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Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 5:55








Estudio V
Mística y sensualidad*

De la amplitud de miras moderna de los cristianos al «miedo a lo sexual»

Los que se interesan, de cerca o de lejos, por los problemas planteados por la posibilidad última de la vida que es la experiencia mística conocen la excelente revista que, bajo el nombre de Études carmélitaines, dirige un carmelita descalzo, el padre Bruno de Sainte-Marie. Esta revista publica de vez en cuando «volúmenes fuera de serie», como el que ahora se dedica a la cuestión candente de las relaciones entre «mística y continencia».1
No hay mejor ejemplo de la amplitud de miras, de la mente abierta y de la solidez en la información que caracterizan los trabajos publicados por los carmelitas. No es en absoluto una publicación minoritaria, sino una recopilación a la que, con ocasión de un «congreso internacional», contribuyeron sabios de todas las tendencias. Israelitas, ortodoxos y protestantes fueron invitados a presentar sus puntos de vista; y sobre todo se concedió un lugar destacado a historiadores de las religiones y a psicoanalistas ajenos en parte a las prácticas religiosas.
El tema de este trabajo requería sin duda semejante amplitud de miras: exposiciones monocordes, exclusivamente católicas, obra de autores ligados a la continencia por sus votos, hubieran podido dar un sentimiento de malestar. Sólo se hubieran dirigido directamente a un público de monjes y sacerdotes, anclados en su posición inmutable. Los trabajos publicados por los carmelitas se distinguen por  el   contrario  por  una  decidida  voluntad  de mirar  las cosas de frente y de ir intrépidamente hasta el fondo de los problemas más graves. Aparentemente, desde la posición católica a la de Freud había un largo trecho que recorrer: es notable ver que hoy unos religiosos invitan a psicoanalistas para hablar de la continencia cristiana.
Siento un movimiento de simpatía ante tan patente lealtad: más de simpatía que de sorpresa, por otra parte. Nada, en efecto, en la actitud cristiana, incita a enjuiciar superficialmente la verdad sexual. Sin embargo tengo que expresar una duda respecto del alcance de la posición implicada en el volumen de Études carmélitaines. En estas materias, dudo que la sangre fría represente el mejor modo de acercamiento al problema. Parece que, esencialmente, los religiosos habían querido mostrar que el miedo a la sexualidad no era el motor de la práctica cristiana de la continencia. En la encuesta propuesta previamente al libro, el P. Bruno de Sainte-Marie se expresa de la siguiente manera: «Sin ignorar que pueda ser una liberación vertiginosa, ¿no se practicará la continencia por miedo a lo sexual?...»2 En el artículo que encabeza la obra, escrito por el padre Philippe de la Trinité, leemos: «A la pregunta hecha por el P. Bruno: ¿Se aconseja la continencia por miedo a la sexualidad?, el teólogo católico debe responder no».3 Y más adelante: «La continencia no se aconseja por miedo a la sexualidad. —De eso no cabe la menor duda».4 No discutiré el grado de exactitud que entraña esta firme contestación, que da el tono de la actitud de los religiosos. Lo que de todos modos me parece discutible es la noción de sexualidad inherente a esta ausencia de miedo. Intentaré examinar aquí el problema (que, a primera vista, cabe considerar ajeno a las preocupaciones dominantes del libro) de saber si el miedo, precisamente, no es lo que funda lo «sexual»; y si la relación de lo «místico» y de lo «sexual» no procede de este carácter abismal, de esta oscuridad angustiosa, que pertenece por igual a ambos campos.


El carácter sagrado de la sexualidad y la pretendida especificidad sexual de la vida mística

