Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 17 - Agotamiento por exceso de sueños - El traidor modelo - En una de las buhardillas de la tierra - El horror impreciso - Links a mas Filosofia
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 17 - Agotamiento por exceso de sueños - El traidor modelo - En una de las buhardillas de la tierra - El horror impreciso - Links a mas Filosofia | Posted on 15:16
Agotamiento por exceso de sueños
Si pudiésemos conservar la energía que prodigamos en esa sucesión de sueños realizados nocturnamente, la profundidad y sutileza del espíritu alcanzaría proporciones insospechables. El argumento de una pesadilla exige un derroche nervioso más extenuante que la construcción teórica mejor articulada. ¿Cómo, tras el despertar, recomenzar la tarea de alinear ideas cuando, en la inconsciencia, estábamos inmersos en espectáculos grotescos y maravillosos, y deambulábamos a través de las esferas sin el obstáculo de la antipoética Causalidad? Durante horas fuimos semejantes a dioses ebrios y, súbitamente, cuando los ojos abiertos suprimen el infinito nocturno, tenemos que volver a enfrentarnos, bajo la mediocridad del día, con un hartazgo de problemas incoloros, sin que nos ayude ninguno de los fantasmas de la noche. La fantasmagoría gloriosa y nefasta habrá sido pues inútil; el sueño nos ha agotado en vano. Al despertar, otro tipo de cansancio nos espera; tras haber tenido escasamente tiempo para olvidar el de la tarde, henos aquí enfrentados con el del alba. Nos hemos esforzado horas y horas en la inmovilidad horizontal sin que el cerebro aprovechase absolutamente nada de su absurda actividad. Un imbécil que no fuera víctima de este derroche, que acumulara todas sus reservas sin disiparlas en sueños, podría, posesor de una vigilia ideal, desintrincar todos los repliegues de las mentiras metafísicas o iniciarse en las más abstrusas dificultades matemáticas.
Después de cada noche estamos más vacíos: nuestros misterios, como nuestros pesares, han fluido en nuestros sueños. Así la labor del sueño no sólo disminuye la fuerza de nuestro pensamiento, sino también la de nuestros secretos...
Si pudiésemos conservar la energía que prodigamos en esa sucesión de sueños realizados nocturnamente, la profundidad y sutileza del espíritu alcanzaría proporciones insospechables. El argumento de una pesadilla exige un derroche nervioso más extenuante que la construcción teórica mejor articulada. ¿Cómo, tras el despertar, recomenzar la tarea de alinear ideas cuando, en la inconsciencia, estábamos inmersos en espectáculos grotescos y maravillosos, y deambulábamos a través de las esferas sin el obstáculo de la antipoética Causalidad? Durante horas fuimos semejantes a dioses ebrios y, súbitamente, cuando los ojos abiertos suprimen el infinito nocturno, tenemos que volver a enfrentarnos, bajo la mediocridad del día, con un hartazgo de problemas incoloros, sin que nos ayude ninguno de los fantasmas de la noche. La fantasmagoría gloriosa y nefasta habrá sido pues inútil; el sueño nos ha agotado en vano. Al despertar, otro tipo de cansancio nos espera; tras haber tenido escasamente tiempo para olvidar el de la tarde, henos aquí enfrentados con el del alba. Nos hemos esforzado horas y horas en la inmovilidad horizontal sin que el cerebro aprovechase absolutamente nada de su absurda actividad. Un imbécil que no fuera víctima de este derroche, que acumulara todas sus reservas sin disiparlas en sueños, podría, posesor de una vigilia ideal, desintrincar todos los repliegues de las mentiras metafísicas o iniciarse en las más abstrusas dificultades matemáticas.
Después de cada noche estamos más vacíos: nuestros misterios, como nuestros pesares, han fluido en nuestros sueños. Así la labor del sueño no sólo disminuye la fuerza de nuestro pensamiento, sino también la de nuestros secretos...
