Cuento: Antoine de Saint-Exupéry - El Principito - Parte 1 - Capítulo 1 al 13 - Galería fotográfica
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Cuento: Antoine de Saint-Exupery - El Principito - Parte 1 - Capitulo 1 al 13 - Galeria fotografica | Posted on 15:29
EL PRINCIPITO
A. De Saint - Exupéry
A Leon Werth:
Pido perdón a los
niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria
excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra
excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para
niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa
hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas excusas no
bastasen, bien puedo dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona
mayor. Todos los mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan).
Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A LEON WERTH
CUANDO ERA NIÑO
I
Cuando yo tenía
seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba "Historias
vividas", una magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se
tragaba a una fiera.
En el libro se afirmaba: "La
serpiente boa se traga su presa entera, sin masticarla. Luego ya no puede
moverse y duerme durante los seis meses que dura su digestión".
Reflexioné mucho en ese momento sobre
las aventuras de la jungla y a mi vez logré trazar con un lápiz de colores mi
primer dibujo. Mi dibujo número 1 era de esta manera:
Enseñé mi obra de arte a las personas mayores y les pregunté si mi
dibujo les daba miedo.
—¿por qué
habría de asustar un sombrero?— me respondieron.
Mi dibujo no representaba un sombrero.
Representaba una serpiente boa que digiere un elefante. Dibujé entonces el
interior de la serpiente boa a fin de que las personas mayores pudieran
comprender. Siempre estas personas tienen necesidad de explicaciones. Mi dibujo
número 2 era así:
Las personas
mayores me aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran
abiertas o cerradas, y poner más interés en la geografía, la historia, el
cálculo y la gramática. De esta manera a la edad de seis años abandoné una
magnífica carrera de pintor. Había quedado desilusionado por el fracaso de mis
dibujos número 1 y número 2. Las personas mayores nunca pueden comprender algo
por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez
explicaciones.
Tuve, pues, que elegir otro oficio y
aprendía pilotear aviones. He volado un poco por todo el mundo y la geografía,
en efecto, me ha servido de mucho; al primer vistazo podía distinguir
perfectamente la China de Arizona. Esto es muy útil, sobre todo si se pierde
uno durante la noche.
A lo largo de mi vida he tenido
multitud de contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con personas
mayores y las he conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi
opinión sobre ellas.
Cuando me he encontrado con alguien que
me parecía un poco lúcido, lo he sometido a la experiencia de mi dibujo número
1 que he conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era un ser
comprensivo. E invariablemente me contestaban siempre: "Es un
sombrero". Me abstenía de hablarles de la serpiente boa, de la selva
virgen y de las estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del
golf, de política y de corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de
conocer a un hombre tan razonable.
II
Viví así, solo,
nadie con quien poder hablar verdaderamente, hasta cuando hace seis años tuve
una avería en el desierto de Sahara. Algo se había estropeado en el motor. Como
no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo
solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues
apenas tenía agua de beber para ocho días.
La primera noche me dormí sobre la
arena, a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Estaba
más aislado que un náufrago en una balsa en medio del océano. Imagínense, pues,
mi sorpresa cuando al amanecer me despertó una extraña vocecita que decía:
— ¡Por favor... píntame un cordero!
—¿Eh?
—¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto como herido
por el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a un extraordinario
muchachito que me miraba gravemente. Ahí tienen el mejor retrato que más tarde
logré hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente es menos encantador que el
modelo. Pero no es mía la culpa. Las personas mayores me desanimaron de mi
carrera de pintor a la edad de seis años y no había aprendido a dibujar otra
cosa que boas cerradas y boas abiertas.
Miré, pues,
aquella aparición con los ojos redondos de admiración. No hay que olvidar que
me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Y
ahora bien, el muchachito no me parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de
hambre, de sed o de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño
perdido en el desierto, a mil millas de distancia del lugar habitado más
próximo. Cuando logré, por fin, articular palabra, le dije:
— Pero… ¿qué haces tú por aquí?
