Cuento: Anatole France - El huevo rojo - Links a mas Cuento
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Cuento: Anatole France - El huevo rojo - Links a mas Cuento | Posted on 20:43
EL HUEVO ROJO
El doctor N*** dejó su taza de café sobre la chimenea, y después de arrojar a la lumbre la colilla del cigarro, me dijo:
-Amigo mío, hace tiempo me contó usted el extraño suicidio de una mujer atormentada por el terror y los remordimientos. Su naturaleza era delicada y su cultura exquisita. Sospechosa de complicidad en un crimen, del que sólo fue testigo mudo, agitada por su irreparable cobardía y presa de perpetuas pesadillas, que representaban a su marido muerto y putrefacto señalándola con el dedo a los magistrados: era la víctima inerte de su sensibilidad exasperada.
En aquel estado, una circunstancia insignificante y fortuita decidió su suerte. Su sobrino, niño y escolar, vivía con ella. Una mañana escribió, como de costumbre, sus lecciones en el comedor. Allí se encontraba también la pobre señora. El niño comenzó a traducir, palabra por palabra, versos de Sófocles, pronunciando en voz alta los términos griegos y franceses a medida que los iba escribiendo: "Kxxxxxxx, la cabeza divina; Kxxxxxxx, de Yocasta; Kxxxxxxx, ha muerto; Kxxxxxxx, destrenzado su cabellera; Kxxxxxxx; le nombra; Kxxxxxxx, Laïs, muerto... Kxxxxxxx, vimos; Kxxxxxxx, la mujer ahorcada." Hizo una rúbrica rasgando el papel, sacó la lengua que estaba del color de la tinta por haber lamido la lapicera y canturreó: "¡Ahorcada! ¡Ahorcada! ¡Ahorcada!" La infeliz, cuya voluntad se hallaba extinguida, obedeció, sin defenderse, a la sugestión de la palabra que había escuchado tres veces. Se levantó rígida, muda, con los ojos cristalizados, y entró en su aposento.
Algunas horas después, el comisario de policía, llamado para certificar el suicidio, pensaba lo siguiente:
"He visto muchas mujeres suicidas; pero ésta es la primera que se ahorca."
Se habla de sugestión. Este caso uno de las más naturales y de los más creíbles. Desconfío bastante, a pesar de todo, de las sugestiones aplicadas en las clínicas. Pero que un ser cuya voluntad se halle aletargada obedezca a todas las excitaciones exteriores, es una certidumbre que la razón admite y que la experiencia demuestra.
Este caso que usted me refirió me recuerda uno análogo: el de mi desdichado compañero Alejandro Le Mansel. Un verso de Sófocles mató a la heroína de aquel relato, y una frase de Lampride perdió al amigo de quien me propongo hablarle.
Le Mansel, con el cual estudié en el colegio de Abranches, no se parecía a ninguno de sus compañeros. Resultaba al mismo tiempo más aniñado y más viejo de lo que en realidad era.
Bajito y endeble, a los quince años aún se asustaba de todo lo que asusta a los niños pequeños. La oscuridad le inspiraba un espanto invencible. No podía ver, sin llorar, a uno de los criados del colegio que tenía un lobanillo muy gordo en la coronilla. Muchas veces, a corta distancia, presentaba el aspecto de un viejo. Su piel reseca, tirante sobre las sienes, prestaba poco vigor a sus pobres cabellos. Su frente relucía como la de los hombres maduros. sus ojos mortecinos carecían de brillantez. Sólo su boca daba cierto carácter a su fisonomía. Sus labios expresaban alternativamente alegría infantil y sufrimientos misteriosos.
El timbre de su voz era claro y agradable, pero su manera enfática de recitar versos nos hizo reír muchas veces.
En las horas de recreo le gustaba jugar bulliciosamente con los demás, y no era desmañado ni retraído; pero en todo ponía siempre un ardor febril y actitudes de sonámbulo que le valieron entre muchos de sus compañeros una antipatía invencible.
No inspiraba ningún afecto, y hubiera sido el hazmerreir de no impedirlo su extraña dignidad agreste y su fama de buen estudiante, la que nos obligaba a respetarle.
No siempre sabía sus lecciones con la misma seguridad: algunas veces se le notaba distraído, pero a pesar de eso, solía ser el primero de la clase.
Se decía que hablaba de noche en el dormitorio y que llegó a levantarse sonámbulo de la cama. En realidad nadie lo vio ni oyó, porque nadie se despertaba una vez que se quedaba dormido. Atravesábamos la dichosa época de la vida en que se duerme profundamente.
Durante mucho tiempo me inspiró más curiosidad que simpatía, pero de pronto, en una excursión hecha por todos los de la clase a la abadía del Monte Saint-Michel, intimamos de verdad.
Entre cánticos ensordecedores recorrimos la playa con los pies desnudos, llevando las botas y la merienda colgadas al hombro en la punta de un palo. Penetramos por la poterna y, después de dejar al pie de los torreones toda la carga, Le Mansel se sentó a mi lado sobre una de aquellas antiguas bombardas, oxidadas por la lluvia y la humedad de cinco siglos, que habían carcomido el hierro levantando quebradiza y profundas escamas.
