son aparentemente insignificantes. A lo que precisamente se ha dedicado Lévi-Strauss es a esclarecer los diversos efectos que sobre los intercambios tienen las diferentes formas de parentesco. Al querer dar de este modo a su hipótesis una base sólida, consideró oportuno apoyarse en el aspecto más tangible de los intercambios cuyos movimientos fue siguiendo.
Al aspecto seductor del valor de las mujeres del que hablé en primer lugar (del que habla el propio Lévi-Strauss, sin insistir) se opone en efecto el interés material, calculable en servicios, que para el marido representa la posesión de una mujer.
No cabe negar este interés y no creo, en efecto, que soslayándolo se pueda seguir adecuadamente el movimiento de los intercambios de mujeres. Intentaré más adelante conciliar la evidente contradicción entre ambos puntos de vista. El modo de ver que propongo no es inconciliable, ni mucho menos, con la interpretación de Lévi-Strauss; pero he de subrayar primero el aspecto que él mismo subraya: «... como a menudo se ha señalado», dice,18 «el matrimonio, en la mayoría de las sociedades primitivas (así como también, aunque en menor grado, en las clases rurales de nuestra sociedad) presenta una... importancia económica. La diferencia entre el estatuto económico del soltero y el del hombre casado, en nuestra sociedad, se reduce casi exclusivamente al hecho de que el primero tiene que renovar más frecuentemente su vestuario.19 Muy distinta es la situación en los grupos donde la satisfacción de las necesidades económicas descansa enteramente en la sociedad conyugal y en la división del trabajo entre los sexos. No sólo el hombre y la mujer no tienen la misma especialización técnica, y dependen por consiguiente el uno del otro para la fabricación de los objetos necesarios para las tareas diarias, sino que se dedican a la producción de tipos distintos de alimentos. Una alimentación completa, y sobre todo regular, depende, pues, de esta verdadera "cooperativa de producción" que constituye un matrimonio». Esta necesidad de casarse en que se encuentra un hombre joven entraña en cierto sentido una sanción. Si una sociedad organiza mal el intercambio de las mujeres, se sigue un verdadero desorden. Por eso, de un lado, la operación no debe dejarse al azar, implica reglas que aseguren la reciprocidad; de otro lado, por perfecto que sea un sistema de intercambios, no puede resolver todos los casos; surgen desaciertos y alteraciones frecuentes.
La situación de partida es siempre la misma y define la función que el sistema debe garantizar en todas partes.
Por supuesto, «el aspecto negativo no es más que el aspecto rudimentario de la prohibición».20 En todas partes es importante definir un conjunto de obligaciones que ponga en marcha los movimientos de reciprocidad o de circulación. «El grupo en cuyo seno se prohíbe el matrimonio evoca enseguida la noción de otro grupo... en cuyo seno el matrimonio es, según los casos, simplemente posible o inevitable; la prohibición del uso sexual de la hija o de la hermana obliga a dar en matrimonio la hija o la hermana a otro hombre y, al mismo tiempo, crea un derecho sobre la hija o la hermana de este último. De modo que todas las estipulaciones negativas de la prohibición tienen una contrapartida positiva.»21 De ahí que, «a partir del momento en que me prohíbo el uso de una mujer, que se vuelve... disponible para otro hombre, hay, en alguna parte, un hombre que renuncia a una mujer, la cual se vuelve, por este hecho, disponible para mí».22
Frazer fue el primero en ver que «el matrimonio de los primos cruzados resulta de forma simple y directa, y por un encadenamiento natural, del intercambio de las hermanas con vistas a los intermatrimonios».23 Pero a partir de ahí no supo dar una explicación general, y los sociólogos no adoptaron unos conceptos que sin embargo eran satisfactorios. Mientras que, en el matrimonio de primos paralelos, el grupo no pierde ni adquiere, el matrimonio de primos cruzados acarrea el intercambio de un grupo al otro. En efecto, en condiciones corrientes, la prima no pertenece al mismo grupo que su primo. Así, «se construye una estructura de reciprocidad, según la cual el grupo que ha adquirido debe devolver y el que ha cedido puede exigir...».24 «Los primos paralelos entre sí provienen de familias que se hallan en la misma posición formal, que es una posición de equilibrio estática, mientras que los primos cruzados provienen de familias que se hallan en posiciones formales antagonistas, es decir, en un desequilibrio dinámico unos respecto a otros...»25
Así el misterio de la diferencia entre los primos paralelos y los cruzados se resuelve en la diferencia entre una solución favorable al intercambio y otra en que tendería a ganar el estancamiento. Pero en esta simple oposición, sólo tenemos una oposición dualista y se dice que el intercambio es restringido. Si están en juego más de dos grupos, pasamos al intercambio generalizado.
En el intercambio generalizado, un hombre A se casa con una mujer B, un hombre B con una mujer C; un hombre C con una mujer A. (Naturalmente puede ampliarse el sistema.) En estas condiciones diferentes, del mismo modo que el cruce de los primos daba la forma privilegiada del intercambio, el matrimonio de los primos matrilineales proporciona por razones de estructura posibilidades abiertas de encadenamiento infinito. «Basta», dice Lévi-Strauss,26 «que un grupo humano proclame la ley del matrimonio con la hija del hermano de la madre para que se organice, entre todas las generaciones y entre todos los linajes, un amplio círculo de reciprocidad, tan armonioso e ineluctable como las leyes físicas o biológicas; mientras que el matrimonio con la hija de la hermana del padre no puede extender la cadena de las transacciones matrimoniales, no puede alcanzar de manera viva un fin siempre vinculado a la necesidad de intercambio, la de la extensión de las alianzas y del poder.»
Sentido secundario del aspecto económico de la teoría de Lévi-Strauss
No puede sorprendernos el carácter ambiguo de la doctrina de Lévi-Strauss. Por una parte, el intercambio, o mejor dicho el don de las mujeres, pone en juego los intereses de quien da —pero sólo da con la condición de un desquite. Por otra parte se funda en la generosidad. Esto responde al doble aspecto del «don-intercambio», de la institución a la que se dio el nombre de potlatch: el potlatch es a la vez la superación y la culminación del cálculo. Es de lamentar tal vez que Lévi-Strauss haya puesto tan poco énfasis en la relación del potlatch de las mujeres con la naturaleza del erotismo.
La formación del erotismo implica una alternancia de la atracción y del horror, de la afirmación y de la negación. Es cierto que, a menudo, el matrimonio parece ser lo opuesto al erotismo. Pero lo juzgamos así a causa de un aspecto tal vez secundario. Cabe pensar que en el momento en que se establecieron las reglas que dictaminaron esas barreras y su derogación, determinaban de verdad las condiciones de la actividad sexual. Aparentemente, el matrimonio es la supervivencia de un tiempo en que las relaciones sexuales dependieron esencialmente de aquellas reglas. Un régimen de prohibiciones y de derogación de la prohibición respecto de la actividad sexual, ¿se habría formado en todo su rigor, si desde un principio no hubiera tenido más fin que el establecimiento material de un hogar? Todo parece indicar que el juego de las relaciones se contempla en esos reglamentos. De otro modo, ¿cómo explicar el movimiento contra natura de la renuncia de los parientes cercanos? Se trata de un movimiento extraordinario, que confunde la imaginación, de una especie de revolución interna cuya intensidad debió de ser grande, puesto que el pavor embargaba los espíritus con sólo pensar en un incumplimiento. Este es el movimiento que probablemente está en el origen del potlatch de las mujeres, es decir, de la exogamia, del don paradójico del objeto de la codicia. ¿Por qué se habría impuesto con tanta fuerza —y en todas partes— una sanción, la de la prohibición, si no se hubiera opuesto a un impulso difícil de vencer, como es el de la actividad genésica? Recíprocamente, ¿no fue designado a la codicia el objeto de la prohibición por el mero hecho de la prohibición? ¿No lo fue al menos al principio? Al ser la prohibición de naturaleza sexual, parece que subrayó el valor sexual de su objeto. O, más bien, dio un valor erótico a dicho objeto. Ahí está justamente lo que opone el hombre al animal: el límite opuesto a la libre actividad otorgó un valor nuevo al irresistible impulso animal. La relación entre el incesto y el valor obsesivo de la sexualidad para el hombre no aparece tan fácilmente, pero este valor existe y debe ciertamente vincularse con la existencia de las prohibiciones sexuales, consideradas en general.
Este movimiento de reciprocidad me parece incluso esencial en el erotismo. Siguiendo a Lévi-Strauss, también me parece que es el principio de las reglas de intercambio ligadas a la prohibición del incesto. El vínculo entre el erotismo y estas reglas es a menudo difícil de captar, porque estas últimas tienen como objeto el matrimonio y, como dije antes, el matrimonio y el erotismo a menudo se oponen. El aspecto de asociación económica, con miras a la reproducción, ha llegado a ser el aspecto dominante del matrimonio. Ahí donde funcionan las reglas del matrimonio pueden haber tenido como primer objeto el curso entero de la vida sexual, pero finalmente ya no parece que tengan otro sentido que el reparto de las riquezas. Las mujeres han ido tomando el sentido restringido de su fecundidad y de su trabajo.
