Filosofia: Georges Bataille - El Erotismo - 13 - Segunda parte - Estudios diversos sobre el erotismo - E.2 - El hombre soberano de Sade - Links a mas Filosofia

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 10:41





Estudio II
El hombre soberano de Sade*

Los que escapan al dominio de la razón: el hampa, los reyes

En el mundo en el que vivimos, nada se equipara a la caprichosa excitación de aquellas masas que, indóciles a la razón, secundan los movimientos de violencia de una sensibilidad exacerbada.
Hoy es preciso que cada uno dé cuenta de sus actos y obedezca en todo a la ley de la razón. Hay pervivencias del pasado, pero sólo el hampa, de forma bastante masiva, por el hecho de que su violencia taimada escapa a cualquier control, mantiene la excepción de energías no absorbidas por el trabajo. Al menos así ocurre en el Nuevo Mundo, más sometido que el Viejo a la fría razón (por supuesto que América Central y América del Sur, en el Nuevo Mundo, difieren de Estados Unidos y que, recíprocamente, en sentido contrario, la esfera soviética se opone a los países capitalistas de Europa; pero hoy carecemos, y seguiremos careciendo por mucho tiempo, de los datos del Informe Kinsey para el conjunto del mundo. Los que desprecian estos datos, ¿no ven, por muy groseros que sean, cuál sería el interés de un Informe Kinsey soviético?).
Antes, el individuo no renunciaba del mismo modo a la exuberancia del erotismo en favor de la razón. Quería al menos que, en la persona de un semejante, la humanidad considerada en general escapara a la limitación del conjunto. Siguiendo la voluntad de todos, el soberano recibía el privilegio de la ri queza y de la ociosidad, y se le solían reservar las muchachas más jóvenes mantiene el hampa americana (si bien este hampa ya no es más que una pobre supervivencia). Por otra parte, el esclavo prolongó el efecto de las guerras: este efecto  perduró  al menos   hasta las  revoluciones  rusa y china, pero el  resto  del
* Este Estudio se inspira en parte en un artículo publicado por Bataille en la revista Critique, con el título de Le bonheur, l'érotisme et la littérature (n.° 35, abril de 1949, y n.° 36, mayo de 1949).
mundo lo sigue disfrutando, o padeciendo, según se mire. No cabe duda de que América del Norte es, en el mundo no comunista, el lugar en que las lejanas consecuencias de la esclavitud tienen, en el plano de la desigualdad entre los hombres, la menor importancia. De todos modos, la desaparición de aquellos soberanos, distintos de los que perviven (en gran parte domesticados, reducidos a la razón), nos priva hoy de la visión del «hombre integral» que quería tener la humanidad de antaño, impotente para concebir un desarrollo personal parecido para todos. La soberana exuberancia de los reyes, tal y como nos la desvelan los relatos del pasado, basta por sí sola para mostrar la relativa pobreza de los ejemplos que el hampa norteamericano o los ricos europeos siguen ofreciéndonos. Sin contar con que en tales ejemplos falta el espectacular boato de la realeza. Y llegamos a lo más penoso. El juego antiguo exigía que el espectáculo de los privilegios reales compensara la pobreza de la vida común (así como el espectáculo de las tragedias compensaba la vida satisfecha). Lo más angustioso fue que, en el último acto, el viejo mundo se representó a sí mismo.
La libertad soberana, absoluta, apareció —en la literatura— después de la negación revolucionaria del principio de la realeza
Fue en cierto sentido la traca final de unos fuegos artificiales, pero un colofón extraño, fulgurante, que no llegaban a percibir los ojos de aquellos a los que deslumbraba. Ya hacía tiempo que el espectáculo había dejado de responder a los deseos de las masas. ¿Cansancio? ¿Esperanza individual de acceder cada uno por sí mismo a la satisfacción?
Ya Egipto, en el tercer milenio, había dejado de soportar un estado de cosas que sólo el Faraón justificaba: las masas sublevadas quisieron su parte de privilegios exorbitantes, cada uno quiso para sí una inmortalidad que hasta entonces sólo le correspondía al soberano. La muchedumbre francesa, en 1789, quiso vivir por sí misma. El espectáculo de la gloria de los poderosos, lejos de satisfacerla, acrecentó el fragor de su cólera. Un hombre aislado, el marqués de Sade, aprovechó la ocasión para desarrollar el sistema, y so capa de denuesto, llevarlo al límite de sus consecuencias.
El sistema del marqués de Sade, en efecto, representa tanto la realización como la crítica de un método que lleva al nacimiento del individuo integral por encima de la masa fascinada. En primer lugar, Sade intentó utilizar en beneficio de sus pasiones los privilegios que le venían del régimen feudal. Pero aquel régimen ya estaba (en realidad, casi siempre lo estuvo) bastante atemperado por la razón como para oponerse a los abusos que un noble pudiera haber cometido con dichos privilegios. Aparentemente, sus abusos no excedían los de otros nobles de la misma época, pero Sade fue torpe e imprudente (y tuvo además la mala suerte de tener una suegra bastante poderosa). De privilegiado, se convirtió, en la torre de Vincennes y luego en la Bastilla, en víctima de la arbitrariedad reinante. Este enemigo del antiguo régimen luchó contra él: no alentó los excesos del Terror, pero fue jacobino, secretario de sección. Desarrolló su crítica del pasado en dos registros, independientes y muy diferentes el uno del otro. Por un lado, tomó el partido de la Revolución y criticó el régimen monárquico, pero por otro aprovechó el carácter ilimitado de la literatura: propuso a sus lectores una especie de humanidad soberana cuyos privilegios dejasen de solicitar el beneplácito de las masas. Sade ideó privilegios exorbitantes respecto de los de los nobles y de los reyes: los que hubiese asumido la perversidad de nobles y reyes, a los que la ficción novelesca dotaba de omnipotencia e impunidad. La gratuidad del invento y su valor espectacular dejaban abierta una posibilidad que superaba a las instituciones, las cuales nunca respondieron más que débilmente, en el mejor caso, al deseo de una existencia exenta de límites.



