Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 6 - Primera parte - Lo prohibido y la transgresión - Cap VI - Matar, cazar, hacer la guerra - Links a mas Filosofia
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 6 - Primera parte - Lo prohibido y la transgresión - Cap VI - Matar. cazar. hacer la guerra - Links a mas Filosofia | Posted on 14:11
Georges Bataille
Francia
Francia
Capítulo VI
Matar, cazar, hacer la guerra
El canibalismo
Más acá de la transgresión indefinida, de carácter excepcional, las prohibiciones son banalmente violadas de acuerdo con unas reglas previstas y organizadas por ritos o, cuando menos, por costumbres.
El juego alternativo de lo prohibido y la transgresión aparece muy claro en el erotismo. Sin el ejemplo del erotismo, sería difícil tener una justa impresión de ese juego. Y, recíprocamente, sería imposible tener una visión coherente del erotismo sin partir de ese juego alternativo que, en su conjunto, caracteriza la religiosidad. Pero antes de hablar de todo eso, me referiré a la muerte.
Hay algo digno de ser mencionado, y es que a la prohibición de que son objeto los muertos no le responde un deseo que se oponga al horror. A primera vista, los objetos sexuales son ocasión para una continua alternancia entre repulsión y atracción; y, en consecuencia, entre la prohibición y su levantamiento. Freud fundamentó su interpretación de lo prohibido sobre la necesidad primitiva de oponer una barrera protectora al exceso de unos deseos referidos a objetos de evidente debilidad. Cuando habla de la prohibición que se opone al contacto del cadáver, debe representarse el tabú que protegía al muerto refiriéndolo al deseo que otros tenían de comérselo. Se trata de un deseo que para nosotros ya no es vigente; nunca lo experimentamos como tal. Pero la vida de las sociedades arcaicas presenta en efecto la alternancia de la prohibición y del levantamiento de la prohibición en el canibalismo. El hombre, que nunca es considerado un animal de matadero, con frecuencia es comido siguiendo unas reglas religiosas. Quien consume su carne no ignora la prohibición de que es objeto ese consumo; pero no por ello deja de violar religiosamente esa prohibición, que considera fundamental. El ejemplo significativo se da en la comida en comunión que sigue al sacrificio. En este caso, la carne humana que se come se considera sagrada; estamos, pues, lejos de un retorno a la ignorancia animal de lo prohibido. El deseo ya no se refiere aquí al objeto anhelado por un animal indiferente: el objeto es «prohibido», es sagrado; y lo que lo designó para el deseo es precisamente la prohibición que pesa sobre él. El canibalismo sagrado es el ejemplo elemental de la prohibición creadora de deseo; que sea prohibida no le da otro sabor a la carne, pero ésa es la razón por la que el «piadoso» caníbal la consume. Volveremos a encontrar en el erotismo esta creación paradójica del valor de atracción a través de lo prohibido.
El duelo, la vendetta y la guerra
Si el deseo de comer hombre nos es profundamente extraño, no sucede lo mismo con el deseo de matar. No todos lo experimentamos, pero ¿quién se atrevería a pensar que no se mantiene entre la gente tan real, si no tan exigente, como el hambre sexual? La frecuencia, a través de la historia, de las matanzas inútiles nos hace sensible el hecho de que en todo hombre existe un matador posible. El deseo de matar se sitúa en relación con la prohibición de dar muerte del mismo modo que el deseo de una actividad sexual cualquiera se sitúa respecto del complejo de prohibiciones que la limita. La actividad sexual sólo está prohibida en determinados casos, y lo mismo sucede con el acto de dar muerte. Si bien la prohibición de dar muerte es más grave y más general que las prohibiciones sexuales, se limita igual que ellas a reducir la posibilidad de matar en determinadas situaciones. Se formula con una simplicidad contundente: «No matarás». Y, ciertamente, esta prohibición es universal, pero es evidente que ahí se sobreentiende: «excepto en caso de guerra, o en otras situaciones más o menos previstas por el cuerpo social». Hasta el punto que esa prohibición es casi perfectamente paralela a la sexual, que se enuncia: «No cometerás adulterio»; a la cual se añade evidentemente: «excepto en ciertos casos previstos por la costumbre».
El acto de dar muerte es admisible en el duelo, en la vendetta y en la guerra.
Dar la muerte es un acto criminal en el asesinato. El asesinato corresponde a la ignorancia o a la negligencia de lo prohibido. El duelo, la vendetta y la guerra violan una prohibición que es conocida, pero es una violación conforme a una regla. El duelo refinado moderno —donde al final lo prohibido vence a la transgresión— tiene poco que ver con la humanidad primitiva, que sólo consideró la prohibición desde un punto de vista religioso. Primitivamente, el duelo no debió de tener el aspecto individualizado que ha tenido a partir de la Edad Media. Al comienzo, el duelo fue una forma que podía tomar la guerra cuando las poblaciones hostiles se remitían al valor de sus campeones, los cuales, tras un desafío formulado según las reglas, se encontraban en un combate singular. Ese combate singular se daba como espectáculo a la masa de quienes habían estado dispuestos a matarse entre sí colectivamente.
La vendetta, como el duelo, tiene sus reglas. Es, a fin de cuentas, una guerra en la cual los campos no están determinados por el hecho de habitar un territorio, sino por la pertenencia a un clan. La vendetta no está menos sometida que el duelo o que la guerra a unas reglas meticulosas.
