Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 8 - Un encuentro inesperado - Links
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 8 - Un encuentro inesperado - Links | Posted on 0:05
Un encuentro inesperado
El sábado, a la una en punto, Gertrude Lodge, después de haberse introducido en la cárcel de la manera antes descrita, estaba sentada en una sala de espera pasada la segunda puerta; ésta se hallaba debajo de una arcada clásica de sillería, entonces relativamente moderna, que llevaba la inscripción: «CÁRCEL DEL CONDADO: 1793». Esta era la fachada que ella había visto el día anterior desde el erial. Muy cerca de la joven esposa había una especie de pasadizo vertical que llegaba hasta el techo de la habitación, sobre el cual estaba el patíbulo.
El pueblo estaba abarrotado y habían cerrado el mercado; pero Gertrude apenas había visto un alma. Había esperado encerrada en su habitación hasta la hora de la cita, y entonces se había dirigido al lugar por un camino que evitaba tener que pasar por el amplio espacio abierto que estaba bajo el risco, donde los espectadores se habían congregado; pero podía, incluso ahora, oír el parloteo de sus numerosas voces, y una voz aislada que a intervalos se elevaba por encima de las demás y, con un ronco graznido, gritaba la frase «¡Últimas palabras del condenado y confesión!». No había habido aplazamiento, y la ejecución se había efectuado; pero la multitud esperaba todavía para ver cómo bajaban el cadáver.
Pronto la persistente mujer oyó varias pisadas encima de su cabeza, y entonces una mano le hizo una seña y Gertrude, siguiendo la dirección que ésta le indicaba, salió de allí y atravesó el patio interior pavimentado que estaba pasada la puerta principal; las rodillas le temblaban tanto que casi no podía andar. Llevaba un brazo fuera de la manga del vestido y sólo iba cubierto por un chal.
En el lugar al que ahora había llegado había dos caballetes, y antes de que pudiera pensar en su posible finalidad oyó que unos pies pesados descendían por unas escaleras que estaban en algún sitio detrás de ella. No quiso, o no pudo, volver la cabeza, y, en aquella rígida, postura, notó que un áspero ataúd, llevado por cuatro hombres, pasaba por encima de uno de sus hombros. Estaba abierto, y en su interior yacía el cuerpo de un joven que llevaba una camisa de rústico y pantalones de fustán. El cadáver había sido arrojado al interior del ataúd con tanta precipitación que el faldón de la camisa colgaba por fuera. La carga fue depositada provisionalmente encima de los caballetes.
Para entonces el estado de la joven era tal que una niebla grisácea parecía estar flotando delante de sus ojos, a causa de lo cual —y del velo que llevaba puesto— Gertrude apenas podía discernir nada: era como si estuviera casi muerta, pero se sostuviera de pie por una especie de galvanismo.
—¡Ahora! —dijo una voz que estaba a su lado; Gertrude sólo pudo darse cuenta de que aquella palabra iba dirigida a ella.
Haciendo un último esfuerzo sobrehumano avanzó, mientras, al mismo tiempo, oía que algunas personas se aproximaban por detrás de ella. Desnudó su pobre brazo maldecido; y Davies, descubriendo el rostro del cadáver, cogió la mano de Gertrude y la sostuvo de manera que el brazo se posara sobre el cuello del muerto, sobre una línea que lo rodeaba y que tenía el color de una mora que todavía no está madura.
Gertrude dio un alarido: «la transformación de la sangre» predecida por el brujo había tenido lugar. Pero en aquel instante un segundo alarido desgarró el aire del recinto: Gertrude no lo había dado, y tuvo el efecto de hacer que ella se volviera sobresaltada.
Inmediatamente detrás de ella estaba Rhoda Brook, su rostro contraído y sus ojos enrojecidos por el llanto. Detrás de Rhoda estaba el propio marido de Gertrude; su semblante arrugado, sus ojos oscurecidos pero sin una sola lágrima.
¡Maldita seas! ¿Qué estás haciendo aquí? —dijo él, roncamente.
¡Zorra! ¡Interponerte, ahora, entre nosotros y nuestro hijo! —gritó Rhoda—. ¡Este es el significado de lo que Satanás me mostró en la visión! ¡Al fin eres como ella! —Y agarrando del brazo a aquella mujer, más joven que ella, la empujó sin que la otra pudiera oponer resistencia y la golpeó contra la pared. En cuanto la Brook hubo soltado el brazo de su agarrón, la joven y frágil Gertrude se dejó caer a los pies de su marido. Cuando él la levantó del suelo, ella estaba inconsciente.
La simple visión de aquella pareja había sido suficiente para indicarle que el joven muerto era el hijo de Rhoda. En aquellos tiempos los parientes de un reo ejecutado tenían derecho a reclamar el cuerpo para enterrarlo si lo deseaban: y con aquel propósito estaba Lodge aguardando con Rhoda a que se hiciera la pesquisa judicial. Rhoda le había llamado en cuanto el joven fue apresado por el delito, y varias veces más desde entonces; y había estado presente en la sala durante el juicio. Aquellas eran las «vacaciones» que Lodge se había estado tomando en los últimos tiempos. Los desdichados padres habían deseado permanecer en la sombra; y por eso habían ido ellos mismos, con un carro que estaba esperando fuera— para transportarlo y una sábana para cubrirlo, a recoger el cuerpo.