En un Estudio de sumo interés,5 el P. Louis Beirnaert, considerando la semejanza que el lenguaje de los místicos introduce entre la experiencia del amor divino y la de la sensualidad, subraya «la aptitud de la unión sexual para simbolizar una unión superior». Se limita a recordar, sin insistir, el horror del que es objeto la sexualidad en principio: «Somos nosotros», dice, «los que, con nuestra mentalidad científica y técnica, hemos hecho de la unión sexual una realidad puramente biológica...». A sus ojos, si la unión sexual posee la virtud de expresar «la unión del Dios trascendente y de la humanidad», es porque «ya tenía en la experiencia humana una aptitud intrínseca para significar un acontecimiento sagrado». «La fenomenología de las religiones nos enseña que la sexualidad humana es directamente significativa de lo sagrado.» La decisión de llamarla «significativa de lo sagrado» se opone, a los ojos del P. Beirnaert, a la «realidad puramente biológica» del acto genital. Lo cierto es que el mundo sagrado sólo adoptó tardíamente el sentido unilateralmente elevado que tiene para los religiosos modernos. En la Antigüedad clásica seguía teniendo un sentido dudoso. Aparentemente, para el cristiano, lo que es sagrado es forzosamente puro, quedando lo impuro del lado profano. Pero para el pagano lo sagrado podía igualmente ser lo inmundo.6 Y, bien mirado, hay que decir enseguida que Satán, en el cristianismo, permanece bastante próximo a lo divino, y que el pecado mismo no podría considerarse radicalmente ajeno a lo sagrado. El pecado es originariamente una prohibición religiosa y la prohibición religiosa del paganismo es precisamente lo sagrado. Al sentimiento de horror inspirado por lo prohibido se siguen vinculando el temor y el temblor de los que el hombre moderno no puede librarse frente a lo que para él es sagrado. En el caso presente, creo que no se puede, sin caer en alguna deformación, concluir: «El simbolismo conyugal de nuestros místicos no tiene, pues, significación sexual. Más bien es la unión sexual la que ya de por sí tiene un sentido que la supera». ¿Que la supera? Esto significa: que niega su horror, ligado a la fangosa realidad.
Para entendernos. Nada más lejos de mi pensamiento que una interpretación sexual de la vida mística, como la que han sostenido Marie Bonaparte y James Leuba. Si bien, de algún modo, la efusión mística es comparable con los movimientos de la voluptuosidad física, es una simplificación afirmar, como hace Leuba, que las delicias de las que hablan los contemplativos siempre implican un cierto grado de actividad de los órganos sexuales.7 Marie Bonaparte se apoya en un pasaje de santa Teresa: «Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba hasta las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos; y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite... No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad le dé a gustar a quien pensare que miento». Concluye Marie Bonaparte: «Tal es la célebre transverberación de Teresa, que quiero comparar con una confesión que me hizo antaño una amiga. Había perdido la fe, pero a la edad de quince años había sufrido una crisis mística intensa y había querido hacerse monja —y recordaba que un día, arrodillada ante el altar, había sentido tan sobrenaturales delicias que había creído que Dios mismo descendía en ella—. Sólo más tarde, después de entregarse a un hombre, reconoció que aquel descenso de Dios en ella había sido un violento orgasmo venéreo.  La casta Teresa nunca tuvo ocasión de hacer tal comparación, que no obstante parece imponerse también para su transverberación». «Tales consideraciones», precisa el doctor Parcheminey, «llevan a la tesis según la cual toda experiencia mística no es más que una transposición de la sexualidad y por consiguiente un comportamiento neurótico.» Verdaderamente, sería difícil probar que la «transverberación» de Teresa no justifica la comparación propuesta por Marie Bonaparte. Nada, evidentemente, permite afirmar que no fue un violento orgasmo venéreo. Pero es improbable. En efecto, Marie Bonaparte soslaya el hecho de que la experiencia de la contemplación se ha vinculado desde muy temprano con la conciencia más atenta respecto a las relaciones entre el gozo espiritual y la emoción de los sentidos. «En contra de lo que afirma Leuba», dice el P. Beirnaert, «los místicos tuvieron perfecta conciencia de los movimientos sensibles que acompañaban su experiencia. San Buenaventura habla de los que "in spiritualibus affectionibus carneáis fluxus liquore macu-lantuf”. Santa Teresa y san Juan de la Cruz hablan explícitamente de ello... Pero se trata de algo que ellos consideran extrínseco a su experiencia; cuando les alcanza esta emoción, no se apegan a ella y la miran sin temor ni miedo... Por su lado, la psicología contemporánea ha demostrado que los movimientos sexuales orgánicos son a menudo la causa de una poderosa emoción que se expresa por todas las vías posibles. Coincide así con la noción de "redundando." que le es familiar a san Juan de la Cruz. Señalemos por fin que tales movimientos, que ocurren en el inicio de la vida mística, no persisten en etapas superiores, particularmente en el desposorio espiritual. O sea, que la existencia de movimientos sensibles en el transcurso del éxtasis no significa en absoluto la especificidad sexual de la experiencia». Esta aclaración tal vez no responda a cada una de las preguntas que quepa hacerse, pero distingue atinadamente unos campos cuyos caracteres fundamentales no podían discernir los psicoanalistas, ajenos tal vez a toda experiencia religiosa, y que en todo caso no habían tenido vida mística.8
Hay similitudes flagrantes, o incluso equivalencias e intercambios, entre los sistemas de efusión erótica y mística. Pero estas relaciones sólo pueden aparecer con suficiente claridad a partir del conocimiento experimental de las dos clases de emoción. Los psiquiatras, es cierto, van expresamente más allá de la experiencia personal en la medida en que observan a enfermos, cuyos extravíos no pueden experimentar íntimamente. En realidad, al juzgar la vida mística sin haberla conocido, reaccionan como ante sus enfermos. El resultado es inevitable: un comportamiento externo a su propia experiencia se presenta a sus ojos como anormal a priori; hay identidad entre el derecho a juzgar desde fuera que se otorgan y la atribución de un carácter patológico. Hay que añadir que los estados místicos que se manifiestan por trastornos equívocos son al mismo tiempo los más fáciles de reconocer y los que más de cerca se asemejan a la fiebre sensual. Conducen, pues, a la asimilación superficial del misticismo y de una exaltación enfermiza. Pero los dolores más profundos son los que no se manifiestan con gritos, y así ocurre con aquella experiencia interior de las lejanías posibles del ser que es la mística: a la experiencia avanzada ya no responden momentos «sensacionales». Prácticamente, los estados que hubieran disuadido a los psiquiatras de un juicio precipitado no entran en el campo de su experiencia, sólo los conocemos en la medida en que los experimentamos personalmente. Las descripciones de los grandes místicos podrían en principio paliar la ignorancia, pero estas descripciones desconciertan en razón de su sencillez misma, no ofrecen nada que se aproxime a los síntomas de los neurópatas o a los gritos de los místicos «transverberados». No sólo dejan poco lugar a la interpretación de los psiquiatras, sino que sus imperceptibles signos suelen escapar a la atención de éstos. Si queremos determinar el punto en que se ilumina la relación entre el erotismo y la espiritualidad mística, debemos volver a la visión interior, de la que prácticamente sólo parten los religiosos.
