Filosofia: Hannah Arendt (1906-1975) - Verdad y política
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Hannah Arendt (1906-1975) - Verdad y política | Posted on 16:14
Verdad y política
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El tema de estas reflexiones es un lugar común. Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué? ¿Qué significa esto para la naturaleza y la dignidad del campo político, por una parte, y para la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la veracidad, por otra? ¿Está en la esencia misma de la verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz? ¿Y qué clase de poder tiene la verdad, si es impotente en el campo público, que más que ninguna otra esfera de la vida humana garantiza la realidad de la existencia a un ser humano que nace y muere, es decir, a seres que se saben surgidos del no-ser y que al cabo de un breve lapso desaparecerán en él otra vez? Por último, ¿la verdad impotente no es tan desdeñable como el poder que no presta atención a la verdad? Estas preguntas son incómodas pero nacen, por fuerza, de nuestras actuales convicciones en este tema.
Lo que otorga a este lugar común su muy alta verosimilitud todavía se puede resumir con el antiguo adagio latino Fiat iustitia, et pereat mundus, «Que se haga justicia y desaparezca el mundo». Aparte de su probable creador (Fernando I, sucesor de Carlos V), que lo profirió en el siglo XVI, nadie lo ha usado sino como una pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia cuando está en juego la supervivencia del mundo? El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Immanuel Kant, quien osadamente explicó que ese «dicho proverbial... significa, en palabras llanas: "la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en consecuencia"». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias físicas» (2). ¿Pero no es absurda esa respuesta? ¿Acaso la preocupación por la existencia no está antes que cualquier otra cosa, antes que cualquier virtud o cualquier principio? ¿No es evidente que si el mundo --único espacio en el que pueden manifestarse-- está en peligro, se convierten en simples quimeras? ¿Acaso no estaban en lo cierto en el siglo XVII cuando, casi con unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba obligada a reconocer, según las palabras de Spinoza, que no había «ninguna ley más alta que la seguridad de [su] propio ámbito»? (3) Sin duda, cualquier principio trascendente a la mera existencia se puede poner en lugar de la justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio --Fíat veritas, et pereat mundus--, el antiguo adagio suena más razonable. Si entendemos la acción política en términos de una categoría medios-fin, incluso podemos llegar a la conclusión sólo en apariencia paradójica de que la mentira puede servir a fin de establecer o proteger las condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace tiempo Hobbes, cuya lógica incansable nunca fracasa cuando debe llevar sus argumentos hasta extremos en los que su carácter absurdo se vuelve obvio(4). Y las mentiras, que a menudo sustituyen a medios más violentos, bien pueden merecer la consideración de herramientas relativamente inocuas en el arsenal de la acción política.
Si se reconsidera el antiguo dicho latino, resulta un tanto sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la supervivencia del mundo se considere más fútil que el sacrificio de cualquier otro principio o virtud. Mientras podemos negarnos incluso a plantear la pregunta de si la vida sería digna de ser vivida en un mundo privado de ideas como justicia y libertad, curiosamente no es posible hacer lo mismo con respecto a la idea de verdad, al parecer mucho menos política. Está en juego la supervivencia, la perseverancia en la existencia (in suo esse perseverare), y ningún mundo humano destinado a superar el breve lapso de la vida de sus mortales habitantes podrá sobrevivir jamás si los hombres se niegan a hacer lo que Heródoto fue el primero en asumir conscientemente: legein ta eonta, decir lo que existe. Ninguna permanencia, ninguna perseverancia en el existir, puede concebirse siquiera sin hombres deseosos de dar testimonio de lo que existe y se les muestra porque existe.
La historia del conflicto entre la verdad y la política es antigua y compleja, y nada se ganará con una simplificación o una denuncia moral. A lo largo de la historia, los que buscan y dicen la verdad fueron conscientes de los riesgos de su tarea; en la medida en que no interferían en el curso del mundo, se veían cubiertos por el ridículo, pero corría peligro de muerte el que forzaba a sus conciudadanos a tomarlo en serio cuando intentaba liberarlos de la falsedad y la ilusión, porque, como dice Platón en la última frase de su alegoría de la caverna, «¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos...?». El conflicto platónico entre el que dice la verdad y los ciudadanos no se puede explicar con el adagio latino ni con ninguna de las teorías posteriores que, implícita o explícitamente, justifican la mentira y otras transgresiones si la supervivencia de la ciudad está en juego. En el relato de Platón no se menciona ningún enemigo; la mayoría vivía pacíficamente en su cueva, en mutua compañía, como meros espectadores de imágenes, sin entrar en acción y por consiguiente sin ninguna amenaza. Los miembros de esa comunidad no tenían motivos para considerar que la verdad y quienes la decían eran sus peores enemigos, y Platón no explica el amor perverso que sentían por la impostura y la falsedad. Si pudiéramos enfrentarlo con alguno de sus posteriores cofrades en el campo de la filosofía política --con Hobbes, que sostenía que sólo «tal verdad, no oponiéndose a ningún beneficio ni placer humano, es bienvenida por todos los hombres», una afirmación obvia que, no obstante, le pareció de la suficiente importancia como para terminar con ella su Leviatán--, podría estar de acuerdo acerca del beneficio y del placer, pero no con la afirmación de que no existía ninguna clase de verdad bienvenida por todos los hombres. Hobbes, pero no Platón, se consolaba con la existencia de una verdad indiferente, con «temas» por los que «los hombres no se preocupan», por ejemplo la verdad matemática, «la doctrina de las líneas y las figuras», que no interfiere «en la ambición, el beneficio o la pasión humana». Y continúa Hobbes: «Pues no pongo en duda, que, de haberse opuesto al derecho de dominio de cualquier hombre, o al interés de los dominadores, la doctrina según la cual los tres ángulos de un triángulo deben ser iguales a dos ángulos de un cuadrado hubiera sido no ya disputada, sino suprimida de raíz y quemados todos los libros de geometría en la medida del poder de aquel a quien interesara».(5)
Por supuesto que existe una diferencia decisiva entre el axioma matemático de Hobbes y la norma verdadera para la conducta humana que, se considera, el filósofo Platón trajo de su viaje al mundo de las ideas, aunque el griego, convencido de que la verdad matemática abría los ojos de la mente a todas las verdades, no era consciente de ello. El ejemplo de Hobbes nos parece más o menos inofensivo; estamos inclinados a asumir que la mente humana siempre será capaz de reproducir axiomas como el que dice que «los tres ángulos de un triángulo suman dos ángulos rectos», y concluimos que quemar todos los libros de geometría no tendría un efecto radical. El peligro sería mucho mayor con respecto a las afirmaciones científicas; de haber tenido la historia un giro distinto, todo el desarrollo científico moderno desde Galileo a Einstein podría no haberse producido. Por cierto que la verdad más vulnerable de este tipo serían esos métodos de pensamiento muy diferenciados y siempre únicos --de los que la doctrina de las ideas platónica es un ejemplo notable-- por los que los hombres, desde tiempos inmemoriales, trataron de pensar con racionalidad más allá de los límites del conocimiento humano.
La época moderna, que cree que la verdad no está dada ni revelada sino que es producida por la mente humana, desde Leibniz asignó verdades matemáticas, científicas y filosóficas a las especies comunes de verdad de razón distinta de la verdad de hecho o factual. Usaré esta distinción por motivos de conveniencia, sin discutir su legitimidad intrínseca. Con el deseo de descubrir el daño que puede hacer el poder político a la verdad, miramos hacia estos asuntos por causas políticas más que filosóficas y, por tanto, podemos no preguntarnos qué es la verdad y contentarnos con tomar la palabra en el sentido en que la gente la suele entender. Si pensamos en verdades de hecho --en verdades tan modestas como el papel que durante la Revolución Rusa tuvo un hombre llamado Trotski, que no aparece en ningún libro de historia soviético--, de inmediato advertimos que son mucho más vulnerables que todos los tipos de verdad de razón tomados en conjunto. Además, ya que los actos y los acontecimientos --el producto invariable de los grupos de hombres que viven y actúan juntos-- constituyen la textura misma del campo político, está claro que lo que más nos interesa aquí es la verdad factual. El dominio (para usar la misma palabra que Hobbes), al atacar la verdad racional, excede su campo, por así decirlo, en tanto que da batalla en su propio terreno cuando falsifica los hechos o esparce la calumnia. Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la embestida feroz del poder son muy escasas; siempre corre el peligro de que la arrojen del mundo no sólo por un período sino potencialmente para siempre. Los hechos y los acontecimientos son cosas mucho más frágiles que los axiomas, descubrimientos o teorías --aun las de mayor arrojo especulativo-- producidos por la mente humana; se producen en el campo de los asuntos siempre cambiantes de los hombres, en cuyo flujo no hay nada más permanente que la presuntamente relativa permanencia de la estructura de la mente humana. Una vez perdidos, ningún esfuerzo racional puede devolverlos. Quizá las posibilidades de que las matemáticas euclidianas o la teoría de la relatividad de Einstein --y menos aún la filosofía platónica-- se reprodujeran a tiempo si sus autores no hubiesen podido transmitirlas a la posteridad tampoco sean muy buenas, pero aun así son mucho mejores que las posibilidades de que un hecho de importancia, olvidado o, con más probabilidad, deformado, se vuelva a descubrir algún día.
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El tema de estas reflexiones es un lugar común. Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué? ¿Qué significa esto para la naturaleza y la dignidad del campo político, por una parte, y para la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la veracidad, por otra? ¿Está en la esencia misma de la verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz? ¿Y qué clase de poder tiene la verdad, si es impotente en el campo público, que más que ninguna otra esfera de la vida humana garantiza la realidad de la existencia a un ser humano que nace y muere, es decir, a seres que se saben surgidos del no-ser y que al cabo de un breve lapso desaparecerán en él otra vez? Por último, ¿la verdad impotente no es tan desdeñable como el poder que no presta atención a la verdad? Estas preguntas son incómodas pero nacen, por fuerza, de nuestras actuales convicciones en este tema.
Lo que otorga a este lugar común su muy alta verosimilitud todavía se puede resumir con el antiguo adagio latino Fiat iustitia, et pereat mundus, «Que se haga justicia y desaparezca el mundo». Aparte de su probable creador (Fernando I, sucesor de Carlos V), que lo profirió en el siglo XVI, nadie lo ha usado sino como una pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia cuando está en juego la supervivencia del mundo? El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Immanuel Kant, quien osadamente explicó que ese «dicho proverbial... significa, en palabras llanas: "la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en consecuencia"». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias físicas» (2). ¿Pero no es absurda esa respuesta? ¿Acaso la preocupación por la existencia no está antes que cualquier otra cosa, antes que cualquier virtud o cualquier principio? ¿No es evidente que si el mundo --único espacio en el que pueden manifestarse-- está en peligro, se convierten en simples quimeras? ¿Acaso no estaban en lo cierto en el siglo XVII cuando, casi con unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba obligada a reconocer, según las palabras de Spinoza, que no había «ninguna ley más alta que la seguridad de [su] propio ámbito»? (3) Sin duda, cualquier principio trascendente a la mera existencia se puede poner en lugar de la justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio --Fíat veritas, et pereat mundus--, el antiguo adagio suena más razonable. Si entendemos la acción política en términos de una categoría medios-fin, incluso podemos llegar a la conclusión sólo en apariencia paradójica de que la mentira puede servir a fin de establecer o proteger las condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace tiempo Hobbes, cuya lógica incansable nunca fracasa cuando debe llevar sus argumentos hasta extremos en los que su carácter absurdo se vuelve obvio(4). Y las mentiras, que a menudo sustituyen a medios más violentos, bien pueden merecer la consideración de herramientas relativamente inocuas en el arsenal de la acción política.
Si se reconsidera el antiguo dicho latino, resulta un tanto sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la supervivencia del mundo se considere más fútil que el sacrificio de cualquier otro principio o virtud. Mientras podemos negarnos incluso a plantear la pregunta de si la vida sería digna de ser vivida en un mundo privado de ideas como justicia y libertad, curiosamente no es posible hacer lo mismo con respecto a la idea de verdad, al parecer mucho menos política. Está en juego la supervivencia, la perseverancia en la existencia (in suo esse perseverare), y ningún mundo humano destinado a superar el breve lapso de la vida de sus mortales habitantes podrá sobrevivir jamás si los hombres se niegan a hacer lo que Heródoto fue el primero en asumir conscientemente: legein ta eonta, decir lo que existe. Ninguna permanencia, ninguna perseverancia en el existir, puede concebirse siquiera sin hombres deseosos de dar testimonio de lo que existe y se les muestra porque existe.
La historia del conflicto entre la verdad y la política es antigua y compleja, y nada se ganará con una simplificación o una denuncia moral. A lo largo de la historia, los que buscan y dicen la verdad fueron conscientes de los riesgos de su tarea; en la medida en que no interferían en el curso del mundo, se veían cubiertos por el ridículo, pero corría peligro de muerte el que forzaba a sus conciudadanos a tomarlo en serio cuando intentaba liberarlos de la falsedad y la ilusión, porque, como dice Platón en la última frase de su alegoría de la caverna, «¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos...?». El conflicto platónico entre el que dice la verdad y los ciudadanos no se puede explicar con el adagio latino ni con ninguna de las teorías posteriores que, implícita o explícitamente, justifican la mentira y otras transgresiones si la supervivencia de la ciudad está en juego. En el relato de Platón no se menciona ningún enemigo; la mayoría vivía pacíficamente en su cueva, en mutua compañía, como meros espectadores de imágenes, sin entrar en acción y por consiguiente sin ninguna amenaza. Los miembros de esa comunidad no tenían motivos para considerar que la verdad y quienes la decían eran sus peores enemigos, y Platón no explica el amor perverso que sentían por la impostura y la falsedad. Si pudiéramos enfrentarlo con alguno de sus posteriores cofrades en el campo de la filosofía política --con Hobbes, que sostenía que sólo «tal verdad, no oponiéndose a ningún beneficio ni placer humano, es bienvenida por todos los hombres», una afirmación obvia que, no obstante, le pareció de la suficiente importancia como para terminar con ella su Leviatán--, podría estar de acuerdo acerca del beneficio y del placer, pero no con la afirmación de que no existía ninguna clase de verdad bienvenida por todos los hombres. Hobbes, pero no Platón, se consolaba con la existencia de una verdad indiferente, con «temas» por los que «los hombres no se preocupan», por ejemplo la verdad matemática, «la doctrina de las líneas y las figuras», que no interfiere «en la ambición, el beneficio o la pasión humana». Y continúa Hobbes: «Pues no pongo en duda, que, de haberse opuesto al derecho de dominio de cualquier hombre, o al interés de los dominadores, la doctrina según la cual los tres ángulos de un triángulo deben ser iguales a dos ángulos de un cuadrado hubiera sido no ya disputada, sino suprimida de raíz y quemados todos los libros de geometría en la medida del poder de aquel a quien interesara».(5)
Por supuesto que existe una diferencia decisiva entre el axioma matemático de Hobbes y la norma verdadera para la conducta humana que, se considera, el filósofo Platón trajo de su viaje al mundo de las ideas, aunque el griego, convencido de que la verdad matemática abría los ojos de la mente a todas las verdades, no era consciente de ello. El ejemplo de Hobbes nos parece más o menos inofensivo; estamos inclinados a asumir que la mente humana siempre será capaz de reproducir axiomas como el que dice que «los tres ángulos de un triángulo suman dos ángulos rectos», y concluimos que quemar todos los libros de geometría no tendría un efecto radical. El peligro sería mucho mayor con respecto a las afirmaciones científicas; de haber tenido la historia un giro distinto, todo el desarrollo científico moderno desde Galileo a Einstein podría no haberse producido. Por cierto que la verdad más vulnerable de este tipo serían esos métodos de pensamiento muy diferenciados y siempre únicos --de los que la doctrina de las ideas platónica es un ejemplo notable-- por los que los hombres, desde tiempos inmemoriales, trataron de pensar con racionalidad más allá de los límites del conocimiento humano.
La época moderna, que cree que la verdad no está dada ni revelada sino que es producida por la mente humana, desde Leibniz asignó verdades matemáticas, científicas y filosóficas a las especies comunes de verdad de razón distinta de la verdad de hecho o factual. Usaré esta distinción por motivos de conveniencia, sin discutir su legitimidad intrínseca. Con el deseo de descubrir el daño que puede hacer el poder político a la verdad, miramos hacia estos asuntos por causas políticas más que filosóficas y, por tanto, podemos no preguntarnos qué es la verdad y contentarnos con tomar la palabra en el sentido en que la gente la suele entender. Si pensamos en verdades de hecho --en verdades tan modestas como el papel que durante la Revolución Rusa tuvo un hombre llamado Trotski, que no aparece en ningún libro de historia soviético--, de inmediato advertimos que son mucho más vulnerables que todos los tipos de verdad de razón tomados en conjunto. Además, ya que los actos y los acontecimientos --el producto invariable de los grupos de hombres que viven y actúan juntos-- constituyen la textura misma del campo político, está claro que lo que más nos interesa aquí es la verdad factual. El dominio (para usar la misma palabra que Hobbes), al atacar la verdad racional, excede su campo, por así decirlo, en tanto que da batalla en su propio terreno cuando falsifica los hechos o esparce la calumnia. Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la embestida feroz del poder son muy escasas; siempre corre el peligro de que la arrojen del mundo no sólo por un período sino potencialmente para siempre. Los hechos y los acontecimientos son cosas mucho más frágiles que los axiomas, descubrimientos o teorías --aun las de mayor arrojo especulativo-- producidos por la mente humana; se producen en el campo de los asuntos siempre cambiantes de los hombres, en cuyo flujo no hay nada más permanente que la presuntamente relativa permanencia de la estructura de la mente humana. Una vez perdidos, ningún esfuerzo racional puede devolverlos. Quizá las posibilidades de que las matemáticas euclidianas o la teoría de la relatividad de Einstein --y menos aún la filosofía platónica-- se reprodujeran a tiempo si sus autores no hubiesen podido transmitirlas a la posteridad tampoco sean muy buenas, pero aun así son mucho mejores que las posibilidades de que un hecho de importancia, olvidado o, con más probabilidad, deformado, se vuelva a descubrir algún día.
2
Aunque las verdades políticamente más importantes son las verdades de hecho, el conflicto entre verdad y política se planteó y articuló por primera vez con respecto a la verdad política. Lo opuesto de un juicio racionalmente verdadero es el error y la ignorancia, como pasa en las ciencias, o la ilusión y la opinión, como ocurre en la filosofía. La falsedad deliberada, la mentira llana, desempeña su papel sólo en el campo de los juicios objetivos, y se diría significativo, o más bien extraño, que en el largo debate sobre el antagonismo entre verdad y política, desde Platón hasta Hobbes, nadie al parecer jamás creyera que la mentira organizada, tal como la conocemos hoy en día, podría ser un arma adecuada contra la verdad. En Platón, el que dice la verdad pone su vida en peligro, y en Hobbes, que ya lo ha convertido en autor, recibe la amenaza de quemar sus libros; la pura mendacidad no es una salida. El sofista y el ignorante, más que el mentiroso, ocupan el pensamiento de Platón, y cuando establece la distinción entre error y mentira --es decir, entre « yeãdos involuntario y voluntario»--, resulta sintomático que sea mucho más duro con las personas que «se revuelcan en la ignorancia bestial» que con los mentirosos(6). ¿Sería porque la mentira organizada, que domina el campo público, a diferencia de la mentira privada que prueba suerte en su propio dominio, aún no se conocía? También podemos preguntarnos si tiene alguna relación con el hecho asombroso de que, exceptuado el zoroastrismo, ninguna de las grandes religiones incluyera la mentira como tal, distinta de «dar falso testimonio», en su catálogo de pecados graves. Sólo con el surgimiento de la moral puritana, que coincidió con el nacimiento de la ciencia organizada, cuyo progreso debía asegurarse en el terreno firme de la veracidad y credibilidad absolutas de cada científico, las mentiras pasaron a considerarse faltas graves.
