Poesía: Charles Baudelaire - Part 23 - El Cisne - Los Siete Ancianos - Las viejecitas - Los Ciegos - Libro Las Flores del Mal (Va completo)

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 19:42




Charles Baudelaire





LXXXIX

EL CISNE

A Víctor Hugo.

I

¡Andrómaca, pienso en ti! Este riacho,
Pobre y triste espejo donde antaño resplandeció
La inmensa majestad de vuestros dolores de viuda,
Este Simoïs mentiroso que con vuestras lágrimas crece,

Ha fecundado de pronto mi memoria fértil,
Cuando yo atravesaba el nuevo Carrousel.
El viejo París terminó (la forma de una ciudad
Cambia más rápido, ¡ah!, que el corazón de un mortal);

Yo no veo sino con el espíritu todo este caserío,
Este montón de capiteles esbozados y los fustes,
Las hierbas, los grandes bloques verdecidos por el agua de las charcas,
Y brillando en las ventanas, el bric-a-bras confuso.

Allí se mostraba antaño una casa de fieras;
Allá yo vi, una mañana, en la hora en que bajo los cielos
Fríos y claros el Trabajo se despierta, en que la basura
Empuja un sombrío huracán en el aire silencioso,

Un cisne que se había evadido de su jaula,
Y, con sus patas palmípedas frotando el empedrado seco,
Sobre el suelo' áspero arrastraba su blanco plumaje.
Cerca de un arroyo sin agua la bestia abriendo el pico

Bañaba nerviosamente sus alas en el polvo,
Y decía, el corazón lleno de su bello lago natal:
"Agua, ¿Cuándo lloverás? ¿Cuándo tronarás, rayo?"
Yo veo este desdichado, mito extraño y fatal,

Hacia el cielo algunas veces, como el hombre de Ovidio,
Hacia el cielo irónico y cruelmente azul,
Sobre su cuello convulsivo tender su cabeza ávida,
¡Como si dirigiera reproches a Dios!


II

¡París cambia! ¡pero, nada en mi melancolía
Se ha movido! palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí vuélvese alegoría,
Y mis caros recuerdos son más pesados que rocas.

También ante este Louvre una imagen me oprime:
Y pienso en mi gran cisne, con sus gestos locos,
Como los exiliados, ridículo y sublime,
¡Y roído por un deseo sin tregua! y luego en vos,

Andrómaca, de los brazos de un gran esposo caída,
Vil rebaño, bajo la mano del soberbio Pirro,
Cabe una tumba vacía en éxtasis doblegado;
Viuda de Héctor, ¡ah! ¡y mujer de Heleno!

Yo pienso en la negra, enflaquecida y tísica,
Chapaleando en el lodo, y buscando, la mirada huraña,
Los cocoteros ausentes del África soberbia
Detrás de la muralla inmensa de neblina;

En cualquiera que ha perdido lo que no se encuentra
¡Jamás, jamás! ¡en los que beben lágrimas!
¡Y maman del Dolor cual de una buena loba!
¡En los flacos huérfanos secándose cual flores!

También en la selva donde mi espíritu se exilia
¡Un viejo Recuerdo resuena con la plenitud del cuerno!
Pienso en los marineros olvidados en una isla,
¡En los cautivos, en los vencidos!... ¡y en muchos otros todavía!

1860.



XC

LOS SIETE ANCIANOS

A Víctor Hugo

Hormigueante ciudad, llena de sueños,
Donde el espectro en pleno Día agarra al transeúnte!
Los misterios rezuman por todas partes como las savias
En los canales estrechos del coloso poderoso.

Una mañana, mientras que en la triste calle
Las casas, cuya altura prolonga la bruma,
Simulaban los dos muelles de un río crecido,
Y que, decoración semejante al alma del actor,

Una niebla sucia y amarilla inundaba tanto el espacio,
Yo seguía, atesando mis nervios cual un héroe
Y discutiendo con mi alma ya cansada,
El "faubourg" sacudido por las pesadas carretas.