El traidor modelo
Puesto que la vida no puede realizarse más que en la individuación fundamento último de la soledad- cada ser está necesariamente sólo por el hecho de que es individuo. Sin embargo, todos los individuos no están solos de la misma manera ni con la misma intensidad: cada uno se coloca en un grado diferente en la jerarquía de la soledad; en el extremo se sitúa el traidor: lleva su calidad de individuo hasta la exasperación. En este sentido, Judas es el ser más solitario de la historia del Cristianismo, pero no en la de la soledad. No ha traicionado más que a un dios; ha sabido a quién traicionaba; ha entregado a alguien, como otros entregan algo: una patria o otros pretextos más o menos colectivos. La traición que apunta un objetivo preciso, aunque traiga el deshonor y la muerte, no es misteriosa: se tiene siempre la imagen de lo que se ha querido destruir; la culpabilidad está clara, se la admita o se la niegue. Los otros te rechazan; y tú te resignas al presidio o a la guillotina...
Pero existe una modalidad mucho más compleja de traicionar; sin referencia inmediata, sin relación a un objeto o una persona. Así: abandonarlo todo sin saber que representa ese todo; aislarse de su medio propio; repeler por un divorcio metafísico la sustancia que os ha amasado, que os rodea y que os sustenta.
¿Quién, y por qué desafío, podría provocar a la existencia impunemente? ¿Quién, y con qué esfuerzos, podría desembocar en una liquidación del principio mismo de su propia respiración? Sin embargo, la voluntad de minar el fundamento de todo lo que existe produce un deseo de eficacia negativa, poderoso e inaprensible como un relente de remordimientos corrompiendo la joven vitalidad de una esperanza...
Cuando se ha traicionado al ser, uno no lleva consigo más que un malestar indefinido, ninguna imagen viene a apoyar con su precisión el objeto que suscita la sensación de infamia. Nadie os tira la piedra; se es un ciudadano respetable como antes; se goza de los honores de la ciudad, de la consideración de los semejantes; las leyes os protegen; se es tan estimable como cualquiera y sin embargo nadie ve que vivís de antemano vuestros funerales y que vuestra muerte no sabría añadir nada a vuestra condición irremediablemente establecida. Es que el traidor a la existencia sólo tiene que rendirse cuentas a sí mismo. ¿Qué otro podría pedírselas? Si no difamas ni a un hombre ni a una institución, no corres ningún riesgo; ninguna ley defiende a lo Real, pero todas castigan el menor perjuicio ocasionado a sus apariencias. Tienes derecho a zapar el ser mismo, pero ningún ser concreto; puedes lícitamente demoler las bases de todo lo que es, pero la prisión o la muerte os esperan al menor atentado a las fuerzas individuales. Nada garantiza la Existencia: no hay proceso contra los traidores metafísicos, contra los Budas que rehúsan la salvación, pues éstos no son juzgados traidores más que a su propia vida. Sin embargo, de entre todos los malhechores, éstos son los más dañosos: no atacan los frutos, sino la savia, la savia misma del universo. Su castigo, sólo lo conocen ellos...
Puede que en todo traidor haya una sed de oprobio y que la elección que hace de un modo de traición dependa del grado de soledad al que aspira. ¿Quién no ha sentido el deseo de perpetrar una fechoría incomparable que le excluyese del número de los humanos? ¿Quién no ha deseado la ignominia, para cortar para siempre los lazos que le ataban a los otros, para sufrir una condena inapelable y llegar así a la quietud del abismo? Y cuando se rompe con el universo, ¿no es para hallar la paz de una falta imprescriptible? Un Judas con el alma de Buda: ¡qué modelo para una humanidad futura y agonizante!
En una de las buhardillas de la tierra
«He soñado primaveras lejanas, un sol que no alumbraba más que la espuma de las olas y el olvido de mi nacimiento, un sol enemigo del sol y de ese mal de no encontrar en todas partes más que el deseo de estar en otro sitio. ¿Quién nos ha infligido la suerte terrestre, quién nos ha encadenado a esta materia morosa, lágrima petrificada contra la cual nacidos del tiempo nuestros llantos se estrellan, mientras que ella, inmemorial, cayó de un primer estremecimiento de Dios?
He detestado los mediodías y las medianoches del planeta, he languidecido por un mundo sin clima, sin las horas y este miedo que las hincha, he odiado los suspiros de los mortales bajo el volumen de las edades. ¿Dónde está el instante sin fin y sin deseo, y esa vacación, primordial, insensible a los presentimientos de las caídas y de la vida? He buscado la geografía de la Nada, de los mares desconocidos, y otro sol, puro del escándalo de los rayos fecundos; he buscado el acunamiento de un océano escéptico donde se ahogarían los axiomas y las islas, el inmenso líquido narcótico y suave y cansado del saber.