La soledad en la cárcel y la verdad aterradora de un momento de exceso imaginario

Antaño, el deseo general había llevado a satisfacer sin trabas los caprichos eróticos de un personaje exuberante; si bien dentro de unos límites que la imaginación de Sade sobrepasó prodigiosamente. El personaje soberano de Sade ya no es sólo aquél a quien una muchedumbre empuja al exceso. La satisfacción sexual acorde al deseo de todos no es la que Sade puede desear para los fines de sus personajes soñados. La sexualidad en la que piensa se contrapone incluso a los deseos de los demás (de casi todos los demás), que no pueden ser sus protagonistas, sino sus víctimas. Sade propugna la unicidad de sus héroes. La negación de los otros protagonistas es, según él, la pieza fundamental del sistema. A sus ojos, el erotismo, si lleva al acuerdo, desmiente el movimiento de violencia y de muerte que en principio es. En lo profundo, la unión sexual está implicada en un punto medio entre la vida y la muerte: sólo con la condición de romper una comunión que le limita, el erotismo revela por fin la violencia que en verdad es, y cuya realización es lo único que responde a la imagen soberana del hombre. Sólo la voracidad de un perro feroz llevaría a cabo la furia de aquel al que nada limitase.
La vida real de Sade deja suponer un elemento de jactancia en esta afirmación de la soberanía reducida a la negación del otro. Pero la jactancia, justamente, fue necesaria en la elaboración de un pensamiento exento de debilidad. En su vida, Sade tomó en cuenta al otro, pero la imagen que tenía de la realización de ese pensamiento y que le rondó en la soledad de la mazmorra exigía que el otro dejase de contar. El desierto que para él fue la Bastilla, con la literatura convertida en única escapatoria para la pasión, propició que un afán de exceso hiciera retroceder los límites de lo posible, más allá de los sueños más insensatos que jamás hubiera engendrado el hombre. A través del poder de una literatura condensada en la cárcel se nos dio una imagen fiel del hombre ante el cual el otro dejase de contar.
La moral de Sade, según Maurice Blanchot,1 «se funda en el hecho primario de la soledad absoluta. Sade lo dijo y repitió de todas las maneras; la naturaleza nos hizo nacer solos, no hay ningún tipo de relación entre un hombre y otro. Así pues, la única regla de conducta es que yo prefiera cuanto me afecta felizmente y que no me importe nada cuanto de mi preferencia pueda resultar perjudicial para el otro. El mayor dolor de los demás siempre cuenta menos que mi placer. No importa que tenga que comprar el más insignificante goce con un inaudito conjunto de fechorías, ya que el goce me halaga, está en mí, mientras el efecto del crimen no me afecta, está fuera de mí».
El análisis de Maurice Blanchot responde fielmente al pensamiento fundamental de Sade. Este pensamiento es sin duda artificial. Soslaya la estructura de hecho de todo hombre real, que no sería concebible si lo aisláramos de los vínculos que otros trabaron con él y que él mismo trabó con otros. Jamás la independencia de un hombre dejó de ser algo más que un límite puesto a la interdependencia, sin la cual no habría lugar para vida humana alguna. Esta consideración es primordial. Pero el pensamiento de Sade no es tan insensato. Es la negación de la realidad en la que se funda, pero hay en nosotros momentos de exceso: en dichos momentos se arriesga el fundamento sobre el cual descansa nuestra vida; es inevitable que lleguemos al exceso en el que tenemos fuerza para poner en juego lo que nos funda. De lo contrario, negando tales momentos es como desconoceríamos lo que somos.
El pensamiento de Sade en su integridad es consecuencia de esos momentos que la razón ignora.
El exceso, por definición, queda fuera de la razón. La razón se vincula al trabajo, se vincula a la actividad laboriosa, que es la expresión de sus leyes. Pero la voluptuosidad menosprecia el trabajo, cuyo ejercicio, como vimos, desfavorece la intensidad de la vida voluptuosa. Respecto de unos cálculos en los que entran en cuenta la utilidad y el gasto de energía, la actividad voluptuosa, incluso si se considera útil, es excesiva por esencia. Lo es tanto más cuanto que en general la voluptuosidad no pide continuidad, que se desea por sí misma, y a través del deseo de exceso que la constituye. Ahí es donde interviene Sade: no formula los principios que anteceden pero los implica al afirmar que la voluptuosidad es tanto más fuerte cuanto que se da en el crimen, y que cuanto más insostenible es el crimen, mayor es la voluptuosidad. Se ve cómo el exceso voluptuoso conduce a esta negación del otro que es, viniendo de un hombre, la negación excesiva del principio en el que descansa su vida.
De este modo, Sade tuvo la certeza de haber llevado a cabo, en el plano del conocimiento, un descubrimiento decisivo. Al ser el crimen lo que permite al hombre acceder a la mayor satisfacción voluptuosa, a la consumación del deseo más fuerte, ¿habría algo más importante que negar la solidaridad, que es lo que se opone al crimen e impide gozar de él? Imagino que esa verdad violenta se le manifestó en la soledad de la prisión. Desde entonces apartó, hasta en sí mismo, cuanto pudiera significar la inanidad de su sistema. ¿No había amado, como cualquiera? ¿No había contribuido su fuga con su cuñada a su encarcelamiento, al suscitar el furor de su suegra, que obtuvo la fatal orden real de prisión? ¿No tendría, más tarde, una actividad política fundada en el interés del pueblo? ¿No le aterró ver desde su ventana (en la cárcel adonde le llevó su oposición a los métodos del Terror) funcionar la guillotina? Y finalmente, ¿no derramó «lágrimas de sangre» por la pérdida del manuscrito en que se esforzaba por revelar —a otros hombres— la verdad sobre la insignificancia del otro?2 Tal vez pensara que, con todo, la verdad de la atracción sexual no aparece plenamente si la consideración hacia el otro paraliza su movimiento. Quiso atenerse a lo que percibió en el interminable silencio de la mazmorra, donde sólo lo ataban a la vida las visiones de un mundo imaginado.



El desorden mortal del erotismo y de la «apatía»