De pronto, un anciano cuyos guiñapos amarillos
Imitaban el color de este cielo lluvioso,
Y de los que el aspecto había hecho llover las limosnas,
Sin la maldad que lucía en sus ojos,

Se me apareció. Se hubiera dicho su pupila empapada
En la hiel; su mirada agudizando la escarcha,
Y su barba de largas guedejas, afilada como una espada,
Se proyectaba, parecida a la de Judas.

No estaba encorvado, sino quebrado, su espinazo
Hacía con su pierna imperfecto ángulo recto,
Si bien su bastón, completando su estampa,
Le imprimía el talante y el paso torpe

De un cuadrúpedo enfermo o de un brasero de tres patas.
En la nieve y el barro avanzaba atascándose,
Cual si aplastara muertos bajo sus chanclos,
Hostil al universo más bien que indiferente.

Su semejante le seguía: barbas, ojos, dorso, bastón, guiñapos,
Ningún rasgo distinguía, del mismo infierno llegado,
Este jumento centenario, y estos espectros barrocos
Marchaban con el mismo peso hacia un final desconocido.

¿A qué complot infame estaba yo expuesto,
O qué perverso azar así me humillaba?
¡Porque yo conté siete veces, de minuto en minuto,
Este siniestro anciano que se multiplicaba!

Que aquel que se burla de mi inquietud,
Y que no se ha sentido alcanzado por un estremecimiento fraternal,
Si bien que, pese a tanta decrepitud,
¡Estos siete monstruos horribles tenían el aire eterno!

¿Hubiera yo, sin morir, contemplado el octavo,
Sosías inexorable, irónico y fatal,
Asqueante Fénix, hijo y padre de sí-mismo?
—Mas volví las espaldas al cortejo infernal.

¡Exasperado como un ebrio que viera doble,
Retorné, cerré mi puerta, espantado,
Enfermo y pasmado, el espíritu afiebrado y turbado,
Herido por el misterio y por el absurdo!

Vanamente mi razón quería empuñar la barra;
La tempestad jugando derrotaba mis esfuerzos,
¡Y mi alma danzaba, danzaba, vieja gabarra
Sin mástiles, sobre un mar monstruoso y sin riberas!

1859.



XCI

LAS VIEJECITAS

A Víctor Hugo

En los pliegues sinuosos de las viejas capitales,
Donde todo, hasta el horror, vuelve a los sortilegios,
Espío, obediente a mis humores fatales,
Los seres singulares, decrépitos y encantadores.

Estos monstruos dislocados fueron antaño mujeres
¡Eponina o Lais! Monstruos rotos, jorobados
O torcidos, ¡amémoslos! son todavía almas
Bajo faldas agujereadas y bajo fríos trapos.

Trepan, flagelados por el cierzo inicuo,
Estremeciéndose al rodar estrepitoso de los ómnibus,
Y apretando contra su flanco, cual si fueran reliquias,
Un saquito bordado de flores o de arabescos;

Trotan, muy parecidos a marionetas;
Se arrastran, como hacen las bestias heridas,
O bailan, sin querer bailar, pobres campanillas
De las que cuelga un Demonio sin piedad. Destrozados

Como están, tienen ojos taladrantes cual una barrena,
Brillantes como esos agujeros en los que el agua duerme en la noche;
Tienen los ojos divinos de la tierna niña
Que se maravilla y ríe a todo cuanto reluce.

—¿Habéis observado que muchos féretros de viejas
Son casi tan pequeños como el de un niño?
La Muerte sabia deposita en esas cajas iguales
Un símbolo de un sabor caprichoso y cautivante,

Y cuando entreveo un fantasma débil
Atravesando de París el hormigueante cuadro,
Me parece siempre que este ser frágil
Se marcha muy dulcemente hacia una nueva cuna;

A menos que, meditando sobre la geometría,
Yo no busque, en el aspecto de esos miembros discordes,
Cuántas veces es preciso que el obrero varíe
La forma de la caja donde se meten todos esos cuerpos.

