Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 8 - Coalición contra la muerte - Supremacía de lo adjetivo - El diablo tranquilizado - Links a mas Cioran
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 8 - Coalicion contra la muerte - Supremacia de lo adjetivo - El diablo tranquilizado - Links a mas Cioran | Posted on 14:39
Coalición contra la muerte
¿Cómo imaginar la vida de los otros, si hasta la propia parece apenas concebible? Se encuentra a alguien, se le ve hundido en un mundo injustificado e impenetrable, en un amasijo de convicciones y deseos que se superponen a la realidad como un edificio mórbido. Habiéndose forjado un sistema de errores, sufre por motivos cuya nulidad espanta al espíritu y se entrega a valores cuya ridiculez salta a la vista. Sus empresas, ¿podrían parecer otra cosa que bagatelas, y la simetría febril de sus preocupaciones mejor fundada que una arquitectura de naderías? Al observador exterior, lo absoluto de cada vida se le revela intercambiable y todo destino, que sin embargo es inamovible en su esencia, arbitrario. Si nuestras convicciones nos parecen fruto de una frívola demencia, ¿cómo tolerar la pasión de los otros por sí mismos y por su propia multiplicación en la utopía de cada día? ¿Por qué necesidad éste se encierra en un mundo particular de predilecciones y aquél en otro?
Cuando sufrimos las confidencias de un amigo o de un desconocido, la revelación de sus secretos nos llena de estupor. ¿Debemos referir sus tormentos al drama o a la farsa? Eso depende por completo de las benevolencias o exasperaciones de nuestra fatiga. Puesto que cada destino no es sino un estribillo que se agita en torno a unas cuantas manchas de sangre, depende de nuestros humores ver en el proceso de sus sufrimientos un orden superfluo y entretenido o un pretexto de piedad.
Como es difícil aprobar las razones que invocan los existentes, cada vez que se separa uno de cualquiera de ellos la pregunta que viene al espíritu es invariablemente la misma: ¿cómo será que no se mata? Pues nada más natural que imaginar el suicidio de los otros. Cuando uno ha atisbado, por una intuición devastadora y fácilmente renovable, su propia inutilidad, es incomprensible que cualquier otro no haga lo mismo. ¡Suprimirse parece un acto tan claro y tan simple! ¿Por qué es tan raro, por qué todo el mundo lo elude? Es que, si la razón desautoriza el apetito de vivir, la nada que hace prolongar los actos es sin embargo de una fuerza superior a todos los absolutos; explica la coalición tácita de los mortales contra la muerte; no sólo es el símbolo de la existencia, sino la existencia misma; es el todo. Y esa nada, ese todo no puede dar un sentido a la vida, pero la hace al menos perseverar en lo que es: un estado de no suicidio.
¿Cómo imaginar la vida de los otros, si hasta la propia parece apenas concebible? Se encuentra a alguien, se le ve hundido en un mundo injustificado e impenetrable, en un amasijo de convicciones y deseos que se superponen a la realidad como un edificio mórbido. Habiéndose forjado un sistema de errores, sufre por motivos cuya nulidad espanta al espíritu y se entrega a valores cuya ridiculez salta a la vista. Sus empresas, ¿podrían parecer otra cosa que bagatelas, y la simetría febril de sus preocupaciones mejor fundada que una arquitectura de naderías? Al observador exterior, lo absoluto de cada vida se le revela intercambiable y todo destino, que sin embargo es inamovible en su esencia, arbitrario. Si nuestras convicciones nos parecen fruto de una frívola demencia, ¿cómo tolerar la pasión de los otros por sí mismos y por su propia multiplicación en la utopía de cada día? ¿Por qué necesidad éste se encierra en un mundo particular de predilecciones y aquél en otro?
Cuando sufrimos las confidencias de un amigo o de un desconocido, la revelación de sus secretos nos llena de estupor. ¿Debemos referir sus tormentos al drama o a la farsa? Eso depende por completo de las benevolencias o exasperaciones de nuestra fatiga. Puesto que cada destino no es sino un estribillo que se agita en torno a unas cuantas manchas de sangre, depende de nuestros humores ver en el proceso de sus sufrimientos un orden superfluo y entretenido o un pretexto de piedad.