El caso de Gertrude era tan grave que se estimó aconsejable que la viera el médico más cercano. La llevaron desde la cárcel al pueblo; pero nunca llegó a su casa con vida. Su delicada vitalidad, desgastada tal vez por el brazo paralizado, se desplomó bajo la doble impresión que siguió al tremendo esfuerzo, físico y mental, a que se había sometido durante las veinticuatro horas previas. Su sangre, en efecto, había sido «transformada»... demasiado. Su muerte tuvo lugar en el pueblo tres días después.
Su marido no volvió a ser visto en Casterbridge; sólo una vez en la vieja plaza del mercado de Anglebury, que tanto había frecuentado, y muy rara vez en público. Cargado al principio con el peso de la tristeza y el remordimiento, al cabo de cierto tiempo cambió para bien, y reapareció como un hombre redimido y considerado. Poco después de asistir al funeral de su pobre y joven esposa dio los pasos necesarios para deshacerse de las granjas de Holmstoke y del distrito colindante, y, habiendo vendido todas las cabezas de ganado, se marchó a Port-Bredy, en el otro extremo del condado, y vivió allí, en unos retirados aposentos, hasta su muerte, que acaeció dos años más tarde como consecuencia de una tisis que no fue dolorosa. Fue entonces cuando se descubrió que había legado la totalidad de sus considerables propiedades a un reformatorio de menores, que a su vez quedaba obligado a pasar una pequeña cantidad anual a Rhoda Brook, si se podía dar con ella para entregársela.
No se pudo dar con ella durante algún tiempo; pero finalmente reapareció en su antiguo distrito... negándose, sin embargo, a tener nada que ver en absoluto con el legado que se le había hecho. Volvió a su monótono trabajo de ordeñadora en la vaquería y continuó ejerciéndolo durante muchos y largos años, hasta que su figura se hizo encorvada y su cabello, una vez negro y abundante, se le puso blanco y se le empezó a caer por encima de la frente... tal vez por haber tenido ésta apretada contra las vacas durante mucho tiempo. Aquí, a veces, los que sabían de sus experiencias se detenían a observarla y se preguntaban qué sombríos pensamientos estarían latiendo detrás de aquella frente arrugada e impasible, al ritmo de los intermitentes chorros de leche.
Blackwood's Edinburgh Magazine,
Enero 1888
El sábado, a la una en punto, Gertrude Lodge, después de haberse introducido en la cárcel de la manera antes descrita, estaba sentada en una sala de espera pasada la segunda puerta; ésta se hallaba debajo de una arcada clásica de sillería, entonces relativamente moderna, que llevaba la inscripción: «CÁRCEL DEL CONDADO: 1793». Esta era la fachada que ella había visto el día anterior desde el erial. Muy cerca de la joven esposa había una especie de pasadizo vertical que llegaba hasta el techo de la habitación, sobre el cual estaba el patíbulo.
El pueblo estaba abarrotado y habían cerrado el mercado; pero Gertrude apenas había visto un alma. Había esperado encerrada en su habitación hasta la hora de la cita, y entonces se había dirigido al lugar por un camino que evitaba tener que pasar por el amplio espacio abierto que estaba bajo el risco, donde los espectadores se habían congregado; pero podía, incluso ahora, oír el parloteo de sus numerosas voces, y una voz aislada que a intervalos se elevaba por encima de las demás y, con un ronco graznido, gritaba la frase «¡Últimas palabras del condenado y confesión!». No había habido aplazamiento, y la ejecución se había efectuado; pero la multitud esperaba todavía para ver cómo bajaban el cadáver.
Pronto la persistente mujer oyó varias pisadas encima de su cabeza, y entonces una mano le hizo una seña y Gertrude, siguiendo la dirección que ésta le indicaba, salió de allí y atravesó el patio interior pavimentado que estaba pasada la puerta principal; las rodillas le temblaban tanto que casi no podía andar. Llevaba un brazo fuera de la manga del vestido y sólo iba cubierto por un chal.
En el lugar al que ahora había llegado había dos caballetes, y antes de que pudiera pensar en su posible finalidad oyó que unos pies pesados descendían por unas escaleras que estaban en algún sitio detrás de ella. No quiso, o no pudo, volver la cabeza, y, en aquella rígida, postura, notó que un áspero ataúd, llevado por cuatro hombres, pasaba por encima de uno de sus hombros. Estaba abierto, y en su interior yacía el cuerpo de un joven que llevaba una camisa de rústico y pantalones de fustán. El cadáver había sido arrojado al interior del ataúd con tanta precipitación que el faldón de la camisa colgaba por fuera. La carga fue depositada provisionalmente encima de los caballetes.
