Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 22 - Abdicaciones (Final del libro) - Links a mas Filosofia

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 11:22





ABDICACIONES

 La cuerda

 Ya no sé cómo me fue dado recoger esta confidencia: «Sin profesión ni salud, sin proyectos ni recuerdos, he relegado lejos de mí el porvenir y el saber, y ya no poseo más que un camastro sobre el que desaprender el sol y los suspiros. Permanezco tumbado en él, y devano las horas; en torno mío, utensilios, objetos que me intiman a perderme. El clavo me susurra; atraviésate el corazón, las pocas gotas que saldrían no deberían asustarte. El cuchillo insinúa: mi hoja es infalible: un segundo de decisión y triunfarás sobre la miseria y la vergüenza. La ventana se entreabre sola, chirriando en el silencio: compartes con los pobres las alturas de la ciudad; lánzate, mi abertura es generosa: sobre el pavimento, en un abrir y cerrar de ojos, te estrellarás con el sentido o sinsentido de la vida. Y una cuerda se enrosca como sobre un cuello ideal, adoptando un tono de fuerza suplicante: te espero desde siempre, he asistido a tus terrores, a tus abatimientos y a tus asperezas, he visto tus mantas estrujadas, la almohada que tu rabia mordía, como también escuché los reniegos con los que obsequiabas a los dioses. Caritativa, te compadezco y te ofrezco mis servicios. Pues tú has nacido para ahorcarte, como todos los que desdeñan una respuesta a sus dudas o una fuga a su desesperación».

 El trasfondo de una obsesión

 La idea de la nada no es la apropiada para la humanidad laboriosa: los atareados no tienen ni tiempo ni ganas de sopesar su polvo; se resignan a las durezas o a las estupideces de la suerte; esperan: la esperanza es una virtud de esclavos.
 Son los vanidosos, los presumidos y las coquetas, quienes, temiendo las canas, las arrugas y los estertores, llenan su ocio cotidiano con la imagen de su carroña: se miman y se desesperan; sus pensamientos revolotean entre el espejo y el cementerio, y descubren en los rasgos amenazados de su rostro verdades tan graves como las de las religiones. Toda metafísica comienza con una angustia del cuerpo, que llega a ser después universal; de tal suerte que los inquietos por frivolidad prefiguran los espíritus auténticamente atormentados. El ocioso superficial, obseso por el espectro de la vejez, está más cerca de Pascal, de Bossuet o de Chateaubriand que el sabio que no se inquieta por sí mismo. La vanidad tiene un atisbo de genio: ahí tenéis al gran orgulloso, que se pliega mal a la muerte y la siente como una ofensa personal. El mismo Buda, superior a todos los sabios, no fue más que un presumido a escala divina. Descubrió la muerte, su muerte, y, herido, renunció a todo e impuso su renuncia a los otros. Así, los sufrimientos más terribles y más inútiles nacen del orgullo maltrecho, el cual, para hacer frente a la Nada, la transforma, por venganza, en Ley.

 Epitafio

 «Tuvo el orgullo de no mandar jamás, de no disponer de nada ni de nadie. Sin subalternos, sin amos, no dio ni recibió órdenes. Excluido del imperio de las leyes, y como si fuera anterior al bien y al mal, no hizo padecer nunca a nadie. En su memoria se borraron los nombres de las cosas; miraba sin percibir, escuchaba sin oír: los perfumes y aromas se desvanecían al aproximarse a los orificios de su nariz y a su paladar. Sus sentidos y sus deseos fueron sus únicos esclavos: de tal modo que apenas sintieron, apenas desearon. Olvidó dicha y desdicha, sed y temores; y si en alguna ocasión volvía a acordarse de ellos, desdeñaba nombrarlos y rebajarse así a la esperanza o la nostalgia. El gesto más ínfimo le costaba más esfuerzos que los que cuestan a otros fundar o derribar un imperio. Pues nació cansado de nacer, se quiso sombra: ¿cuándo vivió entonces?, ¿y por culpa de qué nacimiento? Y si llevó su sudario en vida, ¿merced a qué milagro logró morir?»

 Secularización de las lágrimas

 Sólo a partir de Beethoven la música se dirige a los hombres: antes, no se relacionaba más que con Dios. Bach y los grandes italianos no conocieron ese desliz hacia lo humano, ese falso titanismo que altera, desde el Sordo, el arte más puro. La torsión del querer reemplazó a las suavidades; la contradicción de los sentimientos, al ímpetu ingenuo; el frenesí, al suspiro disciplinado; una vez desaparecido el cielo de la música, en su lugar se instaló el hombre. El pecado fluía antes en dulces llantos; vino el momento en que se desbordó: la declamación dio cuenta de la razón, el romanticismo de la Caída triunfó sobre el sueño armonioso de la decadencia...
 Bach: languidez de cosmogonía; escala de lágrimas por la que suben nuestros deseos de Dios; arquitectura de nuestras fragilidades, disolución positiva  y la más alta  de nuestra voluntad; ruina celeste en la Esperanza; único modo de perdernos sin derrumbarnos y de desaparecer sin morir...
 ¿Es ya demasiado tarde para volver a aprender esos desvanecimientos? ¿Nos es preciso continuar desfalleciendo fuera de los acordes del órgano?




 Fluctuaciones de la voluntad

 «¿Conocéis ese crisol de la voluntad en el que nada resiste a vuestros deseos, donde la fatalidad y la gravitación pierden su imperio y se sutilizan ante la magia de vuestro poder? Seguro de que tu mirada resucitaría a un muerto, de que tu mano puesta sobre la materia la haría estremecer, de que a tu contacto las piedras palpitarían, de que todos los cementerios florecerían en una sonrisa de inmortalidad, te repites a ti mismo: «De ahora en adelante ya no habrá más que una primavera eterna, una danza de prodigios y el fin de todos los sueños. He traído otro fuego: los dioses palidecen y las criaturas se regocijan; la consternación se ha apoderado de la bóveda celeste y el jolgorio ha bajado a las tumbas.»
 ... Y el entusiasta de los paroxismos, sin aliento, se calla un instante para proferir, con acento de quietismo, palabras de abandono:
 «¿Habéis experimentado alguna vez esta somnolencia que se transmite a las cosas, este reblandecimiento que vuelve anémicas las savias, y las hace soñar con un otoño vencedor de las otras estaciones? A mi paso, las esperanzas se adormecen, las flores se marchitan, los instintos flaquean: todo cesa de querer, todo se arrepiente de haber querido. Y cada ser me susurra: «Me gustaría que otro viviese mi vida, fuera Dios o fuera un limaco. Suspiro por una voluntad de inacción, un infinito en suspenso, una atonía extática de los elementos, una hibernación a pleno sol, que lo entumeciese todo, del cerdo a la libélula...»

 Teoría de la bondad

 «Puesto que para usted no hay último criterio ni irrevocable principio, y ningún dios, ¿qué es lo que le impide perpetrar todos los crímenes?»
 «Descubro en mí tanto mal como en cualquier otro, pero, como execro la acción  madre de todos los vicios , no soy causa de sufrimientos para nadie. Inofensivo, sin avidez, y sin la suficiente energía e indecencia para enfrentarme con los otros, dejo el mundo tal como lo encontré. Vengarse presupone una vigilancia de cada instante y un espíritu sistemático, una continuidad costosa, mientras que la indiferencia del perdón y del desprecio hace las horas gratamente vacías. Todas las morales representan un peligro para la bondad; sólo la incuria la salva. Tras haber elegido la flema del imbécil y la apatía del ángel, me excluí de los actos y, como la bondad es incompatible con la vida, me he podrido para ser bueno.»