La caza y la expiación de la muerte dada a un animal
En el duelo y en la vendetta —y en la guerra, de la que hablaremos más adelante— la muerte de la que se trata es la del hombre. Pero la ley que prohíbe matar es previa a esa oposición, en la que el hombre se distinguió de los animales de gran tamaño. En efecto, esta distinción es tardía. Al comienzo, el hombre se consideró semejante al animal; y éste es aún el punto de vista de los «pueblos cazadores», de costumbres arcaicas. En estas condiciones, la caza arcaica o primitiva era, al igual que el duelo, la vendetta o la guerra, una forma de transgresión.
No obstante, hay una profunda diferencia: al parecer, en la época de los hombres más antiguos, los más cercanos a la animalidad, éstos no mataban a sus semejantes.1
Pero en esa misma época, en cambio, debía de ser habitual la caza de los demás animales. Podríamos decirnos que la caza es el resultado de un trabajo, y que sólo fue posible tras la fabricación de herramientas y de armas de piedra. Ahora bien, aunque la prohibición generalizada fuera consecuencia del trabajo, eso no pudo producirse tan rápidamente como para que no debamos suponer un largo tiempo durante el cual la caza se desarrolló sin que la prohibición de matar al animal dejase su impronta en la conciencia humana. Sea como fuere, no podemos pensar en un reino de la prohibición sino tras una transgresión resuelta, a la que hubiera seguido un retorno a la caza. El carácter de lo prohibido que aparece en la prohibición de la caza es por lo demás un carácter general de toda prohibición. Insisto sobre el hecho de que, de manera global, existe una prohibición de la actividad sexual. No es cosa sencilla tener una clara visión de esto sin considerar la prohibición de que es objeto la caza entre los pueblos cazadores. La prohibición no significa por fuerza una abstención, sino su práctica a título de transgresión. Ni la caza ni la actividad sexual pudieron ser prohibidas de hecho. La prohibición no puede suprimir las actividades que requiere la vida, pero puede conferirles el sentido de la transgresión religiosa. La prohibición las somete a unos límites, regula sus formas. Puede también imponer una expiación a quien se hace culpable de ellas. Por el hecho de dar la muerte, el cazador o el guerrero que mataba era sagrado. Para volver a entrar en la sociedad profana, debían lavarse esa mancha, tenían que purificarse. Los ritos de expiación tenían como fin purificar al cazador, al guerrero. Las sociedades arcaicas nos han familiarizado con ejemplos de estos ritos.
Los prehistoriadores suelen dar a las pinturas de las cuevas el sentido de una operación mágica. Los animales representados, objetos anhelados por los cazadores, habrían sido plasmados ahí con la esperanza de que la imagen del deseo lo realizase efectivamente. Pero no estoy muy seguro de ello. La atmósfera secreta, religiosa, de las cuevas ¿no podría corresponder al carácter religioso de transgresión que llegó a tener ciertamente la caza? Al juego de la transgresión le habría respondido el juego de la figuración. Sería difícil dar una prueba de ello. Pero si los prehistoriadores se situaran en la perspectiva que supone la alternativa entre lo prohibido y la transgresión, si se dieran cuenta claramente del carácter sagrado de los animales en la muerte que les es dada, cierta pobreza que, en la hipótesis de la figuración mágica, quizá les deja incomodados, sería sustituida, así lo creo, por un modo de ver más conforme a la importancia de la religión en la génesis del hombre. Las imágenes de las cuevas habrían tenido como fin figurar el momento en que, al aparecer el animal, el acto necesario de darle muerte, al mismo tiempo que era condenable, revelaba la ambigüedad religiosa de la vida: de la vida que el hombre angustiado rechaza y que, no obstante, lleva a cabo en la superación maravillosa de su rechazo. Esta hipótesis descansa en el hecho de que la expiación consecutiva al acto de matar un animal es una regla entre los pueblos cuya vida es sin duda semejante a la de los pintores rupestres. Y tiene además esta hipótesis el mérito de proponer una interpretación coherente de la pintura del pozo de Lascaux, donde un bisonte moribundo está frente al hombre que acaso lo ha herido, y al cual el pintor dio el aspecto de un muerto. El tema de esta famosa pintura, que suscitó explicaciones contradictorias, numerosas y frágiles, sería el de la expiación que sigue al acto de dar la muerte.2
Cuando menos, esta manera de ver no deja de tener el mérito de sustituir la interpretación mágica (utilitaria), evidentemente pobre, de las imágenes de las cuevas, por una interpretación religiosa más de acuerdo con el carácter de juego supremo que caracteriza generalmente la obra del arte y al cual responde la apariencia de esas pinturas prodigiosas que nos han llegado desde las épocas más antiguas.
El más antiguo testimonio de la guerra
De todos modos debemos ver en la caza una forma de transgresión primitiva, aparentemente previa a la guerra, que los hombres de las cuevas pintadas en la región «franco-cantábrica», cuya existencia cubre todo el paleolítico superior, no parecen haber conocido. La guerra, cuando menos, no habría tenido para esos hombres, que verdaderamente fueron nuestros primeros semejantes, la importancia de primer plano que llegó a tener luego. En efecto, esos primeros hombres recuerdan a esos esquimales que, en su mayoría, vivieron hasta nuestros días en la ignorancia de la guerra.
Fueron los hombres de las pinturas rupestres del Levante español quienes primero figuraron la guerra. Al parecer, una parte de sus pinturas data de fines del paleolítico superior, y otra parte de la época siguiente. Hacia el final del paleolítico superior, hace unos quince o diez mil años, la guerra comenzó a organizar la transgresión que, oponiéndose en principio a la matanza de los animales por considerarlos idénticos a los hombres, se oponía también al acto de dar muerte al hombre mismo.
