Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 5 - Primera parte - Lo prohibido y la transgresión - Cap V - La transgresión - Links a mas Filosofia
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 5 - Primera parte - Lo prohibido y la transgresión - Cap V - La transgresión - Links a mas Filosofia | Posted on 14:51
Capítulo V
La transgresión
La transgresión no es la negación de lo prohibido, sino que lo supera y lo completa
Lo que hace difícil hablar de la prohibición no es solamente la variabilidad de sus objetos, sino el carácter ilógico que posee. Nunca, a propósito de un mismo objeto, se hace imposible una proposición opuesta. No existe prohibición que no pueda ser transgredida. Y, a menudo, la transgresión es algo admitido, o incluso prescrito.
Nos vienen ganas de reír cuando pensamos en el solemne mandamiento: «No matarás», al que siguen la bendición de los ejércitos y el «Te Deum» de la apoteosis. ¡A la prohibición le sigue sin miramientos la complicidad con el acto de matar! No hay duda de que la violencia de las guerras deja entrever al Dios del Nuevo Testamento; pero de igual manera no se opone al Dios de los Ejércitos del Antiguo Testamento. Si la prohibición se diera dentro de los límites de la razón, significaría la condena de las guerras y nos colocaría ante una elección: o bien aceptar esa condena y hacer cualquier cosa para evitar que los ejércitos pudieran dar la muerte; o bien hacer la guerra y considerar la ley como algo falso y sin valor. Pero las prohibiciones, en las que se sostiene el mundo de la razón, no son, con todo, racionales. Para empezar, una oposición tranquila a la violencia no habría bastado para separar claramente ambos mundos. Si la oposición misma no hubiese participado de algún modo en la violencia, si algún sentimiento violento y negativo no hubiese hecho de la violencia algo horrible y para uso de todos, la sola razón no hubiera podido definir con autoridad suficiente los límites del deslizamiento. Sólo el horror, sólo el pavor descabellado podían subsistir frente a unos desencadenamientos desmesurados. Tal es la naturaleza del tabú: hace posible un mundo sosegado y razonable, pero, en su principio, es a la vez un estremecimiento que no se impone a la inteligencia, sino a la sensibilidad; tal como lo hace la violencia misma (la violencia humana no es esencialmente efecto de un cálculo, sino de estados sensibles como la cólera, el miedo, el deseo...). Debemos tener en cuenta el carácter irracional que tienen las prohibiciones si es que queremos comprender que sigan ligadas a una cierta indiferencia para con la lógica. En el campo de lo irracional, donde nuestras consideraciones nos encierran, debemos decir: «A veces una prohibición intangible es violada, pero eso no quiere decir que haya dejado de ser intangible». Hasta podríamos llegar a formular una proposición absurda: «La prohibición está ahí para ser violada». Esta proposición no es, como parecería, una forma de desafío, sino el correcto enunciado de una relación inevitable entre emociones de sentido contrario. Bajo el impacto de la emoción negativa, debemos obedecer la prohibición. La violamos si la emoción es positiva. La violación cometida no suprime la posibilidad y el sentido de la emoción de sentido opuesto; es incluso su justificación y su origen. No nos aterrorizaría la violencia como lo hace si no supiésemos o, al menos, si no tuviésemos oscuramente conciencia de ello, que podría llevarnos a lo peor.
La proposición «La prohibición está ahí para ser violada» debe tornar inteligible el hecho de que la prohibición de dar la muerte a los semejantes, aun siendo universal, no se opuso en ninguna parte a la guerra. ¡Estoy seguro incluso de que, sin esa prohibición, la guerra es imposible, inconcebible!
Los animales, que no conocen prohibiciones, no han concebido, a partir de sus combates, esa empresa organizada que es la guerra. La guerra, en cierto sentido, se reduce a la organización colectiva de impulsos agresivos. Como el trabajo, está organizada colectivamente; como el trabajo, posee un objetivo, responde a un proyecto pensado por quienes la conducen. Pero no podemos decir que por ello haya una oposición entre la guerra y la violencia. La guerra es una violencia organizada. Transgredir lo prohibido no es violencia animal. Es violencia, sí, pero ejercida por un ser susceptible de razón (que en esta ocasión pone su saber al servicio de la violencia). Cuando menos, la prohibición es tan sólo el umbral a partir del cual es posible dar la muerte a un semejante; colectivamente, la guerra está determinada por el franqueamiento de ese umbral.
