Cuento Breve: Marguerite Yourcenar - Nuestra Señora de las Golondrinas - Biografia de MY

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 17:35





Nuestra Señora de las Golondrinas

 El monje Terapión había sido en su juventud el discípulo más fiel del gran Atanasio; era rudo y austero, dulce solamente con las criaturas en las que no sospechaba la presencia de demonios. En Egipto había resucitado y evangelizado momias; en Bizancio había confesado emperadores, y había ido a Grecia confiado en un sueño, con la intención de exorcizar aquellas tierras sometidas aún a los sortilegios de Pan. Se inflamaba de ira a la vista de los árboles sagrados en que los campesinos, aquejados de fiebre, colgaban trapos encargados de temblar en lugar suyo al menor soplo vespertino, los falos erigidos en los campos para obligar al suelo a concebir cosechas, y los dioses de arcilla metidos en los huecos de los muros y en las cavidades de las fuentes. Se había construido con sus propias manos una estrecha cabaña a orillas del Céfiso, teniendo cuidado de emplear solamente materiales bendecidos. Los campesinos compartían con él sus pobres alimentos; mas aunque aquellas gentes estuvieran demacradas, pálidas y desalentadas por las hombrunas y las guerras que habían caído sobre ellas, Terapión no conseguía encaminarlas por la senda del cielo. Adoraban a Jesús, el hijo de María, vestido de oro como el sol naciente, pero su corazón obstinado permanecía fiel a las divinidades que anidaban en los árboles o emergían de la efervescencia de las aguas; cada tarde depositaban, bajo el plátano consagrado a las ninfas, una escudilla de leche de la única cabra que les quedaba, y los muchachos se deslizaban a mediodía en los bosquecitos para espiar a aquellas mujeres de ojos de onix que se nutrían de tomillo y de miel. Pululaban por doquiera, hijas de aquella tierra dura y seca donde lo que en otra parte se disipa como humo allí adquiere en seguida figura y sustancia de realidad. Se encontraba la huella de sus pasos en la greda de los manantiales, y la blancura de sus cuerpos se confundía de lejos con el espejeo de los peñascos. Ocurría incluso que una ninfa mutilada sobreviviera aún en una viga mal pulida que sostenía un techo, y de noche se la oía gemir o cantar. Casi todos los días se perdía en la montaña algún animal embrujado, y solo se encontraba meses más tarde un mantoncito de huesos. Las Malignas tomaban a los niños de la mano y los llevaban a bailar al borde de los precipicios; sus pies ligeros no tocaban tierra, pero el abismo engullía los cuerpecitos pesados. O bien, un joven que se había lanzado sobre su pista volvía a bajar sin aliento, tiritando de fiebre, por beber la muerte en el agua de una fuente. Después de cada desastre, el monje Terapión mostraba el puño a los bosques donde se ocultaban las Malditas, pero los aldeanos continuaban amando a aquellas hadas frescas, medio invisibles, y les perdonaban sus fechorías como se le perdona al sol que trastorne el seso de los locos, a la luna que chupe la leche de las madres dormidas, y al amor que haga sufrir tanto.



