Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 9 - Los dominios de la vida - Dimisión - El animal indirecto - Links a mas Cioran
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 9 - Los dominios de la vida - Dimisión - El animal indirecto - Links a mas Cioran | Posted on 13:25
Los dominios de la vida
Si las veladas dominicales fueran prolongadas durante meses, ¿qué se haría de la humanidad emancipada del sudor, libre del peso de la primera maldición? La experiencia valdría la pena. Es más que probable que el crimen llegase a ser la única diversión, que el desenfreno pareciese candor, el aullido melodía y la mofa ternura. La sensación de la inmensidad del tiempo haría de cada segundo un intolerable suplicio, un pelotón de ejecución capital. En los corazones más llenos de poesía se instalarían un canibalismo estragado y una tristeza de hiena; los patíbulos y los verdugos languidecerían; las iglesias y los burdeles estallarían de suspiros. El universo transformado en tarde de domingo... es la definición del hastío y el fin del universo... Retirad la maldición suspendida sobre la Historia y ésta desaparece inmediatamente, lo mismo que la existencia, en la vacación absoluta, descubre su ficción. El trabajo construido en la nada forja y consolida los mitos; embriaguez elemental, excita y cultiva la creencia en la «realidad», pero la contemplación de la pura existencia, contemplación independiente de gestos y de objetos, no asimila más que lo que no es...
Los desocupados captan más cosas y son más profundos que los atareados: ninguna empresa limita su horizonte; nacidos en un eterno domingo, miran y miran mirar. La pereza es un escepticismo fisiológico, la duda de la carne. En un mundo transido de ociosidad, serían los únicos en no hacerse asesinos. Pero no forman parte de la humanidad y, puesto que el sudor no es su fuerte, viven sin sufrir las consecuencias de la Vida y del Pecado. No haciendo el bien ni el mal, desdeñan espectadores de la epilepsia humana las semanas del tiempo, los esfuerzos que asfixian la conciencia. ¿Qué deberían temer de una prolongación ilimitada de ciertas tardes, sino el pesar de haber sostenido evidencias groseramente elementales? Entonces, la exasperación en lo verdadero podría inducirles a imitar a los otros y a complacerse en la tentación envilecedora de las tareas. Tal es el peligro que amenaza a la pereza, supervivencia milagrosa del paraíso.
(La única función del amor es ayudarnos a soportar las veladas dominicales, crueles e inconmensurables, que nos hieren para el resto de la semana y para la eternidad.
Sin la seducción del espasmo ancestral, nos harían falta mil ojos para llantos ocultos, o, si no uñas para morder, uñas kilométricas... ¿Cómo matar de otra manera este tiempo que ya no transcurre? En estos domingos interminables, el dolor de ser se manifiesta plenamente. A veces uno llega a olvidarse en alguna cosa; pero ¿cómo olvidarse en el mundo mismo? Esta imposibilidad es la definición del dolor. El que esté aquejado por él no se curará nunca, aun cuando el universo cambiara completamente. Sólo su corazón debería cambiar, pero es inmodificable; también para él, existir no tiene más que un sentido: zambullirse en el sufrimiento, hasta que el ejercicio de una cotidiana nirvanización le eleve a la percepción de la irrealidad... )
Dimisión
Fue en la sala de espera de un hospital: una vieja me contaba sus males... Las controversias de los hombres, los huracanes de la historia, naderías a sus ojos: sólo su mal reinaba en el espacio y en la duración. «No puedo comer, no puedo dormir, tengo miedo, debe haber pus», peroraba, acariciándose la mandíbula con más interés que si la suerte del mundo dependiese de ello. Este exceso de atención a sí misma por parte de una comadre decrépita me dejó en primer término indeciso entre el espanto y el desánimo; después, abandoné el hospital antes de que llegase mi vez, decidido a renunciar para siempre a mis dolores...