¡Esta tierra, pecado del Creador! Pero no quiero expiar las faltas de los otros. Quiero curar de mi nacimiento en una agonía fuera de los continentes, en un desierto fluido, en un naufragio impersonal.»
El horror impreciso
No es la irrupción de un mal definido lo que nos recuerda nuestra fragilidad: advertencias más vagas, pero más turbadoras aparecen para señalarnos la inminente excomunión del seno temporal. La cercanía del asco, de esa sensación que nos separa fisiológicamente del mundo, nos revela cuán destructible es la solidez de nuestros instintos o la consistencia de nuestros amarres. En la salud, nuestra carne sirve de eco a la pulsación universal y nuestra sangre reproduce su cadencia; en el asco, que nos acecha como un infierno virtual para atraparnos después súbitamente, estamos tan aislados en el todo como un monstruo imaginado por una teratología de la soledad.
El punto crítico de la vitalidad no es la enfermedad que es lucha , sino ese horror impreciso que rechaza todas las cosas y quita a los deseos la fuerza de procrear errores frescos. Los sentidos pierden su savia, las venas se secan y los órganos no perciben ya el intervalo que los separa de sus propias funciones. Todo pierde su sabor: alimentos y sueños. No hay ya aroma en la materia ni enigma en los pensamientos; gastronomía y metafísica se convierten igualmente en víctimas de nuestra inapetencia. Permanecemos durante horas esperando otras horas, esperando instantes que no huyesen ya del tiempo, instantes fieles que nos reinstalasen de nuevo en la mediocridad de la salud... y en el olvido de sus escollos.
(Avidez del espacio, ambición inconsciente del futuro, la salud nos descubre cuán superficial es el nivel de la vida como tal, y hasta qué punto el equilibrio orgánico es incompatible con la profundidad interior.
El espíritu, en su ímpetu, procede de nuestras funciones comprometidas: remonta su vuelo a medida que el vacío se dilata en nuestros órganos. Sólo es sano en nosotros aquello por lo que no somos específicamente nosotros mismos: son nuestros ascos los que nos individualizan; nuestras tristezas las que nos conceden un nombre; nuestras pérdidas las que nos hacen posesores de nuestro yo. Sólo somos nosotros mismos por la suma de nuestros fracasos.)
No es la irrupción de un mal definido lo que nos recuerda nuestra fragilidad: advertencias más vagas, pero más turbadoras aparecen para señalarnos la inminente excomunión del seno temporal. La cercanía del asco, de esa sensación que nos separa fisiológicamente del mundo, nos revela cuán destructible es la solidez de nuestros instintos o la consistencia de nuestros amarres. En la salud, nuestra carne sirve de eco a la pulsación universal y nuestra sangre reproduce su cadencia; en el asco, que nos acecha como un infierno virtual para atraparnos después súbitamente, estamos tan aislados en el todo como un monstruo imaginado por una teratología de la soledad.
El punto crítico de la vitalidad no es la enfermedad que es lucha , sino ese horror impreciso que rechaza todas las cosas y quita a los deseos la fuerza de procrear errores frescos. Los sentidos pierden su savia, las venas se secan y los órganos no perciben ya el intervalo que los separa de sus propias funciones. Todo pierde su sabor: alimentos y sueños. No hay ya aroma en la materia ni enigma en los pensamientos; gastronomía y metafísica se convierten igualmente en víctimas de nuestra inapetencia. Permanecemos durante horas esperando otras horas, esperando instantes que no huyesen ya del tiempo, instantes fieles que nos reinstalasen de nuevo en la mediocridad de la salud... y en el olvido de sus escollos.
(Avidez del espacio, ambición inconsciente del futuro, la salud nos descubre cuán superficial es el nivel de la vida como tal, y hasta qué punto el equilibrio orgánico es incompatible con la profundidad interior.
El espíritu, en su ímpetu, procede de nuestras funciones comprometidas: remonta su vuelo a medida que el vacío se dilata en nuestros órganos. Sólo es sano en nosotros aquello por lo que no somos específicamente nosotros mismos: son nuestros ascos los que nos individualizan; nuestras tristezas las que nos conceden un nombre; nuestras pérdidas las que nos hacen posesores de nuestro yo. Sólo somos nosotros mismos por la suma de nuestros fracasos.)
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