 El monje les temía como a manada de lobas, y lo inquietaban como una partida de prostitutas. Aquellas bellezas caprichosas jamás lo dejaban en paz: de noche sentía en su rostro su aliento cálido como el de un animal domado a medias que merodea tímidamente en un cuarto. Si se aventuraba a través del campo llevando el viático para un enfermo, oía repicar tras sus talones su trote caprichoso e irregular de cabras jóvenes; si, a pesar de sus esfuerzos, llegaba a dormirse a la hora de la oración, venían a tirarle inocentemente la barba. No trataban de seducirlo porque les parecía feo, cómico y viejísimo con su espeso sayal pardo, y a pesar de su belleza no despertaban en él ningún deseo impuro, pues su desnudez le repugnaba como la carne pálida de la oruga o la piel lisa de las culebras. Sin embargo, lo inducían en tentación, pues acababa dudando de la sabiduría de Dios, que ha formado tantas criaturas inútiles y dañinas, como si la creación solo fuera un juego maligno que lo complacía.
 Una mañana, los aldeanos encontraron a su monje ocupado en talar el plátano de las ninfas, y se afligieron doblemente, pues por una parte temian la venganza de las hadas, que se marcharían llevándose consigo las fuentes y, por otra parte aquel plátano daba sombra al lugar donde acostumbraban reunirse para bailar. Pero no hicieron reproches al santo varón, por miedo de malquistarse con el Padre que está en los cielos, que dispensa la lluvia y el sol. Callaron, y los proyectos del monje Terapión contra las ninfas fueron estimulados con ese silencio. Solo salía ya con dos pedernales disimulados entre los pliegues de su manga, y de noche, subrepticiamente, cuando no veía ningún campesino en el campo desierto, le prendía fuego a un viejo olivo cuyo tronco carcomido le parecía que ocultaba diosas, o a un joven pino escamoso que derramaba lágrimas de oro. Una forma desnuda escapaba entonces del follaje y corría a reunirse con sus compañeras, inmóviles a lo lejos como ciervas asustadas, y el santo monje se regocijaba por haber destruido otra guarida del Mal. Sembraba cruces por doquiera, y las jóvenes bestias divinas se alejaban, huyendo de la sombra de aquel Cadalso sublime, dejando en torno e la aldea santificada una zona cada vez más amplia de silencio y soledad. Pero la lucha proseguía palmo a palmo en los primeros declives de la montaña, que se defendía con ayuda de zarzas espinosas y de aludes de piedras, allí donde los dioses son más difíciles de cazar. Por último, cercadas por la plegaria y el fuego, demacradas por la ausencia de ofrendas, privadas de amor desde que los jóvenes de la aldea comenzaron a apartarse de ellas, las ninfas buscaron refugio en un vallecito desierto, en el que algunos pinos negrísimos clavados en el suelo arcilloso hacían pensar en grandes aves que agarraban con sus fuertes garras la tierra roja, mientras agitaban el cielo las mil puntas finas de sus plumas de águila. Las fuentes que brotaban allí, bajo montones de piedras informes, eran demasiado frías para atraer lavanderas o pastores. A media ladera de una colina se ahondaba una gruta, a la que solo se accedia a través de una entrada que permitía apenas el paso de un cuerpo. Las ninfas siempre se refugiaban allí en las tardes en que la tormenta perturbaba sus juegos, pues, como todos los animales salvajes, temían el trueno, y era allí donde dormían en las noches sin luna. Algunos jóvenes pastores pretendían haberse deslizado en aquella caverna, arriesgando su salvación y el vigor de su juventud, y no se cansaban de hablar de aquellos dulces cuerpos entrevistos en la fresca penumbra, o de aquellas cabelleras menos palpadas que adivinadas. Para el monje Terapión, aquella gruta disimulada en el flanco del peñasco era como un cáncer clavado en su propio pecho, y de pie a la entrada del vallecito, con los brazos en alto, inmóvil durante horas enteras, rogaba al cielo que le ayudara a destruir aquellos peligrosos restos de la raza de los dioses.