«Cincuenta y nueve segundos de cada uno de mis minutos, rumiaba a través de las calles, fueron dedicados al sufrimiento o a... la idea de sufrimiento. ¡Que no haya tenido una vocación de piedra! El corazón: origen de todos los suplicios... Aspiro a ser objeto... a la bendición de la materia y la opacidad. El ir y venir de un moscardón me parece una empresa apocalíptica. Es un pecado salir de sí mismo... ¡El viento, locura del aire! ¡La música, locura del silencio! Capitulando ante la vida, este mundo ha delinquido contra la nada... Dimito del movimiento y de mis sueños; ¡Ausencia! Tú serás mi única gloria... ¡Que el «deseo» sea por siempre tachado de los diccionarios y de las almas! Retrocedo ante la farsa vertiginosa de los mañanas que se suceden. Y aun guardando todavía algunas esperanzas, he perdido para siempre la facultad de esperar.
El animal indirecto
Se llega a un auténtico desconcierto cuando se piensa continuamente, por una obsesión radical, que el hombre existe, que es lo que es y que no puede ser otro. Pero lo que es, mil definiciones lo denuncian y ninguna se impone: cuanto más arbitrarias son, más válidas parecen. El absurdo más alado y la banalidad más gravosa le convienen semejantemente. La infinidad de sus atributos componen el ser más impreciso que podamos concebir. Mientras que los animales van directamente a su fin, él se pierde en rodeos; es el animal indirecto por excelencia. Sus reflejos improbables de cuyo relajamiento resulta la conciencia le transforman en un convaleciente que aspira a la enfermedad. Nada en él es sano, salvo el hecho de haberlo sido. Sea ángel que perdió sus alas o mono que extravió su pelo, no ha podido emerger del anonimato de las criaturas más que gracias a los eclipses de su salud. Su sangre mal compuesta ha permitido la infiltración de incertidumbres, de esbozos de problemas; su vitalidad mal dispuesta, la intrusión de puntos de interrogación y de signos de admiración. ¿Cómo definir el virus que, royendo su somnolencia, le ha agobiado de vigilias en medio de la siesta de los seres? ¿Qué gusano se apoderó de su reposo, qué agente primitivo del conocimiento le obligó al retraso de los actos, al refrenamiento de los deseos? ¿Quién introdujo la primera languidez en su ferocidad? Salido del informe montón de los otros vivientes, se ha creado una confusión más sutil, ha explotado con minucia los males de una vida arrancada de sí misma. De todo lo que ha emprendido para curarse de sí mismo, se ha formado una enfermedad más extraña: su «civilización» no es más que el esfuerzo para encontrar remedios a un estado incurable y deseado. El espíritu se aja al acercarse la salud: el hombre es inválido o no es. Cuando, tras haber pensado en todo, piensa en sí mismo pues no llega hasta este punto más que por el rodeo del universo y como último problema que se plantea queda sorprendido y confuso. Pero continúa prefiriendo su propio fracaso a la naturaleza que fracasa eternamente en la salud.
(Desde Adán, todo el esfuerzo de los hombres ha sido por modificar al hombre. Los intentos de reforma y de pedagogía, ejercidos a expensas de los datos irreductibles, desnaturan el pensamiento y falsifican su devenir. El conocimiento no tiene enemigo más encarnizado que el instinto educador, optimista y virulento, al cual los filósofos no sabrían escapar: ¿cómo permanecerían indemnes sus sistemas? Salvo lo Irremediable, todo es falso; falsa esta civilización que quiere combatirlo, falsas las verdades de las que se arma.
A excepción de los escépticos antiguos y de los moralistas franceses, sería difícil citar un solo espíritu cuyas teorías, secreta o explícitamente, no tiendan a modelar al hombre. Pero éste subsiste inalterado, aunque ha seguido el desfile de nobles preceptos, propuestos a su curiosidad, ofrecidos a su ardor y a su ofuscamiento. Mientras que todos los seres tienen su lugar en la naturaleza, él continúa siendo una criatura metafísicamente divagante, perdida en la Vida, insólita en la Creación. Nadie ha encontrado un fin válido a la historia; pero todo el mundo ha propuesto alguno; y hay un pulular de fines tan divergentes y fantasiosos que la idea de finalidad se ha anulado y se desvanece como irrisorio artículo del espíritu.
Cada uno sufre en su carne esta unidad de desastre que es el fenómeno hombre. Y el único sentido del tiempo es multiplicar esas unidades, aumentar indefinidamente esos sufrimientos verticales que se apoyan sobre una pizca de materia, sobre el orgullo de un nombre propio y sobre una soledad inapelable.)