El exceso mismo con el que afirmó su verdad no contribuye a que sea admitida fácilmente. Pero a partir de las afirmaciones que nos propone, cabe entender que la ternura no cambia nada en el juego que une el erotismo con la muerte. La conducta erótica se opone a la conducta normal como el gasto a la adquisición. Si nos comportamos según la razón, procuramos adquirir bienes de todas clases, trabajamos con vistas a incrementar nuestros recursos —o nuestros conocimientos—, nos esforzamos por todos los medios en enriquecernos y en poseer más. En principio nuestra posición en el plano social se basa en tales conductas. Pero en el trance de la fiebre sexual nos comportamos de manera opuesta: gastamos nuestras fuerzas sin mesura y a veces, en la violencia de la pasión, dilapidamos sin provecho ingentes recursos. La voluptuosidad está tan próxima a la dilapidación ruinosa, que llamamos «muerte chiquita» al momento de su paroxismo. Consecuentemente, los aspectos que evocan para nosotros el exceso erótico siempre representan un desorden. La desnudez arruina el decoro que nos proporcionan los vestidos. Pero en cuanto nos adentramos en la vía del desorden voluptuoso, nada nos detiene. La destrucción o la traición se asocian a veces al aumento del exceso genético. A la desnudez añadimos la extrañeza de los cuerpos semivestidos, cuyos ropajes no hacen sino subrayar el desorden del cuerpo, que de tal guisa se vuelve más desordenado, más desnudo. La sevicia y el asesinato prolongan este movimiento de ruina. Asimismo, la prostitución, el lenguaje obsceno y todos los vínculos entre el erotismo y la infamia contribuyen a hacer del mundo de la voluptuosidad un mundo de degradación y de ruina. Sólo alcanzamos la felicidad verdadera gastando en vano, como si en nosotros se abriese una llaga: queremos tener siempre la certeza de la inutilidad e incluso del carácter ruinoso de nuestro gasto. Queremos sentirnos lo más alejados posible del mundo en que el incremento de recursos es la regla. Pero decir «lo más alejados posible» es poco. Queremos un mundo invertido, queremos el mundo al revés. La verdad del erotismo es la traición.
El sistema de Sade es la forma ruinosa del erotismo. El aislamiento moral significa la abolición de los frenos: proporciona el significado profundo del gasto. Quien admite el valor del otro se limita necesariamente. El respeto por el otro le obnubila y le impide comprender el alcance de la única aspiración no subordinada al deseo de incrementar recursos morales o materiales. La ceguera debida al respeto es común: solemos contentarnos con rápidas incursiones en el mundo de las verdades sexuales, seguidas, el resto del tiempo, por la abierta denegación de esas verdades. La solidaridad hacia todos los demás impide que el hombre tenga una actitud soberana. El respeto del hombre por el hombre nos introduce en un ciclo de servidumbre donde ya no tenemos sino momentos de subordinación, donde finalmente faltamos al respeto que es el fundamento de nuestra actitud, puesto que en general privamos al hombre de sus momentos de soberanía.
En el sentido opuesto, «el centro del mundo sádico» es, como dice Maurice Blanchot, «la exigencia de la soberanía afirmándose por medio de una inmensa negación». Una libertad desenfrenada abre el vacío donde la posibilidad responde a la aspiración más fuerte, que desdeña las aspiraciones secundarias: una especie de heroísmo cínico nos exime de las delicadezas, de las ternuras, sin las cuales habitualmente no podemos soportarnos. Tales perspectivas nos sitúan tan lejos de lo que habitualmente somos como la majestuosidad de la tormenta dista de una hora soleada, o del tedio de un tiempo nuboso. En realidad no disponemos de este