Y él respondió entonces, suavemente,
como algo muy importante:
—¡Por favor… píntame un cordero!
Cuando el misterio es demasiado
impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo que aquello me pareciera,
a mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué
de mi bolsillo una hoja de papel y una pluma fuente. Recordé que yo había
estudiado especialmente geografía, historia, cálculo y gramática y le dije al
muchachito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.
—¡No importa —me respondió—, píntame un
cordero!
Como nunca había dibujado un cordero,
rehice para él uno de los dos únicos dibujos que yo era capaz de realizar: el
de la serpiente boa cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al hombrecito:
— ¡No, no! Yo no quiero un elefante en
una serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante ocupa mucho sitio.
En mi tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero. Píntame un cordero.
Dibujé un cordero. Lo miró atentamente
y dijo:
—¡No! Este está ya muy enfermo. Haz
otro.
Volví a dibujar.
Mi
amigo sonrió dulcemente, con indulgencia.
—¿Ves? Esto no es un cordero, es un
carnero. Tiene Cuernos…
Rehice nuevamente mi dibujo: fue
rechazado igual que los anteriores.
—Este es demasiado viejo. Quiero un
cordero que viva mucho tiempo.
Falto ya de paciencia y deseoso de
comenzar a desmontar el motor, garrapateé rápidamente este dibujo, se lo
enseñé, y le agregué:
—Esta
es la caja. El cordero que quieres está adentro. Con gran sorpresa mía el
rostro de mi joven juez se iluminó:
—¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que
sea necesario mucha hierba para este cordero?
—¿Por qué?
—Porque en mi tierra es todo tan
pequeño…
Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:
—¡Bueno, no tan pequeño…! Está dormido…
Y así fue como conocí al principito.
III
Me costó mucho tiempo
comprender de dónde venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás
parecía oír las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco
me revelaron todo. Así, cuando distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré
mi avión, por tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me preguntó:
—¿Qué cosa es esa? —Eso no es una cosa.
Eso vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que
volaba. El entonces gritó:
—¡Cómo! ¿Has caído del cielo? —Sí —le
dije modestamente. —¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa
carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se tomen en serio. Y
añadió:
—Entonces ¿tú también vienes del cielo?
¿De qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de su presencia
y le pregunté bruscamente:
—¿Tu vienes, pues, de otro planeta?
Pero no me respondió; movía lentamente
la cabeza mirando detenidamente mi avión.
—Es cierto, que, encima de eso, no
puedes venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño durante largo
tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la contemplación
de su tesoro.
Imagínense cómo me intrigó esta
semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé, pues, en saber algo más:
—¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde
está "tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi cordero?
Después de meditar silenciosamente me
respondió:
—Lo bueno de la caja que me has dado es
que por la noche le servirá de casa. —Sin duda. Y si eres bueno te daré también
una cuerda y una estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al
principito.
—¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! —Si no lo
atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…
Mi amigo soltó una nueva carcajada.
—¿Y dónde quieres que vaya? —No sé, a
cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito señaló con
gravedad:
—¡No importa, es tan pequeña mi tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de
melancolía:
—Derecho, camino adelante… no se puede
ir muy lejos.
IV
De esta
manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas
más grande que una casa.
Esto no podía
asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como la
Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen
otros centenares de ellos tan pequeños a veces, que es difícil distinguirlos
aun con la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos
planetas, le da por nombre un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide
3251".
Tengo poderosas
razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide
B 612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por
un astrónomo turco.
Este astrónomo
hizo una gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional de
Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas
mayores son así. Felizmente para la reputación del asteroide B 612, un dictador
turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a la europea.
Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como
lucía un traje muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.
Si les he contado
de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su
número, es por consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan
las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo
esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: "¿Qué tono tiene su
voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio
preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana
su padre?" Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a
las personas mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con
geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a
imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa que
vale cien mil pesos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué
preciosa es!"
De tal manera, si
les decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era
un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es
prueba de que se existe", las personas mayores se encogerán de hombros y
nos dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde
venía el principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se
preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor.
Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.
Pero nosotros, que
sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me
habría gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas.
Me habría gustado decir:
"Era una vez
un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía
necesidad de un amigo…" Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera
parecido más real.
Porque no me gusta
que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar estos
recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Y si intento
describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un
amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas
mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una
caja de lápices de colores. ¡Es muy duro, a mi edad, ponerse a aprender a
dibujar, cuando en toda la vida no se ha hecho otra tentativa que la de una boa
abierta y una boa cerrada a la edad de seis años! Ciertamente que yo trataré de
hacer retratos lo más parecido posibles, pero no estoy muy seguro de lograrlo.
Uno saldrá bien y otro no tiene parecido alguno. En las proporciones me
equivoco también un poco. Aquí el principito es demasiado grande y allá es
demasiado pequeño. Dudo también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto
y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, en fin, que me
equivoque sobre ciertos detalles muy importantes. Pero habrá que perdonármelo
ya que mi amigo no me daba nunca muchas explicaciones. Me creía semejante a sí
mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es
posible que yo sea un poco como las personas mayores. He debido envejecer.
V
Cada día yo
aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto
venía suavemente al azar de las reflexiones. De esta manera tuve conocimiento
al tercer día, del drama de los baobabs.
Fue también
gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda, cuando el
principito me preguntó:
—¿Es verdad que los corderos se comen
los arbustos?
—Sí, es cierto.
—¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan importante
para él que los corderos se comieran los arbustos. Pero el principito añadió:
—Entonces se comen también los Baobabs.
Le hice comprender al principito que
los baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias y que
incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría
acabar con un solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes hizo
reír al principito.
—Habría que poner los elefantes unos
sobre otros…
Y luego añadió juiciosamente:
—Los baobabs, antes de crecer, son muy
pequeñitos.
—Es cierto. Pero ¿por qué quieres que
tus corderos coman los baobabs?
Me contestó:
"¡Bueno! ¡Vamos!" como si hablara de una evidencia. Me fue necesario
un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo este problema.
En efecto, en el
planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y
hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de
las semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en
el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía
de despertarse. Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente,
una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de
rosal, se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se trata de una mala
hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha sabido
reconocerla. En el planeta del principito había semillas terribles… como las
semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab
no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde; cubre
todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado
pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es una
cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la mañana
uno termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del planeta.
Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les distingue
de los rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un
trabajo muy fastidioso pero muy fácil".
Y un día me
aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a
los niños de la tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto
podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el
trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre
una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que
descuidó tres arbustos…"
Siguiendo las
indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel
de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que
puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no
vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a los
baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a
que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse
tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la
pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros
dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy
sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los
baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.
VI
¡Ah, principito,
cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo
tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle
lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:
—Me gustan mucho las puestas de sol;
vamos a ver una puesta de sol…
—Tendremos que esperar…
—¿Esperar qué?
—Que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido primero, y
después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:
—Siempre me creo que estoy en mi
tierra.
En efecto, como
todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está
poniendo el sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para
asistir a la puesta del sol, pero desgraciadamente Francia está demasiado
lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla
algunos pasos para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas…
—¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y
tres veces!
Y un poco más tarde añadiste:
—¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente
triste le gusta ver las puestas de sol.
—El día que la viste cuarenta y tres
veces estabas muy triste ¿verdad?
Pero el principito no respondió.
VII
Al quinto día y
también en relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de la
vida del principito. Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de
un problema largamente meditado en silencio:
—Si un cordero se come los arbustos, se
comerá también las flores ¿no?
—Un cordero se come todo lo que
encuentra.
—¿Y también las flores que tienen
espinas?
—Sí; también las flores que tienen
espinas.
—Entonces, ¿para qué le sirven las
espinas?
Confieso que no lo
sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un perno demasiado
apretado del motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la
circunstancia de que se estuviera agotando mi provisión de agua, me hacía temer
lo peor.
—¿Para qué sirven las espinas?