Sea como sea, en términos históricos, el conflicto entre verdad y política surgió de dos modos de vida diametralmente opuestos: la vida del filósofo, como la entendieron primero Parménides y después Platón, y la vida de los ciudadanos. A las siempre cambiantes opiniones ciudadanas acerca de los asuntos humanos, que a su vez estaban en un estado de flujo constante, el filósofo opuso la verdad acerca de las cosas que, por su propia naturaleza, eran permanentes, y de las que por tanto se podían derivar los principios adecuados para estabilizar los asuntos humanos. En consecuencia, la antítesis de la verdad era la simple opinión, que se igualaba con la ilusión, y esta mengua de la opinión fue lo que dio al conflicto su intensidad política, porque la opinión y no la verdad está entre los prerrequisitos indispensables de todo poder. «Todos los gobiernos descansan en la opinión», decía James Madison, y ni siquiera el gobernante más autocrático o tirano podría llegar jamás al poder, y menos aún conservarlo, sin el apoyo de quienes tuvieran una mentalidad semejante. Por la misma causa, cuando en la esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya validez no necesita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en las raíces mismas de todas las políticas y de todos los gobiernos. Este antagonismo entre verdad y opinión se ve mejor elaborado en Platón (sobre todo en Gorgias) como el antagonismo entre la comunicación bajo la forma de «diálogo», que es el discurso adecuado para la verdad filosófica, y bajo la forma de «retórica», por la que el demagogo --como diríamos hoy-- persuade a la multitud. En las primeras etapas de la Edad Moderna todavía se pueden encontrar huellas de este conflicto original, pero muy pocas en el mundo en que vivimos. Por ejemplo, en Hobbes todavía hallamos una contraposición de dos «facultades opuestas»: un «razonar sólido» y una «poderosa elocuencia»; el primero está basado «sobre principios de verdad, la otra sobre opiniones... y sobre las pasiones e intereses de hombres que son diferentes y mutables».(7) Más de cien años después, en el Siglo de las Luces, esas huellas no habían desaparecido totalmente y, donde el antiguo antagonismo sobrevive aún, el énfasis se ha desplazado. En términos de filosofía premoderna, la magnífica frase de Lessing --«Sage jeder, was ihm Wahrheit dünkt, und die Wahrheit selbst sei Gott empfohlen» («Deja que cada hombre diga lo que cree que es verdad y deja que la verdad misma quede encomendada a Dios»)-- habría significado llanamente: el hombre no es capaz de la verdad, todas sus verdades, ay, son doxai, meras opiniones; por el contrario, para Lessing significaba: demos gracias a Dios por no conocer la verdad. Incluso cuando está ausente la nota de júbilo --el criterio de que para los hombres, al vivir en compañía, la riqueza inagotable del discurso humano es infinitamente más significativa y de mayor alcance que cualquier Verdad única--, la certeza de la fragilidad de la razón humana prevaleció desde el siglo XVIII sin dar lugar a quejas ni lamentaciones. Lo podemos comprobar en la grandiosa Crítica de la razón pura de Kant, donde la razón se ve llevada a reconocer sus propias limitaciones, como también lo oímos en las palabras de Madison, que más de una vez subrayó que «la razón del hombre, como el hombre mismo, es tímida y cautelosa cuando obra por sí sola, y adquiere firmeza y confianza en proporción al número con que está asociada».(8) Las consideraciones de este tipo, mucho más que nociones acerca del derecho individual a la expresión propia, jugaron un papel decisivo en la lucha, al fin más o menos victoriosa, para obtener libertad de pensamiento para la palabra hablada e impresa.
Spinoza, que aún creía en la infalibilidad de la razón humana y que a menudo recibe equivocadamente el título de campeón de la libertad de palabra y de pensamiento, sostenía que «cada hombre es, por irrevocable derecho natural, dueño de sus propios pensamientos», que «el entendimiento de cada hombre es suyo y las mentes son distintas como los paladares», de lo que concluía que «es mejor garantizar lo que no se puede anular» y que las leyes que prohíben el libre pensamiento sólo pueden desembocar en la existencia de «hombres que piensen una cosa y digan otra» y, por consiguiente, en «la corrupción de la buena fe» y en «el fomento de... la perfidia». Sin embargo, Spinoza nunca exige libertad de palabra, y el argumento de que la razón humana necesita comunicarse con los demás y, por tanto, ser pública en bien de su propia integridad brilla por su ausencia. Incluso clasifica la necesidad de comunicación del hombre, su incapacidad para ocultar sus pensamientos y callar, entre los «errores comunes» que el filósofo no comparte.(9) Por el contrario, Kant afirmaba que «el poder externo que priva al hombre de la libertad para comunicar sus pensamientos en público lo priva a la vez de su libertad para pensar» (la cursiva es mía), y que la única garantía para «la corrección» de nuestro pensamiento está en que «pensamos, por así decirlo, en comunidad con otros a los que comunicamos nuestros pensamientos así como ellos nos comunican los suyos». La razón humana, por ser falible, sólo puede funcionar si el hombre puede hacer «uso público» de ella, y esto también es verdad en el caso de quienes, aun en un estado de «tutelaje», son incapaces de usar sus mentes «sin la guía de alguien más», y para el «estudioso», que necesita de «todo el público lector» para examinar y controlar sus resultados.(10)
En este contexto, la cuestión del número mencionada por Madison tiene especial importancia. El desplazamiento desde la verdad racional hacia la opinión implica un paso del hombre en singular hacia los hombres en plural, lo que a su vez implica un cambio desde un campo en el que, dice Madison, nada cuenta excepto el «razonamiento sólido» de una mente, hacia un ámbito donde la «fuerza de la opinión» se determina por la confianza individual en «el número de los que, supone el sujeto, tienen las mismas opiniones», número que, dicho sea al pasar, no está necesariamente limitado a las personas contemporáneas. Madison distinguía aún esta vida en plural, que es la vida del ciudadano, de la vida del filósofo, por la que esas consideraciones «debían ser desechadas», pero esta distinción no tiene una consecuencia práctica, porque «una nación de filósofos es tan poco probable como la raza filosófica real que quería Platón».(11) Dicho sea de paso, se puede señalar que la idea misma de «una nación de filósofos» habría sido una contradicción en los términos para Platón, cuya filosofía política entera, incluidos sus abiertos rasgos tiránicos, se funda en la convicción de que la verdad no se puede obtener ni comunicar entre los integrantes de la mayoría.
En el mundo en que vivimos, las últimas huellas de este antiguo antagonismo entre la verdad del filósofo y las opiniones de la calle ya han desaparecido. Ni la verdad de la religión revelada, que los pensadores del siglo XVII aún tomaban como una molestia mayor, ni la verdad del filósofo, desvelada al hombre en su soledad, interfieren ya en los asuntos del mundo. Con respecto a la primera, la separación de Iglesia y Estado nos dio paz, y con respecto a la segunda, hace tiempo que dejó de reclamar su dominio, a menos que nos tomemos con seriedad las modernas ideologías como filosofías, lo que es bien difícil, ya que sus adherentes hacen declaraciones abiertas de que se trata de armas políticas y consideran irrelevante el tema de la verdad y la veracidad. Si pensamos en términos de la tradición, podríamos sentirnos autorizados a concluir de este estado de cosas que ya se ha zanjado el antiguo conflicto, y en particular que ha desaparecido su causa originaria, el choque de la verdad racional con la opinión.
Sin embargo, por extraño que resulte, no es éste el caso, porque el choque entre la verdad factual y la política, que se produce hoy en tan gran escala, tiene al menos en algunos aspectos rasgos muy similares. Mientras que probablemente ninguna época anterior toleró tantas opiniones diversas en asuntos religiosos o filosóficos, la verdad de hecho, si se opone al provecho o al placer de un grupo determinado, se saluda hoy con una hostilidad mayor que nunca. Ya se sabe que siempre existieron los secretos de Estado; todos los gobiernos deben clasificar cierta información, no transmitirla al público, y el que revelaba secretos siempre fue tratado como un traidor. Este tema no tiene que ver con mi exposición. Los hechos que tengo en mente son de público conocimiento, y no obstante la misma gente que los conoce puede situar en un terreno tabú su discusión pública y, con éxito y a menudo con espontaneidad, convertirlos en lo que no son, en secretos. Que después se pruebe que su aseveración se considera tan peligrosa como, por ejemplo, se consideró la prédica del ateísmo o alguna otra herejía, parece ser un fenómeno curioso, y su significado se ahonda cuando lo encontramos también en países que soportan el dominio tiránico de un gobierno ideológico. (Incluso en la Alemania de Hitler y en la Rusia de Stalin era más peligroso hablar de campos de concentración y de exterminio, cuya existencia no era un secreto, que sostener y aplicar puntos de vista «heréticos» sobre antisemitismo, racismo y comunismo.) Se diría que es aún más inquietante el de que, en la medida en que las verdades factuales incómodas se toleran en los países libres, a menudo, en forma consciente o inconsciente se las transforma en opiniones, como si el apoyo que tuvo Hitler, la caída de Francia ante el ejército alemán en 1940 o la política del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial no fueran hechos históricos sino una cuestión de opiniones. En vista de que esas verdades de hecho se refieren a asuntos de importancia política inmediata, lo que aquí está en juego es algo más que la quizá inevitable tensión entre dos formas de vida dentro del marco de una realidad común y comúnmente reconocida. Lo que aquí se juega es la propia realidad común y objetiva y éste es un problema político de primer orden, sin duda. En vista de que la verdad de hecho, aunque mucho menos abierta a la discusión que la verdad filosófica, y con entera evidencia al alcance de todos, a menudo parece estar sujeta a un destino similar cuando se expone en la calle --es decir, a que se la combata no con mentiras ni falsedades deliberadas, sino con opiniones--, podría ser útil mientras tanto reabrir el antiguo y al parecer obsoleto tema de verdad frente a opinión.
Considerada desde el punto de vista del que dice la verdad, la tendencia a transformar el hecho en opinión, a desdibujar la línea divisoria entre ambos, no es menos desconcertante que el antiguo dilema del hombre veraz, tan bien expresado en la alegoría de la caverna, cuando el filósofo, a su regreso del solitario viaje al cielo de las ideas perdurables, procura comunicar su verdad a la multitud, con el resultado de verla desaparecer en la diversidad de puntos de vista, que para él son ilusiones, y caer hasta el espacio incierto de la opinión, de modo que en ese instante, cuando está otra vez en la caverna, la verdad misma se muestra en la formulación del dokeZˇ moi («me parece»), las dÕxai mismas que había esperado dejar detrás de una vez para siempre. Sin embargo, el narrador de la verdad de hecho está en peor situación. No vuelve de ningún viaje a regiones que estén más allá del campo de los asuntos humanos ni puede consolarse con la idea de que se ha convertido en un forastero en este mundo. De una manera similar, no tenemos derecho a consolarnos con la idea de que la verdad de esa persona, si es verdad, no es de este mundo. Si no se aceptan los simples juicios objetivos de esa persona --verdades vistas y presenciadas con los ojos del cuerpo y no con los de la mente--, surge la sospecha de que puede estar en la naturaleza del campo político negar o tergiversar cualquier clase de verdad, como si los hombres fueran incapaces de llegar a un acuerdo con la pertinacia inconmovible, evidente y firme de esa verdad. Si éste fuera el caso, las cosas serían aún más desesperadas de lo que Platón decía, porque la verdad de Platón, hallada y actualizada en soledad, por definición trasciende al campo de la mayoría, al mundo de los asuntos humanos. (Se puede entender que el filósofo, en su aislamiento, ceda a la tentación de usar su verdad como una norma que se ha de imponer en los asuntos humanos, es decir, para igualar la trascendencia inherente de la verdad filosófica con la muy distinta clase de «trascendencia» por la que los metros y otros patrones de medida se separan de la multitud de objetos que deben medir, y también podemos entender que la mayoría se resista a esa norma, ya que en realidad se deriva de un espacio que es ajeno al campo de los asuntos humanos y cuya conexión con él sólo se justifica por una confusión.) La verdad filosófica, cuando entra en la calle, cambia su naturaleza y se convierte en opinión, porque se ha producido una verdadera met§basij e‡j allo gzˇnoj, no sólo un paso de un tipo de razonamiento a otro sino de un modo de existencia humana a otro.
Por el contrario, la verdad de hecho siempre está relacionada con otras personas: se refiere a acontecimientos y circunstancias en las que son muchos los implicados; se establece por testimonio directo y depende de declaraciones; sólo existe cuando se habla de ella, aunque se produzca en el campo privado. Es política por naturaleza. Los hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos entre sí; pertenecen al mismo campo. Los hechos dan origen a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y ser legítimas mientras respeten la verdad factual. La libertad de opinión es una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos. En otras palabras, la verdad factual configura al pensamiento político tal como la verdad de razón configura a la especulación filosófica.
Pero ¿existen hechos independientes de la opinión y de la interpretación? ¿Acaso generaciones enteras de historiadores y filósofos de la historia no han demostrado la imposibilidad de establecer hechos sin una interpretación, ya que en primer lugar hay que rescatarlos de un puro caos de acontecimientos (y los principios de elección no son los datos objetivos) y después hay que ordenarlos en un relato que se puede transmitir sólo dentro de cierta perspectiva, que no tiene nada que ver con los sucesos originales? Sin duda, éstas y muchas otras incertidumbres de las ciencias históricas son reales, pero no constituyen una argumentación contra la existencia de la cuestión objetiva ni pueden servir para justificar que se borren las líneas divisorias entre hecho, opinión e interpretación, o como una excusa para que el historiador manipule los hechos como le plazca. Aun si admitimos que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, sólo le reconocemos el derecho a acomodar los acontecimientos según su propia perspectiva, pero no el de alterar la materia objetiva misma. Para ilustrar este asunto, y como una excusa para no seguir por más tiempo con él, recordemos que, durante los años veinte, cuenta la historia, poco antes de morir, Clemenceau mantenía una conversación amistosa con un representante de la República de Weimar sobre el problema de quién había sido el culpable del estallido de la Primera Guerra Mundial. «¿En su opinión, qué pensarán los futuros historiadores acerca de este asunto tan engorroso y controvertido?», preguntaron a Clemenceau, quien respondió: «Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió Alemania». Aquí nos interesan los datos rudamente elementales de esa clase, cuya esencia indestructible sería evidente aun para los más extremados y sofisticados creyentes del historicismo.
Es verdad que se necesitaría mucho más que los gemidos de los historiadores para eliminar de las crónicas el hecho de que en la noche del 4 de agosto de 1914 las tropas alemanas cruzaron la frontera belga: se necesitaría nada menos que el monopolio del poder en todo el mundo civilizado. Pero ese monopolio del poder está lejos de ser inconcebible, y no es difícil imaginar cuál sería eldestino de la verdad de hecho si los intereses del poder, nacionales o sociales, tuvieran la última palabra en estos temas. Lo que nos lleva otra vez a la sospecha de que puede ser propio de la naturaleza del campo político estar en guerra con la verdad en todas sus formas; por consiguiente, volvemos a la pregunta del motivo por el que incluso un compromiso con la verdad de hecho se siente como una actitud antipolítica.
3
Cuando se dice que la verdad de hecho o factual, como antítesis de la racional, no es antagonista de la opinión, se formula una verdad a medias. Todas las verdades --no sólo las distintas clases de verdad de razón sino también la de hecho-- se contraponen a la opinión en su modo de afirmar la validez. La verdad implica un elemento de coacción, y las tendencias a menudo tiránicas, tan lamentablemente visibles entre los profesionales veraces se pueden generar en la tensión de vivir habitualmente bajo alguna clase de compulsión, más que en un fallo de carácter. Juicios como «la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos», «la tierra se mueve alrededor del sol», «es mejor sufrir un daño que hacerlo», «en agosto de 1914 Alemania invadió Bélgica» son muy distintos por la forma en que se llegó a ellos, pero una vez considerados verdaderos y reconocidos como tales, comparten el hecho de estar más allá del acuerdo, la discusión, la opinión o el consenso. Para quienes los aceptan, esos juicios no varían según el gran o escaso número de los que sustentan la misma tesis; la persuasión o la disuasión son inútiles, porque el contenido del juicio no es de naturaleza persuasiva sino coactiva. (Así es como Platón, en Timeo, traza una línea entre los hombres capaces de percibir la verdad y los que mantienen opiniones rígidas. Entre los primeros, el órgano que percibe la verdad [noèj] se activa a través de la instrucción, cosa que, por supuesto, implica desigualdad y de la que se puede decir que es una forma suave de coacción; los segundos deben ser sólo persuadidos. Los puntos de vista de los primeros, dice Platón, son inamovibles, en tanto que siempre se puede persuadir a los segundos de que cambien sus criterios.)(12) Lo que cierta vez señaló Mercier de la Riviére acerca de la verdad matemática se aplica a todo tipo de verdad: «Euclide est un véritable despote; et les vérités géométriques qu'il nous a transmises, sont des lois véritablement despotiques» («Euclides es un verdadero déspota, y las verdades geométricas que nos transmitió son leyes verdaderamente despóticas»). Dentro de la misma actitud, unos cien años antes, Van Groot --para limitar el poder del príncipe absoluto-- había insistido en que «ni siquiera Dios puede lograr que dos más dos no hagan cuatro». Con esa frase no quería subrayar la limitación implícita de la omnipotencia divina, sino que invocaba la fuerza coactiva de la verdad frente al poder político. Estas dos observaciones ilustran el aspecto que ofrece la verdad en la perspectiva política pura, desde el punto de vista del poder, y la pregunta es si el poder podría y debería controlarse no sólo mediante una constitución, una carta de derechos y diversos poderes, como en el sistema de controles y balances, en el que, según decía Montesquieu, «le pouvoir arréte le pouvoir» («el poder detiene al poder») --es decir, mediante factores que surgen del campo político estricto y pertenecen a él--, sino también mediante algo que viene de fuera, que tiene su fuente en un lugar que no es el campo político y que es tan independiente de los deseos y anhelos de la gente como lo es la voluntad del peor de los tiranos.
Vista con la perspectiva de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian, porque con razón temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar, y no le otorgan demasiada estima los gobiernos que se basan en el consenso y rechazan la coacción. Los hechos están más allá de acuerdos y consensos, y todo lo que se diga sobre ellos --todos los intercambios de opinión fundados en informaciones correctas-- no servirá para establecerlos. Se puede discutir, rechazar o adoptar una opinión inoportuna, pero los hechos inoportunos son de una tozudez irritante que nada puede conmover, exceptuadas las mentiras lisas y llanas. El problema es que la verdad de hecho, como cualquier otra verdad, exige un reconocimiento perentorio y evita el debate, y el debate es la esencia misma de la vida política. Los modos de pensamiento y de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la perspectiva política, son avasalladores de necesidad: no toman en cuenta las opiniones de otras personas, cuando el tomarlas en cuenta es la característica de todo pensamiento estrictamente político.
El pensamiento político es representativo; me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento. Este proceso de representación no implica adoptar ciegamente los puntos de vista reales de los que sustentan otros criterios y, por tanto, miran hacia el mundo desde una perspectiva diferente; no se trata de empatía, como si yo intentara ser o sentir como alguna otra persona, ni de contar cabezas y unirse a la mayoría, sino de ser y pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad no soy. Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo presentes cuando estoy valorando determinado asunto, y cuanto mejor pueda imaginarme cómo sentiría y pensaría si estuviera en lugar de otros, tanto más fuerte será mi capacidad de pensamiento representativo y más válidas mis conclusiones, mi opinión. (Esta capacidad de «mentalidad amplia» es la que permite que los hombres juzguen; como tal la descubrió Kant en la primera parte de su Crítica del juicio, aunque él no reconoció las implicaciones políticas y morales de su descubrimiento.) El proceso mismo de formación de la opinión está determinado por aquellos en cuyo lugar alguien piensa usando su propia mente, y la única condición para aplicar la imaginación de este modo es el desinterés, el hecho de estar libre de los propios intereses privados.
Por consiguiente, si evito toda compañía o estoy completamente aislada mientras me formo una opinión, no estoy conmigo misma, sin más, en la soledad del pensamiento filosófico; en realidad sigo en este mundo de interdependencia universal, donde puedo convertirme en representante de todos los demás. Por supuesto, puedo negarme a obrar así y hacerme una opinión que considere sólo mis propios intereses, o los intereses del grupo al que pertenezco. Sin duda, incluso entre personas muy cultivadas, lo más habitual es la obstinación ciega, que se hace evidente en la falta de imaginación y en la incapacidad de juzgar. Pero la calidad misma de una opinión, como la de un juicio, depende de su grado de imparcialidad.
Ninguna opinión es evidente por sí misma. En cuestiones de opinión, pero no en cuestiones de verdad, nuestro pensamiento es genuinamente discursivo, va de un lado a otro, de un lugar del mundo a otro, por así decirlo, a través de toda clase de puntos de vista antagónicos, hasta que por fin se eleva desde esas particularidades hacia alguna generalidad imparcial. Comparado con este proceso, en el que un asunto particular se lleva a campo abierto para que se pueda verlo en todos sus aspectos, en todas las perspectivas posibles, hasta que la luz plena de la comprensión humana lo inunda y lo hace transparente, un juicio de verdad tiene una opacidad peculiar. La verdad de razón ilumina el entendimiento humano y la verdad de hecho debe configurar opiniones, pero estas verdades nunca son oscuras aunque tampoco son transparentes, y está en su naturaleza misma la capacidad de soportar una dilucidación posterior, así como en la naturaleza de la luz está que soporte el esclarecimiento.
Además, en ningún otro punto esa opacidad es más evidente ni más irritante que cuando nos enfrentamos con los hechos y con la verdad de hecho, porque no hay ninguna razón concluyente para que los hechos sean lo que son; siempre pueden ser diversos y esta molesta contingencia es literalmente ilimitada. A causa de la accidentalidad de los hechos, la filosofía premoderna se negó a tomar en serio el campo de los asuntos humanos, impregnado por el carácter factual, o a creer que cualquier verdad significativa se podría descubrir alguna vez en la «accidentalidad melancólica» (Kant) de una secuencia de los hechos que constituyen el curso de este mundo. Ninguna filosofía de la historia moderna consiguió hacer las paces con la tozudez intratable e irracional de la pura factualidad; los filósofos modernos idearon todas las clases de necesidad, desde la dialéctica de un mundo del espíritu o de las condiciones materiales hasta las necesidades de una naturaleza humana presuntamente invariable y conocida, para que los últimos vestigios del al parecer arbitrario «podría haber sido de otra manera» (que es el precio de la libertad) desaparezcan del único campo en que los hombres son libres de verdad. Es cierto que mirando hacia atrás --o sea, con perspectiva histórica-- cada secuencia de acontecimientos se ve como si las cosas no pudieran haber sido de otro modo, pero eso es una ilusión óptica, o más bien existencial: nada podría ocurrir si la realidad, por definición, no destruyera todas las demás potencialidades inherentes, en su origen, a toda situación dada.
