Cuento: Dylan Thomas - Los duraznos - Links a mas Cuento

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 11:08





Dylan Thomas

El carromato de color verde pasto, con las palabras «J. Jones, Gorsehill» pintadas temblorosamente sobre la madera, se detuvo en el pasaje empedrado, entre La Pata de Liebre y La Gota Pura. Eran las últimas horas de una tarde de abril. Tío Jim, con su negro traje de mercado, dura camisa blanca sin cuello y gorra a cuadros, bajó crujiendo del pescante.
De la pila de paja que se amontonaba en un rincón del carromato sacó a tirones una tosca canasta de mimbre y se la echó al hombro. Oí un chillido que salía de la canasta y vi asomar la punta rizada de una cola rosada, al tiempo que Tío Jim abría la puerta de La Gota Pura.
—Vuelvo en dos minutos —me dijo.
El bar estaba lleno; cerca de la puerta se hallaban sentadas dos mujeres obesas con vestidos chillones; una de ellas tenía un chiquillo moreno sobre las rodillas; al ver a Tío Jim se corrieron hacia un extremo del banco.
—Vuelvo en seguida —insistió él ferozmente, como si yo lo hubiera contradicho—. Tú te quedas ahí, quieto.
La mujer que estaba sin niño alzó las manos.
—¡Oh, Mr. Jones! —dijo con voz alta y risueña. Y se sacudió como una gelatina.
Después la puerta se cerró y las voces se apagaron.
Me quedé solo, sentado sobre la vara del carro, en el estrecho pasaje, mirando La Pata de Liebre a través de una de sus ventanas. Una cortina mugrienta la cerraba a medias. Alcancé a ver un cuarto privado, lleno de humo, donde cuatro hombres jugaban a las cartas. Uno era enorme y moreno, con bigotes como manubrios y un rizo sobre la frente; sentado a su lado había un viejo delgado, calvo y pálido, de mejillas chupadas; los rostros de los otros dos se perdían en la sombra. Los cuatro bebían en grandes tazones terrosos. No hablaban. Hacían chasquear las cartas al echarlas sobre la mesa, raspaban sus cajas de cerillas, chupaban sus pipas, bebían a grandes tragos con el rostro muy serio y, de vez en cuando, hacían sonar la campanilla de bronce y, haciendo señas con los dedos, pedían más cerveza a una mujer de aspecto agrio con blusa floreada y gorra de hombre.
Oscureció con demasiada rapidez; las paredes se acercaron, se agazaparon los techos. A mí, que espiaba tímidamente en aquel oscuro pasaje de un pueblo extraño, el hombre moreno me pareció de pronto un gigante enjaulado rodeado de nubes, y el viejecito calvo se marchitó convirtiéndose en una corcova negra con la cúspide blanca. Desde Unión Street podía saltar sobre mí en cualquier momento un hombre sigiloso esgrimiendo un cuchillo de doble filo.
—Tío Jim, Tío Jim —susurré, tan suavemente que no podía escucharme.
Comencé a silbar suavemente, pero cuando dejé de hacerlo pareció que el silbido continuaba detrás de mí.
Bajé de la vara y me acerqué unos pasos a la ventana medio cerrada; una mano subió arañando por el vidrio, buscando la borla de la cortina. No obstante la corta distancia que separaba de los jugadores el sitio en que yo estaba sobre las piedras, no pude advertir de qué lado del vidrio se movía la mano que tiraba de la borla.
Quedé aislado en la noche por un cuadrado mugriento. Una historia que yo había inventado en la cálida y segura isla de mi cama, mientras el adormilado Swansea de medianoche fluía afuera de la casa, volvió hacia mí repicando sobre las piedras. Recordé el demonio de la historia, con sus alas y los garfios con que se aferraba a mis cabellos como un murciélago, mientras yo batallaba por todo Gales en busca de una princesa alta, prudente y dorada del convento de Swansea. Traté de recordar su verdadero nombre, sus piernas púdicas, largas, cubiertas de medias negras, su risita, sus rulos de papel; pero las alas ganchudas se lanzaron hacia mí revoloteando, el color de su cabello y de sus ojos se desvaneció como el color verde pasto del carro, que era ahora una montaña oscura, gris, alzándose entre las paredes del pasaje.
Durante todo ese tiempo la vieja yegua, ancha, paciente, anónima, permanecía sin moverse, sin piafar una sola vez sobre las piedras, ni sacudir las riendas. Pensé en su bondad, y ya me erguía de puntillas para acariciar sus orejas cuando la puerta de La Gota Pura se abrió de golpe y la cálida luz del bar me deslumbró, haciendo cenizas mi cuento. Ya no me sentía asustado; sólo enojado y hambriento. Las dos mujeres obesas, junto a la puerta, dijeron entre risas, en medio del ruido y los olores reconfortantes:
—Buenas noches, Mr. Jones.
El chico dormía enroscado debajo del banco. Tío Jim besó a las dos mujeres en los labios.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Después el pasaje volvió a quedar oscuro.
