Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 7 - Primera parte - Lo prohibido y la transgresión - Cap VII - Matar y sacrificar - Links a mas Filosofia
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 7 - Primera parte - Lo prohibido y la transgresión - Cap VII - Matar y sacrificar - Links a mas Filosofia | Posted on 16:25
Capítulo VII
Matar y sacrificar
La suspensión religiosa de la prohibición de dar la muerte, el sacrificio y el mundo de la animalidad divina
Ese desencadenamiento global del deseo de matar que es la guerra rebasa en conjunto el ámbito de la religión. Por su parte, el sacrificio, que por lo demás, y tal como lo es la guerra, es un levantamiento de la prohibición de dar la muerte, es, muy al contrario, el acto religioso por excelencia.
Ciertamente, el sacrificio es considerado más que nada como una ofrenda. Puede no tener ningún carácter sangriento. Recordemos que lo más corriente es que el sacrificio de sangre sea inmolación de víctimas animales. Cuando, al desarrollarse la civilización, inmolar a un hombre pareció una cosa horrible, la víctima sustitutiva solía ser un animal. Pero, en primer lugar, la sustitución no fue el origen del sacrificio animal; el sacrificio humano es más reciente, y los sacrificios más antiguos que conocemos tenían como víctima a animales. Aparentemente, el abismo que, según nuestro modo de ver, separa al animal del hombre, es posterior a la domesticación, que sobrevino en tiempos del neolítico. Las prohibiciones tendían a separar de manera efectiva al animal del hombre; y, en efecto, sólo el hombre observa esas prohibiciones. Pero, para la humanidad primera, los animales no se diferenciaban de los hombres. Más aún, los animales, por el hecho de que no observan prohibiciones, tuvieron de entrada un carácter más sagrado, más divino que los hombres.
En su mayor parte, los dioses más antiguos eran animales, extraños a las prohibiciones que limitan básicamente la soberanía del hombre. Al comienzo, dar la muerte a un animal debió de inspirar un fuerte sentimiento de estar cometiendo un sacrilegio. La víctima, a la que se daba muerte colectivamente, adquirió el sentido de lo divino. El sacrificio la consagraba, la divinizaba.
La víctima animal era ya por adelantado sagrada. Su carácter sagrado expresa la maldición vinculada a la violencia, y el animal, sin una segunda intención, nunca abandona la violencia que lo anima. A los ojos de la humanidad primera, el animal no podía ignorar una violencia fundamental; no podía ignorar que su impulso mismo, esa violencia, es la violación de la ley. Faltaba por esencia a esa ley, y lo hacía de manera consciente y soberana. Pero, por encima de todo, a través de la muerte, qué es culminación de la violencia, la violencia estaba desencadenada en él; él era su presa, sin reservas. Una violencia tan divinamente violenta eleva a la víctima por encima de un mundo aplanado, chato, en el que los hombres llevan una vida calculada. En relación con esta vida calculada, la muerte y la violencia deliran; no pueden mantenerse en el respeto y en la ley que ordenan la vida humana socialmente. La muerte, para la conciencia ingenua, sólo puede provenir de una ofensa, de una falta, de una infracción. Una vez más, la muerte trastorna violentamente el orden legal.
La muerte da cima a un carácter de transgresión que es propio del animal. La muerte entra en la profundidad del ser del animal; es, en el rito sangriento, la revelación de esa profundidad.
Volvamos ahora sobre el tema presentado en la Introducción, cuando señalé que «para nosotros, que somos seres discontinuos, la muerte tiene el sentido de la continuidad del ser».
A propósito del sacrificio, escribía allí: «La víctima muere, y entonces los asistentes participan de un elemento que esa muerte les revela. Este elemento podemos llamarlo, con los historiadores de las religiones, lo sagrado. Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a quienes prestan atención, en un rito solemne, a la muerte de un ser discontinuo. Hay, como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad del ser, a la cual se devuelve a la víctima. Sólo una muerte espectacular, operada en las condiciones determinadas por la gravedad y la colectividad de la religión, es susceptible de revelar lo que habitualmente se escapa a nuestra atención. Por lo demás, no podríamos representarnos lo que aparece en lo más secreto del ser de los asistentes si no pudiéramos referirnos a las experiencias religiosas que hemos realizado personalmente, aunque fuese durante la infancia. Todo nos lleva a creer que, esencialmente, lo sagrado de los sacrificios primitivos es análogo a lo divino de las religiones actuales».1
En el plano definido por lo que vengo desarrollando, la continuidad divina está vinculada a la transgresión de la ley que funda el orden de los seres discontinuos. Los seres discontinuos que son los hombres se esfuerzan en perseverar en la discontinuidad. Pero la muerte, al menos la contemplación de la muerte, los devuelve a la experiencia de la continuidad.