El principito no
permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él.
Irritado por la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que
se me ocurrió:
—Las espinas no sirven para nada; son
pura maldad de las flores.
—¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo con
una especie de rencor:
—¡No te creo! Las flores son débiles.
Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus espinas…
No le respondí
nada; en aquel momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este perno me
resiste un poco más, lo haré saltar de un martillazo". El principito me
interrumpió de nuevo mis pensamientos:
—¿Tú crees que las flores…?
—¡No, no creo nada! Te he respondido
cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme de cosas serias.
Me miró estupefacto.
—¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo en la mano,
los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le parecía muy feo.
—¡Hablas como las personas mayores!
Me avergonzó un poco. Pero él,
implacable, añadió:
—¡Lo confundes todo…todo lo mezclas…!
Estaba verdaderamente irritado; sacudía
la cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.
—Conozco un planeta donde vive un señor
muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una estrella y que
jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas. Y todo el
día se lo pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio, yo soy un
hombre serio!"…
Al parecer esto le llena de orgullo. Pero eso no es un
hombre, ¡es un hongo!
—¿Un qué?
—Un hongo.
El principito estaba pálido de cólera.
—Hace millones de años que las flores
tiene espinas y hace también millones de años que los corderos, a pesar de las
espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar por qué las
flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no les sirven para nada?
¿Es que no es importante la guerra de los corderos y las flores? ¿No es esto
más serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si yo sé
de una flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en mi
planeta; si yo sé que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse
cuenta de ello, ¿es que esto no es importante?
El principito enrojeció y después
continuó:
—Si alguien ama a una flor de la que
sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, basta que las mire
para ser dichoso. Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna
parte…" ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si de pronto todas
las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es importante!
No pudo decir más y estalló bruscamente
en sollozos.
La noche había
caído. Yo había soltado las herramientas y ya no importaban nada el martillo,
el perno, la sed y la muerte. ¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la
Tierra, un principito a quien consolar! Lo tomé en mis brazos y lo mecí
diciéndole: "la flor que tú quieres no corre peligro… te dibujaré un bozal
para tu cordero y una armadura para la flor…te…". No sabía qué decirle,
cómo consolarle y hacer que tuviera nuevamente confianza en mí; me sentía
torpe. ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!
VIII
Aprendí bien
pronto a conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del
principito flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas
ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por
la tarde se extinguían. Pero aquella había germinado un día de una semilla
llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente
desde el primer día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía
ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y
comenzó a echar su flor. El principito observó el crecimiento de un enorme
capullo y tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una aparición
milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su
envoltura verde. Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se
ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir ya ajada como las amapolas;
quería aparecer en todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta
aquella flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una
mañana, precisamente al salir el sol se mostró espléndida.
La flor, que había trabajado con tanta
precisión, dijo bostezando:
—¡Ah, perdóname… apenas acabo de
despertarme… estoy toda despeinada…!
El principito no pudo contener su
admiración:
—¡Qué hermosa eres!
—¿Verdad? —respondió dulcemente la
flor—. He nacido al mismo tiempo que el sol. El principito adivinó exactamente
que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
—Me parece que ya es hora de desayunar
— añadió la flor —; si tuvieras la bondad de pensar un poco en mí...
Y el principito, muy confuso, habiendo
ido a buscar una regadera la roció abundantemente con agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado con su
vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de sus cuatro espinas,
dijo al principito:
—¡Ya pueden venir los tigres, con sus
garras!
—No hay tigres en mi planeta —observó
el principito— y, además, los tigres no comen hierba.
—Yo nos soy una hierba —respondió
dulcemente la flor.
—Perdóname...
—No temo a los tigres, pero tengo miedo
a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no
es una suerte para una planta —pensó el principito—. Esta flor es demasiado
complicada…"
—Por la noche me cubrirás con un fanal…
hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto; allá de donde yo vengo…
La flor se
interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que
conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender inventando una
mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para atraerse la simpatía del
principito.
—¿Y el biombo?