Tío Jim hizo recular la yegua hacia Unión Street, sobre su flanco, maldiciendo su pachorra y palmeándole el belfo; los dos trepamos al carromato.
—Hay demasiados gitanos borrachos -—comentó mientras rodábamos rechinando entre las vacilantes luces del pueblo.
Durante todo el camino a Gorsehill cantó himnos con su afectada voz de bajo, marcando el compás con el látigo. No necesitaba tocar las riendas. Una vez en el camino, entre los setos que estiraban sus ramas tratando de enganchar a la yegua de la brida y pincharnos las gorras, detuvo al animal con un ¡Eeeh!, para encender la pipa. La oscuridad se incendió alrededor, mostrándome su rostro de zorro largo, rojizo, ebrio, con las patillas erizadas y la nariz húmeda y sensitiva. Una casa blanca, con luz en la ventana de un dormitorio, brillaba en el campo sobre una breve colina, al otro lado del camino.
—Quieta, quieta, nena—susurró Tío a la yegua, aunque ésta no se movía; y agregó de pronto, dirigiéndose a mí sobre su hombro, con voz fuerte—: Allá vivió un verdugo.
Dio un puntapié a la vara y seguimos rechinando en medio del viento cortante. Tío se estremeció y se encasquetó la gorra para cubrirse las orejas. La yegua parecía que trotaba torpemente, y todos los demonios de mis cuentos, corriendo a su lado, rodeándola, burlándose de ella, no eran capaces de hacerle sacudir la cabeza o correr.
—Ojalá hubiera colgado a Mrs. Jesús —dijo Tío.
Entre himno e himno, maldijo en gales a la yegua. La casa blanca quedó atrás y fueron tragadas luz y colina.
—Nadie vive ahí ahora —agregó.
Entramos en el patio de la granja de Gorsehill; resonaron los adoquines y los establos negros y vacíos recogieron el sonido ahuecándolo, de modo tal que hicimos alto en un vacío círculo de oscuridad; y la yegua fue entonces un animal hueco, y me pareció que nadie vivía en la casa hueca, al final del patio, salvo dos palos con rostros tallados como nabos.
—Corre a ver a Annie —dijo Tío—. Debe de haber caldo caliente y patatas.
Condujo la yegua hueca hacia el establo; clop, clop, dop, a la ratonera. Mientras corría hacia la puerta de la granja oí rechinar los candados.
El frente de la casa era el costado de una concha oscura y la puerta de arco un oído que escuchaba. Empujé la puerta y salí del viento, entrando en el pasillo. Era como si después de haber estado caminando por la noche hueca y al viento, atravesara una alta concha vertical, hacia la costa de un mar interior. Al final del pasillo se abrió una puerta; vi los platos en los anaqueles, la lampara encendida sobre la mesa larga cubierta de hule: «Prepárate a reunirte con tu Dios» bordado sobre la chimenea, los sonrientes perros de porcelana, el castaño ennegrecido, el reloj vertical, y entré corriendo en la cocina y me eché en los brazos de Annie.
Y entonces fue la bienvenida. El reloj empezó a dar las doce cuando ella me besó, y yo, en medio de las luces y los tañidos, me erguí como un príncipe en el momento de quitarse el disfraz. Durante un minuto me había sentido pequeño y tembloroso de frío, deslizándome muerto de miedo por un pasillo negro, con mi molesta ropa nueva, el estómago hueco y el corazón como una bomba de tiempo, aferrando mi gorrita de escolar, desconocido para mí mismo; un minúsculo narrador de cuentos perdido en sus propias imaginaciones y ansiando estar en su casa. Y al minuto siguiente era el sobrino principesco, vestido con finas ropas de ciudad, abrazado y bien recibido, irguiéndose, satisfecho, en el centro de sus propias historias y escuchando el reloj que lo anunciaba.
Annie me llevó corrienda al banco que había al lado de la cavernosa chimenea y me quitó los zapatos. Las lámparas brillantes y los gongs ceremoniales ardían y tañían para mí.
Hizo un baño de mostaza, preparó té fuerte y me indicó que me pusiera un par de medias de mi primo Gwilym y una vieja chaqueta de Tío que olía a conejo y a tabaco. Se agitaba de un lado a otro, cloqueaba, me hací señas con la cabeza, contándome, mientras preparaba pan con manteca, que Gwilym todavía estudiaba para eclesiástico y que Tía Rach Morgan, que tenía noventa años, se había caído de bruces sobre una guadaña.
Después entró Tío Jim, con la cara roja, la nariz húmeda y las manos peludas y temblorosas, como un demonio. Su andar era torpe. Tropezó con el aparador haciendo temblar los platos de la Coronación, y un gato flaco salió disparado desde el escaño del rincón. Parecía dos veces más alto que Annie. Podía llevarla escondida y sacarla de pronto: era una mujercita gibosa, morena, desdentada, con una cascada vocecita cantarína.
