Los ángeles reaccionarios
Es difícil formular un juicio sobre la rebelión del menos filósofo de los ángeles, sin mezclar en él simpatía, asombro y reprobación. La injusticia gobierna el universo. Todo lo que se construye, todo lo que se deshace, lleva la huella de una fragilidad inmunda, como si la materia fuese el fruto de un escándalo en el seno de la nada. Cada ser se nutre de la agonía de otro ser; los instantes se precipitan como vampiros sobre la anemia del tiempo; el mundo es un receptáculo de sollozos... En este matadero, cruzarse de brazos o sacar la espada son gestos igualmente vanos. Ningún soberbio desencadenamiento sabría sacudir el espacio ni ennoblecer las almas. Triunfos y fracasos se suceden según una ley desconocida que tiene por nombre destino, nombre al que recurrimos cuando, filosóficamente desguarnecidos, nuestra estancia aquí abajo o no importa dónde nos parece sin solución y como una maldición que debemos sufrir, irracional e inmerecida. Destino: palabra selecta en la terminología de los vencidos... Ávidos de una nomenclatura para lo irremediable, buscamos un alivio en la invención verbal, en las claridades suspendidas encima de nuestros desastres. Las palabras son caritativas: su frágil realidad nos engaña y nos consuela...
Y así es como el «destino», que no puede querer nada, es quien ha querido lo que nos sucede... Prendados de lo Irracional como único modo de explicación, le vemos cargar la balanza de nuestra suerte, en la cual no pesan sino los elementos negativos, de la misma naturaleza. ¿De dónde sacar el orgullo para provocar a las fuerzas que lo han decretado así y que, es más, son irresponsables de tal decreto? ¿Contra quién llevar la lucha y a dónde dirigir el asalto cuando la injusticia hostiga el aire de nuestros pulmones, el espacio de nuestros pensamientos, el silencio y el estupor de los astros? Nuestra rebelión está tan mal concebida como el mundo que la suscita. ¿Cómo empeñarse en reparar los entuertos cuando, como Don Quijote en su lecho de muerte, hemos perdido en el extremo de la locura, extenuados vigor e ilusión para afrontar los caminos, los combates y las derrotas. Y ¿cómo encontrar de nuevo la frescura del arcángel sedicioso, aquel que, todavía al comienzo del tiempo, ignoraba esta sabiduría pestilente en la que nuestros impulsos se ahogan? ¿Dónde beberíamos suficiente verbo y desparpajo para infamar al rebaño de los otros ángeles, mientras que aquí abajo seguir a su colega es precipitarse más bajo todavía mientras que la injusticia de los hombres imita la de Dios y toda rebelión opone el alma al infinito y la rompe contra él? A los ángeles anónimos acurrucados bajo sus alas sin edad, eternamente vencedores y vencidos en Dios, insensibles a las nefastas curiosidades, soñadores paralelos a los lutos terrestres quién se atrevería a tirarles la primera piedra y, por desafío, a dividir su sueño? La rebelión, orgullo de la caída, no extrae su nobleza más que de su inutilidad: los sufrimientos la despiertan y luego la abandonan; el frenesí la exalta y la decepción la niega... No podría tener sentido en un universo no válido...
(En este mundo, nada está en su sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse entonces del espectáculo de la injusticia humana. Es igualmente vano rechazar o aceptar el orden social: nos es forzoso sufrir sus cambios a mejor o a peor con un conformismo desesperado, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima, y la muerte. La descomposición preside las leyes de la vida: más cercanos a nuestro polvo que lo están al suyo los objetos inanimados, sucumbimos ante ellos y corremos hacia nuestro destino bajo la mirada de las estrellas aparentemente indestructibles. Pero incluso ellas estallarán en un universo que sólo nuestro corazón toma en serio para expiar después con desgarramientos su falta de ironía...
Nadie puede corregir la injusticia de Dios y de los hombres: todo acto no es más que un caso especial, aparentemente organizado, del Caos original. Somos arrastrados por un torbellino que se remonta a la aurora de los tiempos; y si ese torbellino ha tomado el aspecto del orden sólo es para arrastrarnos mejor... )
El desvelo por la decencia
Bajo el aguijón del dolor, la carne se despierta; materia lúcida y lírica, canta su disolución. Mientras era indiscernible de la naturaleza, reposaba en el olvido de los elementos: el yo no se había apoderado todavía de ella. La materia que sufre se emancipa de la gravitación, no es ya solidaria del resto del universo, se aísla del conjunto adormecido; pues el dolor, agente de separación, principio activo de individuación, niega las delicias de un destino estadístico.