 Una noche, poco después de Pascua, el monje reunió a los más fieles y a los más rudos de su grey, los proveyó de piquetas y de faroles, se armó de un crucifijo y los guió por el dédalo de colinas, entre las blandas tinieblas repletas de savia, ansioso de aprovechar aquella noche negra. Se detuvo a la entrada de la gruta, y no permitió que sus discípulos penetraran en ella, de miedo a que fueran tentados. En la penumbra opaca se oía gorjear a las fuentes; palpitaba también un ruido débil, suave como la brisa en los pinares: era la respiración de las ninfas dormidas, que sonaban con la juventud del mundo, con la época en que el hombre aún no existía, cuando la tierra solo daba a luz árboles, animales y dioses. Los campesinos encendieron un gran fuego, pero tuvieron que renunciar a quemar el peñasco; el monje les ordenó entonces mezclar yeso y acarrear piedras. Con las primeras luces del alba comenzaron la construcción de una capillita, pegada al flanco de la colina, ante la boca de la gruta maldita. Los muros aún no estaban secos, y faltaban el techo y la puerta, pero el monje Terapión sabía que las ninfas no trataron de huir a través de aquel lugar santo, ya consagrado y bendecido por él. Para mayor seguridad había erigido en el fondo de la capilla, ante la boca del peñasco, un gran Cristo pintado en una cruz de cuatro brazos iguales, y las ninfas, que sólo sabían de sonrisas, retrocedieron horrorizadas ante aquella imagen del Ajusticiado. Los primeros rayos del sol se estiraron tímidamente, hasta el umbral de la caverna: era la hora en que las desdichadas solían salir, para tomar de las hojas de los árboles cercanos su primer refresco de rocio; las cautivas sollozaban, suplicando al monje que las socorriera, y en su inocencia si consentía en dejarlas escapar, le prometian amarlo. Los trabajos prosiguieron durante toda la jornada, y hasta la llegada de la noche se vieron caer lágrimas de la piedra y se oyeron toses y gritos roncos, parecidos a lamentos de un animal herido. Al día siguiente colocaron el techo, y lo adornaron con un ramo de flores; se instaló la puerta, y se hizo girar en la cerradura una gran llave de hierro. Aquella noche, los campesinos fatigados regresaron a la aldea, pero el monje Terapión se acostó cerca de la capilla que había erigido, y durante toda la noche los gemidos de sus prisioneras le impidieron dormir placenteramente. No obstante era compasivo, pues se enternecía ante un gusano que aplastara su pie, o ante una flor que tronchara el roce de su hábito, pero se parecía a un hombre regocijado por emparedar entre dos ladrillos un nido de viboreznos.
 Al día siguiente, los campesinos llevaron lechada de cal y enjalbegaron por dentro y por fuera la capilla, que adquirió entonces el aspecto de una blanca paloma acurrucada en el pecho del peñasco. Dos aldeanos, menos miedosos que los otros, se aventuraron en la gruta para blanquear sus paredes húmedas y porosas, a fin de que el agua de las fuentes y la miel de las abejas dejaran de rezumar en el interior del bello antro, y de sostener la vida desfalleciente de las hadas. Las ninfas, debilitadas, ya no tenían la fuerza necesaria para manifestarse a los humanos; aquí y allá se adivinaba apenas, vagamente, en la penumbra, una joven boca contraria, un débil par de manos suplicantes, o la pálida rosa de un seno. De vez en cuando, al rozar con sus gruesos dedos blanqueados de cal las asperezas del peñasco, los campesinos sentían que huía una cabellera dócil y trémula como esos helechos que nacen en los lugares húmedos y abandonados. El cuerpo deshecho de las ninfas se evaporaba en vaharadas, o estaba a punto de disolverse en polvo como las alas de una mariposa muerta; aún gemían pero había que aguzar el oído para escuchar sus débiles lamentos; solo eran ya las almas de las ninfas las que lloraban. Durante toda la noche siguiente, el monje Terapión continuó montando su guardia de rezos en el umbral de la capilla, como un anacoreta en el desierto. Se regocijaba al pensar que los llantos cesarían antes de la luna nueva, y que las ninfas muertas de inanición sólo serían entonces un recuerdo impuro. Rezaba para que se apresurara el instante en que la muerte librarla a sus prisioneras, pues ya comenzaba, muy a su pesar, a compadecerlas, y lamentaba esa, vergonzosa debilidad. Ya nadie venía a visitarlo; la aldea le parecia tan distante como si estuviera situada al otro lado del mundo; sólo veía, sobre la vertiente opuesta del valle, tierra roja, pinos, y un sendero oculto a medias bajo las agujas de oro, y sólo escuchaba aquellos estertores que menguaban progresivamente, y el rumor cada vez más ronco de sus propias plegarias.