 La parte de las cosas

 Se necesita una considerable dosis de inconsciencia para entregarse sin reservas a cualquier cosa. Los creyentes, los enamorados, los discípulos, no perciben más que un rostro de sus deidades, de sus ídolos, de sus maestros. El ferviente permanece ineluctablemente en la ingenuidad. ¿Hay sentimiento puro donde la mezcla de gracia e imbecilidad no se traicione, y admiración beata sin eclipse de la inteligencia? Quien entrevé simultáneamente todos los aspectos de alguien o de algo permanece por siempre indeciso entre el arrebato y el estupor. Diseca cualquier creencia: ¡qué gala del corazón y, debajo, cuánta ignominia! Es lo infinito soñado en una alcantarilla y que conserva, imborrables, su huella y su hedor. Hay un notario en cada santo, un tendero en todo héroe, un portero en el mártir. En el fondo de los suspiros se esconde una mueca; a los sacrificios y a las oraciones se mezclan los vapores del burdel terrestre. Tomemos el amor: ¿hay expansión más noble, arrebato menos sospechoso? Sus estremecimientos compiten con la música, rivalizan con las lágrimas de la soledad y del éxtasis: es lo sublime, pero de una sublimidad inseparable de las vías urinarias: transportes vecinos a la excreción, cielo de las glándulas, santidad súbita de los orificios... Basta un momento de atención para que esa embriaguez, conmocionada, os arroje en las inmundicias de la fisiología, o un instante de fatiga para constatar que tanto ardor no produce más que una variedad de moco. El estado de vigilia altera el sabor de nuestros arrobos y transforma a quien los sufre en un visionario pisoteando pretextos inefables. No se puede amar y conocer al mismo tiempo, so pena de que el amor padezca y expire bajo la mirada del espíritu. Husmead en vuestras admiraciones, escrutad a los beneficiarios de vuestro culto y a los que se aprovechan de vuestros abandonos: bajo sus pensamientos más desinteresados descubriréis el amor propio, el aguijón de la gloria, la sed de dominio y de poder. Todos los pensadores son fracasados de la acción que se vengan de su fracaso por medio de conceptos. Nacidos más acá de los actos, los exaltan o los menosprecian, según aspiren al agradecimiento de los hombres o a la otra forma de gloria: su odio; elevan indebidamente sus propias deficiencias, sus propias miserias, al rango de leyes, su futilidad a nivel de principios.
 El pensamiento es una mentira, como el amor o la fe. Pues las verdades son fraudes y las pasiones, olores; y a fin de cuentas la elección está entre el que miente y el que hiede.


 
 Maravillas del vicio

 En tanto que hace falta a un pensador  para disociarse del mundo  una inmensa tarea de interrogaciones, el privilegio de una tara confiere de golpe un destino singular. El Vicio  dispensador de soledad  ofrece a aquel a quien marca la excelencia de una condición separada. Por ejemplo, el invertido: inspira dos sentimientos contradictorios: el asco y la admiración; su debilidad le hace juntamente inferior y superior a los otros; no se acepta, se justifica ante sí mismo constantemente, se inventa razones, escindido entre la vergüenza y el orgullo; sin embargo  fervientes de las estupideces de la procreación  marchamos con el rebaño. ¡Malhaya quien no tenga secretos sexuales! ¿Cómo vislumbraremos las fétidas ventajas de las aberraciones? ¿Permaneceremos por siempre jamás progenitores de la naturaleza, víctimas de sus leyes, árboles humanos, en suma?
 Las deficiencias del individuo determinan el grado de ductilidad y sutileza de una civilización. Las sensaciones raras conducen al espíritu y le avivan: el instinto desviado se encuentra en las antípodas de la barbarie. Resulta así que un impotente es más complejo que un bruto de reflejos inalterables, que aquél realiza mejor que cualquier otro la esencia del hombre, de este animal desertor de la zoología, que se enriquece con todas sus insuficiencias, con todas sus imposibilidades. Suprimid las taras y los vicios, quitad las preocupaciones carnales, y no volveréis a encontrar almas; pues lo que llamamos con ese nombre no es más que un producto de escándalos interiores, una designación de vergüenzas misteriosas, una idealización de la abyección...
 En los entresijos de su ingenuidad, el pensador envidia las posibilidades de conocer abiertas a quien es contra natura; cree  no sin repulsión  en los privilegios de los «monstruos»... Puesto que el vicio es una dolencia, y la única forma de celebridad que vale la pena, el vicioso «debe» ser necesariamente más profundo que el común de los hombres, ya que está indeciblemente separado de todos; empieza donde los otros terminan...
 Un placer natural, obtenido en lo evidente, se anula en sí mismo, se destruye en sus medios, expira en su actualidad, mientras que una sensación insólita es una sensación pensada, una reflexión sobre los reflejos. El vicio alcanza su grado más alto de conciencia  sin intervención de la filosofía; pero le hace falta al pensador toda una vida para llegar a esa lucidez afectiva con la que comienza el pervertido. Se parecen, sin embargo, en su propensión a separarse de los otros, aunque el uno se ve obligado a ello por la meditación, mientras que el otro sólo sigue las maravillas de su inclinación.

 El corruptor

 «¿Cómo pasaron tus horas? El recuerdo de un gesto, la impronta de una pasión, el fulgor de una aventura, una hermosa y fugitiva demencia  no hay nada de esto en tu pasado; ningún delirio lleva tu nombre, ningún vicio te honra . Has pasado sin dejar huellas; pero, ¿cuál fue tu sueño?»
 «Hubiera querido sembrar la Duda hasta en las entrañas del globo, empapar con ella la materia, hacerla reinar donde el espíritu no penetró jamás, y, antes de alcanzar la medula de los seres vivientes, sacudir la quietud de las piedras, introducir en ella la inseguridad y los defectos del corazón. Arquitecto, hubiera construido un templo a la Ruina; predicador, revelado la farsa de la oración; rey, enarbolado el emblema de la rebelión. Como los hombres incuban un secreto deseo de repudiarse, hubiera estimulado en todas partes la infidelidad a uno mismo, hundido a la inocencia en el estupor, multiplicado los traidores a sí mismos, impedido a las multitudes acurrucarse en el pudridero de sus certidumbres.»

 El arquitecto de las cavernas

 La teología, la moral, la historia y la experiencia de cada día nos enseñan que para alcanzar el equilibrio no hay una infinidad de secretos; no hay más que uno: someterse. «Aceptad un yugo, nos repiten, y seréis felices; sed algo y os libraréis de vuestras penas.» En efecto, en este mundo todo es oficio: profesionales del tiempo, funcionarios de la respiración, dignatarios de la esperanza, un puesto nos espera desde antes de nacer: nuestras carreras se fraguan en las entrañas de nuestras madres. Miembros de un universo oficial, debemos ocupar una plaza en él por el mecanismo de un destino rígido, que no se relaja más que a favor de los locos; éstos, al menos, no se ven constreñidos a tener una creencia, a afiliarse a una institución, a sostener una idea, a pretender una empresa. Desde que la sociedad se constituyó, los que pretendieron sustraerse a ella fueron perseguidos o escarnecidos. Se os perdona todo, con tal de que tengáis un oficio, un subtítulo bajo vuestro nombre, un sello sobre vuestra nada. Nadie tiene la audacia de gritar: «¡No quiero hacer nada!»; se es más indulgente con un asesino que con un espíritu liberado de los actos. Multiplicando las posibilidades de someterse, abdicando de su libertad, matando en sí mismo el vagabundo, así es como el hombre ha refinado su esclavitud y se ha enfeudado a los fantasmas. Incluso sus desprecios y rebeliones, no los ha cultivado más que para ser dominado por ellos, siervo que es de sus actitudes, de sus gestos y de sus humores. Salido de las cavernas, guarda de ellas la superstición; era su prisionero, se ha convertido en su arquitecto. Perpetúa su condición primitiva con mayor invención y sutileza; pero en el fondo, aumentando o disminuyendo su caricatura, se plagia desvergonzadamente. Charlatán movido por hilos, sus contorsiones, sus muecas, aún engañan...
 