Si la transgresión propiamente dicha, oponiéndose a la ignorancia de la prohibición, no tuviera ese carácter limitado, sería un retorno a la violencia, a la animalidad de la violencia. De hecho, no es eso en absoluto lo que sucede. La transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social. Por su parte, la frecuencia —y la regularidad— de las transgresiones no invalida la firmeza intangible de la prohibición, de la cual ellas son siempre un complemento esperado, algo así como un movimiento de diástole que completa uno de sístole, o como una explosión que proviene de la compresión que la precede. Lejos de obedecer a la explosión, la compresión la excita. Esta verdad, aunque se fundamenta en una experiencia inmemorial, parece nueva. Pero es bien contraria al mundo del discurso, del cual proviene la ciencia. Por eso sólo tardíamente la encontramos enunciada. Marcel Mauss, seguramente el intérprete más notable de la historia de las religiones, tuvo conciencia de ello, y lo formuló en su enseñanza oral. En su obra impresa, esta consideración aparece al trasluz sólo en unas pocas frases significativas. Roger Caillois, que siguió la enseñanza y los consejos de Marcel Mauss, fue el primero en presentar, en su «teoría de la fiesta», un aspecto elaborado de la transgresión.1
La transgresión indefinida
A menudo, en sí misma, la transgresión de lo prohibido no está menos sujeta a reglas que la prohibición. No se trata de libertad. En tal momento y hasta ese punto, esto es posible: éste es el sentido de la transgresión. Ahora bien, una primera licencia puede desencadenar el impulso ilimitado a la violencia. No se han levantado simplemente las barreras; incluso puede ser necesario, en el momento de la transgresión, afirmar su solidez. En la transgresión se suele poner un cuidado máximo en seguir las reglas; pues es más difícil limitar un tumulto una vez comenzado.
No obstante, y a modo de excepción, es concebible una transgresión ilimitada.
Pondré un ejemplo digno de atención.
A veces sucede que, de alguna manera, la violencia desborda lo prohibido. Parece —o puede parecer— que, al tornarse impotente la ley, nada firme puede, a partir de entonces, contener la violencia. La muerte en la base excede a la prohibición oponiéndose a la violencia que, teóricamente, es su causa. Las más de las veces, el sentimiento de ruptura que a ello se sigue implica una alteración menor, alteración que los ritos fúnebres, o la fiesta, que ordenan, ritualizan y limitan los impulsos desordenados, tienen el poder de resolver. Pero si la muerte prevalece sobre un ser soberano, que parecía por su esencia haber triunfado sobre ella, ese sentimiento vence y el desorden es sin límites.
Roger Caillois ha referido la imagen que sigue, referente al comportamiento de ciertos pueblos de Oceanía.2
«Cuando la vida de la sociedad y de la naturaleza se halla resumida en la persona sagrada de un rey, es la hora de su muerte la que determina el instante crítico y es ella la que desencadena las licencias rituales. Estas toman entonces el aspecto que corresponde estrictamente a la catástrofe sobrevenida. El sacrilegio es de orden social. Es perpetrado a expensas de la majestad, de la jerarquía y del poder (...). Al frenesí popular nunca se le opone la más mínima resistencia: tiene la misma consideración que tuvo la obediencia al difunto. En las islas Sandwich, la multitud, al enterarse de la muerte del rey, comete todos los actos considerados criminales en los tiempos ordinarios: incendia, pilla y mata, y de las mujeres se considera que han de prostituirse públicamente (...). En las islas Fidji, los hechos son aun más claros: la muerte del jefe da la señal para que comience el pillaje. Entonces, las tribus sujetas invaden la capital y cometen toda clase de actos de bandidaje y depredación. »No obstante, estas transgresiones no dejan de constituir sacrilegios. Atentan contra las reglas que el día anterior eran vigentes y que al día siguiente volverán a ser las más santas e inviolables. Son consideradas verdaderamente como sacrilegios mayores.»3
Es notable que el desorden tenga lugar «durante el agudo periodo de la infección y del mancillamiento que representa la muerte», justo mientras dura «su plena y evidente virulencia, eminentemente activa y contagiosa». Y ese desorden «acaba cuando son eliminados completamente los elementos putrescibles del cadáver real, cuando del despojo sólo queda un duro y sano esqueleto incorruptible».4
El mecanismo de la transgresión aparece en este desencadenamiento de la violencia. El hombre quiso, y creyó, poder apremiar a la naturaleza oponiéndole de manera general el rechazo de lo prohibido. Limitando en sí mismo el impulso a la violencia, pensó limitarlo al mismo tiempo en el orden real. Pero, cuando se daba cuenta de lo ineficaz que es la barrera que imponía a la violencia, los límites que había entendido observar él mismo perdían su sentido; sus impulsos contenidos se desencadenaban, a partir de ese momento mataba libremente, dejaba de moderar su exuberancia sexual y no temía ya hacer en público y de manera desenfrenada todo lo que hasta entonces sólo hacía discretamente. Mientras el cuerpo del rey era presa de una agresiva descomposición, la sociedad entera estaba en poder de la violencia. Una barrera que se había mostrado impotente para proteger la vida del rey ante la virulencia de la muerte no podía oponerse eficazmente a los excesos que continuamente ponen en peligro el orden social.
