Historia: Fernand Braudel - La civilización Mediterránea - Links a Filosofia

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 9:53






La civilización Mediterránea

Con Roma victoriosa, el Mediterráneo sigue siendo él mismo. Diferente en función de los lugares y las épocas, sigue teniendo todos los colores imaginables, pues nada, en este mar de antigua riqueza, se borra sin dejar huella o sin volver, un día u otro, a la superficie. Al mismo tiempo, el Mare Nostrum, en la medida en que siglos apacibles multiplican los intercambios, tiende a una cierta unidad de color y de vida. Esta civilización que se está construyendo es el gran personaje que se distingue entre todos los demás.


Corrientes y contracorrientes

Esta civilización es, en primer lugar, el idioma de los vencedores, la religión latina, la «forma de vida» romana. Ganan fácilmente terreno tras la conquista de las legiones, por ejemplo en África del Norte hasta la época tardía de Septimio Severo (193-211); en Dacia, tras las victorias violentas de Trajano; en Galia, hasta el siglo I d. C, con curiosísimos avatares: «Marte supera a Mercurio en Narbonense, lo excluye en Aquitania propiamente dicha, mientras que Mercurio excluye a Marte en el este y lo supera en la zona militarizada de los Campos Decumates.»
También existen contracorrientes dictadas por fidelidades tenaces, por negativas a alinearse, tanto en Siria, con el resurgimiento de cultos prehelénicos, como en Galia, con el desarrollo de los cultos druídicos, que escapan a la represión vigilante de Roma. ¡Y qué decir de la intrusión vigorosa del culto de Mitra que gana Italia y la misma Roma, tras extenderse a través de los campamentos militares; o de san Pablo que defiende su causa en Atenas ante el Areópago! Negativa básica a alinearse: Oriente sigue fiel a sus idiomas antiguos y el griego sigue combatiendo victorioso al latín. Ése es, incluso para el amplio campo cultural del Mediterráneo, el desequilibrio esencial.
La civilización comunitaria se insinúa más fácilmente en los detalles de la vida material. El capuchón de Cisalpina, la poenula, se impone en Roma y en los países fríos; el vino italiano seduce a los galos; por su parte, las braies y los tejidos de Galia se exportan al otro lado de los montes; el pallium griego, un abrigo que sólo es un amplio paño de lana que se pasa sobre el hombro y se enrolla en la cintura, se convierte en la vestimenta de muchos romanos, en particular de los filósofos, en todo caso es la ropa que Tiberio, exiliado en Rodas, no se quería quitar; los cocineros intercambian sus recetas y sus especias, los jardineros sus semillas, sus esquejes, sus injertos. El mar había facilitado desde hacía tiempo los viajes de este tipo, pero con la autoridad sin límites del imperio, las barreras caen y todo va más deprisa.