Lo que sigue es esencial.
Con el movimiento de las prohibiciones, el hombre se separaba del animal. Intentaba huir del juego excesivo de la muerte y de la reproducción (esto es, de la violencia), en cuyo poder el animal está sin reservas.
Ahora bien, con el movimiento segundo de la transgresión, el hombre se acercó al animal. Vio en el animal lo que escapa a la regla de la prohibición, lo que permanece abierto a la violencia (esto es, al exceso), que rige el mundo de la muerte y de la reproducción. Al parecer, esa concordancia secundaria entre el hombre y el animal, ese movimiento de rebote, correspondió a la humanidad de las cuevas pintadas, a ese hombre completo, semejante a nosotros, que sustituyó al hombre de Neandertal, cercano aún del antropoide. Ese hombre nos dejó las maravillosas imágenes de animales que nos son familiares. Pero muy pocas veces se representó a sí mismo; y, cuando lo hizo, fue disfrazado, oculto, por así decirlo, bajo los rasgos de algún animal cuya máscara llevaba puesta. Al menos, las imágenes humanas más claras poseen ese carácter que las hace extrañas. La humanidad debió de tener vergüenza, no como nosotros de la animalidad inicial, sino de sí misma. Y la humanidad no ha reconsiderado esas fundamentales decisiones tomadas en un primer movimiento. El hombre del paleolítico superior mantenía la prohibición vinculada con la muerte, y seguía enterrando los cadáveres de sus seres más cercanos; por otro lado, no tenemos ninguna razón para suponer que ignorase la prohibición sexual que sin duda el hombre de Neandertal ya conocía (la prohibición que cae sobre el incesto y el horror de la sangre menstrual son el fundamento de todos nuestros comportamientos). Pero la concordancia con la animalidad excluía la observación unilateral de esas prohibiciones; sería difícil introducir entre el paleolítico medio, tiempo del hombre de Neandertal, y el paleolítico superior (donde se introdujeron verosímilmente esos regímenes de transgresión que conocemos a la vez por las costumbres de los pueblos arcaicos y por los documentos de la antigüedad) una diferencia precisa de estructura. Estamos en el ámbito de la hipótesis. Pero podemos pensar de manera coherente que, si los cazadores de las cuevas pintadas practicaban —cosa admitida— la magia simpática, tuvieron al mismo tiempo el sentimiento de la divinidad animal. La divinidad animal implica el acatamiento de las prohibiciones más antiguas, a la vez que una transgresión limitada de las mismas, análoga a la que se verificó más tarde. A partir del momento en que los hombres poseen una cierta concordancia con la animalidad, entramos en el mundo de la transgresión. Al formar, en el mantenimiento de la prohibición, la síntesis del animal con el hombre, entramos en el mundo divino (el mundo sagrado). Ignoramos las formas que pusieron de manifiesto ese cambio, ignoramos si se practicaban sacrificios,2 sabemos muy poco también sobre la vida erótica de esos tiempos lejanos (debemos limitarnos a citar las frecuentes figuraciones itifálicas del hombre); pero sabemos que ese mundo naciente era el de la animalidad divina y que, ya desde su origen, debió de ser perturbado por el espíritu de la transgresión. El espíritu de la transgresión es el del dios animal que muere, el de ese dios cuya muerte anima la violencia. Es un espíritu de transgresión limitado por las prohibiciones que recaen sobre la humanidad. Las prohibiciones no afectan de ninguna manera ni a la esfera animal real ni al ámbito de la animalidad mítica; no afectan a los hombres soberanos cuya humanidad se esconde bajo la máscara del animal. El espíritu de ese mundo naciente es, para empezar, ininteligible; es el mundo natural mezclado con el divino. Aunque no es difícil de concebir para aquel cuyo pensamiento está a la altura de ese impulso.3 Ese mundo es el mundo humano que, formado en la negación de la animalidad, o de la naturaleza,4 se niega a sí mismo y, en esta segunda negación, se supera sin por ello volver a lo que había negado al comienzo.