La moral de la muerte de sí mismo y su diferencia con la moral común
No todos los religiosos que hablan de la mística han experimentado exactamente aquello de lo que hablan, pero, como dice un colaborador del libro,9 la mística (por supuesto la que la Iglesia considera la única auténtica...) «es constitutiva de toda vida cristiana». «Vivir cristianamente y vivir místicamente son dos expresiones equivalentes» y «todos los elementos que distinguimos en los estados más elevados ya se [hallan] activos en aquellos que pueden llamarse inferiores». Es cierto que los religiosos no han sabido, a mi juicio, determinar exactamente cuál es el punto en que todo se ilumina. Como ya indiqué, parten de conceptos confusos sobre la sexualidad y lo sagrado. Pero la desviación provocada por lo que a mi juicio es erróneo no es tan grave, y, en todo caso, merece seguirse esta vía, pues al menos se acerca a la luz.
Los puntos de vista del P. Tesson no siempre me parecen satisfactorios, pero son profundos, y confío en que pronto se aclaren las razones por las que parto de ellos. El P. Tesson insiste en que, en materia de estados místicos, la moral es lo que decide. «Lo que nos permitirá discernir algo del valor religioso y místico de un hombre es», según dice, «el valor de su vida moral.» «La moral juzga y guía la vida mística.»10 Hay que señalar un hecho notable: el P. Tesson, que hace de la moral el principio soberano de la vida mística, lejos de denostar la sensualidad, subraya su conformidad con los designios de Dios. Según él, «dos fuerzas de atracción nos atraen hacia Dios»: una, la sexualidad, «está inscrita en nuestra naturaleza», y la otra es la mística «que viene de Cristo». Ciertos «desacuerdos contingentes pueden oponer estas dos fuerzas: pero estos desacuerdos no pueden hacer que entre ambas no exista un acuerdo profundo».
El P. Tesson ejerce de intérprete de la doctrina de la Iglesia al decir que el «ejercicio de la sexualidad genital», permitido solamente dentro del matrimonio, no es «ni un pecado permitido, ni un gesto de valor mediocre, apenas tolerado a causa de la debilidad humana». En los límites del matrimonio, los gestos carnales forman «parte de las muestras de amor que se dan mutuamente un hombre y una mujer que se han unido para toda la vida y aun más allá». «Quiso Cristo hacer del matrimonio entre cristianos un sacramento y santificar con una gracia especial la vida matrimonial.» Nada se opone, pues, a que estos gestos, «realizados en estado de gracia», sean «meritorios». La unión es tanto más «humanizada» cuanto que da su verdad a un amor «electivo» y exclusivo. Más aún, «nada se opone a que una vida conyugal que incluya los gestos de los que hablamos participe de una vida mística profunda e incluso de una vida de santidad».
Tales consideraciones, cuyo sentido e interés son indiscutibles, deben considerarse sin embargo, desde un primer momento, incompletas. No pueden contrarrestar el hecho de que entre sensualidad y mística existe un conflicto secular cuyos aspectos álgidos no han merecido probablemente la atención de los autores del libro más que con vistas a restringir su alcance.
Mencionaré de paso que el autor no deja de advertir que sea posible cierta confusión en esta tendencia abierta en materia de vida sexual, confusión de la que da testimonio el mismo libro al cual contribuye. Según señala, «En publicaciones recientes se ha repetido mucho que la unión sexual entre esposos era el acto de amor más grande. En realidad, si el uso común de la actividad carnal es una expresión de amor de profunda resonancia emotiva y vital, otras manifestaciones muestran mejor el carácter voluntario y espiritual del amor, que es preciso acentuar cada vez más». Recuerda a este propósito la ley evangélica, que concierne también a los que eligen la vida matrimonial: «para alcanzar la vida divina, hay que pasar por la muerte».
Por lo demás, esto remite, en principio, a la moral formulada por el P. Tesson, «que juzga y guía la vida mística». En efecto, esta moral, cuyos rasgos esenciales no proceden ni de la oposición a la sexualidad, ni de las necesidades de la vida (temas solidarios), parece vincularse a la propuesta fundamental: «para vivir de la vida divina, hay que morir». Así esta moral se fundamenta de una manera positiva en un valor, la vida divina; no se limita negativamente a los preceptos esenciales que sólo aseguran el mantenimiento de la vida dada. La observación de estos preceptos, sin la cual nada es posible, no puede fundar por sí sola la vida divina. Sólo el amor es su verdad y su fuerza. Tal vez incluso no se oponga directamente a los males que evitan los preceptos. La enfermedad a la que está sujeta esta vida es más bien la gravedad paralizante, cuyas modalidades se llaman «rutinas, exactitudes superficiales, farisaísmo legalista...». No por eso deja la moral de estar ligada a la ley, que «la Iglesia... no puede en ningún momento permitir que prescriba». Pero si se incumple la ley, el teólogo no debe juzgar demasiado precipitadamente. Las «recientes investigaciones de la psicología» han llamado la atención sobre «el estado de los que tienen una vida interna bastante vigorosa, una aspiración profunda hacia la obediencia y hacia Dios y que encuentran en sí mismos obstáculos y desequilibrios». «El psicoanálisis nos ha revelado, en este campo, la considerable influencia de las motivaciones inconscientes, a menudo enmascaradas bajo apariencias de motivaciones voluntarias»; de modo que «una revisión seria de la psicología moral» es imprescindible. «Los evidentes incumplimientos de las obligaciones contraídas, por graves que sean, no son tal vez los que tienen más graves consecuencias, ya que entonces las faltas se reconocen claramente como tales. Lo más perjudicial para la vida espiritual es hundirse en la mediocridad o complacerse en una satisfacción orgullosa; por lo demás la asociación de ambas actitudes no se excluye en absoluto.» «Puesto que un hombre no es necesariamente responsable, en el fuero de su conciencia, de los incumplimientos de las prescripciones de la ley moral, hay que concluir que los incumplimientos de este tipo, inadvertidos como tales o reconocidos, pero en todo caso sufridos y no queridos, aparecerán en personas encaminadas en las vías de la perfección y de la mística e incluso entre los santos.» Esta moral no está basada en la garantía de la vida social e individual que nos dan los «preceptos principales», sino en la pasión mística, que lleva al hombre, con miras a una vida divina, a morir para sí. Lo que esta moral condena es la gravedad que frena este movimiento: el profundo apego a uno mismo que se manifiesta en la satisfacción, el orgullo y la mediocridad. La propuesta del P. Tesson, según la cual «la moral juzga y guía la vida mística», podría invertirse, y podríamos decir de igual modo: «la mística juzga y guía la vida moral». Así, como además es obvio, la moral no puede ligarse al mantenimiento de la vida, sino que exige su desarrollo.
Estuve a punto de precisar: exige al contrario. Pues se dijo que teníamos que morir para vivir...


