Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 12 - La soledad, cisma del corazón - Pensadores crepusculares - Recursos de la autodestrucción - Links a mas Filosofia
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 12 - La soledad. cisma del corazon - Pensadores crepusculares - Recursos de la autodestruccion - Links a mas Filosofia | Posted on 8:49
La soledad, cisma del corazón
Estamos abocados a la perdición siempre que la vida no se revela como un milagro, siempre que el instante no gime ya bajo un escalofrío sobrenatural. ¿Cómo renovar esta sensación de plenitud, estos segundos de delirio, estos relámpagos volcánicos, estos prodigios de fervor que rebajan a Dios a simple accidente de nuestra arcilla? ¿Por medio de qué subterfugio revivir esta fulguración en la cual incluso la música nos parece superficial; como el desecho de nuestro órgano interior?
No está en nuestra mano el lograr que vuelvan los arrebatos que nos hacían coincidir con el comienzo del movimiento, convirtiéndonos en dueños del primer momento del tiempo y artesanos repentinos de la Creación. De ésta no percibimos ya más que el despojamiento, la realidad lúgubre: vivimos para desaprender el éxtasis. Y no es el milagro lo que determina nuestra tradición y nuestra sustancia, sino el vacío de un universo privado de sus llamas, ahogado en sus propias ausencias, objeto exclusivo de nuestra rumia: un universo solitario ante un corazón solitario, predestinados, uno y otro, a desgarrarse, y a exasperarse en la antítesis. Cuando la soledad se acentúa hasta el punto de constituir no tanto nuestro dato como nuestra única fe, cesamos de ser solidarios con el todo: heréticos de la existencia, somos excluidos de la comunidad de los vivientes, cuya sola virtud es esperar, anhelantes, algo que no sea la muerte. Pero liberados de la fascinación de esta espera, expulsados del ecumenismo de la ilusión, somos la secta más herética, pues nuestra misma alma ha nacido en la herejía.
«Cuando el alma está en estado de gracia, su belleza es tan sublime y admirable que sobrepasa incomparablemente todo lo que hay de hermoso en la naturaleza, y encanta los ojos de Dios y de los Ángeles» (Ignacio de Loyola).
He intentado establecerme en alguna gracia; he querido liquidar las interrogaciones y desaparecer en una luz ignorante, en cualquier luz desdeñosa del intelecto. Pero, ¿cómo alcanzar el suspiro de felicidad superior a los problemas, cuando ninguna «belleza» te ilumina, y Dios y los Ángeles son ciegos?
Antes, cuando Santa Teresa, patrona de España y de tu alma, te prescribía un trayecto de tentaciones y de vértigos, el abismo trascendente te maravillaba como una caída en los cielos. Pero esos cielos se han desvanecido como las tentaciones y los vértigos y, en el corazón frío, se han apagado para siempre las fiebres de Avila.
¿Por qué rareza de la suerte, ciertos seres, llegados al punto en el que podrían coincidir con una fe, retroceden para seguir un camino que no les lleva más que a ellos mismos y por tanto a ninguna parte? ¿Es por miedo por lo que, una vez instalados en la gracia, pierden sus virtudes claras? Cada hombre evoluciona a expensas de sus profundidades, cada hombre es un místico que se rehúsa: la tierra está poblada de gracias fallidas y de misterios pisoteados.)
Pensadores crepusculares
Atenas se moría y, con ella, el culto del conocimiento. Los grandes sistemas habían vivido ya: limitados al dominio conceptual, rechazaban la intervención de los tormentos, la búsqueda de la liberación y de la meditación desordenada sobre el dolor. En la ciudad agonizante, que había permitido la conversión de los accidentes humanos en teoría, cualquier cosa el estornudo o la muerte suplantaba a los antiguos problemas. La obsesión de los remedios marca el fin de una civilización; la búsqueda de la salvación, el de una filosofía. Platón y Aristóteles no habían cedido a esas preocupaciones más que por exigencia de equilibrio; después de ellos, triunfaban en todos los sectores.