Como es difícil aprobar las razones que invocan los existentes, cada vez que se separa uno de cualquiera de ellos la pregunta que viene al espíritu es invariablemente la misma: ¿cómo será que no se mata? Pues nada más natural que imaginar el suicidio de los otros. Cuando uno ha atisbado, por una intuición devastadora y fácilmente renovable, su propia inutilidad, es incomprensible que cualquier otro no haga lo mismo. ¡Suprimirse parece un acto tan claro y tan simple! ¿Por qué es tan raro, por qué todo el mundo lo elude? Es que, si la razón desautoriza el apetito de vivir, la nada que hace prolongar los actos es sin embargo de una fuerza superior a todos los absolutos; explica la coalición tácita de los mortales contra la muerte; no sólo es el símbolo de la existencia, sino la existencia misma; es el todo. Y esa nada, ese todo no puede dar un sentido a la vida, pero la hace al menos perseverar en lo que es: un estado de no suicidio.
Supremacía de lo adjetivo
Como no puede haber sino un número restringido de posiciones cara a los problemas últimos, el espíritu se encuentra limitado en su expansión por ese límite natural que es lo esencial, por esa imposibilidad de multiplicar indefinidamente las dificultades capitales: la historia se atarea únicamente en cambiar el rostro de una cantidad de interrogaciones y de soluciones. Lo que el espíritu inventa no es más que una serie de calificaciones nuevas; vuelve a bautizar los elementos o busca en sus léxicos epítetos menos usados para un mismo e inmutable dolor. Siempre se ha sufrido, pero el sufrimiento ha sido o «sublime» o «justo» o «absurdo», según la visión de conjunto que el momento filosófico mantenía. La desgracia constituye la trama de todo lo que respira; pero sus modalidades han evolucionado; han compuesto esa sucesión de apariencias irreductibles que inducen a cada existente a creer que es el primero en sufrir así. El orgullo de esta unicidad le incita a enamorarse de su propio mal y a hacerlo durar. En un mundo de sufrimientos, cada uno de ellos es solipsista con respecto a todos los otros. La originalidad de la desgracia es debida a la calidad verbal que la aísla en el conjunto de las palabras y las sensaciones...
Los calificativos cambian: ese cambio se llama progreso del espíritu. Suprimidlos todos: ¿qué quedaría de la civilización? La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad. Incluso Dios no vive más que por los adjetivos que se le añaden; esta es la razón de ser de la teología. Así, el hombre, calificando siempre diferentemente la monotonía de su infelicidad, no se justifica ante el espíritu más que por la búsqueda apasionada del nuevo adjetivo.
(Y sin embargo, esta búsqueda es lamentable. La miseria de la expresión, que es la miseria del espíritu, se manifiesta en la indigencia de las palabras, en su agotamiento y degradación: los atributos merced a los que determinamos las cosas y las sensaciones yacen finalmente ante nosotros como carroñas verbales. Y dirigimos miradas llenas de nostalgia al tiempo en el que no desprendían más que un olor a cerrado. Todo alejandrinismo proviene finalmente de la necesidad de airear las palabras, de prestar a su marchitamiento el suplemento de un refinamiento alerta; pero acaba en un agotamiento donde el espíritu y el verbo se confunden y descomponen. (Etapa idealmente postrera de una literatura y de una civilización: imaginemos un Valéry con el alma de un Nerón...)
Mientras nuestros sentidos frescos y nuestro corazón ingenuo se reencuentran y deleitan en el universo de las calificaciones, prosperan al azar del adjetivo, el cual, una vez disecado, se revela impropio y deficiente. Decimos del espacio, el tiempo y el sufrimiento que son infinitos; pero infinito no tiene más alcance que: hermoso, sublime, armonioso, feo... ¿Quiere uno restringirse a ver el fondo de las palabras? No se ve nada, pues éste, separado del alma expansiva y fértil, es vacío y nulo. El poder de la inteligencia se ejercita en proyectar sobre él un lustre, en pulirlo y hacerlo deslumbrante; este poder, erigido en sistema se llama cultura, fuego de artificio sobre un trasfondo de nada.)
