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Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 8:08






Capítulo X
La transgresión en el matrimonio y en la orgía


El matrimonio considerado como una transgresión.
El derecho de pernada

Se suele considerar al matrimonio como algo que tiene poco que ver con el erotismo.
Hablamos de erotismo siempre que un ser humano se conduce de una manera claramente opuesta a los comportamientos y juicios habituales. El erotismo deja entrever el reverso de una fachada cuya apariencia correcta nunca es desmentida; en ese reverso se revelan sentimientos, partes del cuerpo y maneras de ser que comúnmente nos dan vergüenza. Insistamos en ello: este aspecto, que parece extraño al matrimonio, nunca dejó de notarse en él.
Para empezar, el matrimonio es el marco de la sexualidad lícita. «No cometerás adulterio» quiere decir: no gozarás carnalmente fuera del matrimonio. En las sociedades más puritanas, al menos no se cuestiona el matrimonio. Pero yo hablo de un carácter de transgresión que no está en la base del matrimonio. Esto, en un primer abordaje, es contradictorio; pero debemos pensar otros casos de transgresión que están de pleno acuerdo con el sentido general de la ley transgredida. En particular, como dijimos, el sacrificio es esencialmente la violación ritual de una prohibición; todo lo que mueve la religión implica la paradoja de una regla que admite su mismo quebrantamiento regular en ciertos casos. Así pues, la transgresión que desde mi punto de vista sería el matrimonio es sin lugar a dudas una paradoja, pero la paradoja es inherente a la ley que prevé la infracción y la considera legal. Así, del mismo modo que está prohibido dar la muerte en sacrificio ritual, el acto sexual inicial que constituye el matrimonio es una violación sancionada.
Si bien los parientes cercanos tenían sobre sus hermanas o sus hijas un derecho exclusivo de posesión, quizá dispusieron de ese derecho en favor de extranjeros que, por venir de fuera, tenían un poder para ejecutar actos irregulares que les calificaba para esa transgresión que era, en el matrimonio, el primer acto sexual. No es más que una hipótesis, pero si queremos determinar el lugar que ocupa el matrimonio en el ámbito del erotismo, no deberíamos desatender este aspecto. En cualquier caso, el carácter duradero que tiene la transgresión vinculada con el matrimonio no es sino una experiencia banal, que las bodas populares, y sólo ellas, ponían de relieve. El acto sexual tiene siempre un valor de fechoría, tanto en el matrimonio como fuera de él. Lo tiene sobre todo si se trata de una virgen; y siempre lo tiene un poco la primera vez. En este sentido, he creído posible hablar de un poder de transgresión, del cual acaso disponía el extranjero y que quizá no había tenido quien vivía en la misma morada y estaba sometido a las mismas reglas que la hija o la hermana.
Cuando se trataba de un acto grave, como la violación efectuada por primera vez en una mujer —con esa prohibición vaga que pone el apareamiento bajo el signo de la vergüenza—, el recurso a un poder de transgresión que no se confería al primer llegado solía considerarse, al parecer, algo favorecedor. La operación solía confiarse a quienes tenían lo que el mismo novio no tenía: el poder de transgredir una prohibición. Estos transgresores posibles habían de tener, en algún sentido, un carácter soberano que les pudiera dejar fuera de la prohibición que gravita de manera general sobre la especie humana. En principio, su carácter sacerdotal designaba a quienes habían de poseer por primera vez a la novia. Pero en el mundo cristiano se hizo impensable el recurso a los ministros de Dios; entonces se estableció la costumbre de pedir al señor feudal la desfloración.1 Evidentemente, la actividad sexual, al menos cuando se trataba de un primer contacto, era considerada prohibida; y peligrosa además, excepto para quien poseía, como soberano o como sacerdote, el poder de tocar las cosas sagradas sin gran riesgo.