Allí, mientras observaba con su mirada incolora y sus ojos vagos las ruinosas piedras que parecían elevarse hasta el cielo azul, y balanceaba sus pies desnudos, me dijo:
-Me hubiera gustado vivir en esas épocas de rudas batallas y ser un caballero de esos. Seguramente conquistaría estos dos miqueletes y veinte más, y ciento más, quitándole al ejército inglés todos sus cañones. Hubiera peleado solo y fieramente junto a la poterna, mientras el Arcángel San Miguel revoloteaba sobre mi cabeza como una luminosa y blanca nube.
Aquellas frases y la cantilena monótona que las acompañaba, me hicieron estremecer. Le dije:
-Yo hubiera sido tu escudero. Me agrada escucharte, Le Mansel, y a veces pienso como tú. Seamos amigos.
Le tendí la mano, que él estrechó con solemnidad.
Obedientes al mandato del maestro, nos calzamos y subimos en pelotón la estrecha rampa que conduce a la abadía.
Cerca de una higuera trepadora, y a medio camino, contemplamos la casita donde Tifania Raguel, viuda de Beltrán Duguesclín, vivió expuesta a los peligros del mar. Aquel sitio es tan reducido que resulta incomprensible pasarse una vida encerrada en él. Para vivir allí resultaba necesario que la buena Tifania fuese una viejecita muy encogida o más bien una santa, y que se limitase a una vida de pura contemplación.
Le Mansel extendió los brazos ansioso de oprimir contra su pecho aquel angelical y minúsculo retiro; luego, arrodillándose, besó la tierra sin advertir las burlas de sus compañeros, quienes alborotados por su regocijo le tiraron piedrecitas.
No detallaré nuestro paseo mientras nos enseñaban los calabozos, el claustro, las salas y la capilla. Observando a Le Mansel se hubiera creído que no veía nada. Sólo hablo sobre ese paseo para explicar cómo empezamos a ser amigos.
A la mañana siguiente, muy temprano, me despertó una voz temblorosa, que resonaba en mi oído y decía:
-Tifania no ha muerto.
Restregándome los ojos vi junto a mí el rostro de Le Mansel; había venido sólo para decirme eso; estaba en pijama. Le dije con brusquedad que me dejara dormir; al día siguiente no le dije nada sobre tan extraña confidencia.
Desde aquel día comprendí mejor a mi amigo, y descubrí en su carácter un orgullo inmenso que hasta entonces no había podido ni siquiera sospechar. A nadie sorprenderá saber que a mis quince años carecía yo de perspicacia psicológica, y, además, el orgullo de Le Mansel era demasiado sutil para que pudiera ser apreciado a primera vista; se basaba en lejanas quimeras y carecía de forma tangible; coordinando todos los sentimientos de mi amigo, les daba una especie de unidad a sus ideas raras e incoherentes. Durante las vacaciones que siguieron a nuestra excursión al Monte Saint-Michel, Le Mansel me invitó a pasar un día en casa de sus padres, labradores y propietarios de Saint-Julien.
Mi madre puso algún reparo, y aun después de permitirme que aceptara la invitación, se quedó poco tranquila por haber sido tan condescendiente.
Saint-Julien dista seis kilómetros de la ciudad. Luciendo un chaleco blanco y una bonita corbata azul, me dirigí allí un domingo por la mañana, temprano.
Alejandro me aguardaba en la puerta sonriendo infantilmente. Me agarró de la mano y me hizo entrar en "la sala". La vivienda, mitad rústica y mitad señoril, no me pareció pobre ni mal amueblada. Sin embargo, se me oprimió el corazón al entrar en ella y sentir el silencio y la tristeza que la invadían. Junto a la ventana, cuyos visillos estaban un poco levantados como delatores de una tímida curiosidad, vi una mujer que me pareció vieja. No aseguro de que lo fuese tanto como entonces creí. Era flaca y pálida, sus ojos brillaban en órbitas de sombra bajo unos párpados enrojecidos; a pesar de hallarnos en verano, su cuerpo y su cabeza se cubrían y arrebujaban con envolturas de abrigo; pero lo que le daba un aspecto más extraño, era la cinta de metal que ceñía su frente como una diadema.
-Es mamá -me dijo Le Mansel-. Tiene jaqueca.
La señora Le Mansel me saludó amablemente con voz quejumbrosa, y al advertir mi atónita mirada fija en su frente:
-Caballero -me dijo risueña-, lo que oprime mis sienes no es una corona, es un aro magnético para curar el dolor de cabeza.
Trataba yo de responder con la mayor amabilidad posible, cuando Le Mansel me jaló hacia el jardín, donde vimos un hombrecito calvo que se deslizaba por un camino como si fuera un fantasma. Tan menudo y tan flaco era, que daba miedo que el viento se lo llevara por los aires como un pajita cualquiera. Su aparente timidez, su cuello descarnado y largo, encorvado hacia delante, su cabeza del tamaño de un puño cerrado, su mirada furtiva, su andar a saltitos, como un pájaro, sus brazos cortos como alones le daban un aspecto de volátil desplumado.
