Cuento: Cesar Aira - El Perro - Links a mas categoria Cuento
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Cuento: Cesar Aira - El Perro - Links a mas categoria Cuento | Posted on 11:06
EL PERRO
Yo iba en el colectivo, sentado junto a la ventanilla, mirando la calle. De pronto un perro empezó a ladrar muy fuerte, cerca de donde pasábamos. Lo busqué con la vista. Otros pasajeros hicieron lo mismo. El colectivo no iba muy lleno: todos los asientos ocupados, y unos pocos de pie; estos últimos eran los que más posibilidades tenían de verlo, por tener una perspectiva más alta y poder mirar por los dos lados. Aun sentado como iba yo, en el colectivo se dispone de una visión alta, la perspective cavalière, lo que veían nuestros ancestros monta- dos a caballo; es por eso que prefiero el colectivo al auto, en el que uno va hundido pegado al piso. Los ladridos venían de mi lado, el lado de la vereda, lo que era lógico. Aun así, no lo vi, y como íbamos rápido me hice a la idea de no verlo; ya habría quedado atrás. La módica curiosidad que había despertado era la que despertaba siempre la ocasión de un incidente o accidente, pero en este caso, salvo el volumen de los ladridos, no había grandes posibilidades de que hubiera pasado nada: los perros que la gente saca a pasear en la ciudad rara vez le ladran a nada que no sea otro perro. Así que la atención general dentro del colectivo ya se dispersaba... cuando volvió a encenderse, porque los ladridos seguían a más y mejor. Entonces lo vi. El perro corría por la vereda y le ladraba a nuestro colectivo, lo seguía, aceleraba para no quedarse atrás. Eso sí era rarísimo. Antes, en los pueblos, en las afueras de la ciudad, los perros corrían a los autos ladrándoles a las ruedas, yo lo recordaba bien de mi infancia en Pringles. Pero eso había quedado atrás, se diría que los perros habían evolucionado, se habían habituado a la presencia de los autos. Además, este perro no les ladraba a las ruedas del colectivo sino al vehículo entero, levantaba la cabeza hacia las ventanillas. Arriba, todos miraban. ¿Acaso el dueño había subido al colectivo, olvidándose a su perro o dejándolo abandonado? ¿O habría subido alguien que había robado o agredido al dueño del perro? No.
No había habido una parada reciente. El vehículo venía avanzando sin detenciones por la avenida Directorio desde hacía unas cuantas cuadras, y sólo en la que estábamos recorriendo el perro había iniciado la persecución. Hipótesis más barrocas, como que el colectivo hubiera atropellado a su dueño o dueña, o a un congénere, podíamos descartarlas porque nada de eso había pasado. Las calles despejadas de un domingo a la tarde no habrían hecho pasar desapercibido un accidente.
Era un perro bastante grande, gris oscuro, hocico en punta, a medio camino entre perro de raza y perro de la calle, aunque hoy día ya no hay perros de la calle en Buenos Aires, por lo menos en los barrios por los que transitábamos. No era tan grande como para meter miedo de entrada, pero sí lo bastante como para resultar amenazante si se enojaba. Y éste parecía enojado, o más bien, quizás por el momento, desesperado, urgente. No era el impulso de agresión el que lo movía (por el momento, quizás) sino el apuro por alcanzar al colectivo, por hacerlo detener, o quién sabe qué.
La carrera seguía, junto con los ladridos. El colectivo, que en la esquina anterior había tenido que esperar un semáforo en rojo, aceleraba. Iba cerca de la vereda, por la que corría el perro; pero lo dejaba atrás. Ya estábamos casi en la otra bocacalle, y parecía inminente que la persecución cesara. Sin embargo, para nuestra sorpresa, al llegar a la esquina el perro cruzó y siguió por la vereda de la cuadra siguiente, acelerando él también, sin dejar de ladrar. No había mucha gente en la vereda, de otro modo el animal los habría llevado por delante, tan ciego iba, la mirada fija en las ventanillas del colectivo, los ladridos más y más fuertes, ensordecedores, cubrían el ruido del motor del colectivo, llenaban el mundo. Se hacía evidente algo que debería haber sido evidente desde el primer momento: el perro había visto (u olido) a alguien que viajaba en el colectivo, y era tras él que corría. Un pasajero, uno de nosotros... No sólo a mí se me había ocurrido esa explicación, porque los demás empezaron a mirarse, a dirigirse gestos de interrogación. ¿Alguno lo conocía? ¿Alguien sabía de qué se trataba? Un antiguo dueño, un ex conocido... Yo también miraba a mí alrededor, yo también me lo preguntaba. ¿Quién sería? En esos casos, en el último en que uno piensa es en uno mismo. Yo tardé bastante en caer. Fue indirecto. De pronto, llevado por un presentimiento todavía sin forma, miré adelante, por el parabrisas. Vi que la ruta estaba despejada: delante de nosotros se extendía casi hasta el horizonte una fila de luces verdes que prometían una marcha rápida sin interrupciones. Pero recordé, con una alarma que empezaba a encenderse, que no estaba en un taxi: el colectivo tenía paradas fijas cada cuatro o cinco cuadras; es cierto que si no había nadie en la parada, o nadie tocaba el timbre para bajar, no se detenía.