 Al atardecer de aquel día vio a una mujer que venia hacia él por el sendero. Caminaba con la cabeza baja, un poco encorvado; su manto y su chal eran negros, pero un resplandor misterioso se tamizaba a través de aquel tejido oscuro; como si la noche se hubiera echado sobre la mañana. Aunque era muy joven, tenía la gravedad, la lentitud y la dignidad de una anciana, y su suavidad era como la del racimo maduro y la de la flor perfumada. Al pasar ante la capilla miró atentamente al monje, cuyas plegarias perturbaba.
 -Este sendero no conduce a ninguna parte, mujer -le dijo-. ¿De dónde vienes?
 -Del oriente, como la aurora respondió la joven-. ¿Qué haces aquí, anciano monje?
 -He emparedado en esa gruta a las ninfas que aún infestaban la comarca -dijo el monje-, y ante la boca del antro construí una capilla, que no se atreven a atravesar para huir porque están desnudas, y a su manera temen a Dios. Espero a que mueran de hambre y de frío en su caverna, y cuando esto ocurra, la paz de Dios reinará sobre los campos.
 -¿Quién te dijo que la paz de Dios no se extiende igualmente a las ninfas como a las ciervas y a los rebaños de cabras? -respondió la joven-. ¿No sabes que en el momento de la Creación Dios se olvidó de dar alas a ciertos ángeles, que cayeron a la tierra y se establecieron en los bosques, donde formaron la raza de las ninfas y de los faunos? Otros se instalaron en una montaña, donde se convirtieron en los dioses olímpicos. No exaltes, como los paganos, a la criatura en detrimento del Creador, pero tampoco te escandalices con su obra. Y agradece a Dios, con todo tu corazón, el que haya creado a Diana y Apolo.
 -Mi espíritu no se eleva tan alto -dijo humildemente el viejo monje-. Las ninfas turbaban a mis fieles y ponían en peligro su salvación, de la que soy responsable ante Dios, y por eso las perseguiría hasta el mismo infierno, si fuera necesario.
 -Y tanto celo te será tenido en cuenta, monje honesto -dijo, sonriendo, la joven-. Pero, no se te ocurre un medio de conciliar la vida de las ninfas y la salvación de tus fieles?
 Su voz era dulce como una música de flautas. El monje, inquieto, bajó la cabeza. La joven puso una mano en su hombro y le dijo gravemente.
 -Monje, déjame entrar en esa gruta. Me gustan las grutas, y siento compasión de los que buscan refugio en ellas. Fue en una gruta donde traje al mundo a mi Hijo, y también en una gruta lo confié sin temor a la muerte, a fin de que pasara por el segundo nacimiento de la Resurrección.  El anacoreta se apartó para dejarla pasar. Sin vacilar, ella se dirigió hacia la entrada de la caverna, disimulada tras el altar. La gran cruz interceptaba el umbral; la apartó suavemente, como a un objeto familiar, y se deslizó en el antro.
 Se oyeron en las tinieblas gemidos aún más agudos, gorjeos, y un como batir de alas. La joven hablaba a las ninfas en un lenguaje desconocido, que era acaso el de las aves o el de los ángeles. Al cabo de un momento reapareció al lado del monje, que no había dejado de rezar.  -Observa, monje -dijo-, y escucha.
 Innumerables chillidos estridentes salieron debajo de su manto. Apartó las puntas, y el monje Terapión vio que llevaba, entre los pliegues de su túnica, centenares de jóvenes golondrinas. Abrió ampliamente los brazos, como una mujer en oración, dejando volar a las aves. Después dijo, y su voz era clara como el sonido de un arpa.
 -Volad, hijas mías.
 Las golondrinas liberadas se entretejieron en el cielo vespertino, dibujando con picos y alas signos indescifrables. El anciano y la joven las siguieron un momento con la mirada; después, la viajera dijo al solitario:
 -Volverán cada año, y les darás asilo en mi iglesia. Adiós, Terapión.
 Y María se alejó por el sendero que no conducía a ninguna parte, mujer a quien le importa poco que los caminos terminen, puesto que conoce el modo de llegar al cielo. El monje Terapión regresó a la aldea, y al otro día, cuando subió a celebrar la misa, la gruta de las ninfas estaba cubierta de nidos de golondrina. Regresaban cada año, e iban y venían en la iglesia, ocupadas en alimentar sus pichones o en consolidar sus casas de arcilla, y a menudo el monje Terapión interrumpía sus plegarias para observar, enternecido, sus amores y sus juegos, pues lo que está prohibido a las ninfas se les permite a las golondrinas.