 Disciplina de la atonía

 Como cera bajo el calor del sol, me fundo durante el día y me solidifico por la noche, alternancia que me descompone y me restituye a mí mismo, metamorfosis en la inercia y la pereza... ¿Aquí debía acabar todo lo que he leído y sabido, es éste el término de mis vigilias? La pereza ha embotado mis entusiasmos, ablandado mis apetitos, enervado mis rabias. Quien no se deja llevar, me parece un monstruo: agoto mis fuerzas en el aprendizaje del abandono y me ejercito en el ocio, oponiendo a mis antojos los párrafos de un Arte de Pudrimiento.
 Por todas partes, gentes que quieren...; mascarada de pasos precipitados hacia fines mezquinos o misteriosos; voluntades que se cruzan; cada cual quiere; la multitud quiere; millares de personas tensas hacia no sé qué. No podría seguirles, aun menos desafiarles; me detengo estupefacto: ¿qué prodigio les insufló tanto ánimo? Movilidad alucinante: en tan poca carne, ¡tanto vigor e histeria! Estas bacterias a las que ningún escrúpulo calma, ninguna sabiduría apacigua, ninguna amargura desconcierta... Sortean los peligros con mayor facilidad que los héroes: son apóstoles inconscientes de lo eficaz, santos de lo Inmediato..., dioses en las ferias del tiempo...
 Me aparto de ellos y dejo las aceras del mundo... Sin embargo, hubo un tiempo en el que admiraba a los conquistadores y a las abejas, en el que estuve a punto de la esperanza; pero ahora, el movimiento me aterra y la energía me entristece. Hay más sabiduría en dejarse llevar por las olas que en debatirse contra ellas. Póstumo a mí mismo, me acuerdo del Tiempo como de una chiquillada o una grosería. Sin deseos, sin horas en las que hacerlos surgir, no tengo sino la certeza de haberme sobrevivido desde siempre, feto roído por una idiotez omnisciente antes incluso de que sus párpados se abriesen, y aborto de clarividencia...

 La suprema usura

 Hay algo que hace la competencia a la furcia más sórdida, algo sucio, gastado, derrotado, y que estimula y desconcierta la rabia, una cumbre de exasperación y un artículo de uso constante: es la palabra, cualquier palabra, y más concretamente esa que uno utiliza. Digo: árbol, casa, yo, magnífico, estúpido; podría decir cualquier cosa; y sueño con un asesino de todos los nombres y todos los adjetivos, de todos esos eructos honorables. A veces me parece que están muertos y nadie quiere enterrarlos. Por cobardía, les consideramos aún vivos, y continuamos soportando su olor sin taparnos la nariz. Sin embargo, no son ni expresan ya nada. Cuando se piensa en todas las bocas por las que pasaron, en todos los alientos que los corrompieron, en todas las ocasiones en que fueron proferidos, ¿cómo servirse de uno solo de ellos sin mancillarse?
 Nos los sirven todos masticados; sin embargo, no nos atrevemos a tragar un alimento masticado por los otros: el acto material que corresponde al uso de la palabra nos da vómitos; basta, sin embargo, un momento de acritud para percibir bajo cualquier palabra un regusto de saliva extraña.
 Para orear el lenguaje, sería preciso que la humanidad dejase de hablar: podría recurrir con provecho a los obispos o, más eficazmente, al silencio. La prostitución de la palabra es el signo más visible de su envilecimiento; no hay vocablo intacto, ni articulación pura y, hasta las cosas significadas, todo se degrada a fuerza de repeticiones. ¿Por qué cada generación no aprenderá un nuevo idioma, aunque no fuera más que para dar otra savia a los objetos? ¿Cómo odiar y amar, debatirse y sufrir con símbolos anémicos? La «vida», la «muerte»  vulgaridades metafísicas, enigmas trasnochados. El hombre debería crearse otra ilusión de realidad e inventar con este fin otras palabras, puesto que las suyas carecen de sangre, y, en tal fase de la agonía, ya no hay transfusión posible.

 En los funerales del deseo

 Una caverna infinitesimal bosteza en cada célula... Sabemos dónde se instalan las enfermedades, su lugar, la carencia definida de los órganos; pero ese mal sin sede..., esa opresión bajo el peso de mil océanos, ese deseo de un veneno idealmente maléfico...
 Las vulgaridades de la primavera, las provocaciones del sol, del verdor, de la savia... Mi sangre se desintegra cuando los brotes se abren, cuando el pájaro y el bruto florecen... Envidio a los locos de remate, el embotamiento del lirón, los inviernos del oso, la sequedad del sabio, cambiaría por su torpor mi agitación de asesino difuso que sueña crímenes más acá de la sangre. Y más que a ningún otro, ¡cuánto envidio a esos emperadores de la decadencia, huraños y crueles, y a los que se apuñalaba en pleno auge de sus crímenes!
 Me abandono al espacio como la lágrima de un ciego. ¿De quién soy la voluntad, quién quiere en mí? Me gustaría que un demonio planease una conspiración contra el hombre: me aliaría con él. Cansado de debatirme con los funerales de mis deseos, tendría por fin un pretexto ideal, pues el Hastío es el martirio de los que ni viven ni mueren por ninguna creencia.


 
 La irrefutable decepción

 Todo abunda en su favor, la alimenta y la reafirma; corona  sabia, irrecusable , acontecimientos, sentimientos, pensamientos; no hay instante que no la consagre, ímpetu que no la realce, reflexión que no la confirme. Divinidad cuyo reino no tiene límites, más poderosa que la fatalidad que la sirve y la ilustra, trazo de unión entre la vida y la muerte, las reúne, las confunde y se alimenta de ellas. Junto a sus argumentos y sus verificaciones, la ciencia parece un haz de caprichos. Nada podría disminuir el fervor de sus repugnancias: ¿hay acaso verdades, floreciendo en una primavera de axiomas, que puedan desafiar su dogmatismo visionario, su orgullosa insania? Ninguna temperatura de juventud, ni siquiera el extravío del espíritu, resisten a sus certezas, y sus triunfos son proclamados con una misma voz por la sabiduría y por la demencia. Ante su imperio sin lagunas, ante su soberanía sin límites, nuestras rodillas se doblan: todo comienza por ignorarla, todo acaba por someterse a ella; no hay acto que no la huya, ni acto que no se reduzca a ella. Ultima palabra en este mundo, sólo ella no decepciona...

 En el secreto de los moralistas

 Cuando hemos llenado todo el universo de tristeza, sólo nos queda, para reavivar el espíritu, la alegría, la imposible, la rara, la fulgurante alegría; y es cuando ya no esperamos, cuando sufrimos la fascinación de la esperanza: la Vida, regalo ofrecido a los vivos por los obsesos de la muerte... Como la dirección de nuestros pensamientos no es la de nuestros corazones, cultivamos una inclinación secreta por todo lo que pisoteamos. Fulano graba el chirriar de la máquina del mundo: es que habrá soñado demasiado con las resonancias de las Bóvedas; a falta de oírlas, se humilla a no escuchar más que el estruendo que le rodea. Las frases amargas emanan de una sensibilidad ulcerada, de una delicadeza maltrecha. El veneno de un La Rochefoucauld o de un Chamfort, fue la revancha que tomaron contra un mundo esculpido por los brutos. Toda amargura esconde una venganza y se traduce en un sistema: el pesimismo, esa crueldad de los vencidos que no pueden perdonar al mundo el haber traicionado su espera.
 La alegría que asesta golpes mortales..., el regocijo que disimula el puñal bajo una sonrisa... Pienso en ciertos sarcasmos de Voltaire, en algunas réplicas de Rivarol, en los trazos hirientes de Madame Deffand, en la risotada que asoma bajo tanta elegancia, en la ligereza agresiva de los salones, en los rasgos de ingenio que divierten y matan, en la acritud que encierra un exceso de civismo... Y pienso en un moralista ideal  mezcla de vuelo lírico y de cinismo  exaltado y glacial, difuso e incisivo, tan próximo de las Rêveries como de las Liaisons Dangereuses, o que uniese dentro de sí a Vauvenargues y Sade, el tacto y el infierno... Observador de las costumbres en él mismo, sin ninguna necesidad de ir a investigar más lejos, la menor atención a sí mismo le revelaría las contradicciones de la vida, cuyos aspectos reflejaría tan bien, que ésta, avergonzada de su reduplicación, se desvanecería...