Ningún límite bien definido organiza esos «sacrilegios mayores» a los cuales la muerte del rey da libre curso. Sin embargo, el retorno del difunto a la limpieza del esqueleto pone un término temporal a esa irrupción informe de la licencia. Incluso en este caso desfavorable, la transgresión no tiene nada que ver con la libertad primera de la vida animal; más bien abre un acceso a un más allá de los límites observados ordinariamente, pero, esos límites, ella los preserva. La transgresión excede sin destruirlo un mundo profano, del cual es complemento.
La sociedad humana no es solamente el mundo del trabajo. Esa sociedad la componen simultáneamente —o sucesivamente— el mundo profano y el mundo sagrado, que son sus dos formas complementarias. El mundo profano es el de las prohibiciones. El mundo sagrado se abre a unas transgresiones limitadas. Es el mundo de la fiesta, de los recuerdos y de los dioses.
Esta manera de ver las cosas es difícil; en el sentido de que sagrado designa a la vez ambos contrarios. Fundamentalmente es sagrado lo que es objeto de una prohibición. La prohibición, al señalar negativamente la cosa sagrada, no solamente tiene poder para producirnos —en el plano de la religión— un sentimiento de pavor y de temblor. En el límite, ese sentimiento se transforma en devoción; se convierte en adoración. Los dioses, que encarnan lo sagrado, hacen temblar a quienes los veneran; pero no por ello dejan de venerarlos. Los hombres están sometidos a la vez a dos impulsos: uno de terror, que produce un movimiento de rechazo, y otro de atracción, que gobierna un respeto hecho de fascinación. La prohibición y la transgresión responden a esos dos movimientos contradictorios: la prohibición rechaza la transgresión, y la fascinación la introduce. Lo prohibido, el tabú, sólo se oponen a lo divino en un sentido; pero lo divino es el aspecto fascinante de lo prohibido: es la prohibición transfigurada. La mitología compone —y a veces entremezcla— sus temas a partir de estos datos.
Sólo el aspecto económico de estas oposiciones permite introducir una distinción clara y evidente entre ambos aspectos. La prohibición responde al trabajo, y el trabajo a la producción. Durante el tiempo profano del trabajo, la sociedad acumula recursos y el consumo se reduce a la cantidad que requiere la producción. Por excelencia, el tiempo sagrado es la fiesta. La fiesta no significa necesariamente, como la que sigue a la muerte de un rey a la que me he referido, un levantamiento en masa de las prohibiciones; ahora bien, en tiempos de fiesta, lo que está habitualmente prohibido puede ser permitido, o incluso exigido, en toda ocasión. Hay entre el tiempo ordinario y la fiesta una subversión de los valores cuyo sentido subrayó Caillois.5 Desde una consideración económica, la fiesta consume en su prodigalidad sin medida los recursos acumulados durante el tiempo del trabajo. Se trata en este caso de una oposición tajante. No podemos decir de entrada que la transgresión sea, más que lo prohibido, el fundamento de la religión. Pero la dilapidación funda la fiesta; la fiesta es el punto culminante de la actividad religiosa. Acumular y gastar son las dos fases de las que se compone esta actividad. Si partimos de este punto de vista, la religión compone un movimiento de danza en el que un paso atrás prepara el nuevo salto adelante.