La repetición

En general no acabamos de comprender el carácter erótico, o más simplemente transgresor, del matrimonio, porque la palabra matrimonio designa a la vez el paso y el estado. Solemos olvidar el tránsito para considerar solamente el estado. Además, y desde hace mucho tiempo, el valor económico de la mujer confirió al estado la importancia principal. En efecto, lo que en el estado interesa son los cálculos, la espera y el resultado; no los momentos de intensidad, que valen sólo en el instante mismo. Esos momentos no se toman en cuenta cuando lo que se espera es el resultado: la vivienda, los hijos y los esfuerzos que eso requiere.
Lo más grave es que el hábito suele apagar la intensidad y que matrimonio implica costumbre. Hay un notable acuerdo entre, de un lado, la inocencia y la ausencia de peligro que presentaba la repetición del acto sexual (sólo se prestaba atención al primer contacto) y, de otro lado, la ausencia de valor, en lo referente al placer, que se solía conferir a esa repetición. Esa concordancia es importante, pues presenta la esencia misma del erotismo. Pero tampoco hay que descuidar la expansión de la vida sexual. Sin una secreta comprensión de los cuerpos, que sólo a la larga se establece, la unión es furtiva y superficial, no puede organizarse, su movimiento es casi animal, demasiado rápido, y el placer esperado suele hacerse esquivo. No hay duda de que el gusto por el cambio es enfermizo y que sólo conduce a la frustración renovada. El hábito, por el contrario, tiene el poder de profundizar lo que la impaciencia no reconoce.
En lo referente a la repetición, los dos puntos de vista opuestos se completan. No podemos dudar de que los aspectos, las figuras y los signos que componen la riqueza del erotismo, exigieron básicamente impulsos que llevaban a la irregularidad. Si la vida carnal no se hubiese producido nunca con la suficiente libertad, como respuesta a unas explosiones caprichosas, habría sido pobre, cercana al pisoteo de un animal. Si es cierto que la costumbre despeja y da expansión, ¿podemos decir en qué medida una vida feliz no prolonga lo que la desavenencia suscitó y lo que la irregularidad descubrió? El mismo hábito es tributario de la expansión más intensa que provino del desorden y de la infracción.  Así pues, el amor profundo que el matrimonio no paraliza en medida alguna, ¿sería accesible sin el contagio de los amores ilícitos, los únicos que tuvieron poder para conferir al amor lo que tiene más fuerte que la ley?