En otras palabras, la verdad de hecho no es más evidente que la opinión, y esto ha de estar entre las razones por las que quienes sustentan opiniones encuentran relativamente fácil desacreditar esta verdad como si se tratara de una opinión más. Por otra parte, la evidencia factual se establece mediante el testimonio de testigos presenciales --sin duda poco fiables-- y por registros, documentos y monumentos, todos los cuales pueden ser el resultado de alguna falsificación. En el caso de una disputa, sólo se puede invocar a otros testigos, pero no a una tercera y más alta instancia, y a la conciliación en general se llega por vía mayoritaria, es decir, tal como en la conciliación de disputas de opinión, un procedimiento por entero insatisfactorio, ya que no hay nada que evite que una mayoría de testigos lo sea de testigos falsos. Por el contrario, bajo ciertas circunstancias, el sentimiento de pertenencia a una mayoría puede incluso propiciar el falso testimonio. En otras palabras, en la medida en que la verdad de hecho está expuesta a la hostilidad de los que sustentan la opinión, es al menos tan vulnerable como la verdad filosófica racional.
Antes observé que el que dice la verdad de hecho está, en algunos aspectos, en peores condiciones que el filósofo de Platón, y que su verdad no tiene origen trascendente y ni siquiera posee las cualidades relativamente trascendentes de principios políticos como la libertad, la justicia, el honor y el valor, todos los cuales pueden inspirar la acción humana y manifestarse en ella. Ahora veremos que esta desventaja tiene consecuencias más serias que las pensadas anteriormente, consecuencias que se refieren no sólo a la persona del hombre veraz sino también --y esto es más importante-- a las posibilidades de que su verdad sobreviva. La inspiración y la manifestación de las acciones humanas pueden no ser adecuadas para competir con la evidencia apremiante de la verdad, pero en cambio sí lo son, como veremos, para competir con la persuasividad inherente a la opinión. Cité antes la frase socrática «es mejor sufrir un daño que hacerlo» como ejemplo de un juicio filosófico que concierne a la conducta humana y, por consiguiente, que tiene implicaciones políticas. Lo hice en parte porque esta sentencia se ha convertido en el principio del pensamiento ético occidental, y en parte porque, hasta donde tengo noticias, siguió siendo la única proposición ética que se puede derivar directamente de la experiencia filosófica específica. (El imperativo categórico de Kant, el único competidor en este campo, se puede despojar de sus ingredientes judeocristianos, que fundamentan su formulación como un imperativo en lugar de una mera proposición. Su principio básico es el axioma de la no contradicción --el ladrón se contradice porque quiere guardar como propiedad suya los bienes que roba--, y este axioma debe su validez a las condiciones de pensamiento que Sócrates fue el primero en descubrir.)
Los diálogos platónicos nos dicen una y otra vez que el juicio de Sócrates (una proposición, no un imperativo) sonaba a paradoja, que con facilidad era refutado en la calle, donde una opinión se opone a otra opinión, y que Sócrates era incapaz de probar y demostrar su validez no sólo ante sus adversarios, sino también ante sus amigos y discípulos. (El más fuerte de estos pasajes se encuentra en el principio de La república(13). Después de un vano intento de convencer a su antagonista Trasímaco de que la justicia es mejor que la injusticia, Glaucón y Adimanto, discípulos de Sócrates, dicen a su maestro que su argumento no había sido convincente. El maestro admira la argumentación de los jóvenes: «Sin duda habéis experimentado algo divino para que no os hayáis persuadido de que la injusticia es mejor que la justicia, cuando sois capaces de hablar de tal modo en favor de esas tesis». En otras palabras, estaban convencidos antes de que empezara la discusión, y todo lo que se había dicho para apoyar la verdad de la proposición no sólo no había conseguido persuadir a los no convencidos sino que ni siquiera había tenido la fuerza necesaria para reforzar sus convicciones.) Encontramos en los diálogos platónicos todo lo que se pueda decir en esta defensa. El argumento principal es el de que para el hombre, que es uno, es mejor estar en conflicto con todo el mundo que estar en conflicto y en contradicción consigo mismo(14), un argumento que tiene mucha fuerza para el filósofo, cuyo pensamiento caracteriza Platón como un silencioso diálogo consigo mismo y cuya existencia, por consiguiente, depende de un intercambio constantemente articulado consigo mismo de una partición-en-dos de la unidad que, de todos modos, él es, porque una contradicción básica entre los dos interlocutores que sostienen el diálogo reflexivo destruiría las condiciones mismas de la actividad filosófica(15). En otras palabras, como el hombre lleva dentro un interlocutor del que nunca podrá liberarse, lo mejor que puede ocurrirle es no vivir en compañía de un asesino o de un falsario. Además, ya que el pensamiento es el diálogo callado que se produce entre el sujeto y su yo, hay que tener el cuidado de mantener intacta la integridad de ese compañero, porque en caso contrario se pierde por completo la capacidad de pensar.
Para el filósofo --o más bien para el hombre en la medida en que es un ser pensante--, esta proposición ética sobre hacer y sufrir el mal no es menos cierta que la verdad matemática. Pero para el hombre como ciudadano, como ser que obra comprometido con el mundo y la prosperidad pública más que con su propio bienestar --incluida, por ejemplo, su «alma inmortal», cuya «salud» debería estar por encima de las necesidades de un cuerpo mortal--, el juicio socrático no es verdadero. Muchas veces se señalaron las desastrosas consecuencias que para cualquier grupo tendría el hecho de empezar a seguir, con toda seriedad, los preceptos éticos derivados del hombre en singular, ya sean socráticos, platónicos o cristianos. Mucho antes de que Maquiavelo recomendara proteger el campo político de los principios puros de la fe cristiana (los que se niegan a hacer el mal permiten a los malvados «hacer todo el mal que quieran»), Aristóteles advertía en contra de permitir que los filósofos tuvieran cualquier intervención en asuntos políticos. (A los hombres que por motivos profesionales han de preocuparse tan poco por «lo que es bueno para ellos mismos», no se les puede confiar lo que es bueno para los demás, y menos que nada el «bien común», el interés terreno de la comunidad.(16)
La verdad filosófica se refiere al hombre en su singularidad y, por tanto, es apolítica por naturaleza. Si, no obstante, el filósofo quiere que su verdad prevalezca ante las opiniones de la mayoría, sufrirá una derrota y tal vez de ella deduzca que la verdad es impotente, una perogrullada que equivale a que un matemático, incapaz de cuadrar el círculo, se quejase de que el círculo no sea un cuadrado. Podría sentirse tentado, como Platón, de hacerse oír por algún tirano con inclinaciones filosóficas, y en el afortunado y muy poco probable caso de que tuviera éxito, podría fundar una de esas tiranías de la «verdad» que conocemos en especial a través de las diversas utopías políticas y que, por supuesto, en términos políticos son tan tiránicas como las otras formas de despotismo. En el apenas menos improbable caso de que su verdad se impusiera sin el auxilio de la violencia, simplemente porque los hombres están de acuerdo con ella, la suya sería una victoria pírrica. En tal caso, la verdad debería su predominio no a su propia fuerza sino al acuerdo de la mayoría, que podría cambiar de parecer al día siguiente y sostener alguna otra cosa: lo que fuera verdad filosófica se convertiría en mera opinión.
Sin embargo, como la verdad filosófica lleva en sí un elemento coactivo, puede tentar al hombre de Estado en ciertas condiciones, tanto como el poder de la opinión puede tentar al filósofo. Por ejemplo, en la Declaración de la Independencia, Jefferson decía que ciertas «verdades son evidentes por sí mismas», porque quería poner el acuerdo básico entre los hombres de la Revolución más allá de toda disputa y discusión; como axiomas matemáticos, debían expresar las «creencias de los hombres» que «dependen no de su propia voluntad, sino que siguen involuntariamente las evidencias propuestas a su entendimiento»(17). Con todo, al decir «consideramos que estas verdades son evidentes por sí mismas», aunque no fuera totalmente consciente de ello, concedía que el juicio «todos los hombres fueron creados como iguales» no es evidente por sí mismo sino que necesita del acuerdo y del consenso, admitía que la igualdad, para tener importancia en el campo político, no es «la verdad» sino una cuestión de opiniones. De otra parte, existen juicios filosóficos o religiosos que corresponden a esta opinión --como el que dice que todos los hombres son iguales ante Dios, ante la muerte o en la medida en que pertenecen a la misma especie de animal rationale--, pero ninguno de ellos tuvo jamás ninguna consecuencia política o práctica, porque el elemento nivelador, ya sea Dios, la muerte o la naturaleza, trasciende y está fuera del campo en que se produce la relación humana. Esas «verdades» no están entre los hombres sino por encima de ellos y ninguna de esas cosas está detrás de la moderna o antigua aceptación de la verdad, sobre todo de la de los griegos. Que todos los hombres hayan sido creados iguales, no es evidente por sí mismo ni se puede probar. Lo creemos porque la libertad sólo es posible entre iguales, y creemos que las alegrías y gratificaciones de la libre compañía han de preferirse a los placeres dudosos del dominio. Estas preferencias tienen la máxima importancia política, y aparte de ellas hay pocas cosas por las que los hombres se diferencien más profundamente entre sí. Su calidad humana, estaríamos tentados de decir, y sin duda la calidad de todo tipo de relación entre ellos, depende de esas elecciones. No obstante, se trata de una cuestión de opiniones y no de la verdad, como admitió Jefferson, muy en contra de su voluntad. Su validez depende del acuerdo y consenso libre; se llega a ellos a través del pensamiento discursivo, representativo, y se comunican a través de la persuasión y la disuasión.
La proposición socrática «es mejor padecer el mal que hacerlo» no es una opinión sino que pretende ser una verdad, y aunque se pueda dudar de que alguna vez haya tenido una consecuencia política directa, es innegable su impacto en la conducta práctica como precepto ético; sólo disfrutan de un reconocimiento mayor las normas religiosas, que son absolutamente vinculantes para la comunidad de creyentes. ¿Este hecho no entra en clara contradicción con la generalmente aceptada impotencia de la verdad filosófica? Y, en vista de que sabemos por los diálogos platónicos qué poco persuasivo resultaba el juicio de Sócrates para amigos y enemigos por igual cuando el maestro trataba de probar su validez, debemos preguntarnos cómo pudo obtener su alto grado de aceptación. Es evidente que se habrá debido a un tipo de persuasión poco habitual; Sócrates decidió apostar su vida por esa verdad, por ejemplo no cuando se presentó ante el tribunal ateniense sino cuando se negó a evitar la sentencia de muerte. Y esta enseñanza mediante el ejemplo es, sin duda, la única forma de «persuasión» de la que es capaz la verdad filosófica sin caer en la perversión o la distorsión(18); por la misma causa, la verdad filosófica puede convertirse en «práctica» e inspirar la acción sin violar las normas del ámbito político sólo cuando consigue hacerse manifiesta a la manera de un ejemplo: es la única oportunidad que un principio ético tiene de ser verificado y confirmado. Por ejemplo, para verificar la idea de valor podemos recordar el comportamiento de Aquiles y para verificar la idea de bondad nos inclinamos a pensar en Jesús de Nazareth o en san Francisco; estos ejemplos enseñan o persuaden por inspiración, de modo que cada vez que tratamos de cumplir un acto de valor o de bondad, es como si imitáramos a alguien, imitatio Christi o de quien sea. A menudo se señala que, como decía Jefferson, «un sentido vívido y duradero del deber filial se imprime con mayor eficacia en la mente de un hijo o una hija tras la lectura de El rey Lear que por la de todos los secos libros que sobre la ética y la divinidad se hayan escrito»(19), y que, como decía Kant, «los preceptos generales aprendidos de sacerdotes o de filósofos, o incluso tomados de los propios recursos, nunca son tan eficaces como un ejemplo de virtud o santidad»(20). La razón, como lo explica Kant, es que siempre necesitamos «intuiciones... para verificar la realidad de nuestros conceptos». «Si son puros conceptos del entendimiento», como el concepto de triángulo, «las intuiciones reciben el nombre de esquemas», como el triángulo ideal, percibido sólo por los ojos de la mente y no obstante indispensable para reconocer todos los triángulos reales; sin embargo, si los conceptos son prácticos, referidos a la conducta, «las intuiciones se llaman ejemplos»(21). Y, a diferencia de los esquemas, que nuestra mente produce por sí misma gracias a la imaginación, estos ejemplos se derivan de la historia y de la poesía, a través de las cuales --como señalara Jefferson-- «se abre para nuestro uso un campo de imaginación» completamente distinto.
Esta transformación de un juicio teórico o especulativo en verdad ejemplar --una transformación de la que sólo es capaz la filosofía moral-- es una experiencia límite para el filósofo: al establecer un ejemplo y «persuadir» a la gente de la única forma en que puede hacerlo, empieza a actuar. Hoy, cuando casi ningún juicio filosófico, por atrevido que sea, se tomará lo bastante en serio como para que ponga en peligro la vida del filósofo, aun esta rara oportunidad de confirmar en lo político una verdad filosófica ha desaparecido. Sin embargo, en nuestro contexto es importante tener en cuenta que tal posibilidad existe para el que dice la verdad de razón, pero no existe en ninguna circunstancia para el que dice la verdad factual que en éste, como en otros temas, está en peor situación que antes. No sólo los juicios objetivos no contienen principios por los cuales los hombres puedan actuar, y que por consiguiente resulten manifiestos en el mundo; su contenido mismo se resiste a este tipo de verificación. Alguien que dice la verdad de hecho, en el improbable caso de que quisiera apostar su vida por un acontecimiento particular, cometería una especie de error. Lo que quedaría manifiesto en su acción sería su valor o quizá su tozudez, pero no la verdad de lo que tenía que decir ni tampoco su propia credibilidad. ¿Por qué un mentiroso no iba a sostener sus mentiras con gran valor, sobre todo en política, donde puede estar motivado por el patriotismo o por otra clase de legítima parcialidad de grupo?
4
Lo que define a la verdad de hecho es que su opuesto no es el error ni la ilusión ni la opinión, elementos que no se reflejan en la veracidad personal, sino la falsedad deliberada o mentira. Claro está que el error es posible, e incluso común, con respecto a la verdad de hecho, en cuyo caso este tipo de verdad no se diferencia de la verdad científica o de razón. Pero la cuestión es que, con respecto a los hechos, existe otra alternativa, la falsedad deliberada, que no pertenece a la misma especie de las proposiciones que, acertadas o equivocadas, no pretenden más que decir qué es una cosa para el sujeto o cómo se muestra esa cosa a él.
Un juicio objetivo --Alemania invadió Bélgica en agosto de 1914-- adquiere implicaciones políticas sólo si se pone en un contexto interpretativo. Pero la proposición opuesta, esa que Clemenceau, aún poco familiarizado con el arte de volver a escribir la historia, consideraba absurda, no necesita contexto para tener significado político. Con toda claridad, se trata de un intento de cambiar la crónica y como tal es una forma de acción. Otro tanto ocurre cuando el falsario, que no puede hacer que su mentira se imponga, no insiste en la verdad evangélica de su juicio y pretende que se trata de su «opinión», que reivindica basándose en su derecho constitucional. Con frecuencia hacen esto los grupos subversivos, y en un público políticamente inmaduro, la confusión resultante puede ser considerable. La atenuación de la línea divisoria entre la verdad de hecho y la opinión es una de las muchas formas que puede asumir la mentira, todas ellas formas de acción.
Mientras el embustero es un hombre de acción, el veraz, ya diga verdades de razón o de hecho, no lo es de ningún modo. Si el que dice verdades de hecho quiere desempeñar un papel político y por tanto ser persuasivo, en la mayoría de los casos tendrá que extenderse considerablemente para explicar por qué su particular verdad es la mejor para los intereses de determinado grupo. Así como el filósofo obtiene una victoria pírrica cuando su verdad se vuelve dominante en los medios de opinión, el que dice la verdad factual, cuando entra en el campo político y se identifica con algún interés parcial y con alguna formación de poder, compromete la única cualidad que podría hacer que su verdad fuera plausible: su veracidad, garantizada por la imparcialidad, la integridad, la independencia. Es difícil que haya una figura política más capaz de despertar sospechas justificadas que la del veraz de profesión que ha descubierto alguna feliz coincidencia entre la verdad y el interés. El embustero, por el contrario, no necesita de tan dudosa acomodación para aparecer en la escena política; tiene la gran ventaja de que siempre está, por así decirlo, en medio de ella; es actor por naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean distintas de lo que son, es decir, quiere cambiar el mundo. Toma ventaja de la innegable afinidad de nuestra capacidad para la acción, para cambiar la realidad, con esa misteriosa facultad nuestra que nos permite decir «brilla el sol» cuando está lloviendo a cántaros. Si en nuestro comportamiento estuviéramos tan completamente condicionados como algunas filosofías hubiesen querido que estuviéramos, jamás habríamos podido concretar ese pequeño milagro. En otras palabras, nuestra habilidad para mentir --pero no necesariamente nuestra habilidad para ser veraces-- es uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la libertad humana. Podemos cambiar las circunstancias en que vivimos porque tenemos una relativa libertad respecto de ellas, y de esta libertad se abusa y a ella se pervierte con la mendacidad. Si es tentación poco menos que irresistible para el historiador profesional caer en la trampa de la necesidad y negar de forma implícita la libertad de acción, también es casi igualmente irresistible la tentación que el político profesional siente por sobrestimar las posibilidades de esa libertad y tolerar de forma implícita la falsa negación o la distorsión de los hechos.
Sin duda, en lo que respecta a la acción, la mentira organizada es un fenómeno marginal, pero el problema es que su antítesis, el mero relato de los hechos, no conduce a ninguna acción: en circunstancias normales, se decanta por la aceptación de las cosas tal como son. (Esto, desde luego, no implica rechazar que de la divulgación de los hechos puedan hacer un uso legítimo las organizaciones políticas o que, en ciertas circunstancias, los asuntos objetivos llevados a la atención pública puedan propiciar y reforzar no poco las demandas de los grupos étnicos y sociales.) La veracidad jamás se incluyó entre las virtudes políticas, porque poco contribuye a ese cambio del mundo y de las circunstancias que está entre las actividades políticas más legítimas. Sólo cuando una comunidad se embarca en la mentira organizada por principio y no únicamente con respecto a los particulares, la veracidad como tal, sin el sostén de las fuerzas distorsionantes del poder y el interés, puede convertirse en un factor político de primer orden. Cuando todos mienten acerca de todo lo importante, el hombre veraz, lo sepa o no lo sepa, ha empezado a actuar; también él se compromete en los asuntos políticos porque, en el caso poco probable de que sobreviva, habrá dado un paso hacia la tarea de cambiar el mundo.
Sin embargo, en esta situación pronto se encontrará en incómoda desventaja. Hablé antes del carácter contingente de los hechos, que siempre podrían haber sido distintos, y que por tanto no tienen por sí mismos ningún rasgo evidente o verosímil para la mente humana. Como el falsario tiene libertad para modelar sus «hechos» de tal modo que concuerden con el provecho y el placer, o aun las simples expectativas, de su audiencia, lo más posible es que resulte más persuasivo que el hombre veraz. Es muy cierto que por lo común tendrá la verosimilitud de su lado; su exposición será más lógica, por decirlo así, porque el elemento inesperado --uno de los rasgos sobresalientes de todos los hechos-- ha desaparecido misericordiosamente. No sólo la verdad de razón, según la frase de Hegel, reivindica para sí el sentido común; la realidad, con mucha frecuencia, infringe la entereza raciocinante del sentido común tanto como infringe el provecho y el placer.
Ahora debemos volver nuestra atención al fenómeno relativamente reciente de la manipulación masiva de hechos y opiniones, como se hizo evidente en la tarea de volver a escribir la historia, en la elaboración de la imagen y en la política gubernamental concreta. La tradicional mentira política, tan prominente en la historia de la diplomacia y en el arte de gobernar, en general se refería a verdaderos secretos --datos que jamás se hacían públicos-- o bien a intenciones, que de todos modos no tienen el mismo grado de fiabilidad que los hechos consumados; como todo lo que ocurre dentro de cada persona, las intenciones son simples potencialidades, y lo que se pensó como una mentira siempre puede terminar siendo verdad. Por el contrario, las mentiras políticas modernas se ocupan con eficacia de cosas que de ninguna manera son secretas sino conocidas de casi todos. Esto es obvio en el caso de volver a escribir la historia contemporánea ante los ojos de quienes son testigos de ella, pero también es verdad cuando se pretende crear una imagen, caso en que, una vez más, todo hecho conocido y probado se puede negar o desdeñar si daña la imagen, porque a diferencia de un retrato antiguo, se supone que la imagen no mejora la realidad sino que la sustituye de manera total. Gracias a las técnicas modernas y a los medios masivos, ese sustituto es mucho más público que su original. Finalmente nos enfrentamos con hombres de Estado respetables que, como De Gaulle y Adenauer, fueron capaces de construir sus políticas básicas en tan obvios «no-hechos» como el de que Francia fuera uno de los vencedores de la última guerra y, por tanto, una de las grandes potencias, y «que la barbarie del nacionalsocialismo había afectado sólo a un porcentaje relativamente pequeño del país»(22). Todas estas mentiras, lo supieran o no sus autores, contienen un elemento de violencia; la mentira organizada siempre tiende a destruir lo que se haya decidido anular, aunque sólo los gobiernos totalitarios de manera consciente hayan adoptado la mentira como paso previo al asesinato. Cuando Trotski supo que nunca había desempeñado un papel en la Revolución Rusa, tuvo que haber comprendido que se había firmado su sentencia de muerte. Es obvio que resulta más fácil eliminar a una figura pública del registro histórico si es posible eliminarla del mundo de los vivos. En otras palabras, la diferencia entre la mentira tradicional y la mentira moderna en la mayoría de los casos se iguala con la diferencia entre el ocultamiento y la destrucción.
