Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 18 - Segunda parte - Estudios diversos sobre el erotismo - E.7 - Prefacio de «Madame Edwarda» - Links a mas Filosofia
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 18 - Segunda parte - Estudios diversos sobre el erotismo - E.7 - Prefacio de «Madame Edwarda» - Links a mas Filosofia | Posted on 4:55
Georges Bataille
Francia
Estudio VII
Prefacio de «Madame Edwarda»*
La muerte es lo más terrible y mantener la obra de muerte es lo que mayor fuerza requiere.
Hegel
El propio autor de Madame Edwarda ha llamado la atención sobre la gravedad de su libro. No obstante, me parece conveniente insistir, a causa de la ligereza con la que suelen tratarse los escritos cuyo tema es la vida sexual. No porque albergue la esperanza —o la intención— de cambiar algo en este terreno. Pero al lector de mi prefacio le pido que reflexione un momento en la actitud tradicional hacia el placer (que en el juego de los sexos alcanza su mayor intensidad) y el dolor (que ciertamente la muerte apacigua, pero que primero lleva al punto álgido). Un conjunto de condiciones nos conduce a hacernos del hombre (de la humanidad) una imagen igualmente alejada del placer extremo y del extremo dolor: las prohibiciones más comunes afectan unas a la vida sexual y otras a la muerte, de modo que ambas han formado un ámbito sagrado, que pertenece a la religión. Lo más deplorable empezó a partir del momento en que sólo las prohibiciones respecto a las circunstancias de la desaparición del ser se consideraron con gravedad mientras que las que se relacionaban con las circunstancias de su aparición —toda la actividad genética— se tomaron a la ligera. No se trata de protestar contra la tendencia de la mayoría: es la expresión del destino, que quiso que el hombre se riese de sus órganos reproductores. Pero esta risa, que subraya la oposición entre el placer y el dolor (el dolor y la muerte merecen respeto, mientras que el placer es irrisorio, objeto de desprecio), también señala su fundamental parentesco. La risa ya no es respetuosa, sino que es el signo del horror. La risa es la actitud acomodadiza que adopta el hombre en presencia de un aspecto que le repugna, cuando este aspecto no parece grave. De ahí que el erotismo, cuando se considera gravemente, represente de forma trágica una inversión.
Quiero precisar en primer lugar hasta qué punto son vanas las afirmaciones triviales según las cuales la prohibición sexual es un prejuicio, del que ya es hora de librarse. La vergüenza, el pudor, que acompañan el sentimiento fuerte del placer no serían sino pruebas de falta de inteligencia. Esto es tanto como decir que por fin deberíamos hacer tabla rasa y volver al tiempo de la animalidad, del libre devorar y de la indiferencia a las inmundicias. Como si la humanidad entera no fuese el resultado de movimientos de horror seguidos de atracción, con los que la sensibilidad y la inteligencia se vinculan. Pero sin querer oponer nada a la risa cuya causa es la indecencia, podemos volver —en parte— sobre un aspecto introducido por la propia risa.
Prefacio de «Madame Edwarda»*
La muerte es lo más terrible y mantener la obra de muerte es lo que mayor fuerza requiere.
Hegel
El propio autor de Madame Edwarda ha llamado la atención sobre la gravedad de su libro. No obstante, me parece conveniente insistir, a causa de la ligereza con la que suelen tratarse los escritos cuyo tema es la vida sexual. No porque albergue la esperanza —o la intención— de cambiar algo en este terreno. Pero al lector de mi prefacio le pido que reflexione un momento en la actitud tradicional hacia el placer (que en el juego de los sexos alcanza su mayor intensidad) y el dolor (que ciertamente la muerte apacigua, pero que primero lleva al punto álgido). Un conjunto de condiciones nos conduce a hacernos del hombre (de la humanidad) una imagen igualmente alejada del placer extremo y del extremo dolor: las prohibiciones más comunes afectan unas a la vida sexual y otras a la muerte, de modo que ambas han formado un ámbito sagrado, que pertenece a la religión. Lo más deplorable empezó a partir del momento en que sólo las prohibiciones respecto a las circunstancias de la desaparición del ser se consideraron con gravedad mientras que las que se relacionaban con las circunstancias de su aparición —toda la actividad genética— se tomaron a la ligera. No se trata de protestar contra la tendencia de la mayoría: es la expresión del destino, que quiso que el hombre se riese de sus órganos reproductores. Pero esta risa, que subraya la oposición entre el placer y el dolor (el dolor y la muerte merecen respeto, mientras que el placer es irrisorio, objeto de desprecio), también señala su fundamental parentesco. La risa ya no es respetuosa, sino que es el signo del horror. La risa es la actitud acomodadiza que adopta el hombre en presencia de un aspecto que le repugna, cuando este aspecto no parece grave. De ahí que el erotismo, cuando se considera gravemente, represente de forma trágica una inversión.