—Iba a buscarlo, pero como no dejabas
de hablarme…
Insistió en su tos para darle al menos
remordimientos.
De esta manera el
principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de
ella. Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
"Yo no debía
hacerle caso —me confesó un día el principito— nunca hay que hacer caso a las
flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo
no sabía gozar con eso… Aquella historia de garra y tigres que tanto me
molestó, hubiera debido enternecerme".
Y me contó todavía:
“¡No supe
comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras.
¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe
adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias
las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla".
IX
Creo que el
principito aprovechó la migración de una bandada de pájaros silvestres para su
evasión. La mañana de la partida, puso en orden el planeta. Deshollinó
cuidadosamente sus volcanes en actividad, de los cuales poseía dos, que le eran
muy útiles para calentar el desayuno todas las mañanas. Tenía, además, un
volcán extinguido. Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él
decía, nunca se sabe lo que puede ocurrir. Si los volcanes están bien
deshollinados, arden sus erupciones, lenta y regularmente. Las erupciones
volcánicas son como el fuego de nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra
Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes; los hombres somos
demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.
El principito
arrancó también con un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía
que no iba a volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le parecieron aquella
mañana extremadamente dulces. Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso
a ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de llorar.
—Adiós —le dijo a la flor. Esta no
respondió.
—Adiós —repitió el principito.
La flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.
—He sido una tonta —le dijo al fin la
flor—. Perdóname. Procura ser feliz.
Se sorprendió por
la ausencia de reproches y quedó desconcertado, con el fanal en el aire, no
comprendiendo esta tranquila mansedumbre.
—Sí, yo te quiero —le dijo la flor—, ha
sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene importancia. Y tú has sido
tan tonto como yo. Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no
lo quiero.
—Pero el viento...
—No estoy tan resfriada como para... El
aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
—Y los animales...
—Será necesario que soporte dos o tres
orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que son muy hermosas. Si no
¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos. En cuanto a las fieras, no las
temo: yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente sus cuatro
espinas. Luego añadió:
—Y no prolongues más tu despedida.
Puesto que has decidido partir, vete de una vez.
La flor no quería que la viese llorar:
era tan orgullosa...
X
Se encontraba en
la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en
algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba
habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre
un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al
principito—, aquí tenemos un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca
si nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo
está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos.
—Aproxímate para que te vea mejor —le
dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El
principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por
el magnífico manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado,
bostezó.
—La etiqueta no permite bostezar en
presencia del rey —le dijo el monarca—. Te lo prohibo.
—No he podido evitarlo —respondió el
principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y apenas he dormido...
—Entonces —le dijo el rey— te ordeno
que bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie. Los bostezos son para mí
algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!
—Me da vergüenza... ya no tengo
ganas... —dijo el principito enrojeciendo.
—¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno!
Te ordeno tan pronto que bosteces y que no bosteces...
Tartamudeaba un
poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad
fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre
órdenes razonables.
Si yo ordenara —decía frecuentemente—,
si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no
me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente
el principito.
—Te ordeno sentarte —le respondió el
rey—, recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño.
El principito
estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre
quién podría reinar aquel rey.
—Señor —le dijo—, perdóneme si le
pregunto...
—Te ordeno que me preguntes —se
apresuró a decir el rey.
—Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el rey con gran
ingenuidad.
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló
su planeta, los otros planetas y las estrellas.
—¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar
el principito.
—Sobre todo eso. . . —respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era,
además, un monarca universal.
—¿Y las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y
obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.
Un poder semejante
dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza,
hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y
dos, a cien, o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de
arrastrar su silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño
planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta de sol...
Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
—Si yo le diera a un general la orden
de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de
transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de
quién sería la culpa, mía o de él?
—La culpa sería de usted —le dijo el
principito con firmeza.
—Exactamente. Sólo hay que pedir a cada
uno, lo que cada uno puede dar —continuó el rey. La autoridad se apoya antes
que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará
la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son
razonables.
—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó
el principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez que la había formulado.