Es esencial para el hombre rechazar la violencia del impulso natural; pero ese rechazo no significa ruptura, antes al contrario, anuncia un acuerdo más profundo. Este acuerdo reserva para un segundo término el sentimiento que fundamentaba el desacuerdo. Y este sentimiento se mantiene tan bien, que el movimiento que arrastra el acuerdo siempre es vertiginoso. La náusea, y luego la superación de la náusea que sigue al vértigo: éstas son las fases de la danza paradójica ordenada por las actitudes religiosas.
En conjunto, a pesar de la complejidad del movimiento, su sentido aparece con toda evidencia: la religión ordena esencialmente la transgresión de las prohibiciones.
Pero la confusión es introducida, y mantenida, por los sentimientos de pavor, sin los cuales el fondo de la religión es inconcebible. En cada momento el paso atrás que prepara el nuevo salto adelante es dado como la esencia de la religión. Este punto de vista es evidentemente incompleto, y sería fácil acabar con el malentendido si la inversión profunda, que siempre encaja con las intenciones del mundo racional o práctico, sólo sirviese de base para un nuevo salto adelante engañador, que tiene lugar en la interioridad. En las religiones universales, del tipo del cristianismo y del budismo, el pavor y la náusea preludian las escapadas de una vida ardiente espiritual. Ahora bien, esta vida espiritual, que se funda en el refuerzo de las prohibiciones primeras, tiene sin embargo el sentido de la fiesta; es la transgresión, no la observación de la ley. En el cristianismo y en el budismo, el éxtasis se funda en la superación del horror. El acuerdo con el exceso que se lleva por delante toda cosa es a veces más agudo en las religiones en las cuales el pavor y la náusea han roído más profundamente el corazón. No hay sentimiento que arroje más profundamente a la exuberancia que el de la nada. Pero de ningún modo la exuberancia es aniquilación: es superación de la actitud aterrorizada, es transgresión. Si quiero precisar lo más alto que la transgresión designa, mejor que dar ejemplos sencillos, presentaré la exuberancia cristiana o budista, que indican su culminación. Pero antes debo hablar de las formas de transgresión menos complejas. Debo hablar de la guerra y del sacrificio. Y luego del erotismo de los corazones.
La transgresión
La transgresión no es la negación de lo prohibido, sino que lo supera y lo completa
Lo que hace difícil hablar de la prohibición no es solamente la variabilidad de sus objetos, sino el carácter ilógico que posee. Nunca, a propósito de un mismo objeto, se hace imposible una proposición opuesta. No existe prohibición que no pueda ser transgredida. Y, a menudo, la transgresión es algo admitido, o incluso prescrito.
Nos vienen ganas de reír cuando pensamos en el solemne mandamiento: «No matarás», al que siguen la bendición de los ejércitos y el «Te Deum» de la apoteosis. ¡A la prohibición le sigue sin miramientos la complicidad con el acto de matar! No hay duda de que la violencia de las guerras deja entrever al Dios del Nuevo Testamento; pero de igual manera no se opone al Dios de los Ejércitos del Antiguo Testamento. Si la prohibición se diera dentro de los límites de la razón, significaría la condena de las guerras y nos colocaría ante una elección: o bien aceptar esa condena y hacer cualquier cosa para evitar que los ejércitos pudieran dar la muerte; o bien hacer la guerra y considerar la ley como algo falso y sin valor. Pero las prohibiciones, en las que se sostiene el mundo de la razón, no son, con todo, racionales. Para empezar, una oposición tranquila a la violencia no habría bastado para separar claramente ambos mundos. Si la oposición misma no hubiese participado de algún modo en la violencia, si algún sentimiento violento y negativo no hubiese hecho de la violencia algo horrible y para uso de todos, la sola razón no hubiera podido definir con autoridad suficiente los límites del deslizamiento. Sólo el horror, sólo el pavor descabellado podían subsistir frente a unos desencadenamientos desmesurados. Tal es la naturaleza del tabú: hace posible un mundo sosegado y razonable, pero, en su principio, es a la vez un estremecimiento que no se impone a la inteligencia, sino a la sensibilidad; tal como lo hace la violencia misma (la violencia humana no es esencialmente efecto de un cálculo, sino de estados sensibles como la cólera, el miedo, el deseo...). Debemos tener en cuenta el carácter irracional que tienen las prohibiciones si es que queremos comprender que sigan ligadas a una cierta indiferencia para con la lógica. En el campo de lo irracional, donde nuestras consideraciones nos encierran, debemos decir: «A veces una prohibición intangible es violada, pero eso no quiere decir que haya dejado de ser intangible». Hasta podríamos llegar a formular una proposición absurda: «La prohibición está ahí para ser violada». Esta proposición no es, como parecería, una forma de desafío, sino el correcto enunciado de una relación inevitable entre emociones de sentido contrario. Bajo el impacto de la emoción negativa, debemos obedecer la prohibición. La violamos si la emoción es positiva. La violación cometida no suprime la posibilidad y el sentido de la emoción de sentido opuesto; es incluso su justificación y su origen. No nos aterrorizaría la violencia como lo hace si no supiésemos o, al menos, si no tuviésemos oscuramente conciencia de ello, que podría llevarnos a lo peor.