El paisaje tiende a la uniformidad

Lucien Febvre, en un artículo muy breve y expresivo (1940), imagina las sorpresas de Herodoto, «el padre de la historia» si se encontrara con los campesinos del Mediterráneo en nuestros días. Plinio el Viejo, que vivió unos siglos más tarde (23-79), sería más difícil de asombrar.
Y sin embargo, no conocía ni el eucalipto venido de Australia ayer, ni los regalos de América tras el descubrimiento: el pimiento, la berenjena, el tomate, el prolífico higo chumbo, el maíz, el tabaco y tantas plantas ornamentales. No obstante, sabía, por haber reflexionado sobre ello, que las plantas, los injertos habilidosos, están deseando viajar y que el Mediterráneo ha sido una zona de difusión. Todo ha circulado, en general de este a oeste. Plinio lo cuenta así: «El cerezo no existía en Italia antes de la victoria de Lúculo sobre Mitrídates (en el 73 a. C). Este último fue el primero que lo trajo del Ponto y en ciento veinte años, cruzando el océano, llegó hasta Bretaña.» También en tiempos de Plinio, el melocotonero y albaricoquero acaban de llegar a Italia, el primero originario de China, sin duda, a través de Asia Menor; el segundo llegado desde el Turquestán. Desde Oriente, el nogal y el almendro habían llegado un poco antes. El membrillo, más antiguo sin duda, viene de Creta. El castaño es un regalo de Asia Menor, bastante tardío: Catón el Viejo (234-149 a. C.) no lo conocía.
De estos viajeros, los más antiguos —difíciles de imaginar, a no ser clavados desde toda la eternidad en el paisaje mediterráneo— son el trigo omnipresente (y los demás granos), la vid flexible, el olivo, tan lento en crecer y producir. Nativo de Arabia y de Asia Menor, el olivo parece haber llegado hacia Occidente a manos de los fenicios y los griegos y los romanos mejoraron su difusión. «Actualmente —escribe Plinio— ha cruzado los Alpes y llegado al centro de las Galias y las Españas», es decir, al avanzar, se sale de su hábitat óptimo. ¡Incluso se intentó implantarlo en Inglaterra!
También la vid se instaló por todas partes, contra viento y marea, y contra las heladas, desde las épocas más remotas en que los hombres se interesaron por la labrusca, una vid silvestre de frutos apenas azucarados, originaria sin duda de Transcaucasia. La tenacidad campesina, el gusto de los bebedores, las transmutaciones oscuras de los suelos, el juego de los microclimas, crearon en el Mediterráneo centenares de variedades de vid. Hay cien formas de cultivarla, sobre estacas, abandonadas sobre el suelo como planta rampante, mezclada con los árboles, escalando los olmos o incluso los altos álamos de Campania. Plinio no acaba de enumerar las especies de vid y las formas de cultivo, además de la lista ya larga de vinos gloriosos. Misma prolijidad respecto a los trigos, su peso específico, la harina que dan, o el valor para el hombre o para los animales de la cebada, la avena, el centeno, las habas, los guisantes.
Aceite, vino, cereales, legumbres: ésta es la dieta básica, la mesa cotidiana de los hombres del Mediterráneo. Si nos imaginamos los rebaños —los ríos de ovejas trashumantes de Italia del Sur que convierten Tarento en una ciudad de pañeros—, si tratamos de reconstruir el cuadro añadiendo desordenadamente el boj, el ciprés piramidal —árbol fúnebre de Plutón—, el tejo de bayas venenosas, «muy poco verde, endeble, triste», podemos ver con Plinio el paisaje clásico de las llanuras y laderas del Mediterráneo. Y, ¿por qué no? preferir como él a todos los perfumes de Egipto o de Arabia el aroma embriagador, en Campania, de los olivos en flor y las rosas silvestres.
Esta geografía dirige nuestras explicaciones: el universo romano vive de una economía agrícola, según principios que serán válidos durante siglos y siglos, hasta la revolución industrial de ayer. El juego sectorial de las economías deja a los países pobres el trabajo de producir el grano y a los ricos las ventajas de la vid, del olivo, de una cierta ganadería. Así se crea la división entre economías avanzadas como Italia, atrasadas como África del Norte o Panonia, estas últimas más equilibradas, menos afectadas por la regresión que aquéllas. No importa que el paisaje, en una zona concreta, se incline hacia uno u otro de estos polos, ni que se vaya dibujando el límite entre lo que no nos atrevemos a llamar un desarrollo y un subdesarrollo: este límite sólo se podría ahondar, y ni siquiera, si la industria, el capitalismo, los hombres en masa lo favorecieran decididamente. Si se estableciera realmente un régimen de libre competencia.


