Poesía: Virgilio - La Eneida - Libro V - Links

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 23:36



Virgilio 
de Veterum illustrium philosophorum etc. (1685) 
de Giovanni Pietro Bellori (Roma 1613-1696)



























 


LIBRO V


Entretanto Eneas ya mantenía seguro su rumbo

con la flota y del Aquilón negras cortaba las olas

volviéndose a mirar las murallas que ya resplandecen con las llamas

de la infeliz Elisa. Oculta les queda la causa que encendiera

fuego tan terrible; mas las penas duras de un amor grande

mancillado, y el saber de qué es capaz una mujer desesperada

lo toman los corazones de los teucros como triste presagio.

Cuando las naves ocuparon el mar y ya ninguna tierra

les viene al encuentro, mar por todo y por todo cielo,

a él cerúleo nubarrón se le paró sobre la cabeza

llevando noche y tormenta y se encrespó la ola de tinieblas.

El propio Palinuro, el piloto, desde su alta popa:

«¡Ay!, ¿por qué nimbos tan grandes han ceñido el éter?

¿Qué nos deparas, padre Neptuno?» Luego que así dijo

ordena arriar las velas y ponerse a los fuertes remos,

y ofrece pliegues oblicuos al viento, y añade esto:

«Magnánimo Eneas, ni aunque Júpiter me lo prometiera

con su respaldo esperaría yo tocar Italia con este cielo.

Opuestos rugen los vientos de costado y se levantan

de lo negro de la tarde y el aire se condensa en nubes.

Y no podemos nosotros luchar en su contra ni hacer

tan gran esfuerzo. Puesto que nos vence Fortuna, sigamos

y pongamos rumbo a donde nos llama. No creo lejanas

las seguras costas de tu hermano Érice y los puertos sicanos,

si es que bien recuerdo y vuelvo a medir los astros ya observados.»

Y el piadoso Eneas: «En verdad así veo hace rato que lo piden

los vientos y que en vano te empeñas en su contra.

Dobla el camino a las velas. ¿Puede haber tierra más grata

para mí o a donde más quisiera llevar mis naves cansadas

que la que me guarda al dardanio Acestes

y abraza en su seno los huesos de mi padre Anquises?»

Cuando dijo esto, a los puertos se dirigen y Céfiros propicios

les inflan las velas; avanza por las aguas rauda la flota,

y al fin gozosos arriban a la playa conocida.

Y a lo lejos desde la elevada cumbre de un monte se asombra

Acestes de su llegada y baja al encuentro de las naves amigas,

erizado de sus jabalinas y la piel de una osa de Libia:

concebido por el río Criniso una madre troyana

lo había tenido. Sin olvidar a sus antiguos padres

se alegra con los que vuelven y con agrestes tesoros gozoso

les recibe, y cansados les reconforta con amistosa ayuda.

Cuando el día siguiente, luminoso, había espantado a las estrellas

con el otro primero, a los compañeros de toda la playa convoca

Eneas a reunión y habla desde la altura de un túmulo:

«Grandes Dardánidas, estirpe de la alta sangre de los dioses,

se cierra el círculo de un año con sus meses cumplidos

desde que los restos y los huesos de mi divino padre

cubrimos con tierra y consagramos altares afligidos;

y ya ha llegado el día, si no me engaño, que siempre por acerbo

y por honrado he de tener (así lo quisisteis, dioses).

Así exiliado lo pasara yo en la Sirtes getulas,

o en el mar argólico atrapado o en la ciudad de Micenas,

votos anuales y, por orden, solemnes pompas

le rendiría y colmaría sus altares de presentes.

Mucho más hoy: a las cenizas y los huesos de mi propio padre

hemos llegado, creo, en verdad no sin la intención de los dioses

ni sin su numen y se nos ha hecho entrar en un puerto amigo.

Así que ánimo y celebremos todos alegre ceremonia:

invoquemos a los vientos, y ojalá él me acepte todos los años

en la nueva ciudad estas ofrendas en los templos que le dediquemos.

Acestes, un hijo de Troya, da dos cabezas de bueyes

para cada una de vuestras naves: invitad al banquete

a los Penates patrios y a los que venera el huésped Acestes.

Y además, cuando la novena Aurora haya traído a los mortales

el almo día y haya despejado el orbe con sus rayos,

dispondré en primer lugar para los teucros un combate de las naves veloces;

y el que vale en la carrera a pie, y el que osado de fuerzas

llega más lejos con la jabalina y las rápidas flechas,

o se anima a presentar batalla con el rudo cesto,

acudan todos y aguarden el premio de la merecida palma.

Guardad todos silencio y ceñid con ramos vuestras sienes.»

Dicho esto cubre con el mirto materno sus sienes.

Así hace Hélimo, así Acestes por la edad maduro,

así el niño Ascanio, y les sigue toda la juventud.

Él desde la asamblea con muchos millares se dirigía

al túmulo, en el centro de numerosa compañía.

Aquí libando según el rito dos copas de vino puro

las vertió en tierra, dos de leche nueva, dos de sangre consagrada,

y esparce flores purpúreas, y esto dice:

«Salve, sagrado padre, de nuevo; salve, cenizas en vano

recobradas, y ánimas y sombras paternas.

No se me concedió buscar contigo los territorios ítalos

ni los campos del destino ni, dondequiera que esté, el Tiber ausonio.»

Así había dicho, cuando una lúbrica serpiente del hondo recinto

sacó, enorme, sus siete anillos, sus siete revueltas,

en plácido abrazo al túmulo y deslizándose por los altares;

el lomo tenía cubierto de manchas azulencas y de oro

un fulgor encendía sus escamas, como el arco en las nubes

esparce contra el sol mil diversos colores.

Se paralizó Eneas con la visión. Ella en larga línea

serpentea por fin entre las páteras y los vasos bruñidos

y gustó las viandas y bajó de nuevo sin daño a lo profundo

del túmulo y dejó los probados altares.

Por esto más reanuda los emprendidos honores a su padre,

dudando si pensar en un genio del lugar o en un siervo

de su padre; sacrifica según la costumbre dos ovejas

y otros tantos cerdos y los mismos novillos de negro lomo,

y vino derramaba con las páteras y el alma invocaba

de Anquises el grande y sus Manes devueltos del Aqueronte.

Y así también los compañeros, según cada cual puede, gozosos

llevan sus ofrendas, colman los altares y matan novillos;

calderos colocan otros en fila y dispersos por la hierba

amontonan las brasas bajo los asadores y queman las vísceras.