Marguerite Cleenewerck de Crayencour (Bruselas, Bélgica, 8 de junio de 1903 - Bar Harbor, Mount Desert Island, Maine, Estados Unidos, 17 de diciembre de 1987), conocida como Marguerite Yourcenar (primero pseudónimo y luego de nacionalizarse, nombre oficial), fue una novelista, poetisa, dramaturga y traductora francesa nacionalizada estadounidense en 1947.1

Biografía

Primeros años

Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour nació en Bruselas (Bélgica). Su madre, Fernande de Cartier de Marchienne,2 que provenía de una familia aristocrática belga, murió a los diez días de su nacimiento por complicaciones en el parto, y la niña fue educada por su padre, Michel-René Cleenewerck de Crayencour, que provenía de una familia aristocrática francesa, en la casa de la abuela paterna, en el norte de Francia, Mont Noir, cerca de la frontera con Bélgica. Yourcenar leía a Racine y a Aristófanes a la edad de ocho años. Su padre le enseñó latín a los 10 y griego clásico a los 12.

Carrera literaria

A partir de 1919 abandona su apellido real y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar, siendo éste un anagrama de Crayencour. Su primera novela, Alexis, fue publicada en 1929. En 1939, para que pudiera escapar de los problemas bélicos, su mejor amiga en ese momento, una traductora norteamericana llamada Grace Frick a la que había conocido en París en 1937, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada en la ciudad de Nueva York. Yourcenar era bisexual, 3 ella y Frick se harán amantes y seguirán juntas hasta la muerte de ésta en 1979 a consecuencia de un cáncer de mama.4

Tradujo al francés Las olas de Virginia Woolf, en 1937, Lo que Maisie sabía de Henry James, en 1947, y obras de Yukio Mishima.

En 1947 obtuvo la nacionalidad norteamericana. En 1951 publica en París su muy documentada novela histórica Mémoires d'Hadrien (en español Memorias de Adriano), en la que estuvo trabajando a lo largo de una década. La novela fue un éxito inmediato y tuvo una gran acogida por parte de la crítica. Su presentación fue el motivo para volver a Francia después de doce años de ausencia.

En Memorias de Adriano, Yourcenar recrea la vida y muerte de una de las figuras más importantes del mundo antiguo, el emperador romano Adriano. La obra está escrita a modo de larga carta del emperador a su nieto adoptivo y futuro sucesor, Marco Aurelio. Adriano le explica su pasado, describiendo sus triunfos, su amor por Antinoo y su filosofía. Memorias de Adriano fue una novela pionera que ha servido de influencia en la posterior novelística histórica y se ha convertido en una obra maestra moderna.

En 1965 publica su obra "Opus Nigrum"-La obra en negro-, que lleva como protagonista al médico, filósofo y alquimista Zenón, de ambiente en la Europa del siglo XVI. Marguerite marca la transición entre la Edad Media y el Renacimiento. Zenón es un sabio con "La rabia del saber" que se ve expuesto a los prejuicios, dogmas religiosos y supersticiones fuertemente arraigados en el pensamiento Europeo de aquel siglo.

Otra de sus obras más aclamadas es "Fuegos", escrita en 1935, y que alterna relatos basados en mitos clásicos con algunos fragmentos sobre la pasión amorosa, he aquí unos cuantos fragmentos extraídos de este libro:

-"Espero que este libro no sea leído jamás". -"Soledad...yo no creo como ellos creen, no vivio como ellos viven,no amo como ellos aman...Moriré como ellos mueren". -"No hay nada que temer. He tocado fondo. No puedo caer más bajo que tu corazón". -"¿Adónde huir? Tú llenas el mundo. No puedo huir más que en ti". -"Soporto tus defectos. Uno se resigna a los defectos de Dios. Soporto tu ausencia. Uno se resigna a la ausencia de Dios".