Pero esta evolución contradictoria estaba dada de antemano. La vida erótica no pudo ser regulada más que durante un tiempo. Las reglas al final tuvieron como resultado expulsar al erotismo fuera de las reglas. Una vez disociado el erotismo del matrimonio, éste cobró un sentido ante todo material, cuya importancia subraya con razón Lévi-Strauss: las reglas que apuntaban al reparto de las mujeres-objeto de codicia fueron las que aseguraron el reparto de las mujeres-fuerza de trabajo.
Las propuestas de Lévi-Strauss sólo muestran un aspecto particular del paso del animal al hombre, que hay que considerar en su conjunto
La doctrina de Lévi-Strauss parece responder —con inesperada precisión— a las principales cuestiones planteadas por los extraños aspectos que la prohibición del incesto suele tener en las sociedades primitivas.
No obstante, la ambigüedad de la que hablé restringe, si bien no su alcance lejano, al menos su sentido inmediato. Lo esencial aparece como una actividad de intercambios, un «hecho social total», en el que está en juego la totalidad de la vida. A pesar de ello, la explicación económica sigue, por así decirlo, de principio a fin, como si pudiera mantenerse sola. No es ni mucho menos mi intención oponerme en principio. Pero de entrada, la actividad económica, y no las determinaciones de la historia, se da como base de las reglas del incesto. Concedo que el autor, si bien no explícito el aspecto contrario, hizo él mismo las reservas necesarias. Mas queda por observar desde cierta lejanía la totalidad reorganizándose. El propio Lévi-Strauss sintió la necesidad de una visión de conjunto: la ofrece en las últimas páginas del libro, pero allí no podemos encontrar más que una indicación. Lleva el análisis del aspecto aislado con una especie de perfección, pero el aspecto global en el que se inserta este aspecto aislado permanece simplemente esbozado. Puede deberse al horror por la filosofía que reina, sin duda por buenos motivos, en el mundo del saber.27 Sin embargo me parece difícil abordar el paso de la naturaleza a la cultura ateniéndose a los límites de la ciencia objetiva, que aísla y abstrae sus visiones. Sin duda, el interés por estos límites se advierte en el hecho de hablar, no de la animalidad, sino de la naturaleza, no del hombre, sino de la cultura. Lo cual implica ir de una visión abstracta a otra, excluyendo el momento en que la totalidad del ser está involucrada en un cambio. Me parece difícil captar esta totalidad en un estado, o en estados numerados sucesivamente; y el cambio dado con el advenimiento del hombre no puede aislarse del devenir del ser en general, de lo que está en juego si el hombre y la animalidad se oponen en un desgarramiento que expone la totalidad del ser desgarrado. En otras palabras, no podemos* aprehender al ser más que en la historia: en los cambios, en los pasos de un estado a otro, no en los estados sucesivos considerados aisladamente. Al hablar de naturaleza, de cultura, Lévi-Strauss yuxtapuso abstracciones; mientras que fel paso del animal al hombre implica no sólo los estados formales sino el movimiento en el que se opusieron.
La especificidad humana
Pese a la remota fecha del acontecimiento, la oposición entre el animal y el hombre se revela evidentemente con la aparición del trabajo, de ciertas prohibiciones aprehensibles histórica aunque subjetivamente, así como de permanentes repugnancias y de náuseas invencibles. Postulo un hecho poco cuestionable: el hombre es el animal que no acepta simplemente, que niega lo que la naturaleza le da. Así cambia al mundo exterior natural, extrae de él herramientas y objetos fabricados que componen un mundo nuevo, el mundo humano. Paralelamente el hombre se niega a sí mismo, se educa, rehúsa por ejemplo dar a la satisfacción de sus necesidades animales el libre curso al que el animal no ponía trabas. También es preciso conceder que las dos negaciones que hace el hombre están ligadas, la negación del mundo dado y la de su propia animalidad. No nos atañe dar prioridad a una u otra, investigar si la educación (que aparece en forma de prohibiciones religiosas) es consecuencia del trabajo, o si el trabajo es consecuencia de una mutación moral. Pero en cuanto aparece el hombre, hay por un lado trabajo y por otro negación mediante prohibiciones de la animalidad del hombre.
El hombre niega esencialmente sus necesidades animales, y a este punto se refirieron en su mayoría las prohibiciones, cuya universalidad es tan llamativa y que en apariencia son tan obvias que nunca se mencionan. Bien es cierto que la etnografía trata del tabú de la sangre menstrual, volveremos sobre ello, pero en rigor sólo la Biblia da una forma particular (la de la prohibición de la desnudez) a la prohibición general de la obscenidad, al decir que Adán y Eva supieron que estaban desnudos. Pero nadie habla del horror de los excreta, que es un horror esencialmente propio del hombre. Las prescripciones que atañen a nuestros excrementos no son objeto, por parte de los adultos, de ninguna reflexión y ni siquiera se citan entre los tabúes. Existe, pues, una modalidad del paso del animal al hombre tan radicalmente negativa que nadie habla de ella. No la consideramos como una de las prohibiciones religiosas del hombre, aun cuando entre éstas incluimos los tabúes más absurdos. Sobre este punto, la negación es tan perfecta que consideramos inoportuno descubrir y afirmar que ahí hay algo digno de atención.
Para simplificar, no hablaré ahora del tercer aspecto de la especificidad humana, que atañe al conocimiento de la muerte: sólo recordaré a este propósito que este concepto, poco discutible, del paso del animal al hombre es en principio el de Hegel. No obstante, Hegel, que insiste en el primer y en el tercer aspecto, evita el segundo, obedeciendo él mismo (al no hablar de ellas) las mismas prohibiciones perdurables que todos acatamos. Es menos grave de lo que parece en un primer momento, pues esas formas elementales de la negación de la animalidad vuelven a encontrarse en formas más complejas. Pero tratándose precisamente del incesto, podemos dudar que sea razonable soslayar la banal prohibición de la obscenidad.
La variabilidad de las reglas del incesto y el carácter generalmente variable de los objetos de la prohibición sexual
¿Cómo podríamos incluso dejar de definir el incesto a partir de ahí? No podemos decir: «esto» es obsceno. La obscenidad es una relación. No hay «obscenidad» como hay «fuego» o «sangre» sino como hay, por ejemplo, «ultraje al pudor». Esto es obsceno si alguien lo ve y lo dice, no es exactamente un objeto, sino una relación entre un objeto y la mente de una persona. En este sentido, podemos definir situaciones tales en las que determinados aspectos sean o al menos parezcan obscenos. Estas situaciones son por lo demás inestables, siempre suponen elementos mal definidos, o si tienen alguna estabilidad, ésta no deja de ser arbitraria. Asimismo, los arreglos con las necesidades de la vida son numerosos. El incesto es una de estas situaciones que sólo existen, arbitrariamente, en la mente de los seres humanos.
Esta representación es tan necesaria, tan poco evitable, que si no pudiéramos alegar la universalidad del incesto, no podríamos mostrar fácilmente el carácter universal de la prohibición de la obscenidad. El incesto es el primer testimonio de la conexión fundamental entre el hombre y la negación de la sensualidad, o de la animalidad carnal.
El hombre nunca consiguió excluir la sexualidad más que de forma superficial o por falta de vigor individual. Incluso los santos tienen al menos tentaciones. Contra esto no podemos hacer nada más que reservar ámbitos en los que la actividad sexual no tenga cabida. Así es como hay lugares, circunstancias, personas reservadas: todos los aspectos de la sexualidad son obscenos en dichos lugares, en esas circunstancias o en relación con esas personas. Estos aspectos, así como los lugares, circunstancias y personas, son variables y siempre arbitrariamente definidos. Así, la desnudez no es obscena en sí: ha llegado a serlo en casi todas partes, pero de forma desigual. De lo que habla el Génesis, por un deslizamiento de lenguaje, es de la desnudez, vinculando al paso del animal al hombre el nacimiento del pudor, que no es, dicho con otras palabras, más que el sentimiento de la obscenidad. Pero lo que ofendía el pudor a principios de nuestro siglo ya no choca hoy, o choca menos. La relativa desnudez de las bañistas es aún chocante en las playas españolas, mas no en las playas francesas: pero en una ciudad, incluso en Francia, el traje de baño desagrada a mucha gente. Asimismo el escote, incorrecto al mediodía, es correcto por la noche. Y la desnudez más íntima no es obscena en la consulta de un médico.