Ciudades y técnicas

Las ciudades caracterizan el imperio: las que siguen existiendo en sus antiguos solares y que, como las ciudades griegas, proponen como ejemplo a Roma su urbanismo y sus perfeccionamientos; o bien las nuevas que nacen sobre todo en Occidente, a menudo muy lejos del mar Interior. Llamadas a la vida por el poder romano que las moldea a su imagen, son formas de trasplantar en la lejanía una serie de bienes culturales, siempre los mismos. Marcan las etapas, en medio de poblaciones todavía toscas, de una civilización que se reivindica como promoción, asimilación. Es una de las razones de que estas ciudades se parezcan tanto, fieles a un modelo que no cambia en absoluto con las épocas y los lugares: ¿hay ciudades más «romanas» que las ciudades militares y comerciales a lo largo del eje Rin-Danubio?
Todas las ciudades romanas viven de carreteras sólidamente empedradas, trazadas para los animales de carga y para los soldados cargados con su impedimenta. Cada una, al cabo del camino, surge repentinamente, de golpe, saliendo del campo que la circunda como el mar rodea a una isla. Ni Pompeya la campana, ni Timgad la númida conocen los suburbios que serán la regla en las ciudades medievales, con sus tugurios, sus albergues piojosos, sus tenduchas de ruidosa o maloliente actividad, sus hangares de vehículos, sus postas. En las carreteras romanas no hay prácticamente vehículos, ni relevos, salvo para el correo imperial, y tampoco se desborda sobre el campo la industria urbana. Los oficios se desarrollan en la ciudad, a veces agrupados en una misma calle: los panaderos, los barberos, los tejedores, los taberneros... En Pompeya, las tabernas son como un «snack bar... en el que dan de comer de pie... donde se alquilan habitaciones a menudo por horas». Ante una panadería de la ciudad, como visitantes, no nos sentiríamos fuera de lugar: los útiles, los gestos, han perdurado hasta nosotros. Hasta hace poco, en cada uno de nuestros pueblos se encontraba una fragua romana, con su fuego, su fuelle, sus tenazas para sujetar el hierro al rojo, su yunque. La cuba de abatanar o las fuerzas del tundidor de paño son las mismas en una escultura romana o en una representación medieval.
Reflexiones análogas vienen a la mente ante los aparatos elevadores, cabrias o grúas, ante los procedimientos de extracción de la piedra, o los tornos para el acabado de columnas cilindricas, o ante los muros de ladrillo construidos como en nuestros días. No obstante, el ladrillo cocido no se generaliza en Grecia hasta el siglo III a. C. y, en Roma, dos siglos más tarde. Es un material caro, signo de un cierto nivel de vida.
La gran innovación, que comienza en el siglo II a. C, es la técnica del hormigón. En un principio, mezcla de arena, cal y trozos de piedra, el opus caementicium pronto empieza a utilizar, en lugar de cal, puzolanas (ceniza volcánica extraída cerca de Puzol, que da un buen mortero hidráulico), o ladrillo machacado: se trata del mortero rojizo característico de tantas construcciones imperiales. Colado en encofrados de madera donde se endurecía, este hormigón fácil de manejar, incluso bajo el agua, permitió a los romanos construir deprisa y a bajo coste obras de una arquitectura inédita, con arcos y bóvedas de una amplitud desconocida hasta entonces. Una vez retirado el encofrado, un revestimiento de piedra, de mármol, de mosaico, de estuco, o incluso de ladrillo, bastaba para ennoblecer este material, ya «industrial», que desempeñó un papel importantísimo en la construcción de innumerables centros urbanos.
El plano de estos conjuntos no variaba demasiado. Primero tenemos, junto al foro, plaza rectangular empedrada con grandes losas de piedra, el templo de la triada capitolina —Júpiter, Juno, Minerva—, la curia, como un senado local (los decuriones son los senadores de la ciudad, los duumviri sus cónsules), la basílica con o sin columnata donde se imparte justicia y que protege a los paseantes cuando llueve, a menos que se refugien bajo los soportales que rodean el foro. Este último siempre es un mercado (aunque exista otro mercado en las cercanías), invadido periódicamente por los campesinos vendedores de frutas, verduras, aves, corderos. Encontramos regularmente otros edificios: los teatros, los anfiteatros, los circos, las letrinas, las termas. Estas últimas ocupan un lugar desmesurado. Se ha dicho que son, en tiempos del imperio, «los cafés y los clubes de las ciudades romanas». Allí se va a terminar el día. Podemos añadir los arcos de triunfo, los acueductos, indispensables para el abastecimiento de las ciudades, grandes consumidoras de agua, las puertas monumentales, las bibliotecas: la lista se completa así con los elementos que figuran en todas las ciudades romanas siguiendo un plano casi inmutable.
Tenemos algunas anomalías: Leptis Magna cuenta con un foro, pero exterior a ella; Arles construye un pórtico, pero debajo del foro que se apoya sobre él como sobre un pilar; Timgad situó su «capitolio» fuera del recinto... Estas excepciones, que dependen del crecimiento de la ciudad o de las incomodidades del lugar de asentamiento, no invalidan la regla de un plano preestablecido, que se reproduce sin descanso. En general, los soldados y una mano de obra indígena, más abundante que experta, levantaron las ciudades nuevas. Había que hacer las cosas sin complicaciones y deprisa. Partiendo de un centro, el futuro foro, se trazaba la línea norte-sur, el cardo, y la línea este-oeste, el decumano, que se cortan en ángulo recto en el mismo foro y son las medianas del cuadrado en el que se inscribe la ciudad. En Lutecia, el foro de la pequeña ciudad abierta en la orilla izquierda, se encontraba bajo la actual Rué Soufflot, el cardo era la Rué Saint-Jacques, se alzaban unas termas en el actual emplazamiento del museo de Cluny y del College de France, un semianfiteatro en lo que ahora se llaman las arenas de Lutecia...
Por supuesto, estos diversos elementos viajaron mucho antes de irse sumando en el modelo complejo de ciudad romana. El foro es la réplica del ágora de las ciudades griegas, y el mismo origen tienen los pórticos. El teatro es griego en sus orígenes, aunque Roma lo haya modificado mucho. También es griega la basílica: Catón el Viejo construyó al parecer la primera de Roma, la Basílica Porcia. Los templos también le deben mucho al arte griego, desde un principio, a través del templo etrusco. Los anfiteatros (donde se desarrollan los combates de gladiadores o la venatio contra los animales feroces) podrían ser de origen campano. También las termas son un préstamo de la Italia prerromana del sur.
A fin de cuentas, Roma recibió mucho, lo que no la convierte en inferior en absoluto. Si tomó a manos llenas, también dio a manos llenas y ése es el destino de las civilizaciones de largo aliento, empezando por la misma Grecia.