Para entonces el estado de la joven era tal que una niebla grisácea parecía estar flotando delante de sus ojos, a causa de lo cual —y del velo que llevaba puesto— Gertrude apenas podía discernir nada: era como si estuviera casi muerta, pero se sostuviera de pie por una especie de galvanismo.
—¡Ahora! —dijo una voz que estaba a su lado; Gertrude sólo pudo darse cuenta de que aquella palabra iba dirigida a ella.
Haciendo un último esfuerzo sobrehumano avanzó, mientras, al mismo tiempo, oía que algunas personas se aproximaban por detrás de ella. Desnudó su pobre brazo maldecido; y Davies, descubriendo el rostro del cadáver, cogió la mano de Gertrude y la sostuvo de manera que el brazo se posara sobre el cuello del muerto, sobre una línea que lo rodeaba y que tenía el color de una mora que todavía no está madura.
Gertrude dio un alarido: «la transformación de la sangre» predecida por el brujo había tenido lugar. Pero en aquel instante un segundo alarido desgarró el aire del recinto: Gertrude no lo había dado, y tuvo el efecto de hacer que ella se volviera sobresaltada.
Inmediatamente detrás de ella estaba Rhoda Brook, su rostro contraído y sus ojos enrojecidos por el llanto. Detrás de Rhoda estaba el propio marido de Gertrude; su semblante arrugado, sus ojos oscurecidos pero sin una sola lágrima.
¡Maldita seas! ¿Qué estás haciendo aquí? —dijo él, roncamente.
¡Zorra! ¡Interponerte, ahora, entre nosotros y nuestro hijo! —gritó Rhoda—. ¡Este es el significado de lo que Satanás me mostró en la visión! ¡Al fin eres como ella! —Y agarrando del brazo a aquella mujer, más joven que ella, la empujó sin que la otra pudiera oponer resistencia y la golpeó contra la pared. En cuanto la Brook hubo soltado el brazo de su agarrón, la joven y frágil Gertrude se dejó caer a los pies de su marido. Cuando él la levantó del suelo, ella estaba inconsciente.
La simple visión de aquella pareja había sido suficiente para indicarle que el joven muerto era el hijo de Rhoda. En aquellos tiempos los parientes de un reo ejecutado tenían derecho a reclamar el cuerpo para enterrarlo si lo deseaban: y con aquel propósito estaba Lodge aguardando con Rhoda a que se hiciera la pesquisa judicial. Rhoda le había llamado en cuanto el joven fue apresado por el delito, y varias veces más desde entonces; y había estado presente en la sala durante el juicio. Aquellas eran las «vacaciones» que Lodge se había estado tomando en los últimos tiempos. Los desdichados padres habían deseado permanecer en la sombra; y por eso habían ido ellos mismos, con un carro que estaba esperando fuera— para transportarlo y una sábana para cubrirlo, a recoger el cuerpo.
El caso de Gertrude era tan grave que se estimó aconsejable que la viera el médico más cercano. La llevaron desde la cárcel al pueblo; pero nunca llegó a su casa con vida. Su delicada vitalidad, desgastada tal vez por el brazo paralizado, se desplomó bajo la doble impresión que siguió al tremendo esfuerzo, físico y mental, a que se había sometido durante las veinticuatro horas previas. Su sangre, en efecto, había sido «transformada»... demasiado. Su muerte tuvo lugar en el pueblo tres días después.
Su marido no volvió a ser visto en Casterbridge; sólo una vez en la vieja plaza del mercado de Anglebury, que tanto había frecuentado, y muy rara vez en público. Cargado al principio con el peso de la tristeza y el remordimiento, al cabo de cierto tiempo cambió para bien, y reapareció como un hombre redimido y considerado. Poco después de asistir al funeral de su pobre y joven esposa dio los pasos necesarios para deshacerse de las granjas de Holmstoke y del distrito colindante, y, habiendo vendido todas las cabezas de ganado, se marchó a Port-Bredy, en el otro extremo del condado, y vivió allí, en unos retirados aposentos, hasta su muerte, que acaeció dos años más tarde como consecuencia de una tisis que no fue dolorosa. Fue entonces cuando se descubrió que había legado la totalidad de sus considerables propiedades a un reformatorio de menores, que a su vez quedaba obligado a pasar una pequeña cantidad anual a Rhoda Brook, si se podía dar con ella para entregársela.
No se pudo dar con ella durante algún tiempo; pero finalmente reapareció en su antiguo distrito... negándose, sin embargo, a tener nada que ver en absoluto con el legado que se le había hecho. Volvió a su monótono trabajo de ordeñadora en la vaquería y continuó ejerciéndolo durante muchos y largos años, hasta que su figura se hizo encorvada y su cabello, una vez negro y abundante, se le puso blanco y se le empezó a caer por encima de la frente... tal vez por haber tenido ésta apretada contra las vacas durante mucho tiempo. Aquí, a veces, los que sabían de sus experiencias se detenían a observarla y se preguntaban qué sombríos pensamientos estarían latiendo detrás de aquella frente arrugada e impasible, al ritmo de los intermitentes chorros de leche.
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