En las mismas condiciones, las reservas con relación a las personas son inestables. En principio, limitan a las relaciones del padre y de la madre y a la inexcusable vida conyugal, los contactos sexuales de las personas que conviven. Pero al igual que las prohibiciones que atañen a los aspectos, las circunstancias y los lugares, estos límites son muy inciertos y muy variables. En primer lugar, la expresión «que conviven» sólo es admisible con una condición: que no se precise de ningún modo. Volvemos a encontrar, en este campo, tanta arbitrariedad —y tanto acomodo— como cuando tomamos por objeto la desnudez. Hay que insistir en particular en la influencia del bienestar. El desarrollo de Lévi-Strauss expone con bastante claridad el papel que éste juega. El límite arbitrario entre parientes permitidos y parientes prohibidos varía en función de la necesidad de asegurar circuitos de intercambios. Cuando estos circuitos organizados dejan de ser útiles, se reduce la situación incestuosa. Si ya no está en juego la utilidad, los hombres terminan por desentenderse de los obstáculos cuya arbitrariedad se ha vuelto chocante. En contrapartida, el sentido general de la prohibición sale reforzado en función de su carácter estabilizado: su valor intrínseco se hace entonces más patente. Cada vez que es conveniente, por lo demás, el límite puede ampliarse de nuevo: así ocurría en los procesos de divorcio de la Edad Media, en que teóricos incestos, sin relación con el uso, servían de pretexto para la disolución legal de matrimonios entre príncipes. De cualquier modo, siempre se trata de oponer al desorden animal el principio de la humanidad cabal: a ésta le ocurre un poco lo que a la dama inglesa de la época victoriana, que simulaba creer que la carne y la animalidad no existían. La plena humanidad social excluye radicalmente el desorden de los sentidos; niega su principio natural, rechaza lo dado y sólo admite el espacio de una casa ordenada, arreglada, a través de la cual se desplazan respetables personas, al mismo tiempo ingenuas e inviolables, tiernas e inaccesibles. En este símil no sólo se da el límite que establece la reserva de la madre respecto al hijo o de la hija respecto al padre: es generalmente la imagen —o el santuario—, de esta humanidad asexuada, la que levanta sus valores fuera del alcance de la violencia y de la inmundicia de las pasiones.
La esencia del hombre se da en la prohibición del incesto y en el don de las mujeres, que es la consecuencia
Volvamos al hecho de que estas consideraciones no se oponen en absoluto a la teoría de Lévi-Strauss. La idea de una negación extrema (en el extremo de lo posible) de la animalidad carnal se sitúa incluso de forma indefectible en la confluencia de las dos vías en que se adentró Lévi-Strauss, en que, más precisamente, se adentró el propio matrimonio.
En un sentido, el matrimonio aúna el interés y la pureza, la sensualidad y la prohibición de la sensualidad, la generosidad y la avaricia. Pero sobre todo su movimiento inicial lo sitúa en el extremo opuesto, el del don. Lévi-Strauss arrojó plena luz en este punto. Analizó de tal manera estos movimientos que, en sus conceptos, vemos claramente lo que es la esencia del don: el don es en sí la renuncia, es la prohibición del goce animal, del goce inmediato y sin reserva. El caso es que el matrimonio no es tanto asunto de los cónyuges como del «donador» de la mujer, del hombre (padre, hermano) que podía haber gozado libremente de esa mujer (su hija, su hermana) y que la da. El don que hace de ella tal vez sea el sustitutivo del acto sexual, pero de todos modos la exuberancia del don tiene un sentido cercano —el de un gasto de recursos— al del propio acto. Mas la renuncia, fundada en la prohibición y que permitió esta forma de gasto, es lo único que posibilitó el don. Aun cuando, como el acto sexual, el don alivia, ya no es en ninguna medida del modo en que la animalidad se libera: y la esencia de la humanidad radica en esta superación. La renuncia del pariente cercano —la reserva del que se prohíbe aquello mismo que le pertenece— define la actitud humana, contrapuesta a la voracidad animal. Subraya recíprocamente, como dije antes, el valor seductor de su objeto. Pero contribuye a crear el mundo humano donde el respeto, la dificultad y la reserva prevalecen sobre la violencia. Es el complemento del erotismo, donde el objeto prometido a la codicia adquiere un valor más fuerte. No habría erotismo si no existiera como contrapartida un respeto por los valores prohibidos. (No habría pleno respeto si la desviación erótica no fuera posible y seductora.)
Sin duda, el respeto no es más que el rodeo de la violencia. Por un lado, el respeto constituye el ámbito en que se prohíbe la violencia; por otro, abre a la violencia una posibilidad de irrupción incongruente en unos ámbitos en que ya dejó de ser admitida. La prohibición no suprime la violencia de la actividad sexual, sino que abre al hombre disciplinado una puerta a la que no puede acceder la animalidad, la de la transgresión de la regla.
El momento de la transgresión (o del erotismo libre) por una parte, y por otra la existencia de un ámbito en que la sensualidad no es aceptable son los aspectos extremos de una realidad en la que abundan las formas intermedias. El acto sexual no suele tener el sentido de un crimen, y el lugar en que sólo los maridos llegados de fuera pueden tocar a las mujeres del país corresponde a una situación muy antigua. En general, el erotismo moderado es objeto de tolerancia, y la condena de la sexualidad, aun cuando parece rigurosa, se ciñe a las apariencias, siendo admitida la transgresión siempre que ésta no se dé a conocer. Sin embargo, sólo los extremos tienen pleno sentido. Lo que importa, esencialmente, es que existe un ámbito, por limitado que sea, donde el aspecto erótico es impensable, y momentos de transgresión en que, como contrapartida, el erotismo tiene el valor de una inversión radical.
Esta oposición extrema sería por lo demás inconcebible si no recordáramos el cambio incesante de las situaciones. Así, la parte del don en el matrimonio (puesto que el don se vincula a la fiesta, y que el objeto del don siempre es el lujo, la exuberancia, la desmesura) subraya un aspecto de la transgresión ligado al tumulto de la fiesta. Pero este aspecto ciertamente se ha desdibujado. El matrimonio es un compromiso entre la actividad sexual y el respeto. Tiene cada vez más el sentido de este último. El momento del casamiento, el paso, ha conservado algo de la transgresión que es en principio. Pero la vida conyugal se difumina en el mundo de las madres y de las hermanas y neutraliza de algún modo los excesos de la actividad genésica. En este movimiento, la pureza, fundada en la prohibición —la pureza que es propia de la madre, de la hermana—, se transfiere poco a poco, en parte, a la esposa convertida en madre. Así el estado matrimonial reserva la posibilidad de proseguir una vida humana en el respeto de las prohibiciones opuestas a la libre satisfacción de las necesidades animales.
* Este Estudio retoma sin variaciones importantes el artículo publicado en el n.Q 44 (enero de 1951) de la revista Critique, bajo el título «L'inceste et le passage de l'animal á l'homme».
El enigma del incesto*
El problema del «incesto» es lo que trata de resolver la voluminosa obra de Claude Lévi-Strauss, publicada en 1949, con el título algo hermético de Structures élémentaires de la párente.' El problema del incesto se plantea, en efecto, en el ámbito de la familia: siempre es un grado o, más precisamente, una forma de parentesco lo que decide que se prohíban las relaciones sexuales o el matrimonio entre dos personas. Recíprocamente, lo que da sentido a la determinación del parentesco es la posición de los individuos el uno con respecto al otro desde el punto de vista de las relaciones sexuales; éstos no pueden unirse, aquéllos sí, y por fin, determinado vínculo de primazgo representa una indicación privilegiada, a menudo incluso con exclusión de cualquier otro matrimonio.
De entrada, al considerar el incesto, llama nuestra atención el carácter universal de su prohibición. Bajo una forma u otra, la conoce toda la humanidad, aunque varían sus modalidades. En un lugar, la prohibición afecta a determinada clase de parentesco, como por ejemplo al primazgo de los hijos nacidos respectivamente del padre y de la hermana; al contrario, ésta es en otro sitio la condición privilegiada del matrimonio, pero los hijos de dos hermanos —o de dos hermanas— no pueden unirse. Los pueblos más civilizados se ceñirán a las relaciones entre padres e hijos, entre hermano y hermana. Pero por regla general, entre los pueblos primitivos, encontramos a los diversos individuos repartidos en categorías diferenciadas, que deciden cuáles son las relaciones sexuales prohibidas o prescritas. Por otra parte, debemos considerar dos situaciones distintas. En la primera, que Lévi-Strauss estudia bajo el título de «Estructuras elementales del parentesco», la modalidad precisa de los lazos de sangre fundamenta las reglas que determinan, al mismo tiempo que la ilegitimidad, la posibilidad del matrimonio. En la segunda, que el autor designa (pero no desarrolla en la obra publicada) bajo el nombre de «Estructuras complejas», la determinación del cónyuge se confía a «otros mecanismos, económicos o psicológicos». Permanecen las categorías, pero si bien algunas siguen siendo objeto de prohibición, ya no es la costumbre la que decide en cuál de ellas ha de ser elegida la esposa (si no estrictamente, al menos preferentemente). Esto nos aleja de una situación que conocemos por experiencia, pero Lévi-Strauss opina que las «prohibiciones» no pueden considerarse por separado y que su Estudio no puede disociarse del de los «privilegios» que las completan. Esta es probablemente la razón por la cual el título de su obra evita la palabra incesto y designa —si bien de forma algo oscura— el sistema indisociable de las prohibiciones y privilegios, de las oposiciones y de las prescripciones.