Quiero precisar en primer lugar hasta qué punto son vanas las afirmaciones triviales según las cuales la prohibición sexual es un prejuicio, del que ya es hora de librarse. La vergüenza, el pudor, que acompañan el sentimiento fuerte del placer no serían sino pruebas de falta de inteligencia. Esto es tanto como decir que por fin deberíamos hacer tabla rasa y volver al tiempo de la animalidad, del libre devorar y de la indiferencia a las inmundicias. Como si la humanidad entera no fuese el resultado de movimientos de horror seguidos de atracción, con los que la sensibilidad y la inteligencia se vinculan. Pero sin querer oponer nada a la risa cuya causa es la indecencia, podemos volver —en parte— sobre un aspecto introducido por la propia risa.
La risa es en efecto lo que justifica una forma de condena deshonrosa. La risa nos lleva por un camino en el que el principio que fundaba una prohibición en decencias necesarias e inevitables se cambia en obtusa hipocresía, en incomprensión de lo que está en juego. La extrema licencia ligada a la broma va acompañada, en efecto, de una negación a tomar en serio —quiero decir bajo su aspecto trágico— la verdad del erotismo.
El prefacio de este pequeño libro, en el que se representa sin tapujos el erotismo como lo que conduce a la conciencia me proporciona la ocasión de hacer una llamada que deseo que sea patética. No porque a mis ojos sea sorprendente que el espíritu se aparte de sí mismo, y dándose, por así decirlo, la espalda, se convierta por obstinación en la caricatura de su verdad. Si el hombre necesita la mentira, después de todo, ¡allá él! El hombre, que quizá tiene orgullo, está perdido en la masa humana.
Pero en fin... Nunca olvidaré lo que de violento y maravilloso entraña la voluntad de abrir los ojos, de ver de frente lo que ocurre, lo que es. Y no sabría lo que ocurre si no supiera nada del placer extremo, si no supiera nada del dolor extremo.
Entendámonos. Pierre Angélique se toma el trabajo de decirlo: no sabemos nada y estamos en el fondo de la noche. Pero al menos podemos ver lo que nos engaña, lo que nos impide conocer nuestro desamparo o, más exactamente, saber que el gozo es lo mismo que el dolor, lo mismo que la muerte.
Aquello de lo que nos apartan estas risotadas, suscitadas por las bromas licenciosas, es la identidad del placer extremo y del dolor extremo: la identidad entre el ser y la muerte, entre el saber que concluye en esta perspectiva deslumbrante y la oscuridad definitiva. De esta verdad, seguramente podremos reírnos al final, aunque entonces con una risa plena, que no se limite al desprecio de lo que puede ser repugnante, pero cuya repulsión nos envilece.
Para llegar hasta el final del éxtasis donde nos perdemos en el goce, siempre debemos poner un límite inmediato: el horror. No sólo el dolor de los demás o el mío propio al acercarme al momento en que el horror se apoderará de mí puede hacerme alcanzar un estado gozoso rayano en el delirio, sino que no hay forma de repugnancia en la cual no pueda discernir afinidad con el deseo. No es que el horror se confunda alguna vez con la atracción, pero si no puede inhibirla o destruirla, el horror refuerza la atracción. El peligro paraliza, pero al ser menos fuerte puede excitar el deseo. Sólo alcanzamos el éxtasis en la perspectiva, aun lejana, de la muerte, de lo que nos destruye.
El prefacio de este pequeño libro, en el que se representa sin tapujos el erotismo como lo que conduce a la conciencia me proporciona la ocasión de hacer una llamada que deseo que sea patética. No porque a mis ojos sea sorprendente que el espíritu se aparte de sí mismo, y dándose, por así decirlo, la espalda, se convierta por obstinación en la caricatura de su verdad. Si el hombre necesita la mentira, después de todo, ¡allá él! El hombre, que quizá tiene orgullo, está perdido en la masa humana.
Pero en fin... Nunca olvidaré lo que de violento y maravilloso entraña la voluntad de abrir los ojos, de ver de frente lo que ocurre, lo que es. Y no sabría lo que ocurre si no supiera nada del placer extremo, si no supiera nada del dolor extremo.
Entendámonos. Pierre Angélique se toma el trabajo de decirlo: no sabemos nada y estamos en el fondo de la noche. Pero al menos podemos ver lo que nos engaña, lo que nos impide conocer nuestro desamparo o, más exactamente, saber que el gozo es lo mismo que el dolor, lo mismo que la muerte.