—No debiste tenerlo fuera tanto tiempo —dijo ella, enojada y tímida.
Tío se sentó en su silla especial, el desvencijado trono de un bardo en bancarrota, encendió la pipa, estiró las piernas y comenzó a echar nubes hacia el cielo raso.
—Podía morirse de un enfriamiento —dijo ella.
Hablaba dirigiéndose a la nuca de Tío, mientras éste se envolvía en nubes. El gato se deslizó de regreso. Yo estaba sentado a la mesa frente a mi cena concluida; en los bolsillos encontré una botellita vacía y un globo blanco.
—Corre a la cama, sé bueno —susurró Annie. proyecto patrimonio
—¿Puedo ir a ver los cerdos?
— Por la mañana, querido.
De modo que dije buenas noches a Tío Jim —que se volvió hacia mí, sonrió y me guiñó a través del humo—, besé a Annie y encendí mi vela. www.letras.s5.com
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Subí la escalera; cada peldaño tenía una voz diferente. La casa olía a madera podrida, a humedad, a animales. Me pareció que me había pasado la vida caminando por pasillos largos y húmedos, y trepando escaleras en la oscuridad, solo. Me detuve frente a la puerta de Gwilym, en el desolado descanso.
—Buenas noches.
La llama de la vela saltó hacia mi dormitorio, donde ardía muy baja una lámpara y se agitaban las cortinas; al cerrar la puerta me pareció que se movía el agua contenida en un vaso, sobre una mesa redonda. Bajo la ventana corría un arroyo; me pareció oírlo lamer las paredes toda la noche, hasta que me dormí.
—¿Puedo ir a ver los cerdos? —pregunté a Gwilym a la mañana siguiente. Ya había desaparecido el hueco terror de la casa; al correr escalera abajo en busca de mi desayuno olí la dulzura de la madera, la fresca hierba primaveral, el silencioso patio, con su derruida boyera de color blanco sucio y los establos vacíos.
Gwilym era un mozo alto, de unos veinte años, con el cuerpo flaco como un palo y la cara en forma de pala. Se podía cavar el jardín con él. Tenía una voz profunda que se quebraba en dos cuando se excitaba; cantaba para sí mismo canciones trémulas y bajas, todas con la misma triste melodía litúrgica, y escribía himnos en el granero.
Y me contaba historias de muchachas que morían de amor.
—Y ató una soga alrededor de un árbol; pero era demasiado corta —me decía—. Entonces se clavó un cuchillo entre los pechos; pero no tenía filo.
Aquel día estábamos sentados uno al lado del otro sobre montones de paja en la semioscuridad del destartalado establo. Se retorció y se inclinó hacia mí, alzando un largo dedo, y la paja crujió.
—Y se tiró al río —continuó, su boca pegada a mi oreja— con las asentaderas para arriba, y, ¡Dios!, se murió. —Chillaba como un murciélago.
Las pocilgas estaban en el extremo más alejado del patio. Caminamos hacia allá, Gwilym vestido con sus negras ropas de ministro, aunque era día laborable y por la mañana, y yo con mi traje de sarga con los fondillos remendados; pasamos junto a tres gallinas que escarbaban entre los adoquines enlodados y un collie tuerto que dormía con su ojo ciego abierto. Los ruinosos cobertizos tenían los techos podridos y desmoronados, desgarrados agujeros en los costados, persianas quebradas y el enjalbegado descascarillado; mohosos tornillos asomaban de las tablas colgantes, retorcidas; el gato flaco de la noche anterior, tendido satisfecho entre astilladas mandíbulas de botellas, se lavaba la cara en la cúspide de una montaña de basura que se elevaba triangular hasta el techo de la cochera, oliendo fuerte y dulce. No había en todo el condado otro lugar como aquel patio de granja; ninguno tan pobre y tan magnífico y tan sucio como aquel cuadrado de barro, desperdicios, madera mala y piedra derruida, donde un puñado de gallinas viejas y desaliñadas escarbaban y ponían huevos mezquinos. En la batea de una pocilga desierta graznó un pato. Y un mozo joven y un niño se detuvieron junto a una pared baja, mirando y oliendo a una cerda que alimentaba su cría con las tetas en el barro.
—¿Cuántos lechones hay?
—Cinco. La maldita se comió uno —dijo Gwilym.
Los contamos mientras se retorcían y coleaban, rodando sobre sus lomos o sus panzas, empujándose, pellizcándose, apiñándose y chillando en torno a su madre. Había cuatro. Los contamos otra vez. Cuatro lechones, cuatro desnudas colitas rosadas que se enroscaban mientras sus bocas engullían y la cerda gruñía de alegría y dolor.
—Debe de haberse comido otro —dije, y recogí una vara y pinché al animal, frotando sus embarrados pelos—. O a lo mejor un zorro saltó la pared —sugerí.
—No fueron ni ella ni el zorro —dijo Gwilym—. Fue mi padre.