El ser verdaderamente solitario no es el que ha sido abandonado por los hombres, sino el que sufre en medio de ellos, el que arrastra su desierto en las ferias y despliega sus talentos de leproso sonriente, de comediante de lo irreparable. Los grandes solitarios de antaño eran felices, no conocían el doblez, no tenían nada que ocultar: no se relacionaban más que con su propia soledad...
Entre todos los lazos que nos atan a las cosas, no hay uno sólo que no se afloje y perezca bajo la influencia del sufrimiento, que nos libera de todo, salvo de la obsesión de nosotros mismos y de la sensación de ser irrevocablemente individuo. Es la soledad hipostasiada en esencia. Además, ¿por qué medios comunicarse con los otros, si no es por la prestidigitación de la mentira? Pues si no fuéramos saltimbanquis, si no hubiésemos aprendido los artificios de un charlatanismo sabio, si en fin fuésemos sinceros hasta el impudor o la tragedia, nuestros mundos subterráneos vomitarían océanos de hiel, donde desaparecer sería nuestra prenda de honor: huiríamos así la inconveniencia de tanto de grotesco y de sublime. En un cierto grado de desgracia, toda franqueza llega a ser indecente. Job se detuvo a tiempo: un paso más y ni Dios ni sus amigos habrían seguido respondiéndole.
(Se está «civilizado» en la medida en que uno no proclama su lepra, en que se da prueba de respeto por la elegante falsedad, forjada por los siglos. Nadie tiene el derecho de doblegarse bajo el peso de sus horas... Todo hombre recela una posibilidad de apocalipsis, pero todo hombre se constriñe a nivelar sus propios abismos. Si cada uno diera libre curso a su soledad, Dios debería recrear de nuevo este mundo, cuya existencia depende en todo punto de nuestra educación y de este miedo que tenemos de nosotros mismos... ¿El caos? Es rechazar lo que se ha aprendido, es ser uno mismo... )
La gama del vacío
He visto a éste perseguir tal meta y aquél, tal otra; he visto a los hombres fascinados por objetos dispares, bajo el embrujo de proyectos y de sueños juntamente viles e indefinibles. Analizando cada caso aisladamente para penetrar en las razones de tanto fervor desperdiciado, he comprendido el sinsentido de todo gesto y de todo esfuerzo. ¿Existe una sola vida que no esté impregnada de los errores que hacen vivir? ¿Existe una sola vida clara, transparente, sin raíces humillantes, sin motivos inventados, sin los mitos surgidos de los deseos? ¿Dónde está el acto puro de toda utilidad: sol que aborrezca la incandescencia, ángel en un universo sin fe, o gusano ocioso en un mundo abandonado a la inmortalidad?
He querido defenderme contra todos los hombres, reaccionar contra su locura, descubrir su origen; he escuchado, he visto y he tenido miedo: miedo de actuar por los mismos motivos o por cualquier otro motivo, de creer en los mismos fantasmas o en cualquier otro fantasma, de dejarme ahogar por las mismas embriagueces o por cualquier otra embriaguez; miedo, finalmente, de delirar en común y de expirar en una multitud de éxtasis. Yo sabía que al separarme de una persona me iba desposeído de un error, pobre de la ilusión que le dejaba... Sus palabras enfebrecidas le descubrían prisionero de una evidencia absoluta para él e irrisoria para mí; al contacto de su absurdo, yo me despojaba del mío... ¿A qué adherirse sin el sentimiento de engañarse y sin enrojecer? No puede justificarse más que aquel que practica, con plena conciencia, lo disparatado necesario para cualquier acto, y que no embellece con ningún sueño la ficción a la que se entrega, del mismo modo que no puede admirarse más que a un héroe que muere sin convicción, tanto más presto al sacrificio por haber entrevisto su fondo. En lo que respecta a los amantes, serían odiosos si en medio de sus muecas el presentimiento de la muerte no les rozase. Es turbador pensar que nos llevamos a la tumba nuestro secreto nuestra ilusión , que no hemos sobrevivido al error misterioso que vivificaba nuestro aliento, que excepto las prostitutas y los escépticos todos caen en el engaño porque no adivinan la equivalencia, en la nulidad, de los placeres y de las verdades.
He querido suprimir en mí las razones que invocan los hombres para existir y para actuar. He querido llegar a ser indeciblemente normal, y heme aquí en el alelamiento, en el mismo plano que los idiotas y tan vacío como ellos.
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