Además, la mentira tradicional sólo se refería a ciudadanos particulares y nunca tenía la intención de engañar literalmente a todos, pues se dirigía al enemigo y sólo a él pretendía engañar. Estas dos limitaciones restringían el daño infligido a la verdad hasta un punto que, visto en perspectiva, nos puede parecer casi inofensivo. Como los hechos siempre ocurren dentro de un contexto, una mentira limitada --es decir, una falsedad que no intenta cambiar el contexto en su totalidad-- desgarra, por así decirlo, la tela de lo factual. Como todo historiador sabe, se puede detectar una mentira localizando incongruencias, agujeros o las líneas de los remiendos. En la medida en que la estructura en su conjunto se mantenga intacta, la mentira se mostrará por fin como si lo hiciera por sí misma. La segunda limitación se refiere a los que están comprometidos con la impostura, que solían pertenecer al círculo restringido de los estadistas y diplomáticos, que entre sí aún conocían y podían preservar la verdad. No eran personas que fueran a resultar víctimas de sus propias falsedades; podían engañar a los demás sin engañarse a sí mismos. Es obvia la ausencia tanto de estas circunstancias atenuantes como del viejo arte de mentir en la manipulación de los hechos a la que hoy asistimos.
¿Cuál es, pues, el significado de estas limitaciones, y por qué se justifica que las llamemos circunstancias atenuantes? ¿Por qué el engaño a medias se ha convertido en una herramienta indispensable en el negocio de la creación de una imagen, y por qué, para el mundo y para el mismo falsario que se engañara con sus propias mentiras, sería peor que el mero hecho de engañar a los demás? Un falsario no podría presentar mejor excusa moral que la de que, por ser tanta su aversión a la mentira, tuvo que convencerse a sí mismo antes de poder mentir a los demás, es decir que, como Antonio en La tempestad, había tenido que «convertir en pecadora a su memoria, para dar crédito a su propia mentira». Y por último, y tal vez sea lo más inquietante, si las modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen una completa acomodación nueva de toda la estructura de los hechos --la configuración de otra realidad, por decirlo así, en la que entren sin grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos entran en su contexto original--, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos, imágenes y «no-hechos» se conviertan en sustituto adecuado de la realidad y de lo factual?
Una anécdota medieval ilustra lo difícil que puede ser mentir a los demás sin mentirse a sí mismo. Dice el relato que había un pueblo en cuya atalaya noche y día un centinela montaba guardia para advertir a la gente en caso de que se acercara el enemigo. El centinela era hombre dado a hacer bromas pesadas y una noche hizo sonar la alarma para meter un poco de miedo a los habitantes del pueblo. Tuvo un éxito abrumador: todos corrieron a las murallas y el último en llegar fue el propio centinela. El cuento sugiere que, en gran medida, nuestra captación de la realidad depende de que compartamos el mundo con nuestros semejantes, y que se requiere una gran fuerza de carácter para no apartarse de lo no compartido, sea verdad o mentira. En otras palabras, cuanto más éxito tiene un falsario, más probable es que caiga en la trampa de sus propias elucubraciones. Además, el bromista autoengañado que demuestra estar en el mismo bando que sus víctimas resultará mucho más fiable que el embustero despiadado que se permite disfrutar de su jugarreta desde fuera. Sólo el autoengaño es capaz de crear una apariencia de fiabilidad, y en un debate sobre hechos, el único factor de persuasión que a veces tiene una posibilidad de ser más fuerte que el placer, el temor y el beneficio es la apariencia personal.
El prejuicio moral corriente suele ser más bien duro con la mentira cruel, en tanto que, por lo común, se mira el a menudo muy desarrollado arte del autoengaño con gran tolerancia y permisividad. Entre los pocos ejemplos de la literatura que se pueden citar como contrarios a esta valoración habitual está la famosa escena del monasterio en el principio de Los hermanos Karamazov. El padre, un mentiroso empedernido, pregunta al starets: «¿Qué debo hacer para salvarme?», y el monje responde: «Ante todo, ¡jamás te mientas a ti mismo!». Dostoievski no añade ninguna explicación ni elaboración. Los argumentos en favor del axioma «es mejor mentir a los demás que engañarte a ti mismo» señalarían que el mentiroso despiadado tiene conciencia de la distinción entre verdad y falsía, de modo que la verdad que esconde de los demás todavía no ha quedado por completo fuera del mundo, sino que ha encontrado en el falsario su último refugio. El daño hecho a la realidad no es completo ni definitivo, y por la misma razón, el dañohecho al embustero mismo tampoco es completo ni final; esa persona ha mentido pero no es una mentirosa. Tanto esa persona como el mundo al que engaña no están más allá de la «salvación», para usar las palabras del starets.
El carácter completo y el potencialmente final, desconocidos en tiempos anteriores, son los peligros que nacen de la moderna manipulación de los hechos. Aun en el mundo libre, donde el gobierno no ha monopolizado el poder de decidir y decretar cuáles son los elementos factuales que son y los que no son, las organizaciones con gigantescos intereses han generalizado una especie de marco mental de raison d'étát, que antes se restringía al manejo de los asuntos exteriores y, en sus peores excesos, a las situaciones de obvio e inminente peligro. Y la propaganda nacional de los gobiernos ya tiene aprendidas más que unas pocas triquiñuelas de los métodos de las prácticas empresariales. Las imágenes elaboradas para el consumo interno, distintas de las mentiras que se destinan al adversario extranjero, pueden convertirse en realidad para todos y, en primer lugar, para sus propios fabricantes, que mientras aún se encuentran en la tarea de preparar sus «productos», se ven abrumados por la mera idea del posible número de víctimas. Sin duda, los que originaron la imagen falsa que «inspira» a los disuasores ocultos todavía saben que quieren engañar a un enemigo en el campo social o en el nacional, pero el resultado es que todo un grupo de personas, e incluso de naciones enteras, puede orientarse en una red de engaños con la que los líderes quieran someter a sus opositores.
Lo que pasa después es casi automático. El grupo engañado y los engañadores mismos suelen esforzarse, sobre todo, por mantener intacta la imagen de la propaganda, y esta imagen se ve menos amenazada por el enemigo y por reales intereses hostiles que por los que, dentro del propio grupo, han conseguido escapar de su encanto e insisten en hablar de hechos o acontecimientos no acordes con esa imagen. La historia contemporánea está llena de ejemplos en los que quienes dicen la verdad factual se consideraban más peligrosos e incluso más hostiles que los opositores mismos. Estos argumentos contra el autoengaño no se deben confundir con las protestas de los «idealistas», sea cual sea su mérito, contra la mentira como algo en principio malo y contra el antiguo arte de engañar al enemigo. Políticamente, lo primordial es que el arte moderno del autoengaño es capaz de transformar un tema exterior en un asunto interno, así como un conflicto internacional o intergrupal revierte sobre el escenario de la política interna. Los autoengaños practicados por ambas partes en la época de la guerra fría son demasiados como para enumerarlos, pero es obvio que constituyen un ejemplo apropiado. Los críticos conservadores de la democracia de masas con frecuencia dibujaron los peligros que esta forma de gobierno acarrea a los asuntos internacionales, sin mencionar, no obstante, los peligros peculiares de las monarquías o de las oligarquías. La fuerza de sus argumentos está en el hecho innegable de que, en condiciones plenamente democráticas, el engaño sin autoengaño es imposible por completo.
En nuestro actual sistema de comunicación mundial, que abarca un amplio número de naciones independientes, ninguna de las potencias existentes es lo bastante grande como para disponer de una «imagen» segura. Por consiguiente, las imágenes tienen una expectativa de vida más o menos breve; pueden estallar no sólo cuando la suerte ya está echada y la realidad reaparece en público sino antes, porque los fragmentos de los hechos perturban sin cesar y arrancan de sus engranajes la guerra de propaganda entre imágenes enfrentadas. Sin embargo, ese camino no es el único, ni siquiera el más significativo por el que la realidad se venga de los que se atreven a desafiarla. La expectativa de vida de las imágenes apenas si puede aumentarse de manera categórica aun bajo un gobierno mundial o alguna otra versión moderna de la Pax Romana. La mejor ilustración de ello está en los sistemas relativamente cerrados de los gobiernos totalitarios y las dictaduras de partido único, que por supuesto son con gran diferencia las entidades más eficaces para proteger las ideologías y las imágenes del impacto de la realidad y de la verdad. (Esa corrección de las crónicas nunca es segura. En un informe de 1935, encontrado en el Archivo Smolensk, nos enteramos de las incontables dificultades que rodean este tipo de empresa. Por ejemplo, ¿qué «habría que hacer con los discursos de Zinoviev, Kamenev, Rikov, Bujarin et alii en los congresos del Partido, en los plenos del Comité Central, en el Komintern, los congresos de los soviets, etcétera? ¿Qué hacer con las antologías sobre marxismo... escritas o editadas en conjunto por Lenin, Zinoviev... y otros? ¿Qué hacer con los escritos de Lenin editados por Kamenev?... ¿Qué se podría hacer en los casos en que Trotski... había escrito un artículo en un número de Internacional Comunista? ¿Habría que confiscar toda la tirada?»(23). Preguntas complejas, sin duda, para las que no hay respuestas en el Archivo.) El problema es que tienen que hacer cambios constantes en las falsedades con las que sustituyen la historia real; las circunstancias cambiantes exigen la suplantación de un libro de historia por otro, el reemplazo de páginas en las enciclopedias y libros de consulta, la desaparición de ciertos nombres para incluir otros desconocidos o poco conocidos antes. Y aunque esta inestabilidad persistente no dé señales de lo que puede ser la verdad, es en sí una señal, y muy potente, del carácter engañoso de todas las declaraciones públicas relativas al mundo de los hechos. A menudo se señala que la consecuencia del lavado de cerebro más cierta a largo plazo es una peculiar clase de cinismo, un rechazo absoluto a creer en la veracidad de cualquier cosa, por muy bien fundada que esté esa veracidad. En otras palabras, el resultado de una consistente y total sustitución de las mentiras por la verdad de hecho no es que las mentiras vayan a ser aceptadas en adelante como verdad, y la verdad se difame como una mentira, sino que el sentido por el que establecemos nuestro rumbo en el mundo real --y la categoría de verdad contra falsedad está entre los medios mentales para conseguir este fin-- queda destruido.
Para este problema no hay remedio. No es más que la otra cara del incómodo carácter contingente de toda la realidad objetiva. Ya que todo lo que ha pasado de verdad en el campo de los asuntos humanos podría haber sido de otra manera, las posibilidades de mentir son ilimitadas, y esta ausencia de limites contribuye al propio fracaso. Sólo el embustero ocasional conseguirá adherirse a una falsedad particular con una firmeza inconmovible; los que adapten las imágenes y los relatos a las circunstancias siempre cambiantes se encontrarán flotando en un horizonte abierto de potencialidad, deslizándose de una posibilidad a otra, imposibilitados de apoyarse en ninguna de sus propias construcciones. En lugar de conseguir un sustituto adecuado de lo real y de lo factual, transforman los hechos y acontecimientos en esa potencialidad de la que surgieron en un primer momento. El signo más seguro del carácter factual de los hechos y acontecimientos es precisamente esta tozuda presencia, cuya contingencia inherente desafía, por último, todos los intentos de una explicación conclusiva. Por el contrario, las imágenes siempre se pueden explicar y hacer admisibles --lo que les da una ventaja momentánea sobre la verdad de hecho--, pero nunca pueden competir en estabilidad con lo que simplemente es porque resulta que es así y no de otro modo. Por este motivo, hablando en términos metafóricos, la mentira coherente nos roba el suelo de debajo de nuestros pies y no nos pone otro para pisar. (En palabras de Montaigne: «Si la falsía, como la verdad, no tuviera más que una cara, sabríamos mucho mejor dónde estamos, porque podríamos dar por cierto lo opuesto de lo que el embustero nos dice. Pero el reverso de la verdad tiene mil formas y un campo ilimitado».) La vivencia de un tembloroso movimiento fluctuante de todo lo que sirve de base para nuestro sentido de la dirección y de la realidad está entre las experiencias más comunes y más intensas de los hombres que viven bajo un gobierno totalitario.
Por tanto, la innegable afinidad de la mentira y la acción y el cambio del mundo --es decir, la política-- está limitada por la naturaleza misma de las cosas abiertas a la facultad de acción del hombre. El fabricante de imágenes se equivoca cuando cree que puede anticipar los cambios mintiendo acerca de los asuntos objetivos que todos quieren eliminar de alguna manera. La fundación de las aldeas Potemkin, tan grata para los políticos y propagandistas de los países en vías de desarrollo, nunca lleva a la creación de una cosa real sino sólo a una proliferación y perfeccionamiento del engaño. Ni el pasado --y toda verdad factual, por supuesto, se refiere al pasado-- ni el presente, en la medida en que es una consecuencia del pasado, están abiertos a la acción; sólo el futuro lo está. Si el pasado y el presente se tratan como partes del futuro --es decir, se vuelven a su antiguo estado de potencialidad--, el campo político queda privado no sólo de su fuerza estabilizadora principal sino también del punto de partida del cambio, del que sirve para empezar algo nuevo. Lo que se inicia entonces es el constante moverse y revolverse en la esterilidad total, algo característico de muchas de las nuevas naciones que tuvieron la mala suerte de nacer en la era de la propaganda.
Que los hechos no están seguros en manos del poder es algo evidente, pero la cuestión está en que el poder, por su naturaleza misma, jamás puede producir un sustituto de la estabilidad firme de la realidad objetiva que, por ser pasado, ha crecido hasta una dimensión que está más allá de nuestro alcance. Los hechos se afirman a sí mismos por su terquedad, y su índole frágil se suma, extrañamente, a su gran resistencia, la misma irreversibilidad que es el sello de toda acción humana. En su obstinación, los hechos son superiores al poder; son menos transitorios que las formaciones de poder, que surgen cuando los hombres se reúnen con un fin pero desaparecen tan pronto como ese fin se consigue o no se alcanza. Este carácter transitorio hace que el poder sea un instrumento poco fiable para conseguir una permanencia de cualquier clase, y por eso no sólo la verdad y los hechos están inseguros en sus manos sino también la no-verdad y los no-hechos. La actitud política ante los hechos debe recorrer, por cierto, la estrecha senda que hay entre el peligro de considerarlos como resultado de algún desarrollo necesario que los hombres no pueden evitar --y por tanto no pueden hacer nada con respecto a ellos-- y el peligro de ignorarlos, de tratar de manipularlos y borrarlos del mundo
5
En conclusión, vuelvo a los temas planteados al principio de estas reflexiones. La verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder son incapaces de descubrir o inventar un sustituto adecuado para ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla. Y esto es válido para la verdad de razón o religiosa, tanto como para la verdad de hecho, mucho más obviamente en este caso. Una observación de la política desde la perspectiva de la verdad, como la aquí presentada, significa situarse fuera del campo político; es el punto de vista del hombre veraz, que pierde su posición --y con ella la validez de lo que tiene que decir-- si trata de interferir directamente en los asuntos humanos y hablar el lenguaje de la persuasión o de la violencia. A esta posición y a su significado en el campo político debemos volver ahora nuestra atención.
El punto de vista exterior al campo político --fuera de la comunidad a la que pertenecemos y de la compañía de nuestros iguales-- se caracteriza con toda claridad como uno de los diversos modos de estar solo. Entre los modos existenciales de la veracidad sobresalen la soledad del filósofo, el aislamiento del científico y del artista, la imparcialidad del historiador y del juez y la independencia del investigador de hechos, del testigo y del periodista. (Esta imparcialidad difiere de la de la opinión cualificada, representativa, antes aludida, porque no es adquirida dentro del campo político sino inherente a la posición del extraño que ejerce esas ocupaciones.) Estos modos de estar solo se diferencian en muchos aspectos, pero comparten la imposibilidad de un compromiso político, de la adhesión a una causa, mientras cualquiera de ellos se mantenga. Por supuesto que son comunes a todos los hombres; como tales, son modos de la existencia humana. Sólo cuando uno de ellos se adopta como una forma de vida --e incluso entonces jamás se vive la vida en soledad, independencia o aislamiento completos-- es posible que entre en conflicto con las demandas de lo político.
Es bastante natural que tengamos conciencia de la naturaleza no-política de la verdad y, de manera potencial, aun de su naturaleza antipolítica --Fiat veritas, et pereat mundus-- sólo en caso de conflicto, y hasta aquí he venido subrayando este aspecto del asunto. Pero con esto posiblemente no está todo dicho, pues quedan fuera ciertas instituciones públicas, instauradas y sostenidas por los poderes establecidos, donde, contrariamente a todas las normas políticas, la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más alto del discurso y del empeño. Entre
ellas encontramos ante todo las instituciones judiciales, que como rama del gobierno o como administración de justicia independiente están bien protegidas ante el poder social y político, tal como todas las instituciones de enseñanza superior, a las que el Estado confía la educación de sus futuros ciudadanos. Hasta donde la Academia recuerda sus antiguos orígenes, debe saber que se fundó como la oposición más determinada e influyente de la polis. Sin ninguna duda, el sueño de Platón no se hizo realidad: la Academia jamás se convirtió en una contra-sociedad y no tenemos noticias de que las universidades hayan intentado en algún lugar hacerse con el poder. Pero lo que Platón jamás llegó a soñar se hizo verdad: el campo político reconoció que necesitaba una institución exterior a la lucha por el poder, además de la imparcialidad que requería en la administración de justicia; porque no tiene gran importancia que esas sedes de enseñanza superior estén en manos privadas o públicas: en cualquier caso, no sólo su integridad sino también su existencia misma dependen de la buena voluntad del gobierno. Muchas verdades incómodas salieron de las universidades y muchos juicios inoportunos salen una y otra vez de los tribunales; y estas instituciones, como otros refugios de la verdad, quedaron expuestas a todos los peligros derivados del poder social y político. No obstante, las posibilidades que la verdad tiene de prevalecer en público mejoraron, desde luego, por la mera existencia de entidades como ésas y por la organización de los estudiosos relacionados con ellas. Casi no se puede negar que, al menos en los países que tienen gobiernos constitucionales, el campo político reconoció, aun en casos de conflicto, que está muy interesado en la existencia de hombres e instituciones sobre los cuales no ejerza su influencia.
Hoy se pasa por alto con facilidad esta significación auténticamente política de la Academia, a causa de la situación de privilegio de sus escuelas profesionales y de la evolución de sus departamentos de ciencias naturales, donde, inesperadamente, la investigación pura ha dado tantos resultados decisivos que, a largo plazo, resultaron ser vitales para el respectivo país. Es posible que nadie pueda negar la utilidad social y técnica de las universidades, pero esta importancia no es política. Las ciencias históricas y las humanidades, que --se supone-- investigan, vigilan e interpretan la verdad de hecho y los documentos humanos, tienen una relevancia política mayor. La transmisión de la verdad factual abarca mucho más que la información diaria que brindan los periodistas, aunque sin ellos jamás encontraríamos nuestro rumbo en un mundo siempre cambiante, y en el sentido más literal, jamás sabríamos dónde estamos. Claro está que esto tiene la máxima importancia política; pero si la prensa llegara a ser de verdad el «cuarto poder», tendría que ser protegida del poder gubernamental y de la presión social incluso con más cuidado que el poder judicial, porque esta importantísima función política de abastecer información se ejercita desde fuera del campo político, hablando en términos estrictos; no hay, o no debería haber, ninguna acción o decisión implícitas.
La realidad es diferente de la totalidad de los hechos y acontecimientos, y es más que ellos, aunque esta totalidad es de cualquier modo imprevisible. El que dice lo que existe --lzˇgein tª ?Õnta-- siempre narra algo, y en esa narración, los hechos particulares pierden su carácter contingente y adquieren cierto significado humanamente captable. Es bien cierto que «todas las penas se pueden sobrellevar si las pones en un cuento o relatas un cuento sobre ellas», como dijo Isak Dinesen, que no sólo fue una de las grandes narradoras de nuestros días sino que también --y era casi única en este aspecto-- sabía lo que estaba haciendo. Podría haber añadido que incluso la alegría y la dicha se vuelven soportables y significativas para los hombres sólo cuando pueden hablar sobre ellas y narrarlas como un cuento. Hasta donde es también un narrador quien dice la verdad factual origina esa «reconciliación con la realidad» que Hegel, el filósofo de la historia par excellence, comprendió como el fin último de todo pensamiento filosófico, y que sin duda, fue el motor secreto de toda la historiografia que trasciende la mera erudición. La metamorfosis de una materia prima de puros acontecimientos que el historiador, como el novelista (una buena novela no es una simple decocción o una pura fantasía), tiene que llevar adelante está muy cerca de la transfiguración que logra el poeta en la disposición o los movimientos del corazón, la transfiguración de la pena en lamento o del júbilo en alabanza. Con Aristóteles, podemos ver que la función política del poeta es la concreción de una catarsis, una limpieza o purga de todas las emociones que podrían apartar al hombre de la acción. La función política del narrador --historiador o novelista-- es enseñar la aceptación de las cosas tal como son. De esta aceptación, que también puede llamarse veracidad, nace la facultad de juzgar por la que, también en palabras de Isak Dinesen, «al fin tendremos el privilegio de ver y volver a ver, y eso es lo que se llama el día del juicio».