Si las veladas dominicales fueran prolongadas durante meses, ¿qué se haría de la humanidad emancipada del sudor, libre del peso de la primera maldición? La experiencia valdría la pena. Es más que probable que el crimen llegase a ser la única diversión, que el desenfreno pareciese candor, el aullido melodía y la mofa ternura. La sensación de la inmensidad del tiempo haría de cada segundo un intolerable suplicio, un pelotón de ejecución capital. En los corazones más llenos de poesía se instalarían un canibalismo estragado y una tristeza de hiena; los patíbulos y los verdugos languidecerían; las iglesias y los burdeles estallarían de suspiros. El universo transformado en tarde de domingo... es la definición del hastío y el fin del universo... Retirad la maldición suspendida sobre la Historia y ésta desaparece inmediatamente, lo mismo que la existencia, en la vacación absoluta, descubre su ficción. El trabajo construido en la nada forja y consolida los mitos; embriaguez elemental, excita y cultiva la creencia en la «realidad», pero la contemplación de la pura existencia, contemplación independiente de gestos y de objetos, no asimila más que lo que no es...
Los desocupados captan más cosas y son más profundos que los atareados: ninguna empresa limita su horizonte; nacidos en un eterno domingo, miran y miran mirar. La pereza es un escepticismo fisiológico, la duda de la carne. En un mundo transido de ociosidad, serían los únicos en no hacerse asesinos. Pero no forman parte de la humanidad y, puesto que el sudor no es su fuerte, viven sin sufrir las consecuencias de la Vida y del Pecado. No haciendo el bien ni el mal, desdeñan espectadores de la epilepsia humana las semanas del tiempo, los esfuerzos que asfixian la conciencia. ¿Qué deberían temer de una prolongación ilimitada de ciertas tardes, sino el pesar de haber sostenido evidencias groseramente elementales? Entonces, la exasperación en lo verdadero podría inducirles a imitar a los otros y a complacerse en la tentación envilecedora de las tareas. Tal es el peligro que amenaza a la pereza, supervivencia milagrosa del paraíso.
(La única función del amor es ayudarnos a soportar las veladas dominicales, crueles e inconmensurables, que nos hieren para el resto de la semana y para la eternidad.
Sin la seducción del espasmo ancestral, nos harían falta mil ojos para llantos ocultos, o, si no uñas para morder, uñas kilométricas... ¿Cómo matar de otra manera este tiempo que ya no transcurre? En estos domingos interminables, el dolor de ser se manifiesta plenamente. A veces uno llega a olvidarse en alguna cosa; pero ¿cómo olvidarse en el mundo mismo? Esta imposibilidad es la definición del dolor. El que esté aquejado por él no se curará nunca, aun cuando el universo cambiara completamente. Sólo su corazón debería cambiar, pero es inmodificable; también para él, existir no tiene más que un sentido: zambullirse en el sufrimiento, hasta que el ejercicio de una cotidiana nirvanización le eleve a la percepción de la irrealidad... )
Dimisión
Fue en la sala de espera de un hospital: una vieja me contaba sus males... Las controversias de los hombres, los huracanes de la historia, naderías a sus ojos: sólo su mal reinaba en el espacio y en la duración. «No puedo comer, no puedo dormir, tengo miedo, debe haber pus», peroraba, acariciándose la mandíbula con más interés que si la suerte del mundo dependiese de ello. Este exceso de atención a sí misma por parte de una comadre decrépita me dejó en primer término indeciso entre el espanto y el desánimo; después, abandoné el hospital antes de que llegase mi vez, decidido a renunciar para siempre a mis dolores...
«Cincuenta y nueve segundos de cada uno de mis minutos, rumiaba a través de las calles, fueron dedicados al sufrimiento o a... la idea de sufrimiento. ¡Que no haya tenido una vocación de piedra! El corazón: origen de todos los suplicios... Aspiro a ser objeto... a la bendición de la materia y la opacidad. El ir y venir de un moscardón me parece una empresa apocalíptica. Es un pecado salir de sí mismo... ¡El viento, locura del aire! ¡La música, locura del silencio! Capitulando ante la vida, este mundo ha delinquido contra la nada... Dimito del movimiento y de mis sueños; ¡Ausencia! Tú serás mi única gloria... ¡Que el «deseo» sea por siempre tachado de los diccionarios y de las almas! Retrocedo ante la farsa vertiginosa de los mañanas que se suceden. Y aun guardando todavía algunas esperanzas, he perdido para siempre la facultad de esperar.