Nadie se había acercado a la puerta trasera, por ahora. Y con suerte no habría nadie en la próxima parada. Todas estas reflexiones las hacía simultáneamente. La alarma dentro de mí seguía creciendo; ya estaba a punto de encontrar sus palabras y revelarse. La demoraba la urgencia misma de la situación.
¿El azar nos permitiría seguir sin detenernos hasta que el perro hubiera renunciado a su persecución? Volví a mirarlo; había apartado la vista de él apenas por una fracción de segundo.
Seguía corriendo a la par, seguía ladrando como un poseído... y él también me miraba. Ahora yo lo sabía: era a mí al que le ladraba, a mí al que corría. El terror de las catástrofes más impensadas se apoderó de mí. Ese perro me había reconocido y venía por mí. Y aunque, en la presión del instante, ya me estaba jurando a mí mismo negarlo, negar todo, no admitir nada, en el fondo de mi conciencia sabía que él tenía razón y yo no.
Porque una vez, en el pasado, yo me había portado mal con ese perro, lo había hecho objeto de una infamia realmente incalificable. Debo reconocer que nunca tuve principios morales muy sólidos. No voy a justificarme, pero hay alguna explicación en el combate incesante que debí librar para sobrevivir, desde mi más tierna edad. Esa lucha fue embotando los escrúpulos. Me he permitido acciones que no se permitiría ningún hombre decente. O quizás sí.
Todos tienen sus secretos. Además, lo mío nunca fue tan grave. Nunca llegué al crimen.
Y en realidad no olvidaba lo hecho, como haría un canalla auténtico. Vagamente, me prometía pagar de algún modo, nunca me había puesto a pensar cómo. Este reconocimiento del que yo era objeto, tan bizarro, este regreso de un pasado si no olvidado lo bastante sumergido como para parecerlo, era lo que menos había esperado. Había contado, me daba cuenta, con una cierta impunidad. Había dado por sentado, y quizás en mi lugar todos lo habrían hecho, que un perro tenía poco de individuo y casi todo de especie, y a ella se reintegraría por entero, hasta desaparecer. Y con esa desaparición se desvanecía mi culpa. La execrable traición que había ejercido sobre él lo había individualizado por un momento, sólo por un momento. Que ese momento persistiera, después de tantos años, me parecía sobrenatural y me espantaba. Al pensar en el tiempo que había pasado, asomó una esperanza, a la que me aferré: era demasiado. Un perro no vive tanto. Había que multiplicar por siete... Los pensamientos se agolpaban en mi cabeza, entrechocándose con los ladridos sordos que seguían y seguían creciendo. No, el tiempo transcurrido no era demasiado, no valía la pena que hiciera la cuenta y siguiera engañándome.
Cualquier esperanza sólo podía venir de esa típica reacción psíquica de negación ante algo que nos afecta demasiado: «No puede ser, no puede estar pasando, lo estoy soñando, me equivoqué en la interpretación de los datos». Esta vez no era la reacción psíquica: era la realidad. Tanto, que ahora evitaba mirarlo; le temía a su expresividad. Pero estaba demasiado nervioso para hacerme el indiferente. Miré hacia delante; debí de ser el único en hacerlo, porque todos los demás pasajeros iban pendientes de la carrera del perro. Hasta el chofer, que volvía la cabeza para mirar, o miraba por el espejo, y hacía un comentario risueño con los pasajeros de delante; lo odié, porque con esas distracciones aminoraba la velocidad; de otro modo no podía explicarse que el perro siguiera a la par, ya llegando a la segunda bocacalle. Pero ¿qué importaba que siguiera a la par?