 No hay atención cuyo ejercicio no lleve a un acto de aniquilación: tal es la fatalidad de la observación, con todos los inconvenientes que se desprenden para el observador, desde el moralista clásico hasta Proust. Todo se disuelve bajo el ojo escrutador: las pasiones, los cariños a toda prueba, los ardores, son lo propio de espíritus simples fieles a los otros y a ellos mismos. Una pizca de lucidez en el «corazón» le convierte en la sede de los sentimientos fingidos, y trasforma al enamorado en Adolfo y al insatisfecho en René. Quien ama no examina el amor, quien actúa no medita sobre la acción: si estudio a mi «prójimo» es que ha dejado de serlo, y yo dejo de ser «yo» si me analizo: me convierto en objeto, de igual rango que los otros. El creyente que sopesa su fe acaba por poner a Dios en la balanza, y no salvaguarda su fervor sino por miedo a perderlo. En las antípodas de la ingenuidad, de la existencia plena y auténtica, el moralista se agota en un vis à vis de sí mismo y de los otros: farsante, microcosmos de segundas intenciones, no soporta el artificio que los hombres, para vivir, aceptan espontáneamente, y lo incorporan a su naturaleza. Todo le parece convención: divulga los móviles de los sentimientos y de los actos, desenmascara los simulacros de la civilización: sufre por haberlos entrevisto y superado; pues los simulacros hacen vivir, son la vida mientras que su existencia, contemplándolos, se pierde en la búsqueda de una «naturaleza» que no existe y que, si existiera, le sería tan extraña como los artificios que se le añaden. Toda complejidad psicológica, reducida a sus elementos, explicada y disecada, comporta una operación mucho más nefasta para el que la opera que para la víctima. Uno liquida sus sentimientos al buscarles las vueltas, lo mismo que sus ímpetus si espía la curva; y cuando se detallan los movimientos de los otros, no son los otros los que se entorpecen la marcha... Todo aquello en lo que uno no participa parece absurdo, pero los que se mueven no podrían no avanzar, mientras que el observador, ya se vuelva de uno u otro lado, no registra su inútil triunfo más que para excusar su derrota. Y es que no hay vida más que en la falta de atención a la vida.



 Fantasía monástica

 Aquellos tiempos en que las mujeres tomaban los hábitos para ocultar al mundo, tanto como a ellas mismas, los avances de la edad, la disminución de su fulgor, la desaparición de sus atractivos..., en que los hombres, cansados de gloria y de fasto, abandonaban la Corte para refugiarse en la devoción... La moda de convertirse por pudor desapareció con el gran siglo: la sombra de Pascal y un reflejo de Jacqueline se extendían, como prestigios invisibles, sobre el mundo cortesano; sobre la más frívola belleza. Pero todos los Port Royal fueron destruidos para siempre, y, con ellos, los lugares propicios para las agonías discretas y solitarias. Ya no hay la coquetería del convento: ¿dónde buscar aún, para dulcificar nuestra decadencia, un marco sombrío y suntuoso juntamente? Un epicúreo como Saint-Evremond imaginaba uno a su gusto, tan lenificante y relajado como su «savoir vivre». En aquellos tiempos, era preciso contar con Dios, ajustarlo a la incredulidad, englobarlo en la soledad. ¡Transacción llena de agrado, irremediablemente pasada! Nosotros precisaríamos claustros tan despojados, tan vacíos como nuestras almas, para perdernos en ellos sin la ayuda de los cielos, y en una pureza de ideal ausente, claustros a la medida de ángeles desengañados que, en su caída, a fuerza de ilusiones perdidas, permaneciesen aún inmaculados. Y a esperar una ola de retiros en una eternidad sin fe, una toma de hábitos en la nada, una Orden liberada de los misterios, y ninguno de cuyos «hermanos» se reclamaría de nada, desdeñando su salvación tanto como la de los otros, una Orden de la salvación imposible...


 
 En honor de la locura

 «Better I were distract:
 So should my thoughts be sever'd from my griefs.»

 Exclamación que arranca a Gloster la locura del rey Lear... Para separarnos de nuestros pesares, nuestro último recurso es el delirio; sujetos a sus desvíos, ya no volvemos a encontrar nuestras aflicciones: paralelos a nuestros dolores y al margen de nuestras tristezas, divagamos en una tiniebla saludable. Cuando se execra esta sarna llamada vida, y se está harto de las comezones de la duración, la firmeza del loco en medio de todos sus agobios llega a ser una tentación y un modelo: ¡que una suerte clemente nos dispense de nuestra razón! No hay salida mientras el intelecto permanezca atento a los movimientos del corazón, mientras no se deshabitúe de ellos! Aspiro a las noches del idiota, a sus sufrimientos minerales, a la dicha de gemir con indiferencia, como si fueran los gemidos de otro, a un calvario en donde se es extraño a uno mismo, donde los gritos propios vienen de otra parte, a un infierno anónimo donde se baila y se ríe mientras se destruye uno. Vivir y morir en tercera persona..., exilarme en mí mismo, disociarme de mi nombre, distraído por siempre del que fui..., alcanzar, finalmente  puesto que la vida sólo es tolerable a ese precio , la sabiduría de la demencia...

 Mis héroes

 Cuando uno es joven, se busca héroes: yo tuve los míos: Henri de Kleist, Caroline de Guenderode, Gérard de Nerval, Otto Weininger... Ebrio de su suicidio, tenía yo la certeza de que sólo ellos habían ido hasta el final, de que obtuvieron, en la muerte, la conclusión justa de su amor contrariado o satisfecho, de su espíritu escindido o de su crispación filosófica. Que un hombre sobreviviese a su pasión, bastaba para hacérmelo despreciable o abyecto: esto es tanto como decir que la humanidad estaba de más para mí: descubría en ella un número ínfimo de altas resoluciones y tanta complacencia en envejecer, que me aparté de ella, dispuesto a acabar antes de llegar a la treintena. Pero, como los años pasaron, perdí el orgullo de la juventud: cada día, como una lección de humildad, me recordaba que yo estaba aún vivo, que traicionaba mis sueños entre los hombres podridos de vida. Agotado por la espera de no ser, consideraba un deber hendirse las carnes cuando la aurora apunta sobre una noche de amor y una grosería sin nombre envilecer con la memoria una desmesura de suspiros. O, en otros momentos, ¿cómo insultar aún con su presencia a la duración, cuando se ha captado todo en una dilatación que alza el orgullo sobre el trono de los cielos? Pensaba yo entonces que el único acto que un hombre puede realizar sin vergüenza era quitarse la vida, que no tenía el derecho de disminuirse en la sucesión de los días y la inercia de la desdicha. No hay más elegidos, me repetía, que los que se dan la muerte. Aun ahora, aprecio más a un portero que se ahorca que a un poeta vivo. El hombre dura en la prórroga del suicidio: ésta es su única gloria, su sola excusa. Pero no es consciente de ello, y tilda de cobardía el valor de los que osaron elevarse, por la muerte, por encima de sí mismos. Estamos unidos los unos a los otros por un pacto tácito de aguantar hasta el último aliento: este pacto que cimenta nuestra solidaridad, no por eso nos condena menos: toda nuestra raza está marcada de infamia. Fuera del suicidio, no hay salvación. ¡Cosa rara!: la muerte, aunque eterna, no ha entrado aún en las costumbres: única realidad, no logra convertirse en moda. Así, en tanto que vivos, todos estamos anticuados...