No hay duda de que todas esas funciones políticas relevantes se realizan fuera del campo político; exigen falta de compromiso e imparcialidad, una liberación respecto de los intereses propios en el pensamiento y en el juicio. La búsqueda desinteresada de la verdad tiene una larga historia; su origen --algo muy característico-- es previo a todas nuestras tradiciones teóricas y científicas, incluida la de pensamiento filosófico y político. Creo que se puede remontar al momento en que Homero decidió cantar las hazañas de los troyanos tanto como las de los aqueos, y exaltar la gloria de Héctor, el enemigo derrotado, tanto como la gloria de Aquiles, el héroe del pueblo al que el poeta pertenecía. Eso no había ocurrido antes; ninguna otra civilización, por muy espléndida que hubiera sido, fue capaz de mirar con los mismos ojos a amigos y enemigos, a la victoria y a la derrota, que desde Homero no se reconocieron ya como norma última del juicio de los hombres, aunque sean últimas para los destinos de las vidas humanas. La imparcialidad homérica tiene ecos en la historia griega e inspiró al primer gran narrador de la verdad objetiva, que se convirtió en el padre de la historia: Heródoto nos dice en las primeras frases de su relato que lo escribe «para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros... queden sin realce». Aquí está la raíz de la denominada objetividad, esta curiosa pasión, desconocida fuera de la civilización occidental, por la integridad intelectual a cualquier precio. Sin ella jamás habría nacido ninguna ciencia.
Como he tratado de la política desde la perspectiva de la verdad, es decir, desde un punto de vista exterior al campo político, no he mencionado ni siquiera al pasar la grandeza y la dignidad de lo que hay en ella. Hablé como si el de la política no fuera sino un campo de batalla de intereses parciales y conflictivos, donde sólo cuentan el placer y el provecho, el partidismo y el ansia de dominio. En resumen, traté la política como si yo también creyera que todos los asuntos públicos están gobernados por el interés y el poder, que no existiría un campo político si no estuviéramos obligados a atender las necesidades de la vida. La causa de esta deformación es que la verdad de hecho choca con la política sólo en ese nivel inferior de los asuntos humanos, tal como la verdad filosófica de Platón chocaba con la política en el mucho más alto nivel de la opinión y el acuerdo. Desde esta perspectiva, seguimos inconscientes del verdadero contenido de la vida política, de la alegría y la gratificación que nacen de estar en compañía de nuestros iguales, de actuar en conjunto y aparecer en público, de insertarnos en el mundo de palabra y obra, para adquirir y sustentar nuestra identidad personal y para empezar algo nuevo por completo. Sin embargo, lo que aquí quiero demostrar es que, a pesar de su grandeza, toda esta esfera es limitada, que no abarca la totalidad de la existencia del hombre y del mundo. Está limitada por las cosas que los hombres no pueden cambiar según su voluntad. Sólo si respeta sus propias fronteras, ese campo donde tenemos libertad para actuar y para cambiar podrá permanecer intacto, a la vez que conservará su integridad y mantendrá sus promesas. En términos conceptuales, podemos llamar verdad a lo que no logramos cambiar; en términos metafóricos, es el espacio en el que estamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas.
NOTAS
1. Este ensayo nació de la presunta controversia surgida tras la publicación de Eichmann in Jerusalem. Su finalidad es poner en claro dos temas distintos, pero conexos, de los que no tomé conciencia antes y cuya importancia parecía trascender a la ocasión. El primero se refiere a la cuestión de si siempre es legítimo decir la verdad, de si creo sin atenuantes en lo de Fiat veritas, et pereat mundus. El segundo surgió de la enorme cantidad de mentiras que se usaron en la «controversia»: mentiras respecto a lo que yo había escrito, por una parte, y respecto a los hechos sobre los que informaba, por otra. Las siguientes reflexiones procurarán abordar ambos asuntos. También pueden servir como ejemplo de lo que ocurre con un tema muy tópico cuando se lo lleva a la brecha existente entre el pasado y el futuro, que tal vez sea el lugar más adecuado para cualquier reflexión. El lector encontrará una breve consideración preliminar acerca de esa brecha en el Prólogo.
2. Paz eterna, apéndice 1.
3. Cito el Tratado político de Spinoza, porque es notorio que incluso este autor, para quien la libertas philosophandi era el verdadero fin del gobierno, tuvo que adoptar esa posición tan radical.
4. En Leviatán (cap. 46), Hobbes explica que «la desobediencia puede castigarse legítimamente en quienes enseñan contra las leyes incluso filosofia verdadera», porque «el ocio es la madre de la filosofia y la república es la madre de la paz y el ocio». ¿Y no se deduce de esto que la república actuará en bien de la filosofia cuando suprima una verdad que socava la paz? Por tanto, el hombre veraz, para cooperar en una empresa tan necesaria para su propia paz de cuerpo y alma, decide escribir lo que sabe que «es filosofía falsa». Por esto, Hobbes sospechaba de Aristóteles más que de nadie, porque --decía-- «escribía [su filosofía] como algo acorde con la religión [de los griegos] y para reconocerla, por temor al destino de Sócrates». Nunca se le ocurrió a Hobbes que toda esa búsqueda de la verdad sería contraproducente si sus condiciones sólo estaban garantizadas por falsedades intencionales. Entonces, todos podrían resultar tan mentirosos como el Aristóteles de Hobbes. A diferencia de esta invención de la fantasía lógica de Hobbes, el verdadero Aristóteles era lo bastante sensato como para marcharse de Atenas cuando tuvo miedo de correr el mismo destino que Sócrates; no era tan malo como para escribir lo que sabía falso, ni tan estúpido como para resolver el problema de la supervivencia destruyendo todo aquello por lo que luchaba.
5. Ibid., cap. ii.
6. Espero que nadie vuelva a decirme jamás que Platón fue el inventor de la «mentira noble». Esta creencia se basó en una mala interpretación de un pasaje crucial (414c) de La república, donde Platón habla de uno de sus mitos --un «cuento fenicio»-- y lo califica como yeãdos. Como esta palabra puede significar «ficción», «error» y «mentira», de acuerdo con el contexto --cuando Platón quiere distinguir entre error y mentira, el idioma le obliga a hablar de yeãdos «involuntario» y «voluntario»--, se puede interpretar, con Cornford, que el texto quiere decir «osado impulso de invención», o con Eric Voegelin (Order and History: Plato and Aristotle, Universidad del Estado de Luisiana, 1957, vol. 3, p. 106) se puede interpretar como un pasaje de intención satírica; en ningún caso se debe entender como una recomendación de mentir, tal como nosotros entendemos la mentira. Platón era permisivo con respecto a la mentira ocasional destinada a engañar al enemigo o a las personas insensatas; es «útil... bajo la forma de un remedio... reservado a los médicos, mientras que los profanos no deben tocarlos» y el médico de la pólis es el gobernante (389). Pero, en contra de la alegoría de la caverna, en estos pasajes no se plantea ningún principio.
7. Leviatán, conclusión, p. 732.
8. The Federalist, núm. 49.
9. Tratado teológico-político, cap. 20.
10. Véase «What is Enlightenment?» y «Was heisst sich im Denken orientieren?».
11. The Federalist, núm. 49
12. Timeo, 51d-52a.
13. Véase La república, 367. Compárese también Critón, 49d: «Sé que sólo unos pocos hombres sostienen, o sostendrán alguna vez esta opinión. Entre los que lo hacen y los que no, puede haber una discusión común; necesariamente se mirarán unos a otros desdeñando sus distintos intereses».
14. Véase Gorgias, 482, donde Sócrates dice a Calicles, su oponente, que «Calicles mismo, oh Calicles, no estará de acuerdo contigo, sino que disonará de ti durante toda la vida». Después añade: «Es mejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí... y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga». (Trad. J. Calonge Ruiz, Gredos, Madrid, 1983, P. 79.)
15. Para una definición de pensamiento como el diálogo silencioso entre el sujeto y su yo, en especial véase Teeteto 189-190, y El sofista, 263-264. Dentro de esta misma tradición, Aristóteles llama --otro yo-- al amigo con quien mantiene esa especie de diálogo.
16. Ética nicomaquea, libro VI, en especial 1140b9 y 1141b4.
17. Véase el «Draft Preamble to the Virginia Bill Establishing Religious Freedom» («Borrador del preámbulo de la ley de Virginia que establece la libertad religiosa»), de Jefferson.
18. Ésta es la causa de la observación de Nietzsche en «Schopenhauer als Erzieher»: «Ich mache mir aus einem Philosophen gerade so viel, als er imstande ist, ein Beispiel zu geben».
19. En una carta a W. Smith, del 13 de noviembre de 1787.
20. Crítica del juicio, 32 (trad. M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1984).
21. Ibid., 59.
22. En cuanto a Francia, véase el excelente artículo «De Gaulle: Pose and Policy», en la publicación Foreign Affairs de julio de 1965. La cita de Adenauer es de sus Memorias 1945-19S3, Chicago, 1966. p. 89, donde, sin embargo, pone esta idea en la cabeza de los jefes de la ocupación. Pero repitió el concepto muchas veces mientras fue canciller.
23. Partes del archivo están publicadas en Merle Fainsod, Smolensk UnderSoviet Rule, Cambridge, Massachusetts, 1958. Véase p. 374
Hannah Arendt (1906-1975)
Aunque las verdades políticamente más importantes son las verdades de hecho, el conflicto entre verdad y política se planteó y articuló por primera vez con respecto a la verdad política. Lo opuesto de un juicio racionalmente verdadero es el error y la ignorancia, como pasa en las ciencias, o la ilusión y la opinión, como ocurre en la filosofía. La falsedad deliberada, la mentira llana, desempeña su papel sólo en el campo de los juicios objetivos, y se diría significativo, o más bien extraño, que en el largo debate sobre el antagonismo entre verdad y política, desde Platón hasta Hobbes, nadie al parecer jamás creyera que la mentira organizada, tal como la conocemos hoy en día, podría ser un arma adecuada contra la verdad. En Platón, el que dice la verdad pone su vida en peligro, y en Hobbes, que ya lo ha convertido en autor, recibe la amenaza de quemar sus libros; la pura mendacidad no es una salida. El sofista y el ignorante, más que el mentiroso, ocupan el pensamiento de Platón, y cuando establece la distinción entre error y mentira --es decir, entre « yeãdos involuntario y voluntario»--, resulta sintomático que sea mucho más duro con las personas que «se revuelcan en la ignorancia bestial» que con los mentirosos(6). ¿Sería porque la mentira organizada, que domina el campo público, a diferencia de la mentira privada que prueba suerte en su propio dominio, aún no se conocía? También podemos preguntarnos si tiene alguna relación con el hecho asombroso de que, exceptuado el zoroastrismo, ninguna de las grandes religiones incluyera la mentira como tal, distinta de «dar falso testimonio», en su catálogo de pecados graves. Sólo con el surgimiento de la moral puritana, que coincidió con el nacimiento de la ciencia organizada, cuyo progreso debía asegurarse en el terreno firme de la veracidad y credibilidad absolutas de cada científico, las mentiras pasaron a considerarse faltas graves.
Sea como sea, en términos históricos, el conflicto entre verdad y política surgió de dos modos de vida diametralmente opuestos: la vida del filósofo, como la entendieron primero Parménides y después Platón, y la vida de los ciudadanos. A las siempre cambiantes opiniones ciudadanas acerca de los asuntos humanos, que a su vez estaban en un estado de flujo constante, el filósofo opuso la verdad acerca de las cosas que, por su propia naturaleza, eran permanentes, y de las que por tanto se podían derivar los principios adecuados para estabilizar los asuntos humanos. En consecuencia, la antítesis de la verdad era la simple opinión, que se igualaba con la ilusión, y esta mengua de la opinión fue lo que dio al conflicto su intensidad política, porque la opinión y no la verdad está entre los prerrequisitos indispensables de todo poder. «Todos los gobiernos descansan en la opinión», decía James Madison, y ni siquiera el gobernante más autocrático o tirano podría llegar jamás al poder, y menos aún conservarlo, sin el apoyo de quienes tuvieran una mentalidad semejante. Por la misma causa, cuando en la esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya validez no necesita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en las raíces mismas de todas las políticas y de todos los gobiernos. Este antagonismo entre verdad y opinión se ve mejor elaborado en Platón (sobre todo en Gorgias) como el antagonismo entre la comunicación bajo la forma de «diálogo», que es el discurso adecuado para la verdad filosófica, y bajo la forma de «retórica», por la que el demagogo --como diríamos hoy-- persuade a la multitud. En las primeras etapas de la Edad Moderna todavía se pueden encontrar huellas de este conflicto original, pero muy pocas en el mundo en que vivimos. Por ejemplo, en Hobbes todavía hallamos una contraposición de dos «facultades opuestas»: un «razonar sólido» y una «poderosa elocuencia»; el primero está basado «sobre principios de verdad, la otra sobre opiniones... y sobre las pasiones e intereses de hombres que son diferentes y mutables».(7) Más de cien años después, en el Siglo de las Luces, esas huellas no habían desaparecido totalmente y, donde el antiguo antagonismo sobrevive aún, el énfasis se ha desplazado. En términos de filosofía premoderna, la magnífica frase de Lessing --«Sage jeder, was ihm Wahrheit dünkt, und die Wahrheit selbst sei Gott empfohlen» («Deja que cada hombre diga lo que cree que es verdad y deja que la verdad misma quede encomendada a Dios»)-- habría significado llanamente: el hombre no es capaz de la verdad, todas sus verdades, ay, son doxai, meras opiniones; por el contrario, para Lessing significaba: demos gracias a Dios por no conocer la verdad. Incluso cuando está ausente la nota de júbilo --el criterio de que para los hombres, al vivir en compañía, la riqueza inagotable del discurso humano es infinitamente más significativa y de mayor alcance que cualquier Verdad única--, la certeza de la fragilidad de la razón humana prevaleció desde el siglo XVIII sin dar lugar a quejas ni lamentaciones. Lo podemos comprobar en la grandiosa Crítica de la razón pura de Kant, donde la razón se ve llevada a reconocer sus propias limitaciones, como también lo oímos en las palabras de Madison, que más de una vez subrayó que «la razón del hombre, como el hombre mismo, es tímida y cautelosa cuando obra por sí sola, y adquiere firmeza y confianza en proporción al número con que está asociada».(8) Las consideraciones de este tipo, mucho más que nociones acerca del derecho individual a la expresión propia, jugaron un papel decisivo en la lucha, al fin más o menos victoriosa, para obtener libertad de pensamiento para la palabra hablada e impresa.
Spinoza, que aún creía en la infalibilidad de la razón humana y que a menudo recibe equivocadamente el título de campeón de la libertad de palabra y de pensamiento, sostenía que «cada hombre es, por irrevocable derecho natural, dueño de sus propios pensamientos», que «el entendimiento de cada hombre es suyo y las mentes son distintas como los paladares», de lo que concluía que «es mejor garantizar lo que no se puede anular» y que las leyes que prohíben el libre pensamiento sólo pueden desembocar en la existencia de «hombres que piensen una cosa y digan otra» y, por consiguiente, en «la corrupción de la buena fe» y en «el fomento de... la perfidia». Sin embargo, Spinoza nunca exige libertad de palabra, y el argumento de que la razón humana necesita comunicarse con los demás y, por tanto, ser pública en bien de su propia integridad brilla por su ausencia. Incluso clasifica la necesidad de comunicación del hombre, su incapacidad para ocultar sus pensamientos y callar, entre los «errores comunes» que el filósofo no comparte.(9) Por el contrario, Kant afirmaba que «el poder externo que priva al hombre de la libertad para comunicar sus pensamientos en público lo priva a la vez de su libertad para pensar» (la cursiva es mía), y que la única garantía para «la corrección» de nuestro pensamiento está en que «pensamos, por así decirlo, en comunidad con otros a los que comunicamos nuestros pensamientos así como ellos nos comunican los suyos». La razón humana, por ser falible, sólo puede funcionar si el hombre puede hacer «uso público» de ella, y esto también es verdad en el caso de quienes, aun en un estado de «tutelaje», son incapaces de usar sus mentes «sin la guía de alguien más», y para el «estudioso», que necesita de «todo el público lector» para examinar y controlar sus resultados.(10)
En este contexto, la cuestión del número mencionada por Madison tiene especial importancia. El desplazamiento desde la verdad racional hacia la opinión implica un paso del hombre en singular hacia los hombres en plural, lo que a su vez implica un cambio desde un campo en el que, dice Madison, nada cuenta excepto el «razonamiento sólido» de una mente, hacia un ámbito donde la «fuerza de la opinión» se determina por la confianza individual en «el número de los que, supone el sujeto, tienen las mismas opiniones», número que, dicho sea al pasar, no está necesariamente limitado a las personas contemporáneas. Madison distinguía aún esta vida en plural, que es la vida del ciudadano, de la vida del filósofo, por la que esas consideraciones «debían ser desechadas», pero esta distinción no tiene una consecuencia práctica, porque «una nación de filósofos es tan poco probable como la raza filosófica real que quería Platón».(11) Dicho sea de paso, se puede señalar que la idea misma de «una nación de filósofos» habría sido una contradicción en los términos para Platón, cuya filosofía política entera, incluidos sus abiertos rasgos tiránicos, se funda en la convicción de que la verdad no se puede obtener ni comunicar entre los integrantes de la mayoría.
En el mundo en que vivimos, las últimas huellas de este antiguo antagonismo entre la verdad del filósofo y las opiniones de la calle ya han desaparecido. Ni la verdad de la religión revelada, que los pensadores del siglo XVII aún tomaban como una molestia mayor, ni la verdad del filósofo, desvelada al hombre en su soledad, interfieren ya en los asuntos del mundo. Con respecto a la primera, la separación de Iglesia y Estado nos dio paz, y con respecto a la segunda, hace tiempo que dejó de reclamar su dominio, a menos que nos tomemos con seriedad las modernas ideologías como filosofías, lo que es bien difícil, ya que sus adherentes hacen declaraciones abiertas de que se trata de armas políticas y consideran irrelevante el tema de la verdad y la veracidad. Si pensamos en términos de la tradición, podríamos sentirnos autorizados a concluir de este estado de cosas que ya se ha zanjado el antiguo conflicto, y en particular que ha desaparecido su causa originaria, el choque de la verdad racional con la opinión.
Sin embargo, por extraño que resulte, no es éste el caso, porque el choque entre la verdad factual y la política, que se produce hoy en tan gran escala, tiene al menos en algunos aspectos rasgos muy similares. Mientras que probablemente ninguna época anterior toleró tantas opiniones diversas en asuntos religiosos o filosóficos, la verdad de hecho, si se opone al provecho o al placer de un grupo determinado, se saluda hoy con una hostilidad mayor que nunca. Ya se sabe que siempre existieron los secretos de Estado; todos los gobiernos deben clasificar cierta información, no transmitirla al público, y el que revelaba secretos siempre fue tratado como un traidor. Este tema no tiene que ver con mi exposición. Los hechos que tengo en mente son de público conocimiento, y no obstante la misma gente que los conoce puede situar en un terreno tabú su discusión pública y, con éxito y a menudo con espontaneidad, convertirlos en lo que no son, en secretos. Que después se pruebe que su aseveración se considera tan peligrosa como, por ejemplo, se consideró la prédica del ateísmo o alguna otra herejía, parece ser un fenómeno curioso, y su significado se ahonda cuando lo encontramos también en países que soportan el dominio tiránico de un gobierno ideológico. (Incluso en la Alemania de Hitler y en la Rusia de Stalin era más peligroso hablar de campos de concentración y de exterminio, cuya existencia no era un secreto, que sostener y aplicar puntos de vista «heréticos» sobre antisemitismo, racismo y comunismo.) Se diría que es aún más inquietante el de que, en la medida en que las verdades factuales incómodas se toleran en los países libres, a menudo, en forma consciente o inconsciente se las transforma en opiniones, como si el apoyo que tuvo Hitler, la caída de Francia ante el ejército alemán en 1940 o la política del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial no fueran hechos históricos sino una cuestión de opiniones. En vista de que esas verdades de hecho se refieren a asuntos de importancia política inmediata, lo que aquí está en juego es algo más que la quizá inevitable tensión entre dos formas de vida dentro del marco de una realidad común y comúnmente reconocida. Lo que aquí se juega es la propia realidad común y objetiva y éste es un problema político de primer orden, sin duda. En vista de que la verdad de hecho, aunque mucho menos abierta a la discusión que la verdad filosófica, y con entera evidencia al alcance de todos, a menudo parece estar sujeta a un destino similar cuando se expone en la calle --es decir, a que se la combata no con mentiras ni falsedades deliberadas, sino con opiniones--, podría ser útil mientras tanto reabrir el antiguo y al parecer obsoleto tema de verdad frente a opinión.