Mi compañero Le Mansel me dijo que aquella extraña persona era su padre, y agregó que pasaríamos sin saludarle para no entorpecer su camino en dirección al corral, el único lugar donde vivía contento, rodeado de gallinas y pollos, entre los cuales había perdido la costumbre de hablar con los hombres. Mientras mi amigo me daba estas explicaciones, perdimos de vista a papá Le Mansel y su desaparición fue seguida inmediatamente de ruidosos y alegres cacareos. El buen señor estaba ya en su gallinero.
Dimos algunas caminatas por diferentes rumbos, siempre alrededor del jardín, y me advirtió que a la hora de almorzar conocería a su abuela, una señora muy respetable, pero cuyas palabras y opiniones no podían ser tomadas en consideración porque, por ratos, tenía bastante confuso y trastornado el juicio. Luego fuimos hasta un agradable bosquecillo, y allí, ruborizándose, me confesó en voz baja:
-He escrito unos versos dedicados a Tifania Raguel. Te los leeré otro día. ¡Ya verás! ¡Ya verás!
Con su repiqueteo, nos avisó la campana la hora del almuerzo, y nos dirigimos hacia el comedor, donde papá Le Mansel entró después que nosotros, llevando una cesta llena de huevos.
-Diez y ocho esta mañana -dijo con voz muy semejante a un cacareo.
Nos sirvieron una tortilla deliciosa. Estaba sentado entre la señora Le Mansel, que suspiraba bajo su diadema, y su madre, una vieja normanda, mofletuda, y que por no enseñar su boca sin dientes, reía con los ojos y apretaba mucho los labios. La imagine persona complaciente y amable.
Mientras comíamos el pato asado y el pollo en salsa, la buena señora nos refirió cuentos muy entretenidos, y aunque esperaba en cada instante que se realizara la advertencia de su nieto, no advertí en sus palabras la menor cosa que mostrase la perturbación de su inteligencia. Todo lo contrario, aquella viejecita me pareció risueña y locuaz, y el espíritu más equilibrado y alegre de la casa.
Terminado el almuerzo, fuimos a una salita cuyos muebles eran de nogal y estaban tapizados con terciopelo amarillo de Utrecht. Un reloj de figuras lucía sobre la chimenea entre dos candelabros. En la negra peana del reloj descansaba, protegido por el fanal que le cubría, un huevo rojo. Ignoro por qué motivo contemplé atentamente aquel huevo en cuanto lo vi. Los niños tienen curiosidades inexplicables. Debo añadir que aquel huevo presentaba una coloración extraordinaria y magnífica. No se parecía en absoluto a los huevos de Pascua, los cuales, impregnados en zumo de remolacha, toman ese color vinoso que atrae la admiración de los chiquillos, obligándoles a detenerse ante los escaparates de las fruterías. Aquel huevo estaba revestido de una púrpura real. No pude reprimirme y exprese mi opinión, con la indiscreción propia de mi edad.
El señor Le Mansel me respondió cacareando, y en las desafinaciones de su voz revelaba el asombro que la coloración del huevo le producía.
-Caballerito: este huevo no está pintado como usted sin duda supone. Así fue como salió de una gallina creylandesa de mi gallinero. Es un huevo extraordinario.
-Debes de añadir, porque no deja de ser curioso -le dijo la señora Le Mansel, con voz doliente-, que la gallina puso este huevo el mismo día en que nació nuestro Alejandro.
-Cierto -dijo el señor Le Mansel.
Entre tanto la abuela me miraba con ojos burlones, apretaba sus labios carnosos y me hacia señas de que no les creyese.
-¡Hum! -murmuró-; las gallinas empollan a veces huevos que no son suyos: con facilidad se echan sobre un huevo que no pusieron, y si algún vecino colocara en sus nidales un...
Su nieto la interrumpió furioso. Estaba pálido, sus manos temblaban.
-¡No la escuches! –gritó dirigiéndose a mí-. Recuerda lo que te dije. ¡No la escuches! ¡No la escuches!
-¡Extraordinario, extraordinario! -repetía el señor Le Mansel; y clavaba sus ojos redondos en el huevo purpúreo.
En lo sucesivo mi intimidad con Alejandro Le Mansel no dio lugar a ninguna anécdota que merezca contarse. Mi amigo me habló con frecuencia de sus versos a Tifania, pero sin llegar a leérmelos. Poco tiempo más tarde lo perdí de vista, porque mi madre me envió a París para que siguiera mis estudios. Hice los dos cursos del bachillerato y estudié medicina. Cuando preparaba mis tesis para el doctorado, recibí una carta de mi madre contándome que Alejandro había estado muy enfermo, y aquella enfermedad le dejó como triste recuerdo un miedo y una desconfianza insuperables, pero que a pesar de las hondas perturbaciones de su salud y de su mente, se había revelado en él unas extraordinarias dotes para el estudio de las matemáticas. No me sorprendieron esas noticias, porque algunas veces, al estudiar las perturbaciones de los centros nerviosos, había recordado a mi pobre amigo de Saint-Julien, y sospeché la parálisis general que sin duda amenazaba al hijo de una jaquecosa y de un microcéfalo reumático.