La orgía ritual

De todas maneras, el marco regular del matrimonio sólo confería una salida estrecha y limitada a la violencia refrenada.
Más allá del matrimonio, las fiestas garantizaron la posibilidad de la infracción, con lo cual garantizaban a la vez la posibilidad de la vida normal, dedicada a actividades ordenadas.
Hasta la «fiesta de la muerte del rey» de la que hablé, y a pesar de su carácter poco formal y prolongado, preveía en el tiempo el límite de un desorden que al comienzo parecía ilimitado. Una vez que el cadáver del rey quedaba reducido a un esqueleto, dejaban de imponerse el desorden y el desenfreno, y volvía a empezar el juego de las prohibiciones.
Las orgías rituales, generalmente vinculadas con fiestas menos desordenadas, sólo preveían una interrupción furtiva de la prohibición que afectaba a la libertad del impulso sexual. A veces la licencia se limitaba a los miembros de una cofradía, como en las fiestas de Dionisos; pero, más allá del erotismo, podía tener un sentido más específicamente religioso. Los hechos los conocemos de forma muy vaga, pero siempre podemos imaginar cómo la vulgaridad y la pesadez acababan venciendo al frenesí. Pero sería vano negar la posibilidad de una superación en la cual contemporizarían la ebriedad que suele ir ligada a la orgía, el éxtasis erótico y el éxtasis religioso.
En la orgía, los impulsos festivos adquieren esa fuerza desbordante que lleva en general a la negación de cualquier límite. La fiesta es por sí misma una negación de los límites de una vida ordenada por el trabajo; pero, a la vez, la orgía es signo de una perfecta inversión del orden. No era por azar que en las orgías de las saturnales se invertía el orden social mismo, con el amo sirviendo al esclavo y éste acostado en el lecho de aquél. El sentido más agudo de esos desbordamientos provenía del acuerdo arcaico entre la voluptuosidad sensual y el arrebato religioso. En esta dirección la orgía, fuese cual fuese el desorden introducido por ella, organizó el erotismo más allá de la sexualidad animal.
En el erotismo rudimentario del matrimonio no aparecía nada semejante. Seguía tratándose de transgresión, fuese o no fuese violenta; pero la transgresión del matrimonio no tenía consecuencias, era independiente de otros desarrollos, posibles sin duda, pero no gobernados por la costumbre, y hasta desfavorecidos por ella. En rigor, la francachela es, en nuestros días, un aspecto popular del matrimonio, pero la francachela posee el sentido de un erotismo inhibido, convertido en descargas furtivas, en disimulos chistosos, en alusiones. El frenesí sexual, que, al contrario, afirma un carácter sagrado, es lo propio de la orgía. De la orgía procede un aspecto arcaico del erotismo. El erotismo orgiástico es esencialmente un exceso peligroso. Su contagio explosivo amenaza todas las posibilidades de la vida sin distinción. El rito primero quería que las ménades, en un ataque de ferocidad, devorasen vivos a sus hijos de corta edad. Más tarde, la sangrienta omofagia de los chivos previamente amamantados por las ménades recordaba aquella abominación.
La orgía no se orienta hacia la religión fasta, que extrae de la violencia fundamental un carácter majestuoso, tranquilo y conciliable con el orden profano. La eficacia de la orgía se muestra del lado de lo nefasto, lleva consigo el frenesí, el vértigo y la pérdida de la conciencia. Se trata de comprometer a la totalidad del ser en un deslizamiento ciego hacia la pérdida, momento decisivo de la religiosidad. Ese desplazamiento se da en el acuerdo que la humanidad estableció en segundo lugar con la proliferación desmedida de la vida. El rechazo implícito en las prohibiciones conducía al avaro aislamiento del ser, opuesto a ese inmenso desorden de los individuos perdidos el uno en el otro, y que su violencia misma abría a la violencia de la muerte. En un sentido opuesto, el reflujo de las prohibiciones, que da rienda suelta a la avalancha de la exuberancia, accedía a la fusión ilimitada de los seres en la orgía. De ninguna manera podía limitarse esa fusión a la estrictamente requerida por la plétora de los órganos de la generación. Era, desde el primer momento, una efusión religiosa; en principio, desorden del ser que se pierde y que nada opone ya a la proliferación desatada de la vida. Ese desencadenamiento inmenso pareció divino, de tanto como elevaba al hombre por encima de la condición a la que él mismo se había condenado. Desorden, griterío, violencia de los gestos y de las danzas, apareamientos sin concierto; en definitiva, desorden de los sentimientos, animados por una convulsión desmedida. Las perspectivas de la pérdida exigían esa fuga hacia lo indistinto, donde los elementos estables de la actividad humana se hacían esquivos, donde ya no había nada que no perdiese pie.