Imaginé a Tío, alto, astuto, colorado, agarrando con sus dos manos peludas al lechón que se retorcía, hundiéndole sus dientes en el muslo, mascando sus huesos; lo pude imaginar inclinado sobre la pared de la pocilga con las patas del lechón colgándole de la boca.
—¿Tío se comió el lechón?





En aquel mismo instante, detrás de los cobertizos podridos, estaba hundido en las plumas hasta las rodillas, devorando cabezas de gallinas vivas.
—Lo vendió para pagarse la copa —susurró Gwilym amargamente, los ojos clavados en el cielo—. La Navidad pasada se llevó una oveja al hombro y estuvo borracho diez días.
La cerda se revolcó para acercarse más al cosquilleante palo, y los lechones que mamaban de ella, chillando perdidos en la imprevista oscuridad, se debatieron entre sus rollos y sus bolsas.
—Ven a ver mi capilla —dijo Gwylim
Olvidó en seguida al lechón perdido y comenzó a hablar de las ciudades que había visto en una gira religiosa: Neath, Bridgend, Bristol, Newport, con sus lagos y sus parques, sus calles brillantes, coloridas, rebosantes de tentaciones. Nos alejamos de la pocilga y de la chasqueada cerda.
—Conocí gran cantidad de actrices —dijo.
La capilla de Gwilym era el último viejo granel o antes del prado que bajaba al río; se alzaba dominando el patio de la granja, sobre una colina cubierta de inmundicia. Tenía una gran puerta con un pesado candado, pero podía entrarse fácilmente por los boquetes que había a cada lado. Mi primo sacó un llavero, lo sacudió delicadamente y probó cada una de las llaves en el candado.
—Muy elegante —dijo—. Las compré en un boliche de Carmarthen.
Entramos en la capilla por uno de los boquetes.
En el centro había un carretón polvoriento con el nombre tapado con pintura y una cruz de cal sobre el costado.
—Mi pulpito —explicó, y entró solemnemente en él, trepando por la vara—. Siéntate en el heno; cuidado con las ratas —dijo. Y extrayendo nuevamente su voz más profunda, gritó hacia los cielos y hacia las vigas, cubiertas de filas de murciélagos y telarañas colgantes: —Bendícenos en este santo día, ¡oh Señor!; bendícenos a mí y a Dylan y a ésta Tu capillita por siempre jamás, amén. He hecho unas cuantas mejoras en este lugar.
Sentado en el heno miré predicar a Gwilym y oí como se alzaba su voz y se quebraba luego hundiéndose en un susurro, y estallando otra vez en cantos galeses, ya triunfal, ya salvaje, luego dócil. A través de un agujero, el sol brillaba sobre sus hombros piadosos.
—Oh, Dios. Tú estás en todas partes, en todo momento, en el rocío de la mañana, en la helada del anochecer, en los campos y en el pueblo, en el pío y en el pecador, en el gorrión y en el buharro. Tú puedes verlo todo, puedes mirar en el fondo de nuestros corazones, puedes vernos cuando no hay estrellas, en la oscuridad espesa, en la negrura honda, honda, honda. Tú puedes vernos, espiarnos, observando todo el tiempo, en los rincones oscuros, en las grandes praderas de los vaqueros, bajo las mantas, mientras roncamos, en las terribles sombras; en lo negro, negrísimo. Tú puedes ver todo cuanto hacemos, de noche y de día, de día y de noche; todo, todo; Tú puedes vernos todo el tiempo.
Dejó caer las manos enlazadas. La capilla del granero quedó silenciosa, alanceada de sol. No hubo nadie que gritara ¡aleluya! o ¡bendito sea Dios!; yo era demasiado pequeño, estaba demasiado enamorado del silencio.
Afuera graznó el único pato.
—Ahora haré una colecta —dijo Gwilym.
Bajó del carretón, hurgó entre el heno y extendió hacia mí una lata abollada.
—No tengo alcancía como la gente —dijo.
Puse dos peniques en la lata.
—Es hora de comer —anunció, y volvimos a la casa sin decir palabra.
Cuando terminamos el almuerzo, dijo Annie: —Ponte tu traje nuevo esta tarde. El de rayas.
Iba a ser una tarde especial, porque mi mejor amigo, Jack Williams, de Swansea, llegaría en automóvil con su tía rica, a pasar quince días de vacaciones conmigo.
—¿Dónde está Tío Jim?
Gwilym imitó el grito de un cerdo. Sabíamos dónde estaba Tío: sentado en una taberna, con una ternera al hombro y dos lechónes asomando el hocico por sus bolsillos; tenía los labios manchados con sangre de toro.
—¿Es muy rica Mrs. Williams? —preguntó Gwilym.
Le conté que tenía tres automóviles y dos casas; pero era mentira.
—Es la mujer más rica de Gales. Una vez fue alcaldesa —agregué—. ¿Tomaremos el té en la mejor habitación?
Annie asintió con la cabeza.
—Y una lata grande de duraznos —dijo.
—Esa lata vieja está en la alacena desde Navidad
—intervino Gwilyin—. Mamá la ha estado guardando para un día como hoy.