Al principio las apariencias no me dieron la razón. Alejandro Le Mansel, según me comunicaron desde Avranches, fue adquiriendo con los años un equilibrio saludable, y llegado a la edad adulta dio pruebas indudables de una clara inteligencia.
Adelantó mucho en sus estudios matemáticos; envió a la Academia de Ciencia la solución de varios problemas matemáticos hasta entonces no resueltos, que, a juicio de los académicos, fueron desarrolladas por mi amigo en forma tan acertada como elegante. Absorbido por sus trabajos pocas veces halló ocasión de escribirme. Sus cartas eran afectuosas, claras, bien redactadas; nada había en ellas que pudiera parecer sospechoso al neurólogo más perspicaz. Pero un buen día cesó por completo nuestra correspondencia y durante diez años no volví a tener noticias de mi amigo.
Me quedé muy sorprendido cuando hace un año, mi criado me trajo la tarjeta de Le Mansel, y me dijo que aquel caballero aguardaba en la antesala. En ese momento estaba en mi despacho con otro médico, reunidos para resolver asuntos profesionales de bastante importancia, pero ante aquella inesperada visita pedí a mi colega que aguardara unos instantes y salí para darle un abrazo a mi antiguo amigo. Lo vi muy avejentado, calvo, pálido y enflaquecido. Lo tome de un brazo y le lleve hasta el salón.
-Me alegra mucho volver a verte -me dijo-, y vengo a darte cuenta de muchas novedades. Sufro persecuciones absurdas, pero tengo valor de sobra. Los enfrentó heroicamente y al final derrotaré a mis enemigos.
Aquellas frases me inquietaron, como le hubiera sucedido a cualquier otro médico neurólogo que se encontrará en mi lugar. Era un síntoma de la enfermedad que amenazaba fieramente a mi amigo, según las leyes fatales de la herencia, y que hasta entonces se había mantenido oculta.
-Ya me contarás todo y te escucharé atentamente, amigo mío -le dije-. Te dejo unos instantes, mientras con un colega termino un asunto que no puedo postergar. Agarra un libro para pasar el rato, y espérame, por favor.
No ignora usted, amigo mío, que tengo muchos libros y que mi salón alberga, repartidos en tres grandes estantes de caoba, seis mil volúmenes y pico. ¿Por qué fatalidad mi desgraciado amigo fue a sacar entre todos justamente el que podía perjudicarle, y que además lo abrió por la página funesta? Trabajé aproximadamente veinte minutos con mi colega, y en cuanto éste se despidió volví al salón donde había dejado a Le Mansel. Se hallaba el infeliz sumido en una exaltación espantosa, golpeando sobre sus rodillas un libro abierto que al instante reconocí: era la traducción de la Historia de Augusto. Le Mansel repetía en voz alta esta frase de Lampride: "El día que nació Alejandro Severo, una gallina del padre del recién nacido puso un huevo rojo, presagio de la púrpura imperial que la criatura debía revestir."
Su exaltación rayaba en locura. Echaba espuma por la boca y vociferaba: "¡El huevo, el huevo de mi nacimiento! Soy emperador. Ya sé que pretendes asesinarme. ¡No te aproximes, villano!"
Y mientras hablaba, iba y venía rápidamente. Luego cambió su ira en entusiasmo, y abriéndome sus brazos, dijo:
-Amigo mío, compañero de la niñez, ¿cómo quieres que yo te favorezca? ¡Pide!... Soy emperador... emperador... Mi padre no se había engañado... ¡El huevo rojo! ¡Soy emperador! Era inevitable que lo fuese.
Volvió a entristecerse y desesperar:
-Malvado, ¿por qué me ocultabas este libro? Yo castigaré tu crimen de lesa majestad... ¡Emperador! ¡Emperador! He de serlo; sí; es mi deber. ¡Vamos, vamos!...
Salió. En vano traté de retenerle; pudo soltarse y huir. Ya sabe usted lo demás. Todos los periódicos han referido que al salir de mi casa compró un revólver y mató al empleado que le impidió la entrada en el Palacio Imperial.
Una frase escrita en el siglo IV por un historiador latino, ocasiona, pasados quince siglos, la muerte de un desdichado joven en París... ¿Quién desenmarañará nunca el ovillo de las causas y los efectos? ¿Quién puede decir a conciencia, al realizar un acto cualquiera: "Sé lo que hago"? Amigo mío, esto es lo que quería contarle. Lo demás incumbe sólo a las estadísticas médicas y puede reducirse a dos palabras: "Le Mansel, encerrado en un sanatorio, fue víctima durante quince días de una locura furiosa. Luego cayó en un estado de imbecilidad completa, en el cual su glotonería era tanta que el infeliz devoraba hasta la cera de sacar lustre a los pisos. Hace tres meses quiso tragarse una esponja, y se ahogó."
El doctor encendió un cigarrillo. Nos quedamos un rato en silencio. Después dije:
-Acaba usted de contarme una historia terrible, doctor.