Al igual que las prohibiciones vinculadas con la muerte, la transgresión de esas prohibiciones dejó, como vemos, indicios de algo muy lejano. Ya lo dijimos más arriba, las prohibiciones sexuales y su transgresión no nos son conocidas con evidencia más que a partir de los tiempos históricos. Existen diversas razones para hablar en primer lugar, en un trabajo dedicado al erotismo, de la transgresión en general y, más en particular, de la de la prohibición que se opone al acto de dar la muerte. Sin referirnos al conjunto no podríamos captar el sentido de los movimientos eróticos. Son movimientos que desconciertan; y no podríamos seguirlos sin fijarnos bien desde el comienzo en sus efectos contradictorios en un terreno en el que se dan más claramente y desde más antiguo.
Por lo demás, las pinturas del Levante español sólo demuestran la antigüedad de la guerra que organizaba la lucha entre dos conjuntos, el uno contra el otro. Pero, sobre la guerra, disponemos generalmente de abundantes datos antiguos. En sí misma, la lucha de dos conjuntos implica un mínimo de reglas. La primera regla evidentemente se refiere a la delimitación de los conjuntos hostiles y a la declaración previa de la hostilidad. Conocemos explícitamente las reglas para la «declaración de guerra» entre pueblos arcaicos. La decisión interna del agresor podía bastar; en este caso, la agresión sorprendía al adversario. Pero en general pareció más conforme al espíritu transgresor prevenir la agresión de forma ritual. Luego, por su parte, la guerra podía desarrollarse según reglas. Y el carácter de la guerra arcaica recuerda al de la fiesta. Y la misma guerra moderna no está nunca lejos de esta paradoja. El gusto por los vestidos guerreros magníficos y vistosos es arcaico. En efecto, primitivamente, la guerra parece un lujo. No es un medio para incrementar mediante la conquista las riquezas de un soberano o de un pueblo; la guerra primitiva es una exuberancia agresiva, y mantiene la largueza de esa exuberancia.
La oposición entre la forma ritual de la guerra y su forma calculada
Los uniformes militares han mantenido esta tradición hasta nuestros días, en los que es más importante la preocupación por no señalar a los combatientes al fuego del enemigo. Pero la preocupación por reducir a un mínimo las pérdidas es extraño al espíritu inicial de la guerra. En general, la transgresión de lo prohibido tomó el sentido de un fin. Podía ser, subsidiariamente, el medio para algún otro fin; pero, para empezar, era un fin en sí misma. Cabe pensar que la guerra, que no por ello fue menos cruel, obedeció al comienzo a unas preocupaciones semejantes a las que salen a la luz en la ejecución de los ritos. La evolución de las guerras en tiempos de la China feudal, anterior a nuestra era, es representada de esta manera: «La guerra de baronía comienza por un desafío. Unos valientes, enviados por su señor, van a suicidarse heroicamente ante el señor rival; o bien un carro de guerra corre a toda marcha a insultar las puertas de la ciudad enemiga. Luego viene la contienda entre carros, en la que los señores, antes de matarse entre sí, rivalizan en cortesía (...)».3 Los aspectos arcaicos de las guerras homéricas tienen un carácter universal. Se trataba de un verdadero juego, pero cuyos resultados eran tan graves que muy pronto el cálculo superó la observación de las reglas del juego. La historia de China lo precisa así: «(...) a medida que avanzamos, se pierden esas costumbres caballerescas. La que fuera antigua guerra de caballería degenera en una lucha sin piedad, en un choque de masas en el que toda la población de una provincia es lanzada contra las poblaciones vecinas».
De hecho, la guerra siempre osciló entre la prioridad de observar unas reglas que responden al deseo de obtener un fin válido en sí mismo, y el resultado político esperado. En nuestros días, en los medios especializados, se hallan enfrentadas dos escuelas. Clausewitz se opuso a los militares de tradición caballeresca poniendo de relieve la necesidad de destruir sin piedad las fuerzas del adversario. «La guerra», escribe, «es un acto de violencia, y no hay límites para la manifestación de esa violencia.»4 Es cierto que, en conjunto, una tendencia como ésa, que parte de un pasado ritual cuya fascinación no dejó de actuar sobre la vieja escuela, fue tomando lentamente la delantera en el mundo moderno. No debemos confundir, en efecto, la humanización de la guerra con su tradición fundamental. Hasta cierto punto, las exigencias de la guerra han dejado su lugar al desarrollo del derecho de gentes. El espíritu de las reglas tradicionales pudo favorecer el desarrollo, pero esas reglas no respondían a la preocupación moderna por limitar las pérdidas de los combates o los sufrimientos de los combatientes. La transgresión de la prohibición era, en efecto, limitada, pero formalmente. En general no se desencadenaba el impulso agresivo, debían darse ciertas condiciones, había que observar meticulosamente las reglas; pero, una vez desencadenado, el furor tomaba su libre curso.