Había llegado el día esperado y ya los caballos de Faetonte

la novena Aurora traían con su luz serena,

y la noticia y del ilustre Acestes el nombre a los comarcanos

habían congregado; en alegre reunión la playa llenaban

por ver a los Enéadas y otros dispuestos a competir.

Primero ante sus ojos se disponen los presentes de la arena

en el centro, los trípodes sagrados y las verdes coronas

y las palmas, premio para los vencedores, y las armas y las ropas

teñidas de púrpura, talentos de oro y de plata;

y canta la trompa de lo alto de una duna el comienzo de los juegos.

Avanzan iguales para el certamen primero cuatro naves

de pesados remos escogidas de toda la flota.

Mnesteo guía con fiera tripulación la veloz Pristis,

ítalo muy pronto Mnesteo, de quien el nombre de la estirpe de Memmio;

y Gías la inmensa Quimera de inmensa mole

como de una ciudad, que en triple hilera la juventud impele

dardania, se alzan sus remos en tres filas;

y Sergesto, del que recibe su nombre la casa Sergia,

avanza sobre la gran Centauro y Cloanto en la Escila

cerúlea, de donde tu estirpe, romano Cluentio.

Hay a lo lejos en el mar un peñasco frente a la espumantes

riberas que a veces, sumergido, lo baten las olas

hinchadas cuando los Cauros de invierno ocultan los astros;

en la bonanza calla y sobre las olas inmóviles asoma,

prado y solana gratísimos para los tibios somormujos.

Aquí colocó el padre Eneas una verde meta

de frondoso arce, una señal para los marineros de donde regresar

supieran y en torno a donde doblar la larga carrera.

Luego eligen a suertes los puestos y los propios capitanes

en sus popas brillan de oro a lo lejos y de púrpura relucientes;

los demás jóvenes se cubren con hojas de chopo

y resplandecen con los hombros desnudos untados de aceite.

Se sientan en los bancos, atentos los brazos a los remos;

atentos aguardan la señal, y consume sus excitados

corazones un ansia pulsante y un vehemente deseo de gloria.

Luego, cuando la clara trompa lanzó la señal -no hay retraso-

todos saltaron de sus marcas; hiere el éter un clamor

marinero y las aguas se hacen espuma por el batir de brazos.

Hienden los surcos a la vez, y toda se abre

la llanura agitada por los remos y los rostros tridentes.

No tanto se precipitan en la carrera de bigas al llano

corriendo ni se lanzan los carros fuera de la barrera,

ni así hacen restallar los aurigas las riendas ondeantes

sobre los veloces caballos e inclinados hacia adelante los azotan.

Luego con el aplauso y los gritos de los hombres y los ánimos

de sus seguidores resuena todo el bosque y las playas recogidas

hacen volar la voz, y devuelven el eco los collados por el clamor sacudidos.

Escapa antes que los demás y se desliza por las olas primeras

Gías entre la turba y los gritos; después le sigue

Cloanto, mejor con los remos, aunque el lento pino le frena

con su peso. Tras ellos, a igual distancia, la Pristis

y la Centauro disputan por ocupar el lugar primero,

y ya lo tiene la Pristis, ya vencida la sobrepasa la enorme

Centauro, ya ambas a la vez avanzan con sus frentes

pegadas y con largas carenas surcan las olas saladas.

Y ya se acercaban al peñasco y la meta tocaban,

cuando el primero, Gías, vencedor en medio de las aguas

increpa con sus palabras al timonel de su nave, Menetes:

«¿Dónde te me vas tan a la derecha? Vuelve aquí la proa;

besa la costa y deja que el remo roce las rocas por la izquierda;

que otros ocupen las aguas profundas.» Dijo; pero Menetes, temiendo

los ciegos escollos, dobla la proa hacia las ondas del piélago.

«Dónde vas tan lejos?», de nuevo, «¡Busca las rocas, Menetes!»,

con sus gritos Gías le insistía, y en eso ve a Cloanto

que se pone a su espalda y cada vez más cerca.

Éste entre la nave de Gías y las rocas resonantes

costea a la izquierda por el lado interno y de pronto al primero

adelanta y pasando la meta entra en aguas seguras.

Entonces en verdad un intenso dolor se encendió en los huesos del joven

y no faltaron lágrimas en sus mejillas, y al miedoso Menetes,

olvidando su propio decoro y la seguridad de sus amigos,

lo arroja de cabeza al mar desde la alta popa;

él mismo se pone a gobernar el timón, él mismo en timonel

anima a sus hombres y dirige el gobernalle hacia la costa.

Por su lado, Menetes cuando apenas logró salir de la profunda hondura,

pesado y ya anciano y chorreando con la ropa empapada,

busca lo alto del arrecife y se sienta sobre una roca seca.

De él al caer se rieron los teucros y cuando nadaba,

y se ríen cuando vomita de su pecho el agua salada.

Entonces una alegre esperanza se encendió en los dos últimos,

en Sergesto y Mnesteo, de superar a un Gías que se retrasaba.

Sergesto se adelanta primero y se acerca al peñasco,

y no le saca aún de ventaja toda la carena;

en parte el primero, en parte lo alcanza con su rostro émula Pristis.

Y moviéndose en el centro de la nave entre sus compañeros

les anima Mnesteo: «Ahora, alzaos ahora sobre los remos,

hectóreos amigos a quienes elegí por compañeros en la suerte

suprema de Troya; sacad ahora aquellas fuerzas,

ahora los ánimos que tuvisteis en las Sirtes getulas

y en el mar Jonio y en las olas tenaces del Malea.

No busco ya la cabeza, yo Mnesteo, ni lucho por vencer

(aunque... ¡oh! Mas ganen aquellos a los que se lo diste, [Neptuno);

avergoncémonos de llegar los últimos: triunfad en eso, ciudadanos,

y evitad el oprobio.» Ellos en un supremo esfuerzo

se doblan: tiembla con los golpes tremendos la popa de bronce

y el mar se retira, entonces un constante anhelo sacude

sus miembros y las áridas bocas, el sudor corre a ríos por todo.

Y fue un golpe de suerte quien les deparó el honor ansiado:

pues mientras con ánimo furioso acerca Sergesto su proa

a las rocas y se mete por dentro en una zona estrecha,

encalló el desgraciado en las rocas prominentes.

Los peñascos recibieron el impacto y contra el agudo arrecife

los remos se hicieron pedazos y colgada quedó la proa tras el golpe.

Se alzan los marineros y se detienen entre grandes gritos

y las pértigas de hierro y los garfios de aguda punta

toman y recogen en el agua los pedazos de los remos.