¿Qué podía hacer, más que ladrar? No iba a subirse al colectivo. Después del primer shock, yo empezaba a evaluar la situación más racionalmente. Ya había decidido negar que conocía a ese perro, y seguía firme en la decisión. Un ataque, que creía improbable («Perro que ladra no muerde»), me pondría en el papel de víctima y merecería la intervención de los testigos en mi favor, de la fuerza pública si era necesario. Pero, por supuesto, no le daría la ocasión. No pensaba bajar del colectivo hasta que no se hubiera perdido de vista, cosa que tendría que suceder tarde o temprano. El 126 va lejos, hasta
Retiro, por un camino que al salir de la avenida San Juan se hace sinuoso, y era impensable que un perro pudiera seguir todo el trayecto. Me atreví a mirarlo, pero aparté la vista de inmediato. Nuestras miradas se habían cruzado, y en la de él no vi la furia que esperaba sino una angustia sin límite, un dolor que no era humano, porque un hombre no lo soportaría. ¿Tan grave era lo que yo le había hecho? No era momento de entrar en análisis. Y no valía la pena porque la conclusión siempre sería la misma. El colectivo seguía acelerando, cruzábamos la segunda bocacalle, y el perro, que se había retrasado, cruzaba también, pasando frente a un auto detenido por el semáforo; si ese auto hubiera venido en marcha habría cruzado igual, tan enceguecido iba. Me avergüenza decirlo, pero le deseé la muerte. No sería algo sin antecedentes; había una escena en una película en la que un judío en Nueva York reconocía, cuarenta años después, a un kapo de un campo de concentración, salía persiguiéndolo por la calle y lo mataba un auto. El recuerdo, al revés del efecto de alivio que suelen producir los antecedentes, me deprimió, porque aquello era una ficción, y hacía resaltar por contraste la calidad de real de lo mío. No quería volver a mirarlo, pero el sonido de los ladridos me indicó que se estaba quedando atrás. El colectivero, seguramente harto de la broma, estaba apretando a fondo el acelerador. Me atreví a volver la cabeza y mirar; no iba a llamar la atención porque todos en el colectivo estaban mirando; al contrario, si yo era el único en no mirar podía hacerme sospechoso. Además, pensé, quizás era mi última oportunidad de verlo; semejante casualidad no podía darse dos veces. Sí, se quedaba atrás, decididamente. Me pareció más pequeño, más patético, casi ridículo. Los otros pasajeros empezaron a reírse.
Era un perro viejo, gastado, quizás al borde de la muerte. Los años de rencor y amargura que este estallido dejaba adivinar habían dejado su huella. La carrera debía de estar matándolo.
Pero no podía evitarlo, si había pasado tanto tiempo esperando el momento. Y efectivamente, no aflojaba. Aun sabiendo perdida la partida seguía adelante, corriendo y ladrando, ladrando y corriendo. Quizás, cuando perdiera de vista a lo lejos al colectivo, seguiría corriendo y ladrando, porque ya no podría hacer otra cosa, para siempre. Tuve una visión fugaz de su figura, en un paisaje abstracto (el infinito) y sentí pena, pero una pena tranquila, casi estética, como si la pena me viera a mí desde tan lejos como yo creía estar viendo al perro. ¿Por qué dirán que el pasado no vuelve? Todo había sucedido tan rápido que no me había dado tiempo a pensar. Yo siempre había vivido en el presente porque apenas si me daban las energías del cuerpo y la mente para asimilarlo y reaccionar, sólo me alcanzaba para lo inmediato, y apenas. Siempre sentí que estaban sucediendo demasiadas cosas todas juntas, que precisaba un esfuerzo sobrehumano, más fuerzas de las que tenía, para hacerme cargo del instante. De ahí que no me anduviera con remilgos éticos cuando debía sacarme algo de encima, así fuera por las malas. Debía desalojar lo que no fuera estrictamente necesario para mi supervivencia, conseguir algo de espacio, o de paz, a cualquier precio. Las heridas que eso pudiera provocar en otros no me preocupaban, porque sus consecuencias quedaban fuera del presente, es decir, de mi vista.
Ahora, una vez más, el presente se desembarazaba de un invitado molesto. El incidente me dejaba un sabor agridulce en la boca, por un lado el alivio de haber escapado por tan poco, por otro una comprensible amargura. Qué triste era ser un perro. Vivir con la muerte tan cerca, tan inexorable. Y más triste todavía ser este perro, que había salido de la resignada fatalidad del destino de la especie sólo para mostrar que la herida que había recibido una vez seguía sangrando. Su figura recortada en la luz del domingo porteño, agitándose sin cesar en su carrera y sus ladridos, había hecho el papel del fantasma, volviendo de la muerte, o más bien del dolor de la vida, para reclamar... ¿qué? ¿Una reparación? ¿Una disculpa? ¿Una caricia? ¿Qué otra cosa podía pretender? No podía querer vengarse, pues la experiencia debía de haberle enseñado de sobra que no podía nada contra el inexpugnable mundo humano.