—Esos ojos son pozos abiertos por un millón de lágrimas,
Crisoles que un metal enfriado recubre con pajuelas...
¡Esos ojos misteriosos tienen invencibles encantos
Para aquel que el austero Infortunio amamanta!


II

De Frascati difunta Vestal enamorada;
Sacerdotisa de Talía, ¡ah!, de la que el apuntador
Enterrado sabe el nombre; célebre evaporada
Que Tívole antaño sombreaba en su flor,
¡Todas me embriagan! Pero, entre esos seres débiles
Los hay que, haciendo del dolor una miel,
Han dicho al Sacrificio que les prestaba sus alas:
Hipógrifo poderoso, ¡llévame hasta el cielo!

La una, por su patria en la desdicha ejercitada,
La otra, que el esposo sobrecargó de dolores,
La otra, por su hijo Madona traspasada,
¡Todas habrían podido formar un río con sus lágrimas!


III

¡Ah! ¡Cómo he seguido a esas viejecitas!
Una, entre otras, a la hora en que el sol poniente
Ensangrienta el cielo con heridas bermejas,
Pensativa, se sentaba apartada sobre un banco,

Para escuchar uno de esos conciertos, ricos en cobre
Con los que los soldados, a veces, inundan nuestros jardines,
Y que, en esas tardes de oro en las que nos sentimos revivir,
Vierten cierto heroísmo en el corazón de los ciudadanos.

Aquélla, erecta aún, altiva y oliendo a la regla,
Aspirando ávidamente ese canto vivido y guerrero;
Su mirada, a veces, se abría como el ojo de una vieja águila;
¡Su frente de mármol parecía hecha para el laurel!


IV

Tal como camináis, estoicas y sin quejas,
A través del caos de vivientes ciudades,
madres de sangrante corazón, cortesanas o santas,
De las que, antaño, los nombres por todos eran citados.

Vosotras que fuisteis la gracia o que fuisteis la gloria,
¡Nadie os reconoce! Un beodo incivil
Os enrostra al pasar un amor irrisorio;
Sobre vuestros talones brinca un niño flojo y vil.

Avergonzadas de existir, sombras encogidas,
medrosas, agobiadas, costeáis los muros;
Y nadie os saluda, ¡extraños destinos!
¡Despojos de humanidad para la eternidad maduros!

Pero yo, yo que de lejos tiernamente os espío,
La mirada inquieta, fija sobre vuestros pasos vacilantes,
Como si yo fuera vuestro padre, ¡oh, maravilla!
Saboreo sin que lo sepáis placeres clandestinos:

Veo expandirse vuestras pasiones novicias;
Sombríos o luminosos, veo vuestros días perdidos;
¡Mi corazón multiplicado disfruta de todos vuestros vicios!
¡Mi alma resplandece de todas vuestras virtudes!

¡Ruinas! ¡Mi familia! ¡oh, cerebros congéneres!
¡Yo cada noche os hago una solemne despedida!
¿Dónde estaréis mañana, Evas octogenarias,
Sobre las que pesa la garra horrorosa de Dios?

1859.



XCII

LOS CIEGOS

¡Contémplalos, alma mía; son realmente horrendos!
Parecidos a maniquíes; vagamente ridículos;
Terribles, singulares como los sonámbulos;
Asestando, no se sabe dónde, sus globos tenebrosos.

Sus ojos, de donde la divina chispa ha partido.
Como si miraran a lo lejos, permanecen elevados
Hacia el cielo; no se les ve jamás hacia los suelos
Inclinar soñadores su cabeza abrumada.

Atraviesan así el negror ilimitado,
Este hermano del silencio eterno. ¡Oh, ciudad!
Mientras que alrededor nuestro, tú cantas, ríes y bramas,

Prendada del placer hasta la atrocidad,
¡Mira! ¡Yo me arrastro también! Pero, más que ellos, ofuscado,
Pregunto: ¿Qué buscan en el Cielo, todos estos ciegos?

1860.














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