-Muy terrible -respondió el doctor-, y además muy cierta. Con mucho gusto saborearía una copita de coñac.
El doctor N*** dejó su taza de café sobre la chimenea, y después de arrojar a la lumbre la colilla del cigarro, me dijo:
-Amigo mío, hace tiempo me contó usted el extraño suicidio de una mujer atormentada por el terror y los remordimientos. Su naturaleza era delicada y su cultura exquisita. Sospechosa de complicidad en un crimen, del que sólo fue testigo mudo, agitada por su irreparable cobardía y presa de perpetuas pesadillas, que representaban a su marido muerto y putrefacto señalándola con el dedo a los magistrados: era la víctima inerte de su sensibilidad exasperada.
En aquel estado, una circunstancia insignificante y fortuita decidió su suerte. Su sobrino, niño y escolar, vivía con ella. Una mañana escribió, como de costumbre, sus lecciones en el comedor. Allí se encontraba también la pobre señora. El niño comenzó a traducir, palabra por palabra, versos de Sófocles, pronunciando en voz alta los términos griegos y franceses a medida que los iba escribiendo: "Kxxxxxxx, la cabeza divina; Kxxxxxxx, de Yocasta; Kxxxxxxx, ha muerto; Kxxxxxxx, destrenzado su cabellera; Kxxxxxxx; le nombra; Kxxxxxxx, Laïs, muerto... Kxxxxxxx, vimos; Kxxxxxxx, la mujer ahorcada." Hizo una rúbrica rasgando el papel, sacó la lengua que estaba del color de la tinta por haber lamido la lapicera y canturreó: "¡Ahorcada! ¡Ahorcada! ¡Ahorcada!" La infeliz, cuya voluntad se hallaba extinguida, obedeció, sin defenderse, a la sugestión de la palabra que había escuchado tres veces. Se levantó rígida, muda, con los ojos cristalizados, y entró en su aposento.
Algunas horas después, el comisario de policía, llamado para certificar el suicidio, pensaba lo siguiente:
"He visto muchas mujeres suicidas; pero ésta es la primera que se ahorca."
Se habla de sugestión. Este caso uno de las más naturales y de los más creíbles. Desconfío bastante, a pesar de todo, de las sugestiones aplicadas en las clínicas. Pero que un ser cuya voluntad se halle aletargada obedezca a todas las excitaciones exteriores, es una certidumbre que la razón admite y que la experiencia demuestra.
Este caso que usted me refirió me recuerda uno análogo: el de mi desdichado compañero Alejandro Le Mansel. Un verso de Sófocles mató a la heroína de aquel relato, y una frase de Lampride perdió al amigo de quien me propongo hablarle.
Le Mansel, con el cual estudié en el colegio de Abranches, no se parecía a ninguno de sus compañeros. Resultaba al mismo tiempo más aniñado y más viejo de lo que en realidad era.
Bajito y endeble, a los quince años aún se asustaba de todo lo que asusta a los niños pequeños. La oscuridad le inspiraba un espanto invencible. No podía ver, sin llorar, a uno de los criados del colegio que tenía un lobanillo muy gordo en la coronilla. Muchas veces, a corta distancia, presentaba el aspecto de un viejo. Su piel reseca, tirante sobre las sienes, prestaba poco vigor a sus pobres cabellos. Su frente relucía como la de los hombres maduros. sus ojos mortecinos carecían de brillantez. Sólo su boca daba cierto carácter a su fisonomía. Sus labios expresaban alternativamente alegría infantil y sufrimientos misteriosos.
El timbre de su voz era claro y agradable, pero su manera enfática de recitar versos nos hizo reír muchas veces.
En las horas de recreo le gustaba jugar bulliciosamente con los demás, y no era desmañado ni retraído; pero en todo ponía siempre un ardor febril y actitudes de sonámbulo que le valieron entre muchos de sus compañeros una antipatía invencible.
No inspiraba ningún afecto, y hubiera sido el hazmerreir de no impedirlo su extraña dignidad agreste y su fama de buen estudiante, la que nos obligaba a respetarle.
No siempre sabía sus lecciones con la misma seguridad: algunas veces se le notaba distraído, pero a pesar de eso, solía ser el primero de la clase.
Se decía que hablaba de noche en el dormitorio y que llegó a levantarse sonámbulo de la cama. En realidad nadie lo vio ni oyó, porque nadie se despertaba una vez que se quedaba dormido. Atravesábamos la dichosa época de la vida en que se duerme profundamente.
Durante mucho tiempo me inspiró más curiosidad que simpatía, pero de pronto, en una excursión hecha por todos los de la clase a la abadía del Monte Saint-Michel, intimamos de verdad.
Entre cánticos ensordecedores recorrimos la playa con los pies desnudos, llevando las botas y la merienda colgadas al hombro en la punta de un palo. Penetramos por la poterna y, después de dejar al pie de los torreones toda la carga, Le Mansel se sentó a mi lado sobre una de aquellas antiguas bombardas, oxidadas por la lluvia y la humedad de cinco siglos, que habían carcomido el hierro levantando quebradiza y profundas escamas.