Sólo podía expresarse; lo había hecho, y no le había servido de nada, como no fuera extenuar su viejo corazón cansado.
Lo había derrotado la expresión muda, metálica, de un colectivo en marcha alejándose, y una cara que lo miraba desde el otro lado del vidrio de una ventanilla. ¿Cómo me había reconocido? Porque yo también debía de haber cambiado mucho. Por lo visto me tenía muy presente, quizás mi imagen no se había borrado de su mente un solo instante todos esos años.
Nadie sabe en realidad cómo opera el psiquismo de un perro.
No había que descartar que hubiera sido el olor, en ese rubro se cuentan cosas increíbles de los animales. Por ejemplo una mariposa macho que huele a la hembra a kilómetros de distancia, atravesando los miles de olores que hay entre él y ella.
Me dejaba ir a consideraciones ya desinteresadas, intelectuales. Los ladridos eran un eco, que modulaba, más alto, más bajo, como si viniera de otra dimensión. De pronto me sacó de mis pensamientos una intuición que sentí en todo el cuerpo. Me di cuenta de que me había apurado a cantar victoria. La acelerada del colectivo, que acababa de cesar, era la que daban siempre los choferes cuando tenían en vista una parada en la que debían detenerse. Aceleraban, calculando la distancia, y después levantaban el pie y dejaban que por inercia el colectivo llegara a la parada. Y en efecto, ya la velocidad disminuía, acercándose a la vereda. Me enderecé para mirar. En la parada había una señora mayor con un niño. El volumen de los ladridos volvía a crecer. ¿Era posible que el perro siguiera corriendo, que no hubiera renunciado? No miré, pero debía de estar muy cerca. Nosotros ya estábamos detenidos. El niño subió de un salto, pero la señora se tomaba su tiempo; el estribo alto de los colectivos les causaba problemas a las damas de su edad. Yo gritaba interiormente: ¡Apurate, vieja de mierda!, y seguía su maniobra con ansiedad. No era mi estilo de hablar ni de pensar; me salía así por la nerviosidad, pero me corregí de inmediato. En realidad, no tenía por qué preocuparme. Todo lo que podía pasar era que el perro recuperara terreno, para después volver a perderlo. Lo peor que yo podía temer era que se pusiera a ladrar frente a mi ventanilla de un modo muy ostensible, y los otros pasajeros vieran que era a mí al que perseguía. Pero yo no tenía más que negar todo conocimiento de ese animal, y nadie me desmentiría. Bendije a las palabras, y a su superioridad sobre los ladridos. La vieja estaba subiendo el segundo pie al estribo, ya casi estaba arriba. Un vendaval de ladridos me aturdió. Miré al costado. Llegaba, veloz como el rayo, desmelenado, siempre sonoro. Era increíble su resistencia. A su edad, ¿era posible que no tuviera artrosis, como todos los perros viejos? Quizás estaba quemando sus últimos cartuchos; no debía de tener nada que ahorrar; encontrarme a mí, después de tantos años, expresarme su resentimiento, cerraba el círculo de su destino. Al principio (todo esto sucedía en una fragmentación loca de segundos) no entendí lo que pasaba, sólo capté una extrañeza. La localicé enseguida: no se había detenido frente a mi ventanilla, había seguido de largo. ¿Qué se proponía...? ¿Era posible que...? Ya había llegado a la altura de la puerta delantera y con la agilidad de una anguila giraba, saltaba, se escurría... ¡Estaba subiendo al colectivo! O mejor dicho, ya había subido, y sin necesidad de voltear a la vieja, que apenas había sentido un roce en las piernas, ya volvía a girar y casi sin disminuir la velocidad ni dejar de ladrar enfilaba por el pasillo... Ni el chofer ni los pasajeros habían tenido tiempo de reaccionar, los gritos ya se formaban en sus gargantas pero todavía no salían. Yo habría tenido que decirles: No se asusten, no es con ustedes la cosa, es conmigo... Pero yo tampoco había tenido tiempo de reaccionar, salvo para paralizarme y endurecerme en el espanto. Sí tuve tiempo para verlo, precipitándose hacia mí, y ya no pude ver otra cosa. De cerca, y de frente, su aspecto había cambiado.
Era como si antes, desde la ventanilla, lo hubiera visto a través del recuerdo o de la idea que me hacía del daño que le había causado, mientras que allí dentro del colectivo, ya al alcance de la mano, veía su realidad. Lo veía joven, vigoroso, elástico, más joven que yo, más vital (en mí la vida había ido desagotándose todos estos años, como el agua de una bañadera), sus ladridos retumbaban en el interior con una fuerza intacta, los dientes blanquísimos en las fauces que ya se cerraban sobre mi carne, los ojos brillantes que no habían dejado por un instante de estar fijos en los míos.