Considerada desde el punto de vista del que dice la verdad, la tendencia a transformar el hecho en opinión, a desdibujar la línea divisoria entre ambos, no es menos desconcertante que el antiguo dilema del hombre veraz, tan bien expresado en la alegoría de la caverna, cuando el filósofo, a su regreso del solitario viaje al cielo de las ideas perdurables, procura comunicar su verdad a la multitud, con el resultado de verla desaparecer en la diversidad de puntos de vista, que para él son ilusiones, y caer hasta el espacio incierto de la opinión, de modo que en ese instante, cuando está otra vez en la caverna, la verdad misma se muestra en la formulación del dokeZˇ moi («me parece»), las dÕxai mismas que había esperado dejar detrás de una vez para siempre. Sin embargo, el narrador de la verdad de hecho está en peor situación. No vuelve de ningún viaje a regiones que estén más allá del campo de los asuntos humanos ni puede consolarse con la idea de que se ha convertido en un forastero en este mundo. De una manera similar, no tenemos derecho a consolarnos con la idea de que la verdad de esa persona, si es verdad, no es de este mundo. Si no se aceptan los simples juicios objetivos de esa persona --verdades vistas y presenciadas con los ojos del cuerpo y no con los de la mente--, surge la sospecha de que puede estar en la naturaleza del campo político negar o tergiversar cualquier clase de verdad, como si los hombres fueran incapaces de llegar a un acuerdo con la pertinacia inconmovible, evidente y firme de esa verdad. Si éste fuera el caso, las cosas serían aún más desesperadas de lo que Platón decía, porque la verdad de Platón, hallada y actualizada en soledad, por definición trasciende al campo de la mayoría, al mundo de los asuntos humanos. (Se puede entender que el filósofo, en su aislamiento, ceda a la tentación de usar su verdad como una norma que se ha de imponer en los asuntos humanos, es decir, para igualar la trascendencia inherente de la verdad filosófica con la muy distinta clase de «trascendencia» por la que los metros y otros patrones de medida se separan de la multitud de objetos que deben medir, y también podemos entender que la mayoría se resista a esa norma, ya que en realidad se deriva de un espacio que es ajeno al campo de los asuntos humanos y cuya conexión con él sólo se justifica por una confusión.) La verdad filosófica, cuando entra en la calle, cambia su naturaleza y se convierte en opinión, porque se ha producido una verdadera met§basij e‡j allo gzˇnoj, no sólo un paso de un tipo de razonamiento a otro sino de un modo de existencia humana a otro.
Por el contrario, la verdad de hecho siempre está relacionada con otras personas: se refiere a acontecimientos y circunstancias en las que son muchos los implicados; se establece por testimonio directo y depende de declaraciones; sólo existe cuando se habla de ella, aunque se produzca en el campo privado. Es política por naturaleza. Los hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos entre sí; pertenecen al mismo campo. Los hechos dan origen a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y ser legítimas mientras respeten la verdad factual. La libertad de opinión es una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos. En otras palabras, la verdad factual configura al pensamiento político tal como la verdad de razón configura a la especulación filosófica.
Pero ¿existen hechos independientes de la opinión y de la interpretación? ¿Acaso generaciones enteras de historiadores y filósofos de la historia no han demostrado la imposibilidad de establecer hechos sin una interpretación, ya que en primer lugar hay que rescatarlos de un puro caos de acontecimientos (y los principios de elección no son los datos objetivos) y después hay que ordenarlos en un relato que se puede transmitir sólo dentro de cierta perspectiva, que no tiene nada que ver con los sucesos originales? Sin duda, éstas y muchas otras incertidumbres de las ciencias históricas son reales, pero no constituyen una argumentación contra la existencia de la cuestión objetiva ni pueden servir para justificar que se borren las líneas divisorias entre hecho, opinión e interpretación, o como una excusa para que el historiador manipule los hechos como le plazca. Aun si admitimos que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, sólo le reconocemos el derecho a acomodar los acontecimientos según su propia perspectiva, pero no el de alterar la materia objetiva misma. Para ilustrar este asunto, y como una excusa para no seguir por más tiempo con él, recordemos que, durante los años veinte, cuenta la historia, poco antes de morir, Clemenceau mantenía una conversación amistosa con un representante de la República de Weimar sobre el problema de quién había sido el culpable del estallido de la Primera Guerra Mundial. «¿En su opinión, qué pensarán los futuros historiadores acerca de este asunto tan engorroso y controvertido?», preguntaron a Clemenceau, quien respondió: «Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica invadió Alemania». Aquí nos interesan los datos rudamente elementales de esa clase, cuya esencia indestructible sería evidente aun para los más extremados y sofisticados creyentes del historicismo.
Es verdad que se necesitaría mucho más que los gemidos de los historiadores para eliminar de las crónicas el hecho de que en la noche del 4 de agosto de 1914 las tropas alemanas cruzaron la frontera belga: se necesitaría nada menos que el monopolio del poder en todo el mundo civilizado. Pero ese monopolio del poder está lejos de ser inconcebible, y no es difícil imaginar cuál sería eldestino de la verdad de hecho si los intereses del poder, nacionales o sociales, tuvieran la última palabra en estos temas. Lo que nos lleva otra vez a la sospecha de que puede ser propio de la naturaleza del campo político estar en guerra con la verdad en todas sus formas; por consiguiente, volvemos a la pregunta del motivo por el que incluso un compromiso con la verdad de hecho se siente como una actitud antipolítica.
3
Cuando se dice que la verdad de hecho o factual, como antítesis de la racional, no es antagonista de la opinión, se formula una verdad a medias. Todas las verdades --no sólo las distintas clases de verdad de razón sino también la de hecho-- se contraponen a la opinión en su modo de afirmar la validez. La verdad implica un elemento de coacción, y las tendencias a menudo tiránicas, tan lamentablemente visibles entre los profesionales veraces se pueden generar en la tensión de vivir habitualmente bajo alguna clase de compulsión, más que en un fallo de carácter. Juicios como «la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos», «la tierra se mueve alrededor del sol», «es mejor sufrir un daño que hacerlo», «en agosto de 1914 Alemania invadió Bélgica» son muy distintos por la forma en que se llegó a ellos, pero una vez considerados verdaderos y reconocidos como tales, comparten el hecho de estar más allá del acuerdo, la discusión, la opinión o el consenso. Para quienes los aceptan, esos juicios no varían según el gran o escaso número de los que sustentan la misma tesis; la persuasión o la disuasión son inútiles, porque el contenido del juicio no es de naturaleza persuasiva sino coactiva. (Así es como Platón, en Timeo, traza una línea entre los hombres capaces de percibir la verdad y los que mantienen opiniones rígidas. Entre los primeros, el órgano que percibe la verdad [noèj] se activa a través de la instrucción, cosa que, por supuesto, implica desigualdad y de la que se puede decir que es una forma suave de coacción; los segundos deben ser sólo persuadidos. Los puntos de vista de los primeros, dice Platón, son inamovibles, en tanto que siempre se puede persuadir a los segundos de que cambien sus criterios.)(12) Lo que cierta vez señaló Mercier de la Riviére acerca de la verdad matemática se aplica a todo tipo de verdad: «Euclide est un véritable despote; et les vérités géométriques qu'il nous a transmises, sont des lois véritablement despotiques» («Euclides es un verdadero déspota, y las verdades geométricas que nos transmitió son leyes verdaderamente despóticas»). Dentro de la misma actitud, unos cien años antes, Van Groot --para limitar el poder del príncipe absoluto-- había insistido en que «ni siquiera Dios puede lograr que dos más dos no hagan cuatro». Con esa frase no quería subrayar la limitación implícita de la omnipotencia divina, sino que invocaba la fuerza coactiva de la verdad frente al poder político. Estas dos observaciones ilustran el aspecto que ofrece la verdad en la perspectiva política pura, desde el punto de vista del poder, y la pregunta es si el poder podría y debería controlarse no sólo mediante una constitución, una carta de derechos y diversos poderes, como en el sistema de controles y balances, en el que, según decía Montesquieu, «le pouvoir arréte le pouvoir» («el poder detiene al poder») --es decir, mediante factores que surgen del campo político estricto y pertenecen a él--, sino también mediante algo que viene de fuera, que tiene su fuente en un lugar que no es el campo político y que es tan independiente de los deseos y anhelos de la gente como lo es la voluntad del peor de los tiranos.
Vista con la perspectiva de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian, porque con razón temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar, y no le otorgan demasiada estima los gobiernos que se basan en el consenso y rechazan la coacción. Los hechos están más allá de acuerdos y consensos, y todo lo que se diga sobre ellos --todos los intercambios de opinión fundados en informaciones correctas-- no servirá para establecerlos. Se puede discutir, rechazar o adoptar una opinión inoportuna, pero los hechos inoportunos son de una tozudez irritante que nada puede conmover, exceptuadas las mentiras lisas y llanas. El problema es que la verdad de hecho, como cualquier otra verdad, exige un reconocimiento perentorio y evita el debate, y el debate es la esencia misma de la vida política. Los modos de pensamiento y de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la perspectiva política, son avasalladores de necesidad: no toman en cuenta las opiniones de otras personas, cuando el tomarlas en cuenta es la característica de todo pensamiento estrictamente político.
El pensamiento político es representativo; me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento. Este proceso de representación no implica adoptar ciegamente los puntos de vista reales de los que sustentan otros criterios y, por tanto, miran hacia el mundo desde una perspectiva diferente; no se trata de empatía, como si yo intentara ser o sentir como alguna otra persona, ni de contar cabezas y unirse a la mayoría, sino de ser y pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad no soy. Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo presentes cuando estoy valorando determinado asunto, y cuanto mejor pueda imaginarme cómo sentiría y pensaría si estuviera en lugar de otros, tanto más fuerte será mi capacidad de pensamiento representativo y más válidas mis conclusiones, mi opinión. (Esta capacidad de «mentalidad amplia» es la que permite que los hombres juzguen; como tal la descubrió Kant en la primera parte de su Crítica del juicio, aunque él no reconoció las implicaciones políticas y morales de su descubrimiento.) El proceso mismo de formación de la opinión está determinado por aquellos en cuyo lugar alguien piensa usando su propia mente, y la única condición para aplicar la imaginación de este modo es el desinterés, el hecho de estar libre de los propios intereses privados.
Por consiguiente, si evito toda compañía o estoy completamente aislada mientras me formo una opinión, no estoy conmigo misma, sin más, en la soledad del pensamiento filosófico; en realidad sigo en este mundo de interdependencia universal, donde puedo convertirme en representante de todos los demás. Por supuesto, puedo negarme a obrar así y hacerme una opinión que considere sólo mis propios intereses, o los intereses del grupo al que pertenezco. Sin duda, incluso entre personas muy cultivadas, lo más habitual es la obstinación ciega, que se hace evidente en la falta de imaginación y en la incapacidad de juzgar. Pero la calidad misma de una opinión, como la de un juicio, depende de su grado de imparcialidad.
Ninguna opinión es evidente por sí misma. En cuestiones de opinión, pero no en cuestiones de verdad, nuestro pensamiento es genuinamente discursivo, va de un lado a otro, de un lugar del mundo a otro, por así decirlo, a través de toda clase de puntos de vista antagónicos, hasta que por fin se eleva desde esas particularidades hacia alguna generalidad imparcial. Comparado con este proceso, en el que un asunto particular se lleva a campo abierto para que se pueda verlo en todos sus aspectos, en todas las perspectivas posibles, hasta que la luz plena de la comprensión humana lo inunda y lo hace transparente, un juicio de verdad tiene una opacidad peculiar. La verdad de razón ilumina el entendimiento humano y la verdad de hecho debe configurar opiniones, pero estas verdades nunca son oscuras aunque tampoco son transparentes, y está en su naturaleza misma la capacidad de soportar una dilucidación posterior, así como en la naturaleza de la luz está que soporte el esclarecimiento.
Además, en ningún otro punto esa opacidad es más evidente ni más irritante que cuando nos enfrentamos con los hechos y con la verdad de hecho, porque no hay ninguna razón concluyente para que los hechos sean lo que son; siempre pueden ser diversos y esta molesta contingencia es literalmente ilimitada. A causa de la accidentalidad de los hechos, la filosofía premoderna se negó a tomar en serio el campo de los asuntos humanos, impregnado por el carácter factual, o a creer que cualquier verdad significativa se podría descubrir alguna vez en la «accidentalidad melancólica» (Kant) de una secuencia de los hechos que constituyen el curso de este mundo. Ninguna filosofía de la historia moderna consiguió hacer las paces con la tozudez intratable e irracional de la pura factualidad; los filósofos modernos idearon todas las clases de necesidad, desde la dialéctica de un mundo del espíritu o de las condiciones materiales hasta las necesidades de una naturaleza humana presuntamente invariable y conocida, para que los últimos vestigios del al parecer arbitrario «podría haber sido de otra manera» (que es el precio de la libertad) desaparezcan del único campo en que los hombres son libres de verdad. Es cierto que mirando hacia atrás --o sea, con perspectiva histórica-- cada secuencia de acontecimientos se ve como si las cosas no pudieran haber sido de otro modo, pero eso es una ilusión óptica, o más bien existencial: nada podría ocurrir si la realidad, por definición, no destruyera todas las demás potencialidades inherentes, en su origen, a toda situación dada.
En otras palabras, la verdad de hecho no es más evidente que la opinión, y esto ha de estar entre las razones por las que quienes sustentan opiniones encuentran relativamente fácil desacreditar esta verdad como si se tratara de una opinión más. Por otra parte, la evidencia factual se establece mediante el testimonio de testigos presenciales --sin duda poco fiables-- y por registros, documentos y monumentos, todos los cuales pueden ser el resultado de alguna falsificación. En el caso de una disputa, sólo se puede invocar a otros testigos, pero no a una tercera y más alta instancia, y a la conciliación en general se llega por vía mayoritaria, es decir, tal como en la conciliación de disputas de opinión, un procedimiento por entero insatisfactorio, ya que no hay nada que evite que una mayoría de testigos lo sea de testigos falsos. Por el contrario, bajo ciertas circunstancias, el sentimiento de pertenencia a una mayoría puede incluso propiciar el falso testimonio. En otras palabras, en la medida en que la verdad de hecho está expuesta a la hostilidad de los que sustentan la opinión, es al menos tan vulnerable como la verdad filosófica racional.
Antes observé que el que dice la verdad de hecho está, en algunos aspectos, en peores condiciones que el filósofo de Platón, y que su verdad no tiene origen trascendente y ni siquiera posee las cualidades relativamente trascendentes de principios políticos como la libertad, la justicia, el honor y el valor, todos los cuales pueden inspirar la acción humana y manifestarse en ella. Ahora veremos que esta desventaja tiene consecuencias más serias que las pensadas anteriormente, consecuencias que se refieren no sólo a la persona del hombre veraz sino también --y esto es más importante-- a las posibilidades de que su verdad sobreviva. La inspiración y la manifestación de las acciones humanas pueden no ser adecuadas para competir con la evidencia apremiante de la verdad, pero en cambio sí lo son, como veremos, para competir con la persuasividad inherente a la opinión. Cité antes la frase socrática «es mejor sufrir un daño que hacerlo» como ejemplo de un juicio filosófico que concierne a la conducta humana y, por consiguiente, que tiene implicaciones políticas. Lo hice en parte porque esta sentencia se ha convertido en el principio del pensamiento ético occidental, y en parte porque, hasta donde tengo noticias, siguió siendo la única proposición ética que se puede derivar directamente de la experiencia filosófica específica. (El imperativo categórico de Kant, el único competidor en este campo, se puede despojar de sus ingredientes judeocristianos, que fundamentan su formulación como un imperativo en lugar de una mera proposición. Su principio básico es el axioma de la no contradicción --el ladrón se contradice porque quiere guardar como propiedad suya los bienes que roba--, y este axioma debe su validez a las condiciones de pensamiento que Sócrates fue el primero en descubrir.)
Los diálogos platónicos nos dicen una y otra vez que el juicio de Sócrates (una proposición, no un imperativo) sonaba a paradoja, que con facilidad era refutado en la calle, donde una opinión se opone a otra opinión, y que Sócrates era incapaz de probar y demostrar su validez no sólo ante sus adversarios, sino también ante sus amigos y discípulos. (El más fuerte de estos pasajes se encuentra en el principio de La república(13). Después de un vano intento de convencer a su antagonista Trasímaco de que la justicia es mejor que la injusticia, Glaucón y Adimanto, discípulos de Sócrates, dicen a su maestro que su argumento no había sido convincente. El maestro admira la argumentación de los jóvenes: «Sin duda habéis experimentado algo divino para que no os hayáis persuadido de que la injusticia es mejor que la justicia, cuando sois capaces de hablar de tal modo en favor de esas tesis». En otras palabras, estaban convencidos antes de que empezara la discusión, y todo lo que se había dicho para apoyar la verdad de la proposición no sólo no había conseguido persuadir a los no convencidos sino que ni siquiera había tenido la fuerza necesaria para reforzar sus convicciones.) Encontramos en los diálogos platónicos todo lo que se pueda decir en esta defensa. El argumento principal es el de que para el hombre, que es uno, es mejor estar en conflicto con todo el mundo que estar en conflicto y en contradicción consigo mismo(14), un argumento que tiene mucha fuerza para el filósofo, cuyo pensamiento caracteriza Platón como un silencioso diálogo consigo mismo y cuya existencia, por consiguiente, depende de un intercambio constantemente articulado consigo mismo de una partición-en-dos de la unidad que, de todos modos, él es, porque una contradicción básica entre los dos interlocutores que sostienen el diálogo reflexivo destruiría las condiciones mismas de la actividad filosófica(15). En otras palabras, como el hombre lleva dentro un interlocutor del que nunca podrá liberarse, lo mejor que puede ocurrirle es no vivir en compañía de un asesino o de un falsario. Además, ya que el pensamiento es el diálogo callado que se produce entre el sujeto y su yo, hay que tener el cuidado de mantener intacta la integridad de ese compañero, porque en caso contrario se pierde por completo la capacidad de pensar.
Para el filósofo --o más bien para el hombre en la medida en que es un ser pensante--, esta proposición ética sobre hacer y sufrir el mal no es menos cierta que la verdad matemática. Pero para el hombre como ciudadano, como ser que obra comprometido con el mundo y la prosperidad pública más que con su propio bienestar --incluida, por ejemplo, su «alma inmortal», cuya «salud» debería estar por encima de las necesidades de un cuerpo mortal--, el juicio socrático no es verdadero. Muchas veces se señalaron las desastrosas consecuencias que para cualquier grupo tendría el hecho de empezar a seguir, con toda seriedad, los preceptos éticos derivados del hombre en singular, ya sean socráticos, platónicos o cristianos. Mucho antes de que Maquiavelo recomendara proteger el campo político de los principios puros de la fe cristiana (los que se niegan a hacer el mal permiten a los malvados «hacer todo el mal que quieran»), Aristóteles advertía en contra de permitir que los filósofos tuvieran cualquier intervención en asuntos políticos. (A los hombres que por motivos profesionales han de preocuparse tan poco por «lo que es bueno para ellos mismos», no se les puede confiar lo que es bueno para los demás, y menos que nada el «bien común», el interés terreno de la comunidad.(16)
La verdad filosófica se refiere al hombre en su singularidad y, por tanto, es apolítica por naturaleza. Si, no obstante, el filósofo quiere que su verdad prevalezca ante las opiniones de la mayoría, sufrirá una derrota y tal vez de ella deduzca que la verdad es impotente, una perogrullada que equivale a que un matemático, incapaz de cuadrar el círculo, se quejase de que el círculo no sea un cuadrado. Podría sentirse tentado, como Platón, de hacerse oír por algún tirano con inclinaciones filosóficas, y en el afortunado y muy poco probable caso de que tuviera éxito, podría fundar una de esas tiranías de la «verdad» que conocemos en especial a través de las diversas utopías políticas y que, por supuesto, en términos políticos son tan tiránicas como las otras formas de despotismo. En el apenas menos improbable caso de que su verdad se impusiera sin el auxilio de la violencia, simplemente porque los hombres están de acuerdo con ella, la suya sería una victoria pírrica. En tal caso, la verdad debería su predominio no a su propia fuerza sino al acuerdo de la mayoría, que podría cambiar de parecer al día siguiente y sostener alguna otra cosa: lo que fuera verdad filosófica se convertiría en mera opinión.
Sin embargo, como la verdad filosófica lleva en sí un elemento coactivo, puede tentar al hombre de Estado en ciertas condiciones, tanto como el poder de la opinión puede tentar al filósofo. Por ejemplo, en la Declaración de la Independencia, Jefferson decía que ciertas «verdades son evidentes por sí mismas», porque quería poner el acuerdo básico entre los hombres de la Revolución más allá de toda disputa y discusión; como axiomas matemáticos, debían expresar las «creencias de los hombres» que «dependen no de su propia voluntad, sino que siguen involuntariamente las evidencias propuestas a su entendimiento»(17). Con todo, al decir «consideramos que estas verdades son evidentes por sí mismas», aunque no fuera totalmente consciente de ello, concedía que el juicio «todos los hombres fueron creados como iguales» no es evidente por sí mismo sino que necesita del acuerdo y del consenso, admitía que la igualdad, para tener importancia en el campo político, no es «la verdad» sino una cuestión de opiniones. De otra parte, existen juicios filosóficos o religiosos que corresponden a esta opinión --como el que dice que todos los hombres son iguales ante Dios, ante la muerte o en la medida en que pertenecen a la misma especie de animal rationale--, pero ninguno de ellos tuvo jamás ninguna consecuencia política o práctica, porque el elemento nivelador, ya sea Dios, la muerte o la naturaleza, trasciende y está fuera del campo en que se produce la relación humana. Esas «verdades» no están entre los hombres sino por encima de ellos y ninguna de esas cosas está detrás de la moderna o antigua aceptación de la verdad, sobre todo de la de los griegos. Que todos los hombres hayan sido creados iguales, no es evidente por sí mismo ni se puede probar. Lo creemos porque la libertad sólo es posible entre iguales, y creemos que las alegrías y gratificaciones de la libre compañía han de preferirse a los placeres dudosos del dominio. Estas preferencias tienen la máxima importancia política, y aparte de ellas hay pocas cosas por las que los hombres se diferencien más profundamente entre sí. Su calidad humana, estaríamos tentados de decir, y sin duda la calidad de todo tipo de relación entre ellos, depende de esas elecciones. No obstante, se trata de una cuestión de opiniones y no de la verdad, como admitió Jefferson, muy en contra de su voluntad. Su validez depende del acuerdo y consenso libre; se llega a ellos a través del pensamiento discursivo, representativo, y se comunican a través de la persuasión y la disuasión.
