Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 14 - Ciertas mañanas - El luto atareado - Inmunidad contra la renuncia - Links a mas Filosofia

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 11:55




 Ciertas mañanas

 Pesar por no ser Atlas, por no poder sacudir los hombros para asistir al desplome de esta risible materia... La rabia sigue el camino inverso al de la cosmogonía. ¿Por qué misterio nos despertamos ciertas mañanas con la sed de demoler el conjunto inerte y vivo? Cuando el diablo se ahoga en nuestras venas, cuando nuestras ideas sufren convulsiones, y nuestros deseos hienden la luz, los elementos se abrasan y se consumen, mientras que nuestros dedos tamizan la ceniza.
 ¿Qué pesadillas hemos soportado durante la noche para levantarnos enemigos del sol? ¿Debemos liquidarnos a nosotros mismos para acabar con el todo? ¿Qué complicidad, qué lazos nos prolongan en una intimidad con el tiempo? La vida sería intolerable sin las fuerzas que la niegan. Dueños de una salida posible, de la idea de una huida, podríamos fácilmente abolirnos y, en el colmo del delirio, expectorar este universo.
 ...O, si no, rezar y esperar otras mañanas.

 (Escribir sería un acto insípido y superfluo si uno pudiese llorar a discreción, imitar a los niños y a las mujeres presas de furor. En la materia de la que estamos amasados, en su más profunda impureza, se encuentra un principio de amargura, que sólo suavizan las lágrimas. Si cada vez que las penas nos asaltan, tuviéramos la posibilidad de librarnos por el llanto, las enfermedades vagas y la poesía desaparecerían. Pero una reticencia nativa, agravada por la educación, o un funcionamiento defectuoso de las glándulas lacrimales, nos condenan al martirio de los ojos secos. Y además, los gritos, las tempestades de reniegos, la automaceración y las uñas clavadas en la carne, con las consolaciones de un espectáculo de sangre, no figuran ya entre nuestros procedimientos terapéuticos. De aquí se sigue que estamos todos enfermos y que necesitaríamos un Sahara cada uno para aullar a gusto, o las orillas de un mar elegíaco y fogoso para mezclar a sus lamentos desencadenados nuestros lamentos más desencadenados todavía. Nuestros paroxismos exigen el marco de lo sublime caricaturesco, de lo infinito apoplético, la visión de una horca donde el firmamento sirviera de patíbulo a nuestras osamentas y a los elementos.)






  El luto atareado

 Todas las verdades están contra nosotros. Pero continuamos viviendo porque las aceptamos en sí mismas, porque nos negamos a sacar las consecuencias. ¿Dónde hay alguien que haya traducido  en su conducta  una sola conclusión de la enseñanza de la astronomía, de la biología, y que haya decidido no volver a levantarse de la cama por rebelión o por humildad frente a las distancias siderales o a los fenómenos naturales? ¿Hubo alguna vez un orgullo vencido por la evidencia de nuestra irrealidad? Y ¿quién fue lo bastante audaz como para no hacer nada, ya que todo acto es ridículo en lo infinito? Las ciencias prueban nuestra nada. Pero, ¿quién ha sacado de esto la última lección? ¿Quién se ha convertido en héroe de la pereza total? Nadie se cruza de brazos: somos más afanosos que las hormigas y las abejas. Pero si una hormiga, si una abeja  por el milagro de una idea o por una tentación de singularidad  se aislase del hormiguero o del enjambre, si contemplase desde fuera el espectáculo de sus penas, ¿se obstinaría todavía en su trabajo?
 Sólo el animal racional no ha sabido aprender nada de su filosofía: se aparta y persevera sin embargo en los mismos errores de apariencia eficaz y de realidad nula. Vista desde el exterior desde cualquier punto arquimédico, la vida  con todas sus creencias  no es posible, ni siquiera concebible. Sólo se puede actuar contra la verdad. El hombre vuelve a comenzar cada día, pese a todo lo que sabe, contra todo lo que sabe. Ha llevado este equívoco hasta el vicio. La clarividencia está de luto pero  extraño contagio  incluso este luto es activo; así somos arrastrados en un séquito fúnebre hasta el Juicio; así, del mismo último reposo, del silencio final de la historia, hemos hecho una actividad: es el montaje escénico de la agonía, la necesidad de dinamismo hasta en los estertores...