Aquello de lo que nos apartan estas risotadas, suscitadas por las bromas licenciosas, es la identidad del placer extremo y del dolor extremo: la identidad entre el ser y la muerte, entre el saber que concluye en esta perspectiva deslumbrante y la oscuridad definitiva. De esta verdad, seguramente podremos reírnos al final, aunque entonces con una risa plena, que no se limite al desprecio de lo que puede ser repugnante, pero cuya repulsión nos envilece.
Para llegar hasta el final del éxtasis donde nos perdemos en el goce, siempre debemos poner un límite inmediato: el horror. No sólo el dolor de los demás o el mío propio al acercarme al momento en que el horror se apoderará de mí puede hacerme alcanzar un estado gozoso rayano en el delirio, sino que no hay forma de repugnancia en la cual no pueda discernir afinidad con el deseo. No es que el horror se confunda alguna vez con la atracción, pero si no puede inhibirla o destruirla, el horror refuerza la atracción. El peligro paraliza, pero al ser menos fuerte puede excitar el deseo. Sólo alcanzamos el éxtasis en la perspectiva, aun lejana, de la muerte, de lo que nos destruye.
Un hombre difiere de un animal en que ciertas sensaciones lo hieren y lo anonadan en lo más íntimo. Estas sensaciones varían según el individuo y según las formas de vivir. Pero la vista de la sangre o el olor a vómito, que suscitan en nosotros el horror de la muerte, nos dan a conocer a veces un estado de náusea que nos afecta más cruelmente que el dolor. No soportamos estas sensaciones ligadas al vértigo supremo. Algunos prefieren la muerte al contacto de una serpiente, por inofensiva que sea. Existe un campo en el que la muerte ya no sólo significa la desaparición, sino el trance intolerable en el que desaparecemos a nuestro pesar, cuando a cualquier precio no habría que desaparecer. Es precisamente por este a cualquier precio, por este a nuestro pesar por lo que se distingue el momento del inmenso gozo y del éxtasis innominable pero maravilloso. Si no hay nada que nos supere, que nos supere a pesar nuestro, obligándonos a cualquier precio a no ser, no alcanzamos el momento insensato al que tendemos y que al mismo tiempo rechazamos con todas nuestras fuerzas.
El placer sería despreciable si no fuera esa aberrante superación, que no está reservada al éxtasis sexual y que los místicos de diferentes religiones, y en primer lugar los místicos cristianos, han conocido del mismo modo. El ser nos es dado en una superación intolerable del ser, no menos intolerable que la muerte. Y puesto que, en la muerte, al mismo tiempo que el ser nos es dado, nos es quitado, debemos buscarlo en el sentimiento de la muerte, en esos trances intolerables en los que nos parece que morimos, porque el ser ya no está en nosotros más que como exceso, cuando coinciden la plenitud del horror y la del gozo.
Incluso el pensamiento (la reflexión) no culmina en nosotros sino en el exceso. ¿Qué significa la verdad, fuera de la representación del exceso, si sólo vemos lo que excede la posibilidad de ver lo que es intolerable ver, así como, en el éxtasis, es intolerable gozar, y si pensamos aquello que excede la posibilidad de pensar?'
Después de esta reflexión patética, que se aniquila a sí misma en un grito, hundiéndose en la intolerancia hacia sí misma, volvemos a encontrar a Dios. Este es el sentido, la enormidad de este librito insensato: este relato pone en juego, en la plenitud de sus atributos, al mismo Dios: y este Dios, no obstante, es una mujer pública, en todos los aspectos igual a cualquier otra. Pero lo que no ha podido decir el misticismo (en el momento de decirlo, desfallecía), lo dice el erotismo: Dios no es nada si no es superación de Dios en todos los sentidos; en el sentido del ser vulgar, en el del horror y de la impureza; y finalmente en el sentido de nada... No podemos añadir impunemente al lenguaje la palabra que supera las palabras, la palabra Dios; en el instante en que lo hacemos, este nombre, superándose a sí mismo, destruye vertiginosamente sus límites. Lo que es no retrocede ante nada. Está en cualquier parte donde es imposible esperar encontrarlo: él mismo es una enormidad. Quien tiene la más leve sospecha de esto calla enseguida. O buscando la salida, y sabiendo que está atrapado, busca en sí lo que, pudiendo aniquilarlo, lo hace semejante a Dios, semejante a nada.2
En este inenarrable camino por donde nos lleva el más incongruente de todos los libros, cabe la posibilidad de que hagamos aún algunos descubrimientos.