La crueldad vinculada con el carácter organizado de la guerra
La guerra, diferente de la violencia animal, desarrolló una crueldad de la que las alimañas son incapaces. En particular el combate, seguido generalmente por el aniquilamiento de los adversarios, preludiaba banalmente el suplicio dado a los prisioneros. Esta crueldad es el aspecto específicamente humano de la guerra. Tomo de Maurice Davie estas características horribles:
«En África se suele torturar y matar a los prisioneros de guerra, o se los deja morir de hambre. Entre los pueblos de habla tchi, los prisioneros son tratados con un sorprendente salvajismo. Los hombres, las mujeres y los niños —madres con sus bebés a la espalda, con otros pequeños que aún apenas caminan— son desnudados y atados con cuerdas alrededor del cuello en grupos de diez o quince; a cada prisionero, además, se le sujetan las manos a un grueso bloque de madera que deben portar sobre la cabeza. Así trabados, e insuficientemente alimentados, hasta reducirlos al estado de esqueletos, se los obliga, un mes tras otro, a seguir al ejército victorioso; sus brutales guardianes los tratan con extrema crueldad; y, si los vencedores sufren algún revés, son eliminados inmediatamente y sin distinción, por miedo a que recobren la libertad. Ramseyer y Kühne mencionan el caso de un prisionero —un nativo de Accra— que fue "puesto en el tronco", es decir, atado a un árbol cortado con ayuda de un garfio de hierro alrededor del pecho; luego fue mal alimentado durante cuatro meses, hasta que murió a consecuencia de esos malos tratos. En otra ocasión, los mismos exploradores observaron entre los prisioneros a un pobre niño enclenque que, cuando le ordenaron que se levantara, "se irguió penosamente y mostró una osamenta deteriorada en la que eran visibles todos los huesos". La mayor parte de los prisioneros eran sólo esqueletos ambulantes. Un niño estaba tan demacrado por las privaciones que, cuando se sentaba, casi volvía a caer de rodillas. Otro, igualmente descarnado, tenía una tos parecida al estertor de la agonía; otro niño, más joven, estaba tan débil por falta de alimentación que no podía tenerse en pie. Los achantis se sorprendían cuando observaban a los misioneros conmovidos por ese espectáculo; una vez, éstos intentaron dar de comer a algunos niños hambrientos, pero los guardias los apartaron brutalmente. En Dahomey (...) niegan todo auxilio a los prisioneros heridos, y todos los prisioneros que no están destinados a la esclavitud son mantenidos en un estado de semiinanición que los reduce en poco tiempo al estado de esqueletos (...). La mandíbula inferior es un trofeo muy apreciado (...) y muy a menudo es arrancada a los enemigos heridos aún vivos (...). Las escenas que seguían al saqueo de una fortaleza en las islas Fidji son demasiado horrorosas para ser descritas con detalle. Uno de los rasgos menos atroces es que no se respetaba ni el sexo ni la edad. Innumerables mutilaciones, practicadas a veces sobre víctimas vivas, actos de crueldad mezclada con pasión sexual hacían que el suicidio fuese preferible a la captura. Con el fatalismo innato al carácter melanesio, muchos vencidos ni siquiera intentan huir, sino que inclinan pasivamente la cabeza bajo el peso del garrote. Si eran lo bastante desgraciados como para haber caído prisioneros vivos, su suerte era siniestra. Los llevaban hasta el poblado central, donde eran entregados a chicos jóvenes de alto rango que ingeniaban maneras de torturarlos; a veces, después de dejarlos aturdidos con un golpe de maza, los introducían en hornos calientes y, cuando el calor les devolvía la conciencia del dolor, sus convulsiones frenéticas hacían prorrumpir en risas a los espectadores (...)».5
La violencia, que en sí misma no es cruel, es, en la transgresión, obra de un ser que la organiza. No es por fuerza erótica, pero puede derivar hacia otras formas de violencia organizadas por la transgresión. Al igual que la crueldad, el erotismo es algo meditado. La crueldad y el erotismo se ordenan en el espíritu poseído por la resolución de ir más allá de los límites de lo prohibido. Esta resolución no es general, pero siempre es posible deslizarse de un ámbito al otro; se trata de territorios vecinos, fundados ambos en la ebriedad de escapar resueltamente al poder de la prohibición. La resolución es tanto más eficaz cuanto que se reserva el retorno a la estabilidad sin la cual el juego sería imposible; esto supone que, a la vez que se da el desbordamiento, se prevé la retirada de las aguas. Es admisible el paso de un ámbito al otro en la medida en que no pone en juego los marcos fundamentales.
La crueldad puede derivar hacia el erotismo y, del mismo modo, llegado el caso, una matanza de prisioneros puede tener como fin el canibalismo. Pero, en la guerra, el retorno a la animalidad, el olvido definitivo de los límites, es inconcebible. Siempre subsiste una reserva que afirma el carácter humano de una violencia que no por ello deja de ser desenfrenada. Y sin embargo, esos guerreros delirantes y sedientos de sangre no se masacran entre sí. Esta regla, que organiza básicamente el furor, es intangible. De una manera parecida, la prohibición sostenida del canibalismo suele coincidir con el desencadenamiento de las pasiones más inhumanas.
Debemos hacer observar que las formas más siniestras no están necesariamente vinculadas con el salvajismo primero. Una organización que fundamenta la eficacia de sus operaciones militares en la disciplina, y que a fin de cuentas priva a la masa de los combatientes de la felicidad de exceder los límites, introduce a la guerra en un mecanismo extraño a los impulsos que exigieron llegar a ella. La guerra moderna ya no tiene con la guerra de la que he hablado sino las más lejanas relaciones; es la más triste aberración, y lo que en ella se ventila es de orden político. La misma guerra primitiva es poco defendible; ya desde el comienzo anunciaba, en sus desarrollos inevitables, la guerra moderna. Pero sólo la organización actual, más allá de la organización primera inherente a la transgresión, había de dejar al género humano en un callejón sin salida.6
Matar, cazar, hacer la guerra
El canibalismo
Más acá de la transgresión indefinida, de carácter excepcional, las prohibiciones son banalmente violadas de acuerdo con unas reglas previstas y organizadas por ritos o, cuando menos, por costumbres.