Las respuestas sucesivas al enigma del incesto
Lévi-Strauss opone al estado natural la cultura, más o menos del mismo modo que se suele oponer el hombre al animal: eso le lleva a decir que la prohibición del incesto (se entiende que al mismo tiempo piensa en las reglas de exogamia que la completan) «constituye el proceso fundamental por el cual, pero sobre todo en el cual se funda el paso de la Naturaleza a la Cultura».2 Habría así en el horror que sentimos ante el incesto un elemento que nos designa como hombres, y el problema que se deriva de ello sería el del hombre mismo, en cuanto añade a la animalidad lo que tiene de humano. Por consiguiente, todo lo que somos estaría en juego en la decisión que nos opone a la vaga libertad de los contactos sexuales, a la vida natural e informulada de los «animales». Puede ser que, tras la fórmula, se vislumbre la ambición extrema que vincula al conocimiento el deseo que tiene el hombre de revelarse a sí mismo, asumiendo de este modo lo posible del universo. Cabe incluso que, ante una exigencia de tanto alcance, Lévi-Strauss se declare incompetente y recuerde la modestia de su propósito. Pero la exigencia —o bien el movimiento— que se da en cualquier actividad del hombre no siempre se puede limitar y, de una forma privilegiada, el empeño por resolver el enigma del incesto es ambicioso: su intención es desvelar lo que nunca se propuso más que oculto. Además, si algún proceso propició antaño «el paso de la naturaleza a la cultura», ¿la búsqueda que finalmente desvela su sentido ha de suponer un interés excepcional?
En verdad, inevitablemente, pronto debemos darnos motivos para la humildad: Claude Lévi-Strauss se ve incitado a referirnos los pasos en falso de los que le precedieron por esta vía. No son alentadores.
La teoría finalista da a la prohibición el sentido de una medida eugénica: se trata de poner a la especie a salvo de los efectos de los matrimonios consanguíneos. Ese punto de vista tuvo ilustres defensores (como Lewis H. Morgan). Su difusión es reciente: «En ninguna parte aparece» dice Lévi-Strauss, «antes del siglo XVI».3 Pero sigue vigente: hoy nada es más común que la creencia en el carácter degenerado de los hijos de un incesto. La observación no ha confirmado en nada lo que únicamente funda un sentimiento primario. Mas la creencia sigue viva.
Para algunos, «la prohibición del incesto no es sino la proyección, o el reflejo en el plano social, de los sentimientos o tendencias que se explican suficientemente por la naturaleza del hombre». ¡Una repugnancia instintiva!, dicen. A Lévi-Strauss le resulta fácil demostrar lo contrario, como también se denuncia en el psicoanálisis: la universal obsesión (reflejada en los sueños, o los mitos) por las relaciones incestuosas. Si no fuera así, ¿por qué se expresaría de modo tan solemne la prohibición? Este tipo de explicaciones tiene una debilidad de fondo: la reprobación que no existía en el animal se ha dado históricamente, como resultado de los cambios que fundaron la vida humana, y no está simplemente en el orden de las cosas.
A esta crítica responden en efecto explicaciones históricas.
McLennan y Spencer vieron, en las prácticas exogámicas, la determinación por el uso de las costumbres de las tribus guerreras, entre las cuales el rapto era el medio normal de obtener esposas.4 Durkheim vio en el tabú de la sangre del clan para con sus propios miembros, y por ende de la sangre menstrual de las mujeres, la explicación de la prohibición por la que éstas son vedadas a los hombres de su clan, y de la ausencia de prohibición cuando se trata de hombres de otro clan. Tales interpretaciones pueden ser lógicamente satisfactorias, pero su defecto estriba en que las conexiones así establecidas son frágiles y arbitrarias...5 A la teoría sociológica de Durkheim, sería posible añadir la hipótesis psicoanalítica de Freud, que sitúa en el origen del paso del animal al hombre un pretendido asesinato del padre por los hermanos: según Freud, los hermanos celosos entre sí siguen manteniendo la prohibición que el padre les había hecho de acostarse con su madre o sus hermanas, las cuales se reservaba para sí. A decir verdad, el mito de Freud introduce la coyuntura más descabellada; sin embargo, tiene la ventaja sobre la explicación del sociólogo de ser una expresión de obsesiones vivas. Lévi-Strauss lo dice de forma muy acertada:6 «Da cuenta con éxito no del inicio de la civilización sino de su presente: el deseo por la madre o por la hermana, el asesinato del padre y el arrepentimiento de los hijos no corresponden sin duda a ningún hecho, o conjunto de hechos, que ocupen en la historia un lugar dado. Pero traducen quizá de forma simbólica un sueño a la vez permanente y antiguo. Y el prestigio de ese sueño, su poder para modelar, sin que lo sepan, los pensamientos de los hombres, proviene precisamente de que los actos que evoca nunca fueron cometidos, porque la cultura se ha opuesto a ello siempre...».7
Sentido limitado de las aparentes distinciones entre matrimonios prohibidos y matrimonios lícitos
Para ir más allá de estas breves soluciones, unas brillantes y otras triviales, es necesario ser lento y tenaz. Nunca hay que dejarse desalentar por datos inextricables, que no tienen a primera vista más que el sentido inhumano de un «rompecabezas».
Se trata en efecto de un inmenso «rompecabezas», sin duda uno de los enigmas más oscuros que jamás se haya tenido que elucidar. Interminable y, por lo demás, justo es decirlo, espantosamente aburrido: las dos terceras partes más o menos del voluminoso libro de Lévi-Strauss se dedican al examen minucioso de las múltiples combinaciones que la humanidad arcaica ideó para resolver un problema, el de la distribución de las mujeres, cuya situación es lo que había que despejar al final de un embrollo totalmente absurdo.
Desgraciadamente no puedo evitar entrar aquí en dicho embrollo; para el conocimiento del erotismo es importante que salgamos de una oscuridad que hizo que su sentido fuera difícil de penetrar.
«Los miembros de una misma generación», dice Lévi-Strauss, «se hallan igualmente divididos en dos grupos: por una parte los primos (de cualquier grado) que se llaman entre sí "hermanos" y "hermanas" (primos paralelos), y por otra parte los primos nacidos de colaterales de sexo diferente (de cualquier grado) que se nombran con términos especiales y entre los cuales el matrimonio es posible (primos cruzados).» Tal es, para empezar, la definición de un tipo simple, y que resulta fundamental, pero cuyas numerosas variantes plantean infinitas preguntas. El tema dado en esta estructura de base es ya de por sí un enigma. «¿Por qué, nos dicen,8 establecer una barrera entre primos nacidos de colaterales del mismo sexo y nacidos de colaterales de sexo diferente, cuando la relación de proximidad es la misma en ambos casos? No obstante, en el paso de uno a otro radica toda la diferencia entre el incesto caracterizado (los primos paralelos se asimilan a los hermanos y hermanas) y las uniones no sólo posibles sino incluso las más recomendadas de todas (puesto que los primos cruzados se designan bajo el nombre de cónyuges potenciales). La distinción es incompatible con nuestro criterio biológico del incesto.»
Naturalmente las cosas se complican en todos los sentidos y a menudo parece que se trata de elecciones arbitrarias e insignificantes; no obstante, entre la multitud de las variantes, hay una discriminación que adquiere un valor privilegiado. No sólo es bastante común que el primo cruzado tenga privilegio sobre el paralelo, sino también el primo cruzado matrilineal sobre el patrilineal. Preciso lo más simplemente que pueda: la hija de mi tío paterno es mi prima paralela; en este mundo de «estructuras elementales» del que nos seguimos ocupando, hay muchas posibilidades para que no pueda casarme con ella ni conocerla sexualmente de algún modo lícito: la equiparo con mi hermana y le doy el nombre de hermana. Pero la hija de mi tía paterna (la hermana de mi padre), que es mi prima cruzada, difiere de la de mi tío materno, que es igualmente mi prima cruzada: llamo a la primera patrilineal y matrilineal a la segunda. Tengo, evidentemente, posibilidades de poder casarme libremente con una u otra, esto se practica en muchas sociedades primitivas. (Cabe además, en este caso, que la primera, nacida de mi tía paterna, sea también hija de mi tío materno; este tío materno en efecto puede perfectamente haberse casado con mi tía paterna —en una sociedad en que el matrimonio entre primos cruzados no está sujeto a ninguna determinación secundaria, cosa que suele ocurrir—, en cuyo caso digo de mi prima cruzada que es bilateral.) Pero también cabe que el matrimonio con tal o cual de estas primas cruzadas se me prohíba como incesto. Algunas sociedades prescriben el matrimonio con la hija de la hermana del padre (lado patrilineal) y lo prohíben con la hija del hermano de la madre (lado matrilineal) mientras que en otras partes ocurre lo contrario.9 Pero la situación de mis dos primas no es igual: tengo muchas posibilidades de ver erguirse la prohibición entre la primera y yo, pero hay menos si mi voluntad es unirme con la segunda. «Si se considera», dice Lévi-Strauss,10 «la distribución de estos dos tipos de matrimonio unilateral, se constata que el segundo tipo prevalece con mucho sobre el primero.»