—Son unos duraznos hermosos —dijo Annie, y subió por la escalera a vestirse como para un domingo.
La mejor habitación olía a bolas de naftalina, y a pieles, y a humedad, y a plantas muertas, y a aire rancio, agrio. Dos vitrinas, apoyadas en una especie de ataúdes de madera, se alineaban contra la pared de la ventana.
Se podía mirar hacia el huerto, plagado de yerbajos, a través de las patas de un zorro embalsamado, sobre la cabeza de una perdiz o del pecho manchado de pintura roja de un rígido pato salvaje. Al otro lado de la estevada mesa había una vitrina con porcelanas y peltres, chucherías, dientes, broches familiares; sobre la carpeta de recortes había una gran lámpara de aceite, una Biblia con broche metálico, un alto vaso con una mujer, envuelta en una túnica, que parecía a punto de bañarse en él, y una fotografía enmarcada de Annie, Tío Jim y Gwilym sonriendo delante de una maceta con heléchos. Sobre la repisa de la chimenea había dos relojes, algunos perros, candelabros de bronce, una pastora, un hombre con falda escocesa y una fotografía coloreada de Annie, con peinado alto y los pechos erguidos. Había sillas alrededor de la mesa y en cada rincón —rectas, curvas, con el tapizado manchado; todas con trozos de encaje colgando sobre los respaldos. Una sábana blanca remendada amortajaba el armonio. La chimenea estaba llena de pinzas, palas y atizadores de bronce. Rara vez se usaba «la mejor habitación». Una vez por semana Annie se pasaba el día allí, puliendo, lustrando, sacudiendo; pero la alfombra todavía lanzaba una nubecilla gris cuando se la pisaba, el polvo cubría los asientos de las sillas y en las hendiduras del sofá se apelotonaban bolas de algodón y roña, estopa y largas crines negras. Soplé sobre el vidrio para ver los cuadros. Gwilym, castillos, vacas.
—Cambíate el traje ya —me dijo Gwilym.
Yo quería ponerme el traje viejo, quería parecer un verdadero granjero, con las suelas de los zapatos llenas de boñiga que sonaba al caminar; y quería ver cómo tenía terneros la vaca, cómo se echaba el toro sobre ella; y quería correr por la cañada, y mojarme las medias, y gritar «¡Arre, hijos de p...!», y apedrear las gallinas, y hablar como un granjero. Pero subí la escalera y me puse el traje de rayas. Desde mi dormitorio oí el ruido del automóvil acercándose al patio de la granja. Era Jack Williams con su madre.
—¡Ahí están, en un Daimler! —gritó Gwilym desde el pie de la escalera, y yo bajé corriendo a recibirlos, con la corbata sin hacer y el cabello revuelto.
—Buenas tardes, Mrs. Williams, buenas tardes —decía Annie desde la puerta—. Entren. Qué lindo día, ¿verdad, verdad, Mrs. Williams? ¿Tuvieron buen viaje? Por aquí, Mrs. Williams; cuidado con el escalón.
Annie se había puesto un vestido negro y brillante que olía a naftalina, como las fundas de las sillas de «la mejor habitación»; pero había olvidado de cambiarse las zapatillas, que estaban cubiertas de costras de barro y llenas de agujeros. Indicó el camino a Mrs. Williams por el pasillo empedrado, volviendo continuamente la cabeza hacia atrás, cloqueando, nerviosa y ofreciendo excusas por la pequenez de la casa, al par que arreglándose ansiosamente el cabello con una mano corta y áspera.
Mrs. Williams era alta y robusta, con pechos salientes y piernas gruesas; los tobillos hinchados rebasaban sus zapatos puntiagudos; estaba empavesada como una alcaldesa o como un barco, y entró detrás de Annie en «la mejor habitación».
—Por favor, no se moleste por mí, Mrs. Jones; se lo ruego —dijo. Antes de sentarse sacudió el asiento con un pañuelo de encaje que sacó de su cartera—. No puedo quedarme, ¿sabe? —agregó.
—¡Oh, pero tiene que tomar una taza de té! —dijo Annie, y apartó las sillas de la mesa, de modo que nadie pudo moverse, y Mrs. Williams quedó encerrada con sus pechos, sus anillos, su cartera; luego abrió el aparador, dejando caer la Biblia al suelo y la recogió limpiándola apresuradamente con la manga.
—Y duraznos —agregó Gwilym. Estaba en el pasillo, con el sombrero puesto.
—Quítate el sombrero y atiende a Mrs. Williams —le dijo Annie; colocó la lámpara sobre el amortajado armonio, tendió un mantel blanco que tenía una mancha de té en el centro, sacó la porcelana y puso cuchillos y tazas para cinco.
—No se moleste por mí, se lo ruego —insistió Mrs. Williams—. ¡Qué zorro tan bonito! —Y esgrimió un dedo cargado de anillos en dirección a la vitrina.
—Es sangre de veras —le dije a Jack, y trepamos a la mesa por encima del sofá.
