Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 15 - Equilibrio del mundo - Adiós a la filosofía - Del santo al cínico - Retorno a los elementos - Links a mas Filosofia

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 13:03









 Equilibrio del mundo

 La simetría aparente de las alegrías y de las penas, no emana en absoluto de su distribución equitativa: es debida a la injusticia que golpea a ciertos individuos y los obliga así a compensar con su aplastamiento la despreocupación de los otros. Sufrir las consecuencias de sus actos o ser preservado de ellas, tal es la suerte de los hombres. Esta discriminación se efectúa sin ningún criterio: es una fatalidad, un reparto absurdo, una selección caprichosa. Nadie puede escapar de la condena a la felicidad o a la desdicha, ni escapar de la sentencia nativa del tribunal funambulesco cuya decisión se extiende entre el espermatozoide y la tumba.
 Los hay que pagan todas sus alegrías, que expían todos sus placeres, que tienen que rendir cuentas de todos sus olvidos: no serán jamás deudores de un solo instante de felicidad. Mil amarguras han coronado para ellos un estremecimiento de placer como si no tuvieran derecho a las dulzuras admitidas, como si sus abandonos pusieran en peligro el equilibrio bestial del mundo... ¿Fueron felices en medio de un paisaje?, lo lamentarán en inminentes pesares; ¿estuvieron orgullosos de sus proyectos y de sus sueños?, se despertarán pronto, como de una utopía, corregidos por sufrimientos demasiado positivos.
 Así hay sacrificados que pagan la inconsciencia de los otros, que expían no solamente su propia felicidad, sino también la de desconocidos. El equilibrio se restablece de esta manera; la proporción de las alegrías y de las penas se hace armoniosa. Si un oscuro destino universal ha decretado que tú pertenecerás al grupo de las víctimas, marcharás a lo largo de tus días pisoteando la pizca de paraíso que escondías dentro de ti, y el poco ímpetu que apuntaba en tus miradas y en tus sueños se emporcará ante la impureza del tiempo, de la materia y de los hombres. Como pedestal tendrás un muladar y como tribuna unos pertrechos de tortura. No serás digno más que de una gloria leprosa y de una corona de baba. ¿Intentar avanzar junto a esos a quienes todo es debido, para quien todos los caminos son libres? Pero el polvo y la misma ceniza se erguirán para atajarte los escapes del tiempo y las salidas del sueño. Sea cual fuere la dirección en que te encamines, tus pasos se enlodarán, tus voces no clamarán más que los himnos del fango y, sobre tu cabeza inclinada hacia el corazón, donde sólo habita la piedad por ti mismo, pasará apenas el hálito de los bienaventurados, juguetes benditos de una ironía sin nombre; y tan poco culpables como tú mismo.




 Adiós a la filosofía

 Me aparté de la filosofía en el momento en que se hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana, ningún acento de verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás filósofos. Frente a la música, la mística y la poesía, la actividad filosófica proviene de una savia disminuida y de una profundidad sospechosa, que no guardan prestigios más que para los tímidos y los tibios. Por otra parte, la filosofía  inquietud impersonal, refugio junto a ideas anémicas  es el recurso de los que esquivan la exuberancia corruptora de la vida. Poco más o menos todos los filósofos han acabado bien: es el argumento supremo contra la filosofía. El fin del mismo Sócrates no tiene nada de trágico: es un malentendido, el fin de un pedagogo, y si Nietzsche se hundió fue como poeta y visionario; expió sus éxtasis y no sus razonamientos.
 No se puede eludir la existencia con explicaciones, no se puede sino soportarla, amarla u odiarla, adorarla o temerla, en esa alternancia de felicidad y horror que expresa el ritmo mismo del ser, sus oscilaciones, sus disonancias, sus vehemencias amargas o alegres.
 ¿Quién no está expuesto, por sorpresa o por necesidad, a un desconcierto irrefutable, quién no levanta entonces las manos en oración para dejarlas caer a continuación más vacías aún que las respuestas de la filosofía? Se diría que su misión es protegernos en tanto que la inadvertencia de la suerte nos deja caminar más acá del desquiciamiento y abandonarnos en cuanto somos obligados a zambullirnos en él. Y ¿cómo podría ser de otra manera, cuando se ve qué pocos de los sufrimientos de la humanidad han pasado a su filosofía? El ejercicio filosófico no es fecundo, sólo honorable. Se es siempre impunemente filósofo: un oficio sin destino que llena de pensamientos voluminosos las horas neutras y vacantes, las horas refractarias al Antiguo Testamento, a Bach y a Shakespeare. Y ¿acaso esos pensamientos se han materializado en una sola página equivalente a una exclamación de Job, a un terror de Macbeth o a una cantata? El universo no se discute; se expresa. Y la filosofía no lo expresa. Los verdaderos problemas no comienzan sino después de haberla recorrido o agotado, después del último capítulo de un inmenso tomo que pone el punto final en signo de abdicación ante lo desconocido, donde se enraizan todos nuestros instantes, y con el que nos es preciso luchar porque es naturalmente más inmediato, más importante que el pan cotidiano. Aquí el filósofo nos abandona: enemigo del desastre, es tan sensato como la razón y tan prudente como ella. Y quedamos en compañía de un anciano apestado, de un poeta instruido en todos los delirios y de un músico cuya sublimidad trasciende la esfera del corazón. No comenzamos a vivir realmente más que al final de la filosofía, sobre sus ruinas, cuando hemos comprendido su terrible nulidad, y que era inútil recurrir a ella, que no iba a sernos de ninguna ayuda.