El animal indirecto
Se llega a un auténtico desconcierto cuando se piensa continuamente, por una obsesión radical, que el hombre existe, que es lo que es y que no puede ser otro. Pero lo que es, mil definiciones lo denuncian y ninguna se impone: cuanto más arbitrarias son, más válidas parecen. El absurdo más alado y la banalidad más gravosa le convienen semejantemente. La infinidad de sus atributos componen el ser más impreciso que podamos concebir. Mientras que los animales van directamente a su fin, él se pierde en rodeos; es el animal indirecto por excelencia. Sus reflejos improbables de cuyo relajamiento resulta la conciencia le transforman en un convaleciente que aspira a la enfermedad. Nada en él es sano, salvo el hecho de haberlo sido. Sea ángel que perdió sus alas o mono que extravió su pelo, no ha podido emerger del anonimato de las criaturas más que gracias a los eclipses de su salud. Su sangre mal compuesta ha permitido la infiltración de incertidumbres, de esbozos de problemas; su vitalidad mal dispuesta, la intrusión de puntos de interrogación y de signos de admiración. ¿Cómo definir el virus que, royendo su somnolencia, le ha agobiado de vigilias en medio de la siesta de los seres? ¿Qué gusano se apoderó de su reposo, qué agente primitivo del conocimiento le obligó al retraso de los actos, al refrenamiento de los deseos? ¿Quién introdujo la primera languidez en su ferocidad? Salido del informe montón de los otros vivientes, se ha creado una confusión más sutil, ha explotado con minucia los males de una vida arrancada de sí misma. De todo lo que ha emprendido para curarse de sí mismo, se ha formado una enfermedad más extraña: su «civilización» no es más que el esfuerzo para encontrar remedios a un estado incurable y deseado. El espíritu se aja al acercarse la salud: el hombre es inválido o no es. Cuando, tras haber pensado en todo, piensa en sí mismo pues no llega hasta este punto más que por el rodeo del universo y como último problema que se plantea queda sorprendido y confuso. Pero continúa prefiriendo su propio fracaso a la naturaleza que fracasa eternamente en la salud.
(Desde Adán, todo el esfuerzo de los hombres ha sido por modificar al hombre. Los intentos de reforma y de pedagogía, ejercidos a expensas de los datos irreductibles, desnaturan el pensamiento y falsifican su devenir. El conocimiento no tiene enemigo más encarnizado que el instinto educador, optimista y virulento, al cual los filósofos no sabrían escapar: ¿cómo permanecerían indemnes sus sistemas? Salvo lo Irremediable, todo es falso; falsa esta civilización que quiere combatirlo, falsas las verdades de las que se arma.
A excepción de los escépticos antiguos y de los moralistas franceses, sería difícil citar un solo espíritu cuyas teorías, secreta o explícitamente, no tiendan a modelar al hombre. Pero éste subsiste inalterado, aunque ha seguido el desfile de nobles preceptos, propuestos a su curiosidad, ofrecidos a su ardor y a su ofuscamiento. Mientras que todos los seres tienen su lugar en la naturaleza, él continúa siendo una criatura metafísicamente divagante, perdida en la Vida, insólita en la Creación. Nadie ha encontrado un fin válido a la historia; pero todo el mundo ha propuesto alguno; y hay un pulular de fines tan divergentes y fantasiosos que la idea de finalidad se ha anulado y se desvanece como irrisorio artículo del espíritu.
Cada uno sufre en su carne esta unidad de desastre que es el fenómeno hombre. Y el único sentido del tiempo es multiplicar esas unidades, aumentar indefinidamente esos sufrimientos verticales que se apoyan sobre una pizca de materia, sobre el orgullo de un nombre propio y sobre una soledad inapelable.)
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