 (Las civilizaciones jadeantes se agotan más rápidamente que las que se acomodan en la eternidad. China, dilatándose durante milenios en la flor de su vejez, propone el único ejemplo a seguir; sólo ella ha llegado también desde hace mucho a una sabiduría refinada, superior a la filosofía: el taoísmo supera todo lo que el espíritu ha concebido en el plano del desapego. Contamos por generaciones: es la maldición de las civilizaciones apenas seculares el haber perdido, en su cadencia precipitada, la conciencia intemporal.
 Según toda evidencia estamos en el mundo para no hacer nada; pero, en lugar de arrastrar perezosamente nuestra podredumbre, exhalamos sudor y echamos los bofes en el aire fétido. La Historia entera está en estado de putrefacción; sus relentes se desplazan hacia el futuro: hacia allí corremos, aunque no sea sino por la fiebre inherente a toda descomposición.
 Es demasiado tarde para que la humanidad se emancipe de la ilusión del acto, es sobre todo demasiado tarde para que se eleve a la santidad del ocio.)






 Inmunidad contra la renuncia

 Todo lo que atañe a la eternidad se vuelve tópico inevitablemente. El mundo acaba por aceptar cualquier revelación y se resigna a cualquier escalofrío, con tal de que la fórmula haya sido encontrada. La idea de la futilidad universal  más peligrosa que todos los azotes  se ha degradado hasta la evidencia: todos la admiten y nadie se conforma. El espanto de una verdad última ha sido aprisionado; convertido en estribillo, los hombres no vuelven a pensar en ello, pues se han aprendido de memoria una cosa que, entrevista solamente, debería precipitarles al abismo o a la salvación. La visión de la nulidad del tiempo ha hecho nacer los santos y los poetas, y las desesperaciones de algunos solitarios, aquejados de anatema...
 Esta visión no es extraña a las masas: repiten machaconamente: «¿De qué sirve eso?», «¿qué más da?»; «no hay mal que cien años dure», «todo cambia y todo sigue igual», y sin embargo nada ocurre, nada se interpone: ni un santo, ni un poeta más... Si la gente se conformase con una sola de esas muletillas, la faz del mundo se transformaría. Pero la eternidad  surgida de un pensamiento antivital  no sabría ser un reflejo humano sin peligro para el ejercicio de los actos: se convierte en tópico para que se la pueda olvidar por una repetición maquinal. La santidad es una aventura como la poesía. Los hombres dicen «todo pasa», pero ¿cuántos captan el alcance de esta aterradora banalidad?, ¿cuántos huyen de la vida, la cantan o la lloran? ¿Quién no está imbuido de la convicción de que todo es vano? Pero ¿quién osa afrontar sus consecuencias? El hombre con vocación metafísica es más raro que un monstruo y sin embargo, cada hombre contiene virtualmente los elementos de esa vocación. Le bastó a un príncipe indio ver un inválido, un viejo y un muerto para comprenderlo todo; nosotros que también les vemos no comprendemos nada, pues nada cambia en nuestra vida. No podemos renunciar a ninguna cosa; sin embargo, las evidencias de la vanidad están a nuestro alcance. Enfermos de esperanza, esperamos siempre; y la vida no es más que la espera hipostasiada. Lo esperamos todo, incluso la Nada, antes que ser reducidos a una suspensión eterna, a una condición de divinidad neutra o de cadáver. Así, el corazón que se ha formado un axioma de lo Irreparable, espera todavía sorpresas. La humanidad vive amorosamente en los sucesos que la niegan...








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