 (Los grandes sistemas no son en el fondo más que brillantes tautologías. ¿Qué ventaja hay en saber que la naturaleza del ser consiste en la «voluntad de vivir», en la «idea», o en la fantasía de Dios o de la Química? Simple proliferación de palabras, sutiles desplazamientos de sentidos. Lo que es repele el abrazo verbal y la experiencia íntima no nos revela nada fuera del instante privilegiado e inexpresable. Por otro lado, el ser mismo no es más que una pretensión de la Nada.
 Sólo se define por desesperación. Hace falta una fórmula; incluso hacen falta muchas, no fuera más que por dar justificación al espíritu y una fachada a la nada.
 Ni el concepto ni el éxtasis son operativos. Cuando la música nos sumerge hasta las «intimidades» del ser, volvemos a salir rápidamente a la superficie: los efectos de la ilusión se disipan y el saber se declara nulo.
 Las cosas que tocamos y las que concebimos son tan improbables como nuestros sentidos y nuestra razón; sólo estamos seguros en nuestro universo verbal, manejable a placer, e ineficaz. El ser es mudo y el espíritu charlatán. Eso se llama conocer.
 La originalidad de los filósofos se reduce a inventar términos. Como no hay más que tres o cuatro actitudes ante el mundo  y poco más o menos otras tantas maneras de morir  los matices que las diversifican y las multiplican sólo dependen de la elección de vocablos, desprovistos de todo alcance metafísico.
 Estamos abismados en un universo pleonástico, en el que las interrogaciones y las réplicas se equivalen.)

 
Del santo al cínico

 La burla lo ha rebajado todo al rango de pretexto, salvo el Soy y la Esperanza, salvo las dos condiciones de la vida: el astro del mundo y el astro del corazón, el uno deslumbrante, el otro invisible. Un esqueleto, calentándose al sol y esperando, sería más vigoroso que un Hércules desesperado y cansado de luz; un ser, totalmente permeable a la Esperanza, sería más poderoso que Dios y más vivo que la Vida. Macbeth, «aweary of the sun», es la última de las criaturas, pues la verdadera muerte no es la podredumbre, sino el asco de toda irradiación, la repulsión por todo lo que es germen, por todo lo que florece bajo el calor de la ilusión.
 El hombre ha profanado las cosas que nacen y mueren bajo el sol, salvo el sol; las cosas que nacen y mueren en la esperanza, salvo la esperanza. No habiéndose atrevido a ir más lejos, ha puesto límites a su cinismo. Y es que un cínico, que se pretende consecuente, sólo lo es en palabras; sus gestos hacen de él el ser más contradictorio: nadie podría vivir después de haber diezmado sus supersticiones. Para llegar al cinismo total, sería preciso un esfuerzo inverso al de la santidad y al menos igualmente considerable; o, si no, imaginar un santo que, llegado a la cumbre de su purificación descubriera la vanidad del trabajo que se ha tomado y el ridículo de Dios...
 Tal monstruo de clarividencia cambiaría las coordenadas de la vida: tendría fuerza y autoridad para poner en cuestión las condiciones mismas de su existencia; ya no correría el riesgo de contradecirse; ningún desfallecimiento humano debilitaría ya sus osadías; habiendo perdido el respeto religioso que tributamos, pese a nosotros, a nuestras últimas ilusiones, se burlaría de su corazón y del sol...