Allí, mientras observaba con su mirada incolora y sus ojos vagos las ruinosas piedras que parecían elevarse hasta el cielo azul, y balanceaba sus pies desnudos, me dijo:
-Me hubiera gustado vivir en esas épocas de rudas batallas y ser un caballero de esos. Seguramente conquistaría estos dos miqueletes y veinte más, y ciento más, quitándole al ejército inglés todos sus cañones. Hubiera peleado solo y fieramente junto a la poterna, mientras el Arcángel San Miguel revoloteaba sobre mi cabeza como una luminosa y blanca nube.
Aquellas frases y la cantilena monótona que las acompañaba, me hicieron estremecer. Le dije:
-Yo hubiera sido tu escudero. Me agrada escucharte, Le Mansel, y a veces pienso como tú. Seamos amigos.
Le tendí la mano, que él estrechó con solemnidad.
Obedientes al mandato del maestro, nos calzamos y subimos en pelotón la estrecha rampa que conduce a la abadía.
Cerca de una higuera trepadora, y a medio camino, contemplamos la casita donde Tifania Raguel, viuda de Beltrán Duguesclín, vivió expuesta a los peligros del mar. Aquel sitio es tan reducido que resulta incomprensible pasarse una vida encerrada en él. Para vivir allí resultaba necesario que la buena Tifania fuese una viejecita muy encogida o más bien una santa, y que se limitase a una vida de pura contemplación.
Le Mansel extendió los brazos ansioso de oprimir contra su pecho aquel angelical y minúsculo retiro; luego, arrodillándose, besó la tierra sin advertir las burlas de sus compañeros, quienes alborotados por su regocijo le tiraron piedrecitas.
No detallaré nuestro paseo mientras nos enseñaban los calabozos, el claustro, las salas y la capilla. Observando a Le Mansel se hubiera creído que no veía nada. Sólo hablo sobre ese paseo para explicar cómo empezamos a ser amigos.
A la mañana siguiente, muy temprano, me despertó una voz temblorosa, que resonaba en mi oído y decía:
-Tifania no ha muerto.
Restregándome los ojos vi junto a mí el rostro de Le Mansel; había venido sólo para decirme eso; estaba en pijama. Le dije con brusquedad que me dejara dormir; al día siguiente no le dije nada sobre tan extraña confidencia.
Desde aquel día comprendí mejor a mi amigo, y descubrí en su carácter un orgullo inmenso que hasta entonces no había podido ni siquiera sospechar. A nadie sorprenderá saber que a mis quince años carecía yo de perspicacia psicológica, y, además, el orgullo de Le Mansel era demasiado sutil para que pudiera ser apreciado a primera vista; se basaba en lejanas quimeras y carecía de forma tangible; coordinando todos los sentimientos de mi amigo, les daba una especie de unidad a sus ideas raras e incoherentes. Durante las vacaciones que siguieron a nuestra excursión al Monte Saint-Michel, Le Mansel me invitó a pasar un día en casa de sus padres, labradores y propietarios de Saint-Julien.
Mi madre puso algún reparo, y aun después de permitirme que aceptara la invitación, se quedó poco tranquila por haber sido tan condescendiente.
Saint-Julien dista seis kilómetros de la ciudad. Luciendo un chaleco blanco y una bonita corbata azul, me dirigí allí un domingo por la mañana, temprano.
Alejandro me aguardaba en la puerta sonriendo infantilmente. Me agarró de la mano y me hizo entrar en "la sala". La vivienda, mitad rústica y mitad señoril, no me pareció pobre ni mal amueblada. Sin embargo, se me oprimió el corazón al entrar en ella y sentir el silencio y la tristeza que la invadían. Junto a la ventana, cuyos visillos estaban un poco levantados como delatores de una tímida curiosidad, vi una mujer que me pareció vieja. No aseguro de que lo fuese tanto como entonces creí. Era flaca y pálida, sus ojos brillaban en órbitas de sombra bajo unos párpados enrojecidos; a pesar de hallarnos en verano, su cuerpo y su cabeza se cubrían y arrebujaban con envolturas de abrigo; pero lo que le daba un aspecto más extraño, era la cinta de metal que ceñía su frente como una diadema.
-Es mamá -me dijo Le Mansel-. Tiene jaqueca.
La señora Le Mansel me saludó amablemente con voz quejumbrosa, y al advertir mi atónita mirada fija en su frente:
-Caballero -me dijo risueña-, lo que oprime mis sienes no es una corona, es un aro magnético para curar el dolor de cabeza.
Trataba yo de responder con la mayor amabilidad posible, cuando Le Mansel me jaló hacia el jardín, donde vimos un hombrecito calvo que se deslizaba por un camino como si fuera un fantasma. Tan menudo y tan flaco era, que daba miedo que el viento se lo llevara por los aires como un pajita cualquiera. Su aparente timidez, su cuello descarnado y largo, encorvado hacia delante, su cabeza del tamaño de un puño cerrado, su mirada furtiva, su andar a saltitos, como un pájaro, sus brazos cortos como alones le daban un aspecto de volátil desplumado.