Roma, en su poniente, no ha recogido de Atenas más que los ecos de su decadencia y los reflejos de su agotamiento. Cuando los griegos paseaban sus dudas a través del Imperio, el hundimiento de éste y de la filosofía era un hecho virtualmente consumado. Como todas las cuestiones parecían legítimas, la superstición de los límites formales no impedía ya el desenfreno de las curiosidades arbitrarias. La infiltración del epicureísmo y del estoicismo era fácil: la moral reemplazaba los edificios abstractos, la razón adulterada se hacía instrumento de la práctica. En las calles de Roma, con recetas diferentes de «felicidad», hormigueaban los epicúreos y los estoicos, expertos en sabiduría, nobles charlatanes surgidos en la periferia de la filosofía para curar una laxitud incurable y generalizada. Pero faltaban a su terapéutica la mitología y las anécdotas extrañas que, en la abulia universal, iban a constituir el vigor de una religión despreocupada de los matices, venida de más lejos que ellos. La sabiduría es la última palabra de una civilización que expira, el nimbo de los crepúsculos históricos, la fatiga transfigurada en visión del mundo, la última tolerancia antes de la llegada de otros dioses más frescos y de la barbarie; es también un vano intento de melodía en los estertores del final, que surgen de todas partes. Pues el Sabio teórico de la muerte límpida, héroe de la indiferencia y símbolo de la última etapa de la filosofía, de su degeneración y vacuidad ha resuelto el problema de su propia muerte... y ha suprimido así todos los problemas. Dotado de ridiculeces más exquisitas, es un caso límite, que se encuentra en períodos extremos como una confirmación excepcional de la patología general.
Encontrándonos en el punto simétrico de la agonía antigua, presas de los mismos males y bajo hechizos igualmente ineluctables, vemos los grandes sistemas abolidos por su perfección limitada. También para nosotros todo se vuelve tema de una filosofía sin dignidad y sin rigor... El destino impersonal del pensamiento se desparrama en mil almas, en mil humillaciones de la Idea... Ni Leibniz, ni Kant, ni Hegel nos pueden ya prestar ayuda. Hemos venido con nuestra propia muerte ante las puertas de la filosofía: podridas, sin nada que guardar, se abren por sí mismas... y cualquier cosa se vuelve tema filosófico. Los párrafos son sustituidos por gritos: el resultado es una filosofía de fundus animae, cuya intimidad se reconocería en las apariencias de la historia y en las ilusiones del tiempo.
También nosotros buscamos la «felicidad», sea por frenesí, sea por desdén; despreciarla es no olvidarla todavía, y rechazarla pensando en ella; también nosotros buscamos la «salvación», no fuera más que no queriéndola. Y si somos los héroes negativos de una edad demasiado madura, por lo mismo somos sus contemporáneos: traicionar su tiempo o serle ferviente, expresa bajo una contradicción aparente un mismo acto de participación. Los altos desfallecimientos, las sutiles decrepitudes, la aspiración a aureolas intemporales todo ello conducente a la sabiduría ¿quién no las reconoce en sí mismo? ¿Quién no siente el derecho de afirmarlo todo en el vacío que le rodea, antes de que el mundo se desvanezca en la aurora de un absoluto o de una negación nueva? Un dios amenaza siempre en el horizonte. Estamos al margen de la filosofía, puesto que consentimos en su ocaso. Hagamos que el Dios no se instale en nuestros pensamientos, guardemos aún nuestras dudas, las apariencias de equilibrio y la tentación del destino inmanente, pues toda aspiración arbitraria y fantástica es preferible a las verdades inflexibles. Cambiamos de remedios, al no encontrar ninguno eficaz ni válido, porque no tenemos fe ni en el apaciguamiento que buscamos ni en los placeres que perseguimos. Sabios versátiles, somos los epicúreos y los estoicos de las Romas modernas...
Recursos de la autodestrucción
Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar al día siguiente... Los grilletes y el aire irrespirable de este mundo nos lo quitan todo salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos insufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplastan.
Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? La consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?...
Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedir nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente por la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar los días y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?
Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio de Orléans consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente en el futuro...
Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la dialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsoladas? El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estético, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces.
Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Vocados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses; el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento nos falta, como nos falta cl cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.
Estamos abocados a la perdición siempre que la vida no se revela como un milagro, siempre que el instante no gime ya bajo un escalofrío sobrenatural. ¿Cómo renovar esta sensación de plenitud, estos segundos de delirio, estos relámpagos volcánicos, estos prodigios de fervor que rebajan a Dios a simple accidente de nuestra arcilla? ¿Por medio de qué subterfugio revivir esta fulguración en la cual incluso la música nos parece superficial; como el desecho de nuestro órgano interior?
No está en nuestra mano el lograr que vuelvan los arrebatos que nos hacían coincidir con el comienzo del movimiento, convirtiéndonos en dueños del primer momento del tiempo y artesanos repentinos de la Creación. De ésta no percibimos ya más que el despojamiento, la realidad lúgubre: vivimos para desaprender el éxtasis. Y no es el milagro lo que determina nuestra tradición y nuestra sustancia, sino el vacío de un universo privado de sus llamas, ahogado en sus propias ausencias, objeto exclusivo de nuestra rumia: un universo solitario ante un corazón solitario, predestinados, uno y otro, a desgarrarse, y a exasperarse en la antítesis. Cuando la soledad se acentúa hasta el punto de constituir no tanto nuestro dato como nuestra única fe, cesamos de ser solidarios con el todo: heréticos de la existencia, somos excluidos de la comunidad de los vivientes, cuya sola virtud es esperar, anhelantes, algo que no sea la muerte. Pero liberados de la fascinación de esta espera, expulsados del ecumenismo de la ilusión, somos la secta más herética, pues nuestra misma alma ha nacido en la herejía.
«Cuando el alma está en estado de gracia, su belleza es tan sublime y admirable que sobrepasa incomparablemente todo lo que hay de hermoso en la naturaleza, y encanta los ojos de Dios y de los Ángeles» (Ignacio de Loyola).
He intentado establecerme en alguna gracia; he querido liquidar las interrogaciones y desaparecer en una luz ignorante, en cualquier luz desdeñosa del intelecto. Pero, ¿cómo alcanzar el suspiro de felicidad superior a los problemas, cuando ninguna «belleza» te ilumina, y Dios y los Ángeles son ciegos?
Antes, cuando Santa Teresa, patrona de España y de tu alma, te prescribía un trayecto de tentaciones y de vértigos, el abismo trascendente te maravillaba como una caída en los cielos. Pero esos cielos se han desvanecido como las tentaciones y los vértigos y, en el corazón frío, se han apagado para siempre las fiebres de Avila.
¿Por qué rareza de la suerte, ciertos seres, llegados al punto en el que podrían coincidir con una fe, retroceden para seguir un camino que no les lleva más que a ellos mismos y por tanto a ninguna parte? ¿Es por miedo por lo que, una vez instalados en la gracia, pierden sus virtudes claras? Cada hombre evoluciona a expensas de sus profundidades, cada hombre es un místico que se rehúsa: la tierra está poblada de gracias fallidas y de misterios pisoteados.)
Pensadores crepusculares
Atenas se moría y, con ella, el culto del conocimiento. Los grandes sistemas habían vivido ya: limitados al dominio conceptual, rechazaban la intervención de los tormentos, la búsqueda de la liberación y de la meditación desordenada sobre el dolor. En la ciudad agonizante, que había permitido la conversión de los accidentes humanos en teoría, cualquier cosa el estornudo o la muerte suplantaba a los antiguos problemas. La obsesión de los remedios marca el fin de una civilización; la búsqueda de la salvación, el de una filosofía. Platón y Aristóteles no habían cedido a esas preocupaciones más que por exigencia de equilibrio; después de ellos, triunfaban en todos los sectores.