Ciudades e imperio

Roma se sitúa pues a la cabeza de una federación de ciudades, cada una de las cuales se ocupa de sus asuntos, mientras Roma se ocupa de dirigir el conjunto.
Estas ciudades, prósperas hasta los siglos II o III d. C, pasan después por tiempos difíciles. Si aceptamos el punto de vista pesimista, probablemente acertado, de Ferdinand Lot, no estuvieron movidas por poblaciones suficientemente numerosas. Roma, Alejandría, quizá Antioquía fueron, antes que Constantinopla, las únicas grandes aglomeraciones del imperio. Las redes de ciudades secundarias brillan a menudo por su ausencia. Timgad, la única ciudad en muchas millas a la redonda, cuenta como mucho con quince mil habitantes. Además, si bien la ciudad desempeña su papel centro político y de mercado rural, la relación ciudad-campo no es redonda. Es decir, la ciudad no ejerce sobre el campo el choque artesanal que, más adelante, hará arrancar la economía de la Europa medieval. ¿Es culpa de las grandes propiedades y sus talleres, movidos por esclavos o por «colonos», pequeños granjeros ya encadenados a la gleba? ¿O de la falta de utilización sistemática de las fuentes conocidas de energía? ¿O de la coyuntura hostil, responsable, más que las estructuras, de este estancamiento, y después de la regresión?
La impresión de que el destino de las ciudades se asimila con bastante exactitud al del imperio no es errónea: este último permitió durante mucho tiempo el desarrollo de las primeras. Había creado la unidad de un amplio espacio económico, o al menos su permeabilidad; había promovido una economía monetaria, que multiplicó los intercambios, y un capitalismo un tanto limitado, pero ya en posesión de sus medios, todos ellos heredados por otra parte del mundo helenístico: asociaciones de comerciantes, bolsas (en Roma, en el foro) y, junto a los mercatores vemos aparecer banqueros (argentarii) que practican el crédito, la proscriptio (similar a un cheque), la permutado (la transferencia). Estas traducciones modernizadas falsean un poco la imagen de una economía que pronto quedará atrapada en la sombra invasora y mortal del Estado, antes del repliegue de los últimos siglos del imperio.


