Filosofia: Cioran - El Inconveniente de Haber Nacido - Parte 16 - (De l'inconvenient d'etre ne - 1973) - Links a las partes antecedidas

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 10:46




 El monje errante es lo mejor que ha habido hasta ahora. Llegar a no tener a qué renunciar. Ese debería ser el sueño de todo espíritu desengañado.

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 La negación sollozante: única forma tolerable de negación.

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 ¡Feliz Job que no estaba obligado a comentar sus lamentos!

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 Altas horas de la noche. Me gustaría desencadenarme y fulminar, emprender una acción sin precedente para relajarme, pero no veo ni contra quién ni contra qué...

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 Madame d'Heudicourt, dice Saint-Simon, nunca había hablado bien de nadie sino era con «algunos peros abrumadores».
 Maravillosa definición, no de la maledicencia, sino de la conversación en general.

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 Todo lo que está vivo hace ruido. ¡Qué alegato para el mineral!

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 Bach era pendenciero, marrullero, cicatero ávido de títulos, de honores, etc. Y eso ¿qué importa? Un musicólogo, enumerando las cantatas que tienen por tema la muerte, ha comentado que nunca hubo mortal que sintiera por ella tal nostalgia. Sólo eso importa. Lo demás depende de la biografía.

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 La desgracia de ser incapaz de alcanzar estados neutros no siendo mediante la reflexión y un gran esfuerzo. Lo que un idiota alcanza de entrada, a uno le cuesta luchar día y noche para conseguirlo, y aun así, por pasos contados.

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 Siempre he vivido con la visión de una inmensidad de instantes marchando contra mí. El tiempo ha sido bosque de Dunsinane.

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 Las preguntas penosas o lacerantes que nos hacen los malcriados nos irritan, nos turban y pueden tener sobre nosotros el mismo efecto que algunos procedimientos utilizados por cierta técnica oriental. Una estupidez espesa, agresiva, ¿por qué no habría de producir la iluminación? Tiene el mismo valor que un bastonazo en la cabeza.

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 El conocimiento no es posible, y, si a pesar de todo lo fuera, no resolvería nada. Esa es la posición del que duda. ¿Qué quiere pues, qué busca? Ni él ni nadie lo sabrán jamás.
 El escepticismo es la embriaguez del atolladero.

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 Asediado por los demás, intento desprenderme de ellos, sin mucho éxito, debo reconocerlo. No obstante, cada día logro encontrar algunos segundos para conversar con aquel que hubiera querido ser.

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 Llegados a cierta edad, se debería cambiar de nombre y refugiarse en un rincón perdido donde nadie conociera a nadie, donde no recibiera uno a amigos ni a enemigos, donde fuera posible llevar la vida de un malhechor exhausto.

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 No se puede reflexionar y ser modesto. En cuanto el espíritu se pone en movimiento, ocupa el lugar de Dios o de cualquier otra cosa. Se transforma en indiscreción, en usurpación, en profanación. No «trabaja», disloca. Las tensiones que su actividad trasluce, revelan su carácter brutal, implacable. Sin una buena dosis de ferocidad no se podría llevar un pensamiento hasta el fin.

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 La mayor parte de los alborotadores, de los visionarios y de los salvadores han sido epilépticos o dispépticos. Sobre las virtudes de la epilepsia, hay unanimidad; a los trastornos gástricos se les reconoce menos mérito. No obstante, nada incita mejor a trastornarlo todo que una mala digestión.

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 Mi misión es sufrir por todos aquellos que sufren sin saberlo. Tengo que pagar por ellos, expiar su inconsciencia, la suerte de ignorar hasta qué punto son desgraciados.
 


 Cada vez que el Tiempo me martiriza, me digo que uno de los dos va a estallar, que no es posible continuar indefinidamente en ese cruel enfrentamiento...

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 Cuando estamos en los límites del tedio, todo lo que viene a alimentarlo, a ofrecerle una sobredosis de materia, lo eleva a un nivel tan desmesurado que ya no podemos seguirlo, ¿porqué extrañarse entonces que dejemos de considerarlo propio?

