martes, 7 de abril de 2015

Cuento: Charles Bukowski - Como conseguir que te publiquen - Links a mas Cuento









Dado que he sido un escritor underground toda mi vida, he conocido a bastantes editores extraños. Pero los más extraños de todos fueron H. R. Mulloch y su mujer Honeysuckle. Mulloch, ex-presidiario y ex-ladrón de diamantes, editaba la revistaDemise. Empecé a enviarle poesía e iniciamos una correspondencia. El decía que, debido a mi poesía, ya no podía leer la de ningún otro. Le contesté diciendo que a mí también me pasaba lo mismo. H. R. empezó a hablar de las posibilidades de editarme un libro de poemas y yo dije, vale, magnífico, adelante. El me contestó, no puedo pagar derechos, somos pobres como una rata. Yo contesté, vale, estupendo, olvidemos los royalties, yo soy tan pobre como la última teta arrugada de tu rata. El contestó, un momento, conozco a la mayoría de los escritores y son unos completos gilipollas y unos seres humanos deleznables. Le contesté, tienes razón, soy un completo gilipollas y un ser humano deleznable. De acuerdo, contestó, Honeysuckle y yo iremos a Los Angeles a echarte una ojeada.
Semana y media más tarde, suena el teléfono. Estaban en la ciudad, acababan de llegar de Nueva Orleans y se alojaban en un hotel de la Calle Tercera rebosante de prostitutas, borrachos, carteristas, revientapisos, friegaplatos, atracadores, estranguladores y violadores. A Mulloch le encantaba el hampa y creo que amaba incluso la pobreza. Saqué la conclusión, por sus cartas, de que creía que la pobreza entrañaba pureza. Eso es lo que los ricos siempre han querido que creamos por supuesto. Pero ésa es otra historia.





Fui con Marie en el coche hasta allá, deteniéndonos primero a comprar tres paquetes de botellines de cerveza y un litro de whisky barato. A la entrada, había un hombrecillo de pelo canoso, que debía medir un metro cincuenta. Vestía atuendo de trabajador, pero llevaba un gran pañuelo blanco al cuello y un sombrero blanco de copa muy alta. Marie y yo nos acercamos. Fumaba un cigarrillo y sonreía.
—¿Eres Chinaski?
—Sí —dije—. Esta es Marie, mi mujer.
—No, amigo —contestó—. Ningún hombre puede decir jamás que una mujer es suya. No son nuestras nunca, sólo las tenemos prestadas una temporadita.
—Sí —dije—, creo que así está mejor.
Seguimos a H. R. escaleras arriba y luego por un pasillo pintado de azul y rojo que olía a asesinato.
—El único hotel de la ciudad que pudimos encontrar en que nos aceptaron con los perros y el loro.
—Parece un buen sitio —dije.
Abrió la puerta de su habitación y entramos. Había dos perros corriendo de acá para allá y Honeysuckle estaba en el centro de la habitación con un loro en el hombro.
—Thomas Wolfe —dijo el loro— es el mejor escritor del mundo.
—Wolfe está muerto —dije—. Vuestro loro delira.
—Es un loro viejo —dijo H. R.—. Hace mucho que lo tenemos.
—¿Cuánto tiempo llevas con Honeysuckle?
—Treinta años.
—¿La pediste prestada un ratito?
—Así parece.





Los perros corrían de allá para acá, y Honeysuckle seguía en el centro de la habitación con el loro en el hombro. Era de piel oscura, italiana o griega, muy delgada, con ojeras cargadas; tenía un aire trágico, bondadoso y peligroso; sobre todo trágico.
Puse el whisky y las cervezas sobre la mesa, y todos se abalanzaron. H. R. comenzó a destapar botellines y yo empecé a desenvolver la botella de whisky. Aparecieron vasos polvorientos y varios ceniceros. A través de la pared de la izquierda, atronó de pronto una voz masculina:
—¡Puta asquerosa, quiero que mastiques mi mierda!
Nos sentamos y serví whisky para todos. H. R. me pasó un puro. Lo pelé, le arranqué la punta con los dientes y lo encendí.
—¿Qué piensas de la literatura moderna? —me preguntó H. R.
—No me interesa, la verdad.
H. R. achicó los ojos y me sonrió.
—Ja, ja, ¡estaba seguro de eso!
—Oye —dije—, ¿por qué no te quitas ese sombrero para que vea con quién estoy en tratos?
Podrías resultar un ladrón de caballos.
—No —dijo, quitándose el sombrero con gesto teatral—. Pero fui uno de los mejores ladrones de diamantes del Estado de Ohio.
—¿Es cierto eso?
—Lo es.
Las chicas bebían.
—A mí me encantan los perros —dijo Honeysuckle—. ¿Te gustan los perros?
—No lo sé —dije.
—El se gusta a sí mismo —dijo Marie.
—Marie tiene una inteligencia muy aguda —dije yo.
—Me gusta cómo escribes —dijo H. R.—. Puedes decir muchísimo sin extravagancias.
—El genio quizá sea la capacidad de decir una cosa profunda de una forma sencilla.
—¿Cómo dices? —preguntó H. R.
Repetí la frase y serví más whisky.