Roma, en su poniente, no ha recogido de Atenas más que los ecos de su decadencia y los reflejos de su agotamiento. Cuando los griegos paseaban sus dudas a través del Imperio, el hundimiento de éste y de la filosofía era un hecho virtualmente consumado. Como todas las cuestiones parecían legítimas, la superstición de los límites formales no impedía ya el desenfreno de las curiosidades arbitrarias. La infiltración del epicureísmo y del estoicismo era fácil: la moral reemplazaba los edificios abstractos, la razón adulterada se hacía instrumento de la práctica. En las calles de Roma, con recetas diferentes de «felicidad», hormigueaban los epicúreos y los estoicos, expertos en sabiduría, nobles charlatanes surgidos en la periferia de la filosofía para curar una laxitud incurable y generalizada. Pero faltaban a su terapéutica la mitología y las anécdotas extrañas que, en la abulia universal, iban a constituir el vigor de una religión despreocupada de los matices, venida de más lejos que ellos. La sabiduría es la última palabra de una civilización que expira, el nimbo de los crepúsculos históricos, la fatiga transfigurada en visión del mundo, la última tolerancia antes de la llegada de otros dioses más frescos y de la barbarie; es también un vano intento de melodía en los estertores del final, que surgen de todas partes. Pues el Sabio teórico de la muerte límpida, héroe de la indiferencia y símbolo de la última etapa de la filosofía, de su degeneración y vacuidad ha resuelto el problema de su propia muerte... y ha suprimido así todos los problemas. Dotado de ridiculeces más exquisitas, es un caso límite, que se encuentra en períodos extremos como una confirmación excepcional de la patología general.
Encontrándonos en el punto simétrico de la agonía antigua, presas de los mismos males y bajo hechizos igualmente ineluctables, vemos los grandes sistemas abolidos por su perfección limitada. También para nosotros todo se vuelve tema de una filosofía sin dignidad y sin rigor... El destino impersonal del pensamiento se desparrama en mil almas, en mil humillaciones de la Idea... Ni Leibniz, ni Kant, ni Hegel nos pueden ya prestar ayuda. Hemos venido con nuestra propia muerte ante las puertas de la filosofía: podridas, sin nada que guardar, se abren por sí mismas... y cualquier cosa se vuelve tema filosófico. Los párrafos son sustituidos por gritos: el resultado es una filosofía de fundus animae, cuya intimidad se reconocería en las apariencias de la historia y en las ilusiones del tiempo.
También nosotros buscamos la «felicidad», sea por frenesí, sea por desdén; despreciarla es no olvidarla todavía, y rechazarla pensando en ella; también nosotros buscamos la «salvación», no fuera más que no queriéndola. Y si somos los héroes negativos de una edad demasiado madura, por lo mismo somos sus contemporáneos: traicionar su tiempo o serle ferviente, expresa bajo una contradicción aparente un mismo acto de participación. Los altos desfallecimientos, las sutiles decrepitudes, la aspiración a aureolas intemporales todo ello conducente a la sabiduría ¿quién no las reconoce en sí mismo? ¿Quién no siente el derecho de afirmarlo todo en el vacío que le rodea, antes de que el mundo se desvanezca en la aurora de un absoluto o de una negación nueva? Un dios amenaza siempre en el horizonte. Estamos al margen de la filosofía, puesto que consentimos en su ocaso. Hagamos que el Dios no se instale en nuestros pensamientos, guardemos aún nuestras dudas, las apariencias de equilibrio y la tentación del destino inmanente, pues toda aspiración arbitraria y fantástica es preferible a las verdades inflexibles. Cambiamos de remedios, al no encontrar ninguno eficaz ni válido, porque no tenemos fe ni en el apaciguamiento que buscamos ni en los placeres que perseguimos. Sabios versátiles, somos los epicúreos y los estoicos de las Romas modernas...
Recursos de la autodestrucción
Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar al día siguiente... Los grilletes y el aire irrespirable de este mundo nos lo quitan todo salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos insufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplastan.
Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? La consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?...
Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedir nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente por la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar los días y, más aún, las noches; ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?
Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio de Orléans consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente en el futuro...
Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la dialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsoladas? El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estético, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces.
Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Vocados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses; el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento nos falta, como nos falta cl cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.
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