—No, no es —dijo él—; es tinta colorada.
—¡Oh, tus zapatos! —gritó Annie.
—Si no es tinta, es pintura entonces.
—¿Le sirvo una porción de torta, Mrs. Williams?
—preguntó Gwilym.
Annie hizo chocar las tazas.
—No hay una sola porción de torta en la casa —dijo—. Olvidamos pedirla a la confitería; ni una sola. ¡Oh, Mrs. Williams!
Mrs. Williams contestó:
—Nada más que una taza de té; gracias.
Todavía transpiraba, porque había hecho a pie todo el trayecto desde el auto, y la transpiración le embadurnaba el polvo de la cara. Hizo chispear los anillos y se enjugó el rostro.
—Tres terrones —dijo—. Estoy segura de que Jack va a sentirse muy feliz aquí.
—Feliz como unas pascuas —acotó Gwilym.
—Pero comerá unos duraznos, ¿verdad? Son hermosos, Mrs. Williams.
—Debieran serlo; ¡hace tanto que están aquí...! ——dijo Gwilym.
Annie tropezó otra vez con las tazas.
—Duraznos, no; gracias —contestó Mrs. Williams.
—Oh, sí, Mrs. Williams; uno sólito —dijo Annie—. Con crema.
—No, no, Mrs. Jones; gracias de todos modos. Si fueran peras...; pero no me gustan los duraznos.
Jack y yo habíamos dejado de charlar. Annie clavó la mirada en sus zapatillas. Uno de los dos relojes de la repisa tosió, dando la hora. Mrs. Williams se levantó de la silla con esfuerzo.
—Bueno, ¡cómo vuela el tiempo! —dijo.
Se abrió camino entre los muebles, chocó contra el trinchante, sacudiendo chucherías y broches, y besó a Jack en la frente.
—Te has puesto perfume —dijo Jack.
Ella le palmeó la cabeza.
—Bueno, pórtense bien. Y recuerde, Mrs. Jones —agregó dirigiéndose a Annie en un susurro—: nada más que comida sencilla. A no arruinarle el apetito.
Annie la siguió fuera de la habitación; se movía lentamente.
—Haré cuanto pueda, Mrs. Williams.
Le oímos decir «Adiós, entonces, Mrs. Williams», bajar los escalones de la cocina y cerrar la puerta. El automóvil rugió en el patio; después el ruido se hizo más suave, hasta morir.
Descendimos por la espesa cañada, corriendo y gritando, destrozando las plantas con nuestras varas, bailando felices. Bajamos el último tramo patinando y frenamos sobre la orilla del arroyo. Arriba había quedado Gwilym, el tuerto, el del ojo muerto, siniestro, flaco; Gwilym el de las diez cicatrices, cargando sus pistolas en la Granja de la Horca.
Nos arrastramos disparando nuestras ametralladoras entre los arbustos, nos escondimos a un silbido, en medio del altísimo pasto, y nos quedamos acurrucados, atentos al quebrarse de una ramita o al secreto abrirse de la maleza.
En cuclillas, ansioso y solitario, proyectando una sombra de ébano en medio del bullir de la jungla de Gorsehill, mientras saltaban en el aire pájaros y peces imposibles, escondido bajo flores de cuatro tallos, altas como caballos, en la temprana tarde, mi amigo Jack Williams, invisible, estaba cerca de mí, en aquella cañada próxima a Carmarthen. Sentí todo mi cuerpo joven como un animal agitado que me rodeara, sentí el escozor de las rodillas hincadas, el corazón alborotado; el largo calor entre las piernas, el sudor ardiéndome en las manos, los túneles que se hundían en mis oídos, las bolitas de roña entre los dedos del pie, los ojos en sus órbitas, la voz retenida, el galopar de la sangre, los recuerdos que volaban alrededor y dentro de mí, tensos, atentos, esperando el instante para saltar. Allí, jugando a los indios, tuve conciencia de mí mismo en el centro exacto de una historia viva, y mi cuerpo era mi aventura y mi nombre. Salté, excitado, y otra vez trepé a empujones por entre los espinos desgarrantes.
—¡Te veo! ¡Te veo! —gritó Jack, y echó a correr detrás de mí—. ¡Bang! ¡Bang! ¡Muerto!
Yo era joven, violento, vivo; pero me dejé caer, obediente.
—Ahora trata de matarme a mí.—dijo Jack—. Cuenta hasta ciento.
Cerré un ojo, lo vi correr hacia lo alto ruidosamente y luego volver de puntillas y trepar a un árbol; y después conté hasta cincuenta, corrí al pie del árbol y lo maté mientras subía.
—¡Cae! —grité.
Se negó a caer, de modo que yo también trepé, y nos aferramos a las ramas más altas; y desde arriba espiamos el retrete, en una esquina del prado, Gwilym estaba sentado, con los pantalones bajos. Parecía pequeño y negro. Estaba leyendo un libro y movía las manos.
—¡Te estamos viendo! —le gritamos.