Ganadora de los premios Femina y Erasmus, en 1980 fue la primera mujer elegida miembro de número de la Academia francesa, aunque desde 1970 ya pertenecía a la Academia belga. Una de las más respetadas escritoras en lengua francesa, tras el éxito de Memorias de Adriano, siguió publicando novela, ensayo, poesía y tres volúmenes de memorias.

Existe una anécdota ya bien conocida del encuentro de esta autora con el célebre escritor Jorge Luis Borges. En 1986, seis días antes de la muerte de Borges, estos dos autores se encontraron en Ginebra, donde Marguerite le preguntó:"Borges,¿cuándo saldrás del laberinto". Él le respondió:"Cuando hayan salido todos".

Yourcenar vivió la mayor parte de su vida en su casa Petite Plaisance, en Mount Desert Island, en el estado de Maine, y sus restos descansan en la misma isla junto a los de la compañera de toda su vida Grace Frick,5 en una sencilla tumba en el Brookside Cemetery de Somesville[2].6 La casa de ambas es ahora un museo dedicado a su memoria, abierto al público durante los veranos.

Legó sus archivos personales y literarios a la Harvard University de Cambridge. En su Houghton Library pueden ser consultados libremente miles de cartas, fotografías y manuscritos (cf. Marguerite Yourcenar additional papers: Guide), excepto algunos documentos, que quedarán liberados en 2057. En Bruselas, su ciudad natal, existe también, desde 1989, el CIDMY: Centre International de Documentation Marguerite Yourcenar, que atesora numerosos fondos gráficos y escritos y ofrece información puntual sobre actividades y publicaciones relacionadas con la afamada autora.

Obra

    El jardín de las quimeras (Le jardin des chimères) (1921) (poemas)
    Los dioses no han muerto (Les dieux ne sont pas morts) (1922) (poemas)
    Alexis o el tratado del combate inútil (Alexis ou le traité du vain combat) (1929) (novela)
    La nueva Eurídice (La nouvelle Eurydice) (1931)7
    El denario del sueño (1934) (novela)
    Fuegos (Feux) (1936) (poema en prosa)
    Los sueños y las suertes (Les songes et les sorts) (1938)
    Cuentos orientales (Nouvelles orientales) (1938)
    El tiro de gracia (Le coup de grâce) (1939)
    Memorias de Adriano (Mémoires d'Hadrien) (1951) (novela, traducida al español por Julio Cortázar, entre otros)
    Electra o la caída de las máscaras (Électre ou la chute des masques) (1954)
    Las caridades de Alcipo (Les charités d'Alcippe) (1956)
    A beneficio de inventario (1962) (ensayos)
    Opus nigrum (L'Œuvre au noir) (1968) (Prix Femina)
    Teatro I y Teatro II (1971) (obras teatrales)
    Recordatorios (1973) (primera parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo)
    Recuerdos piadosos (Souvenirs pieux) (1974)
    Archivos del norte (Archives du Nord) (1977) (segunda parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo)
    El cerebro negro de la Piranèse (Le cerveau noir de Piranèse) (1979) (ensayo)
    Mishima o la visión del vacío (Mishima ou la vision du vide) (1980) (ensayo)
    Como el agua que fluye (Comme l'eau qui coule: Anna, soror…, Un homme obscur, Une belle matinée) (1982)
    El tiempo, gran escultor (Le temps, ce grand sculpteur) (1983) (ensayos)
    ¿Qué? La eternidad (Quoi? L'Éternité) (1988) (tercera parte de la trilogía familiar El laberinto del mundo, publicada póstumamente; inacabada)
    Peregrina y extranjera (En pèlerin et ètranger) (1989) (recopilación póstuma de ensayos).
    Una vuelta por mi cárcel (Le tour de la prison) (1991) (recopilación realizada por la autora de catorce textos de viajes, la mayor parte sobre Japón y el último inacabado, publicada póstumamente).


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