Mi compañero Le Mansel me dijo que aquella extraña persona era su padre, y agregó que pasaríamos sin saludarle para no entorpecer su camino en dirección al corral, el único lugar donde vivía contento, rodeado de gallinas y pollos, entre los cuales había perdido la costumbre de hablar con los hombres. Mientras mi amigo me daba estas explicaciones, perdimos de vista a papá Le Mansel y su desaparición fue seguida inmediatamente de ruidosos y alegres cacareos. El buen señor estaba ya en su gallinero.
Dimos algunas caminatas por diferentes rumbos, siempre alrededor del jardín, y me advirtió que a la hora de almorzar conocería a su abuela, una señora muy respetable, pero cuyas palabras y opiniones no podían ser tomadas en consideración porque, por ratos, tenía bastante confuso y trastornado el juicio. Luego fuimos hasta un agradable bosquecillo, y allí, ruborizándose, me confesó en voz baja:
-He escrito unos versos dedicados a Tifania Raguel. Te los leeré otro día. ¡Ya verás! ¡Ya verás!
Con su repiqueteo, nos avisó la campana la hora del almuerzo, y nos dirigimos hacia el comedor, donde papá Le Mansel entró después que nosotros, llevando una cesta llena de huevos.
-Diez y ocho esta mañana -dijo con voz muy semejante a un cacareo.
Nos sirvieron una tortilla deliciosa. Estaba sentado entre la señora Le Mansel, que suspiraba bajo su diadema, y su madre, una vieja normanda, mofletuda, y que por no enseñar su boca sin dientes, reía con los ojos y apretaba mucho los labios. La imagine persona complaciente y amable.
Mientras comíamos el pato asado y el pollo en salsa, la buena señora nos refirió cuentos muy entretenidos, y aunque esperaba en cada instante que se realizara la advertencia de su nieto, no advertí en sus palabras la menor cosa que mostrase la perturbación de su inteligencia. Todo lo contrario, aquella viejecita me pareció risueña y locuaz, y el espíritu más equilibrado y alegre de la casa.
Terminado el almuerzo, fuimos a una salita cuyos muebles eran de nogal y estaban tapizados con terciopelo amarillo de Utrecht. Un reloj de figuras lucía sobre la chimenea entre dos candelabros. En la negra peana del reloj descansaba, protegido por el fanal que le cubría, un huevo rojo. Ignoro por qué motivo contemplé atentamente aquel huevo en cuanto lo vi. Los niños tienen curiosidades inexplicables. Debo añadir que aquel huevo presentaba una coloración extraordinaria y magnífica. No se parecía en absoluto a los huevos de Pascua, los cuales, impregnados en zumo de remolacha, toman ese color vinoso que atrae la admiración de los chiquillos, obligándoles a detenerse ante los escaparates de las fruterías. Aquel huevo estaba revestido de una púrpura real. No pude reprimirme y exprese mi opinión, con la indiscreción propia de mi edad.
El señor Le Mansel me respondió cacareando, y en las desafinaciones de su voz revelaba el asombro que la coloración del huevo le producía.
-Caballerito: este huevo no está pintado como usted sin duda supone. Así fue como salió de una gallina creylandesa de mi gallinero. Es un huevo extraordinario.
-Debes de añadir, porque no deja de ser curioso -le dijo la señora Le Mansel, con voz doliente-, que la gallina puso este huevo el mismo día en que nació nuestro Alejandro.
-Cierto -dijo el señor Le Mansel.
Entre tanto la abuela me miraba con ojos burlones, apretaba sus labios carnosos y me hacia señas de que no les creyese.
-¡Hum! -murmuró-; las gallinas empollan a veces huevos que no son suyos: con facilidad se echan sobre un huevo que no pusieron, y si algún vecino colocara en sus nidales un...
Su nieto la interrumpió furioso. Estaba pálido, sus manos temblaban.
-¡No la escuches! –gritó dirigiéndose a mí-. Recuerda lo que te dije. ¡No la escuches! ¡No la escuches!
-¡Extraordinario, extraordinario! -repetía el señor Le Mansel; y clavaba sus ojos redondos en el huevo purpúreo.
En lo sucesivo mi intimidad con Alejandro Le Mansel no dio lugar a ninguna anécdota que merezca contarse. Mi amigo me habló con frecuencia de sus versos a Tifania, pero sin llegar a leérmelos. Poco tiempo más tarde lo perdí de vista, porque mi madre me envió a París para que siguiera mis estudios. Hice los dos cursos del bachillerato y estudié medicina. Cuando preparaba mis tesis para el doctorado, recibí una carta de mi madre contándome que Alejandro había estado muy enfermo, y aquella enfermedad le dejó como triste recuerdo un miedo y una desconfianza insuperables, pero que a pesar de las hondas perturbaciones de su salud y de su mente, se había revelado en él unas extraordinarias dotes para el estudio de las matemáticas. No me sorprendieron esas noticias, porque algunas veces, al estudiar las perturbaciones de los centros nerviosos, había recordado a mi pobre amigo de Saint-Julien, y sospeché la parálisis general que sin duda amenazaba al hijo de una jaquecosa y de un microcéfalo reumático.