He aquí pues, en primer lugar, ciertas formas esenciales de consanguinidad que son la base de la prohibición o de la prescripción del matrimonio.
Ni que decir tiene que al precisar así los términos, más bien se ha espesado la niebla. No sólo es formal y carente de sentido la diferencia entre estas formas distintas de parentesco, no sólo estamos lejos de la clara especificidad que opone a nuestros progenitores y a nuestras hermanas al resto de los hombres, sino que estas formas ¡tienen según los lugares un efecto o el contrario! En principio, tendemos a buscar en la especificidad de los seres en cuestión —en su situación respectiva, en el sentido de las conductas morales: en sus relaciones y en la naturaleza de dichas relaciones—, la razón de la prohibición que los afecta. Pero esto nos invita a apartarnos de este camino. El propio Lévi-Strauss11 dijo hasta qué punto es desconcertante para los sociólogos una arbitrariedad tan acusada: «Difícilmente le perdonan al matrimonio entre primos cruzados que, después de plantearles el enigma de la diferencia entre hijos de colaterales del mismo sexo y colaterales de sexos diferentes, añadan el misterio suplementario de la diferencia entre la hija del padre de la madre, y la hija de la hermana del padre...».
Pero, en realidad, si el autor muestra así el carácter inextricable del enigma, es con el fin de resolverlo mejor.
Se trata de descubrir en qué plano unas distinciones en principio carentes de interés tienen no obstante consecuencias. Si algunos efectos difieren, según esté en juego una u otra de las categorías, aparecerá el sentido de las distinciones. Lévi-Strauss mostró, en la institución arcaica del matrimonio, el papel de un sistema de intercambio distributivo. La adquisición de una mujer era la de una riqueza, e incluso era su valor sagrado: el reparto de las riquezas constituidas por el conjunto de las mujeres planteaba problemas vitales, a los que tenían que responder reglas. Aparentemente, una anarquía parecida a la que reina en las sociedades modernas no hubiera podido resolver aquellos problemas. Sólo unos circuitos de intercambios en que los derechos estén determinados de antemano pueden desembocar, bastante mal a veces, pero en general bastante bien, en la distribución equilibrada de las mujeres para proveer a los hombres.
Las reglas de la exogamia, el don de las mujeres y la necesidad de una regla para repartirlas entre los hombres
Nos cuesta trabajo someternos a la lógica de la situación primitiva. En el relajamiento en que vivimos, en este mundo de numerosas e indefinidas posibilidades, no podemos representarnos la tensión inherente a la vida en grupos restringidos, separados por la hostilidad. Es preciso un esfuerzo para imaginar la intranquilidad a la que responde la garantía de la regla.
Por eso debemos evitar imaginar tratos parecidos a aquellos de que hoy son objeto las riquezas. Hasta en los peores casos, la idea sugerida por una fórmula como «matrimonio por compra» está muy alejada de una realidad primitiva en que el intercambio no tenía, como hoy, el aspecto de una operación restringida, únicamente sometida a la ley del interés.
Claude Lévi-Strauss ha vuelto a situar la estructura de una institución como el matrimonio en el movimiento global de intercambios que rige en la población primitiva. Nos remite a las «conclusiones del admirable Essai sur le Don». «En este Estudio hoy clásico», escribe,12 «Mauss se propuso mostrar, en primer lugar, que el intercambio se presenta, en las sociedades primitivas, no tanto en forma de transacciones como de dones recíprocos, y en segundo lugar que estos dones recíprocos ocupan un lugar mucho más importante en esas sociedades que en la nuestra; y, por fin, que esta forma primitiva de los intercambios no tiene única ni esencialmente un carácter económico, sino que nos coloca ante lo que llama acertadamente "un hecho social total", es decir, dotado de un significado a la vez social y religioso, mágico y económico, utilitario y sentimental, jurídico y moral.»
Un principio de generosidad rige estas clases de intercambios que siempre tienen un carácter ceremonial: algunos bienes no pueden destinarse a un consumo libre o utilitario. Suelen ser bienes de lujo. Aun hoy, estos últimos sirven fundamentalmente para la vida ceremonial. Se reservan para regalos, recepciones, fiestas; así ocurre entre otros con el champán. El champán se bebe en ciertas ocasiones en las que, según las reglas, se ofrece. Por supuesto, todo el champán que se bebe es objeto de transacciones: las botellas se pagan a los que las producen. Pero en el momento en que se bebe, el que lo ha costeado sólo lo bebe en parte; éste es, al menos, el principio que rige el consumo de un bien cuya naturaleza es la de la fiesta, cuya sola presencia designa un momento diferente de otros, totalmente distinto de otro momento cualquiera, de un bien que por otra parte, para responder a un deseo profundo «debe» o «debería» correr a raudales, más exactamente, sin tasa ni medida.
La tesis de Lévi-Strauss está inspirada en tales consideraciones: el padre que se casase con su hija, el hermano que desposase a su hermana serían similares al poseedor de champán que nunca invitase a sus amigos, que se bebiese el contenido de su bodega «en solitario». El padre ha de introducir la riqueza que es su hija, y el hermano la que representa su hermana en un circuito de intercambios ceremoniales: debe darla como regalo, pero el circuito supone un conjunto de reglas admitidas en un medio dado como lo son unas reglas de juego.
Claude Lévi-Strauss puso de manifiesto el principio de las reglas que rigen este sistema de intercambios, que se sale en parte del interés estricto. «(Los) regalos», escribe,13 «se intercambian en el acto como bienes equiparables, o son recibidos por los beneficiarios, con tal de que éstos procedan en una ocasión ulterior a unos contrarregalos cuyo valor a menudo excede el de los primeros, pero que a su vez dan derecho a recibir más tarde nuevos dones, que superan la suntuosidad de los anteriores.» De ahí debemos retener principalmente el hecho de que la finalidad manifiesta de estas operaciones no es la de «obtener un beneficio o ventajas de naturaleza económica». A veces la ostentación de generosidad llega hasta el punto de destruir los objetos ofrecidos. La destrucción pura y simple impone evidentemente un gran prestigio. La producción de objetos de lujo cuyo verdadero sentido es honrar a quien los posee, los recibe o los da, es en sí, además, destrucción del trabajo útil (es lo contrario del capitalismo, que acumula los resultados del trabajo para crear nuevos productos): la consagración de ciertos objetos a los intercambios ceremoniales los retira del consumo productivo.
Hay que subrayar este carácter opuesto al espíritu mercantil —al regateo y al cálculo del interés—, si se quiere hablar de matrimonio por intercambio. El mismo matrimonio por compra participa de este movimiento: «no es más que una modalidad», dice Lévi-Strauss,14 «de este sistema fundamental analizado por Mauss...». Tales formas de matrimonio están ciertamente alejadas de aquéllas en que nosotros, que queremos una elección libre por ambas partes, vemos el carácter humano de las uniones. Pero tampoco rebajan a las mujeres al nivel del comercio y del cálculo. Las sitúa en el plano de las fiestas. El sentido que tiene una mujer dada en matrimonio se asemeja, en el fondo, al del champán en nuestras costumbres. En el matrimonio, dice Lévi-Strauss, las mujeres no figuran «en primer lugar (como) signo de valor social sino como estimulante natural».15 «Malinowski incluso mostró que, después del matrimonio, en las islas Trobriand, el pago del mapula representa, por parte del hombre, una contraprestación destinada a compensar los servicios futuros prestados por la mujer en forma de gratificaciones sexuales...».16
Las mujeres aparecen así esencialmente dedicadas a la comunicación, entendida en el sentido fuerte de la palabra, en el sentido de la efusión: deben ser, por consiguiente, objeto de generosidad por parte de sus padres, que disponen de ellas. Estos deben darlas, mas en un mundo en que todo acto generoso contribuye al circuito de la generosidad general. Yo recibiré, si doy a mi hija, otra mujer para mi hijo (o para mi sobrino). Se trata, en suma, a través de un conjunto limitado, fundado en la generosidad, de comunicación orgánica, previamente acordada, como lo son los múltiples movimientos de un ballet o de una orquestación. Lo que se niega en la prohibición del incesto es consecuencia de una afirmación. El hermano que da a su hermana niega menos el valor de la unión sexual con ésta, que le es cercana, de lo que afirma el valor superior de matrimonios que unan a esta hermana con otro hombre, o a él mismo con otra mujer. Hay una comunicación más intensa, o de cualquier modo más amplia, en el intercambio basado en la generosidad que en el inmediato disfrute. De forma más precisa, la festividad supone la introducción del movimiento, la negativa a replegarse sobre sí, negando, pues, el valor supremo al cálculo del avaro, por lógico que sea. La relación sexual misma es comunicación y movimiento, su naturaleza es la de la fiesta y, por ser esencialmente comunicación, provoca desde un primer momento un movimiento hacia fuera.17
En la medida en que se efectúa el violento movimiento de los sentidos, exige un distanciamiento, una renuncia, el paso atrás a falta del cual nadie podría saltar tan lejos. Pero el distanciamiento mismo exige una regla que organice y asegure la no interrupción de los saltos de un punto a otro.