El juego alternativo de lo prohibido y la transgresión aparece muy claro en el erotismo. Sin el ejemplo del erotismo, sería difícil tener una justa impresión de ese juego. Y, recíprocamente, sería imposible tener una visión coherente del erotismo sin partir de ese juego alternativo que, en su conjunto, caracteriza la religiosidad. Pero antes de hablar de todo eso, me referiré a la muerte.
Hay algo digno de ser mencionado, y es que a la prohibición de que son objeto los muertos no le responde un deseo que se oponga al horror. A primera vista, los objetos sexuales son ocasión para una continua alternancia entre repulsión y atracción; y, en consecuencia, entre la prohibición y su levantamiento. Freud fundamentó su interpretación de lo prohibido sobre la necesidad primitiva de oponer una barrera protectora al exceso de unos deseos referidos a objetos de evidente debilidad. Cuando habla de la prohibición que se opone al contacto del cadáver, debe representarse el tabú que protegía al muerto refiriéndolo al deseo que otros tenían de comérselo. Se trata de un deseo que para nosotros ya no es vigente; nunca lo experimentamos como tal. Pero la vida de las sociedades arcaicas presenta en efecto la alternancia de la prohibición y del levantamiento de la prohibición en el canibalismo. El hombre, que nunca es considerado un animal de matadero, con frecuencia es comido siguiendo unas reglas religiosas. Quien consume su carne no ignora la prohibición de que es objeto ese consumo; pero no por ello deja de violar religiosamente esa prohibición, que considera fundamental. El ejemplo significativo se da en la comida en comunión que sigue al sacrificio. En este caso, la carne humana que se come se considera sagrada; estamos, pues, lejos de un retorno a la ignorancia animal de lo prohibido. El deseo ya no se refiere aquí al objeto anhelado por un animal indiferente: el objeto es «prohibido», es sagrado; y lo que lo designó para el deseo es precisamente la prohibición que pesa sobre él. El canibalismo sagrado es el ejemplo elemental de la prohibición creadora de deseo; que sea prohibida no le da otro sabor a la carne, pero ésa es la razón por la que el «piadoso» caníbal la consume. Volveremos a encontrar en el erotismo esta creación paradójica del valor de atracción a través de lo prohibido.
El duelo, la vendetta y la guerra
Si el deseo de comer hombre nos es profundamente extraño, no sucede lo mismo con el deseo de matar. No todos lo experimentamos, pero ¿quién se atrevería a pensar que no se mantiene entre la gente tan real, si no tan exigente, como el hambre sexual? La frecuencia, a través de la historia, de las matanzas inútiles nos hace sensible el hecho de que en todo hombre existe un matador posible. El deseo de matar se sitúa en relación con la prohibición de dar muerte del mismo modo que el deseo de una actividad sexual cualquiera se sitúa respecto del complejo de prohibiciones que la limita. La actividad sexual sólo está prohibida en determinados casos, y lo mismo sucede con el acto de dar muerte. Si bien la prohibición de dar muerte es más grave y más general que las prohibiciones sexuales, se limita igual que ellas a reducir la posibilidad de matar en determinadas situaciones. Se formula con una simplicidad contundente: «No matarás». Y, ciertamente, esta prohibición es universal, pero es evidente que ahí se sobreentiende: «excepto en caso de guerra, o en otras situaciones más o menos previstas por el cuerpo social». Hasta el punto que esa prohibición es casi perfectamente paralela a la sexual, que se enuncia: «No cometerás adulterio»; a la cual se añade evidentemente: «excepto en ciertos casos previstos por la costumbre».
El acto de dar muerte es admisible en el duelo, en la vendetta y en la guerra.
Dar la muerte es un acto criminal en el asesinato. El asesinato corresponde a la ignorancia o a la negligencia de lo prohibido. El duelo, la vendetta y la guerra violan una prohibición que es conocida, pero es una violación conforme a una regla. El duelo refinado moderno —donde al final lo prohibido vence a la transgresión— tiene poco que ver con la humanidad primitiva, que sólo consideró la prohibición desde un punto de vista religioso. Primitivamente, el duelo no debió de tener el aspecto individualizado que ha tenido a partir de la Edad Media. Al comienzo, el duelo fue una forma que podía tomar la guerra cuando las poblaciones hostiles se remitían al valor de sus campeones, los cuales, tras un desafío formulado según las reglas, se encontraban en un combate singular. Ese combate singular se daba como espectáculo a la masa de quienes habían estado dispuestos a matarse entre sí colectivamente.
La vendetta, como el duelo, tiene sus reglas. Es, a fin de cuentas, una guerra en la cual los campos no están determinados por el hecho de habitar un territorio, sino por la pertenencia a un clan. La vendetta no está menos sometida que el duelo o que la guerra a unas reglas meticulosas.