El mundo así representado no responde seguramente al del paleolítico superior. Si suponemos que fue ya el del hombre de las pinturas rupestres, la comprensión de esa época y de sus obras es fácil. Pero su existencia sólo es segura en una época más tardía, que la historia más antigua nos da a conocer. Además, su existencia es confirmada por la etnografía, por la observación que la ciencia moderna ha podido hacer de los pueblos arcaicos. A la humanidad histórica de Egipto o de Grecia, el animal le confirió el sentimiento de una existencia soberana; le proporcionó la primera imagen, que la muerte en el sacrificio exaltaba, de sus dioses.
Esa imagen se sitúa en la prolongación del escenario de los cazadores primitivos que al comienzo he intentado plasmar. Tenía que empezar hablando de ese mundo de la caza primitiva donde la animalidad, por decirlo así, compuso la madriguera catedralicia en la que la violencia humana se metía para condensarse. En verdad, la animalidad de las pinturas rupestres y la esfera del sacrificio animal no pueden comprenderse la una sin la otra. Lo que sabemos del sacrificio animal nos abre a la inteligencia de las pinturas rupestres. Las pinturas de las cuevas nos permiten comprender el sacrificio.
La superación de la angustia
La actitud angustiada que fundó las prohibiciones oponía el rechazo —un paso atrás— de los primeros hombres a los movimientos ciegos de la vida. Los primeros hombres, con la conciencia despierta por el trabajo, se sintieron indispuestos por una avalancha vertiginosa, la de un renuevo incesante de una continua exigencia de muerte. Tomada en su conjunto, la vida es el inmenso movimiento que componen reproducción y muerte. La vida no cesa de engendrar, pero es para aniquilar lo que engendra. De ello, los primeros hombres tuvieron un sentimiento confuso. Rechazaron la muerte y la reproducción vertiginosa con prohibiciones. Pero nunca se encerraron en ese rechazo; o más bien no se encerraron en él sino para volver a salir lo más rápidamente posible. Salieron de ahí de la misma manera que entraron, bruscamente resueltos. La angustia, al parecer, constituye a la humanidad; pero no la angustia sin más, sino la angustia superada, la superación de la angustia. Esencialmente, la vida es un exceso, es la prodigalidad de la vida. Agota ilimitadamente sus fuerzas y sus recursos; aniquila constantemente lo que creó. En ese movimiento, la muchedumbre que forman los seres vivos es pasiva. Y no obstante, en el extremo, queremos resueltamente lo que pone en peligro nuestra vida.
No siempre tenemos fuerzas para quererlo; nuestros recursos se agotan y, a veces, el deseo es impotente. Si el peligro se hace demasiado pesado, si la muerte es inevitable, en principio, el deseo es inhibido. Pero si nos acompaña la suerte, el objeto que deseamos más ardientemente es el más susceptible de arrastrarnos hacia gastos frenéticos y arruinarnos. Los diversos individuos soportan de manera desigual pérdidas importantes de energía o de dinero, o amenazas graves de muerte. En la medida en que pueden hacerlo (es una cuestión —cuantitativa— de fuerza), los hombres buscan las mayores pérdidas y los mayores peligros. Creemos fácilmente lo contrario, porque los hombres suelen tener poca fuerza. Si les cae en suerte la fuerza, quieren consumirse de inmediato y exponerse al peligro. Cualquiera que tenga fuerza y medios para ello se entregará a continuos dispendios y se expondrá sin cesar al peligro.
A fin de ilustrar estas afirmaciones de valor general, voy a dejar de referirme por un momento a épocas antiguas o a costumbres arcaicas. Traigo a colación un hecho familiar, una experiencia que pertenece a la muchedumbre en cuyo seno vivimos. Tomaré apoyo en la literatura más extendida, en la novela más vulgar, que es la «policíaca». Estos libros suelen estar hechos a base de las desgracias de un protagonista y de las amenazas que sobre él pesan. Sin sus dificultades, sin su angustia, su vida no tendría ningún atractivo, nada apasionante que llevase a vivirla a través de la lectura. El carácter gratuito de las novelas, el hecho de que el lector esté evidentemente al abrigo del peligro, impiden habitualmente verlo así, pero gracias a ellas vivimos por procuración lo que no tenemos energía para vivir nosotros mismos. Lo que nos da la aventura de otro es la oportunidad de, soportándolo sin demasiada angustia, gozar del sentimiento de perder o de estar en peligro. Si dispusiéramos de incontables recursos morales, a nosotros mismos nos gustaría vivir como él. ¿Quién no ha soñado ser el protagonista de una novela? Ese deseo es menos fuerte que la prudencia —o la cobardía—; pero si hablamos de la voluntad profunda, que sólo la debilidad impide satisfacer, su sentido nos lo dan las historias que leemos con pasión.