Ventaja real de ciertas relaciones de parentesco en el plano del intercambio a través del don
Lévi-Strauss, bien es cierto, no insiste en este sentido; al contrario, insiste en un aspecto muy diferente del valor de las mujeres, compaginable tal vez, aunque netamente opuesto, a saber su utilidad material. Se trata en mi opinión de un aspecto secundario, si no en el funcionamiento del sistema, donde suele prevalecer lo material, al menos en el juego de las pasiones que, originariamente, ordena su movimiento. Pero si este aspecto no se tuviera en cuenta, no sólo no se vería el alcance de los intercambios efectuados, sino que la teoría de Lévi-Strauss no encajaría y no aparecerían en su totalidad las consecuencias prácticas del sistema.
Esta teoría no es hasta ahora más que una brillante hipótesis. Seductora, si bien queda por hallar el sentido de estos mosaicos de prohibiciones varias, el sentido que puede tener la elección entre formas de parentesco cuyas diferencias son aparentemente insignificantes. A lo que precisamente se ha dedicado Lévi-Strauss es a esclarecer los diversos efectos que sobre los intercambios tienen las diferentes formas de parentesco. Al querer dar de este modo a su hipótesis una base sólida, consideró oportuno apoyarse en el aspecto más tangible de los intercambios cuyos movimientos fue siguiendo.
Al aspecto seductor del valor de las mujeres del que hablé en primer lugar (del que habla el propio Lévi-Strauss, sin insistir) se opone en efecto el interés material, calculable en servicios, que para el marido representa la posesión de una mujer.
No cabe negar este interés y no creo, en efecto, que soslayándolo se pueda seguir adecuadamente el movimiento de los intercambios de mujeres. Intentaré más adelante conciliar la evidente contradicción entre ambos puntos de vista. El modo de ver que propongo no es inconciliable, ni mucho menos, con la interpretación de Lévi-Strauss; pero he de subrayar primero el aspecto que él mismo subraya: «... como a menudo se ha señalado», dice,18 «el matrimonio, en la mayoría de las sociedades primitivas (así como también, aunque en menor grado, en las clases rurales de nuestra sociedad) presenta una... importancia económica. La diferencia entre el estatuto económico del soltero y el del hombre casado, en nuestra sociedad, se reduce casi exclusivamente al hecho de que el primero tiene que renovar más frecuentemente su vestuario.19 Muy distinta es la situación en los grupos donde la satisfacción de las necesidades económicas descansa enteramente en la sociedad conyugal y en la división del trabajo entre los sexos. No sólo el hombre y la mujer no tienen la misma especialización técnica, y dependen por consiguiente el uno del otro para la fabricación de los objetos necesarios para las tareas diarias, sino que se dedican a la producción de tipos distintos de alimentos. Una alimentación completa, y sobre todo regular, depende, pues, de esta verdadera "cooperativa de producción" que constituye un matrimonio». Esta necesidad de casarse en que se encuentra un hombre joven entraña en cierto sentido una sanción. Si una sociedad organiza mal el intercambio de las mujeres, se sigue un verdadero desorden. Por eso, de un lado, la operación no debe dejarse al azar, implica reglas que aseguren la reciprocidad; de otro lado, por perfecto que sea un sistema de intercambios, no puede resolver todos los casos; surgen desaciertos y alteraciones frecuentes.
La situación de partida es siempre la misma y define la función que el sistema debe garantizar en todas partes.
Por supuesto, «el aspecto negativo no es más que el aspecto rudimentario de la prohibición».20 En todas partes es importante definir un conjunto de obligaciones que ponga en marcha los movimientos de reciprocidad o de circulación. «El grupo en cuyo seno se prohíbe el matrimonio evoca enseguida la noción de otro grupo... en cuyo seno el matrimonio es, según los casos, simplemente posible o inevitable; la prohibición del uso sexual de la hija o de la hermana obliga a dar en matrimonio la hija o la hermana a otro hombre y, al mismo tiempo, crea un derecho sobre la hija o la hermana de este último. De modo que todas las estipulaciones negativas de la prohibición tienen una contrapartida positiva.»21 De ahí que, «a partir del momento en que me prohíbo el uso de una mujer, que se vuelve... disponible para otro hombre, hay, en alguna parte, un hombre que renuncia a una mujer, la cual se vuelve, por este hecho, disponible para mí».22
Frazer fue el primero en ver que «el matrimonio de los primos cruzados resulta de forma simple y directa, y por un encadenamiento natural, del intercambio de las hermanas con vistas a los intermatrimonios».23 Pero a partir de ahí no supo dar una explicación general, y los sociólogos no adoptaron unos conceptos que sin embargo eran satisfactorios. Mientras que, en el matrimonio de primos paralelos, el grupo no pierde ni adquiere, el matrimonio de primos cruzados acarrea el intercambio de un grupo al otro. En efecto, en condiciones corrientes, la prima no pertenece al mismo grupo que su primo. Así, «se construye una estructura de reciprocidad, según la cual el grupo que ha adquirido debe devolver y el que ha cedido puede exigir...».24 «Los primos paralelos entre sí provienen de familias que se hallan en la misma posición formal, que es una posición de equilibrio estática, mientras que los primos cruzados provienen de familias que se hallan en posiciones formales antagonistas, es decir, en un desequilibrio dinámico unos respecto a otros...»25
Así el misterio de la diferencia entre los primos paralelos y los cruzados se resuelve en la diferencia entre una solución favorable al intercambio y otra en que tendería a ganar el estancamiento. Pero en esta simple oposición, sólo tenemos una oposición dualista y se dice que el intercambio es restringido. Si están en juego más de dos grupos, pasamos al intercambio generalizado.
En el intercambio generalizado, un hombre A se casa con una mujer B, un hombre B con una mujer C; un hombre C con una mujer A. (Naturalmente puede ampliarse el sistema.) En estas condiciones diferentes, del mismo modo que el cruce de los primos daba la forma privilegiada del intercambio, el matrimonio de los primos matrilineales proporciona por razones de estructura posibilidades abiertas de encadenamiento infinito. «Basta», dice Lévi-Strauss,26 «que un grupo humano proclame la ley del matrimonio con la hija del hermano de la madre para que se organice, entre todas las generaciones y entre todos los linajes, un amplio círculo de reciprocidad, tan armonioso e ineluctable como las leyes físicas o biológicas; mientras que el matrimonio con la hija de la hermana del padre no puede extender la cadena de las transacciones matrimoniales, no puede alcanzar de manera viva un fin siempre vinculado a la necesidad de intercambio, la de la extensión de las alianzas y del poder.»
Sentido secundario del aspecto económico de la teoría de Lévi-Strauss
No puede sorprendernos el carácter ambiguo de la doctrina de Lévi-Strauss. Por una parte, el intercambio, o mejor dicho el don de las mujeres, pone en juego los intereses de quien da —pero sólo da con la condición de un desquite. Por otra parte se funda en la generosidad. Esto responde al doble aspecto del «don-intercambio», de la institución a la que se dio el nombre de potlatch: el potlatch es a la vez la superación y la culminación del cálculo. Es de lamentar tal vez que Lévi-Strauss haya puesto tan poco énfasis en la relación del potlatch de las mujeres con la naturaleza del erotismo.