 Los pobres de espíritu

 Observad con qué acento un hombre pronuncia la palabra «verdad», la inflexión de seguridad o de reserva que pone en ella, el aspecto de credulidad o duda, y os informaréis sobre la naturaleza de sus opiniones y la calidad de su espíritu. No hay vocablo más vacío; sin embargo, los hombres se hacen de él un ídolo y convierten el sinsentido a la vez en criterio y en meta del pensamiento. Esta superstición  que excusa al vulgo y descalifica al filósofo  resulta de la invasión de la esperanza en la lógica. Se os repite: la verdad es inaccesible; sin embargo, es preciso buscarla, tender a ella, afanarse por ella. He aquí una restricción que en nada os separa de los que afirman haberla encontrado: lo importante es creer que es posible: poseerla o aspirar a ella son dos actos que proceden de una misma actitud. De una u otra palabra, se hace una excepción: ¡terrible usurpación de lenguaje! Llamo pobre de espíritu a todo hombre que habla de la Verdad con convicción: es que tiene mayúsculas en reserva, y se sirve ingenuamente de ellas, sin fraude ni desprecio. En lo que respecta al filósofo, la menor complacencia con esta idolatría le desenmascara: el ciudadano ha triunfado en él sobre el solitario. La esperanza que emerge de un pensamiento entristece o hace sonreír... Hay una especie de indecencia en poner demasiada alma en las grandes palabras: el infantilismo de todo entusiasmo por el conocimiento... Ya es hora de que la filosofía, lanzando el descrédito sobre la Verdad, se libere de todas las mayúsculas.


 
 La miseria: excitante del espíritu

 Para tener el espíritu despierto, no sólo contamos con el café, la enfermedad, el insomnio o la obsesión de la muerte; la miseria contribuye también en igual o mayor medida: el terror al día siguiente tanto como el de la eternidad, los problemas de dinero tanto como los espantos metafísicos, excluyen el reposo y el abandono. Todas nuestras humillaciones provienen de que no podemos resolvernos a morir de hambre. Pagamos cara esta cobardía. ¡Vivir en función de los hombres, sin vocación de mendigo! ¡Rebajarse ante esos macacos encorbatados, suertudos, infatuados!; estar a merced de esas caricaturas, indignas hasta de desprecio! La vergüenza de tener que solicitar algo, sea lo que sea, excita el deseo de aniquilar este planeta, con sus jerarquías y las degradaciones que comportan. La sociedad no es un mal, sino un desastre; ¡qué estúpido milagro que pueda vivirse en ella! Cuando se la contempla entre la rabia y la indiferencia, se hace inexplicable que nadie haya sido capaz de demoler su edificio, que no haya habido hasta ahora gentes de bien desesperadas y decentes, para arrasarla y borrar sus huellas.
 Hay más de un parecido entre buscar unas perras por la ciudad y esperar una respuesta del silencio del universo: La avaricia preside en los corazones y en la materia. ¡Mierda de existencia tacaña!, atesora los escudos y los misterios: las bolsas son tan inaccesibles como las profundidades de lo Desconocido. Pero, ¿quién sabe?, puede que un día ese Desconocido se despliegue y abra sus tesoros; pero nunca, mientras tenga sangre en las venas, el Rico desenterrará sus denarios... Os confesará sus vergüenzas, sus vicios, sus crímenes: pero mentirá sobre su fortuna; os hará todas las confidencias, dispondréis de su vida: mas no compartiréis su último secreto, su secreto pecuniario...
 La miseria no es más que un estado transitorio: coincide con la certeza de que, suceda lo que suceda, nunca tendrás nada, que has nacido del lado de acá del circuito de los bienes, que debes combatir para respirar, que es preciso conquistar hasta el aire, hasta la esperanza, hasta el sueño, y que, incluso aunque la sociedad desapareciese, la naturaleza no sería menos inclemente ni menos pervertida. Ningún principio paterno veló en la Creación: por todas partes hay tesoros enterrados: ahí asoma el Harpagón demiurgo, el Altísimo ruin y usurero. El es quien implanta en uno el terror del próximo día; no hay que asombrarse de que la misma religión sea una forma de este terror.
 Para los indigentes vitalicios, la miseria es como un excitante que hubieran tomado de una vez por todas, sin posibilidad de anular su efecto; o como una ciencia infusa que, antes de cualquier conocimiento de la vida, hubiera podido describir el infierno...

 Invocación al insomnio

 Tenía yo diecisiete años y creía en la filosofía. Lo que no se refería a ella me parecía pecado o basura: ¿los poetas?, saltimbanquis aptos para la diversión de mujerzuelas; ¿la acción?, imbecilidad delirante; ¿el amor, la muerte?, pretextos de baja estofa que se rehusaban al honor de los conceptos. Olor nauseabundo de un universo indigno del perfume del espíritu... Lo concreto, ¡qué mancha!, alegrarse o sufrir, ¡qué vergüenza! Sólo la abstracción me parecía palpitar: me entregaba a hazañas ancilares por miedo de que un objeto más noble me hiciera infringir mis principios y me entregase a las zozobras del corazón. Me repetía: sólo el burdel es compatible con la metafísica; y acechaba  para huir de la poesía  los ojos de las criaditas y los suspiros de las fulanas.
 ...Hasta que viniste tú, Insomnio, a sacudir mi carne y mi orgullo; tú, que transformas al bruto juvenil, matizas sus instintos, avivas sus sueños; tú, que, en una sola noche, dispensas más saber que los días consumados en el reposo, y, en los párpados doloridos, descubres un suceso más importante que las enfermedades sin nombre o los desastres del tiempo! Tú me permitiste escuchar el ronquido de la salud, los humanos sumergidos en el olvido sonoro, mientras que mi soledad englobaba la negrura circundante y se hacía más vasta que él. Todo dormía, todo dormía para siempre. No más aurora: vetaré así hasta el fin de las edades: se me esperará entonces para pedirme cuentas del espacio en blanco de mis sueños... Cada noche era igual a las otras, cada noche era eterna. Y me sentía solidario de todos los que no pueden dormir, de todos esos hermanos desconocidos. Como los viciosos y los fanáticos, yo tenía un secreto; como ellos, hubiera constituido un clan, a quien excusarlo todo, darlo todo, sacrificarlo todo: el clan de los insomnes. Atribuía yo genio al primer llegado con párpados pesados de fatiga, y no admiraba a ningún ingenio que pudiera dormir, aunque fuese gloria del Estado, del Arte o de las Letras. Hubiera tributado culto a un tirano que  para vengarse de sus noches  hubiera prohibido el reposo, castigado el olvido, legislado la desdicha y la fiebre.
 Y fue entonces cuando apelé a la filosofía: pero no hay idea que consuele en la oscuridad, no hay sistema que resista las vigilias. Los análisis del insomnio deshacen las certezas. Cansado de tal destrucción, llegaba a decirme: no más dudas: dormir o morir..., reconquistar el sueño o desaparecer...
 Pero tal conquista no es fácil: cuando uno se acerca a ella, se da cuenta de hasta qué punto está marcado por las noches. Si amáis, vuestro ímpetu estará corrompido para siempre; saldréis de cada «éxtasis» como de un espanto de delicias; a las miradas de vuestra excesivamente próxima vecina mostraréis un rostro de criminal; a sus sinceros retozos responderéis con las irritaciones de una voluptuosidad envenenada; a su inocencia, con una poesía de culpable, pues todo se os volverá poesía, pero una poesía de la culpa... ¿Ideas cristalinas, engranaje feliz de pensamientos? Ya no pensaréis más: advendrá una irrupción, una lava de conceptos, sin consistencia ni acuerdo, conceptos vomitados, agresivos, salidos de las entrañas, castigos que la carne se inflige a sí misma, pues el espíritu permanece víctima de los humores y fuera de cuestión...
 Padeceréis por todo, y desmesuradamente: las brisas os parecerán borrascas; los roces, puñales; las sonrisas, bofetadas; las bagatelas, cataclismos. Y es que las vigilias pueden cesar; pero su luz perdura en uno: no se ve impunemente en las tinieblas, no se extrae de ello enseñanza sin peligro; hay ojos que jamás podrán ya aprender nada del sol, y almas enfermas de noches de las que nunca curarán...