La caza y la expiación de la muerte dada a un animal
En el duelo y en la vendetta —y en la guerra, de la que hablaremos más adelante— la muerte de la que se trata es la del hombre. Pero la ley que prohíbe matar es previa a esa oposición, en la que el hombre se distinguió de los animales de gran tamaño. En efecto, esta distinción es tardía. Al comienzo, el hombre se consideró semejante al animal; y éste es aún el punto de vista de los «pueblos cazadores», de costumbres arcaicas. En estas condiciones, la caza arcaica o primitiva era, al igual que el duelo, la vendetta o la guerra, una forma de transgresión.
No obstante, hay una profunda diferencia: al parecer, en la época de los hombres más antiguos, los más cercanos a la animalidad, éstos no mataban a sus semejantes.1
Pero en esa misma época, en cambio, debía de ser habitual la caza de los demás animales. Podríamos decirnos que la caza es el resultado de un trabajo, y que sólo fue posible tras la fabricación de herramientas y de armas de piedra. Ahora bien, aunque la prohibición generalizada fuera consecuencia del trabajo, eso no pudo producirse tan rápidamente como para que no debamos suponer un largo tiempo durante el cual la caza se desarrolló sin que la prohibición de matar al animal dejase su impronta en la conciencia humana. Sea como fuere, no podemos pensar en un reino de la prohibición sino tras una transgresión resuelta, a la que hubiera seguido un retorno a la caza. El carácter de lo prohibido que aparece en la prohibición de la caza es por lo demás un carácter general de toda prohibición. Insisto sobre el hecho de que, de manera global, existe una prohibición de la actividad sexual. No es cosa sencilla tener una clara visión de esto sin considerar la prohibición de que es objeto la caza entre los pueblos cazadores. La prohibición no significa por fuerza una abstención, sino su práctica a título de transgresión. Ni la caza ni la actividad sexual pudieron ser prohibidas de hecho. La prohibición no puede suprimir las actividades que requiere la vida, pero puede conferirles el sentido de la transgresión religiosa. La prohibición las somete a unos límites, regula sus formas. Puede también imponer una expiación a quien se hace culpable de ellas. Por el hecho de dar la muerte, el cazador o el guerrero que mataba era sagrado. Para volver a entrar en la sociedad profana, debían lavarse esa mancha, tenían que purificarse. Los ritos de expiación tenían como fin purificar al cazador, al guerrero. Las sociedades arcaicas nos han familiarizado con ejemplos de estos ritos.
Los prehistoriadores suelen dar a las pinturas de las cuevas el sentido de una operación mágica. Los animales representados, objetos anhelados por los cazadores, habrían sido plasmados ahí con la esperanza de que la imagen del deseo lo realizase efectivamente. Pero no estoy muy seguro de ello. La atmósfera secreta, religiosa, de las cuevas ¿no podría corresponder al carácter religioso de transgresión que llegó a tener ciertamente la caza? Al juego de la transgresión le habría respondido el juego de la figuración. Sería difícil dar una prueba de ello. Pero si los prehistoriadores se situaran en la perspectiva que supone la alternativa entre lo prohibido y la transgresión, si se dieran cuenta claramente del carácter sagrado de los animales en la muerte que les es dada, cierta pobreza que, en la hipótesis de la figuración mágica, quizá les deja incomodados, sería sustituida, así lo creo, por un modo de ver más conforme a la importancia de la religión en la génesis del hombre. Las imágenes de las cuevas habrían tenido como fin figurar el momento en que, al aparecer el animal, el acto necesario de darle muerte, al mismo tiempo que era condenable, revelaba la ambigüedad religiosa de la vida: de la vida que el hombre angustiado rechaza y que, no obstante, lleva a cabo en la superación maravillosa de su rechazo. Esta hipótesis descansa en el hecho de que la expiación consecutiva al acto de matar un animal es una regla entre los pueblos cuya vida es sin duda semejante a la de los pintores rupestres. Y tiene además esta hipótesis el mérito de proponer una interpretación coherente de la pintura del pozo de Lascaux, donde un bisonte moribundo está frente al hombre que acaso lo ha herido, y al cual el pintor dio el aspecto de un muerto. El tema de esta famosa pintura, que suscitó explicaciones contradictorias, numerosas y frágiles, sería el de la expiación que sigue al acto de dar la muerte.2
Cuando menos, esta manera de ver no deja de tener el mérito de sustituir la interpretación mágica (utilitaria), evidentemente pobre, de las imágenes de las cuevas, por una interpretación religiosa más de acuerdo con el carácter de juego supremo que caracteriza generalmente la obra del arte y al cual responde la apariencia de esas pinturas prodigiosas que nos han llegado desde las épocas más antiguas.
El más antiguo testimonio de la guerra
De todos modos debemos ver en la caza una forma de transgresión primitiva, aparentemente previa a la guerra, que los hombres de las cuevas pintadas en la región «franco-cantábrica», cuya existencia cubre todo el paleolítico superior, no parecen haber conocido. La guerra, cuando menos, no habría tenido para esos hombres, que verdaderamente fueron nuestros primeros semejantes, la importancia de primer plano que llegó a tener luego. En efecto, esos primeros hombres recuerdan a esos esquimales que, en su mayoría, vivieron hasta nuestros días en la ignorancia de la guerra.
Fueron los hombres de las pinturas rupestres del Levante español quienes primero figuraron la guerra. Al parecer, una parte de sus pinturas data de fines del paleolítico superior, y otra parte de la época siguiente. Hacia el final del paleolítico superior, hace unos quince o diez mil años, la guerra comenzó a organizar la transgresión que, oponiéndose en principio a la matanza de los animales por considerarlos idénticos a los hombres, se oponía también al acto de dar muerte al hombre mismo.