exceso de fuerza sin el cual no podemos acceder al lugar donde nuestra soberanía se realizaría. La soberanía real, por desmesurada que la soñase el silencio de los pueblos, sigue estando hasta en sus peores momentos muy por debajo del desenfreno que nos proponen las novelas de Sade. El mismo Sade probablemente no tuvo la fuerza ni la audacia de acceder al momento supremo que describiera. Ese momento, que domina a todos los demás y que Sade llama apatía, fue definido por Maurice Blanchot: «La apatía es el espíritu de negación aplicado al hombre que ha elegido ser soberano. Es, en cierto modo, la causa y el principio de la energía. Sade, al parecer, razona más o menos así: el individuo de hoy representa cierta cantidad de fuerza; la mayor parte del tiempo, dispersa sus fuerzas alienándolas en beneficio de esos simulacros llamados los otros, Dios, el ideal; a causa de esa dispersión, comete el error de agotar sus posibilidades derrochándolas, pero más aún de fundar su conducta en la debilidad, ya que si se gasta para los demás, es porque cree tener necesidad de apoyarse en ellos. Fatal claudicación: se debilita gastando sus fuerzas en vano, y gasta sus fuerzas porque se cree débil. Pero el hombre verdadero sabe que está solo, y lo acepta; niega todo lo que en él, por una herencia de diecisiete siglos de cobardía, se refiere a otros hombres; por ejemplo, la compasión, la gratitud, el amor, son sentimientos que él destruye; destruyéndolos, recupera toda la fuerza que hubiese tenido que dedicar a esos debilitantes impulsos y, más importante aún, saca de este trabajo de destrucción el principio de una energía verdadera. —Hay que entender, en efecto, que la apatía no sólo consiste en arruinar los afectos "parasitarios", sino también en oponerse a la espontaneidad de cualquier pasión. El vicioso que se abandona de inmediato a su vicio no es más que un aborto que se malogrará. Aun unos pervertidos geniales, perfectamente dotados para llegar a ser monstruos, si se contentan con seguir sus inclinaciones, están abocados a la catástrofe.  Así lo exige Sade: para que la pasión se transforme en energía, ha de comprimirse, mediatizarse pasando por un momento necesario de insensibilidad; entonces es cuando se hará lo mayor posible. En los primeros tiempos de su carrera, Juliette no para de oír a Clairwill reprochárselo: no comete el crimen sino en el entusiasmo, no prende la antorcha del crimen más que en la antorcha de las pasiones, coloca la lujuria, la efervescencia del placer por encima de todo. Facilidades peligrosas. El crimen importa más que la lujuria; el crimen a sangre fría es superior al crimen ejecutado en el ardor de los sentimientos; pero el crimen "cometido en el endurecimiento de la parte sensitiva", crimen sombrío y secreto, importa más que todo, porque es la acción de un alma que, habiéndolo destruido todo dentro de sí misma, ha acumulado una fuerza inmensa, que se identifica completamente con el movimiento de destrucción total que prepara. Todos aquellos grandes libertinos, que no viven más que para el placer, sólo son grandes porque han aniquilado en sí toda capacidad de placer. Por eso se entregan a espantosas anomalías; en caso contrario la mediocridad de las voluptuosidades normales les bastaría. Pero se han hecho insensibles: pretenden gozar de su insensibilidad, de esa sensibilidad negada, anonadada, y se vuelven feroces. La crueldad no es más que la negación de uno mismo, llevada tan lejos que se transforma en explosión destructora; la insensibilidad, dice Sade, se vuelve estremecimiento de todo el ser: "El alma llega a una especie de apatía que se metamorfosea en placeres mil veces más divinos que los que les procuraban las debilidades"».3