El instante presente y la muerte en el «vuelo nupcial» y en la vida del religioso

El vínculo entre la vida y la muerte tiene múltiples aspectos. Este vínculo también se manifiesta en la experiencia sexual y en la mística. El P. Tesson insiste, como lo hace de forma general el libro de los carmelitas, en el acuerdo entre la sexualidad y la vida. Mas, de cualquier modo que se la considere, nunca se admite la sexualidad humana más que dentro de unos límites fuera de los cuales está prohibida. Hay en fin, en todas partes, un movimiento de la sexualidad en que entra en juego lo inmundo. Entonces ya no se trata de sexualidad benéfica «querida por Dios», sino de maldición y de muerte. La sexualidad benéfica es cercana a la sexualidad animal, al contrario del erotismo que es propio del hombre y que sólo es genital en su origen. El erotismo, estéril en principio, representa el Mal y lo diabólico. Por este lado se ordena la relación última —y la más significativa— de la sexualidad y de la mística. En la vida de los creyentes y de los religiosos, cuyos desequilibrios no son infrecuentes, la seducción no suele tener por objeto lo genital sino lo erótico. Tal es la verdad que resalta en las imágenes asociadas a la tentación de san Antonio. Lo que obsesiona al religioso en la tentación, es en realidad aquello que le da miedo. En su deseo de morir para sí se traduce su aspiración a la vida divina; a partir de ahí empieza una mutación perpetua, donde cada elemento se transforma sin cesar en su contrario. La muerte, que el religioso ha querido, se transforma para él en la vida divina. Se opuso al orden genital que iba en el sentido de la vida, y vuelve a encontrar la seducción bajo un aspecto que ahora tiene el sentido de la muerte. Pero la maldición o la muerte, que la tentación de la sexualidad le propone, es también la muerte considerada desde el punto de vista de la vida divina buscada en la muerte de sí. Así la tentación tiene un doble valor de muerte. ¿Cómo no imaginar que su movimiento conduce al religioso al «techo del templo», desde lo alto del cual el que abriese los ojos plenamente sin sombra de miedo, percibiría la relación entre todas las posibilidades opuestas?
Procuraré ahora describir lo que quizá se ve desde lo alto del «techo».
En primer lugar, enunciaré esta paradoja: ¿No se da ya en la naturaleza el problema así planteado? La naturaleza mezcla la vida con la muerte en lo genital. Veamos el caso extremo en el que la actividad sexual acarrea la muerte del animal que engendra. Hablar de las intenciones de la naturaleza no deja de ser absurdo, pero sin embargo los movimientos inevitables en que la vida es llevada al despilfarro de su sustancia no son nunca simplemente tales intenciones. En el momento mismo en que se prodiga sin limitación, la vida se da una finalidad aparentemente contraria a esas pérdidas que asume con tanta fiebre. No se entrega a excesivos gastos más que en la medida en que tiende hacia un crecimiento. Tanto si se trata de la planta como del animal, el lujo de las flores o del apareamiento puede no ser lo que parece. Se da una apariencia de finalidad. Sin duda, el esplendor de las flores y de los animales tiene poca utilidad en el plano de la función a la que, groseramente, nuestra inteligencia lo remite. Se diría una superchería inmensa. Como si, partiendo del tema de la reproducción, se liberase un caudal desordenado, ajeno a sus fines. Por ciego que nos parezca su movimiento, la vida no hubiera podido sin pretexto dar libre curso a la fiesta que lleva en sí. Como si el inmenso desbordamiento hubiera necesitado una coartada.
Estas consideraciones no pueden tenerse por satisfactorias. Además nos llevan a un terreno en el que nunca avanzó la reflexión humana más que con una inadmisible ligereza. Las cosas eran tan obvias que se impusieron las simplificaciones de Schopenhauer: los movimientos de la sexualidad sólo tenían un sentido, los fines que a través de ellos se proponía la naturaleza. Nadie se paró a pensar en el hecho de que la «naturaleza» procedía de forma insensata.
Resulta imposible examinar en toda su amplitud un problema cuyos datos suscitan mi ironía. Me limito a dar a entender hasta qué punto la vida, que es exuberante pérdida, está al mismo tiempo orientada por un movimiento contrario, que exige su crecimiento.
No obstante, lo que gana al final es la pérdida. La reproducción no multiplica la vida más que en vano, la multiplica para ofrecerla a la muerte, cuyos estragos son lo único que se acrecienta cuando la vida intenta ciegamente expandirse. Insisto en el despilfarro que se intensifica a pesar de la necesidad de una realización en sentido contrario.
Volvamos al punto que me importa: el caso extremo en que el acto sexual acarrea la muerte del animal. En esta experiencia, la vida mantiene el principio de su crecimiento y no obstante se pierde. No podría encontrar un ejemplo más perfecto de muerte de sí mismo. Mantengo la determinación de no limitarme al modo de ver según el cual el animal estaría supeditado a un resultado. En este caso, el movimiento del individuo supera demasiado un resultado que sólo tiene sentido para la especie. Este resultado sólo asegura la repetición del movimiento de una generación a la siguiente, pero la indiferencia ante el porvenir, la adhesión fulgurante, y solar en cierto sentido, al instante no puede ser anulada, como lo sería si nos limitáramos a aprehender en el instante lo que lo supedita a lo que viene después. Nadie puede más que por sistema desconocer el morir para sí del animal; y me parece que, al atribuir su muerte al interés de la especie, el pensamiento humano simplifica groseramente el comportamiento del macho en el momento del vuelo nupcial.
Volviendo al erotismo del hombre, para el religioso tentado tiene el sentido que tendría para el zángano la muerte hacia la que vuela si, como hace el religioso, el zángano pudiera decidir libremente y con plena conciencia de la muerte que lo espera. El religioso no puede morir físicamente, pero puede perder la vida divina a la que le consagra su deseo. Tal es, según la expresión del P. Tesson, uno de esos «desacuerdos contingentes» que oponen sin cesar esas «dos formas de atracción que nos atraen hacia Dios», una de las cuales, la sexualidad, «está inscrita en nuestra naturaleza», siendo la otra la mística, «que viene de Cristo». No podemos a mi juicio hablar claramente de la relación de estas dos formas si no las tomamos en el momento de su mayor oposición, que también es el de su más acusada similitud. ¿Hay entre ellas un «entendimiento profundo»? Es posible, pero ¿lo captaríamos si estuvieran atenuados los caracteres que los oponen, cuando estos caracteres son justamente al mismo tiempo aquello por lo que se asemejan?
Según las palabras del P. Tesson, la vida divina exige que el que quiera hallarla muera. Pero nadie piensa en una muerte que fuese pasivamente ausencia de vida. Morir puede asumir el sentido activo de una conducta en que se soslayan las prudencias que nos impone el miedo a la muerte. Los mismos animales tienen reflejos de inmovilidad o de huida ante el peligro: estos reflejos atestiguan una tendencia esencial que adquiere múltiples formas en los humanos. Vivir en el instante, sin subordinarse más a la tendencia que rige estos reflejos, es morir para sí, o al menos vivir familiarizado con la muerte. Cada hombre, de hecho, prolonga a través de su vida el efecto de su apego a sí mismo. Se ve sin cesar obligado a la acción con vistas a un resultado útil en el plano de la perduración del ser personal. En la medida en que se entrega a la esclavitud del tiempo presente respecto del futuro, es una persona infatuada, orgullosa y mediocre, alejada por el egoísmo de la vida que el P. Tesson llama divina, y que de forma más imprecisa cabe llamar más sagrada. Me parece que el P. Tesson dio una descripción de esta vida en la fórmula: «para vivir de la vida divina, hay que morir». Más allá de la «mediocridad» y del «orgullo», podemos entrever sin cesar, en efecto, la perspectiva de una verdad angustiosa. La inmensidad de lo que es, esta inmensidad ininteligible —ininteligible desde el punto de vista de la inteligencia que explica cada cosa por el acto, las causas o la meta propuesta—, le atemoriza en la medida en que no hay en ella ningún sitio para el ser limitado, que juzga al mundo según unos cálculos en los que pone en relación consigo mismo —con sus puntos de vista mediocres y orgullosos— fragmentos desprendidos de una totalidad donde éstos se pierden. La inmensidad significa la muerte para aquel al que no obstante atrae: una especie de vértigo o de horror sobrecoge al que pone frente a sí mismo —y frente a la precariedad de sus puntos de vista egoístas— la profundidad infinitamente presente, que es al mismo tiempo ausencia infinita. Como un animal amenazado de muerte, los reflejos de inmovilidad estupefacta y de huida, intolerablemente unidos entre sí, lo dejan clavado en esta actitud de hombre torturado que solemos llamar la angustia. Pero el peligro que tan pronto inmoviliza como precipita al animal en la huida viene de fuera, es real, es preciso, mientras que, en la angustia, es el deseo de un objeto indefinible lo que provoca los reflejos de la animalidad ante la muerte. El ser así amenazado de muerte evoca la situación del religioso enfermizamente tentado por la posibilidad de un acto carnal, o, en el orden animal, la del zángano que va a morir, no por la acción de un enemigo, sino por el mortal empeño que lo precipita a plena luz hacia la reina. En cada caso, al menos, lo que está en juego es la fulguración de un instante en que se desafía a la muerte.