Roma acoge e incorpora la civilización helenística

Centro del poder y de la riqueza, Roma capta sin problemas las corrientes móviles del pensamiento y del arte, mucho antes de Actium y del triunfo de Augusto, en realidad, desde la llegada a la ciudad victoriosa de los primeros griegos, comerciantes, artesanos, intelectuales en busca de una prebenda, deportados políticos e incluso esclavos, más hábiles que sus amos. La helenización de Roma había empezado hacía siglos y el griego se estaba convirtiendo poco a poco en el segundo idioma de los hombres cultivados, como el francés en la Europa de la Ilustración, ¡con la diferencia de que la primacía del griego durará muchos siglos, y no uno solo!
La lección de los griegos tenía tanta altura que el alumno no era capaz de superar al maestro, ni siquiera de alcanzarlo. Es así desgraciadamente para la ciencia, que se quedará en el punto en que la dejó Grecia. También lo es más o menos para la filosofía, orgullo del pensamiento griego. Roma asimilará lentamente sus lecciones, no sin protestar. La Roma oficial incluso expulsará en muchas ocasiones a los filósofos. Sin embargo, protegidos por algunas grandes familias, acabarán implantando en Roma algo del pensamiento griego nacido de los años tormentosos que vinieron tras la muerte de Alejandro (323). Sin embargo, si bien en Roma el epicureismo inspira a Lucrecio (99-55 a. C), si el estoicismo está llamado a ocupar una gran posición que culminará con Marco Aurelio, ¿podemos hablar de una filosofía latina original? Los historiadores de la filosofía lo niegan todos a una, cazando ferozmente el plagio en la obra de Cicerón o de Séneca.
El arte griego, que sólo había llegado a Roma indirectamente, a través de Etruria o de Campania, es un verdadero descubrimiento en el siglo III, tras la toma de las ciudades de Sicilia, las campañas de Oriente y la decisiva reducción de Grecia a la condición de provincia romana (146 a. C). Entonces, con la ayuda de la riqueza y el lujo, Grecia, donde sólo la filosofía había llegado a las familias patricias, transforma de golpe el arte mismo de vivir en Roma. Los artistas griegos o del Oriente griego afluyen y entran al servicio de una clientela rica bastante mal informada, pero con un esnobismo que la lleva a coleccionar, sin enterarse mucho, las obras de arte para decorar casas y villas. Con el apetito de una civilización que está en la infancia, Roma se lo traga todo como viene: las grandes composiciones históricas de Pérgamo, las chucherías o el barroco desatado de Alejandría, la frialdad del neoaticismo, e incluso las mejores obras de arte del antiguo clasicismo griego. Originales y copias (fabricadas en Atenas para Occidente a un ritmo industrial) afluyen hacia Italia, amontonándose en los anticuarios. Cicerón pide «bajorrelieves para su villa de Túsculo» a su riquísimo amigo Ático que, desde Atenas, envía a Pompeya estatuas destinadas a su teatro, el primer teatro de piedra construido en Roma (55 a. C). Unos años más tarde, cuando se reconstruye el templo de Apolo a comienzos de la época de Augusto, se hace sobre un modelo helenístico y las estatuas y pinturas famosas que se amontonan, todas ellas griegas, lo convierten en un verdadero museo. La carga de un barco hundido más o menos hacia la misma época y localizado en 1907, en las costas de Túnez (el pecio de Mahdia), es muy significativa: sesenta columnas (probablemente nuevas), estatuillas, bajorrelieves, esculturas de mármol y de bronce, algunas de las cuales son obras maestras auténticas.
Por supuesto, todo esto sirve de modelo a los artesanos italianos o griegos que trabajan en la península. Incluso allá donde el arte romano afirma con fuerza su originalidad —el gusto por el detalle verídico, el retrato realista, el paisaje, la naturaleza muerta— la primera chispa tuvo que venir del este.


