Cuento: Charles Bukowski - Clase - Galeria Fotografica - Links a mas Cuento
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Cuento: Charles Bukowski - Clase - Galeria Fotografica - Links a mas Cuento | Posted on 11:28
Clase
No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.
El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.
No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí y se reían.
El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.
Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.
-¿Señor Hemingway?
-¿Sí, qué pasa?
-Me gustaría cruzar los guantes con usted.
-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?
-No.
-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.
-Mire, estoy aquí para romperle el culo.
Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:
-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.
El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.
-¿Estás loco, chico? -me preguntó.
-No sé. Creo que no.
-Toma. Pruébate estos calzones.
-Bueno.
-Oh, oh... Son demasiado grandes.
-A la mierda. Están bien.
-Bueno, deja que te vende las manos.
-Nada de vendas.
-¿Nada de vendas?
-Nada de vendas.
-¿Y qué tal un protector para la boca?
-Nada de protectores.
-¿Y vas a pelear en zapatos?
-Voy a pelear en zapatos.
-¿Señor Hemingway?
-¿Sí, qué pasa?
-Me gustaría cruzar los guantes con usted.
-¿Tienes alguna experiencia en boxeo?
-No.
-Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.
-Mire, estoy aquí para romperle el culo.
Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tipo que estaba en el rincón:
-Ponle al chico unos calzones y unos guantes.
El tipo saltó fuera del ring y yo lo seguí hasta los vestuarios.
-¿Estás loco, chico? -me preguntó.
-No sé. Creo que no.
-Toma. Pruébate estos calzones.
-Bueno.
-Oh, oh... Son demasiado grandes.
-A la mierda. Están bien.
-Bueno, deja que te vende las manos.
-Nada de vendas.
-¿Nada de vendas?
-Nada de vendas.
-¿Y qué tal un protector para la boca?
-Nada de protectores.
-¿Y vas a pelear en zapatos?
-Voy a pelear en zapatos.
Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.
No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.
-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo...
-No me voy a caer -le dije al árbitro.
Siguieron otras instrucciones.
-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.
Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó con un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.
No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.
-Ahora, cuando caigas a la lona -me dijo el árbitro- yo...
-No me voy a caer -le dije al árbitro.
Siguieron otras instrucciones.
-Muy bien, vuelvan a sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese puro de la boca.
Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.
Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó con un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.
Un tipo vino con una toalla.
-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.
-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.
El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.
Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.
¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.
Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.
Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.
Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.
-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?
-Henry Chinaski.
-Nunca he oído hablar de ti -dijo.
-Ya oirás.
Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.
-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.
-Follar y beber.
-No, no -quiero decir en qué trabajas.
-Soy friegaplatos.
-¿Friegaplatos?
-Sí.
-¿Tienes alguna afición?
-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.
-¿Escribes?
-Sí.
-¿El qué?
-Relatos cortos. Son bastante buenos.
-¿Has publicado algo?
-No.
-¿Por qué?
-No lo he intentado.
-¿Dónde están tus historias?
-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.
-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.
-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.
La estrella de clase y alta sociedad se acercó:
-Él estará conmigo.
Luego me dijo:
-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que... hablar.
Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.
-¿Qué coño pasó?
-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.
Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.
-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.
-Estreché su mano -no te vueles los sesos.
Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.
El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.
-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.
Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.
-Tommy -dijo ella- desaparece.
Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.
-¿Quién era ese grandulón?
-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.
Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.
Entonces dijo:
-Vamos.
La seguí hasta el dormitorio.
A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.
-¿Señor Chinaski?
-¿Sí?
-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!
-¿Sólo de la década?
-Bueno, tal vez del siglo.
-Eso está mejor.
-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.
-Me lo creo -dije.
El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.
-El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.
-Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.
El tipo con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.
Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.
¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.
Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.
Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.
Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tipo.
-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te llamas?
-Henry Chinaski.
-Nunca he oído hablar de ti -dijo.
-Ya oirás.
Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de clase.
-¿Qué sueles hacer? -preguntó alguien.
-Follar y beber.
-No, no -quiero decir en qué trabajas.
-Soy friegaplatos.
-¿Friegaplatos?
-Sí.
-¿Tienes alguna afición?
-Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.
-¿Escribes?
-Sí.
-¿El qué?
-Relatos cortos. Son bastante buenos.
-¿Has publicado algo?
-No.
-¿Por qué?
-No lo he intentado.
-¿Dónde están tus historias?
-Allá arriba -señalé una vieja maleta de cartón.
-Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.
-Por mí de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.
La estrella de clase y alta sociedad se acercó:
-Él estará conmigo.
Luego me dijo:
-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que... hablar.
Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.
-¿Qué coño pasó?
-Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway -le dijo alguien.
Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.
-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.
-Estreché su mano -no te vueles los sesos.
Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.
El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.
-George -le dijo-. Tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.
Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.
-Tommy -dijo ella- desaparece.
Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.
-¿Quién era ese grandulón?
-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un coñazo.
Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.
Entonces dijo:
-Vamos.
La seguí hasta el dormitorio.
A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.
-¿Señor Chinaski?
-¿Sí?
-Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!
-¿Sólo de la década?
-Bueno, tal vez del siglo.
-Eso está mejor.
-Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.
-Me lo creo -dije.
El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.
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