Al igual que las prohibiciones vinculadas con la muerte, la transgresión de esas prohibiciones dejó, como vemos, indicios de algo muy lejano. Ya lo dijimos más arriba, las prohibiciones sexuales y su transgresión no nos son conocidas con evidencia más que a partir de los tiempos históricos. Existen diversas razones para hablar en primer lugar, en un trabajo dedicado al erotismo, de la transgresión en general y, más en particular, de la de la prohibición que se opone al acto de dar la muerte. Sin referirnos al conjunto no podríamos captar el sentido de los movimientos eróticos. Son movimientos que desconciertan; y no podríamos seguirlos sin fijarnos bien desde el comienzo en sus efectos contradictorios en un terreno en el que se dan más claramente y desde más antiguo.
Por lo demás, las pinturas del Levante español sólo demuestran la antigüedad de la guerra que organizaba la lucha entre dos conjuntos, el uno contra el otro. Pero, sobre la guerra, disponemos generalmente de abundantes datos antiguos. En sí misma, la lucha de dos conjuntos implica un mínimo de reglas. La primera regla evidentemente se refiere a la delimitación de los conjuntos hostiles y a la declaración previa de la hostilidad. Conocemos explícitamente las reglas para la «declaración de guerra» entre pueblos arcaicos. La decisión interna del agresor podía bastar; en este caso, la agresión sorprendía al adversario. Pero en general pareció más conforme al espíritu transgresor prevenir la agresión de forma ritual. Luego, por su parte, la guerra podía desarrollarse según reglas. Y el carácter de la guerra arcaica recuerda al de la fiesta. Y la misma guerra moderna no está nunca lejos de esta paradoja. El gusto por los vestidos guerreros magníficos y vistosos es arcaico. En efecto, primitivamente, la guerra parece un lujo. No es un medio para incrementar mediante la conquista las riquezas de un soberano o de un pueblo; la guerra primitiva es una exuberancia agresiva, y mantiene la largueza de esa exuberancia.
La oposición entre la forma ritual de la guerra y su forma calculada
Los uniformes militares han mantenido esta tradición hasta nuestros días, en los que es más importante la preocupación por no señalar a los combatientes al fuego del enemigo. Pero la preocupación por reducir a un mínimo las pérdidas es extraño al espíritu inicial de la guerra. En general, la transgresión de lo prohibido tomó el sentido de un fin. Podía ser, subsidiariamente, el medio para algún otro fin; pero, para empezar, era un fin en sí misma. Cabe pensar que la guerra, que no por ello fue menos cruel, obedeció al comienzo a unas preocupaciones semejantes a las que salen a la luz en la ejecución de los ritos. La evolución de las guerras en tiempos de la China feudal, anterior a nuestra era, es representada de esta manera: «La guerra de baronía comienza por un desafío. Unos valientes, enviados por su señor, van a suicidarse heroicamente ante el señor rival; o bien un carro de guerra corre a toda marcha a insultar las puertas de la ciudad enemiga. Luego viene la contienda entre carros, en la que los señores, antes de matarse entre sí, rivalizan en cortesía (...)».3 Los aspectos arcaicos de las guerras homéricas tienen un carácter universal. Se trataba de un verdadero juego, pero cuyos resultados eran tan graves que muy pronto el cálculo superó la observación de las reglas del juego. La historia de China lo precisa así: «(...) a medida que avanzamos, se pierden esas costumbres caballerescas. La que fuera antigua guerra de caballería degenera en una lucha sin piedad, en un choque de masas en el que toda la población de una provincia es lanzada contra las poblaciones vecinas».
De hecho, la guerra siempre osciló entre la prioridad de observar unas reglas que responden al deseo de obtener un fin válido en sí mismo, y el resultado político esperado. En nuestros días, en los medios especializados, se hallan enfrentadas dos escuelas. Clausewitz se opuso a los militares de tradición caballeresca poniendo de relieve la necesidad de destruir sin piedad las fuerzas del adversario. «La guerra», escribe, «es un acto de violencia, y no hay límites para la manifestación de esa violencia.»4 Es cierto que, en conjunto, una tendencia como ésa, que parte de un pasado ritual cuya fascinación no dejó de actuar sobre la vieja escuela, fue tomando lentamente la delantera en el mundo moderno. No debemos confundir, en efecto, la humanización de la guerra con su tradición fundamental. Hasta cierto punto, las exigencias de la guerra han dejado su lugar al desarrollo del derecho de gentes. El espíritu de las reglas tradicionales pudo favorecer el desarrollo, pero esas reglas no respondían a la preocupación moderna por limitar las pérdidas de los combates o los sufrimientos de los combatientes. La transgresión de la prohibición era, en efecto, limitada, pero formalmente. En general no se desencadenaba el impulso agresivo, debían darse ciertas condiciones, había que observar meticulosamente las reglas; pero, una vez desencadenado, el furor tomaba su libre curso.