16 de marzo de 2008
Yo iba en el colectivo, sentado junto a la ventanilla, mirando la calle. De pronto un perro empezó a ladrar muy fuerte, cerca de donde pasábamos. Lo busqué con la vista. Otros pasajeros hicieron lo mismo. El colectivo no iba muy lleno: todos los asientos ocupados, y unos pocos de pie; estos últimos eran los que más posibilidades tenían de verlo, por tener una perspectiva más alta y poder mirar por los dos lados. Aun sentado como iba yo, en el colectivo se dispone de una visión alta, la perspective cavalière, lo que veían nuestros ancestros monta- dos a caballo; es por eso que prefiero el colectivo al auto, en el que uno va hundido pegado al piso. Los ladridos venían de mi lado, el lado de la vereda, lo que era lógico. Aun así, no lo vi, y como íbamos rápido me hice a la idea de no verlo; ya habría quedado atrás. La módica curiosidad que había despertado era la que despertaba siempre la ocasión de un incidente o accidente, pero en este caso, salvo el volumen de los ladridos, no había grandes posibilidades de que hubiera pasado nada: los perros que la gente saca a pasear en la ciudad rara vez le ladran a nada que no sea otro perro. Así que la atención general dentro del colectivo ya se dispersaba... cuando volvió a encenderse, porque los ladridos seguían a más y mejor. Entonces lo vi. El perro corría por la vereda y le ladraba a nuestro colectivo, lo seguía, aceleraba para no quedarse atrás. Eso sí era rarísimo. Antes, en los pueblos, en las afueras de la ciudad, los perros corrían a los autos ladrándoles a las ruedas, yo lo recordaba bien de mi infancia en Pringles. Pero eso había quedado atrás, se diría que los perros habían evolucionado, se habían habituado a la presencia de los autos. Además, este perro no les ladraba a las ruedas del colectivo sino al vehículo entero, levantaba la cabeza hacia las ventanillas. Arriba, todos miraban. ¿Acaso el dueño había subido al colectivo, olvidándose a su perro o dejándolo abandonado? ¿O habría subido alguien que había robado o agredido al dueño del perro? No.
No había habido una parada reciente. El vehículo venía avanzando sin detenciones por la avenida Directorio desde hacía unas cuantas cuadras, y sólo en la que estábamos recorriendo el perro había iniciado la persecución. Hipótesis más barrocas, como que el colectivo hubiera atropellado a su dueño o dueña, o a un congénere, podíamos descartarlas porque nada de eso había pasado. Las calles despejadas de un domingo a la tarde no habrían hecho pasar desapercibido un accidente.
Era un perro bastante grande, gris oscuro, hocico en punta, a medio camino entre perro de raza y perro de la calle, aunque hoy día ya no hay perros de la calle en Buenos Aires, por lo menos en los barrios por los que transitábamos. No era tan grande como para meter miedo de entrada, pero sí lo bastante como para resultar amenazante si se enojaba. Y éste parecía enojado, o más bien, quizás por el momento, desesperado, urgente. No era el impulso de agresión el que lo movía (por el momento, quizás) sino el apuro por alcanzar al colectivo, por hacerlo detener, o quién sabe qué.
La carrera seguía, junto con los ladridos. El colectivo, que en la esquina anterior había tenido que esperar un semáforo en rojo, aceleraba. Iba cerca de la vereda, por la que corría el perro; pero lo dejaba atrás. Ya estábamos casi en la otra bocacalle, y parecía inminente que la persecución cesara. Sin embargo, para nuestra sorpresa, al llegar a la esquina el perro cruzó y siguió por la vereda de la cuadra siguiente, acelerando él también, sin dejar de ladrar. No había mucha gente en la vereda, de otro modo el animal los habría llevado por delante, tan ciego iba, la mirada fija en las ventanillas del colectivo, los ladridos más y más fuertes, ensordecedores, cubrían el ruido del motor del colectivo, llenaban el mundo. Se hacía evidente algo que debería haber sido evidente desde el primer momento: el perro había visto (u olido) a alguien que viajaba en el colectivo, y era tras él que corría. Un pasajero, uno de nosotros... No sólo a mí se me había ocurrido esa explicación, porque los demás empezaron a mirarse, a dirigirse gestos de interrogación. ¿Alguno lo conocía? ¿Alguien sabía de qué se trataba? Un antiguo dueño, un ex conocido... Yo también miraba a mí alrededor, yo también me lo preguntaba. ¿Quién sería? En esos casos, en el último en que uno piensa es en uno mismo. Yo tardé bastante en caer. Fue indirecto. De pronto, llevado por un presentimiento todavía sin forma, miré adelante, por el parabrisas. Vi que la ruta estaba despejada: delante de nosotros se extendía casi hasta el horizonte una fila de luces verdes que prometían una marcha rápida sin interrupciones. Pero recordé, con una alarma que empezaba a encenderse, que no estaba en un taxi: el colectivo tenía paradas fijas cada cuatro o cinco cuadras; es cierto que si no había nadie en la parada, o nadie tocaba el timbre para bajar, no se detenía.