La proposición «La prohibición está ahí para ser violada» debe tornar inteligible el hecho de que la prohibición de dar la muerte a los semejantes, aun siendo universal, no se opuso en ninguna parte a la guerra. ¡Estoy seguro incluso de que, sin esa prohibición, la guerra es imposible, inconcebible!
Los animales, que no conocen prohibiciones, no han concebido, a partir de sus combates, esa empresa organizada que es la guerra. La guerra, en cierto sentido, se reduce a la organización colectiva de impulsos agresivos. Como el trabajo, está organizada colectivamente; como el trabajo, posee un objetivo, responde a un proyecto pensado por quienes la conducen. Pero no podemos decir que por ello haya una oposición entre la guerra y la violencia. La guerra es una violencia organizada. Transgredir lo prohibido no es violencia animal. Es violencia, sí, pero ejercida por un ser susceptible de razón (que en esta ocasión pone su saber al servicio de la violencia). Cuando menos, la prohibición es tan sólo el umbral a partir del cual es posible dar la muerte a un semejante; colectivamente, la guerra está determinada por el franqueamiento de ese umbral.
Si la transgresión propiamente dicha, oponiéndose a la ignorancia de la prohibición, no tuviera ese carácter limitado, sería un retorno a la violencia, a la animalidad de la violencia. De hecho, no es eso en absoluto lo que sucede. La transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social. Por su parte, la frecuencia —y la regularidad— de las transgresiones no invalida la firmeza intangible de la prohibición, de la cual ellas son siempre un complemento esperado, algo así como un movimiento de diástole que completa uno de sístole, o como una explosión que proviene de la compresión que la precede. Lejos de obedecer a la explosión, la compresión la excita. Esta verdad, aunque se fundamenta en una experiencia inmemorial, parece nueva. Pero es bien contraria al mundo del discurso, del cual proviene la ciencia. Por eso sólo tardíamente la encontramos enunciada. Marcel Mauss, seguramente el intérprete más notable de la historia de las religiones, tuvo conciencia de ello, y lo formuló en su enseñanza oral. En su obra impresa, esta consideración aparece al trasluz sólo en unas pocas frases significativas. Roger Caillois, que siguió la enseñanza y los consejos de Marcel Mauss, fue el primero en presentar, en su «teoría de la fiesta», un aspecto elaborado de la transgresión.1
La transgresión indefinida
A menudo, en sí misma, la transgresión de lo prohibido no está menos sujeta a reglas que la prohibición. No se trata de libertad. En tal momento y hasta ese punto, esto es posible: éste es el sentido de la transgresión. Ahora bien, una primera licencia puede desencadenar el impulso ilimitado a la violencia. No se han levantado simplemente las barreras; incluso puede ser necesario, en el momento de la transgresión, afirmar su solidez. En la transgresión se suele poner un cuidado máximo en seguir las reglas; pues es más difícil limitar un tumulto una vez comenzado.
No obstante, y a modo de excepción, es concebible una transgresión ilimitada.
Pondré un ejemplo digno de atención.