La proposición socrática «es mejor padecer el mal que hacerlo» no es una opinión sino que pretende ser una verdad, y aunque se pueda dudar de que alguna vez haya tenido una consecuencia política directa, es innegable su impacto en la conducta práctica como precepto ético; sólo disfrutan de un reconocimiento mayor las normas religiosas, que son absolutamente vinculantes para la comunidad de creyentes. ¿Este hecho no entra en clara contradicción con la generalmente aceptada impotencia de la verdad filosófica? Y, en vista de que sabemos por los diálogos platónicos qué poco persuasivo resultaba el juicio de Sócrates para amigos y enemigos por igual cuando el maestro trataba de probar su validez, debemos preguntarnos cómo pudo obtener su alto grado de aceptación. Es evidente que se habrá debido a un tipo de persuasión poco habitual; Sócrates decidió apostar su vida por esa verdad, por ejemplo no cuando se presentó ante el tribunal ateniense sino cuando se negó a evitar la sentencia de muerte. Y esta enseñanza mediante el ejemplo es, sin duda, la única forma de «persuasión» de la que es capaz la verdad filosófica sin caer en la perversión o la distorsión(18); por la misma causa, la verdad filosófica puede convertirse en «práctica» e inspirar la acción sin violar las normas del ámbito político sólo cuando consigue hacerse manifiesta a la manera de un ejemplo: es la única oportunidad que un principio ético tiene de ser verificado y confirmado. Por ejemplo, para verificar la idea de valor podemos recordar el comportamiento de Aquiles y para verificar la idea de bondad nos inclinamos a pensar en Jesús de Nazareth o en san Francisco; estos ejemplos enseñan o persuaden por inspiración, de modo que cada vez que tratamos de cumplir un acto de valor o de bondad, es como si imitáramos a alguien, imitatio Christi o de quien sea. A menudo se señala que, como decía Jefferson, «un sentido vívido y duradero del deber filial se imprime con mayor eficacia en la mente de un hijo o una hija tras la lectura de El rey Lear que por la de todos los secos libros que sobre la ética y la divinidad se hayan escrito»(19), y que, como decía Kant, «los preceptos generales aprendidos de sacerdotes o de filósofos, o incluso tomados de los propios recursos, nunca son tan eficaces como un ejemplo de virtud o santidad»(20). La razón, como lo explica Kant, es que siempre necesitamos «intuiciones... para verificar la realidad de nuestros conceptos». «Si son puros conceptos del entendimiento», como el concepto de triángulo, «las intuiciones reciben el nombre de esquemas», como el triángulo ideal, percibido sólo por los ojos de la mente y no obstante indispensable para reconocer todos los triángulos reales; sin embargo, si los conceptos son prácticos, referidos a la conducta, «las intuiciones se llaman ejemplos»(21). Y, a diferencia de los esquemas, que nuestra mente produce por sí misma gracias a la imaginación, estos ejemplos se derivan de la historia y de la poesía, a través de las cuales --como señalara Jefferson-- «se abre para nuestro uso un campo de imaginación» completamente distinto.
Esta transformación de un juicio teórico o especulativo en verdad ejemplar --una transformación de la que sólo es capaz la filosofía moral-- es una experiencia límite para el filósofo: al establecer un ejemplo y «persuadir» a la gente de la única forma en que puede hacerlo, empieza a actuar. Hoy, cuando casi ningún juicio filosófico, por atrevido que sea, se tomará lo bastante en serio como para que ponga en peligro la vida del filósofo, aun esta rara oportunidad de confirmar en lo político una verdad filosófica ha desaparecido. Sin embargo, en nuestro contexto es importante tener en cuenta que tal posibilidad existe para el que dice la verdad de razón, pero no existe en ninguna circunstancia para el que dice la verdad factual que en éste, como en otros temas, está en peor situación que antes. No sólo los juicios objetivos no contienen principios por los cuales los hombres puedan actuar, y que por consiguiente resulten manifiestos en el mundo; su contenido mismo se resiste a este tipo de verificación. Alguien que dice la verdad de hecho, en el improbable caso de que quisiera apostar su vida por un acontecimiento particular, cometería una especie de error. Lo que quedaría manifiesto en su acción sería su valor o quizá su tozudez, pero no la verdad de lo que tenía que decir ni tampoco su propia credibilidad. ¿Por qué un mentiroso no iba a sostener sus mentiras con gran valor, sobre todo en política, donde puede estar motivado por el patriotismo o por otra clase de legítima parcialidad de grupo?
4
Lo que define a la verdad de hecho es que su opuesto no es el error ni la ilusión ni la opinión, elementos que no se reflejan en la veracidad personal, sino la falsedad deliberada o mentira. Claro está que el error es posible, e incluso común, con respecto a la verdad de hecho, en cuyo caso este tipo de verdad no se diferencia de la verdad científica o de razón. Pero la cuestión es que, con respecto a los hechos, existe otra alternativa, la falsedad deliberada, que no pertenece a la misma especie de las proposiciones que, acertadas o equivocadas, no pretenden más que decir qué es una cosa para el sujeto o cómo se muestra esa cosa a él.
Un juicio objetivo --Alemania invadió Bélgica en agosto de 1914-- adquiere implicaciones políticas sólo si se pone en un contexto interpretativo. Pero la proposición opuesta, esa que Clemenceau, aún poco familiarizado con el arte de volver a escribir la historia, consideraba absurda, no necesita contexto para tener significado político. Con toda claridad, se trata de un intento de cambiar la crónica y como tal es una forma de acción. Otro tanto ocurre cuando el falsario, que no puede hacer que su mentira se imponga, no insiste en la verdad evangélica de su juicio y pretende que se trata de su «opinión», que reivindica basándose en su derecho constitucional. Con frecuencia hacen esto los grupos subversivos, y en un público políticamente inmaduro, la confusión resultante puede ser considerable. La atenuación de la línea divisoria entre la verdad de hecho y la opinión es una de las muchas formas que puede asumir la mentira, todas ellas formas de acción.
Mientras el embustero es un hombre de acción, el veraz, ya diga verdades de razón o de hecho, no lo es de ningún modo. Si el que dice verdades de hecho quiere desempeñar un papel político y por tanto ser persuasivo, en la mayoría de los casos tendrá que extenderse considerablemente para explicar por qué su particular verdad es la mejor para los intereses de determinado grupo. Así como el filósofo obtiene una victoria pírrica cuando su verdad se vuelve dominante en los medios de opinión, el que dice la verdad factual, cuando entra en el campo político y se identifica con algún interés parcial y con alguna formación de poder, compromete la única cualidad que podría hacer que su verdad fuera plausible: su veracidad, garantizada por la imparcialidad, la integridad, la independencia. Es difícil que haya una figura política más capaz de despertar sospechas justificadas que la del veraz de profesión que ha descubierto alguna feliz coincidencia entre la verdad y el interés. El embustero, por el contrario, no necesita de tan dudosa acomodación para aparecer en la escena política; tiene la gran ventaja de que siempre está, por así decirlo, en medio de ella; es actor por naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean distintas de lo que son, es decir, quiere cambiar el mundo. Toma ventaja de la innegable afinidad de nuestra capacidad para la acción, para cambiar la realidad, con esa misteriosa facultad nuestra que nos permite decir «brilla el sol» cuando está lloviendo a cántaros. Si en nuestro comportamiento estuviéramos tan completamente condicionados como algunas filosofías hubiesen querido que estuviéramos, jamás habríamos podido concretar ese pequeño milagro. En otras palabras, nuestra habilidad para mentir --pero no necesariamente nuestra habilidad para ser veraces-- es uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la libertad humana. Podemos cambiar las circunstancias en que vivimos porque tenemos una relativa libertad respecto de ellas, y de esta libertad se abusa y a ella se pervierte con la mendacidad. Si es tentación poco menos que irresistible para el historiador profesional caer en la trampa de la necesidad y negar de forma implícita la libertad de acción, también es casi igualmente irresistible la tentación que el político profesional siente por sobrestimar las posibilidades de esa libertad y tolerar de forma implícita la falsa negación o la distorsión de los hechos.
Sin duda, en lo que respecta a la acción, la mentira organizada es un fenómeno marginal, pero el problema es que su antítesis, el mero relato de los hechos, no conduce a ninguna acción: en circunstancias normales, se decanta por la aceptación de las cosas tal como son. (Esto, desde luego, no implica rechazar que de la divulgación de los hechos puedan hacer un uso legítimo las organizaciones políticas o que, en ciertas circunstancias, los asuntos objetivos llevados a la atención pública puedan propiciar y reforzar no poco las demandas de los grupos étnicos y sociales.) La veracidad jamás se incluyó entre las virtudes políticas, porque poco contribuye a ese cambio del mundo y de las circunstancias que está entre las actividades políticas más legítimas. Sólo cuando una comunidad se embarca en la mentira organizada por principio y no únicamente con respecto a los particulares, la veracidad como tal, sin el sostén de las fuerzas distorsionantes del poder y el interés, puede convertirse en un factor político de primer orden. Cuando todos mienten acerca de todo lo importante, el hombre veraz, lo sepa o no lo sepa, ha empezado a actuar; también él se compromete en los asuntos políticos porque, en el caso poco probable de que sobreviva, habrá dado un paso hacia la tarea de cambiar el mundo.
Sin embargo, en esta situación pronto se encontrará en incómoda desventaja. Hablé antes del carácter contingente de los hechos, que siempre podrían haber sido distintos, y que por tanto no tienen por sí mismos ningún rasgo evidente o verosímil para la mente humana. Como el falsario tiene libertad para modelar sus «hechos» de tal modo que concuerden con el provecho y el placer, o aun las simples expectativas, de su audiencia, lo más posible es que resulte más persuasivo que el hombre veraz. Es muy cierto que por lo común tendrá la verosimilitud de su lado; su exposición será más lógica, por decirlo así, porque el elemento inesperado --uno de los rasgos sobresalientes de todos los hechos-- ha desaparecido misericordiosamente. No sólo la verdad de razón, según la frase de Hegel, reivindica para sí el sentido común; la realidad, con mucha frecuencia, infringe la entereza raciocinante del sentido común tanto como infringe el provecho y el placer.
Ahora debemos volver nuestra atención al fenómeno relativamente reciente de la manipulación masiva de hechos y opiniones, como se hizo evidente en la tarea de volver a escribir la historia, en la elaboración de la imagen y en la política gubernamental concreta. La tradicional mentira política, tan prominente en la historia de la diplomacia y en el arte de gobernar, en general se refería a verdaderos secretos --datos que jamás se hacían públicos-- o bien a intenciones, que de todos modos no tienen el mismo grado de fiabilidad que los hechos consumados; como todo lo que ocurre dentro de cada persona, las intenciones son simples potencialidades, y lo que se pensó como una mentira siempre puede terminar siendo verdad. Por el contrario, las mentiras políticas modernas se ocupan con eficacia de cosas que de ninguna manera son secretas sino conocidas de casi todos. Esto es obvio en el caso de volver a escribir la historia contemporánea ante los ojos de quienes son testigos de ella, pero también es verdad cuando se pretende crear una imagen, caso en que, una vez más, todo hecho conocido y probado se puede negar o desdeñar si daña la imagen, porque a diferencia de un retrato antiguo, se supone que la imagen no mejora la realidad sino que la sustituye de manera total. Gracias a las técnicas modernas y a los medios masivos, ese sustituto es mucho más público que su original. Finalmente nos enfrentamos con hombres de Estado respetables que, como De Gaulle y Adenauer, fueron capaces de construir sus políticas básicas en tan obvios «no-hechos» como el de que Francia fuera uno de los vencedores de la última guerra y, por tanto, una de las grandes potencias, y «que la barbarie del nacionalsocialismo había afectado sólo a un porcentaje relativamente pequeño del país»(22). Todas estas mentiras, lo supieran o no sus autores, contienen un elemento de violencia; la mentira organizada siempre tiende a destruir lo que se haya decidido anular, aunque sólo los gobiernos totalitarios de manera consciente hayan adoptado la mentira como paso previo al asesinato. Cuando Trotski supo que nunca había desempeñado un papel en la Revolución Rusa, tuvo que haber comprendido que se había firmado su sentencia de muerte. Es obvio que resulta más fácil eliminar a una figura pública del registro histórico si es posible eliminarla del mundo de los vivos. En otras palabras, la diferencia entre la mentira tradicional y la mentira moderna en la mayoría de los casos se iguala con la diferencia entre el ocultamiento y la destrucción.
Además, la mentira tradicional sólo se refería a ciudadanos particulares y nunca tenía la intención de engañar literalmente a todos, pues se dirigía al enemigo y sólo a él pretendía engañar. Estas dos limitaciones restringían el daño infligido a la verdad hasta un punto que, visto en perspectiva, nos puede parecer casi inofensivo. Como los hechos siempre ocurren dentro de un contexto, una mentira limitada --es decir, una falsedad que no intenta cambiar el contexto en su totalidad-- desgarra, por así decirlo, la tela de lo factual. Como todo historiador sabe, se puede detectar una mentira localizando incongruencias, agujeros o las líneas de los remiendos. En la medida en que la estructura en su conjunto se mantenga intacta, la mentira se mostrará por fin como si lo hiciera por sí misma. La segunda limitación se refiere a los que están comprometidos con la impostura, que solían pertenecer al círculo restringido de los estadistas y diplomáticos, que entre sí aún conocían y podían preservar la verdad. No eran personas que fueran a resultar víctimas de sus propias falsedades; podían engañar a los demás sin engañarse a sí mismos. Es obvia la ausencia tanto de estas circunstancias atenuantes como del viejo arte de mentir en la manipulación de los hechos a la que hoy asistimos.
¿Cuál es, pues, el significado de estas limitaciones, y por qué se justifica que las llamemos circunstancias atenuantes? ¿Por qué el engaño a medias se ha convertido en una herramienta indispensable en el negocio de la creación de una imagen, y por qué, para el mundo y para el mismo falsario que se engañara con sus propias mentiras, sería peor que el mero hecho de engañar a los demás? Un falsario no podría presentar mejor excusa moral que la de que, por ser tanta su aversión a la mentira, tuvo que convencerse a sí mismo antes de poder mentir a los demás, es decir que, como Antonio en La tempestad, había tenido que «convertir en pecadora a su memoria, para dar crédito a su propia mentira». Y por último, y tal vez sea lo más inquietante, si las modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen una completa acomodación nueva de toda la estructura de los hechos --la configuración de otra realidad, por decirlo así, en la que entren sin grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos entran en su contexto original--, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos, imágenes y «no-hechos» se conviertan en sustituto adecuado de la realidad y de lo factual?
Una anécdota medieval ilustra lo difícil que puede ser mentir a los demás sin mentirse a sí mismo. Dice el relato que había un pueblo en cuya atalaya noche y día un centinela montaba guardia para advertir a la gente en caso de que se acercara el enemigo. El centinela era hombre dado a hacer bromas pesadas y una noche hizo sonar la alarma para meter un poco de miedo a los habitantes del pueblo. Tuvo un éxito abrumador: todos corrieron a las murallas y el último en llegar fue el propio centinela. El cuento sugiere que, en gran medida, nuestra captación de la realidad depende de que compartamos el mundo con nuestros semejantes, y que se requiere una gran fuerza de carácter para no apartarse de lo no compartido, sea verdad o mentira. En otras palabras, cuanto más éxito tiene un falsario, más probable es que caiga en la trampa de sus propias elucubraciones. Además, el bromista autoengañado que demuestra estar en el mismo bando que sus víctimas resultará mucho más fiable que el embustero despiadado que se permite disfrutar de su jugarreta desde fuera. Sólo el autoengaño es capaz de crear una apariencia de fiabilidad, y en un debate sobre hechos, el único factor de persuasión que a veces tiene una posibilidad de ser más fuerte que el placer, el temor y el beneficio es la apariencia personal.
El prejuicio moral corriente suele ser más bien duro con la mentira cruel, en tanto que, por lo común, se mira el a menudo muy desarrollado arte del autoengaño con gran tolerancia y permisividad. Entre los pocos ejemplos de la literatura que se pueden citar como contrarios a esta valoración habitual está la famosa escena del monasterio en el principio de Los hermanos Karamazov. El padre, un mentiroso empedernido, pregunta al starets: «¿Qué debo hacer para salvarme?», y el monje responde: «Ante todo, ¡jamás te mientas a ti mismo!». Dostoievski no añade ninguna explicación ni elaboración. Los argumentos en favor del axioma «es mejor mentir a los demás que engañarte a ti mismo» señalarían que el mentiroso despiadado tiene conciencia de la distinción entre verdad y falsía, de modo que la verdad que esconde de los demás todavía no ha quedado por completo fuera del mundo, sino que ha encontrado en el falsario su último refugio. El daño hecho a la realidad no es completo ni definitivo, y por la misma razón, el dañohecho al embustero mismo tampoco es completo ni final; esa persona ha mentido pero no es una mentirosa. Tanto esa persona como el mundo al que engaña no están más allá de la «salvación», para usar las palabras del starets.
El carácter completo y el potencialmente final, desconocidos en tiempos anteriores, son los peligros que nacen de la moderna manipulación de los hechos. Aun en el mundo libre, donde el gobierno no ha monopolizado el poder de decidir y decretar cuáles son los elementos factuales que son y los que no son, las organizaciones con gigantescos intereses han generalizado una especie de marco mental de raison d'étát, que antes se restringía al manejo de los asuntos exteriores y, en sus peores excesos, a las situaciones de obvio e inminente peligro. Y la propaganda nacional de los gobiernos ya tiene aprendidas más que unas pocas triquiñuelas de los métodos de las prácticas empresariales. Las imágenes elaboradas para el consumo interno, distintas de las mentiras que se destinan al adversario extranjero, pueden convertirse en realidad para todos y, en primer lugar, para sus propios fabricantes, que mientras aún se encuentran en la tarea de preparar sus «productos», se ven abrumados por la mera idea del posible número de víctimas. Sin duda, los que originaron la imagen falsa que «inspira» a los disuasores ocultos todavía saben que quieren engañar a un enemigo en el campo social o en el nacional, pero el resultado es que todo un grupo de personas, e incluso de naciones enteras, puede orientarse en una red de engaños con la que los líderes quieran someter a sus opositores.
Lo que pasa después es casi automático. El grupo engañado y los engañadores mismos suelen esforzarse, sobre todo, por mantener intacta la imagen de la propaganda, y esta imagen se ve menos amenazada por el enemigo y por reales intereses hostiles que por los que, dentro del propio grupo, han conseguido escapar de su encanto e insisten en hablar de hechos o acontecimientos no acordes con esa imagen. La historia contemporánea está llena de ejemplos en los que quienes dicen la verdad factual se consideraban más peligrosos e incluso más hostiles que los opositores mismos. Estos argumentos contra el autoengaño no se deben confundir con las protestas de los «idealistas», sea cual sea su mérito, contra la mentira como algo en principio malo y contra el antiguo arte de engañar al enemigo. Políticamente, lo primordial es que el arte moderno del autoengaño es capaz de transformar un tema exterior en un asunto interno, así como un conflicto internacional o intergrupal revierte sobre el escenario de la política interna. Los autoengaños practicados por ambas partes en la época de la guerra fría son demasiados como para enumerarlos, pero es obvio que constituyen un ejemplo apropiado. Los críticos conservadores de la democracia de masas con frecuencia dibujaron los peligros que esta forma de gobierno acarrea a los asuntos internacionales, sin mencionar, no obstante, los peligros peculiares de las monarquías o de las oligarquías. La fuerza de sus argumentos está en el hecho innegable de que, en condiciones plenamente democráticas, el engaño sin autoengaño es imposible por completo.
En nuestro actual sistema de comunicación mundial, que abarca un amplio número de naciones independientes, ninguna de las potencias existentes es lo bastante grande como para disponer de una «imagen» segura. Por consiguiente, las imágenes tienen una expectativa de vida más o menos breve; pueden estallar no sólo cuando la suerte ya está echada y la realidad reaparece en público sino antes, porque los fragmentos de los hechos perturban sin cesar y arrancan de sus engranajes la guerra de propaganda entre imágenes enfrentadas. Sin embargo, ese camino no es el único, ni siquiera el más significativo por el que la realidad se venga de los que se atreven a desafiarla. La expectativa de vida de las imágenes apenas si puede aumentarse de manera categórica aun bajo un gobierno mundial o alguna otra versión moderna de la Pax Romana. La mejor ilustración de ello está en los sistemas relativamente cerrados de los gobiernos totalitarios y las dictaduras de partido único, que por supuesto son con gran diferencia las entidades más eficaces para proteger las ideologías y las imágenes del impacto de la realidad y de la verdad. (Esa corrección de las crónicas nunca es segura. En un informe de 1935, encontrado en el Archivo Smolensk, nos enteramos de las incontables dificultades que rodean este tipo de empresa. Por ejemplo, ¿qué «habría que hacer con los discursos de Zinoviev, Kamenev, Rikov, Bujarin et alii en los congresos del Partido, en los plenos del Comité Central, en el Komintern, los congresos de los soviets, etcétera? ¿Qué hacer con las antologías sobre marxismo... escritas o editadas en conjunto por Lenin, Zinoviev... y otros? ¿Qué hacer con los escritos de Lenin editados por Kamenev?... ¿Qué se podría hacer en los casos en que Trotski... había escrito un artículo en un número de Internacional Comunista? ¿Habría que confiscar toda la tirada?»(23). Preguntas complejas, sin duda, para las que no hay respuestas en el Archivo.) El problema es que tienen que hacer cambios constantes en las falsedades con las que sustituyen la historia real; las circunstancias cambiantes exigen la suplantación de un libro de historia por otro, el reemplazo de páginas en las enciclopedias y libros de consulta, la desaparición de ciertos nombres para incluir otros desconocidos o poco conocidos antes. Y aunque esta inestabilidad persistente no dé señales de lo que puede ser la verdad, es en sí una señal, y muy potente, del carácter engañoso de todas las declaraciones públicas relativas al mundo de los hechos. A menudo se señala que la consecuencia del lavado de cerebro más cierta a largo plazo es una peculiar clase de cinismo, un rechazo absoluto a creer en la veracidad de cualquier cosa, por muy bien fundada que esté esa veracidad. En otras palabras, el resultado de una consistente y total sustitución de las mentiras por la verdad de hecho no es que las mentiras vayan a ser aceptadas en adelante como verdad, y la verdad se difame como una mentira, sino que el sentido por el que establecemos nuestro rumbo en el mundo real --y la categoría de verdad contra falsedad está entre los medios mentales para conseguir este fin-- queda destruido.