Nadie se había acercado a la puerta trasera, por ahora. Y con suerte no habría nadie en la próxima parada. Todas estas reflexiones las hacía simultáneamente. La alarma dentro de mí seguía creciendo; ya estaba a punto de encontrar sus palabras y revelarse. La demoraba la urgencia misma de la situación.
¿El azar nos permitiría seguir sin detenernos hasta que el perro hubiera renunciado a su persecución? Volví a mirarlo; había apartado la vista de él apenas por una fracción de segundo.
Seguía corriendo a la par, seguía ladrando como un poseído... y él también me miraba. Ahora yo lo sabía: era a mí al que le ladraba, a mí al que corría. El terror de las catástrofes más impensadas se apoderó de mí. Ese perro me había reconocido y venía por mí. Y aunque, en la presión del instante, ya me estaba jurando a mí mismo negarlo, negar todo, no admitir nada, en el fondo de mi conciencia sabía que él tenía razón y yo no.
Porque una vez, en el pasado, yo me había portado mal con ese perro, lo había hecho objeto de una infamia realmente incalificable. Debo reconocer que nunca tuve principios morales muy sólidos. No voy a justificarme, pero hay alguna explicación en el combate incesante que debí librar para sobrevivir, desde mi más tierna edad. Esa lucha fue embotando los escrúpulos. Me he permitido acciones que no se permitiría ningún hombre decente. O quizás sí.
Todos tienen sus secretos. Además, lo mío nunca fue tan grave. Nunca llegué al crimen.
Y en realidad no olvidaba lo hecho, como haría un canalla auténtico. Vagamente, me prometía pagar de algún modo, nunca me había puesto a pensar cómo. Este reconocimiento del que yo era objeto, tan bizarro, este regreso de un pasado si no olvidado lo bastante sumergido como para parecerlo, era lo que menos había esperado. Había contado, me daba cuenta, con una cierta impunidad. Había dado por sentado, y quizás en mi lugar todos lo habrían hecho, que un perro tenía poco de individuo y casi todo de especie, y a ella se reintegraría por entero, hasta desaparecer. Y con esa desaparición se desvanecía mi culpa. La execrable traición que había ejercido sobre él lo había individualizado por un momento, sólo por un momento. Que ese momento persistiera, después de tantos años, me parecía sobrenatural y me espantaba. Al pensar en el tiempo que había pasado, asomó una esperanza, a la que me aferré: era demasiado. Un perro no vive tanto. Había que multiplicar por siete... Los pensamientos se agolpaban en mi cabeza, entrechocándose con los ladridos sordos que seguían y seguían creciendo. No, el tiempo transcurrido no era demasiado, no valía la pena que hiciera la cuenta y siguiera engañándome.
Cualquier esperanza sólo podía venir de esa típica reacción psíquica de negación ante algo que nos afecta demasiado: «No puede ser, no puede estar pasando, lo estoy soñando, me equivoqué en la interpretación de los datos». Esta vez no era la reacción psíquica: era la realidad. Tanto, que ahora evitaba mirarlo; le temía a su expresividad. Pero estaba demasiado nervioso para hacerme el indiferente. Miré hacia delante; debí de ser el único en hacerlo, porque todos los demás pasajeros iban pendientes de la carrera del perro. Hasta el chofer, que volvía la cabeza para mirar, o miraba por el espejo, y hacía un comentario risueño con los pasajeros de delante; lo odié, porque con esas distracciones aminoraba la velocidad; de otro modo no podía explicarse que el perro siguiera a la par, ya llegando a la segunda bocacalle. Pero ¿qué importaba que siguiera a la par?