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 Una desgracia predicha, cuando por fin ocurre, es diez, cien veces más difícil de soportar que una desgracia que no esperábamos. A lo largo de nuestros recelos, la habíamos vivido por adelantado, y, cuando surge, los tormentos pasados se agregan a los presentes para formar, juntos, una masa de peso intolerable.

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 Es obvio que Dios era una solución y que nunca se encontrará otra igualmente satisfactoria.

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 El hombre del Rubicón había perdonado a demasiada gente, después de Farsalia. Una magnanimidad tal pareció ofensiva a aquellos de sus amigos que lo habían traicionado y a los que había humillado tratándolos sin rencor. Se sentían disminuidos, burlados, y lo castigaron por su clemencia y por su desprecio: ¡Así que se negaba a rebajarse al resentimiento! Lo hubiesen perdonado si se hubiera comportado como un tirano. Pero le reprochaban el que no se hubiese dignado inspirarles suficiente miedo.

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 Todo lo que es engendra, tarde o temprano, la pesadilla. Intentemos, pues, inventar algo mejor que el ser.

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 La filosofía, que se había impuesto como tarea minar las creencias, en cuanto vio que el cristianismo se extendía y que estaba a punto de triunfar, hizo causa común con el paganismo cuyas supersticiones le parecieron preferibles a las necedades triunfantes. Atacando y demoliendo a los dioses creyó liberar los espíritus: en realidad los entregaba a una nueva esclavitud, peor que la antigua, pues el dios que iba a sustituir a los dioses no tenía ninguna inclinación especial por la tolerancia ni por la ironía.
 Se objetará que la filosofía no es responsable del advenimiento de ese dios y que no era él lo que recomendaba. Sin duda, pero debió de haber sospechado que no se derriba impunemente a los dioses, que otros vendrían a ocupar su lugar y que nada iba a ganar ella con el cambio.

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 El fanatismo es la muerte de la conversación. No se charla con un candidato al martirio. ¿Qué decirle a alguien que se niega a entender vuestras razones y que, desde el momento en que uno no acepta las suyas, prefiere morir a ceder? Al menos los diletantes y los sofistas aceptan todas las razones...

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 Decirle a alguien lo que uno piensa de él y de lo que hace es investirle de una superioridad equivocada. La franqueza no es compatible con un sentimiento delicado, ni siquiera con una exigencia ética.

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 Son nuestros allegados los que con mayor gusto ponen nuestros méritos en duda. La regla es universal: ni Buda se salvó. Fue uno de sus primos el que más se encarnizó contra él, y sólo después, Mara, el diablo.

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 Para el ansioso no hay diferencia entre éxito y fracaso. Su reacción frente a ambos es la misma. Los dos le molestan igualmente.

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 Cuando me preocupa un poco más de la cuenta el no poder trabajar, me digo que bien podría estar muerto y que entonces trabajaría aún menos...

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 Antes en una alcantarilla que en un pedestal.

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 Las ventajas de un estado de eterna virtualidad me parecen tan considerables que, cuando las enumero, no deja de asombrarme el que el ser haya podido surgir alguna vez.

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 Existencia igual a Tormento. La ecuación me parece evidente. No lo es para uno de mis amigos. ¿Cómo convencerle? No puedo prestarle mis emociones; ahora bien, sólo ellas tendrían el poder de persuadirle, de aportarle ese suplemento de mal estar que reclama con insistencia desde hace tanto tiempo.

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 Si se ven negras las cosas es porque uno las sopesa en la oscuridad, porque en general los pensamientos son fruto de vigilias, es decir, de oscuridad. No pueden adaptarse a la vida porque no han sido pensadas con miras a la vida. La idea de las consecuencias que podrían tener ni siquiera roza la mente. Estamos fuera de cualquier cálculo humano, de cualquier idea de salvación o de condenación, de ser o de no ser, en un silencio aparte, modalidad superior de vacío.

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 No haber digerido todavía la afrenta de nacer.

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 Prodigarse en conversaciones como un epiléptico en sus crisis.