 Perfil del malvado

 ¿A qué se debe que no hiciera más daño del que hizo, ni cometiese crimen o venganzas más sutiles? ¿Por qué no obedeció a los mandamientos de la sangre que afluía a su cabeza? ¿Por sus humores, por su educación? Ciertamente que no, y menos aún por una bondad nativa; sino por la sola presencia de la idea de la muerte. Inclinado a no perdonar nada a nadie, perdona a todos; la menor injuria excita sus instintos; la olvida al momento siguiente. Le basta representarse su cadáver y aplicar este procedimiento a los otros, para apaciguarse súbitamente: la imagen de lo que se descompone le vuelve bueno  y cobarde: no hay sabiduría (ni caridad) sin obsesiones macabras. El hombre sano, plenamente orgulloso de existir, se venga, escucha a su sangre y a sus nervios, se asimila a los prejuicios, replica, abofetea y mata. Pero el espíritu minado por el espanto de la muerte no reacciona ya a las solicitaciones exteriores: esboza los actos y los deja inconclusos; reflexiona sobre el honor, y lo pierde... intenta las pasiones, y las diseca... Ese espanto que acompaña a sus gestos, enerva su vigor; sus deseos expiran bajo la visión de la insignificancia universal. Lleno de odio por necesidad, no pudiendo serlo por convicción, sus intrigas y sus fechorías se detienen en plena ejecución; como todos los hombres, oculta en sí un asesino, pero un asesino penetrado de resignación, y demasiado cansado para abatir a sus enemigos o crearse otros nuevos. Sueña, con la frente sobre el puñal, y como decepcionado, antes de hacer la experiencia de todos los crímenes; tenido por bueno por todo el mundo, sería malo si no le pareciese vano el serlo.
 



 Enfoques sobre la tolerancia

 Signos de vida: la crueldad, el fanatismo, la intolerancia; signos de decadencia: la amenidad, la comprensión, la indulgencia... Mientras una institución se apoya sobre instintos fuertes, no admite ni enemigos ni heréticos: los degüella, los quema o los encierra. ¡Piras, cadalsos, prisiones!, no es la maldad la que los inventó, es la convicción, cualquier convicción total.
 ¿Se instaura una creencia? Más pronto o más tarde, la policía garantizará su «verdad». Jesús  desde el momento en que quiso triunfar entre los hombres  debió de prever a Torquemada  consecuencia ineluctable del cristianismo traducido a la historia . Y si el Cordero no previó al verdugo de la Cruz, merece entonces su apodo. Por medio de la Inquisición, la Iglesia probó que disponía aún de una gran vitalidad; igual que los reyes con su real voluntad. Todas las autoridades tienen su Bastilla: cuanto más poderosa es una institución, menos humana. La energía de una época se mide por los seres que sufren en ella, y es por las víctimas que suscita por las que una creencia religiosa o política se afirma, pues la bestialidad es el carácter primordial de todo éxito en el tiempo. Siempre caen cabezas allí donde prevalece una idea; pues no puede prevalecer más que a expensas de otras ideas y de las cabezas que las concibieron o defendieron.
 La historia confirma el escepticismo; sin embargo, ella sólo existe y vive pisoteándolo; ningún acontecimiento surge de la duda, pero todas las consideraciones sobre los acontecimientos conducen a ella y la justifican. Es tanto como decir que la tolerancia  bien supremo de la tierra  es también al mismo tiempo el mal. Admitir todos los puntos de vista, las creencias más dispares, las opiniones más contradictorias, presupone un estado general de cansancio y esterilidad. Se llega a este milagro: los adversarios coexisten  pero precisamente porque ya no pueden serlo ; las doctrinas opuestas se reconocen méritos unas a otras, porque ninguna tiene el vigor suficiente para afirmarse. Una religión se extingue cuando tolera las verdades que la excluyen; y bien muerto está el dios en nombre del cual ya no se mata. Un absoluto se desvanece: un vago vislumbre de paraíso terrestre se perfila..., vislumbre fugitivo, pues la intolerancia constituye la ley de las cosas humanas. Las colectividades no se consolidan más que bajo las tiranías, y se desagregan en un régimen de clemencia; entonces, en un sobresalto de energía, se ponen a estrangular sus libertades, y a adorar a sus carceleros plebeyos o coronados.
 Las épocas de espanto predominan sobre las de calma; el hombre se irrita mucho más por la ausencia que por la profusión de sucesos; así la Historia es el sangrante producto de su rechazo del aburrimiento.

 Filosofía indumentaria

 ¡Con qué ternura y con qué envidia se vuelven mis pensamientos hacia los monjes del desierto y hacia los cínicos! Abyección de disponer del menor objeto: esta mesa, esta cama, estos vestidos... El vestido se interpone entre nosotros y la nada. Mirad vuestro cuerpo en un espejo: comprenderéis que sois mortales; pasead vuestros dedos sobre vuestras costillas, como sobre una mandolina, y veréis lo cerca que estáis de la tumba. Gracias a que estamos vestidos alardeamos de inmortalidad: ¿cómo puede uno morir cuando lleva corbata? El cadáver que se endominga ya no se reconoce, e imaginando la eternidad, se apropia de la ilusión. La carne cubre al esqueleto, el traje cubre a la carne: subterfugios de la naturaleza y del hombre, trapacerías instintivas y convencionales: un señor no puede estar amasado de lodo ni de polvo... Dignidad, honorabilidad, decencia, otras tantas escapatorias ante lo irremediable. Y cuando te pones un sombrero, ¿quién diría que has residido en unas entrañas o que los gusanos se hartarán con tu grasa?
 ... Por eso yo abandonaría esos pingos y, arrojando la máscara de mis días, huiría el tiempo en el que, de consuno con los otros, me extenúo en traicionarme. Antaño, los solitarios se despojaban de todo, para identificarse con ellos mismos: en el desierto o en la calle, gozando parejamente de su desapego, alcanzaban la suprema fortuna: igualaban a los muertos...


 Entre los sarnosos

 Para consolarme de los remordimientos de la pereza, tomo el camino de los bajos fondos, impaciente por envilecerme y encanallarme. Conozco a esos mendigos grandilocuentes, apestosos, sarcásticos; zambulléndome en su suciedad, gozo con su aliento fétido no menos que con su labia. Implacables con los que triunfan, su genio para no hacer nada fuerza la admiración, aunque el espectáculo que ofrezcan sea el más triste del mundo: poetas sin talento, fulanas sin clientes, hombres de negocios sin un céntimo, enamorados sin gónadas, el infierno de las mujeres a quien nadie quiere... He aquí, finalmente, me digo, la realización negativa del hombre, helo aquí al desnudo a este ser que pretende tener una ascendencia divina, lamentable falsificador del absoluto... Ahí debía acabar, en esta imagen que se le parece, barro en el que jamás ningún dios puso la mano, bestia que ningún ángel altera, infinito procreado entre gruñidos, alma surgida de un espasmo... Contemplo la sorda desesperación de los espermatozoides llegados a su término, los rostros fúnebres de la especie. Me tranquilizo: aún tengo camino por delante... Después, tengo miedo: ¿también yo voy a caer tan bajo? Y odio a esa vieja desdentada, a ese poetastro sin versos, a esos impotentes en amor o en negocios, a esos modelos del deshonor del espíritu o de la carne... Los ojos del hombre me aterran; quise sacar del contacto con esos despojos un renuevo de orgullo: me llevo un estremecimiento semejante al que experimentaría un vivo que, para congratularse de no estar muerto, fanfarronease en un ataúd...