¿Qué podía hacer, más que ladrar? No iba a subirse al colectivo. Después del primer shock, yo empezaba a evaluar la situación más racionalmente. Ya había decidido negar que conocía a ese perro, y seguía firme en la decisión. Un ataque, que creía improbable («Perro que ladra no muerde»), me pondría en el papel de víctima y merecería la intervención de los testigos en mi favor, de la fuerza pública si era necesario. Pero, por supuesto, no le daría la ocasión. No pensaba bajar del colectivo hasta que no se hubiera perdido de vista, cosa que tendría que suceder tarde o temprano. El 126 va lejos, hasta
Retiro, por un camino que al salir de la avenida San Juan se hace sinuoso, y era impensable que un perro pudiera seguir todo el trayecto. Me atreví a mirarlo, pero aparté la vista de inmediato. Nuestras miradas se habían cruzado, y en la de él no vi la furia que esperaba sino una angustia sin límite, un dolor que no era humano, porque un hombre no lo soportaría. ¿Tan grave era lo que yo le había hecho? No era momento de entrar en análisis. Y no valía la pena porque la conclusión siempre sería la misma. El colectivo seguía acelerando, cruzábamos la segunda bocacalle, y el perro, que se había retrasado, cruzaba también, pasando frente a un auto detenido por el semáforo; si ese auto hubiera venido en marcha habría cruzado igual, tan enceguecido iba. Me avergüenza decirlo, pero le deseé la muerte. No sería algo sin antecedentes; había una escena en una película en la que un judío en Nueva York reconocía, cuarenta años después, a un kapo de un campo de concentración, salía persiguiéndolo por la calle y lo mataba un auto. El recuerdo, al revés del efecto de alivio que suelen producir los antecedentes, me deprimió, porque aquello era una ficción, y hacía resaltar por contraste la calidad de real de lo mío. No quería volver a mirarlo, pero el sonido de los ladridos me indicó que se estaba quedando atrás. El colectivero, seguramente harto de la broma, estaba apretando a fondo el acelerador. Me atreví a volver la cabeza y mirar; no iba a llamar la atención porque todos en el colectivo estaban mirando; al contrario, si yo era el único en no mirar podía hacerme sospechoso. Además, pensé, quizás era mi última oportunidad de verlo; semejante casualidad no podía darse dos veces. Sí, se quedaba atrás, decididamente. Me pareció más pequeño, más patético, casi ridículo. Los otros pasajeros empezaron a reírse.
Era un perro viejo, gastado, quizás al borde de la muerte. Los años de rencor y amargura que este estallido dejaba adivinar habían dejado su huella. La carrera debía de estar matándolo.
Pero no podía evitarlo, si había pasado tanto tiempo esperando el momento. Y efectivamente, no aflojaba. Aun sabiendo perdida la partida seguía adelante, corriendo y ladrando, ladrando y corriendo. Quizás, cuando perdiera de vista a lo lejos al colectivo, seguiría corriendo y ladrando, porque ya no podría hacer otra cosa, para siempre. Tuve una visión fugaz de su figura, en un paisaje abstracto (el infinito) y sentí pena, pero una pena tranquila, casi estética, como si la pena me viera a mí desde tan lejos como yo creía estar viendo al perro. ¿Por qué dirán que el pasado no vuelve? Todo había sucedido tan rápido que no me había dado tiempo a pensar. Yo siempre había vivido en el presente porque apenas si me daban las energías del cuerpo y la mente para asimilarlo y reaccionar, sólo me alcanzaba para lo inmediato, y apenas. Siempre sentí que estaban sucediendo demasiadas cosas todas juntas, que precisaba un esfuerzo sobrehumano, más fuerzas de las que tenía, para hacerme cargo del instante. De ahí que no me anduviera con remilgos éticos cuando debía sacarme algo de encima, así fuera por las malas. Debía desalojar lo que no fuera estrictamente necesario para mi supervivencia, conseguir algo de espacio, o de paz, a cualquier precio. Las heridas que eso pudiera provocar en otros no me preocupaban, porque sus consecuencias quedaban fuera del presente, es decir, de mi vista.
Ahora, una vez más, el presente se desembarazaba de un invitado molesto. El incidente me dejaba un sabor agridulce en la boca, por un lado el alivio de haber escapado por tan poco, por otro una comprensible amargura. Qué triste era ser un perro. Vivir con la muerte tan cerca, tan inexorable. Y más triste todavía ser este perro, que había salido de la resignada fatalidad del destino de la especie sólo para mostrar que la herida que había recibido una vez seguía sangrando. Su figura recortada en la luz del domingo porteño, agitándose sin cesar en su carrera y sus ladridos, había hecho el papel del fantasma, volviendo de la muerte, o más bien del dolor de la vida, para reclamar... ¿qué? ¿Una reparación? ¿Una disculpa? ¿Una caricia? ¿Qué otra cosa podía pretender? No podía querer vengarse, pues la experiencia debía de haberle enseñado de sobra que no podía nada contra el inexpugnable mundo humano.
Sólo podía expresarse; lo había hecho, y no le había servido de nada, como no fuera extenuar su viejo corazón cansado.