La crueldad vinculada con el carácter organizado de la guerra
La guerra, diferente de la violencia animal, desarrolló una crueldad de la que las alimañas son incapaces. En particular el combate, seguido generalmente por el aniquilamiento de los adversarios, preludiaba banalmente el suplicio dado a los prisioneros. Esta crueldad es el aspecto específicamente humano de la guerra. Tomo de Maurice Davie estas características horribles:
«En África se suele torturar y matar a los prisioneros de guerra, o se los deja morir de hambre. Entre los pueblos de habla tchi, los prisioneros son tratados con un sorprendente salvajismo. Los hombres, las mujeres y los niños —madres con sus bebés a la espalda, con otros pequeños que aún apenas caminan— son desnudados y atados con cuerdas alrededor del cuello en grupos de diez o quince; a cada prisionero, además, se le sujetan las manos a un grueso bloque de madera que deben portar sobre la cabeza. Así trabados, e insuficientemente alimentados, hasta reducirlos al estado de esqueletos, se los obliga, un mes tras otro, a seguir al ejército victorioso; sus brutales guardianes los tratan con extrema crueldad; y, si los vencedores sufren algún revés, son eliminados inmediatamente y sin distinción, por miedo a que recobren la libertad. Ramseyer y Kühne mencionan el caso de un prisionero —un nativo de Accra— que fue "puesto en el tronco", es decir, atado a un árbol cortado con ayuda de un garfio de hierro alrededor del pecho; luego fue mal alimentado durante cuatro meses, hasta que murió a consecuencia de esos malos tratos. En otra ocasión, los mismos exploradores observaron entre los prisioneros a un pobre niño enclenque que, cuando le ordenaron que se levantara, "se irguió penosamente y mostró una osamenta deteriorada en la que eran visibles todos los huesos". La mayor parte de los prisioneros eran sólo esqueletos ambulantes. Un niño estaba tan demacrado por las privaciones que, cuando se sentaba, casi volvía a caer de rodillas. Otro, igualmente descarnado, tenía una tos parecida al estertor de la agonía; otro niño, más joven, estaba tan débil por falta de alimentación que no podía tenerse en pie. Los achantis se sorprendían cuando observaban a los misioneros conmovidos por ese espectáculo; una vez, éstos intentaron dar de comer a algunos niños hambrientos, pero los guardias los apartaron brutalmente. En Dahomey (...) niegan todo auxilio a los prisioneros heridos, y todos los prisioneros que no están destinados a la esclavitud son mantenidos en un estado de semiinanición que los reduce en poco tiempo al estado de esqueletos (...). La mandíbula inferior es un trofeo muy apreciado (...) y muy a menudo es arrancada a los enemigos heridos aún vivos (...). Las escenas que seguían al saqueo de una fortaleza en las islas Fidji son demasiado horrorosas para ser descritas con detalle. Uno de los rasgos menos atroces es que no se respetaba ni el sexo ni la edad. Innumerables mutilaciones, practicadas a veces sobre víctimas vivas, actos de crueldad mezclada con pasión sexual hacían que el suicidio fuese preferible a la captura. Con el fatalismo innato al carácter melanesio, muchos vencidos ni siquiera intentan huir, sino que inclinan pasivamente la cabeza bajo el peso del garrote. Si eran lo bastante desgraciados como para haber caído prisioneros vivos, su suerte era siniestra. Los llevaban hasta el poblado central, donde eran entregados a chicos jóvenes de alto rango que ingeniaban maneras de torturarlos; a veces, después de dejarlos aturdidos con un golpe de maza, los introducían en hornos calientes y, cuando el calor les devolvía la conciencia del dolor, sus convulsiones frenéticas hacían prorrumpir en risas a los espectadores (...)».5
La violencia, que en sí misma no es cruel, es, en la transgresión, obra de un ser que la organiza. No es por fuerza erótica, pero puede derivar hacia otras formas de violencia organizadas por la transgresión. Al igual que la crueldad, el erotismo es algo meditado. La crueldad y el erotismo se ordenan en el espíritu poseído por la resolución de ir más allá de los límites de lo prohibido. Esta resolución no es general, pero siempre es posible deslizarse de un ámbito al otro; se trata de territorios vecinos, fundados ambos en la ebriedad de escapar resueltamente al poder de la prohibición. La resolución es tanto más eficaz cuanto que se reserva el retorno a la estabilidad sin la cual el juego sería imposible; esto supone que, a la vez que se da el desbordamiento, se prevé la retirada de las aguas. Es admisible el paso de un ámbito al otro en la medida en que no pone en juego los marcos fundamentales.
La crueldad puede derivar hacia el erotismo y, del mismo modo, llegado el caso, una matanza de prisioneros puede tener como fin el canibalismo. Pero, en la guerra, el retorno a la animalidad, el olvido definitivo de los límites, es inconcebible. Siempre subsiste una reserva que afirma el carácter humano de una violencia que no por ello deja de ser desenfrenada. Y sin embargo, esos guerreros delirantes y sedientos de sangre no se masacran entre sí. Esta regla, que organiza básicamente el furor, es intangible. De una manera parecida, la prohibición sostenida del canibalismo suele coincidir con el desencadenamiento de las pasiones más inhumanas.
Debemos hacer observar que las formas más siniestras no están necesariamente vinculadas con el salvajismo primero. Una organización que fundamenta la eficacia de sus operaciones militares en la disciplina, y que a fin de cuentas priva a la masa de los combatientes de la felicidad de exceder los límites, introduce a la guerra en un mecanismo extraño a los impulsos que exigieron llegar a ella. La guerra moderna ya no tiene con la guerra de la que he hablado sino las más lejanas relaciones; es la más triste aberración, y lo que en ella se ventila es de orden político. La misma guerra primitiva es poco defendible; ya desde el comienzo anunciaba, en sus desarrollos inevitables, la guerra moderna. Pero sólo la organización actual, más allá de la organización primera inherente a la transgresión, había de dejar al género humano en un callejón sin salida.6
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