De hecho, la literatura se sitúa en la continuación de las religiones, de las cuales es heredera. El sacrificio es una novela, es un cuento, ilustrado de manera sangrienta. O mejor, es, en estado rudimentario, una representación teatral, un drama reducido al episodio final en que la víctima, animal o humana, desempeña sola su papel, pero lo hace hasta la muerte. El rito es efectivamente la representación, reiterada en fecha fija, de un mito; es decir, esencialmente, de la muerte de un Dios. Nada de todo esto debería sorprendernos. Es lo mismo que sucede cada día, bajo una forma simbólica, en el sacrificio de la misa.
El juego de la angustia es siempre el mismo: la mayor angustia, la angustia que va hasta la muerte, es lo que los hombres desean, para hallar al final, más allá de la muerte y de la ruina, la superación de la angustia. Pero la superación de la angustia es posible con una condición: que la angustia guarde proporción con la sensibilidad que la llama.
La angustia es querida, hasta los límites de lo posible, en el sacrificio; pero, una vez alcanzados esos límites, es inevitable dar un paso atrás.5 A menudo, el sacrificio humano sustituye al sacrificio animal; ello sin duda en la medida en que, al alejarse el hombre del animal, la muerte del animal perdió parcialmente su valor angustiante. Más tarde, al asentarse la civilización, sucedió a la inversa, y las víctimas animales sustituían en ocasiones a las víctimas humanas, cuyo sacrificio apareció bárbaro. En épocas bastante tardías, resultaron repugnantes los sacrificios sangrientos de los israelitas. Los cristianos nunca conocieron otro sacrificio que el simbólico. Hubo que encontrar un acuerdo con una exuberancia cuyo término es la profusión de la muerte; pero también hizo falta fuerza para ello. De lo contrario, la náusea salía vencedora y reforzaba el poder de las prohibiciones.
Matar y sacrificar
La suspensión religiosa de la prohibición de dar la muerte, el sacrificio y el mundo de la animalidad divina
Ese desencadenamiento global del deseo de matar que es la guerra rebasa en conjunto el ámbito de la religión. Por su parte, el sacrificio, que por lo demás, y tal como lo es la guerra, es un levantamiento de la prohibición de dar la muerte, es, muy al contrario, el acto religioso por excelencia.
Ciertamente, el sacrificio es considerado más que nada como una ofrenda. Puede no tener ningún carácter sangriento. Recordemos que lo más corriente es que el sacrificio de sangre sea inmolación de víctimas animales. Cuando, al desarrollarse la civilización, inmolar a un hombre pareció una cosa horrible, la víctima sustitutiva solía ser un animal. Pero, en primer lugar, la sustitución no fue el origen del sacrificio animal; el sacrificio humano es más reciente, y los sacrificios más antiguos que conocemos tenían como víctima a animales. Aparentemente, el abismo que, según nuestro modo de ver, separa al animal del hombre, es posterior a la domesticación, que sobrevino en tiempos del neolítico. Las prohibiciones tendían a separar de manera efectiva al animal del hombre; y, en efecto, sólo el hombre observa esas prohibiciones. Pero, para la humanidad primera, los animales no se diferenciaban de los hombres. Más aún, los animales, por el hecho de que no observan prohibiciones, tuvieron de entrada un carácter más sagrado, más divino que los hombres.
En su mayor parte, los dioses más antiguos eran animales, extraños a las prohibiciones que limitan básicamente la soberanía del hombre. Al comienzo, dar la muerte a un animal debió de inspirar un fuerte sentimiento de estar cometiendo un sacrilegio. La víctima, a la que se daba muerte colectivamente, adquirió el sentido de lo divino. El sacrificio la consagraba, la divinizaba.