Las originalidades romanas

No hay civilización que pueda vivir únicamente del bien ajeno. Cuando se convierte en la capital de un helenismo dispuesto a propagarse y que imita con pasión, Roma ya es una sociedad anclada en sus tradiciones. Aunque haya renegado de ellas para desesperación de Catón, sigue guiada por gustos antiguos que la dirigen hacia opciones cuyo significado será patente antes o después, cuando su admiración por Grecia ya no esté teñida con el sentimiento de su propia inferioridad.
Además, también hay exigencias. Después de Actium, hay que reconstruir, construir, ocuparse de lo más urgente, terminar una obra para empezar otra. Roma ve afluir hacia ella una población creciente, sin proporción alguna con la de las ciudades griegas, salvo Alejandría. El urbanismo plantea sus problemas. No es de extrañar que sea en la arquitectura donde Roma afirme antes su personalidad.
Sila, Pompeyo, César, Augusto, tuvieron que ponerse manos a la obra. Agripa rehace las canalizaciones de la ciudad; Augusto construye tres o cuatro nuevos acueductos, añade al foro de César un nuevo foro separado por un muro del barrio de la Subura, en el Esquilmo, donde viven los mimos, los gladiadores, los ganapanes y los miserables. Con ello, separa la ciudad oficial, revestida de mármol (novedad del siglo II a. C, tomada de los griegos, que se desarrolla con la explotación de las canteras de Carrara) de la ciudad piojosa, construida a la antigua, con madera y adobe, donde se producen incendios continuamente. Luego vendrán innumerables construcciones: foros, basílicas, termas, teatros, circos, templos, palacios, e incluso casas de vecindad de varios pisos.
La arquitectura romana acepta y adapta todos los medios y elementos conocidos. Las columnas dóricas, jónicas, corintias, se utilizan modificadas: la dórica, simplificada y sobre un pedestal, se convierte en el orden llamado toscano; el orden llamado compuesto combina la hoja de acanto corintia y las volutas jónicas. Sin embargo, lo más poderoso que tiene la arquitectura romana se debe al arte funcional de los ingenieros. Favorecido por el uso del hormigón, crea maravillosos puentes y acueductos, multiplica los arcos, las cúpulas, las bóvedas de medio punto y las bóvedas de arista, libera al arquitecto de la esclavitud de las columnas o pilares importantes, permite los amplios volúmenes interiores que necesita la masa de usuarios. Así se crea, por su propia necesidad, el estilo grandioso de Roma.
El Coliseo, comenzado por Vespasiano y terminado por su hijo Domiciano, es un buen símbolo de ello. Se trata de un récord no superado: mide 188 m por 156 y 527 de contorno; la altura del muro exterior es de 48 m y podía añadirse un piso de madera; 50 a 80.000 espectadores podían acomodarse alrededor de la inmensa arena de 80 m por 54. Su nombre le venía del Coloso, estatua de Nerón de más de 30 m de altura, a modo de dios solar. El Coloso se retiró, pero quedó el nombre de Coliseo, que es otro coloso. En el imperio, los anfiteatros enormes fueron numerosos: Itálica en España, 156 x 154 m; Autun, 154 x 130; Poitiers, 138 x 115; Limoges, 137 x 113; Arles, 136 x 108; Tours, 135 x 120; Burdeos, 132 x 105; Nimes, 131 x 100...
En el campo de la pintura y la escultura, el arte romano se libera lentamente de sus modas helénicas. Los artistas griegos son demasiado numerosos para que el gusto local surja con rapidez. Es más fácil advertirlo fuera de Roma. Efectivamente, existe un arte popular —R. Bianchi Bandinelli lo califica de «plebeyo»—-, un arte que no es romano, sin más, sino más bien del sur de Italia y que será uno de los rasgos originales de Roma. Es un arte recio, realista, cerca de las cosas y de los seres, si quisiéramos forzar las comparaciones; un poco como el arte francés del Loira cuando se le compara con el ejemplo prestigioso y culto del Renacimiento italiano. Un arte local irá ocupando su lugar poco a poco, como si tomara la revancha contra la influencia extranjera, pero será un proceso lento y comedido.