Por ejemplo, al azar, el de la felicidad...
El gozo se hallaría justamente en la perspectiva de la muerte (de modo que queda oculta bajo la apariencia de su contrario, la tristeza).
No me inclino en absoluto a pensar que lo esencial en este mundo sea la voluptuosidad. El hombre no está limitado al órgano del goce sexual. Pero este inconfesable órgano le enseña un secreto.3 Puesto que el goce depende de la perspectiva deletérea que se abre ante el espíritu, es probable que hagamos trampas y que intentemos acceder al gozo acercándonos lo menos posible al horror. Las imágenes que excitan el deseo o provocan el espasmo final suelen ser turbias, equívocas: si apuntan al horror, a la muerte, siempre es de una manera taimada. Incluso en la perspectiva de Sade, la muerte se desvía hacia el otro, y el otro es al principio una expresión deliciosa de la vida. El campo del erotismo está condenado a la astucia. El objeto que provoca el trance de Eros se da por distinto de lo que es. De modo que en materia de erotismo, los ascetas son los que tienen razón. Los ascetas dicen de la belleza que es la trampa del diablo: sólo la belleza, en efecto, vuelve tolerable una necesidad de desorden, de violencia y de indignidad que es la raíz del amor. No puedo examinar aquí en detalle los delirios cuyas formas se multiplican y de los que el amor puro nos da a conocer taimadamente el más violento, el que lleva hasta los límites de la muerte el ciego exceso de la vida. Sin duda, el rechazo de los ascetas es vulgar, es cobarde, es cruel, pero da la razón al temblor sin el cual nos alejamos de la verdad de la noche. No hay motivo para conceder al amor sexual una eminencia que sólo la vida posee plenamente, pero si no lleváramos la luz al punto preciso donde cae la noche, ¿cómo sabríamos que estamos hechos, como lo estamos, de la proyección del ser en el horror? Puesto que el ser se pierde, que zozobra en el vacío nauseabundo que a cualquier precio debía evitar...
Nada, ciertamente, es más terrible. ¡Qué irrisorias deberían parecemos las imágenes del infierno en los pórticos de las iglesias! El infierno es la idea amortiguada que Dios nos da involuntariamente de sí mismo. Pero a escala de la pérdida ilimitada, estamos de nuevo ante el triunfo del ser —que nunca pudo concordar con el movimiento que pretendía hacerlo perecedero. El ser se invita a sí mismo a la terrible danza cuyo ritmo sincopado es el desfallecimiento, que debemos aceptar como tal, conociendo solamente el horror con el que se asocia. Si nos falla el corazón, no hay nada más torturante. Y nunca faltará el momento de la tortura: ¿cómo, si nos faltara, superarlo? Pero el ser abierto sin reserva —a la muerte, al suplicio, al gozo—, el ser abierto y en trance de muerte, dolorido y feliz, ya asoma en su luz velada: esta luz es divina. Y el grito que, con la boca torcida, este ser, ¿en vano?, quiere hacer oír es un inmenso aleluya, perdido en el silencio sin fin.
(* Este prefacio acompaña la tercera edición de Madame Edwarda, Éditions Jean-Jacques Pauvert, 1956. Como en las ediciones anteriores, esta novela de Bataille aparece con el seudónimo de Pierre Angélique. Hasta 1966, dos años después de la muerte de Bataille, no saldrá la obra con su nombre. [Traducción española en Tusquets Editores, Barcelona, 1981.])
El placer sería despreciable si no fuera esa aberrante superación, que no está reservada al éxtasis sexual y que los místicos de diferentes religiones, y en primer lugar los místicos cristianos, han conocido del mismo modo. El ser nos es dado en una superación intolerable del ser, no menos intolerable que la muerte. Y puesto que, en la muerte, al mismo tiempo que el ser nos es dado, nos es quitado, debemos buscarlo en el sentimiento de la muerte, en esos trances intolerables en los que nos parece que morimos, porque el ser ya no está en nosotros más que como exceso, cuando coinciden la plenitud del horror y la del gozo.
Incluso el pensamiento (la reflexión) no culmina en nosotros sino en el exceso. ¿Qué significa la verdad, fuera de la representación del exceso, si sólo vemos lo que excede la posibilidad de ver lo que es intolerable ver, así como, en el éxtasis, es intolerable gozar, y si pensamos aquello que excede la posibilidad de pensar?'