La formación del erotismo implica una alternancia de la atracción y del horror, de la afirmación y de la negación. Es cierto que, a menudo, el matrimonio parece ser lo opuesto al erotismo. Pero lo juzgamos así a causa de un aspecto tal vez secundario. Cabe pensar que en el momento en que se establecieron las reglas que dictaminaron esas barreras y su derogación, determinaban de verdad las condiciones de la actividad sexual. Aparentemente, el matrimonio es la supervivencia de un tiempo en que las relaciones sexuales dependieron esencialmente de aquellas reglas. Un régimen de prohibiciones y de derogación de la prohibición respecto de la actividad sexual, ¿se habría formado en todo su rigor, si desde un principio no hubiera tenido más fin que el establecimiento material de un hogar? Todo parece indicar que el juego de las relaciones se contempla en esos reglamentos. De otro modo, ¿cómo explicar el movimiento contra natura de la renuncia de los parientes cercanos? Se trata de un movimiento extraordinario, que confunde la imaginación, de una especie de revolución interna cuya intensidad debió de ser grande, puesto que el pavor embargaba los espíritus con sólo pensar en un incumplimiento. Este es el movimiento que probablemente está en el origen del potlatch de las mujeres, es decir, de la exogamia, del don paradójico del objeto de la codicia. ¿Por qué se habría impuesto con tanta fuerza —y en todas partes— una sanción, la de la prohibición, si no se hubiera opuesto a un impulso difícil de vencer, como es el de la actividad genésica? Recíprocamente, ¿no fue designado a la codicia el objeto de la prohibición por el mero hecho de la prohibición? ¿No lo fue al menos al principio? Al ser la prohibición de naturaleza sexual, parece que subrayó el valor sexual de su objeto. O, más bien, dio un valor erótico a dicho objeto. Ahí está justamente lo que opone el hombre al animal: el límite opuesto a la libre actividad otorgó un valor nuevo al irresistible impulso animal. La relación entre el incesto y el valor obsesivo de la sexualidad para el hombre no aparece tan fácilmente, pero este valor existe y debe ciertamente vincularse con la existencia de las prohibiciones sexuales, consideradas en general.
Este movimiento de reciprocidad me parece incluso esencial en el erotismo. Siguiendo a Lévi-Strauss, también me parece que es el principio de las reglas de intercambio ligadas a la prohibición del incesto. El vínculo entre el erotismo y estas reglas es a menudo difícil de captar, porque estas últimas tienen como objeto el matrimonio y, como dije antes, el matrimonio y el erotismo a menudo se oponen. El aspecto de asociación económica, con miras a la reproducción, ha llegado a ser el aspecto dominante del matrimonio. Ahí donde funcionan las reglas del matrimonio pueden haber tenido como primer objeto el curso entero de la vida sexual, pero finalmente ya no parece que tengan otro sentido que el reparto de las riquezas. Las mujeres han ido tomando el sentido restringido de su fecundidad y de su trabajo.
Pero esta evolución contradictoria estaba dada de antemano. La vida erótica no pudo ser regulada más que durante un tiempo. Las reglas al final tuvieron como resultado expulsar al erotismo fuera de las reglas. Una vez disociado el erotismo del matrimonio, éste cobró un sentido ante todo material, cuya importancia subraya con razón Lévi-Strauss: las reglas que apuntaban al reparto de las mujeres-objeto de codicia fueron las que aseguraron el reparto de las mujeres-fuerza de trabajo.
Las propuestas de Lévi-Strauss sólo muestran un aspecto particular del paso del animal al hombre, que hay que considerar en su conjunto
La doctrina de Lévi-Strauss parece responder —con inesperada precisión— a las principales cuestiones planteadas por los extraños aspectos que la prohibición del incesto suele tener en las sociedades primitivas.
No obstante, la ambigüedad de la que hablé restringe, si bien no su alcance lejano, al menos su sentido inmediato. Lo esencial aparece como una actividad de intercambios, un «hecho social total», en el que está en juego la totalidad de la vida. A pesar de ello, la explicación económica sigue, por así decirlo, de principio a fin, como si pudiera mantenerse sola. No es ni mucho menos mi intención oponerme en principio. Pero de entrada, la actividad económica, y no las determinaciones de la historia, se da como base de las reglas del incesto. Concedo que el autor, si bien no explícito el aspecto contrario, hizo él mismo las reservas necesarias. Mas queda por observar desde cierta lejanía la totalidad reorganizándose. El propio Lévi-Strauss sintió la necesidad de una visión de conjunto: la ofrece en las últimas páginas del libro, pero allí no podemos encontrar más que una indicación. Lleva el análisis del aspecto aislado con una especie de perfección, pero el aspecto global en el que se inserta este aspecto aislado permanece simplemente esbozado. Puede deberse al horror por la filosofía que reina, sin duda por buenos motivos, en el mundo del saber.27 Sin embargo me parece difícil abordar el paso de la naturaleza a la cultura ateniéndose a los límites de la ciencia objetiva, que aísla y abstrae sus visiones. Sin duda, el interés por estos límites se advierte en el hecho de hablar, no de la animalidad, sino de la naturaleza, no del hombre, sino de la cultura. Lo cual implica ir de una visión abstracta a otra, excluyendo el momento en que la totalidad del ser está involucrada en un cambio. Me parece difícil captar esta totalidad en un estado, o en estados numerados sucesivamente; y el cambio dado con el advenimiento del hombre no puede aislarse del devenir del ser en general, de lo que está en juego si el hombre y la animalidad se oponen en un desgarramiento que expone la totalidad del ser desgarrado. En otras palabras, no podemos* aprehender al ser más que en la historia: en los cambios, en los pasos de un estado a otro, no en los estados sucesivos considerados aisladamente. Al hablar de naturaleza, de cultura, Lévi-Strauss yuxtapuso abstracciones; mientras que fel paso del animal al hombre implica no sólo los estados formales sino el movimiento en el que se opusieron.
La especificidad humana
Pese a la remota fecha del acontecimiento, la oposición entre el animal y el hombre se revela evidentemente con la aparición del trabajo, de ciertas prohibiciones aprehensibles histórica aunque subjetivamente, así como de permanentes repugnancias y de náuseas invencibles. Postulo un hecho poco cuestionable: el hombre es el animal que no acepta simplemente, que niega lo que la naturaleza le da. Así cambia al mundo exterior natural, extrae de él herramientas y objetos fabricados que componen un mundo nuevo, el mundo humano. Paralelamente el hombre se niega a sí mismo, se educa, rehúsa por ejemplo dar a la satisfacción de sus necesidades animales el libre curso al que el animal no ponía trabas. También es preciso conceder que las dos negaciones que hace el hombre están ligadas, la negación del mundo dado y la de su propia animalidad. No nos atañe dar prioridad a una u otra, investigar si la educación (que aparece en forma de prohibiciones religiosas) es consecuencia del trabajo, o si el trabajo es consecuencia de una mutación moral. Pero en cuanto aparece el hombre, hay por un lado trabajo y por otro negación mediante prohibiciones de la animalidad del hombre.
El hombre niega esencialmente sus necesidades animales, y a este punto se refirieron en su mayoría las prohibiciones, cuya universalidad es tan llamativa y que en apariencia son tan obvias que nunca se mencionan. Bien es cierto que la etnografía trata del tabú de la sangre menstrual, volveremos sobre ello, pero en rigor sólo la Biblia da una forma particular (la de la prohibición de la desnudez) a la prohibición general de la obscenidad, al decir que Adán y Eva supieron que estaban desnudos. Pero nadie habla del horror de los excreta, que es un horror esencialmente propio del hombre. Las prescripciones que atañen a nuestros excrementos no son objeto, por parte de los adultos, de ninguna reflexión y ni siquiera se citan entre los tabúes. Existe, pues, una modalidad del paso del animal al hombre tan radicalmente negativa que nadie habla de ella. No la consideramos como una de las prohibiciones religiosas del hombre, aun cuando entre éstas incluimos los tabúes más absurdos. Sobre este punto, la negación es tan perfecta que consideramos inoportuno descubrir y afirmar que ahí hay algo digno de atención.
Para simplificar, no hablaré ahora del tercer aspecto de la especificidad humana, que atañe al conocimiento de la muerte: sólo recordaré a este propósito que este concepto, poco discutible, del paso del animal al hombre es en principio el de Hegel. No obstante, Hegel, que insiste en el primer y en el tercer aspecto, evita el segundo, obedeciendo él mismo (al no hablar de ellas) las mismas prohibiciones perdurables que todos acatamos. Es menos grave de lo que parece en un primer momento, pues esas formas elementales de la negación de la animalidad vuelven a encontrarse en formas más complejas. Pero tratándose precisamente del incesto, podemos dudar que sea razonable soslayar la banal prohibición de la obscenidad.
La variabilidad de las reglas del incesto y el carácter generalmente variable de los objetos de la prohibición sexual
¿Cómo podríamos incluso dejar de definir el incesto a partir de ahí? No podemos decir: «esto» es obsceno. La obscenidad es una relación. No hay «obscenidad» como hay «fuego» o «sangre» sino como hay, por ejemplo, «ultraje al pudor». Esto es obsceno si alguien lo ve y lo dice, no es exactamente un objeto, sino una relación entre un objeto y la mente de una persona. En este sentido, podemos definir situaciones tales en las que determinados aspectos sean o al menos parezcan obscenos. Estas situaciones son por lo demás inestables, siempre suponen elementos mal definidos, o si tienen alguna estabilidad, ésta no deja de ser arbitraria. Asimismo, los arreglos con las necesidades de la vida son numerosos. El incesto es una de estas situaciones que sólo existen, arbitrariamente, en la mente de los seres humanos.