Mas alegre Mnesteo y enardecido por esta misma suerte,

con la veloz línea de sus remos y los vientos propiciados

busca mejores aguas y corre a mar abierto.

Cual la paloma arrojada de pronto de la cueva

que, escondrijo de piedra, de casa le sirve y de dulce nido,

se lanza volando a los campos y asustada causa en su techo

gran aleteo; al punto se desliza por el aire quieto

y traza un límpido camino sin mover sus alas veloces:

así Mnesteo, así la propia Pristis surca en su huida postrera

los mares, así su propio impulso la lleva volando.

Y primero deja peleando con el alto peñasco

a Sergesto y con los breves vados y en vano pidiendo

auxilio y aprendiendo a correr con los remos quebrados.

Luego a Gías y a la propia Quimera de inmensa mole

alcanza; cede, porque no tiene timonel.

Sólo queda ya Cloanto justo en la llegada,

al que busca y apremia empeñándose con todas sus fuerzas.

Y entonces redobla el clamor y todos al segundo

animan con sus gritos, y resuena con el fragor el éter.

Unos temen perder una gloria ya propia y un premio

ya ganado, y cambian su vida por la victoria;

a otros el éxito les alienta: pueden porque creen que pueden.

Y tal vez habrían conquistado los premios con rostros empatados,

si tendiendo al ponto ambas palmas Cloanto

no hubiera vertido sus oraciones e invocado con votos a los dioses:

«Dioses que poder tenéis sobre el mar cuyas aguas recorro,

gozoso he de ofreceros yo un toro blanco

en esta playa ante las aras, cumpliendo un voto, y sus entrañas

arrojaré a las olas saladas y verteré líquidos vinos.»

Dijo, y bajo las olas profundas lo escuchó todo

el coro de las Nereidas y de Forco y la virgen Panopea,

y el propio padre Portuno lo impulsó con mano grande

en su marcha: la nave, más rauda que el Noto y que veloz saeta

escapó hacia tierra y se metió en el puerto profundo.

Entonces el hijo de Anquises a todos convoca según la costumbre

y con la gran voz del heraldo vencedor proclama

a Cloanto y con verde laurel cubre sus sienes,

y deja que cada nave elija como presentes tres terneros

y que se lleven los vinos y un gran talento de plata.

Honores especiales concede para los propios capitanes;

al vencedor una clámide de oro cuya orla recorre

en doble meandro muchísima púrpura melibea,

y, bordado, el regio muchacho del frondoso ida

fatiga a los veloces ciervos con su jabalina, en la carrera

fiero, como jadeando, al que el alado escudero

de Jove se llevó a lo alto desde el Ida en sus curvas garras;

los ancianos guardianes tienden en vano sus palmas

a los astros y se ensaña con el aire el ladrido de los perros.

Y el que por su valor ocupó después el lugar segundo,

a ese una loriga tejida de mallas ligeras y triple hilo

de oro que él mismo vencedor arrancara a Demóleo

junto al rápido Simunte al pie de la alta Ilión,

se la da para que la tenga, gloria de un guerrero y reparo en las armas.

Apenas, tan tupida, la aguantaban sobre sus hombros los esclavos

Fégeo y Ságaris; mas vistiéndola un día

Demóleo perseguía a la carrera a los dispersos troyanos.

Como tercer premio entrega dos calderos de bronce

y copas terminadas en plata y ásperas de relieves.

Y ya todos con sus presentes y orgullosos de sus premios

se marchaban con las sienes ceñidas de purpúreas cintas,

cuando escapado apenas con gran habilidad del cruel escollo,

con los remos perdidos y a falta de una fila entera,

impulsaba sin honor Sergesto su nave, objeto de burlas.

Cual a menudo sorprendida la serpiente en el lomo del camino,

que la rueda de bronce pisó por la mitad o a golpes de piedra

cruel caminante la dejó medio muerta y aplastada;

en vano huyendo largas vueltas da con su cuerpo,

feroz en parte, y ardiente en sus ojos y alzando en alto

el cuello sibilante; la parte mutilada por la herida la frena

en su esfuerzo sobre los nudos y se pliega sobre sí misma:

con tales remos se movía tarda la nave;

velas larga no obstante y a toda vela entra en la bocana.

Eneas premia a Sergesto con el regalo prometido,

contento, por salvar su nave y traer a sus compañeros.

A él le entrega una esclava experta en los trabajos de Minerva,

de estirpe cretense, Fóleo, con dos gemelos bajo su pecho.

Cumplida esta carrera, el piadoso Eneas se dirige

a un prado herboso que por todo ceñían las selvas

de curvos collados, y era como un anfiteatro

en medio del valle; allí se encaminó el héroe con muchos

millares y en alto se sentó de la reunión en el centro.

Entonces, los que quieran competir en rápida carrera,

los ánimos estimula con regalos y fija los premios.

De todas partes acuden los teucros y con ellos los sicanos,

Niso y Euríalo los primeros,

Euríalo señalado por su belleza y en la flor de la edad,

Niso con piadoso amor por el muchacho; les sigue luego

el regio Diores de la egregia estirpe de Príamo;

con él, Salio y Patrón, de los que uno acarnanio

y el otro de la sangre arcadia del pueblo tegeo;

también dos jóvenes trinacrios, Hélimo y Pánopes,

compañeros del anciano Acestes hechos a los bosques;

y muchos aún a quienes esconde una fama oscura.

Eneas en medio de todos ellos así dijo luego:

«Recibid esto en el corazón y prestadme atención gozosa.

Nadie de este grupo se marchará sin que lo premie.

Daré a cada uno de hierro bruñido dos lucientes dardos

cnosios y un hacha doble cincelada en plata;

este honor será, pues, igual para todos. Premios los tres primeros

recibirán y ceñirán su cabeza con rubio olivo.

El vencedor primero tenga un caballo distinguido por sus jaeces;

el segundo una aljaba de las Amazonas y llena de dardos

tracios, que cuelga de una correa con ancha banda

de oro y anuda una fíbula de piedras preciosas;

el tercero vaya contento con este yelmo de Argos.»

Luego que dijo esto, ocupan sus lugares, y escuchada de pronto

la señal se roban el terreno y dejan la salida,

desparramándose como una nube. Todos miran la meta,

y marcha el primero Niso y destaca con mucho

sobre los otros más rápidos que el viento y las alas del rayo;

el segundo, mas el segundo tras largo intervalo,

le sigue Salio; después de un trecho luego

el tercero Euríalo;

y a Euríalo le sigue Hélimo; justo a su espalda

allá va volando Diores que le va pisando los talones

atacándole con el hombro, y si hubiera más sitio

se escaparía al lugar mejor y lo dejaría inseguro.