Se subió rápidamente los pantalones y metió el libro en el bolsillo.
—¡Te estamos viendo, Gwilym!
Salió.
—¿Dónde?
Agitamos nuestras gorras.
—¡En el cielo! —gritó Jack.
—¡Volando! —grité yo.
Extendimos los brazos como alas.
—¿Por qué no vuelan hasta abajo?
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—Pájaros —dijo Gwilym.
Cuando entramos para recibir nuestra cena y nuestra reprimenda teníamos la ropa desgarrada, mojadas las medias, pegajosos los zapatos; musgo verde y corteza en las manos y en las caras. Annie estaba silenciosa esa noche, aunque me llamó sinvergüenza y dijo que no sabía lo que pensaría Mrs. Williams; y que Gwilym debía saber mejor lo que hacía. Hicimos muecas a Gwilym y le pusimos sal en el té, pero después de la cena dijo:
—Pueden venir conmigo a la capilla, si quieren. Antes de irse a la cama.
Encendió una vela en lo alto de su pulpito ambulante. Era poca luz para el enorme granero. Los murciélagos se habían ido. Sus sombras aún colgaban cabeza abajo a lo largo del techo. Gwilym ya no era mi primo con ropas de domingo, sino un desconocido alto, en forma de pala, vestido con capa. Su voz se volvió demasiado profunda. Las pilas de paja parecían tener vida. Pensé en el sermón del carretón: nos miraban, miraban el corazón de Jack, la lengua de Gwilym estaba marcada, mi murmullo —«Mírale los ojitos»— sería siempre recordado.
—Ahora recibiré vuestras confesiones —anunció Gwilym desde el carro.
Jack y yo nos pusimos de pie, descubiertos, en el círculo de luz; pude sentir el temblor del cuerpo de Jack.
—Tú primero.
El dedo de Gwilym, brillante como si lo hubiera metido en la llama de la vela hasta quemarlo, me señaló; di un paso hacia el pulpito, alzando la cabeza.
——Confiésate —dijo Gwilym.
—¿Qué tengo que confesar?
—Lo peor que hayas hecho.
Yo había dejado que azotaran a Edgar Reynolds a causa de haberle quitado sus deberes; Había robado de la cartera de mi madre; había robado de la cartera de Cwyneth; había robado doce libros en tres visitas a la biblioteca y los había tirado en el parque; había bebido una copa de mis propios orines para conocer su gusto; había golpeado a un perro con una vara para obligarlo a que se acurrucase y me lamiera la mano; con Dan Jones, había espiado por el ojo de la cerradura mientras se bañaba la doncella de su casa; me había cortado la rodilla con un cortaplumas, había mojado un pañuelo con la sangre y había dicho que me había salido del oído, para fingir que estaba enfermo y asustar a mi madre; me había bajado los pantalones para mostrarle a Jack Williams lo que tenía; había visto cómo Billy Jones golpeaba a una paloma con el atizador de la chimenea hasta matarla, y me había reído primero y vomitado después; con Cedrik Williams me había metido en la casa de Mrs. Samuels y juntos volcamos tinta en las sábanas de su cama.
Dije:
—No he hecho nada malo.
—Vamos, confiésate —insistió Gwilym. Me miraba con ceño.
—¡No puedo! ;No puedo! —grité—. No he hecho nada malo.
—¡Confiésate!
—¡No quiero, no quiero!
Jack comenzó a lloriquear.
Gwilym abrió la puerta de la capilla y lo seguimos al patio de la granja, pasando junto a los cobertizos negros y corcovados en dirección a la casa; Jack sollozó durante todo el trayecto. Juntos, ya en la cama, Jack y yo confesamos nuestros pecados.
—Yo también robé de la cartera de mamá; tenía libras y libras.
—¿Cuánto robaste?
—Tres peniques.
—Una vez yo maté a un hombre.
—No, no puede ser.
—¡Te lo juro por Dios! Le pegué un tiro en el corazón.
—¿Cómo se llamaba?
—Williams.
—¿Sangró?
Pensé en el arroyo que lamía las paredes de la casa.
—Como un cerdo —dije.
Las lágrimas de Jack se habían secado.
—Gwilym no me gusta. Está loco.
—No. Una vez encontré un montón de poesías en su cuarto. Todas dedicadas a muchachas. Después me las mostró, pero había cambiado los nombres de las muchachas por el de Dios.
—Es religioso.
—No, no lo es. Sale con actrices. Conoce a Corinne Griffith.
Nuestra puerta estaba abierta. A mí me gustaba cerrar la puerta de noche porque prefería tener un fantasma dentro del dormitorio a pensar que uno pudiera entrar; pero a Jack le gustaba abierta. Lo jugamos a la suerte y ganó. Oímos chirriar la puerta de enfrente y luego pasos en el pasillo de la cocina.
—Es Tío Jim.
—¿Cómo es?
—Parece un zorro. Come lechones y pollos.