La víctima animal era ya por adelantado sagrada. Su carácter sagrado expresa la maldición vinculada a la violencia, y el animal, sin una segunda intención, nunca abandona la violencia que lo anima. A los ojos de la humanidad primera, el animal no podía ignorar una violencia fundamental; no podía ignorar que su impulso mismo, esa violencia, es la violación de la ley. Faltaba por esencia a esa ley, y lo hacía de manera consciente y soberana. Pero, por encima de todo, a través de la muerte, qué es culminación de la violencia, la violencia estaba desencadenada en él; él era su presa, sin reservas. Una violencia tan divinamente violenta eleva a la víctima por encima de un mundo aplanado, chato, en el que los hombres llevan una vida calculada. En relación con esta vida calculada, la muerte y la violencia deliran; no pueden mantenerse en el respeto y en la ley que ordenan la vida humana socialmente. La muerte, para la conciencia ingenua, sólo puede provenir de una ofensa, de una falta, de una infracción. Una vez más, la muerte trastorna violentamente el orden legal.
La muerte da cima a un carácter de transgresión que es propio del animal. La muerte entra en la profundidad del ser del animal; es, en el rito sangriento, la revelación de esa profundidad.
Volvamos ahora sobre el tema presentado en la Introducción, cuando señalé que «para nosotros, que somos seres discontinuos, la muerte tiene el sentido de la continuidad del ser».
A propósito del sacrificio, escribía allí: «La víctima muere, y entonces los asistentes participan de un elemento que esa muerte les revela. Este elemento podemos llamarlo, con los historiadores de las religiones, lo sagrado. Lo sagrado es justamente la continuidad del ser revelada a quienes prestan atención, en un rito solemne, a la muerte de un ser discontinuo. Hay, como consecuencia de la muerte violenta, una ruptura de la discontinuidad de un ser; lo que subsiste y que, en el silencio que cae, experimentan los espíritus ansiosos, es la continuidad del ser, a la cual se devuelve a la víctima. Sólo una muerte espectacular, operada en las condiciones determinadas por la gravedad y la colectividad de la religión, es susceptible de revelar lo que habitualmente se escapa a nuestra atención. Por lo demás, no podríamos representarnos lo que aparece en lo más secreto del ser de los asistentes si no pudiéramos referirnos a las experiencias religiosas que hemos realizado personalmente, aunque fuese durante la infancia. Todo nos lleva a creer que, esencialmente, lo sagrado de los sacrificios primitivos es análogo a lo divino de las religiones actuales».1
En el plano definido por lo que vengo desarrollando, la continuidad divina está vinculada a la transgresión de la ley que funda el orden de los seres discontinuos. Los seres discontinuos que son los hombres se esfuerzan en perseverar en la discontinuidad. Pero la muerte, al menos la contemplación de la muerte, los devuelve a la experiencia de la continuidad.
Lo que sigue es esencial.
Con el movimiento de las prohibiciones, el hombre se separaba del animal. Intentaba huir del juego excesivo de la muerte y de la reproducción (esto es, de la violencia), en cuyo poder el animal está sin reservas.
Ahora bien, con el movimiento segundo de la transgresión, el hombre se acercó al animal. Vio en el animal lo que escapa a la regla de la prohibición, lo que permanece abierto a la violencia (esto es, al exceso), que rige el mundo de la muerte y de la reproducción. Al parecer, esa concordancia secundaria entre el hombre y el animal, ese movimiento de rebote, correspondió a la humanidad de las cuevas pintadas, a ese hombre completo, semejante a nosotros, que sustituyó al hombre de Neandertal, cercano aún del antropoide. Ese hombre nos dejó las maravillosas imágenes de animales que nos son familiares. Pero muy pocas veces se representó a sí mismo; y, cuando lo hizo, fue disfrazado, oculto, por así decirlo, bajo los rasgos de algún animal cuya máscara llevaba puesta. Al menos, las imágenes humanas más claras poseen ese carácter que las hace extrañas. La humanidad debió de tener vergüenza, no como nosotros de la animalidad inicial, sino de sí misma. Y la humanidad no ha reconsiderado esas fundamentales decisiones tomadas en un primer movimiento. El hombre del paleolítico superior mantenía la prohibición vinculada con la muerte, y seguía enterrando los cadáveres de sus seres más cercanos; por otro lado, no tenemos ninguna razón para suponer que ignorase la prohibición sexual que sin duda el hombre de Neandertal ya conocía (la prohibición que cae sobre el incesto y el horror de la sangre menstrual son el fundamento de todos nuestros comportamientos). Pero la concordancia con la animalidad excluía la observación unilateral de esas prohibiciones; sería