 
 Retorno a los elementos

 Si la filosofía no hubiera hecho ningún progreso desde los presocráticos, no habría ninguna razón para quejarse. Hartos del fárrago de los conceptos, acabamos por advertir que nuestra vida se agita siempre en los elementos con los que ellos constituían el mundo, que son la tierra, el agua, el fuego y el aire los que nos condicionan, que esta física rudimentaria delimita el marco de nuestras pruebas y el principio de nuestros tormentos. Al haber complicado estos datos elementales hemos perdido  fascinados por el decorado y el edificio de las teorías  la comprensión del Destino, el cual, sin embargo, inmutable, es el mismo que en los primeros días del mundo. Nuestra existencia, reducida a su esencia, continúa siendo un combate contra los elementos de siempre, combate que nuestro saber no suaviza de ninguna manera. Los héroes de cualquier época no son menos desdichados que los de Homero y, si han llegado a ser personajes, es que han disminuido de aliento y de grandeza. ¿Cómo podrían los resultados de la ciencia cambiar la posición metafísica del hombre? Y ¿qué representan los sondeos en la materia, los atisbos y los frutos del análisis junto a los himnos védicos y a esas tristezas de la aurora histórica deslizadas en la poesía anónima?
 Mientras que las decadencias más elocuentes no nos elevan más sobre la desdicha que los balbuceos de un pastor, y que a fin de cuentas hay más sabiduría en la risotada de un idiota que en la investigación de los laboratorios, ¿no es entonces locura perseguir la verdad por los caminos del tiempo o en los libros? Lao tzé, reducido a unas cuantas lecturas, no es más ingenuo que nosotros, que lo hemos leído todo. La profundidad es independiente del saber. Traducimos a otros planos las revelaciones de las edades pasadas, o explotamos las intuiciones originales con las últimas adquisiciones del pensamiento. Así, Hegel es un Heráclito que ha leído a Kant; y nuestro Hastío, un eleatismo afectivo, la ficción de la diversidad desenmascarada y revelada al corazón...


 Evasivas

 Los únicos que sacan las últimas consecuencias son los que viven fuera del arte. El suicidio, la santidad, el vicio: otras tantas formas de falta de talento. Directa o camuflada, la confesión por la palabra, el sonido o el color detiene la aglomeración de fuerzas interiores y las debilita expulsándolas hacia el mundo exterior. Es una disminución salvadora que hace de todo acto de creación un factor de fuga. Pero el que acumula energías vive bajo presión, esclavo de sus propios excesos; nada le impide naufragar en lo absoluto...
 La verdadera existencia trágica no se encuentra casi nunca entre los que saben manejar las potencias secretas que les abruman; ¿a fuerza de debilitar su alma con su obra de dónde sacarían la energía para alcanzar la extremosidad de los actos? Tal héroe se realizó en una modalidad soberbia del morir porque le faltaba la facultad de extinguirse progresivamente en los versos. Todo heroísmo expía  por el genio del corazón  una carencia de talento, todo héroe es un ser sin talento. Y es esta deficiencia lo que le proyecta hacia delante y le enriquece, mientras que los que han empobrecido con la creación su fortuna de indecible son rechazados, en tanto que existencias, a un segundo plano, aunque su espíritu pudiera elevarse por encima de todos los otros.
 Aquél se elimina del estamento de sus semejantes por el convento o por algún otro artificio: por la morfina, el onanismo o el aperitivo, mientras que una forma de expresión hubiera podido salvarle. Pero, presente siempre a sí mismo, perfecto posesor de sus reservas y de sus decepciones, acarreando la suma de su vida sin poder disminuirla con los pretextos del arte, invadido por sí mismo, no puede ser más que total en sus gestos y resoluciones, sólo puede sacar una conclusión que le afecte enteramente; no sabría probar los extremos: se ahoga en ellos; y se ahoga realmente en el vicio, en Dios o en su propia sangre, mientras que las cobardías de la expresión le hubieran hecho retroceder ante lo supremo. Quien se expresa no obra contra sí mismo; sólo conoce la tentación de las últimas consecuencias. Y el desertor no es quien las saca, sino el que se disipa y se divulga por miedo a que, entregado a sí mismo, se pierda y se desplome.







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