El cielo raso era delgado; podíamos oír todos los ruidos, el crujido de la silla del bardo, el tintineo de los platos, la voz de Annie diciendo:
—¡Media noche!
—Está borracho —dije. Guardamos silencio, esperando oír alguna pelea.
—A lo mejor le tira los platos —dije. Pero Annie lo reconvino suavemente.
—Ésa no es forma de estar, Jim.
Tío murmuró algo.
—Falta un lechón —prosiguió ella—. Oh, ¿por qué haces eso, Jim? Ya no nos queda nada. No podremos seguir así.
—¡Dinero, dinero, dinero! —dijo él. Supe que estaba encendiendo la pipa. Después la voz de Annie se hizo tan baja que no pudimos entender sus palabras, y Tío dijo:
—¿Te pagó los treinta chelines?
—Están hablando de tu mamá —le dije a Jack.
Durante largo rato Annie habló en voz muy baja; tratamos de pescar sus palabras. «Mrs. Williams», decía, y «automóvil», y «Jack», y «duraznos». Me pareció que lloraba, porque su voz se quebró en la última palabra.
La silla de Tío Jim crujió otra vez; quizá golpeara con el puño la mesa. Le oímos gritar:
—¡Yo le daré duraznos! ¡Duraznos, durazno! ¿Quién se cree que es? ¿Es que los duraznos no son bastante buenos? Al infierno con su maldito automóvil y su maldito hijo. Tratando de ofendernos...
—¡No; calla, Jim; vas a despertar a los chicos! —dijo Annie.
—¡Los voy a despertar, sí, y les voy a romper el alma a latigazos también!
—¡Por favor, por favor, Jim!
—¡Tendrás que echar al chico, o lo echaré yo! ¡Que se vaya a sus malditas tres casas!
Jack se tapó la cara con las mantas y sollozó en la almohada.
—¡No quiero oír, no quiero oír! ¡Le escribiré a mamá! ¡Que me lleve!
Bajé de la cama para cerrar la puerta. Jack no volvería a hablarme. Me quedé dormido, acunado por las voces de abajo, que se fueron haciendo más suaves.
Tío Jim no apareció para el desayuno. Cuando bajamos, habían limpiado los zapatos de Jack, y su ropa estaba zurcida y planchada. Annie le dio dos huevos duros y uno a mí. Y me perdonó cuando bebí la leche del plato.
Después del desayuno, Jack caminó, hasta el puesto del correo. Yo me llevé el collie tuerto para cazar conejos en las colinas, pero el perro, que ladraba a los patos, me trajo un zapato de algún vagabundo desde unos setos y se echó frente a una conejera, agitando el rabo. Tiré algunas piedras a la laguna desierta, y el collie regresó cansadamente, trayéndome uno de los palos que le arrojé.
Jack se dirigió, malhumorado, hacia la húmeda cañada, las manos en los bolsillos, la gorra echada sobre un ojo. Dejé al collie oliscando una cueva de topo y trepé a lo alto del árbol, en el rincón del retrete. Abajo, Jack jugaba a los indios, cazando cabelleras entre los arbustos, sorprendiéndose a sí mismo detrás de los árboles, escondiéndose en el pasto. Lo llamé una vez, pero hizo como que no me oía. Jugaba solo, silenciosa, salvajemente. Lo vi de pie, con las manos en los bolsillos, haciendo equilibrio en el barro, a la orilla del arroyo que corría al pie de la cañada. Mi rama cedió de pronto, y las copas de los arbustos subieron hacia mí violentamente. «¡Me caigo!», grité, pero mis pantalones me salvaron y me aferré al árbol; fue un instante tremendo de aventura, pero Jack no levantó la mirada, y el instante se perdió. Bajé, sin dignidad, hasta el suelo.
Temprano, después de un almuerzo silencioso, mientras Gwilym leía las Escrituras, escribía himnos a las muchachas o dormía en su capilla, Annie horneaba pan y yo me tallaba un silbato de madera en el desván, arriba del establo, oí que el automóvil se acercaba otra vez al corral de la granja.
Jack salió corriendo de la casa, al encuentro de su madre, vestido con su mejor traje; y al tiempo que ella pisaba las piedras recogiendo su falda, le oí decir:
—Y te llamó vaca maldita, y dijo que me iba a romper el alma a latigazos, y Gwilym me llevó al granero de noche para que me mordieran las ratas, y Dylan es "un ladrón, y la vieja me destrozó la chaqueta...
Mrs. Williams envió al chófer a buscar el equipaje.
Annie acudió a la puerta, tratando de sonreír y de hacer una reverencia, arreglándose el cabello, limpiándose las manos en el delantal.
—Buenas tardes—dijo Mrs. Williams, y se sentó con Jack en la parte trasera del automóvil; y los dos contemplaron las ruinas de Gorsehill.
El chófer volvió. El automóvil se alejó, espantando a las gallinas. Yo salí corriendo del establo para saludar a Jack con la mano. Iba muy rígido, sentado junto a su madre. Agité mi pañuelo.





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