Y ya en el tramo final y cansados se aproximaban

a la misma meta cuando el desgraciado Niso resbala

en la sangre viscosa que inmolados los novillos por caso

había caído al suelo y empapado las verdes hierbas.

Aquí el joven ya triunfante vencedor no dominó sus pasos

vacilantes al pisar sobre el suelo y cayó de cabeza

sobre él en el inmundo fimo y en la sangre sagrada.

Mas no de Euríalo, no se olvidó aquél de sus amores:

pues alzándose del charco se puso frente a Salio

y éste cayó dando vueltas en la espesa arena

y se escapa Euríalo y victorioso por el favor del amigo

ocupa el primer puesto, y vuela entre el aplauso y los gritos de apoyo.

Luego entra Hélimo y la palma tercera es ya de Diores.

Entonces todo el círculo de la enorme cávea y los rostros

primeros de los padres Salio llena con grandes gritos,

y para sí reclama el honor arrebatado con trampas.

Protege a Euríalo el favor y las hermosas lágrimas,

y el valor que se hace más grato en un bello cuerpo.

Le asiste y lo proclama con gran voz Diores,

que alcanzó su palma y en vano llegó al último

premio si los primeros honores se dieran a Salio.

Entonces el padre Eneas: «Vuestros presentes -dice- seguros

siguen con vosotros, y nadie cambia el orden de las palmas, muchachos;

mas pueda yo compadecerme de la desgracia del amigo inocente.»

Dicho esto la piel enorme de un león getulo

entrega a Salio, cargada de pelo y con las uñas de oro.

A esto Niso: «Si premios tan grandes -dice- hay para los vencidos,

y pena te dan los caídos, ¿qué presentes a Niso

dignos darás, que merecí por mi hazaña la primera corona

de no haberme tumbado, enemiga, la misma fortuna que a Salio?»

Y a la vez que hablaba su rostro mostraba y sus miembros

manchados del húmedo fimo. Le sonrió el óptimo padre

y mandó traer un escudo, trabajo de Didimaon,

que arrancaron los dánaos del sagrado dintel de Neptuno.

Con este hermoso presente premia al joven egregio.

Luego, cuando acabó la carrera y entregó los premios:

«Ahora, si alguno ánimo y valor guarda en su pecho,

preséntese y levante sus brazos con las palmas fajadas»,

así dice, y propone un doble honor para el combate:

al vencedor un novillo cubierto de oro y de cintas,

una espada y un hermoso yelmo como consolación para el vencido.

Al punto, sin tardanza, con vastas fuerzas se presenta

Dares y se alza entre gran griterío de los hombres,

el único que solía competir con Paris

y también, junto al túmulo donde duerme Héctor el grande,

al victorioso Butes de enorme cuerpo, el que presumía

de venir del pueblo bebricio de Amico,

le golpeó y lo tumbó moribundo en la rubia arena.

Así Dares yergue su alta cabeza para el combate primero

y muestra sus anchos hombros y lanza adelante

alternadamente los brazos y azota las auras con sus golpes.

Se le busca un rival, y nadie de grupo tan grande

osa enfrentársele y enfundarse el cesto en las manos.

Así que orgulloso y pensando que todos renunciaban a la palma

se plantó ante los pies de Eneas y sin rodeos

agarra el toro por un cuerno con la izquierda, y así dice:

«Hijo de la diosa, si nadie osa acudir al combate,

¿cuánto debo esperar? ¿Cuánto se me debe entretener?

Ordena que traigan los premios.» Todos a la vez gritaban

los Dardánidas y pedían que se le entregase lo prometido.

Entonces Acestes, severo, azuza con sus palabras a Entelo

según estaba sentado a su lado en el verde lecho de hierba:

«Entelo, en vano un día el mejor de nuestros héroes,

¿dejarás que se lleven presentes tan grandes

sin presentar batalla? ¿Dónde está ahora aquel dios nuestro,

Érice, maestro inútilmente celebrado? ¿Dónde la fama por toda

la Trinacria y aquellos despojos colgando de tu techo?»

Y él a eso: «No me dejó el amor de gloria ni el honor

vencidos por el miedo; pero la gélida sangre me entorpece

con la pesada vejez, y se enfrían en mi cuerpo las fuerzas extremas.

Si yo tuviera aquella juventud de antaño de la que presume

seguro este malvado, si ahora la tuviera,

en verdad no me presentaría yo animado por el premio

y el hermoso novillo, que no me fijo en los regalos.» Dicho esto

arrojó dos cestos iguales de enorme peso

al centro, con los que el fiero Érice solía en la lucha

lanzar sus manos y revestir sus brazos de duro cuero.

Atónitos quedaron los corazones; las pieles ingentes de siete

bueyes bien grandes rígidas estaban de plomo y de hierro cosido.

Estupefacto más que nadie Dares mucho retrocede,

y el magnánimo hijo de Anquises sopesa y da vueltas

acá y allá al peso, y las inmensas lazadas de las correas.

Luego el anciano sacaba estas palabras de su pecho:

«Bien, ¿y si hubiérais visto los cestos y las armas del propio

Hércules y su triste lucha en esta misma playa?

Un día tu hermano Érice llevaba estas armas

(las ves aún manchadas de sangre y de trozos de sesos),

con ellas se enfrentó al gran Alcides, éstas usaba yo

mientras una sangre mejor fuerzas me daba y aún no llenaba

de canas mis sienes gemelas la vejez envidiosa.

Mas si el troyano Dares rehúsa estas armas nuestras

y así lo quiere el piadoso Eneas y lo aprueba el muñidor Acestes,

igualemos la lucha. De las pieles de Érice te libero

(no temas), y quítate tú esos cestos troyanos.»

Dicho esto se quitó el manto doble de los hombros

y sus miembros enormes, los grandes huesos y los brazos

desnudó y enorme se plantó en el centro de la arena.

Entonces el padre de la sangre de Anquises trajo cestos iguales

y revistió de armas parejas las palmas de ambos.

Los dos se alzaron al punto sobre la punta de los pies

e impávidos levantaron los brazos a las auras superiores.

Las cabezas, en alto, las echaron atrás, lejos del golpe,

y abrazan manos con manos y provocan la lucha,

uno mejor con el juego de pies y en su juventud confiado,

el otro poderoso de miembros y talla; pero tiembla y le fallan

las torpes rodillas, un profundo jadeo sacude su cuerpo enorme.