Como no puede haber sino un número restringido de posiciones cara a los problemas últimos, el espíritu se encuentra limitado en su expansión por ese límite natural que es lo esencial, por esa imposibilidad de multiplicar indefinidamente las dificultades capitales: la historia se atarea únicamente en cambiar el rostro de una cantidad de interrogaciones y de soluciones. Lo que el espíritu inventa no es más que una serie de calificaciones nuevas; vuelve a bautizar los elementos o busca en sus léxicos epítetos menos usados para un mismo e inmutable dolor. Siempre se ha sufrido, pero el sufrimiento ha sido o «sublime» o «justo» o «absurdo», según la visión de conjunto que el momento filosófico mantenía. La desgracia constituye la trama de todo lo que respira; pero sus modalidades han evolucionado; han compuesto esa sucesión de apariencias irreductibles que inducen a cada existente a creer que es el primero en sufrir así. El orgullo de esta unicidad le incita a enamorarse de su propio mal y a hacerlo durar. En un mundo de sufrimientos, cada uno de ellos es solipsista con respecto a todos los otros. La originalidad de la desgracia es debida a la calidad verbal que la aísla en el conjunto de las palabras y las sensaciones...
Los calificativos cambian: ese cambio se llama progreso del espíritu. Suprimidlos todos: ¿qué quedaría de la civilización? La diferencia entre la inteligencia y la estupidez reside en el manejo del adjetivo, cuyo uso no diversificado constituye la banalidad. Incluso Dios no vive más que por los adjetivos que se le añaden; esta es la razón de ser de la teología. Así, el hombre, calificando siempre diferentemente la monotonía de su infelicidad, no se justifica ante el espíritu más que por la búsqueda apasionada del nuevo adjetivo.
(Y sin embargo, esta búsqueda es lamentable. La miseria de la expresión, que es la miseria del espíritu, se manifiesta en la indigencia de las palabras, en su agotamiento y degradación: los atributos merced a los que determinamos las cosas y las sensaciones yacen finalmente ante nosotros como carroñas verbales. Y dirigimos miradas llenas de nostalgia al tiempo en el que no desprendían más que un olor a cerrado. Todo alejandrinismo proviene finalmente de la necesidad de airear las palabras, de prestar a su marchitamiento el suplemento de un refinamiento alerta; pero acaba en un agotamiento donde el espíritu y el verbo se confunden y descomponen. (Etapa idealmente postrera de una literatura y de una civilización: imaginemos un Valéry con el alma de un Nerón...)
Mientras nuestros sentidos frescos y nuestro corazón ingenuo se reencuentran y deleitan en el universo de las calificaciones, prosperan al azar del adjetivo, el cual, una vez disecado, se revela impropio y deficiente. Decimos del espacio, el tiempo y el sufrimiento que son infinitos; pero infinito no tiene más alcance que: hermoso, sublime, armonioso, feo... ¿Quiere uno restringirse a ver el fondo de las palabras? No se ve nada, pues éste, separado del alma expansiva y fértil, es vacío y nulo. El poder de la inteligencia se ejercita en proyectar sobre él un lustre, en pulirlo y hacerlo deslumbrante; este poder, erigido en sistema se llama cultura, fuego de artificio sobre un trasfondo de nada.)
El diablo tranquilizado
¿Por qué Dios es tan incoloro, tan débil, tan mediocremente pintoresco? ¿Por qué carece de interés, de vigor y de actualidad y se nos parece tan poco? ¿Existe una imagen menos antropomórfica y más gratuitamente lejana? ¿Cómo hemos podido proyectar sobre él resplandores tan pálidos y fuerzas tan claudicantes? ¿A dónde han fluido nuestras energías, en dónde se han vertido nuestros deseos? ¿Quién ha absorbido entonces nuestro superávit de insolencia vital?