La tentación del religioso y la delectación morosa

Hay un punto en el que nunca insistiremos lo bastante: la prohibición de la sexualidad, que el religioso, libremente, lleva a su consecuencia extrema, crea bajo la forma de la tentación un estado de cosas ciertamente anormal, pero donde el sentido del erotismo no resulta tanto alterado como acusado. Si bien es paradójico comparar la tentación del religioso con el vuelo nupcial —y deletéreo— del zángano, la muerte no deja de ser el término de una y de otra, y del religioso tentado puedo decir que es un zángano lúcido, que sabe que la muerte seguiría el cumplimiento de su deseo. Habitualmente, obviamos este parecido, ya que, en la especie humana, el acto sexual en principio nunca acarrea la muerte verdadera y porque los religiosos son casi los únicos que ven en él la promesa de la muerte moral. Sin embargo, el erotismo no alcanza su plenitud, no agota la posibilidad que en él se abre más que con la condición de arrastrar alguna degradación cuyo horror evoca la muerte puramente carnal.
Las diferencias mismas que oponen el zángano al religioso terminan de precisar el sentido de su parecido y de señalar un carácter de las pasiones sensuales que las emparenta con la mística (más íntimamente que una identidad de vocabulario).
Ya dije que la lucidez del religioso se oponía a la ceguera del insecto, pero esta diferencia se resume en la oposición entre el animal y el hombre: quisiera plantear ahora una cuestión que se sale algo de este problema, del que es una forma limitada. Quiero hablar de la resistencia del religioso, la cual, al no ser propia del zángano, tampoco suele ser propia del ser humano (si bien es cierto que la resistencia femenina es frecuente; pero, por más significativo que sea su comportamiento, una mujer, si se resiste, a menudo no tiene conciencia clara de sus motivos, se resiste por instinto, como las hembras de los animales: sólo el religioso que la tentación atribula da al rechazo su significado pleno).
La porfía del religioso parte de la voluntad de mantener una vida espiritual, que la caída afectaría mortalmente: el pecado de la carne pone fin al impulso del alma hacia una inmediata libertad. Hemos visto que, para el P. Tesson como para toda la Iglesia, «para vivir de la vida divina, hay que morir». Hay ahí una ambigüedad de vocabulario: aparentemente la muerte que hace imposible la vida divina es lo opuesto a aquella que es su condición. Pero este aspecto de oposición no es lo último: se trata de todas formas de mantener la vida contra fuerzas deletéreas; el problema del mantenimiento de la vida (de la vida real, material, so capa de una verdad espiritual) no cambia sensiblemente si se trata de la vida del alma. En principio, la vida destruida por el pecado tiene un valor elemental, el Bien. La vida destruida por la vida divina tal vez sea el Mal. Pero la muerte siempre destruye una realidad que pretendía durar. Si muero para mí, desprecio al ser organizado para durar y crecer; lo mismo que si, por el pecado, destruyo en mí la vida espiritual. En cada caso, lo que seduce (lo que fascina, lo que arrebata) triunfa sobre un afán de organización duradera, sobre una decidida voluntad de mayor poder. Cambia lo que resiste, sea el interés del individuo egoísta, sea la organización de una vida religiosa. Pero lo que pone freno a la seducción inmediata siempre es el afán de un porvenir, sórdido o no.
Como dijimos, el P. Tesson habla abiertamente de «estas dos formas de atracción que nos atraen hacia Dios», la sexual, que viene de la naturaleza, y la mística, de Cristo: Dios tiene (para mí) el sentido del elemento fulgurante que por encima del afán de preservar —o de acrecentar— en el tiempo eleva la riqueza poseída. Ciertos religiosos dirán que omito lo esencial: que en la tentación el conflicto opone un objeto digno de amor a otro digno de horror. Esto no es justo, o lo es de manera superficial. Insisto, al contrario, en un principio fundamental:
No hay en la tentación más que un objeto de atracción de orden sexual; el elemento místico, que detiene al religioso tentado, ya no tiene en él «.fuerza, actual», actúa en la medida en que el religioso, fiel a sí mismo, prefiere la salvaguardia del equilibrio adquirido en la vida mística al delirio hacia el que la tentación le hace resbalar. La particularidad de la tentación es que lo divino ha dejado de ser sensible bajo su forma mística (ya sólo es inteligible). Lo divino sensible en aquel instante es de orden sensual, demoníaco si se quiere, y este demoníaco-divino, este divino-demoníaco propone lo mismo que el Dios hallado en la experiencia mística mayor propone, y le propone más profundamente, puesto que el religioso preferiría la muerte real a caer en la tentación. No ignoro las perspectivas de satisfacción que la caída abriría al yo sórdido, pero el religioso niega este yo que se aprovecharía de ello, o más bien presiente la íntima degradación, que tal vez algún día sea pública, de este yo vinculado al orden y a la Iglesia, en aras del cual renuncia al egoísmo primero: forma parte del principio de este segundo yo el perderse en Dios, pero en la cima de la tentación, Dios ya no tiene en el espíritu forma sensible, ya no tiene ese efecto vertiginoso que es su esencia; al contrario, lo que aparece es el provecho del segundo yo, su valor inteligible. Dios sigue contando, pero sólo bajo forma inteligible. Lo que gana es el cálculo interesado y no el deseo ardiente.
Así la resistencia del religioso mantiene en el momento en que sufre la tentación el sentido de un vértigo de la pérdida. El religioso que resiste está en efecto en el estado del zángano que conociese el desenlace del impulso que lo lleva hacia la reina.
Pero debido a su pavor —y al consiguiente rechazo— el objeto que atrae al religioso ya no tiene el mismo sentido que la reina que lleva al insecto a la muerte a plena luz: el objeto negado es a la vez odioso y deseable. Su atractivo sexual tiene la plenitud de su esplendor, su belleza es tan grande que mantiene al religioso en el arrobamiento. Pero este arrobamiento es en el mismo instante un temblor: lo rodea un halo de muerte, que hace odiosa su belleza.
Este aspecto ambiguo de la tentación se revela claramente en la forma prolongada de tentación a la que la Iglesia dio el nombre de «delectación morosa».
En la delectación morosa, la belleza del objeto y su atractivo sexual han desaparecido. Sólo subsiste su recuerdo bajo la apariencia del halo de muerte del que hablo. El objeto es entonces menos un objeto que el entorno ligado a un estado anímico, y es imposible decir si se trata de horror o de atracción, es un sentimiento de muerte que atrae, mientras que el objeto de la sensualidad espanta y se sale del campo de la conciencia. Por supuesto, la semejanza de la delectación morosa con el vuelo nupcial es más lejana que la de la tentación. Sin embargo, cabe aprehenderla a pesar de la impotencia, un poco cómica, de la delectación: la delectación es, en cierto sentido, un impulso paralizado del vuelo nupcial, que se mantiene, pero ahora en la oscuridad de una ceguera comparable con la del animal, aun cuando se vuelve dolorosa. Es de hecho la forma de conciliar el deseo de la salvación del alma con el de abismarse en las delicias mortales de un abrazo amoroso. Pero el deseo de un objeto deseable es ahora el de un objeto sin encanto natural; es el deseo ininteligible, inconsciente, de la muerte, o al menos de la « condenación eterna ».


La sensualidad culpable y la muerte

El análisis de la delectación esclarece el tema, hasta ahí indescifrable, de la sensualidad del hombre, que hay que aprehender bajo este aspecto para vislumbrar lo que le une a la única experiencia pura, la de la mística. Creo que si consideramos la sensualidad humana, como hacen los autores del libro de los carmelitas, en su forma más elevada —querida por Dios, libre de las perversiones que la han mancillado— lo que hacemos es alejarnos de la iluminación del misticismo. La sensualidad limitada a sus aspectos lícitos disimula aquellos aspectos mortales que aparecen en el vuelo del zángano o en la tentación del religioso, y cuyo sentido más insólito se da en la delectación morosa.
Es cierto que la actividad genital «querida por Dios», limitada al matrimonio, y más generalmente la sexualidad considerada como natural o normal, se opone por una parte a unos extravíos contrarios a la naturaleza, y por otra a toda experiencia juzgada culpable, cargada de pecados, y que tiene por ende un sabor más áspero: el atractivo del fruto prohibido.
La mayoría de las veces, para un alma pura, el deseo sexual lícito sería absolutamente puro. Puede ser, pero esta verdad parcial oculta una verdad fundamental.
Pese a la reacción común que asocia un elemento de vergüenza a la sexualidad, es racional y conforme al magisterio de la Iglesia inscribir la sexualidad, como función, en el plano de la actividad necesaria. Hay en la unión carnal un elemento elogiable de maravilla, opuesto como un contrario al elemento de vergüenza del que hablo. La unión carnal es la plenitud y la forma más feliz de la vida. No habría ninguna necesidad de acudir para hablar de ella al ejemplo del zángano, donde representa, al mismo tiempo que una cima, un desenlace fúnebre. Sin embargo, de entrada, ciertos aspectos de la sexualidad incitan a la desconfianza. Popularmente, el orgasmo lleva el nombre de «muerte chiquita». Las reacciones de las mujeres son comparables en su principio a las de las hembras, que intentan huir de la fatalidad del amor: por diferentes que sean de las del religioso en la tentación, estas reacciones revelan la existencia de un sentimiento de aprensión o de pavor, generalmente ligado a la idea de contacto sexual. Estos aspectos reciben una confirmación teórica. El gasto de energía necesario para el acto sexual" es siempre inmenso.
No hay que buscar más lejos la causa del pavor del que es objeto el juego sexual. La muerte, excepcional, representa sólo el caso extremo; cada pérdida de energía normal no es en efecto más que una muerte chiquita, comparada con la muerte del zángano, pero, lúcida o vagamente, esta «muerte chiquita» es en sí un motivo de aprensión. Como contrapartida, es a su vez objeto de deseo (al menos en los límites humanos). Nadie podría negar que un elemento esencial de la excitación es el sentimiento de perder pie, de zozobrar. El amor no es, o es en nosotros, como la muerte, un movimiento de pérdida veloz, que se vuelve rápidamente trágico y no se detiene más que en la muerte. De tal modo que entre la muerte y, por otro lado, la «muerte chiquita» o el zozobrar, que embriagan, es casi imperceptible la distancia.
Este deseo de zozobrar, que embarga íntimamente a cualquier ser humano, difiere no obstante del deseo de morir por su ambigüedad: es sin duda deseo de morir, pero, al mismo tiempo, es deseo de vivir, en los límites de lo posible y de lo imposible, con una intensidad cada vez mayor. Es el deseo de vivir dejando de vivir o de morir sin dejar de vivir, el deseo de un estado extremo que quizá sólo santa Teresa describió con bastante fuerza con estas palabras: «¡que muero porque no muero!». Pero la muerte por no morir precisamente no es la muerte, sino el estado extremo de la vida; si muero por no morir es con la condición de vivir: muerte es lo que experimento al vivir, al seguir viviendo. Santa Teresa zozobró pero en verdad no murió del deseo que tuvo de zozobrar realmente. Perdió pie, pero lo único que hizo fue vivir de forma más violenta, tan violenta que pudo decir que estuvo en el límite de morir, pero de una muerte que, exasperando la vida, no la hacía cesar.