Muchos golpes se lanzan en vano los hombres,

mucho se aplican al cavo costado y en su pecho retumban

las sacudidas, y en torno a las orejas y las sienes

vaga la mano constante, crujen las mandíbulas por el duro golpe.

Firme se queda plantado Entelo y con esfuerzo, sin moverse,

esquiva sólo con el cuerpo los golpes y con ojos atentos.

El otro, como quien asedia una ciudad escarpada con sus máquinas

o acampa en armas en torno a las fortalezas de los montes,

y uno y otro acceso, y todo el lugar explora

con maña y con asaltos diversos la ataca en vano.

Muestra Entelo su diestra erguido y la levanta

en alto, el otro rápido prevé el golpe que le cae

de arriba y lo evita escapando con ágil cuerpo;

Entelo gasta sus fuerzas con el aire y, él solo,

bajo su propio peso enorme cayó pesado a tierra

y pesadamente, como cuando cayó en el Erimanto el cavo

pino arrancado de sus raíces o en el grande Ida.

Se enfrentan con sus gritos los teucros y la juventud trinacria;

llena el cielo el clamor y acude Acestes el primero

y al amigo de su edad levanta compadecido del suelo.

Pero, ni entorpecido por la caída ni asustado, el héroe

vuelve más fiero a la lucha y saca fuerzas de su enojo;

el pudor además enciende su coraje y un valor consciente,

y furioso persigue al lanzado Dares por toda la llanura

redoblando los golpes ya de su diestra, ya de su izquierda.

No hay tregua ni descanso: como repican los nimbos cargados

sobre los tejados, así el héroe con repetidos golpes

no deja de pegar con una y otra mano y acosa a Dares.

Entonces el padre Eneas no consintió que fueran las iras

más allá ni que Entelo se ensañase con ánimo acerbo,

y ordenó el foral de la lucha y al exhausto Dares

rescató consolándolo con sus palabras, y así le dice:

«Desgraciado, ¿qué locura tan grande se adueñó de tu pecho?

¿No sientes las fuerzas distintas ni los númenes adversos?

Abandona ante el dios.» Dijo, y con su voz interrumpió la lucha.

Y así, arrastrando sus rodillas heridas y moviendo la cabeza

a un lado y a otro, y arrojando por la boca densa sangre

y dientes mezclados con la sangre, leales compañeros

lo llevan a las naves; se les llama y reciben el yelmo

y la espada, y dejan la palma y el toro para Entelo.

Éste, vencedor, con ánimo crecido y orgulloso del toro:

«Hijo de la diosa -dice- y teucros todos, aprended esto,

qué fuerzas tuvo mi cuerpo de joven

y de qué muerte salvado conserváis a Dares.»

Dijo, y se paró frente al hocico del novillo

que le aguardaba como premio de la lucha, y los duros cestos

dejó caer blandiendo su diestra en alto

entre los cuerpos, y le aplastó los huesos y el cerebro:

cae vencido en tierra, temblando y sin vida, el animal.

Él saca luego de su pecho estas palabras:

«Érice, te entrego esta vida mejor a cambio de la muerte

de Dares; aquí, vencedor, depongo mis cestos y mi arte.»

Al instante invita Eneas a competir con la veloz saeta

a los que así lo deseen y señala los premios,

y el mástil de la nave de Seresto con mano poderosa

levanta y una paloma voladora atada a una cuerda,

a donde apunten sus dardos, cuelga de lo alto del mástil.

Acudieron los hombres y recibió las suertes

un yelmo de bronce y entre gritos de ánimo el primero

sale, antes que los otros, el Hirtácida Hipocoonte;

Mnesteo, vencedor poco ha en el naval combate,

le sigue, Mnesteo ceñido de verde olivo.

Euritión fue el tercero, tu hermano, oh Pándaro

ilustrísimo que cuando se ordenó romper el pacto

lanzaste el primero tu dardo en medio de los aqueos.

El último y en el fondo del yelmo se queda Acestes,

que se había decidido a probar con su mano una lid de jóvenes.

Entonces con fuerzas poderosas doblan y curvan sus arcos

cada uno por sí mismo y sacan los dardos de las aljabas,

y la primera vibrando el nervio por el cielo, la flecha

del joven Hirtácida azota las auras voladora,

y llega y se clava en el árbol del mástil frontero.

Tembló el mástil y asustado agitó sus alas

el animal, y todo resonó con intenso aplauso.

Después el fiero Mnesteo se plantó con el arco tendido

apuntando hacia arriba, y a la vez lanzó el ojo y la flecha.

Mas, pobre de él, no pudo alcanzar justo al ave

con su flecha; cortó los nudos y las cuerdas de lino

con las que estaba colgada de una pata en lo alto del mástil;

ella vuela y escapa con los Notos a las negras nubes.

Rápido entonces, con la flecha hace rato montada

en el arco dispuesto, Euritión invocó con votos a su hermano,

y avistándola ya gozosa en el cielo libre y agitando

sus alas, atraviesa a la paloma bajo una negra nube.

Cayó exánime y se dejó la vida entre los astros

etéreos y devuelve abatida la flecha clavada.

Perdida ya la palma, sólo quedaba Acestes,

que lanzó, sin embargo, su dardo a las auras aéreas,

exhibiendo el padre su arte y el arco sonoro.

Entonces un prodigio repentino que gran augurio sería

se ofrece a los ojos; lo mostró después un gran suceso

y los vates terribles cantaron presagios tardíos.

Pues volando en las líquidas nubes ardió la caña

y señaló un camino de llamas y desapareció consumida

en los tenues vientos, como a menudo arrancadas del cielo

pasan corriendo y arrastran su cola las estrellas voladoras.

Atónitos de ánimo quedaron teucros y trinacrios

e invocando a los dioses de lo alto y Eneas el grande

no rechaza el presagio, sino que abrazando al feliz Acestes

lo colma de grandes regalos, y así le dice:

«Toma, padre, pues quiso el gran rey del Olimpo que por tales

auspicios honores recibieras fuera de sorteo.

Este presente tendrás del propio anciano Anquises,

una cratera llena de figuras que un día el tracio

Ciseo por un gran servicio había dado

a mi padre Anquises, recuerdo y prenda de su amor.»

Dicho esto, ciñe sus sienes de laurel verdeante

y antes que los otros declara primero a Acestes vencedor.

Y no ve mal el bueno de Euritión el honor que se le quita,

aunque sólo él derribó al ave del alto cielo.

Luego recibe sus regalos el que rompió las cuerdas,

y por último el que clavó la caña voladora en el mástil.