Para este problema no hay remedio. No es más que la otra cara del incómodo carácter contingente de toda la realidad objetiva. Ya que todo lo que ha pasado de verdad en el campo de los asuntos humanos podría haber sido de otra manera, las posibilidades de mentir son ilimitadas, y esta ausencia de limites contribuye al propio fracaso. Sólo el embustero ocasional conseguirá adherirse a una falsedad particular con una firmeza inconmovible; los que adapten las imágenes y los relatos a las circunstancias siempre cambiantes se encontrarán flotando en un horizonte abierto de potencialidad, deslizándose de una posibilidad a otra, imposibilitados de apoyarse en ninguna de sus propias construcciones. En lugar de conseguir un sustituto adecuado de lo real y de lo factual, transforman los hechos y acontecimientos en esa potencialidad de la que surgieron en un primer momento. El signo más seguro del carácter factual de los hechos y acontecimientos es precisamente esta tozuda presencia, cuya contingencia inherente desafía, por último, todos los intentos de una explicación conclusiva. Por el contrario, las imágenes siempre se pueden explicar y hacer admisibles --lo que les da una ventaja momentánea sobre la verdad de hecho--, pero nunca pueden competir en estabilidad con lo que simplemente es porque resulta que es así y no de otro modo. Por este motivo, hablando en términos metafóricos, la mentira coherente nos roba el suelo de debajo de nuestros pies y no nos pone otro para pisar. (En palabras de Montaigne: «Si la falsía, como la verdad, no tuviera más que una cara, sabríamos mucho mejor dónde estamos, porque podríamos dar por cierto lo opuesto de lo que el embustero nos dice. Pero el reverso de la verdad tiene mil formas y un campo ilimitado».) La vivencia de un tembloroso movimiento fluctuante de todo lo que sirve de base para nuestro sentido de la dirección y de la realidad está entre las experiencias más comunes y más intensas de los hombres que viven bajo un gobierno totalitario.
Por tanto, la innegable afinidad de la mentira y la acción y el cambio del mundo --es decir, la política-- está limitada por la naturaleza misma de las cosas abiertas a la facultad de acción del hombre. El fabricante de imágenes se equivoca cuando cree que puede anticipar los cambios mintiendo acerca de los asuntos objetivos que todos quieren eliminar de alguna manera. La fundación de las aldeas Potemkin, tan grata para los políticos y propagandistas de los países en vías de desarrollo, nunca lleva a la creación de una cosa real sino sólo a una proliferación y perfeccionamiento del engaño. Ni el pasado --y toda verdad factual, por supuesto, se refiere al pasado-- ni el presente, en la medida en que es una consecuencia del pasado, están abiertos a la acción; sólo el futuro lo está. Si el pasado y el presente se tratan como partes del futuro --es decir, se vuelven a su antiguo estado de potencialidad--, el campo político queda privado no sólo de su fuerza estabilizadora principal sino también del punto de partida del cambio, del que sirve para empezar algo nuevo. Lo que se inicia entonces es el constante moverse y revolverse en la esterilidad total, algo característico de muchas de las nuevas naciones que tuvieron la mala suerte de nacer en la era de la propaganda.
Que los hechos no están seguros en manos del poder es algo evidente, pero la cuestión está en que el poder, por su naturaleza misma, jamás puede producir un sustituto de la estabilidad firme de la realidad objetiva que, por ser pasado, ha crecido hasta una dimensión que está más allá de nuestro alcance. Los hechos se afirman a sí mismos por su terquedad, y su índole frágil se suma, extrañamente, a su gran resistencia, la misma irreversibilidad que es el sello de toda acción humana. En su obstinación, los hechos son superiores al poder; son menos transitorios que las formaciones de poder, que surgen cuando los hombres se reúnen con un fin pero desaparecen tan pronto como ese fin se consigue o no se alcanza. Este carácter transitorio hace que el poder sea un instrumento poco fiable para conseguir una permanencia de cualquier clase, y por eso no sólo la verdad y los hechos están inseguros en sus manos sino también la no-verdad y los no-hechos. La actitud política ante los hechos debe recorrer, por cierto, la estrecha senda que hay entre el peligro de considerarlos como resultado de algún desarrollo necesario que los hombres no pueden evitar --y por tanto no pueden hacer nada con respecto a ellos-- y el peligro de ignorarlos, de tratar de manipularlos y borrarlos del mundo
5
En conclusión, vuelvo a los temas planteados al principio de estas reflexiones. La verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder son incapaces de descubrir o inventar un sustituto adecuado para ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla. Y esto es válido para la verdad de razón o religiosa, tanto como para la verdad de hecho, mucho más obviamente en este caso. Una observación de la política desde la perspectiva de la verdad, como la aquí presentada, significa situarse fuera del campo político; es el punto de vista del hombre veraz, que pierde su posición --y con ella la validez de lo que tiene que decir-- si trata de interferir directamente en los asuntos humanos y hablar el lenguaje de la persuasión o de la violencia. A esta posición y a su significado en el campo político debemos volver ahora nuestra atención.
El punto de vista exterior al campo político --fuera de la comunidad a la que pertenecemos y de la compañía de nuestros iguales-- se caracteriza con toda claridad como uno de los diversos modos de estar solo. Entre los modos existenciales de la veracidad sobresalen la soledad del filósofo, el aislamiento del científico y del artista, la imparcialidad del historiador y del juez y la independencia del investigador de hechos, del testigo y del periodista. (Esta imparcialidad difiere de la de la opinión cualificada, representativa, antes aludida, porque no es adquirida dentro del campo político sino inherente a la posición del extraño que ejerce esas ocupaciones.) Estos modos de estar solo se diferencian en muchos aspectos, pero comparten la imposibilidad de un compromiso político, de la adhesión a una causa, mientras cualquiera de ellos se mantenga. Por supuesto que son comunes a todos los hombres; como tales, son modos de la existencia humana. Sólo cuando uno de ellos se adopta como una forma de vida --e incluso entonces jamás se vive la vida en soledad, independencia o aislamiento completos-- es posible que entre en conflicto con las demandas de lo político.
Es bastante natural que tengamos conciencia de la naturaleza no-política de la verdad y, de manera potencial, aun de su naturaleza antipolítica --Fiat veritas, et pereat mundus-- sólo en caso de conflicto, y hasta aquí he venido subrayando este aspecto del asunto. Pero con esto posiblemente no está todo dicho, pues quedan fuera ciertas instituciones públicas, instauradas y sostenidas por los poderes establecidos, donde, contrariamente a todas las normas políticas, la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más alto del discurso y del empeño. Entre
ellas encontramos ante todo las instituciones judiciales, que como rama del gobierno o como administración de justicia independiente están bien protegidas ante el poder social y político, tal como todas las instituciones de enseñanza superior, a las que el Estado confía la educación de sus futuros ciudadanos. Hasta donde la Academia recuerda sus antiguos orígenes, debe saber que se fundó como la oposición más determinada e influyente de la polis. Sin ninguna duda, el sueño de Platón no se hizo realidad: la Academia jamás se convirtió en una contra-sociedad y no tenemos noticias de que las universidades hayan intentado en algún lugar hacerse con el poder. Pero lo que Platón jamás llegó a soñar se hizo verdad: el campo político reconoció que necesitaba una institución exterior a la lucha por el poder, además de la imparcialidad que requería en la administración de justicia; porque no tiene gran importancia que esas sedes de enseñanza superior estén en manos privadas o públicas: en cualquier caso, no sólo su integridad sino también su existencia misma dependen de la buena voluntad del gobierno. Muchas verdades incómodas salieron de las universidades y muchos juicios inoportunos salen una y otra vez de los tribunales; y estas instituciones, como otros refugios de la verdad, quedaron expuestas a todos los peligros derivados del poder social y político. No obstante, las posibilidades que la verdad tiene de prevalecer en público mejoraron, desde luego, por la mera existencia de entidades como ésas y por la organización de los estudiosos relacionados con ellas. Casi no se puede negar que, al menos en los países que tienen gobiernos constitucionales, el campo político reconoció, aun en casos de conflicto, que está muy interesado en la existencia de hombres e instituciones sobre los cuales no ejerza su influencia.
Hoy se pasa por alto con facilidad esta significación auténticamente política de la Academia, a causa de la situación de privilegio de sus escuelas profesionales y de la evolución de sus departamentos de ciencias naturales, donde, inesperadamente, la investigación pura ha dado tantos resultados decisivos que, a largo plazo, resultaron ser vitales para el respectivo país. Es posible que nadie pueda negar la utilidad social y técnica de las universidades, pero esta importancia no es política. Las ciencias históricas y las humanidades, que --se supone-- investigan, vigilan e interpretan la verdad de hecho y los documentos humanos, tienen una relevancia política mayor. La transmisión de la verdad factual abarca mucho más que la información diaria que brindan los periodistas, aunque sin ellos jamás encontraríamos nuestro rumbo en un mundo siempre cambiante, y en el sentido más literal, jamás sabríamos dónde estamos. Claro está que esto tiene la máxima importancia política; pero si la prensa llegara a ser de verdad el «cuarto poder», tendría que ser protegida del poder gubernamental y de la presión social incluso con más cuidado que el poder judicial, porque esta importantísima función política de abastecer información se ejercita desde fuera del campo político, hablando en términos estrictos; no hay, o no debería haber, ninguna acción o decisión implícitas.
La realidad es diferente de la totalidad de los hechos y acontecimientos, y es más que ellos, aunque esta totalidad es de cualquier modo imprevisible. El que dice lo que existe --lzˇgein tª ?Õnta-- siempre narra algo, y en esa narración, los hechos particulares pierden su carácter contingente y adquieren cierto significado humanamente captable. Es bien cierto que «todas las penas se pueden sobrellevar si las pones en un cuento o relatas un cuento sobre ellas», como dijo Isak Dinesen, que no sólo fue una de las grandes narradoras de nuestros días sino que también --y era casi única en este aspecto-- sabía lo que estaba haciendo. Podría haber añadido que incluso la alegría y la dicha se vuelven soportables y significativas para los hombres sólo cuando pueden hablar sobre ellas y narrarlas como un cuento. Hasta donde es también un narrador quien dice la verdad factual origina esa «reconciliación con la realidad» que Hegel, el filósofo de la historia par excellence, comprendió como el fin último de todo pensamiento filosófico, y que sin duda, fue el motor secreto de toda la historiografia que trasciende la mera erudición. La metamorfosis de una materia prima de puros acontecimientos que el historiador, como el novelista (una buena novela no es una simple decocción o una pura fantasía), tiene que llevar adelante está muy cerca de la transfiguración que logra el poeta en la disposición o los movimientos del corazón, la transfiguración de la pena en lamento o del júbilo en alabanza. Con Aristóteles, podemos ver que la función política del poeta es la concreción de una catarsis, una limpieza o purga de todas las emociones que podrían apartar al hombre de la acción. La función política del narrador --historiador o novelista-- es enseñar la aceptación de las cosas tal como son. De esta aceptación, que también puede llamarse veracidad, nace la facultad de juzgar por la que, también en palabras de Isak Dinesen, «al fin tendremos el privilegio de ver y volver a ver, y eso es lo que se llama el día del juicio».
No hay duda de que todas esas funciones políticas relevantes se realizan fuera del campo político; exigen falta de compromiso e imparcialidad, una liberación respecto de los intereses propios en el pensamiento y en el juicio. La búsqueda desinteresada de la verdad tiene una larga historia; su origen --algo muy característico-- es previo a todas nuestras tradiciones teóricas y científicas, incluida la de pensamiento filosófico y político. Creo que se puede remontar al momento en que Homero decidió cantar las hazañas de los troyanos tanto como las de los aqueos, y exaltar la gloria de Héctor, el enemigo derrotado, tanto como la gloria de Aquiles, el héroe del pueblo al que el poeta pertenecía. Eso no había ocurrido antes; ninguna otra civilización, por muy espléndida que hubiera sido, fue capaz de mirar con los mismos ojos a amigos y enemigos, a la victoria y a la derrota, que desde Homero no se reconocieron ya como norma última del juicio de los hombres, aunque sean últimas para los destinos de las vidas humanas. La imparcialidad homérica tiene ecos en la historia griega e inspiró al primer gran narrador de la verdad objetiva, que se convirtió en el padre de la historia: Heródoto nos dice en las primeras frases de su relato que lo escribe «para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros... queden sin realce». Aquí está la raíz de la denominada objetividad, esta curiosa pasión, desconocida fuera de la civilización occidental, por la integridad intelectual a cualquier precio. Sin ella jamás habría nacido ninguna ciencia.
Como he tratado de la política desde la perspectiva de la verdad, es decir, desde un punto de vista exterior al campo político, no he mencionado ni siquiera al pasar la grandeza y la dignidad de lo que hay en ella. Hablé como si el de la política no fuera sino un campo de batalla de intereses parciales y conflictivos, donde sólo cuentan el placer y el provecho, el partidismo y el ansia de dominio. En resumen, traté la política como si yo también creyera que todos los asuntos públicos están gobernados por el interés y el poder, que no existiría un campo político si no estuviéramos obligados a atender las necesidades de la vida. La causa de esta deformación es que la verdad de hecho choca con la política sólo en ese nivel inferior de los asuntos humanos, tal como la verdad filosófica de Platón chocaba con la política en el mucho más alto nivel de la opinión y el acuerdo. Desde esta perspectiva, seguimos inconscientes del verdadero contenido de la vida política, de la alegría y la gratificación que nacen de estar en compañía de nuestros iguales, de actuar en conjunto y aparecer en público, de insertarnos en el mundo de palabra y obra, para adquirir y sustentar nuestra identidad personal y para empezar algo nuevo por completo. Sin embargo, lo que aquí quiero demostrar es que, a pesar de su grandeza, toda esta esfera es limitada, que no abarca la totalidad de la existencia del hombre y del mundo. Está limitada por las cosas que los hombres no pueden cambiar según su voluntad. Sólo si respeta sus propias fronteras, ese campo donde tenemos libertad para actuar y para cambiar podrá permanecer intacto, a la vez que conservará su integridad y mantendrá sus promesas. En términos conceptuales, podemos llamar verdad a lo que no logramos cambiar; en términos metafóricos, es el espacio en el que estamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas.
NOTAS
1. Este ensayo nació de la presunta controversia surgida tras la publicación de Eichmann in Jerusalem. Su finalidad es poner en claro dos temas distintos, pero conexos, de los que no tomé conciencia antes y cuya importancia parecía trascender a la ocasión. El primero se refiere a la cuestión de si siempre es legítimo decir la verdad, de si creo sin atenuantes en lo de Fiat veritas, et pereat mundus. El segundo surgió de la enorme cantidad de mentiras que se usaron en la «controversia»: mentiras respecto a lo que yo había escrito, por una parte, y respecto a los hechos sobre los que informaba, por otra. Las siguientes reflexiones procurarán abordar ambos asuntos. También pueden servir como ejemplo de lo que ocurre con un tema muy tópico cuando se lo lleva a la brecha existente entre el pasado y el futuro, que tal vez sea el lugar más adecuado para cualquier reflexión. El lector encontrará una breve consideración preliminar acerca de esa brecha en el Prólogo.
2. Paz eterna, apéndice 1.
3. Cito el Tratado político de Spinoza, porque es notorio que incluso este autor, para quien la libertas philosophandi era el verdadero fin del gobierno, tuvo que adoptar esa posición tan radical.
4. En Leviatán (cap. 46), Hobbes explica que «la desobediencia puede castigarse legítimamente en quienes enseñan contra las leyes incluso filosofia verdadera», porque «el ocio es la madre de la filosofia y la república es la madre de la paz y el ocio». ¿Y no se deduce de esto que la república actuará en bien de la filosofia cuando suprima una verdad que socava la paz? Por tanto, el hombre veraz, para cooperar en una empresa tan necesaria para su propia paz de cuerpo y alma, decide escribir lo que sabe que «es filosofía falsa». Por esto, Hobbes sospechaba de Aristóteles más que de nadie, porque --decía-- «escribía [su filosofía] como algo acorde con la religión [de los griegos] y para reconocerla, por temor al destino de Sócrates». Nunca se le ocurrió a Hobbes que toda esa búsqueda de la verdad sería contraproducente si sus condiciones sólo estaban garantizadas por falsedades intencionales. Entonces, todos podrían resultar tan mentirosos como el Aristóteles de Hobbes. A diferencia de esta invención de la fantasía lógica de Hobbes, el verdadero Aristóteles era lo bastante sensato como para marcharse de Atenas cuando tuvo miedo de correr el mismo destino que Sócrates; no era tan malo como para escribir lo que sabía falso, ni tan estúpido como para resolver el problema de la supervivencia destruyendo todo aquello por lo que luchaba.
5. Ibid., cap. ii.
6. Espero que nadie vuelva a decirme jamás que Platón fue el inventor de la «mentira noble». Esta creencia se basó en una mala interpretación de un pasaje crucial (414c) de La república, donde Platón habla de uno de sus mitos --un «cuento fenicio»-- y lo califica como yeãdos. Como esta palabra puede significar «ficción», «error» y «mentira», de acuerdo con el contexto --cuando Platón quiere distinguir entre error y mentira, el idioma le obliga a hablar de yeãdos «involuntario» y «voluntario»--, se puede interpretar, con Cornford, que el texto quiere decir «osado impulso de invención», o con Eric Voegelin (Order and History: Plato and Aristotle, Universidad del Estado de Luisiana, 1957, vol. 3, p. 106) se puede interpretar como un pasaje de intención satírica; en ningún caso se debe entender como una recomendación de mentir, tal como nosotros entendemos la mentira. Platón era permisivo con respecto a la mentira ocasional destinada a engañar al enemigo o a las personas insensatas; es «útil... bajo la forma de un remedio... reservado a los médicos, mientras que los profanos no deben tocarlos» y el médico de la pólis es el gobernante (389). Pero, en contra de la alegoría de la caverna, en estos pasajes no se plantea ningún principio.
7. Leviatán, conclusión, p. 732.
8. The Federalist, núm. 49.
9. Tratado teológico-político, cap. 20.
10. Véase «What is Enlightenment?» y «Was heisst sich im Denken orientieren?».
11. The Federalist, núm. 49
12. Timeo, 51d-52a.
13. Véase La república, 367. Compárese también Critón, 49d: «Sé que sólo unos pocos hombres sostienen, o sostendrán alguna vez esta opinión. Entre los que lo hacen y los que no, puede haber una discusión común; necesariamente se mirarán unos a otros desdeñando sus distintos intereses».
14. Véase Gorgias, 482, donde Sócrates dice a Calicles, su oponente, que «Calicles mismo, oh Calicles, no estará de acuerdo contigo, sino que disonará de ti durante toda la vida». Después añade: «Es mejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí... y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga». (Trad. J. Calonge Ruiz, Gredos, Madrid, 1983, P. 79.)
15. Para una definición de pensamiento como el diálogo silencioso entre el sujeto y su yo, en especial véase Teeteto 189-190, y El sofista, 263-264. Dentro de esta misma tradición, Aristóteles llama --otro yo-- al amigo con quien mantiene esa especie de diálogo.
16. Ética nicomaquea, libro VI, en especial 1140b9 y 1141b4.
17. Véase el «Draft Preamble to the Virginia Bill Establishing Religious Freedom» («Borrador del preámbulo de la ley de Virginia que establece la libertad religiosa»), de Jefferson.
18. Ésta es la causa de la observación de Nietzsche en «Schopenhauer als Erzieher»: «Ich mache mir aus einem Philosophen gerade so viel, als er imstande ist, ein Beispiel zu geben».
19. En una carta a W. Smith, del 13 de noviembre de 1787.
20. Crítica del juicio, 32 (trad. M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1984).
21. Ibid., 59.
22. En cuanto a Francia, véase el excelente artículo «De Gaulle: Pose and Policy», en la publicación Foreign Affairs de julio de 1965. La cita de Adenauer es de sus Memorias 1945-19S3, Chicago, 1966. p. 89, donde, sin embargo, pone esta idea en la cabeza de los jefes de la ocupación. Pero repitió el concepto muchas veces mientras fue canciller.
23. Partes del archivo están publicadas en Merle Fainsod, Smolensk UnderSoviet Rule, Cambridge, Massachusetts, 1958. Véase p. 374
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