 
 Sobre un empresario de ideas

 Lo abarca todo, y en todo tiene éxito; no hay nada de lo que no sea contemporáneo. Tanto vigor en los artificios del intelecto, tanta facilidad en abordar todos los sectores del espíritu y de la moda  desde la metafísica hasta el cine  deslumbra, debe deslumbrar. Ningún problema se le resiste, no hay fenómeno que le sea extraño, ninguna tentación le deja indiferente. Es un conquistador, que sólo tiene un secreto: su falta de emoción; nada le cuesta afrontar lo que sea, puesto que no pone en ello ningún acento. Sus construcciones son magníficas, pero sin sal: categorías encorsetando experiencias íntimas, clasificadas como en un fichero de desastres o en un catálogo de inquietudes. Allí están clasificadas las tribulaciones del hombre, lo mismo que la poesía de su desgarramiento. Lo Irremediable puesto en sistema, o en estado de revista, expuesto como un artículo de circulación corriente, verdadera manufactura de la angustia. El público se reclama de ella; el nihilismo de bulevar y la amargura de los mirones se sacian con ella.
 Pensador sin destino, infinitamente vacío y maravillosamente amplio, explota su pensamiento, lo quiere en todos los labios. No hay fatalidad que le persiga: nacido en la época del materialismo, hubiera seguido su simplismo y le hubiera dado una extensión insospechable; en el romanticismo, hubiera constituido una Summa de sueños; si surgido en plena teología, hubiera manejado a Dios como a cualquier otro concepto. Su habilidad para entrarles de frente a los grandes problemas desconcierta: todo es notable en ella, salvo la autenticidad. Profundamente apoético, si habla de la nada, carece de su estremecimiento; sus ascos son reflexivos; sus exasperaciones, dominadas y como inventadas a posteriori; pero su voluntad, sobrenaturalmente eficaz, es al mismo tiempo tan lúcida, que podría ser poeta si lo quisiera, y, añadiría yo, santo, si se empeñase... Al no tener ni preferencias ni prevenciones, sus opiniones son accidentes; uno lamenta que él crea en ellas: sólo interesa el decurso de su pensamiento. Si le oyese predicar en un púlpito, no me sorprendería, hasta tal punto es cierto que se pone por encima de todas las verdades, que las domina y que ninguna le es necesaria ni orgánica.
 Avanzando como un explorador, conquista dominio tras dominio; sus pasos son empresas no menos que sus pensamientos; su cerebro no es enemigo de sus instintos; se eleva por encima de los otros, al no haber experimentado ni cansancio, ni esa mortificación odiosa que paraliza los deseos. Hijo de una época, expresa sus contradicciones, su inútil hormigueo; y cuando se lanza a conquistarla, pone en ello tanta consecuencia y tanta obstinación que su éxito y su fama igualan a los de la espada y rehabilitan el espíritu por medios que, hasta ahora, eran odiosos o desconocidos.

 Verdades de temperamento

 Frente a pensadores desprovistos de patetismo, de carácter y de intensidad, y que se moldean sobre las formas de su tiempo, se yerguen otros en los cuales se siente que, en cualquier momento en que hubieran aparecido, hubieran sido semejantes a sí mismos, despreocupados de su época, extrayendo sus pensamientos de su propio fondo, de la eternidad específica de sus taras. No toman de su medio más que los contornos, algunas particularidades de estilo, algunos giros característicos de una evolución dada. Prendados de su fatalidad, se asemejan a irrupciones, fulgores trágicos y solitarios, cercanos al apocalipsis y a la psiquiatría. Un Kierkegaard, un Nietzsche, aun surgidos en el período más anodino, no hubieran tenido la inspiración menos estremecida ni menos incendiaria. Perecieron en sus llamas; unos cuantos siglos antes habrían perecido en las de la hoguera: cara a cara con las verdades generales, estaban destinados a la herejía. Poco importa que os devore vuestro propio fuego o el que os preparan: las verdades de temperamento deben pagarse de una manera o de otra. Las vísceras, la sangre, los malestares y los vicios se conciertan para hacerlas nacer. Impregnadas de subjetividad, se percibe un «yo» tras cada una de ellas: todo se convierte en confesión: un grito de la carne se encuentra en el origen de la interjección más anodina; incluso una teoría de apariencia impersonal no sirve más que para traicionar a su autor, sus secretos y sus sufrimientos; no hay universalidad que no sea su máscara: hasta la lógica, todo le es pretexto para la autobiografía; su «yo» ha infestado las ideas, su angustia se ha convertido en criterio, en única realidad.

 El despellejado

 Lo que le queda de vida le quita lo que le queda de razón. Bagatelas o plagas  el paso de una mosca o las sacudidas del planeta  le alarman igualmente.
 Con sus nervios ardiendo, le gustaría que la tierra fuese de vidrio para hacerla saltar en pedazos; y con qué sed se lanzaría hacia las estrellas para reducirlas a polvo, una a una... El crimen brilla en sus pupilas; sus manos se crispan en vano para estrangular; la vida se trasmite como una lepra: demasiadas criaturas para un solo asesino. Está en la naturaleza de quien no puede matarse el querer vengarse contra todo lo que se complace en existir. Y por no lograrlo, se aburre como un condenado al que la imposible destrucción irrita. Satán arrinconado, llora, se da golpes de pecho, se cubre la cabeza; la sangre que hubiera querido verter no empurpura sus mejillas, cuya palidez refleja su asco por esa secreción de esperanzas producida por las razas en marcha. Atentar contra los días de la Creación fue su gran sueño... ¡renuncia a él, se abisma en sí mismo y se entrega a la elegía de su fracaso: de ello proviene otro orden de excesos. Su piel arde: la fiebre atraviesa el universo; su cerebro llamea: el aire es inflamable. Sus males ocupan las extensiones siderales; sus pesares hacen estremecerse a los polos. Y todo lo que es alusión a la existencia, el aliento de vida más imperceptible, le arranca un grito que compromete los acordes de las esferas y el movimiento de los mundos.


 
 Contra sí mismo

 Un espíritu sólo nos cautiva por sus incompatibilidades, por la tensión de sus movimientos, por el divorcio de sus opiniones y sus tendencias. Marco Aurelio, comprometido en expediciones lejanas, se inclinaba más sobre la idea de la muerte que sobre la de Imperio; Juliano, al llegar a ser emperador echa de menos la vida contemplativa, envidia a los sabios y pierde sus noches escribiendo contra los cristianos; Lutero con vitalidad de vándalo, se hunde y se pasma en la obsesión del pecado, sin encontrar un equilibrio entre sus delicadezas y su tosquedad; Rousseau, que se equivoca respecto a sus instintos, sólo vive para la idea de su sinceridad; Nietzsche, cuya obra entera no es más que una oda a la fuerza, arrastra una existencia raquítica, de acongojante monotonía...
 Pues un espíritu no interesa más que en la medida en que se engaña sobre lo que quiere, sobre lo que ama, o sobre lo que odia; siendo varios, no logra escogerse. Un pesimista sin entusiasmos, un agitador de esperanzas sin amargura, no merece más que desprecio. Sólo es digno de nuestro apego quien no tiene ningún miramiento con su pasado, con el decoro, la lógica o la consideración: ¿cómo interesarse por un conquistador si no se zambulle en los acontecimientos con una oculta intención de fracaso, o por un pensador si aún no ha vencido en sí mismo al instinto de conservación? El hombre replegado sobre su inutilidad no pertenece ya al deseo de tener una vida... La tendrá o no la tendrá, eso atañe a los otros... Apóstol de sus fluctuaciones, ya no se embaraza con un si mismo ideal; su temperamento constituye su única doctrina, y el capricho de cada hora su único saber.