El triunfo de la muerte y del dolor

He querido citar el pasaje entero: proyecta una gran luz sobre el punto central en que el ser es más que la mera presencia. La presencia es a veces la postración, el momento neutro en que, pasivamente, el ser es indiferencia al ser, en que ya es paso a la insignificancia. El ser también es exceso de ser, es subida a lo imposible. El exceso lleva al momento en el que la voluptuosidad, al superarse, ya no se reduce a lo sensible —en el que lo sensible no cuenta y el pensamiento (el mecanismo mental) que rige la voluptuosidad se adueña del ser entero. La voluptuosidad, sin esa negación excesiva, es furtiva, es despreciable, impotente para ocupar su lugar verdadero, el lugar supremo, en el movimiento de una conciencia exacerbada: «Quisiera», dice Clairwill, compañera de mala vida de la heroína, Juliette, «hallar un crimen cuyo efecto perpetuo actuase, aun cuando yo ya no actuara, de modo que no hubiese un solo instante de mi vida en que, incluso durmiendo, yo no fuese la causa de algún desorden, y que ese desorden pudiese extenderse hasta el punto de que acarreara una corrupción general o un trastorno tan formal que su efecto aun se prolongase más allá de mi vida».4 Acceder a tal cima de lo imposible no es en verdad menos pavoroso que acceder a las cumbres del Everest, que nadie alcanza sino en una desmesurada tensión de energía. Pero no hay, en la tensión que lleva a las cumbres del Everest, sino una respuesta limitada al deseo de descollar entre los demás. A partir del principio de la negación del otro que introduce Sade, sorprende percibir que, en la cima, la negación ilimitada del otro es negación de sí mismo. Al principio, la negación del otro era afirmación de sí, pero pronto aparece que el carácter ilimitado, llevado al extremo de lo posible, más allá del goce personal, accede a la búsqueda de una soberanía libre de toda sujeción. El afán de poder tuerce el rumbo de la soberanía real (histórica). La soberanía real no es lo que pretende ser, nunca es más que un esfuerzo que tiende a liberar la existencia humana de su sometimiento a la necesidad. Entre los demás, el soberano histórico escapaba a las intimaciones de la necesidad. Escapaba máximamente con ayuda del poder que le daban sus fieles súbditos. La lealtad recíproca entre el soberano y los súbditos descansaba en la subordinación de los súbditos y en el principio de participación de los súbditos en la soberanía del soberano. Pero el hombre soberano de Sade no tiene soberanía real, es un personaje de ficción, cuyo poder no es limitado por obligación alguna. Ya no hay lealtad a la que deba atenerse este hombre soberano respecto de los que le otorgan su poder. Libre ante los demás, no deja de ser víctima de su propia soberanía. No es libre de aceptar la servidumbre que sería la búsqueda de una voluptuosidad miserable, ¡no es libre de derogar! Lo notable es que Sade, partiendo de una perfecta deslealtad, alcance no obstante el rigor. Sólo pretende acceder al goce más fuerte, pero este goce tiene un precio: significa el rechazo de una subordinación al goce menor, ¡es el rechazo a derogar! Sade, a la intención de los demás, de los lectores, describió la cima a la que puede acceder la soberanía: hay un movimiento de la transgresión que no se detiene hasta alcanzar la cima de la