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré.
Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean
favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey,
consultando previamente un enorme calendario—, ¡ejem, ejem! será hacia...
hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su
puesta de sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco.
—Ya no tengo nada que hacer aquí —le
dijo al rey—. Me voy.
—No partas —le respondió el rey que se
sentía muy orgulloso de tener un súbdito—, no te vayas y te hago ministro.
—¿Ministro de qué?
—¡De... de justicia!
—¡Pero si aquí no hay nadie a quien
juzgar!
—Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca
he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el caminar me cansa. Y como no
hay sitio para una carroza...
—¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el
principito que se inclinó para echar una ojeada al otro lado del planeta—. Allá
abajo no hay nadie tampoco. .
—Te juzgarás a ti mismo —le respondió
el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar
a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí mismo en
cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en
alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu
podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su
vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla,
ya que no hay más que una.
—A mí no me gusta condenar a muerte a
nadie —dijo el principito—. Creo que me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el
principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al
viejo monarca, dijo:
—Si Vuestra Majestad deseara ser
obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable. Podría ordenarme, por
ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son
favorables...
Como el rey no respondiera nada, el
principito vaciló primero y con un suspiro emprendió la marcha.
—¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a
gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores son muy
extrañas", se decía el principito para sí mismo durante el viaje.
XI
El segundo planeta estaba habitado por
un vanidoso:
—¡Ah! ¡Ah! ¡Un admirador viene a
visitarme! —Gritó el vanidoso al divisar a lo lejos al principito.
Para los vanidosos todos los demás
hombres son admiradores.
—¡Buenos días! —dijo el principito—.
¡Qué sombrero tan raro tiene!
—Es para saludar a los que me aclaman
—respondió el vanidoso. Desgraciadamente nunca pasa nadie por aquí.
—¿Ah, sí? —preguntó sin comprender el
principito.
—Golpea tus manos una contra otra —le
aconsejó el vanidoso.
El principito aplaudió y el vanidoso le
saludó modestamente levantando el sombrero.
"Esto parece más divertido que la
visita al rey", se dijo para sí el principito, que continuó aplaudiendo
mientras el vanidoso volvía a saludarle quitándose el sombrero.
A los cinco minutos el principito se
cansó con la monotonía de aquel juego.
—¿Qué hay que hacer para que el
sombrero se caiga? —preguntó el principito.
Pero el vanidoso no le oyó. Los
vanidosos sólo oyen las alabanzas.
—¿Tú me admiras mucho, verdad?
—preguntó el vanidoso al principito.
—¿Qué significa admirar?
—Admirar significa reconocer que yo soy
el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del
planeta.
—¡Si tú estás solo en tu planeta!
—¡Hazme ese favor, admírame de todas
maneras!
—¡Bueno! Te admiro —dijo el principito
encogiéndose de hombros—, pero ¿para qué te sirve?
Y el principito se marchó.
"Decididamente, las personas
mayores son muy extrañas", se decía para sí el principito durante su
viaje.
XII
El tercer planeta
estaba habitado por un bebedor. Fue una visita muy corta, pues hundió al
principito en una gran melancolía.
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor
que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías y otras
tantas botellas llenas.
—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono
lúgubre.
—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el
principito.
—Para olvidar.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el
principito ya compadecido.
—Para olvidar que siento vergüenza
—confesó el bebedor bajando la cabeza.
—¿Vergüenza de qué? —se informó el
principito deseoso de ayudarle.
—¡Vergüenza de beber! —concluyó el
bebedor, que se encerró nueva y definitivamente en el silencio.
Y el principito, perplejo, se marchó.
"No hay la menor duda de que las
personas mayores son muy extrañas", seguía diciéndose para sí el
principito durante su viaje.
XIII
El cuarto planeta
estaba ocupado por un hombre de negocios. Este hombre estaba tan abstraído que
ni siquiera levantó la cabeza a la llegada del principito.
—¡Buenos días! —le dijo éste—. Su
cigarro se ha apagado.
—Tres y dos cinco. Cinco y siete doce.