difícil introducir entre el paleolítico medio, tiempo del hombre de Neandertal, y el paleolítico superior (donde se introdujeron verosímilmente esos regímenes de transgresión que conocemos a la vez por las costumbres de los pueblos arcaicos y por los documentos de la antigüedad) una diferencia precisa de estructura. Estamos en el ámbito de la hipótesis. Pero podemos pensar de manera coherente que, si los cazadores de las cuevas pintadas practicaban —cosa admitida— la magia simpática, tuvieron al mismo tiempo el sentimiento de la divinidad animal. La divinidad animal implica el acatamiento de las prohibiciones más antiguas, a la vez que una transgresión limitada de las mismas, análoga a la que se verificó más tarde. A partir del momento en que los hombres poseen una cierta concordancia con la animalidad, entramos en el mundo de la transgresión. Al formar, en el mantenimiento de la prohibición, la síntesis del animal con el hombre, entramos en el mundo divino (el mundo sagrado). Ignoramos las formas que pusieron de manifiesto ese cambio, ignoramos si se practicaban sacrificios,2 sabemos muy poco también sobre la vida erótica de esos tiempos lejanos (debemos limitarnos a citar las frecuentes figuraciones itifálicas del hombre); pero sabemos que ese mundo naciente era el de la animalidad divina y que, ya desde su origen, debió de ser perturbado por el espíritu de la transgresión. El espíritu de la transgresión es el del dios animal que muere, el de ese dios cuya muerte anima la violencia. Es un espíritu de transgresión limitado por las prohibiciones que recaen sobre la humanidad. Las prohibiciones no afectan de ninguna manera ni a la esfera animal real ni al ámbito de la animalidad mítica; no afectan a los hombres soberanos cuya humanidad se esconde bajo la máscara del animal. El espíritu de ese mundo naciente es, para empezar, ininteligible; es el mundo natural mezclado con el divino. Aunque no es difícil de concebir para aquel cuyo pensamiento está a la altura de ese impulso.3 Ese mundo es el mundo humano que, formado en la negación de la animalidad, o de la naturaleza,4 se niega a sí mismo y, en esta segunda negación, se supera sin por ello volver a lo que había negado al comienzo.
El mundo así representado no responde seguramente al del paleolítico superior. Si suponemos que fue ya el del hombre de las pinturas rupestres, la comprensión de esa época y de sus obras es fácil. Pero su existencia sólo es segura en una época más tardía, que la historia más antigua nos da a conocer. Además, su existencia es confirmada por la etnografía, por la observación que la ciencia moderna ha podido hacer de los pueblos arcaicos. A la humanidad histórica de Egipto o de Grecia, el animal le confirió el sentimiento de una existencia soberana; le proporcionó la primera imagen, que la muerte en el sacrificio exaltaba, de sus dioses.
Esa imagen se sitúa en la prolongación del escenario de los cazadores primitivos que al comienzo he intentado plasmar. Tenía que empezar hablando de ese mundo de la caza primitiva donde la animalidad, por decirlo así, compuso la madriguera catedralicia en la que la violencia humana se metía para condensarse. En verdad, la animalidad de las pinturas rupestres y la esfera del sacrificio animal no pueden comprenderse la una sin la otra. Lo que sabemos del sacrificio animal nos abre a la inteligencia de las pinturas rupestres. Las pinturas de las cuevas nos permiten comprender el sacrificio.
La superación de la angustia
La actitud angustiada que fundó las prohibiciones oponía el rechazo —un paso atrás— de los primeros hombres a los movimientos ciegos de la vida. Los primeros hombres, con la conciencia despierta por el trabajo, se sintieron indispuestos por una avalancha vertiginosa, la de un renuevo incesante de una continua exigencia de muerte. Tomada en su conjunto, la vida es el inmenso movimiento que componen reproducción y muerte. La vida no cesa de engendrar, pero es para aniquilar lo que engendra. De ello, los primeros hombres tuvieron un sentimiento confuso. Rechazaron la muerte y la reproducción vertiginosa con prohibiciones. Pero nunca se encerraron en ese rechazo; o más bien no se encerraron en él sino para volver a salir lo más rápidamente posible. Salieron de ahí de la misma manera que entraron, bruscamente resueltos. La angustia, al parecer, constituye a la humanidad; pero no la angustia sin más, sino la angustia superada, la superación de la angustia. Esencialmente, la vida es un exceso, es la prodigalidad de la vida. Agota ilimitadamente sus fuerzas y sus recursos; aniquila constantemente lo que creó. En ese movimiento, la muchedumbre que forman los seres vivos es pasiva. Y no obstante, en el extremo, queremos resueltamente lo que pone en peligro nuestra vida.