 Restauración de un culto

 Como he gastado mi calidad de hombre, ya nada me es de ningún provecho. No veo por todas partes más que bestezuelas con ideal que se aborregan para balar sus esperanzas...Incluso a los que no vivieron nunca juntos, se les fuerza a la manada, en calidad de fantasmas, pues ¿con qué otro fin puede haberse concebido la «comunión» de los santos?.. En búsqueda de un auténtico solitario, paso revista a las épocas, y al único que encuentro y envidio es al Diablo... La razón le excluye, el corazón le implora... Espíritu de la mentira, Príncipe de las Tinieblas, el Maldito, el Enemigo   ¡cuán dulce que es rememorar los nombres que infamaron su soledad! y ¡cuánto más le aprecio desde que se le relega día tras día! ¡Ojalá pudiera yo reestablecerlo en su primer estado! Creo en El con toda mi incapacidad de creer. Su compañía me es necesaria: el solitario va hacia el más solitario, hacia el Solitario... Me veo obligado a tender a él: mi poder de admirar  por miedo a quedar sin empleo  me obliga a ello. Heme aquí frente a mi modelo: con mi adhesión a él, castigo a mi soledad por no ser total, forjo otra que la supera: es mi manera de ser humilde...
 L» Cada cual reemplaza a Dios como puede; pues todo dios es bueno, con tal de que perpetúe en la eternidad nuestro deseo de una soledad capital...

 Nosotros, los trogloditas...

 Los valores no se acumulan: una generación sólo aporta algo nuevo, pisoteando lo que tenía de único la generación precedente. Esto es aún más verdadero para la sucesión de las épocas: el Renacimiento no ha podido «salvar» la profundidad, las quimeras, la especie de salvajismo de la Edad Media; el Siglo de las Luces, a su vez, no ha guardado del Renacimiento más que el sentido de lo universal, sin el patetismo que marcaba su fisonomía. La ilusión moderna ha sumergido al hombre en los síncopes del devenir: ha perdido su asiento en la eternidad, su «sustancia». Toda conquista  espiritual o política  implica una pérdida; toda conquista es una afirmación... asesina. En el dominio del arte  el único en que puede hablarse de vida del espíritu  un ideal no se establece más que sobre la ruina del que le ha precedido: cada verdadero artista es traidor a sus predecesores... No hay superioridad en la historia: república monarquía; romanticismo clasicismo; liberalismo dirigismo; naturalismo arte abstracto; irracionalismo intelectualismo  las instituciones, como las corrientes de pensamiento y de sentimiento se equivalen . Una forma de espíritu no sabría asumir otra; sólo se es algo por exclusión: nadie puede conciliar el orden y el desorden, la abstracción y lo inmediato, el ímpetu y la fatalidad. Las épocas de síntesis no son creadoras: resumen el fervor de las otras, resumen confuso, caótico  todo eclecticismo es un índice de fin .
 A cada paso adelante sucede un paso atrás: ahí está el infructuoso zarandeo de la historia, devenir... estacionario... Que el hombre se haya dejado engañar por el espejismo del progreso, es algo que vuelve ridículas todas sus pretensiones de sutileza. ¿El Progreso? Quizá se encuentre en la higiene... Pero, ¿en qué otra parte?, ¿en los descubrimientos científicos? No son más que una suma de glorias nefastas... ¿Quién, de buena fe, podría escoger entre la edad de piedra y la de los útiles modernos? Tan cerca del mono el uno como el otro, escalamos las nubes por los mismos motivos que trepábamos a los árboles: sólo los medios de nuestra curiosidad  pura o criminal  han cambiado, y  con reflejos disfrazados  somos más diversamente rapaces. Es un simple capricho aceptar o rechazar un período: hay que aceptar o rechazar la historia en bloque. La idea de progreso hace de todos nosotros fatuos sobre las cimas del tiempo; pero no existen tales cimas: el troglodita que temblaba de espanto en las cavernas, tiembla aún en los rascacielos. Nuestro capital de desdicha se mantiene intacto a través de las edades; empero tenemos una ventaja sobre nuestros ancestros: el de haber invertido mejor ese capital, al haber organizado mejor nuestro desastre.



 Fisonomía de un fracaso

 Sueños monstruosos pueblan las tiendas de ultramarinos y las iglesias: no he sorprendido a nadie que no viviese en el delirio. Como el menor deseo oculta una fuente de insania, basta con conformarse al instinto de conservación para merecer el asilo. La vida, acceso de locura que estremece a la materia... Respiro: eso basta para que me encierren. Incapaz de alcanzar las claridades de la muerte, repto en la sombra de los días, y aún existo tan sólo por la voluntad de dejar de existir.
 Antaño imaginaba poder pulverizar el espacio de un puñetazo, jugar con las estrellas, detener la duración o maniobrarla a mi capricho. Los grandes capitanes me parecían grandes timoratos, los poetas, pobres balbuceadores; no conociendo en absoluto la resistencia que nos oponen las cosas, los hombres y las palabras, y creyendo sentir más de lo que el universo permitía, me entregaba a un infinito sospechoso, a una cosmogonía surgida de una pubertad incapaz de concluir... ¡Qué fácil es creerse un dios por el corazón, y qué difícil serlo por el espíritu! ¡Y con qué cantidad de ilusiones he debido nacer para poder perder una cada día! La vida es un milagro que la amargura destruye.
 El intervalo que me separa de mi cadáver es una herida para mí; sin embargo en vano aspiro a las seducciones de la tumba: no pudiendo separarme de nada, ni cesar de palpitar, todo en mí me asegura que los gusanos permanecerían inactivos sobre mis instintos. Tan incompetente en la vida como en la muerte, me odio, y en este odio sueño con otra vida, con otra muerte. Y, por haber querido ser un sabio como nunca hubo otro, sólo soy un loco entre los locos...



 Procesión de infrahombres

 Empeñado fuera de sus vías, fuera de sus instintos, el hombre ha acabado en un callejón sin salida. Ha quemado etapas... para llegar a su fin; animal sin porvenir, se ha hundido en su ideal, se ha perdido en su propio juego. Por haber querido superarse sin cesar, ha quedado fijo; ya no le queda más recurso que recapitular sus locuras, expiarlas y hacer aún algunas otras...
 Sin embargo, los hay a quienes está prohibido hasta este último recurso:
 «Desacostumbrados de ser hombres, ¿acaso somos aún de una tribu, de una raza, de alguna casta? Mientras teníamos el prejuicio de la vida, abrazábamos un error que nos ponía en pie de igualdad con los otros... Pero nos hemos evadido de la especie... Nuestra clarividencia, rompiendo nuestra osamenta, nos ha reducido a una existencia fofa, chusma invertebrada extendiéndose sobre la materia para mancharla de baba. Henos aquí entre los limacos, henos aquí llegados a este término risible en el que pagamos por haber hecho mal uso de nuestras facultades y nuestros sueños... No nos tocó en suerte la vida: incluso en los momentos en que nos embriagaba, nuestras alegrías venían de nuestros transportes por encima de ella; en venganza, nos ha arrastrado hacia sus bajos fondos: procesión de infrahombres hacia una infravida...»

 Quosque eadem?

 ¡Que sea maldita para siempre la estrella bajo la que nací, que ningún cielo quiera protegerla, que se disperse por el espacio como un polvo sin honra. Y el instante traidor que me precipitó entre las criaturas, ¡sea por siempre tachado de las listas del Tiempo! Mis deseos no pueden ya compadecerse con esta mezcla de vida y de muerte en que se envilece cotidianamente la eternidad. Cansado del futuro, he atravesado los días, y, sin embargo, estoy atormentado por la intemperancia de no sé qué sed. Como un sabio rabioso, muerto para el mundo y desencadenado contra él, sólo invalido mis ilusiones para excitarlas mejor. Esta exasperación, en un universo imprevisible  donde empero todo se repite , ¿no tendrá fin jamás? ¿Hasta cuándo repetirse a uno mismo: «Execro esta vida que idolatro»? La nulidad de nuestros delirios hace de nosotros otros tantos dioses sometidos a una insípida fatalidad. ¿Por qué insurgirnos aún contra la simetría de este mundo cuando el mismo Caos no podría ser más que un sistema de desórdenes? Pues nuestro destino es pudrirnos con los continentes y las estrellas, pasearemos, como enfermos resignados, y hasta el final de las edades, la curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano.








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