Poesía: César Vallejo - Poemas Humanos - Parte 2 - La Violencia De Las Horas - El Momento Más Grave De La Vida - Nómina De Huesos - El Buen Sentido

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 14:12



(II)
Poemas en prosa y ámbito
de Contra el secreto profesional



LA VIOLENCIA DE LAS HORAS

Todos han muerto.

Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el
burgo.

Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes
y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: “Buenos
días, José! Buenos días María!”

Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de me-
ses, que luego también murió, a los ocho días de la madre.

Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de he-
redad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de
oficio, la honrosísima mujer.

Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al
sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la es-
quina.

Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no
se sabe quién.

Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me
acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.

Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi
hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género
triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.

Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfea-
ba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dor-
mían las gallinas de mi bario, mucho antes de que el sol se
fuese.

Murió mi eternidad y estoy velándola.




EL MOMENTO MAS GRAVE DE LA VIDA

Un hombre dijo:

—El momento mas grave de mi vida estuvo en la batalla del
Marne, cuando fui herido en el pecho.

Otro hombre dijo:

—El momento más grave de mi vida, ocurrió en un maremo-
to de Yokohama, del cual salvé milagrosamente, refugiado bajo
el alero de una tienda de lacas.

Y otro hombre dijo:

—El momento más grave de mi vida acontece cuando duer-
mo de día.

Y otro dijo:

—El momento más grave de mi vida ha estado en mi mayor
soledad.

Y otro dijo:

—El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una
cárcel del Perú.

Y otro dijo:

—El momento más grave de mi vida es el haber sorprendido
de perfil a mi padre.

Y el último hombre dijo:

— El momento más grave de mi vida no ha llegado todavía.



NÓMINA DE HUESOS

Se pedía a grandes voces:
—Que muestre las dos manos a la vez.
Y esto no fue posible.
—Que, mientras llora, le tomen la medida de sus pasos.
Y esto no fue posible.
—Que piense un pensamiento idéntico, en el tiempo en que
un cero permanece inútil.
Y esto no fue posible.
—Que haga una locura.
Y esto no fue posible.
—Que entre él y otro hombre semejante a él, se interponga
una muchedumbre de hombres como él.
Y esto no fue posible.
—Que le comparen consigo mismo.
Y esto no fue posible.
—Que le llamen, en fin, por su nombre.
Y esto no fue posible.




EL BUEN SENTIDO

—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un
sitio muy grande y lejano y otra vez grande.

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a
nevar, sino para que empiece a nevar.

La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avan-
zando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que
soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al
retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, infragan-
ti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consu-
mados.

Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da
otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el ma-
yor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano
menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere
porque yo he vivido más!

Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de
regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante
dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmen-
te lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui
dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.

— Hijo, ¡cómo estás viejo!

Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla enve-
jecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro.
Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si
siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar
envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la
de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se
aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de
mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!

Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el
punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de
mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi
madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas.
Le digo entonces hasta que me callo:

—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un
sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.

La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales
descienden suavemente por mis brazos.





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