Esta representación es tan necesaria, tan poco evitable, que si no pudiéramos alegar la universalidad del incesto, no podríamos mostrar fácilmente el carácter universal de la prohibición de la obscenidad. El incesto es el primer testimonio de la conexión fundamental entre el hombre y la negación de la sensualidad, o de la animalidad carnal.
El hombre nunca consiguió excluir la sexualidad más que de forma superficial o por falta de vigor individual. Incluso los santos tienen al menos tentaciones. Contra esto no podemos hacer nada más que reservar ámbitos en los que la actividad sexual no tenga cabida. Así es como hay lugares, circunstancias, personas reservadas: todos los aspectos de la sexualidad son obscenos en dichos lugares, en esas circunstancias o en relación con esas personas. Estos aspectos, así como los lugares, circunstancias y personas, son variables y siempre arbitrariamente definidos. Así, la desnudez no es obscena en sí: ha llegado a serlo en casi todas partes, pero de forma desigual. De lo que habla el Génesis, por un deslizamiento de lenguaje, es de la desnudez, vinculando al paso del animal al hombre el nacimiento del pudor, que no es, dicho con otras palabras, más que el sentimiento de la obscenidad. Pero lo que ofendía el pudor a principios de nuestro siglo ya no choca hoy, o choca menos. La relativa desnudez de las bañistas es aún chocante en las playas españolas, mas no en las playas francesas: pero en una ciudad, incluso en Francia, el traje de baño desagrada a mucha gente. Asimismo el escote, incorrecto al mediodía, es correcto por la noche. Y la desnudez más íntima no es obscena en la consulta de un médico.
En las mismas condiciones, las reservas con relación a las personas son inestables. En principio, limitan a las relaciones del padre y de la madre y a la inexcusable vida conyugal, los contactos sexuales de las personas que conviven. Pero al igual que las prohibiciones que atañen a los aspectos, las circunstancias y los lugares, estos límites son muy inciertos y muy variables. En primer lugar, la expresión «que conviven» sólo es admisible con una condición: que no se precise de ningún modo. Volvemos a encontrar, en este campo, tanta arbitrariedad —y tanto acomodo— como cuando tomamos por objeto la desnudez. Hay que insistir en particular en la influencia del bienestar. El desarrollo de Lévi-Strauss expone con bastante claridad el papel que éste juega. El límite arbitrario entre parientes permitidos y parientes prohibidos varía en función de la necesidad de asegurar circuitos de intercambios. Cuando estos circuitos organizados dejan de ser útiles, se reduce la situación incestuosa. Si ya no está en juego la utilidad, los hombres terminan por desentenderse de los obstáculos cuya arbitrariedad se ha vuelto chocante. En contrapartida, el sentido general de la prohibición sale reforzado en función de su carácter estabilizado: su valor intrínseco se hace entonces más patente. Cada vez que es conveniente, por lo demás, el límite puede ampliarse de nuevo: así ocurría en los procesos de divorcio de la Edad Media, en que teóricos incestos, sin relación con el uso, servían de pretexto para la disolución legal de matrimonios entre príncipes. De cualquier modo, siempre se trata de oponer al desorden animal el principio de la humanidad cabal: a ésta le ocurre un poco lo que a la dama inglesa de la época victoriana, que simulaba creer que la carne y la animalidad no existían. La plena humanidad social excluye radicalmente el desorden de los sentidos; niega su principio natural, rechaza lo dado y sólo admite el espacio de una casa ordenada, arreglada, a través de la cual se desplazan respetables personas, al mismo tiempo ingenuas e inviolables, tiernas e inaccesibles. En este símil no sólo se da el límite que establece la reserva de la madre respecto al hijo o de la hija respecto al padre: es generalmente la imagen —o el santuario—, de esta humanidad asexuada, la que levanta sus valores fuera del alcance de la violencia y de la inmundicia de las pasiones.
La esencia del hombre se da en la prohibición del incesto y en el don de las mujeres, que es la consecuencia
Volvamos al hecho de que estas consideraciones no se oponen en absoluto a la teoría de Lévi-Strauss. La idea de una negación extrema (en el extremo de lo posible) de la animalidad carnal se sitúa incluso de forma indefectible en la confluencia de las dos vías en que se adentró Lévi-Strauss, en que, más precisamente, se adentró el propio matrimonio.
En un sentido, el matrimonio aúna el interés y la pureza, la sensualidad y la prohibición de la sensualidad, la generosidad y la avaricia. Pero sobre todo su movimiento inicial lo sitúa en el extremo opuesto, el del don. Lévi-Strauss arrojó plena luz en este punto. Analizó de tal manera estos movimientos que, en sus conceptos, vemos claramente lo que es la esencia del don: el don es en sí la renuncia, es la prohibición del goce animal, del goce inmediato y sin reserva. El caso es que el matrimonio no es tanto asunto de los cónyuges como del «donador» de la mujer, del hombre (padre, hermano) que podía haber gozado libremente de esa mujer (su hija, su hermana) y que la da. El don que hace de ella tal vez sea el sustitutivo del acto sexual, pero de todos modos la exuberancia del don tiene un sentido cercano —el de un gasto de recursos— al del propio acto. Mas la renuncia, fundada en la prohibición y que permitió esta forma de gasto, es lo único que posibilitó el don. Aun cuando, como el acto sexual, el don alivia, ya no es en ninguna medida del modo en que la animalidad se libera: y la esencia de la humanidad radica en esta superación. La renuncia del pariente cercano —la reserva del que se prohíbe aquello mismo que le pertenece— define la actitud humana, contrapuesta a la voracidad animal. Subraya recíprocamente, como dije antes, el valor seductor de su objeto. Pero contribuye a crear el mundo humano donde el respeto, la dificultad y la reserva prevalecen sobre la violencia. Es el complemento del erotismo, donde el objeto prometido a la codicia adquiere un valor más fuerte. No habría erotismo si no existiera como contrapartida un respeto por los valores prohibidos. (No habría pleno respeto si la desviación erótica no fuera posible y seductora.)
Sin duda, el respeto no es más que el rodeo de la violencia. Por un lado, el respeto constituye el ámbito en que se prohíbe la violencia; por otro, abre a la violencia una posibilidad de irrupción incongruente en unos ámbitos en que ya dejó de ser admitida. La prohibición no suprime la violencia de la actividad sexual, sino que abre al hombre disciplinado una puerta a la que no puede acceder la animalidad, la de la transgresión de la regla.
El momento de la transgresión (o del erotismo libre) por una parte, y por otra la existencia de un ámbito en que la sensualidad no es aceptable son los aspectos extremos de una realidad en la que abundan las formas intermedias. El acto sexual no suele tener el sentido de un crimen, y el lugar en que sólo los maridos llegados de fuera pueden tocar a las mujeres del país corresponde a una situación muy antigua. En general, el erotismo moderado es objeto de tolerancia, y la condena de la sexualidad, aun cuando parece rigurosa, se ciñe a las apariencias, siendo admitida la transgresión siempre que ésta no se dé a conocer. Sin embargo, sólo los extremos tienen pleno sentido. Lo que importa, esencialmente, es que existe un ámbito, por limitado que sea, donde el aspecto erótico es impensable, y momentos de transgresión en que, como contrapartida, el erotismo tiene el valor de una inversión radical.
Esta oposición extrema sería por lo demás inconcebible si no recordáramos el cambio incesante de las situaciones. Así, la parte del don en el matrimonio (puesto que el don se vincula a la fiesta, y que el objeto del don siempre es el lujo, la exuberancia, la desmesura) subraya un aspecto de la transgresión ligado al tumulto de la fiesta. Pero este aspecto ciertamente se ha desdibujado. El matrimonio es un compromiso entre la actividad sexual y el respeto. Tiene cada vez más el sentido de este último. El momento del casamiento, el paso, ha conservado algo de la transgresión que es en principio. Pero la vida conyugal se difumina en el mundo de las madres y de las hermanas y neutraliza de algún modo los excesos de la actividad genésica. En este movimiento, la pureza, fundada en la prohibición —la pureza que es propia de la madre, de la hermana—, se transfiere poco a poco, en parte, a la esposa convertida en madre. Así el estado matrimonial reserva la posibilidad de proseguir una vida humana en el respeto de las prohibiciones opuestas a la libre satisfacción de las necesidades animales.
* Este Estudio retoma sin variaciones importantes el artículo publicado en el n.Q 44 (enero de 1951) de la revista Critique, bajo el título «L'inceste et le passage de l'animal á l'homme».
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