A veces sucede que, de alguna manera, la violencia desborda lo prohibido. Parece —o puede parecer— que, al tornarse impotente la ley, nada firme puede, a partir de entonces, contener la violencia. La muerte en la base excede a la prohibición oponiéndose a la violencia que, teóricamente, es su causa. Las más de las veces, el sentimiento de ruptura que a ello se sigue implica una alteración menor, alteración que los ritos fúnebres, o la fiesta, que ordenan, ritualizan y limitan los impulsos desordenados, tienen el poder de resolver. Pero si la muerte prevalece sobre un ser soberano, que parecía por su esencia haber triunfado sobre ella, ese sentimiento vence y el desorden es sin límites.
Roger Caillois ha referido la imagen que sigue, referente al comportamiento de ciertos pueblos de Oceanía.2
«Cuando la vida de la sociedad y de la naturaleza se halla resumida en la persona sagrada de un rey, es la hora de su muerte la que determina el instante crítico y es ella la que desencadena las licencias rituales. Estas toman entonces el aspecto que corresponde estrictamente a la catástrofe sobrevenida. El sacrilegio es de orden social. Es perpetrado a expensas de la majestad, de la jerarquía y del poder (...). Al frenesí popular nunca se le opone la más mínima resistencia: tiene la misma consideración que tuvo la obediencia al difunto. En las islas Sandwich, la multitud, al enterarse de la muerte del rey, comete todos los actos considerados criminales en los tiempos ordinarios: incendia, pilla y mata, y de las mujeres se considera que han de prostituirse públicamente (...). En las islas Fidji, los hechos son aun más claros: la muerte del jefe da la señal para que comience el pillaje. Entonces, las tribus sujetas invaden la capital y cometen toda clase de actos de bandidaje y depredación. »No obstante, estas transgresiones no dejan de constituir sacrilegios. Atentan contra las reglas que el día anterior eran vigentes y que al día siguiente volverán a ser las más santas e inviolables. Son consideradas verdaderamente como sacrilegios mayores.»3
Es notable que el desorden tenga lugar «durante el agudo periodo de la infección y del mancillamiento que representa la muerte», justo mientras dura «su plena y evidente virulencia, eminentemente activa y contagiosa». Y ese desorden «acaba cuando son eliminados completamente los elementos putrescibles del cadáver real, cuando del despojo sólo queda un duro y sano esqueleto incorruptible».4
El mecanismo de la transgresión aparece en este desencadenamiento de la violencia. El hombre quiso, y creyó, poder apremiar a la naturaleza oponiéndole de manera general el rechazo de lo prohibido. Limitando en sí mismo el impulso a la violencia, pensó limitarlo al mismo tiempo en el orden real. Pero, cuando se daba cuenta de lo ineficaz que es la barrera que imponía a la violencia, los límites que había entendido observar él mismo perdían su sentido; sus impulsos contenidos se desencadenaban, a partir de ese momento mataba libremente, dejaba de moderar su exuberancia sexual y no temía ya hacer en público y de manera desenfrenada todo lo que hasta entonces sólo hacía discretamente. Mientras el cuerpo del rey era presa de una agresiva descomposición, la sociedad entera estaba en poder de la violencia. Una barrera que se había mostrado impotente para proteger la vida del rey ante la virulencia de la muerte no podía oponerse eficazmente a los excesos que continuamente ponen en peligro el orden social.
Ningún límite bien definido organiza esos «sacrilegios mayores» a los cuales la muerte del rey da libre curso. Sin embargo, el retorno del difunto a la limpieza del esqueleto pone un término temporal a esa irrupción informe de la licencia. Incluso en este caso desfavorable, la transgresión no tiene nada que ver con la libertad primera de la vida animal; más bien abre un acceso a un más allá de los límites observados ordinariamente, pero, esos límites, ella los preserva. La transgresión excede sin destruirlo un mundo profano, del cual es complemento.
La sociedad humana no es solamente el mundo del trabajo. Esa sociedad la componen simultáneamente —o sucesivamente— el mundo profano y el mundo sagrado, que son sus dos formas complementarias. El mundo profano es el de las prohibiciones. El mundo sagrado se abre a unas transgresiones limitadas. Es el mundo de la fiesta, de los recuerdos y de los dioses.
