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Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 19:06




Charles Baudelaire








CI

BRUMAS Y LLUVIAS

¡Oh, finales de otoño, inviernos, primaveras cubiertas de lodo,
Adormecedoras estaciones! yo os amo y os elogio
Por envolver así mí corazón y mi cerebro
Con una mortaja vaporosa y en una tumba baldía.

En esta inmensa llanura donde el austro frío sopla,
Donde en las interminables noches la veleta enronquece,
Mi alma mejor que en la época del tibio reverdecer
Desplegará ampliamente sus alas de cuervo.

Nada es más dulce para el corazón lleno de cosas fúnebres,
Y sobre el cual desde hace tiempo desciende la escarcha,
¡Oh, blanquecinas estaciones, reinas de nuestros climas!,

Que el aspecto permanente de vuestras pálidas tinieblas,
—Si no es en una noche sin luna, uno junto al otro,
El dolor adormecido sobre un lecho cualquiera.

1857.



CII

SUEÑO PARISIENSE

Constantin Guys

I

De aquel terrible paisaje,
Tal que jamás un mortal vio,
Esta mañana todavía la imagen,
Vaga y lejana, me arrebataba.

¡El sueño estaba lleno de milagros!
Por un capricho singular
Yo había desterrado del espectáculo
El vegetal singular,

Y, pintor orgulloso de mi genio,
saboreaba en mi cuadro
La embriagante monotonía
Del metal, del mármol y del agua.

Babel de escaleras y de arcadas,
Era un palacio infinito,
Lleno de fuentes y cascadas
Volcando el oro mate o bruñido;

Y cataratas pesadas,
Como cortinas de cristal,
Pendían, deslumbrantes,
De las murallas de metal.

No de árboles, sino de columnatas,
Los dormidos estanques nos rodeaban,
Donde gigantescas náyades,
Como mujeres, se contemplaban.

Napas de agua derramábanse, azules
Entre malecones rosados y verdes,
A lo largo de millones de leguas,
Hacia el confín del universo;

¡Eran piedras inauditas
Y oleadas mágicas; eran
Inmensos espejos deslumbrantes
Por todo cuanto ellos reflejaban!

Indolentes y taciturnos,
Los Ganges, en el firmamento,
Volcaban el tesoro de sus urnas
En abismos de diamante.

Arquitecto de mis hechizos,
Yo hacía, a mi capricho,
Bajo un túnel de pedrerías
Pasar un océano domado;
Y todo, aun el color negro,
Parecía límpido, claro, irisado;
El líquido engastaba su gloria
En el destello cristalizado.

¡Ningún astro, desde luego, nada de vestigios
De sol, ni siquiera en lo bajo del cielo,
Para iluminar estos prodigios,
Que brillaban con su propio fuego!

Y sobre estas movientes maravillas
Cerníase (¡terrible novedad!
¡Todo para la vista, nada para los oídos!)
Un silencio de eternidad.


II

Al reabrir mis ojos llameantes
He visto el horror de mi rincón,
Y sentí, penetrando en mi alma,
La punta de las preocupaciones malditas;

El péndulo de los acentos fúnebres
Sonaba brutalmente el mediodía,
Y el cielo volcaba tinieblas
Sobre el triste mundo adormilado.

1860.



CIII

EL CREPÚSCULO MATUTINO

La diana cantaba en los patios de los cuarteles,
Y el viento de la mañana soplaba sobre las linternas.

Era la hora en que el enjambre de los sueños malignos
Tuerce sobre sus almohadas los atezados adolescentes;
Cuando, cual un ojo sangriento que palpita y se menea,
La lámpara en el amanecer es una mancha roja;
Cuando el alma, bajo el peso del cuerpo rudo y pesado,
Imita los combates de la lámpara y del día.
Como un rostro en llanto que las brisas enjugan,
El aire está lleno del escalofrío de las cosas que se fugan,
Y el hombre está fatigado de escribir y la mujer de amar,

Las casas, aquí y allá, comienzan a humear,
Las hembras de placer, el párpado lívido,
Boca abierta, dormían con su sueño estúpido;
Las pordioseras, arrastrando sus senos fláccidos y fríos,
Soplaban sobre sus tizones y soplaban sobre sus dedos.
Era la hora en que, entre el frío y la roñería
Se agravan los dolores de las mujeres yacientes;
Cual un sollozo cortado por un vómito espumoso
El canto del gallo, a lo lejos, rasgaba el aire brumoso;
Un mar de nieblas bañaba los edificios,
Y los agonizantes en el fondo de los hospicios
Exhalaban su postrer estertor en hipos desiguales.
Los libertinos regresaban, destrozados por sus esfuerzos.

La aurora tiritante, vestida de rosa y verde,
Avanzaba lentamente sobre el Sena desierto,
Y la sombra de París, frotándose los ojos,
Empuñaba sus herramientas, anciano laborioso.

1852.



















Ricardo Marcenaro
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