Mas el padre Eneas antes de clausurar las pruebas

llama ante sí a Epítides, custodio y compañero

del impúber julo, y así dice a los leales oídos:

«Vamos, ve y di a Ascanio, si ya tiene dispuesto

el juvenil escuadrón y preparó la carrera de caballos,

que guíe su tropa en honor del abuelo y se exhiba

con sus armas», dice. Él mismo pide a toda la gente dispersa

que se retiren de la larga pista y que dejen el campo libre.

Avanzan los muchachos y en línea ante la mirada de sus padres

resplandecen en los frenados caballos, asombrada por su desfile

se enardece toda la juventud de Trinacria y de Troya.

Según la costumbre, a todos les ciñe el cabello pelada corona;

llevan dos flechas de cornejo con hierro en la punta,

algunos las ligeras aljabas al hombro; cae sobre su pecho

flexible círculo de oro retorcido que ciñe su cuello.

Caracolean tres equipos de jinetes con sus tres

capitanes; a cada uno le siguen doce muchachos

en grupos separados que relucen en línea con sus jefes.

Una es la fila de jóvenes exultantes que conduce quien toma

el nombre de su abuelo, el pequeño Príamo, tu ilustre prole,

Polites, que multiplicará a los ítalos; un caballo tracio

de manchas blancas lo lleva, que tiene blancas las patas

sobre los cascos y enseña en alto su blanca frente.

El segundo es Atis, de donde su estirpe sacaron los Atios latinos,

el pequeño Atis, muchacho querido del muchacho Julo.

El último, y el más hermoso de todos, Julo montando

un caballo sidonio que la deslumbrante Dido

le había entregado, recuerdo y prenda de su amor.

Los demás jóvenes van sobre caballos trinacrios

del anciano Acestes.

Los reciben con aplausos y se gozan viéndolos asustados

los Dardánidas, y reconocen los rasgos de sus antiguos padres.

Luego que recorrieron alegres toda la pista y los ojos

de los suyos sobre los caballos, Epítides dio la señal

a lo lejos con un grito e hizo restallar su látigo.

Ellos avanzaron alineados y formando grupos de tres en tres

rompieron la formación, y llamados de nuevo

invirtieron la marcha y blandieron los dardos enhiestos.

Luego realizan otros avances y otras retiradas

colocándose de frente y responden rodeos alternos

a rodeos y emprenden simulacros de combate bajo las armas,

y ya descubren sus espaldas en la huida, ya vuelven flechas

amenazantes, ya firmada la paz cabalgan en línea.

Como cuentan que un día en la alta Creta el Laberinto

tuvo un recorrido trazado de muros ciegos y una engañosa

trampa de mil caminos por donde las pistas de la salida

quebraba un vagar desconocido y sin retorno;

no con marcha distinta los hijos de los teucros enlazan

sus pasos y tejen fugas y batallas jugando,

como delfines que nadando por los húmedos mares

surcan el Carpacio y el Libico.

Este tipo de carrera y estos combates renovó el primero

Ascanio cuando ciñó de muros Alba Longa,

y enseñó a celebrarlos a los antiguos latinos,

según él mismo de muchacho y con él la juventud troyana;

los albanos los enseñaron a los suyos; de aquí Roma la grande

los recibió a su vez y conservó el honor de los padres;

hoy a los muchachos Troya y al escuadrón troyano se les llama.

Hasta aquí se celebraron los juegos por el padre santo.

Luego, por vez primera, variable Fortuna cambió de lado.

Mientras cumplen los ritos en torno al túmulo con juegos diversos,

Juno Saturnia envió a Iris desde el cielo

a la flota de Ilión y vientos insufla a su caminar,

tramando muchas cosas sin saciarse aún por el dolor antiguo.

Ella apresura su camino por el arco de mil colores

y corre la virgen sin que nadie la vea con rápido vuelo.

Contempla la numerosa reunión y la playa recorre

y ve los puertos desiertos y la flota abandonada.

A lo lejos, en una solitaria ribera, las troyanas apartadas

lloraban la pérdida de Anquises y todas el profundo

mar contemplaban llorando. Tantas olas, ¡ay!, y mares

tan grandes aguardaban a las fatigadas, era la queja de todas;

piden una ciudad, hartas de soportar las fatigas del ponto.

Así que entre ellas se lanza experta en causar daño

y pierde el aspecto y las ropas de diosa;

se convierte en Béroe, anciana esposa del tmario Doriclo,

que un día tuvo estirpe, hijos y nombre,

y así se presenta ante las madres de los Dardánidas.

«¡Ay, desventuradas -dice- a las que la tropa aquea no condujo

a la muerte en la guerra bajo los muros de la patria! ¡Ay, pueblo

infeliz! ¿Para qué destrucción te reserva Fortuna?

Ya transcurre el séptimo verano desde la caída de Troya,

y los mares y las tierras todas y tantos inhóspitos peñascos

y los astros andamos recorriendo, mientras por el gran mar

perseguimos una Italia que se escapa y nos hacen rodar las olas.

Aquí está el territorio de su hermano Erice y el huésped Acestes:

¿quién nos impide plantar los muros y dar una ciudad a los hombres?

¡Ay, patria y Penates salvados en vano del enemigo!,

¿ningún muro ya se llamará de Troya? ¿En ningún sitio

veré los ríos de Héctor, el Janto y el Simunte?

Venid conmigo, pues, y quememos las infaustas naves.

Que a mí en sueños la imagen de la vidente Casandra

he visto que me daba teas encendidas: «Buscad aquí Troya;

aquí está vuestra casa», me dijo. Ya es hora de actuar,

y retraso no cabe ante prodigios tan grandes. ¡Mirad, cuatro aras

de Neptuno! El propio dios nos da teas y coraje.»

Esto diciendo agarra la primera con fuerza una llama amenazante,

la hace brillar blandiéndola a lo lejos con la diestra levantada

y la lanza. Suspensos quedaron los pechos de las troyanas

y atónitos sus corazones. Entonces una de ellas, la mayor,

Pirgo, real nodriza de tantos hijos de Príamo:

«No está Béroe ante vosotras, mujeres, no es ésta la retea

esposa de Doriclo; las señales de una divina belleza

advertid y los ojos ardientes, qué aliento en ella,

qué rostro y qué sonido el de su voz y qué paso el suyo.

Yo misma cuando me vine dejé a Béroe

enferma, enojada por ser la única en faltar

a la ceremonia y no ofrecer a Anquises los debidos honores.»

Esto dijo.

Mas las madres al principio dudosas e indecisas miraban ya

las naves con ojos malignos entre un amor desgraciado

por la tierra presente y los reinos fatales que las llamaban,

cuando la diosa se alzó por el cielo en sus alas iguales

y trazó a su paso bajo las nubes un arco enorme.