Después de esta reflexión patética, que se aniquila a sí misma en un grito, hundiéndose en la intolerancia hacia sí misma, volvemos a encontrar a Dios. Este es el sentido, la enormidad de este librito insensato: este relato pone en juego, en la plenitud de sus atributos, al mismo Dios: y este Dios, no obstante, es una mujer pública, en todos los aspectos igual a cualquier otra. Pero lo que no ha podido decir el misticismo (en el momento de decirlo, desfallecía), lo dice el erotismo: Dios no es nada si no es superación de Dios en todos los sentidos; en el sentido del ser vulgar, en el del horror y de la impureza; y finalmente en el sentido de nada... No podemos añadir impunemente al lenguaje la palabra que supera las palabras, la palabra Dios; en el instante en que lo hacemos, este nombre, superándose a sí mismo, destruye vertiginosamente sus límites. Lo que es no retrocede ante nada. Está en cualquier parte donde es imposible esperar encontrarlo: él mismo es una enormidad. Quien tiene la más leve sospecha de esto calla enseguida. O buscando la salida, y sabiendo que está atrapado, busca en sí lo que, pudiendo aniquilarlo, lo hace semejante a Dios, semejante a nada.2
En este inenarrable camino por donde nos lleva el más incongruente de todos los libros, cabe la posibilidad de que hagamos aún algunos descubrimientos.
Por ejemplo, al azar, el de la felicidad...
El gozo se hallaría justamente en la perspectiva de la muerte (de modo que queda oculta bajo la apariencia de su contrario, la tristeza).
No me inclino en absoluto a pensar que lo esencial en este mundo sea la voluptuosidad. El hombre no está limitado al órgano del goce sexual. Pero este inconfesable órgano le enseña un secreto.3 Puesto que el goce depende de la perspectiva deletérea que se abre ante el espíritu, es probable que hagamos trampas y que intentemos acceder al gozo acercándonos lo menos posible al horror. Las imágenes que excitan el deseo o provocan el espasmo final suelen ser turbias, equívocas: si apuntan al horror, a la muerte, siempre es de una manera taimada. Incluso en la perspectiva de Sade, la muerte se desvía hacia el otro, y el otro es al principio una expresión deliciosa de la vida. El campo del erotismo está condenado a la astucia. El objeto que provoca el trance de Eros se da por distinto de lo que es. De modo que en materia de erotismo, los ascetas son los que tienen razón. Los ascetas dicen de la belleza que es la trampa del diablo: sólo la belleza, en efecto, vuelve tolerable una necesidad de desorden, de violencia y de indignidad que es la raíz del amor. No puedo examinar aquí en detalle los delirios cuyas formas se multiplican y de los que el amor puro nos da a conocer taimadamente el más violento, el que lleva hasta los límites de la muerte el ciego exceso de la vida. Sin duda, el rechazo de los ascetas es vulgar, es cobarde, es cruel, pero da la razón al temblor sin el cual nos alejamos de la verdad de la noche. No hay motivo para conceder al amor sexual una eminencia que sólo la vida posee plenamente, pero si no lleváramos la luz al punto preciso donde cae la noche, ¿cómo sabríamos que estamos hechos, como lo estamos, de la proyección del ser en el horror? Puesto que el ser se pierde, que zozobra en el vacío nauseabundo que a cualquier precio debía evitar...
Nada, ciertamente, es más terrible. ¡Qué irrisorias deberían parecemos las imágenes del infierno en los pórticos de las iglesias! El infierno es la idea amortiguada que Dios nos da involuntariamente de sí mismo. Pero a escala de la pérdida ilimitada, estamos de nuevo ante el triunfo del ser —que nunca pudo concordar con el movimiento que pretendía hacerlo perecedero. El ser se invita a sí mismo a la terrible danza cuyo ritmo sincopado es el desfallecimiento, que debemos aceptar como tal, conociendo solamente el horror con el que se asocia. Si nos falla el corazón, no hay nada más torturante. Y nunca faltará el momento de la tortura: ¿cómo, si nos faltara, superarlo? Pero el ser abierto sin reserva —a la muerte, al suplicio, al gozo—, el ser abierto y en trance de muerte, dolorido y feliz, ya asoma en su luz velada: esta luz es divina. Y el grito que, con la boca torcida, este ser, ¿en vano?, quiere hacer oír es un inmenso aleluya, perdido en el silencio sin fin.
(* Este prefacio acompaña la tercera edición de Madame Edwarda, Éditions Jean-Jacques Pauvert, 1956. Como en las ediciones anteriores, esta novela de Bataille aparece con el seudónimo de Pierre Angélique. Hasta 1966, dos años después de la muerte de Bataille, no saldrá la obra con su nombre. [Traducción española en Tusquets Editores, Barcelona, 1981.])
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