La sensualidad, la ternura y el amor

Así, el deseado desfallecimiento no es sólo el aspecto sobresaliente de la sensualidad del hombre, sino también de la experiencia de los místicos. Volvemos a la semejanza entre misticismo y erotismo culpable, pero nos alejamos de la sexualidad idílica o lícita. Nos hemos encontrado, al contrario, con un aspecto de la sensualidad cuyos temas se acercan, debido a una ambigüedad fundamental, a la tentación del religioso y a la delectación morosa. En cada caso, es difícil en efecto decir si el objeto del deseo es la incandescencia de la vida o de la muerte. La incandescencia de la vida posee el sentido de la muerte; la muerte, el de una incandescencia de la vida. Al hablar de la tentación del religioso no he podido destacar del todo este valor ambiguo. Sin embargo el sentido turbio y deletéreo de la sexualidad es esencial en la tentación. La tentación es el deseo de desfallecer y de prodigar las reservas disponibles hasta el límite en que se pierde pie. Partiendo de ahí, intentaré más adelante buscar la coordinación del movimiento que vincula la experiencia sexual con la mística.  Pero tendré que mostrar primero cómo las formas tan variadas, y a menudo tan fuertemente opuestas, de la actividad sexual se coordinan entre sí en la nostalgia de un momento de desequilibrio.
Si la ambigüedad de la que hablé no se presenta desde un principio como un principio de ruina (las pérdidas de energía de las que se trata son reparables, los movimientos precipitados, incluso jadeantes, en los que perdemos pie son temporales), al menos lo hace como un principio de desequilibrio. Este desequilibrio evidentemente no dura, suele estar envuelto en formas equilibradas que aseguran su reiteración y compensan los estragos de la vida sensual. Pero estas formas sólidas y sanas en las que el desequilibrio se organiza ocultan su sentido profundo.
Uno de los valores más significativos de la organización sexual radica en el afán por integrar los desórdenes de la unión carnal en un orden que abarque la totalidad de la vida humana. Este orden se basa en la tierna amistad entre un hombre y una mujer, y en los vínculos que los unen a ambos con sus hijos. Nada es más importante para nosotros que situar el acto sexual en la base del edificio social. No se trata de fundar el orden civilizado en la sexualidad profunda, es decir, en un desorden, sino de limitar este desorden vinculándolo al sentido del orden, confundiendo su sentido con el del orden al que intentamos subordinarlo. Esta operación al final no es viable puesto que el erotismo jamás renuncia a su valor soberano, sino en la medida en que se degrada y ya no es más que una actividad animal. Las formas equilibradas, dentro de las cuales es posible el erotismo, no tienen al final más salida que un nuevo desequilibrio, o el envejecimiento previo a la desaparición definitiva.
La forma significativa de la necesidad del desequilibrio y del equilibrio alternados es el amor violento y tierno de un ser por otro. La violencia del amor lleva a la ternura, que es la forma duradera del amor, pero introduce en el ansia de los corazones el mismo elemento de desorden, la misma sed de desfallecer y el mismo regusto de muerte que hallamos en el ansia de los cuerpos. Esencialmente, el amor eleva el gusto de un ser por otro a un grado de tensión en que la privación eventual de la posesión del otro —o la pérdida de su amor— no se resiente menos duramente que una amenaza de muerte. Así, su fundamentó es el deseo de vivir en la angustia, en presencia de un objeto de valor tan grande que el corazón le falla a quien teme su pérdida. La fiebre sensual no es el deseo de morir. Asimismo, el amor no es el deseo de perder, sino el de vivir con el miedo de la posible pérdida, manteniendo el ser amado al amante al borde del desfallecimiento: sólo a este precio podremos sentir ante el ser amado la violencia del arrobamiento.
Lo que vuelve irrisorios estos movimientos de superación, en los que se desprecia el afán por preservar la vida, es ese deslizarse, casi inmediato, al deseo de organizar una forma duradera, o al menos pretendidamente tal, que coloque el desequilibrio que es la esencia del amor a salvo —en la medida de lo posible— del desequilibrio. Esto no es irrisorio si el amante no opone a la pérdida del ser amado actitudes convencionales que alienen su libertad, si no subordina el capricho del amor a la organización material de una pareja estable —de una familia en suma. La ausencia de amor no es tampoco lo que hace irrisorio un hogar (la ausencia de amor, de cualquier modo que se la considere, no es nada), sino el hecho de confundir con el amor la organización material, de enfangar la soberanía de la pasión en unas compras de menaje. (Ciertamente, a menos que se sea incapaz de ello, no es menos irrisorio rechazar, en un movimiento pretencioso, la organización de una vida en común.)
Estas oposiciones desconciertan tanto más cuanto que el amor ya difiere del erotismo sensual y se sitúa en el movimiento por el cual la sensualidad da como pretexto al desorden del deseo una razón de ser benéfica. La misma ambigüedad vuelve a encontrarse en todos los planos. Por una parte el amor por el compañero sexual (variante de la inserción en el orden de la sociedad activa constituida por el matrimonio, y que muchas veces coincide con ella) cambia la sensualidad en ternura, y la ternura atenúa la violencia de las delicias nocturnas, en las que desgarrarse sádicamente es más común de lo que uno imagina; la ternura es capaz de entrar en una forma equilibrada. Por otra parte, la violencia fundamental que nos lleva a perder pie siempre tiende a perturbar las relaciones tiernas —a hacernos encontrar de nuevo en estas relaciones la cercanía de la muerte (que es el signo de toda sensualidad, aunque esté suavizada por la ternura). Es la condición de estos arrobamientos violentos, sin los cuales el amor sexual no hubiera podido prestar su vocabulario, como hizo, a las descripciones del éxtasis de los místicos.