transgresión. Sade no evitó ese movimiento, lo siguió en todas sus consecuencias, que exceden el principio inicial de la negación de los demás y de la afirmación de sí mismo. La negación de los demás, al final, se torna negación de sí mismo. En la violencia de este movimiento, el goce personal ya no cuenta, sólo cuenta el crimen y no importa ser su víctima; sólo importa que el crimen alcance la cima del crimen. Esta exigencia es exterior al individuo o al menos coloca por encima del individuo el movimiento que él mismo desencadenó, que se separa de él y lo supera. Sade no puede dejar de poner en juego, más allá del egoísmo personal, un egoísmo de algún modo impersonal. No tenemos por qué devolver al mundo de la posibilidad lo que sólo una ficción le permitió concebir. Pero vislumbramos la necesidad que tuvo, pese a sus principios, de vincular con el crimen, de vincular con la transgresión la superación del ser personal. ¿Hay algo más perturbador que el paso del egoísmo a la voluntad de consumarse a su vez en la hoguera que encendió el egoísmo? Sade le atribuyó a uno de sus personajes más perfectos este movimiento supremo.
Amelia vive en Suecia; un buen día va a ver a Borchamps... Este, con la esperanza de una ejecución multitudinaria, acaba de entregar al rey todos los miembros de la conjura (que él mismo había tramado) y la traición ha entusiasmado a la joven. «Amo tu ferocidad», le dice. «Júrame que un día yo también seré tu víctima; desde los quince años, mi mente sólo se encandila con la idea de perecer víctima de las crueles pasiones del libertinaje. No quiero morir mañana, por supuesto: no llega a tanto mi extravagancia; pero no quiero morir más que de este modo: llegar a ser al morir la ocasión de un crimen es una idea que se me sube a la cabeza.»  Extraña cabeza, digna de esta contestación: «Me gusta con locura tu cabeza, y creo que juntos haremos cosas fuertes... ¡Está podrida, putrefacta, es cierto!». Así, «para el hombre integral, que es el todo del hombre, no hay mal posible. Si hace daño a los demás, ¡qué voluptuosidad! Si los demás le hacen daño, ¡qué goce! La virtud le da placer porque es débil y la aplasta, y el vicio porque le colma de satisfacción el desorden que resulta de él, aunque sea a sus expensas. Si vive, no hay un acontecimiento de su existencia que no pueda sentir como feliz. Si muere, halla en su muerte una felicidad mayor aún y, en la conciencia de su destrucción, el broche final de una vida que sólo justifica la necesidad de destruir. Así, el negador aparece en el universo como la extrema negación de todo lo demás y al mismo tiempo esta negación no permite que él mismo esté a salvo. Sin duda la fuerza de negar otorga mientras dura un privilegio, pero la acción negativa que este privilegio ejerce es la única protección contra la intensidad de una negación inmensa».5
¡De una negación, de un crimen impersonales! ¡Cuyo sentido remite, más allá de la muerte, a la continuidad del ser!
El hombre soberano de Sade no propone a nuestra miseria una realidad que lo trascienda. ¡Al menos está abierto, en su aberración, a la continuidad del crimen! Esta continuidad no trasciende nada: no supera lo que zozobra. Pero, en el personaje de Amelia, Sade asocia la continuidad infinita a la destrucción infinita.




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