Así nacerá un arte compuesto, el primer estilo «romano» del que tenemos un ejemplo precoz en las esculturas del altar de Domicio Enobarbo (entre el 115 y el 70 a. C). Combina una composición mitológica de estilo helenístico con una escena tratada de forma mucho más realista. Sin embargo, el arte oficial de Roma conservará durante tiempo la huella extranjera. No olvidemos que el Laoconte del museo Vaticano, obra de escultores de Rodas, suscitó la inmensa admiración de los romanos, empezando por Plinio el Viejo. El retrato de Augusto llamado de Porta Prima coloca curiosamente la cabeza y la coraza del emperador sobre el cuerpo griego del Doriforo de Policleto. Los paneles del Ara Pacis (decretado en 13 a. C, el altar de la paz se construyó cuatro años más tarde en el Campo de Marte) son obra en su mayor parte, por no decir en su totalidad, de artistas griegos.
En el arte privado del retrato reconocemos el arte romano por excelencia. A menudo se ha relacionado con los orígenes etruscos de Roma, y es verdad que un cierto verismo anima las estatuas de terracota o de bronce de la antigua Etruria. Sin embargo, se relaciona con mayor seguridad con la tradición romana del ius imaginis, privilegio de las familias patricias. Polibio relató con detalle el espectáculo, extraño para sus ojos, de los funerales de la nobilitas y el papel que desempeña la imago, máscara de cera que las grandes familias conservan de cada uno de sus muertos, de acuerdo con una tradición relacionada con el culto a los antepasados. «Cuando muere un pariente ilustre, se llevan estas máscaras en procesión a los funerales y personas que, por su estatura o su aspecto exterior, se parecen más a los originales, las aplican sobre su rostro, revistiendo la toga pretexta si el muerto había sido cónsul o pretor, toga púrpura si había sido censor, y bordadas de oro si había obtenido un triunfo.» Estas máscaras frágiles de cera, moldeadas sobre el rostro del difunto, dejarán paso a bustos de piedra o de bronce, cuyo realismo seguirá siendo extraordinario. La influencia helenística añadirá a veces una nota pretenciosa, pero el retrato romano, tallado o pintado, conservará de su tradición más antigua una gran fuerza expresiva, y siempre una relativa sobriedad. En todo caso, en tiempos de Augusto, la oposición entre su belleza sencilla y los virtuosismos de un arte oficial, bajo el signo de la imitación, es flagrante.
Hará falta tiempo para que el arte imperial deje de ser un «préstamo cultural, para convertirse en un alimento asimilado y transformado en una nueva cultura». R. Bianchi Bandinelli enfrenta así al siglo de Augusto un siglo de Trajano (más o menos de Nerón a Marco Aurelio), apasionado y romántico, donde por primera vez los préstamos exteriores y el bien propio de Roma se mezclan, se equilibran. Pérga-mo anunciaba, con mucha anticipación, las esculturas de la Columna Trajana, pero un estilo, un espíritu y unos temas nuevos ya se pueden observar en los innumerables detalles del friso que, a lo largo de doscientos metros, se enrosca sin interrupción alrededor de la columna, largo relato histórico de las dos campañas victoriosas de Trajano contra los dacios, en el 101-102 y en el 106-107. Las escenas son vividas, realistas, incluso hasta el horror; la guerra aparece con sus muertos innumerables, sus adversarios dignos de respeto, que también pueden golpear. Otra novedad: la confesión (¿es una confesión?) de las atrocidades cometidas, además de la entrada en escena de los pequeños actores de una inmensa aventura: soldados, cocheros; pontoneros... Por primera vez, se honra al héroe anónimo.