—Eso tengo que anotarlo —dijo H. R. Y sacó una pluma
del bolsillo y lo anotó en el borde de una de las bolsas marrones de papel que había en la mesa.
El loro se bajó del hombro de Honeysuckle, cruzó la mesa y se me subió en el hombro izquierdo.
—Eso está bien —dijo Honeysuckle.
—James Thurber —dijo el pájaro—, es el mejor escritor del mundo.
—Cabrón estúpido —le dije al pájaro. Sentí un dolor agudo en la oreja izquierda. El bicho casi me la arranca. Todos somos criaturas sensibles, pensé. H. R. abrió más cervezas. Seguimos bebiendo.
A la tarde siguió el anochecer y el anochecer se convirtió en noche. Desperté en plena oscuridad. Me había quedado dormido en la alfombra del centro de la habitación. H. R. y Honeysuckle dormían en la cama. Marie en el sofá. Los tres roncaban, sobre todo Marie. Me levanté y me senté a la mesa. Quedaba algo de whisky. Me lo serví y bebí una cerveza caliente. Me quedé allí sentado bebiendo. El loro se puso en el respaldo de una silla frente a mí. De pronto se bajó de allí y cruzó la mesa entre los ceniceros y las botellas vacías y se me subió en el hombro.
—No vuelvas a decirlo —le dije—. Es muy ofensivo para mí que lo digas.
—Puta jodida —dijo el loro.
Le cogí por las patas y volví a posarlo en el respaldo de la silla. Luego volví a la alfombra y seguí durmiendo.
Por la mañana, H. R. Mulloch comunicó lo siguiente:
—He decidido publicar tu libro de poemas. Lo mejor sería
irte a casa y empezar a trabajar.
—¿Quieres decir que comprendiste que no soy un ser humano deleznable?
—No —dijo H. R.—, nada de eso, pero he decidido ignorar mi buen criterio y, a pesar de todo, publicarlo.





—¿De veras fuiste el mejor ladrón de diamantes del Estado de Ohio?
—Sí, claro.
—Sé que estuviste en la cárcel. ¿Cómo te cazaron?
—Fue tan estúpido que prefiero no hablar de ello.
Bajé y compré un par de paquetes de botellines de cerveza y volví, y Marie y yo ayudamos a H. R. y a Honeysuckle a hacer el equipaje. Había cajas especiales para transportar los perros y el loro. Lo bajamos todo por las escaleras, lo metimos en mi coche, luego nos sentamos y acabamos la cerveza. Todos éramos profesionales: ninguno fue tan estúpido como para proponer un desayuno.
—Ahora eres tú el que nos debe visitar —dijo H. R.—. Vamos a preparar el libro. Eres un hijo de puta pero se puede hablar contigo. Esos otros poetas andan siempre atusándose las plumas y presumiendo.
—Eres un buen tipo —dijo Honeysuckle—. Los perros te quieren.
—Y el loro —dijo H. R.
Las chicas se quedaron en el coche y volví con H. R., que tenía que devolver la llave. Nos abrió la puerta una vieja de quimono verde y pelo teñido de un rojizo claro.
—Esta es mamá Stafford —me dijo H. R.—. Mamá Stafford, le presento al mejor poeta del mundo.
—¿De veras? —preguntó Mamá.
—El mejor poeta del mundo —dije yo.
—Muchachos, ¿por qué no entráis a tomar un trago? Creo que lo necesitáis.
Entramos y tuvimos que trasegar un vaso de vino blanco caliente. Nos despedimos y volvimos al
coche...
En la estación de ferrocarril, H. R. sacó los billetes y fue a la sección de equipajes a que se hicieran
cargo del loro y de los perros. Luego volvió y se sentó con nosotros.
—Me fastidian los aviones —dijo—. Me aterra volar.





Fui a comprar media pinta y nos la pasamos mientras esperábamos. Luego, empezaron a cargar el tren. Y cuando estábamos allí en el andén, haciendo tiempo, Honeysuckle saltó de pronto sobre mí y me dio un largo beso. Antes de apartarse, me metió la lengua rápidamente en la boca. Me quedé allí plantado, y encendí un puro mientras Marie besaba a H. R. Luego H. R. y Honeysuckle subieron al tren.
—Es un tipo legal —dijo Marie.
—Querida —dije—, creo que le diste un beso demasiado apasionado.
—¿Estás celoso?
—Yo siempre lo estoy.
—Mira, se han sentado en la ventanilla, nos sonríen.
—Es embarazoso. Ojalá saliera de una vez ese maldito tren.
Al fin el tren empezó a moverse. Dijimos adiós con la mano, claro, y ellos contestaron. H. R. tenía una sonrisa satisfecha y feliz. Honeysuckle daba la sensación de lloriquear. Parecía muy trágica. Luego, ya no pudimos verles más. Se acabó. Iban a publicarme. Poemas escogidos. Dimos la vuelta y escapamos de los andenes.

Charles Bukowski del libro Música de cañerías.







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