El hampa, el cinismo sexual y la obscenidad

El trasladar un ambiguo deseo de desfallecer a unos ámbitos en los que, al parecer, no se justifica el desorden, responde a la tendencia que domina la vida humana. Siempre nos esforzamos por duplicar las formas viables y sólidas, donde la vida inserta y limita su desequilibrio, con formas inestables, inviables en cierto sentido, en que se afirme este desequilibrio. En el simple desorden de una pasión, esta tendencia, es verdad, no se busca: el desorden se considera como un mal contra el que lucha el espíritu. En las formas de vida cínicas, impudentes y depravadas de las que voy a hablar ahora, el desequilibrio se recibe como un principio. El deseo de zozobrar, ante el que sólo cedemos en contra de nuestra voluntad, se admite ahí sin límites: en esas condiciones ya no hay ningún poder, y los que viven en un permanente desorden ya no conocen más que momentos de desequilibrio informe. Las prostitutas y los hombres que son sus parásitos, que forman con ellas un mundo aparte, sucumben a menudo y sienten un placer átono al ceder a este relajo. No siempre resbalan hasta abajo de la pendiente; además necesitan, con el fin de preservar un interés común, crear una organización rudimentaria y limitada, que se oponga al equilibrio global de una sociedad cuyo orden rechazan, y que tienden a destruir. No pueden ir hasta el final de la negación, ya que de todos modos no son ni mucho menos insensibles al mantenimiento de una vida cínicamente egoísta. Pero las ventajas de una existencia «insumisa» les permiten subvenir sin dificultad a sus necesidades; la posibilidad de una falsedad de fondo les confiere a voluntad la posibilidad de entregarse a los encantos de una vida perdida. Ceden sin mesura a los desórdenes esenciales de una sensualidad destructora; introducen sin medida en la vida humana una pendiente hacia la degradación o la muerte. Así el desmoronamiento de aquella inmensa irrisión se apodera del corazón sin más angustia, libremente. Basta para ello con robar o matar si fuera necesario, perezosamente, con conservar la vida ahorrando fuerzas, y en todo caso viviendo a expensas de los demás.
Se trata aquí, esencialmente, de un repugnante descenso de nivel, de un vulgar aborto. La vida del hampa no es envidiable. Ha perdido la elasticidad de un resorte vital, sin el cual se desplomaría la humanidad. Sólo sacó provecho de las posibilidades de un relajamiento global, basado en la falta de imaginación, que limita la aprensión ante el porvenir. Al entregarse sin recato al gusto por desfallecer, ha hecho del desfallecimiento un estado constante, sin sabor y sin interés.
Considerada en sí, limitada a los que la viven, esta degradación de la sensualidad sería casi insignificante. Pero tiene repercusiones lejanas. No sólo cobra sentido para los que se relajan enteramente: una falta de recato, insípida para los que se abandonan a ella, tiene el sabor más intenso para los que son sus testigos, si siguen viviendo moralmente en el recato. La obscenidad de las conductas y del lenguaje de las prostitutas es insulsa para los que hacen de ella su pan de cada día. Ofrece al contrario para los que permanecen puros la posibilidad de una desnivelación vertiginosa. La baja prostitución y la obscenidad constituyen, en conjunto, una forma acusada y significativa del erotismo. Esta deformación lastra el cuadro de la vida sexual, pero no altera profundamente su sentido. La sensualidad es en principio el terreno de la irrisión y de la impostura, tiene como esencia ser un gusto por perder pie, pero sin hundirse...: esto no puede hacerse sin un engaño del que somos a la vez autores ciegos y víctimas. Para vivir sensualmente, debemos representarnos siempre una comedia ingenua, siendo la más irrisoria la de la obscenidad de las prostitutas. Así, el desfase entre la indiferencia dentro del mundo de la obscenidad y la fascinación que se siente desde fuera, dista de ser tan inviable como parece a primera vista. Hay desequilibrio, pero en el sentido profundo del desequilibrio sensual: la amargura de la comedia o el sentimiento de degradación unido al pago añaden, para el que cede al gusto por perder pie, un elemento de delectación.


La unidad de la experiencia mística y del erotismo

La importancia de la obscenidad en la ordenación de las imágenes clave de la actividad sexual terminó de ahondar el abismo que separa el misticismo religioso del erotismo. Esta importancia es la que hace que la oposición entre el amor divino y el amor carnal sea tan profunda. La semejanza que, en último término, asocia los extravíos de la obscenidad y las efusiones más santas escandaliza necesariamente. El escándalo dura desde el día en que la psiquiatría, en la óptica de la ciencia, se encargó, no sin torpeza, de explicar los estados místicos. Los científicos ignoran por principio estos estados; y los que, en defensa de la Iglesia, protestaron contra sus juicios, a menudo reaccionaron bajo los efectos del escándalo y no vieron, más allá de los errores y de las simplificaciones, el fondo de verdad que esos juicios anunciaban, aun deformándolo. Por ambos lados se encargaron de enrevesar groseramente el problema. Digamos, sin embargo, que el libro de los carmelitas es de una apreciable amplitud de miras: a pesar de todo, del lado del catolicismo los espíritus están abiertos a la posibilidad del acercamiento, y del otro lado los psiquiatras no niegan haber encontrado dificultades.
Hay que ir más lejos: creo que antes de retomar el problema, se debe precisar nuestra posición.
Creo (y vuelvo a decir) que no basta con reconocer la posibilidad de relaciones entre una esfera y la otra, como hacen, siguiendo una tradición, los carmelitas y los religiosos que colaboraron en la obra. Debemos evitar dos escollos: no hay que tender, en aras de un acercamiento, a rebajar la experiencia de los místicos, como hicieron, no siempre intencionadamente, los psiquiatras. Tampoco se debe, como hacen los religiosos, espiritualizar el campo de la sexualidad para elevarlo al nivel de las experiencias etéreas. Me veo obligado a precisar punto por punto el sentido de las diferentes formas de la sexualidad, teniendo en cuenta sólo en segundo lugar aquéllas, híbridas, que responden a un esfuerzo de moderación (o de purificación), pero yendo desde la más asimilable hasta la que se caracteriza, al contrario, por un rechazo a integrarla en el orden social. En particular, es esencial elucidar la cuestión planteada por esta última: el campo de la obscenidad, ligado primero a la prostitución, es el que dio a la sensualidad su tono escandaloso. Importa ante todo mostrar en qué responde el propio contenido espiritual de la obscenidad al esquema fundamental de todo el campo. La obscenidad es repugnante, y es normal que espíritus poco audaces no vean en ella nada más profundo que ese carácter repugnante, pero es fácil entrever que sus lados innobles están unidos al nivel social de los que la crean, y que la sociedad arroja del mismo modo que ellos mismos vomitan a la sociedad. En todo caso, esa sexualidad repugnante no es en definitiva más que un modo paradójico de aguzar el sentido de una actividad que por su esencia lleva al desfallecimiento; si exceptuamos a aquellos cuya degradación social lo engendra, el gusto por la obscenidad no es en los que se ven turbados desde fuera nada que responda necesariamente a su bajeza: ¡cuántos hombres (y mujeres) de un desinterés y de una elevación de espíritu innegables, no vieron en la obscenidad más que el secreto de perder pie profundamente!
Todo lo cual nos lleva a decir, por último, que una vez aprehendido en sus diversas formas el tema constante de la sexualidad, ya nada impide ver su relación con la experiencia de los místicos: para esto basta con reducir a la unidad atracciones en apariencia tan opuestas como las de la obscenidad y del amor idílico, de la delectación morosa y del apareamiento del zángano. Estos trances, arrebatos y estados teopáticos que a porfía han descrito los místicos de todas las obediencias (hindú, budista, musulmana o cristiana —por no hablar de aquellos, más escasos, que no pertenecen a ninguna religión) tienen el mismo sentido: siempre se trata de un desapego respecto del mantenimiento de la vida, de la indiferencia frente a cuanto tiende a asegurarla, de la angustia experimentada en estas condiciones hasta el instante en que zozobran las potencias del ser, y por fin de la apertura a este movimiento inmediato de la vida que habitualmente está comprimido, y que se libera de repente en el desbordamiento de un infinito gozo de ser. La diferencia de esta experiencia respecto de la de la sensualidad sólo radica en la reducción de todos estos movimientos al ámbito interno de la conciencia, sin intervención del juego real y voluntario de los cuerpos (al menos la intervención de este juego se reduce al mínimo, incluso en los ejercicios de los hindúes, que recurren a efectos de respiración expresamente buscados). Es ante todo el pensamiento y sus decisiones, incluso negativas —pues el pensamiento mismo no tiende entonces sino a aniquilar sus modalidades— lo que entra en juego en este campo cuyas primeras apariencias tienen, a pesar de todo, poca relación con las del erotismo. Si el amor por un ser determinado es la forma de la efusión mística —en Europa, por Cristo; en la India, por ejemplo, por Kali..., y en casi todas partes por Dios—, se trata al menos de un ser que es fruto del pensamiento (es dudoso que seres inspirados, como Cristo, hayan sido en vida objeto de una meditación mística digna de este nombre).
En todo caso, la proximidad de ambos campos es evidente: aun cuando tiende a superar el amor por un ser dado, ahí el misticismo encontró a menudo su camino; es a la vez, para los ascetas, una facilidad y una manera de tomar impulso. ¿Pueden además dejar de llamar nuestra atención los accidentes de los místicos en el curso de sus ejercicios (al menos en el comienzo)? Como dijimos, no es raro que los que avanzan por la vía mística se vean, según los términos de san Buenaventura «manchados por el licor del flujo carnal». El P. Louis Beirnaert, citando a san Buenaventura,12 nos lo dice así: «Se trata de algo que (los místicos) consideran como extrínseco a su experiencia». No creo que estén en un error: estos accidentes muestran no obstante que, en el fondo, el sistema de la sensualidad y el del misticismo no difieren. Si me han seguido, comprenderán que, al ser análogas las intenciones y las imágenes clave en ambos campos, siempre cabe que un movimiento místico del pensamiento desencadene involuntariamente el mismo reflejo que una imagen erótica tiende a desencadenar. Si es así, debe de ser verdad la recíproca: los hindúes basan de hecho los ejercicios del tantrismo en la posibilidad de provocar una crisis mística por medio de una excitación sexual. Se trata de buscar una pareja adecuada, joven, bella y de elevada espiritualidad, y, evitando siempre el espasmo final, de pasar del acto carnal al éxtasis espiritual. Según el juicio de los que conocieron a quienes se entregan a estas prácticas, no hay motivo para creer que sus experiencias no puedan ser honestas y sin desviación. La siempre posible desviación es probablemente infrecuente y estaría injustificado negar la posibilidad de acceder por este método a estados de puro arrobamiento.
Así queda claro que entre la sensualidad y el misticismo, que obedecen a principios similares, siempre es posible la comunicación.13