Esta manera de ver las cosas es difícil; en el sentido de que sagrado designa a la vez ambos contrarios. Fundamentalmente es sagrado lo que es objeto de una prohibición. La prohibición, al señalar negativamente la cosa sagrada, no solamente tiene poder para producirnos —en el plano de la religión— un sentimiento de pavor y de temblor. En el límite, ese sentimiento se transforma en devoción; se convierte en adoración. Los dioses, que encarnan lo sagrado, hacen temblar a quienes los veneran; pero no por ello dejan de venerarlos. Los hombres están sometidos a la vez a dos impulsos: uno de terror, que produce un movimiento de rechazo, y otro de atracción, que gobierna un respeto hecho de fascinación. La prohibición y la transgresión responden a esos dos movimientos contradictorios: la prohibición rechaza la transgresión, y la fascinación la introduce. Lo prohibido, el tabú, sólo se oponen a lo divino en un sentido; pero lo divino es el aspecto fascinante de lo prohibido: es la prohibición transfigurada. La mitología compone —y a veces entremezcla— sus temas a partir de estos datos.
Sólo el aspecto económico de estas oposiciones permite introducir una distinción clara y evidente entre ambos aspectos. La prohibición responde al trabajo, y el trabajo a la producción. Durante el tiempo profano del trabajo, la sociedad acumula recursos y el consumo se reduce a la cantidad que requiere la producción. Por excelencia, el tiempo sagrado es la fiesta. La fiesta no significa necesariamente, como la que sigue a la muerte de un rey a la que me he referido, un levantamiento en masa de las prohibiciones; ahora bien, en tiempos de fiesta, lo que está habitualmente prohibido puede ser permitido, o incluso exigido, en toda ocasión. Hay entre el tiempo ordinario y la fiesta una subversión de los valores cuyo sentido subrayó Caillois.5 Desde una consideración económica, la fiesta consume en su prodigalidad sin medida los recursos acumulados durante el tiempo del trabajo. Se trata en este caso de una oposición tajante. No podemos decir de entrada que la transgresión sea, más que lo prohibido, el fundamento de la religión. Pero la dilapidación funda la fiesta; la fiesta es el punto culminante de la actividad religiosa. Acumular y gastar son las dos fases de las que se compone esta actividad. Si partimos de este punto de vista, la religión compone un movimiento de danza en el que un paso atrás prepara el nuevo salto adelante.
Es esencial para el hombre rechazar la violencia del impulso natural; pero ese rechazo no significa ruptura, antes al contrario, anuncia un acuerdo más profundo. Este acuerdo reserva para un segundo término el sentimiento que fundamentaba el desacuerdo. Y este sentimiento se mantiene tan bien, que el movimiento que arrastra el acuerdo siempre es vertiginoso. La náusea, y luego la superación de la náusea que sigue al vértigo: éstas son las fases de la danza paradójica ordenada por las actitudes religiosas.
En conjunto, a pesar de la complejidad del movimiento, su sentido aparece con toda evidencia: la religión ordena esencialmente la transgresión de las prohibiciones.
Pero la confusión es introducida, y mantenida, por los sentimientos de pavor, sin los cuales el fondo de la religión es inconcebible. En cada momento el paso atrás que prepara el nuevo salto adelante es dado como la esencia de la religión. Este punto de vista es evidentemente incompleto, y sería fácil acabar con el malentendido si la inversión profunda, que siempre encaja con las intenciones del mundo racional o práctico, sólo sirviese de base para un nuevo salto adelante engañador, que tiene lugar en la interioridad. En las religiones universales, del tipo del cristianismo y del budismo, el pavor y la náusea preludian las escapadas de una vida ardiente espiritual. Ahora bien, esta vida espiritual, que se funda en el refuerzo de las prohibiciones primeras, tiene sin embargo el sentido de la fiesta; es la transgresión, no la observación de la ley. En el cristianismo y en el budismo, el éxtasis se funda en la superación del horror. El acuerdo con el exceso que se lleva por delante toda cosa es a veces más agudo en las religiones en las cuales el pavor y la náusea han roído más profundamente el corazón. No hay sentimiento que arroje más profundamente a la exuberancia que el de la nada. Pero de ningún modo la exuberancia es aniquilación: es superación de la actitud aterrorizada, es transgresión. Si quiero precisar lo más alto que la transgresión designa, mejor que dar ejemplos sencillos, presentaré la exuberancia cristiana o budista, que indican su culminación. Pero antes debo hablar de las formas de transgresión menos complejas. Debo hablar de la guerra y del sacrificio. Y luego del erotismo de los corazones.
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