Entonces atónitas por la visión y llevadas de su furia

se ponen a gritar y roban el fuego de los hogares secretos,

despojan unas los altares, hojas y ramas y teas

arrojan. Se enfurece Vulcano con las riendas sueltas

por los bancos y los remos y las pintadas popas de abeto.

Mensajero, al túmulo de Anquises y a las gradas del teatro

lleva la nueva de que arden las naves Eumelo, y ellos mismos

ven detrás la oscura ceniza volando en una nube.

Y Ascanio el primero, según guiaba gozoso la ecuestre

carrera, así se dirigió decidido sobre su caballo al agitado

campamento y sus maestros sin fuerzas retenerle no pueden.

«¿Qué es esa nueva locura? ¿Y ahora, qué pretendéis -dice-

¡ay!, pobres ciudadanas? Ni al enemigo ni el hostil campamento

de los argivos, vuestras esperanzas estáis quemando. ¡Eh, soy yo,

soy vuestro Ascanio! » Arrojó ante sus pies el yelmo vacío,

con el que cubierto andaba jugando a simulacros de guerra.

Se apresura a la vez Eneas, a la vez la tropa de los teucros.

Mas ellas por todas partes escapan de miedo a playas

diversas, y buscan las selvas a escondidas y las cóncavas rocas

por donde pueden; su acción las avergüenza y la luz y vueltas

en sí reconocen a los suyos y arrojan a Juno de su pecho.

Pero no por eso la llama y el incendio su fuerza

indómita depusieron; bajo la mojada madera vive

la estopa vomitando tardo humo y un calor lento

devora las quillas y desciende la peste por todo el cuerpo,

y no valen las fuerzas de los héroes ni los ríos vertidos.

Entonces Eneas piadoso se arranca el vestido de los hombros

y pide la ayuda de los dioses y tiende sus palmas:

«Júpiter todopoderoso, si aún no odias a los troyanos

hasta el último, si todavía la antigua piedad contempla

las fatigas de los hombres, haz que las llamas dejen la flota

ahora, padre, y libra de la muerte los frágiles restos de los teucros.

O manda tú a la muerte con rayo enemigo cuanto nos queda,

si es que lo merezco, y aplástanos aquí con tu diestra.»

Apenas había dicho esto cuando con mares de lluvia una negra

tempestad nunca vista se desata y tiemblan con el trueno

las cumbres de las tierras y los campos; cae de todo el éter

turbulento aguacero y negrísimo de densos Austros;

y se llenan por arriba las naves y medio quemadas se empapan

las maderas, hasta que se apagó todo el fuego y todos

los barcos menos cuatro se salvaron de la destrucción.

Y el padre Eneas sacudido por la acerba desgracia

agitaba hacia uno y otro lado muchas cuitas en su pecho

dándoles vueltas, si quedarse en los sículos campos

olvidando sus hados, si poner rumbo a las ítalas costas.

Entonces el anciano Nautes, el único al que Palas

Tritonia enseñó y famoso lo hizo con su mucha ciencia,

estas respuestas daba (bien qué presagiaba la grande

ira de los dioses, bien qué exigía el orden de los hados)

y comienza consolando a Eneas con estas palabras:

«Hijo de la diosa, por donde los hados nos llevan y nos traen

sigamos; sea lo que sea, toda suerte debemos vencer sufriendo.

Cuentas con el dardanio Acestes de divina estirpe:

hazle compañero de tus planes gustoso y únelo a ti,

confíale los que sobran de las naves perdidas y los que

se han hastiado de tu gran empresa y de tu suerte.

Y a los longevos ancianos y a las madres cansadas de agua

y a todos los débiles y a los que temen el peligro

sepáralos y deja que en estas tierras tengan los cansados sus murallas;

llamarán a su ciudad, si así lo permites, con el nombre de Acesta.»

Encendido por palabras tales del anciano amigo,

divide sin embargo su ánimo en mil preocupaciones,

y la negra Noche llevada por su biga ocupaba el cielo.

Caída entonces del cielo se le apareció la imagen de su padre

Anquises de pronto que le infundía estas palabras:

«Hijo a quien quise un día más que a mi vida, cuando la vida

tenía, hijo a quien han probado de Ilión los hados,

aquí llego por orden de Jove, que apartó el fuego

de tus naves y se compadeció al fin desde el alta cielo.

Atiende los consejos que ahora te brinda bellísimos

el anciano Nautes; llévate a Italia jóvenes escogidos,

los más esforzados corazones. Tendrás que pelear en el Lacio

con un pueblo duro y salvaje. Antes, sin embargo, entra

en las mansiones infernales de Dite y por el profundo Averno

ven, hijo, a mi encuentro. Que no me tiene el impío

Tártaro, las tristes sombras, sino que frecuento los amenos

concilios de los píos y el Elisio. Aquí la casta Sibila

te guiará con mucha sangre de negros animales.

Entonces toda tu raza conocerás y qué murallas te aguardan.

Y ahora, adiós; dobla la mitad de su carrera la húmeda Noche

y cruel Oriente me ha soplado el aliento de sus caballos.»

Había dicho y escapó a las auras tenue como humo.

Eneas dice: «¿A dónde vas ahora? ¿A dónde te me escapas?

¿De quién huyes o quién te aparta de mis abrazos?»

Esto diciendo aviva la ceniza y los fuegos dormidos,

y el Lar de Pérgamo y los sagrarios de la canosa Vesta

venera suplicante con harina piadosa y un incensario lleno.

Y al punto a los compañeros convoca y a Acestes el primero

y la orden de Jove y los preceptos de su querido padre

les cuenta y el plan que ahora se asienta en su pecho.

No hay tardanza en las decisiones ni rehúsa las órdenes Acestes:

pasan a la ciudad las madres y dejan a cuantos

así lo desean, corazones que no precisan grandes glorias.

Ellos mismos reparan los bancos y reponen en los barcos

las maderas devoradas por las llamas, remos disponen y jarcias;

son pocos en número, pero es vigoroso su valor en la guerra.

Entretanto Eneas traza la ciudad con el arado

y sortea las casas. Ordena que esto sea Ilión y Troya sean

estos lugares. Se alegra con el reino el troyano Acestes

y señala el foro y da leyes a los padres convocados.

Luego junto a los astros en la cumbre ericina la sede

se funda de Venus Idalia y se dispone un sacerdote

consagrado al túmulo de Anquises y un amplio bosque.