La orgía como rito agrario

Las orgías de los pueblos arcaicos suelen ser interpretadas en tal sentido que no se pone en evidencia nada de lo que yo me he esforzado en mostrar. Así pues, antes de proseguir, debo hablar de la interpretación tradicional que tiende a reducirlas a ritos de magia contagiosa. Quienes las ordenaban creían efectivamente que con ello se garantizaba la fecundidad de los campos. Y nadie discute la exactitud de esta conexión. Pero reducirla al rito agrario no lo dice todo de una práctica que evidentemente lo excede. Aun cuando la orgía tuviese siempre y en todas partes este sentido, podríamos seguir preguntándonos si era el único. No cabe duda de que tiene gran interés percatarse del carácter agrario de una costumbre; esto la vincula históricamente con la civilización agrícola. Pero resulta una ingenuidad ver en la creencia en su eficaz virtud una explicación suficiente de los hechos. El trabajo y la utilidad material han determinado ciertamente, o cuando menos han condicionado, los comportamientos de los pueblos aún poco civilizados; y los comportamientos religiosos tanto como los profanos. Pero esto no quiere decir que una costumbre extravagante remita esencialmente a la preocupación por la fertilidad de unos campos sembrados. El trabajo determinó la oposición del mundo sagrado con el mundo profano. El trabajo está en el principio mismo de las prohibiciones con las que el hombre presentaba su rechazo a la naturaleza. Por otra parte, el límite del mundo del trabajo, que las prohibiciones apoyaban y mantenían en la lucha del hombre contra la naturaleza, determinó el mundo sagrado como su contrario. El mundo sagrado no es, en un sentido, sino el mundo natural tal como subsiste en la medida en que no es enteramente reductible al orden instaurado por el trabajo, esto es, al orden profano. Pero sólo en un sentido el mundo sagrado es solamente mundo natural. En otro sentido va más allá del mundo anterior a la acción conjugada del trabajo y las prohibiciones. El mundo sagrado es, en este sentido, una negación del mundo profano, pero también está determinado por lo que niega. El mundo sagrado es también, en parte, resultado del trabajo, pues tiene como origen y como razón de ser, no la existencia inmediata de las cosas tal como la naturaleza las creó, sino el nacimiento de un nuevo orden de cosas, aquel que en consecuencia fue suscitado por la oposición que presentaba a la naturaleza el mundo de la actividad útil. El mundo sagrado está separado de la naturaleza por el trabajo; sería ininteligible para nosotros si no nos diésemos cuenta en qué medida el trabajo lo determinó.
El espíritu humano, que el trabajo había formado, atribuyó generalmente a la acción una eficacia análoga a la del trabajo. En el mundo sagrado, la explosión de una violencia que las prohibiciones habían expulsado no tuvo el sentido único de una explosión, sino también el de una acción a la cual se le confería una eficacia. Inicialmente, las explosiones de violencia que las prohibiciones habían reprimido, tales como la guerra o el sacrificio —o la orgía— no eran explosiones calculadas. Ahora bien, en la medida en que eran transgresiones, y practicadas por hombres, se convirtieron en explosiones organizadas, actos cuya eficacia posible sólo aparecería más tarde, pero indiscutible.
El efecto de la acción que fue la guerra pertenecía al mismo orden que el efecto del trabajo. En el sacrificio se ponía en juego una fuerza a la cual, arbitrariamente, se le atribuían unas consecuencias; a esa fuerza se la consideraba, pues, del mismo orden que una herramienta manejada por un hombre. El efecto atribuido a la orgía es de un orden diferente. En el ámbito de lo humano, el ejemplo es contagioso. Un hombre entra en la danza porque la danza misma le obliga a danzar. De una acción contagiosa, real en este caso, se consideró que implicaba en ella, no solamente a otros hombres, sino a la naturaleza. Así, de la actividad sexual —que, como dije, en su conjunto es crecimiento—, se consideró que arrastraba a la vegetación hacia el crecimiento.
Pero sólo en un segundo término la transgresión es una acción emprendida con vistas a obtener una eficacia. En la guerra o en el sacrificio —o en la orgía— el espíritu humano, contando con el efecto real o imaginario, organizó una convulsión explosiva. Inicialmente, la guerra no es en principio una empresa política; tampoco es el sacrificio una acción mágica. Del mismo modo, el origen de la orgía no es el deseo de cosechas abundantes. El origen de la orgía, de la guerra y del sacrificio es el mismo: la existencia de unas prohibiciones que se oponían a la libertad de la violencia mortal o de la violencia sexual. Fue inevitable que esas prohibiciones determinasen el movimiento explosivo de la transgresión. Esto no quiere decir que nunca se recurriese a la orgía —o a la guerra, o al sacrificio— con el único objetivo de los efectos que, con razón o sin ella, se le atribuían. Pero se trataba en estos casos de la intervención —secundaria e inevitable— de una violencia extraviada en los engranajes del mundo humano tal como el trabajo lo organizaba.
En estas condiciones, esa violencia ya no tenía únicamente el sentido animal de la naturaleza; la explosión, precedida por la angustia, asumía, más allá de la satisfacción inmediata, un sentido divino. Esa violencia se había convertido en religiosa. Pero, en su mismo impulso, adquirió un sentido humano; se integró en el ordenamiento de causas y efectos que, sobre el principio del trabajo, había construido la comunidad de las obras.


 Georges Bataille actuando















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