No siempre tenemos fuerzas para quererlo; nuestros recursos se agotan y, a veces, el deseo es impotente. Si el peligro se hace demasiado pesado, si la muerte es inevitable, en principio, el deseo es inhibido. Pero si nos acompaña la suerte, el objeto que deseamos más ardientemente es el más susceptible de arrastrarnos hacia gastos frenéticos y arruinarnos. Los diversos individuos soportan de manera desigual pérdidas importantes de energía o de dinero, o amenazas graves de muerte. En la medida en que pueden hacerlo (es una cuestión —cuantitativa— de fuerza), los hombres buscan las mayores pérdidas y los mayores peligros. Creemos fácilmente lo contrario, porque los hombres suelen tener poca fuerza. Si les cae en suerte la fuerza, quieren consumirse de inmediato y exponerse al peligro. Cualquiera que tenga fuerza y medios para ello se entregará a continuos dispendios y se expondrá sin cesar al peligro.
A fin de ilustrar estas afirmaciones de valor general, voy a dejar de referirme por un momento a épocas antiguas o a costumbres arcaicas. Traigo a colación un hecho familiar, una experiencia que pertenece a la muchedumbre en cuyo seno vivimos. Tomaré apoyo en la literatura más extendida, en la novela más vulgar, que es la «policíaca». Estos libros suelen estar hechos a base de las desgracias de un protagonista y de las amenazas que sobre él pesan. Sin sus dificultades, sin su angustia, su vida no tendría ningún atractivo, nada apasionante que llevase a vivirla a través de la lectura. El carácter gratuito de las novelas, el hecho de que el lector esté evidentemente al abrigo del peligro, impiden habitualmente verlo así, pero gracias a ellas vivimos por procuración lo que no tenemos energía para vivir nosotros mismos. Lo que nos da la aventura de otro es la oportunidad de, soportándolo sin demasiada angustia, gozar del sentimiento de perder o de estar en peligro. Si dispusiéramos de incontables recursos morales, a nosotros mismos nos gustaría vivir como él. ¿Quién no ha soñado ser el protagonista de una novela? Ese deseo es menos fuerte que la prudencia —o la cobardía—; pero si hablamos de la voluntad profunda, que sólo la debilidad impide satisfacer, su sentido nos lo dan las historias que leemos con pasión.
De hecho, la literatura se sitúa en la continuación de las religiones, de las cuales es heredera. El sacrificio es una novela, es un cuento, ilustrado de manera sangrienta. O mejor, es, en estado rudimentario, una representación teatral, un drama reducido al episodio final en que la víctima, animal o humana, desempeña sola su papel, pero lo hace hasta la muerte. El rito es efectivamente la representación, reiterada en fecha fija, de un mito; es decir, esencialmente, de la muerte de un Dios. Nada de todo esto debería sorprendernos. Es lo mismo que sucede cada día, bajo una forma simbólica, en el sacrificio de la misa.
El juego de la angustia es siempre el mismo: la mayor angustia, la angustia que va hasta la muerte, es lo que los hombres desean, para hallar al final, más allá de la muerte y de la ruina, la superación de la angustia. Pero la superación de la angustia es posible con una condición: que la angustia guarde proporción con la sensibilidad que la llama.
La angustia es querida, hasta los límites de lo posible, en el sacrificio; pero, una vez alcanzados esos límites, es inevitable dar un paso atrás.5 A menudo, el sacrificio humano sustituye al sacrificio animal; ello sin duda en la medida en que, al alejarse el hombre del animal, la muerte del animal perdió parcialmente su valor angustiante. Más tarde, al asentarse la civilización, sucedió a la inversa, y las víctimas animales sustituían en ocasiones a las víctimas humanas, cuyo sacrificio apareció bárbaro. En épocas bastante tardías, resultaron repugnantes los sacrificios sangrientos de los israelitas. Los cristianos nunca conocieron otro sacrificio que el simbólico. Hubo que encontrar un acuerdo con una exuberancia cuyo término es la profusión de la muerte; pero también hizo falta fuerza para ello. De lo contrario, la náusea salía vencedora y reforzaba el poder de las prohibiciones.
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