Y ya todos habían celebrado un banquete de nueve días y cumplido

el honor a los altares: plácidos vientos el mar allanaron

y con frecuente soplido a alta mar les llama el Austro.

Un llanto intenso surge por las playas curvadas;

abrazados dejan pasar la noche y el día.

Ya hasta las madres y aquellos que poco ha por áspera

tenían la cara del mar e insoportable su numen,

irse quieren y aguantar todas las fatigas del camino.

El bueno de Eneas les consuela con palabras de amigo

y llorando los encomienda a su pariente Acestes.

Tres terneros a Érice y una cordera a las Tempestades

ordena sacrificar y largar luego amarras.

Él, ceñida la cabeza con hojas de olivo cortado,

sostiene la pátera, de pie sobre la proa, y las entrañas arroja

a las olas saladas y derrama líquidos vinos.

Les empuja un viento que nace de popa;

compiten los compañeros en herir el mar y surcan sus aguas.

Mas Venus entretanto agobiada de cuitas a Neptuno

se dirige y saca de su pecho quejas tales:

«De Juno la grave ira y su pecho insaciable

me obligan, Neptuno, a recurrir a todas las preces;

ni el largo día ni piedad alguna la conmueven,

ni descansa rendida ante el poder de Jove y los hados.

No le basta con haber arrancado con odios nefandos la ciudad

de los frigios de entre su pueblo ni haber arrastrado los restos

de Troya por todos los suplicios: sus cenizas y huesos, destruida,

persigue. Ella sabrá las causas de locura tan grande.

Tú fuiste mi testigo hace poco en las aguas de Libia

de qué agitación provocó de pronto: mezcló todos los mares

con el cielo, en vano confiada en las tormentas de Éolo,

a tanto se atrevió en tus propios reinos.

Y ahora, mira, lanzando al crimen a las madres troyanas

quemó vergonzosamente las naves y con la flota destruida

les forzó a dejar a los compañeros en una tierra extraña.

Puedan los que quedan, te suplico, confiarte velas seguras

por las olas, puedan alcanzar el Tíber laurente,

si pido cosas concedidas, si las Parcas les dan sus murallas.»

Entonces el Saturnio dominador del mar profundo dijo esto:

«Es bien justo, Citerea, que tengas confianza en mis reinos,

de donde proviene tu estirpe. Además lo merezco; a menudo furores

he reprimido y rabia tan grande del mar y del cielo.

Y no ha sido cuita menor para mí en las tierras tu Eneas,

lo juro por el Janto y el Simunte. Cuando Aquiles lanzaba

contra los muros a los abatidos ejércitos troyanos

y a muchos miles mandaba a la muerte, y gemían repletos

los ríos y no podía el Janto encontrar su camino

ni rodar hacia el mar, entonces yo en el hueco de una nube

rapté a Eneas cuando se enfrentaba con dioses y fuerzas desiguales

al valiente Pelida, si bien deseaba arrancar de sus raíces

las murallas de la perjura Troya que levanté con mis manos.

Ese mismo ánimo sigue aún hoy en mí; pierde esos miedos.

Llegará sano y salvo a los puertos del Averno que deseas.

A uno sólo echarás de menos perdido en el abismo;

uno sólo dará su vida por muchos.»

Luego que consoló el pecho alegre de la diosa con estas palabras,

unce con oro el padre sus caballos y frenos coloca

de espuma a los animales y suelta de sus manos todas las riendas.

Por encima de las aguas vuela ligero en su carro cerúleo;

se humillan las olas y bajo el eje tonante la hinchada

llanura de las aguas se encalma, escapan las nubes en el vasto éter.

Entonces las figuras diversas de su séquito, cetáceos inmensos,

y el viejo coro de Glauco y Palemón de Ino

y los raudos Tritones y todo el ejército de Forco;

la izquierda ocupa Tetis y Mélite y la virgen Panopea,

Nisea y Espio y Talía y Cimódoce.

Entonces dulces gozos invaden a oleadas el pecho

suspenso del padre Eneas; manda rápido que todos

los mástiles levanten y tensar las velas en las entenas.

Todos a una pusieron manos a la obra y soltaron las lonas

a izquierda y a derecha; a una tuercen y retuercen

los altísimos cabos; brisas favorables impelen la flota.

Palinuro en cabeza delante de todos guiaba el denso

ejército; por su derrotero siguen los otros las órdenes.

Y ya casi la meta del centro del cielo la húmeda Noche

había alcanzado, con plácido reposo relajaban sus miembros

los marineros echados bajo los remos por los duros asientos,

cuando caído de los astros etéreos el Sueño ligero

apartó el aire tenebroso y dispersó las sombras

buscándote a ti, Palinuro, trayéndote a ti tristes sueños,

inocente, y se posó el dios en la alta popa

con la figura de Forbante y vierte de su boca estas palabras:

«Yásida Palinuro, las propias aguas conducen la flota,

soplan las brisas iguales, llega la hora de tu descanso.

Inclina la cabeza y hurta al trabajo tus ojos cansados.

Por un rato yo mismo cumpliré por ti tu tarea.»

Alzando apenas hacia él sus ojos le dice Palinuro:

«¿Me pides que ignore el rostro del mar en calma

y las olas tranquilas? ¿Qué confíe en este monstruo?

¿Entregaré a Eneas (¿cómo podría?) a las auras falaces,

cuando tantas veces me ha sorprendido el engaño de un cielo sereno?»

Tales palabras devolvía, y clavado y el timón agarrando

no lo dejaba ni un momento y mantenía los ojos en las estrellas.

Mas he aquí que el dios con un ramo empapado en el Lete

y con el poder soporífero de la Estigia le rocía ambas

sienes, y le cierra los ojos que ya vacilaban.

Un inesperado letargo había relajado apenas sus miembros,

viniéndole encima, y arrancando una parte de la popa

y el timón, lo precipitó en las líquidas aguas

de cabeza y en vano llamaba una y otra vez a sus compañeros;

el dios levantó su vuelo como un ave a las auras sutiles.

Prosigue la flota por el mar su seguro camino

y avanza impertérrita con las promesas del padre Neptuno.

Y ya se acercaba navegando a los escollos de las Sirenas,

un día difíciles y blancos de los huesos de muchos

(resonaban entonces las broncas rocas con la continua resaca),

cuando advirtió Eneas que el barco derivaba

sin su piloto y él mismo lo gobernó en las nocturnas olas

mucho gimiendo y con el corazón ahogado por la pérdida del amigo:

«¡Ah, demasiado seguro del cielo y el piélago sereno,

Palinuro! Desnudo yacerás sobre una playa extraña.»















 





























Ricardo Marcenaro
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