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 Para vencer la perturbación o una inquietud tenaz, no hay nada como imaginar el propio entierro. Método eficaz y al alcance de todos. Para no tener que recurrir muy a menudo él durante el día, lo mejor es probar sus beneficios desde el despertar. O no utilizarlo más que en momentos excepcionales, como el Papa Inocencio IX quien, habiendo encargado un cuadro en el que se representaba en su lecho de muerte, lo miraba cada vez que tenía que tomar una decisión importante.
 


 No hay negador que no esté sediento de algún catastrófico sí.

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 Se puede asegurar que el hombre nunca alcanzará profundidades comparables a las que conoció durante siglos de diálogo egoísta con su Dios.

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 ¡No hay un solo instante en que no sea exterior al universo!...
 ...Me acababa de compadecer de mí mismo, de mi condición de desgraciado, cuando me di cuenta que los términos con que calificaba mi desgracia eran los mismos que definen la primera particularidad del «ser supremo».

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 Aristóteles, Tomas de Aquino, Hegel: tres avasalladores del espíritu. La peor forma de despotismo es el sistema, en filosofía y en todo.

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 Dios es lo que sobrevive a la evidencia de que nada merece ser pensado.

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 De joven, mi placer era crearme enemigos. Hoy, en cuanto tengo uno, mi primer impulso es el de reconciliarme con él para no tener que preocuparme más. Tener enemigos es una responsabilidad. Mi carga me basta, ya no puedo llevar la de los demás.

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 La alegría es una luz que devora a sí misma, inagotable; es el sol de sus principios.

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 Unos días antes de su muerte, Claudel observaba que no se debería llamar a Dios infinito sino inagotable. ¡Como si no fuera lo mismo, o casi! No quita que esta preocupación por la exactitud, ese escrúpulo verbal en el momento en que percibía que su «contrato» estaba a punto de expirar, sea más exaltante que una palabra o un gesto «sublime».

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 Lo insólito no constituye un criterio. Paganini es más sorprendente y más imprevisible que Bach.

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 Habría que repetirse cada día: soy uno de esos que, por millones, se arrastran sobre la superficie de la tierra. Uno más solamente. Esa banalidad justifica cualquier conclusión, cualquier conducta o acto: libertinaje, castidad, suicidio, trabajo, crimen, pereza o rebeldía.
 ...De lo que se concluye que cada cual tiene razón en hacer lo que hace.

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 Tzimtsum. Esta palabra ridícula designa uno de los conceptos mayores de la Cábala. Para que el mundo existiera, Dios, que era todo y estaba en todas partes, consintió en encogerse, en dejar un espacio vacío, que no estuviera habitado por él: fue en ese «agujero» donde se creó el mundo.
 Así que ocupamos ese terreno baldío que nos concedió por misericordia o por capricho. Para que nosotros estuviéramos se contrajo, limitó su soberanía. Somos el producto de su disminución voluntaria, de su desaparición, de su ausencia parcial. En su locura se amputó por nosotros. ¡Cómo no tuvo el sentido común y el buen gusto de permanecer entero!

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 En el «Evangelio según los egipcios», Jesús proclama: «Los hombres serán víctimas de la muerte mientras sean engendrados por mujeres.» Y precisa: «He venido a destruir las obras de la mujer.»
 Conociendo las verdades extremas de los gnósticos, uno quisiera ir más lejos aún, decir algo nunca dicho que petrifique o pulverice a la historia, algo que haga pensar en un neronismo cósmico, en una demencia a escala de la materia.

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 Traducir una obsesión es proyectarla fuera de uno, es expulsarla, exorcizarla. Las obsesiones son los demonios de un mundo sin fe.

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 El hombre acepta la muerte pero no la hora de su muerte. Morir cuando sea, salvo cuando haya que morir.

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 En cuanto entramos en un cementerio, un sentimiento completamente irrisorio barre cualquier preocupación metafísica. Aquellos que buscan «misterio» por todas partes, de hecho no van al fondo de las cosas. Muy a menudo el «misterio«, como el «absoluto», sólo corresponde a un tic del espíritu. Es una palabra que sólo debería utilizarse cuando no queda otro remedio, en casos verdaderamente desesperados.

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 Si reviso aquellas de mis proyectos que han quedado en eso y los que se han realizado, no puedo menos de lamentar el que estos últimos no hayan sentido la suerte de los primeros.








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