Doce y tres quince. ¡Buenos días! Quince y siete veintidós. Veintidós y seis
veintiocho. No tengo tiempo de encenderlo. Veintiocho y tres treinta y uno.
¡Uf! Esto suma quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos
treinta y uno.
—¿Quinientos millones de qué?
—¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones
de... ya no sé... ¡He trabajado tanto! ¡Yo soy un hombre serio y no me
entretengo en tonterías! Dos y cinco siete...
—¿Quinientos millones de qué? —volvió a
preguntar el principito, que nunca en su vida había renunciado a una pregunta
una vez que la había formulado.
El hombre de negocios levantó la
cabeza:
—Desde hace cincuenta y cuatro años que
habito este planeta, sólo me han molestado tres veces. La primera, hace
veintidós años, fue por un abejorro que había caído aquí de Dios sabe dónde.
Hacía un ruido insoportable y me hizo cometer cuatro errores en una suma. La
segunda vez por una crisis de reumatismo, hace once años. Yo no hago ningún
ejercicio, pues no tengo tiempo de callejear. Soy un hombre serio. Y la tercera
vez... ¡la tercera vez es ésta! Decía, pues, quinientos un millones...
—¿Millones de qué?
El hombre de negocios comprendió que no
tenía ninguna esperanza de que lo dejaran en paz.
—Millones de esas pequeñas cosas que
algunas veces se ven en el cielo.
—¿Moscas?
—¡No, cositas que brillan!
—¿Abejas?
—No. Unas cositas doradas que hacen
desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no tengo tiempo de
desvariar!
—¡Ah! ¿Estrellas?
—Eso es. Estrellas.
—¿Y qué haces tú con quinientos
millones de estrellas?
—Quinientos un millones seiscientos
veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre serio y exacto.
—¿Y qué haces con esas estrellas? —¿Que
qué hago con ellas?
—Sí.
—Nada. Las poseo.
—¿Que las estrellas son tuyas?
—Sí.
—Yo he visto un rey que...
—Los reyes no poseen nada... Reinan. Es
muy diferente.
—¿Y de qué te sirve poseer las
estrellas?
—Me sirve para ser rico.
—¿Y de qué te sirve ser rico?
—Me sirve para comprar más estrellas si
alguien las descubre.
"Este, se dijo a sí mismo el
principito, razona poco más o menos como mi borracho".
No obstante le siguió preguntando:
—¿Y cómo es posible poseer estrellas?
—¿De quién son las estrellas? —contestó
punzante el hombre de negocios.
—No sé. . . De nadie.
—Entonces son mías, puesto que he sido
el primero a quien se le ha ocurrido la idea.
—¿Y eso basta?
—Naturalmente. Si te encuentras un
diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si encontraras una isla que a
nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener una idea y la
haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías,
puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas.
—Eso es verdad —dijo el principito— ¿y
qué haces con ellas?
—Las administro. Las cuento y las
recuento una y otra vez —contestó el hombre de negocios—. Es algo difícil.
¡Pero yo soy un hombre serio!
El principito no quedó del todo
satisfecho.
—Si yo tengo una bufanda, puedo
ponérmela al cuello y llevármela. Si soy dueño de una flor, puedo cortarla y
llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las estrellas!
—Pero puedo colocarlas en un banco.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que escribo en un papel
el número de estrellas que tengo y guardo bajo llave en un cajón ese papel.
—¿Y eso es todo?
—¡Es suficiente!
"Es divertido", pensó el
principito. "Es incluso bastante poético. Pero no es muy serio".
El principito tenía sobre las cosas
serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores.
—Yo —dijo aún— tengo una flor a la que
riego todos los días; poseo tres volcanes a los que deshollino todas las semanas,
pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se sabe lo que puede
ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero
tú, tú no eres nada útil para las estrellas...
El hombre de
negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta.
El principito abandonó aquel planeta.
"Las personas
mayores, decididamente, son extraordinarias", se decía a sí mismo con
sencillez durante el viaje.
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