Al principio las apariencias no me dieron la razón. Alejandro Le Mansel, según me comunicaron desde Avranches, fue adquiriendo con los años un equilibrio saludable, y llegado a la edad adulta dio pruebas indudables de una clara inteligencia.
Adelantó mucho en sus estudios matemáticos; envió a la Academia de Ciencia la solución de varios problemas matemáticos hasta entonces no resueltos, que, a juicio de los académicos, fueron desarrolladas por mi amigo en forma tan acertada como elegante. Absorbido por sus trabajos pocas veces halló ocasión de escribirme. Sus cartas eran afectuosas, claras, bien redactadas; nada había en ellas que pudiera parecer sospechoso al neurólogo más perspicaz. Pero un buen día cesó por completo nuestra correspondencia y durante diez años no volví a tener noticias de mi amigo.
Me quedé muy sorprendido cuando hace un año, mi criado me trajo la tarjeta de Le Mansel, y me dijo que aquel caballero aguardaba en la antesala. En ese momento estaba en mi despacho con otro médico, reunidos para resolver asuntos profesionales de bastante importancia, pero ante aquella inesperada visita pedí a mi colega que aguardara unos instantes y salí para darle un abrazo a mi antiguo amigo. Lo vi muy avejentado, calvo, pálido y enflaquecido. Lo tome de un brazo y le lleve hasta el salón.
-Me alegra mucho volver a verte -me dijo-, y vengo a darte cuenta de muchas novedades. Sufro persecuciones absurdas, pero tengo valor de sobra. Los enfrentó heroicamente y al final derrotaré a mis enemigos.
Aquellas frases me inquietaron, como le hubiera sucedido a cualquier otro médico neurólogo que se encontrará en mi lugar. Era un síntoma de la enfermedad que amenazaba fieramente a mi amigo, según las leyes fatales de la herencia, y que hasta entonces se había mantenido oculta.
-Ya me contarás todo y te escucharé atentamente, amigo mío -le dije-. Te dejo unos instantes, mientras con un colega termino un asunto que no puedo postergar. Agarra un libro para pasar el rato, y espérame, por favor.
No ignora usted, amigo mío, que tengo muchos libros y que mi salón alberga, repartidos en tres grandes estantes de caoba, seis mil volúmenes y pico. ¿Por qué fatalidad mi desgraciado amigo fue a sacar entre todos justamente el que podía perjudicarle, y que además lo abrió por la página funesta? Trabajé aproximadamente veinte minutos con mi colega, y en cuanto éste se despidió volví al salón donde había dejado a Le Mansel. Se hallaba el infeliz sumido en una exaltación espantosa, golpeando sobre sus rodillas un libro abierto que al instante reconocí: era la traducción de la Historia de Augusto. Le Mansel repetía en voz alta esta frase de Lampride: "El día que nació Alejandro Severo, una gallina del padre del recién nacido puso un huevo rojo, presagio de la púrpura imperial que la criatura debía revestir."
Su exaltación rayaba en locura. Echaba espuma por la boca y vociferaba: "¡El huevo, el huevo de mi nacimiento! Soy emperador. Ya sé que pretendes asesinarme. ¡No te aproximes, villano!"
Y mientras hablaba, iba y venía rápidamente. Luego cambió su ira en entusiasmo, y abriéndome sus brazos, dijo:
-Amigo mío, compañero de la niñez, ¿cómo quieres que yo te favorezca? ¡Pide!... Soy emperador... emperador... Mi padre no se había engañado... ¡El huevo rojo! ¡Soy emperador! Era inevitable que lo fuese.
Volvió a entristecerse y desesperar:
-Malvado, ¿por qué me ocultabas este libro? Yo castigaré tu crimen de lesa majestad... ¡Emperador! ¡Emperador! He de serlo; sí; es mi deber. ¡Vamos, vamos!...
Salió. En vano traté de retenerle; pudo soltarse y huir. Ya sabe usted lo demás. Todos los periódicos han referido que al salir de mi casa compró un revólver y mató al empleado que le impidió la entrada en el Palacio Imperial.
Una frase escrita en el siglo IV por un historiador latino, ocasiona, pasados quince siglos, la muerte de un desdichado joven en París... ¿Quién desenmarañará nunca el ovillo de las causas y los efectos? ¿Quién puede decir a conciencia, al realizar un acto cualquiera: "Sé lo que hago"? Amigo mío, esto es lo que quería contarle. Lo demás incumbe sólo a las estadísticas médicas y puede reducirse a dos palabras: "Le Mansel, encerrado en un sanatorio, fue víctima durante quince días de una locura furiosa. Luego cayó en un estado de imbecilidad completa, en el cual su glotonería era tanta que el infeliz devoraba hasta la cera de sacar lustre a los pisos. Hace tres meses quiso tragarse una esponja, y se ahogó."
El doctor encendió un cigarrillo. Nos quedamos un rato en silencio. Después dije:
-Acaba usted de contarme una historia terrible, doctor.
-Muy terrible -respondió el doctor-, y además muy cierta. Con mucho gusto saborearía una copita de coñac.
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