La continencia y la condición de un momento incondicionado

Esta comunicación, sin embargo, no se desea forzosamente. Los espasmos de los religiosos no responden a su intención. Es dudoso que un deslizamiento sistemático de la sensualidad a la espiritualidad sea lo apropiado si se trata de alcanzar campos de posibilidad lejanos, abiertos en el sentido de una experiencia libre de todo condicionamiento. Pero es cierto que la tentativa tiene una significación decisiva en la cima de las búsquedas del hombre. Se desvincula del afán de buscar ocasiones determinadas, que dependen de condiciones materiales complejas, y entorpecen penosamente la vida erótica (entre las distintas justificaciones de la continencia de los religiosos, es la menos fácil de rebatir). Por otra parte, la experiencia de los místicos tiene lugar (o al menos puede tener lugar) en el mismo campo en el que se despliegan los últimos esfuerzos de la inteligencia animada por el deseo de conocer; en este plano no podemos obviar el hecho de que, en razón del movimiento hacia la muerte que es su esencia, entra en juego en el desenlace, es decir, en el momento de la máxima tensión.
Para enjuiciar el interés de la experiencia de los místicos, quiero insistir en un hecho: se produce un total desapego respecto de cualquier condición material. Responde así al afán que generalmente tiene la vida humana por rechazar la dependencia de lo dado, que no ha elegido sino que se le impone. Se trata de llegar a un estado que pueda llamarse soberano. Al menos a primera vista, la experiencia erótica está subordinada al acontecimiento, del que libera la experiencia mística.
En el ámbito místico llegamos a la soberanía plena, en particular en los estados que la teología describe con el nombre de teopáticos. Tales estados, que pueden ser evocados independientemente de sus formas cristianas, tienen un aspecto muy diferente no sólo de los estados eróticos, sino de estados místicos que pueden considerarse menores: lo que les distingue es la máxima indiferencia a todo lo que acontece. Ya no hay deseo en el estado teopático, el ser se vuelve pasivo, soporta lo que le ocurre en cierto modo sin movimiento. En la beatitud inerte de este estado, en una transparencia total de todas las cosas y del universo, ambas, la esperanza y la aprensión, han desaparecido. El objeto de la contemplación, al volverse igual a nada (los cristianos dicen igual a Dios), parece incluso igual al sujeto que contempla. Ya no hay diferencias en ningún punto: imposible situar una distancia, el sujeto perdido en la presencia indistinta e ilimitada del universo y de sí mismo deja de pertenecer al desarrollo sensible del tiempo. Está absorto en el instante que se eterniza. Aparentemente de forma definitiva, ya sin apego al porvenir o al pasado, está en el instante, y sólo el instante es eternidad.
A partir de esta consideración, la relación de la sensualidad con la experiencia mística sería la de una torpe tentativa de realización: convendría olvidarse de lo que, en definitiva, no es más que un error en la vía por la que el espíritu accede a la soberanía.
No obstante, el principio que consiste en olvidar para el estado místico la sensualidad es, a mi modo de ver, discutible. Sólo mencionaré de pasada el hecho de que el misticismo musulmán —el de los sufíes— pudiera hacer coincidir la contemplación y la vía del matrimonio. Tenemos que lamentar que el libro de los carmelitas no lo mencione. En conjunto, los religiosos que colaboraron en él admiten esta posibilidad, pero han de reconocer la diferencia entre un principio (en lo que se refiere al cristianismo, bastante lejos del orden real) y el enunciado de una experiencia de hecho. Pero la crítica que formularé es ajena al interés presentado por la eventual coincidencia de ambas experiencias. Lo que, a mi parecer, se opone al rechazo del erotismo no atañe a la cuestión de saber si, para alcanzar los fines más deseables, es útil renunciar a la vida sexual. Sólo me pregunto si una resolución basada en un cálculo, en particular una renuncia, es conciliable con el estado de indiferencia que rige las posibilidades de la vida mística. No digo que no podamos alcanzar este estado por la vía de una resolución calculada. Pero de algo estoy seguro: si alguien lo consiguió, fue a pesar de su cálculo, y a pesar de su resolución.
Ya lo hemos visto: en la tentación, la resistencia venía del afán de mantener la vida, de durar, ligado a la organización que asegura este mantenimiento. El don de sí y la negativa a trabajar (de un modo servil) con vistas a un resultado que supere el momento presente, ¿no requerirían una «indiferencia» más verdadera que la de un monje, la de un hombre entregado, que se esfuerza por llegar al «estado de indiferencia»?
¡Esto no cambia para nada el carácter condicionado, el carácter subordinado del erotismo!
Puede ser.
Pero allí donde otros ven el envilecimiento, yo veo la soberanía del azar.
Del azar —cuyo juicio último jamás atenúa nada, sin el cual jamás somos soberanos.
En algún momento debo o bien abandonarme a la suerte, o mandar en mí mismo, como el religioso ligado por el voto de continencia. La intervención de la voluntad, la decisión de mantenerse a salvo de la muerte, del pecado, de la angustia espiritual, falsean el libre juego de la indiferencia y de la renuncia. Sin el libre juego, el instante presente está subordinado al afán por los siguientes.
Sin duda, el afán por el tiempo venidero es conciliable con la libertad del instante presente. Pero la contradicción estalla en la tentación.  Las desviaciones del erotismo son a veces de una grosería abrumadora. En contraposición, debo subrayar que el cálculo del religioso tentado da a la vida ascética (de cualquier confesión que sea) un no sé qué parsimonioso, pobre, tristemente disciplinado.
Esto sólo es verdad en principio...
Sin embargo, aun cuando sea posible la experiencia más lejana, a pesar de eso, en la regularidad monacal, no puedo olvidar, al esforzarme por captar el sentido de la evasión mística, que su clave es la represión en la tentación. Si queremos llevar al extremo la posibilidad del ser, podemos preferir los desórdenes del amor aleatorio: a pesar de las apariencias superficiales, la simplicidad del instante pertenece a aquel que mediante la fascinación inmediata se abre a la angustia.


■* Este Estudio retoma dos artículos publicados en la revista Critique, número 60, agosto-septiembre de 1952. Es un trabajo sobre la obra Mystique et con tinence. Travaux du VU""" Congres International d'Avon, Edit. Desclées de Bronrwer, 1952.








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