Lo había derrotado la expresión muda, metálica, de un colectivo en marcha alejándose, y una cara que lo miraba desde el otro lado del vidrio de una ventanilla. ¿Cómo me había reconocido? Porque yo también debía de haber cambiado mucho. Por lo visto me tenía muy presente, quizás mi imagen no se había borrado de su mente un solo instante todos esos años.
Nadie sabe en realidad cómo opera el psiquismo de un perro.
No había que descartar que hubiera sido el olor, en ese rubro se cuentan cosas increíbles de los animales. Por ejemplo una mariposa macho que huele a la hembra a kilómetros de distancia, atravesando los miles de olores que hay entre él y ella.
Me dejaba ir a consideraciones ya desinteresadas, intelectuales. Los ladridos eran un eco, que modulaba, más alto, más bajo, como si viniera de otra dimensión. De pronto me sacó de mis pensamientos una intuición que sentí en todo el cuerpo. Me di cuenta de que me había apurado a cantar victoria. La acelerada del colectivo, que acababa de cesar, era la que daban siempre los choferes cuando tenían en vista una parada en la que debían detenerse. Aceleraban, calculando la distancia, y después levantaban el pie y dejaban que por inercia el colectivo llegara a la parada. Y en efecto, ya la velocidad disminuía, acercándose a la vereda. Me enderecé para mirar. En la parada había una señora mayor con un niño. El volumen de los ladridos volvía a crecer. ¿Era posible que el perro siguiera corriendo, que no hubiera renunciado? No miré, pero debía de estar muy cerca. Nosotros ya estábamos detenidos. El niño subió de un salto, pero la señora se tomaba su tiempo; el estribo alto de los colectivos les causaba problemas a las damas de su edad. Yo gritaba interiormente: ¡Apurate, vieja de mierda!, y seguía su maniobra con ansiedad. No era mi estilo de hablar ni de pensar; me salía así por la nerviosidad, pero me corregí de inmediato. En realidad, no tenía por qué preocuparme. Todo lo que podía pasar era que el perro recuperara terreno, para después volver a perderlo. Lo peor que yo podía temer era que se pusiera a ladrar frente a mi ventanilla de un modo muy ostensible, y los otros pasajeros vieran que era a mí al que perseguía. Pero yo no tenía más que negar todo conocimiento de ese animal, y nadie me desmentiría. Bendije a las palabras, y a su superioridad sobre los ladridos. La vieja estaba subiendo el segundo pie al estribo, ya casi estaba arriba. Un vendaval de ladridos me aturdió. Miré al costado. Llegaba, veloz como el rayo, desmelenado, siempre sonoro. Era increíble su resistencia. A su edad, ¿era posible que no tuviera artrosis, como todos los perros viejos? Quizás estaba quemando sus últimos cartuchos; no debía de tener nada que ahorrar; encontrarme a mí, después de tantos años, expresarme su resentimiento, cerraba el círculo de su destino. Al principio (todo esto sucedía en una fragmentación loca de segundos) no entendí lo que pasaba, sólo capté una extrañeza. La localicé enseguida: no se había detenido frente a mi ventanilla, había seguido de largo. ¿Qué se proponía...? ¿Era posible que...? Ya había llegado a la altura de la puerta delantera y con la agilidad de una anguila giraba, saltaba, se escurría... ¡Estaba subiendo al colectivo! O mejor dicho, ya había subido, y sin necesidad de voltear a la vieja, que apenas había sentido un roce en las piernas, ya volvía a girar y casi sin disminuir la velocidad ni dejar de ladrar enfilaba por el pasillo... Ni el chofer ni los pasajeros habían tenido tiempo de reaccionar, los gritos ya se formaban en sus gargantas pero todavía no salían. Yo habría tenido que decirles: No se asusten, no es con ustedes la cosa, es conmigo... Pero yo tampoco había tenido tiempo de reaccionar, salvo para paralizarme y endurecerme en el espanto. Sí tuve tiempo para verlo, precipitándose hacia mí, y ya no pude ver otra cosa. De cerca, y de frente, su aspecto había cambiado.
Era como si antes, desde la ventanilla, lo hubiera visto a través del recuerdo o de la idea que me hacía del daño que le había causado, mientras que allí dentro del colectivo, ya al alcance de la mano, veía su realidad. Lo veía joven, vigoroso, elástico, más joven que yo, más vital (en mí la vida había ido desagotándose todos estos años, como el agua de una bañadera), sus ladridos retumbaban en el interior con una fuerza intacta, los dientes blanquísimos en las fauces que ya se cerraban sobre mi carne, los ojos brillantes que no habían dejado por un instante de estar fijos en los míos.
16 de marzo de 2008
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