¿Nos volveremos hacia el Diablo? Pero no sabríamos dirigirle oraciones: adorarle sería rezar introspectivamente, rezarnos a nosotros. No se ora a la evidencia: lo exacto no es objeto de culto. Hemos colocado en nuestro doble todos nuestros atributos y, para realzarle con un semblante de solemnidad, le hemos vestido de negro: nuestras vidas y nuestras virtudes, de luto. Dotándole de maldad y de perseverancia, nuestras cualidades dominantes, nos hemos agotado para volverle tan vivo como sea posible; nuestras fuerzas se han consumido en forjar su imagen, en hacerla de arcilla, saltarina, inteligente, irónica y, sobre todo, mezquina. Las reservas de energías con las que contábamos para forjar a Dios se reducían a nada. Entonces recurrimos a la imaginación y a la poca sangre que nos quedaba: Dios no podía ser sino el fruto de nuestra anemia: una imagen tambaleante y raquítica. Es bueno, suave, sublime, justo. Pero, ¿quién se reconoce en esa mezcla fragante de agua de rosas relegada en la trascendencia? Un ser sin doblez carece de profundidad y de misterio; no esconde nada. Sólo la impureza es signo de realidad. Y si los santos no carecen completamente de interés, es que su sublimidad se mezcla con la novela y su eternidad se presta a la biografía; sus vidas indican que han abandonado el mundo por un género susceptible de cautivarnos de vez en cuando...
Porque rebosa vida, el Diablo no tienen ningún altar: el hombre se reconoce demasiado en él para adorarle; le detesta a sabiendas; se repudia y cultiva los atributos indigentes de Dios. Pero el Diablo no se queja y no aspira a fundar una religión: ¿no estamos nosotros aquí para precaverle de la inanición y el olvido?
¿Por qué Dios es tan incoloro, tan débil, tan mediocremente pintoresco? ¿Por qué carece de interés, de vigor y de actualidad y se nos parece tan poco? ¿Existe una imagen menos antropomórfica y más gratuitamente lejana? ¿Cómo hemos podido proyectar sobre él resplandores tan pálidos y fuerzas tan claudicantes? ¿A dónde han fluido nuestras energías, en dónde se han vertido nuestros deseos? ¿Quién ha absorbido entonces nuestro superávit de insolencia vital?
¿Nos volveremos hacia el Diablo? Pero no sabríamos dirigirle oraciones: adorarle sería rezar introspectivamente, rezarnos a nosotros. No se ora a la evidencia: lo exacto no es objeto de culto. Hemos colocado en nuestro doble todos nuestros atributos y, para realzarle con un semblante de solemnidad, le hemos vestido de negro: nuestras vidas y nuestras virtudes, de luto. Dotándole de maldad y de perseverancia, nuestras cualidades dominantes, nos hemos agotado para volverle tan vivo como sea posible; nuestras fuerzas se han consumido en forjar su imagen, en hacerla de arcilla, saltarina, inteligente, irónica y, sobre todo, mezquina. Las reservas de energías con las que contábamos para forjar a Dios se reducían a nada. Entonces recurrimos a la imaginación y a la poca sangre que nos quedaba: Dios no podía ser sino el fruto de nuestra anemia: una imagen tambaleante y raquítica. Es bueno, suave, sublime, justo. Pero, ¿quién se reconoce en esa mezcla fragante de agua de rosas relegada en la trascendencia? Un ser sin doblez carece de profundidad y de misterio; no esconde nada. Sólo la impureza es signo de realidad. Y si los santos no carecen completamente de interés, es que su sublimidad se mezcla con la novela y su eternidad se presta a la biografía; sus vidas indican que han abandonado el mundo por un género susceptible de cautivarnos de vez en cuando...
Porque rebosa vida, el Diablo no tienen ningún altar: el hombre se reconoce demasiado en él para adorarle; le detesta a sabiendas; se repudia y cultiva los atributos indigentes de Dios. Pero el Diablo no se queja y no aspira a fundar una religión: ¿no estamos nosotros aquí para precaverle de la inanición y el olvido?
Desgarradura:
El Inconveniente de Haber Nacido:
Breviario de podredumbre
Pensamiento
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