De Augusto a Marco Aurelio: los prestigios literarios

El arte gusta de ser viajero, se traslada con rapidez de un país a otro, de una civilización a otra. Europa dividida en dos por la Reforma, tendrá un solo arte, el del barroco. Las literaturas son nacionales y están condenadas a una mayor originalidad.
Roma tiene su literatura, desde antes de Augusto. Parece florecer bruscamente, pero si miramos de cerca, escribe Pierre Grimal, «la maduración literaria del siglo de Augusto» data más bien de la crisis que lo precedió. En cualquier caso, Augusto, y en primer plano el caballero Mecenas, modificaron profundamente la vida literaria de su tiempo, por política o por gusto personal: el propio Mecenas es un poeta tentado por el hermetismo y el preciosismo; en Augusto, la pasión intelectual es innegable. ¿No existe además una identificación de las conciencias con lo que representa el nuevo régimen: el fin de las guerras civiles, una seguridad, una confianza nueva en la «virtud» romana? En aquellos años se desarrolla en Roma una revolución de las mentalidades que podemos llamar «nacionalista», a pesar del anacronismo de la palabra, algo que se asemeja, mutatis mutandis, con una fuerza mayor, al Renacimiento francés desde la óptica de Joachim du Bellay o de Ronsard. Frente al Oriente helenístico, atractivo, también inquietante, que seguía siendo el modelo de los jóvenes poetas del círculo de los Neoteroi, en tiempos de Catulo (87-54 a. O), los valores de Occidente, de Roma, de la Italia tradicional se exaltan por ellos mismos. También ayuda un inteligente trabajo de la opinión: Roma posee la supremacía material, pero aspira a otros orgullos.
Augusto, como los soberanos helenísticos, es un «príncipe salvador». Quizá pretenda además rivalizar con Pericles y Atenas, en nombre de un sentimiento casi religioso de la grandeza y la misión de Roma. Este sentimiento, más que la influencia de Mecenas, imprime su carácter a la obra de Virgilio, de Tito Livio, de Horacio, incluso de Propercio. El primero, «cesariano» desde siempre, sigue naturalmente la estela del joven Octavio. No es por servilismo, está dentro de su línea, si empieza, en 29 a. C. a escribir la Eneida, que dejará inacabada, diez años más tarde, considerándola imperfecta: pide en vano que se destruya a su muerte. Roma ya dispone de una gesta «homérica», de un monumento a su gloria y a la gloria de Augusto que, descendiente por la gens Julia del propio Eneas y de Venus, estaba marcado por los hados para presidir los destinos del imperio. Pronto dispondrá de una historia de Roma, en la que el patriotismo sin fisuras de Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.) dio mucho más de lo que se le pedía: su obra, a pesar de un intento de crítica honrada de las fuentes, no deja de ser un himno a la grandeza de Roma. Sin embargo, la enseñanza en las escuelas del imperio se empeñará durante mucho tiempo en preferir estas estampas a la prosa seca e incisiva de Salustio (85-35 a. C), su Guerra de Yugurta y la Conjuración de Catilina.
Por supuesto, los otros escritores no se comprometen tan claramente. Como Catulo o Tibulo, Propercio canta sobre todo su pasión por Cintia. Sin embargo, al final de su vida, sus Elegías se abren a las antiguas leyendas de Roma; en ellas aparecen Tarpeya y los antepasados troyanos de la gens Julia, y jóvenes romanas más partidarias que Cintia de la reforma de las costumbres que quisiera imponer Augusto. Horacio avanza también con prudencia. Acomplejado por sus orígenes (es el hijo de un liberto), también lo está por su pasado: en Macedonia, en el 42 a. C, se encontraba entre las tropas de Bruto y Casio, las del partido republicano. Además, ama su independencia, su propiedad de Sabina, cerca de Tíbur, y huye de las alabanzas, y también de las recompensas del poder. No obstante, también acepta pedidos oficiales, escribe la letra del himno cantado en la celebración de los Juegos Seculares, en el 17 a. C. Cuando muere a los cincuenta y siete años, unas semanas después de Mecenas (8. a. C), le entierran junto a su amigo.
Otros serán francamente reticentes con el poder. Por ejemplo, Tibulo, poeta puramente elegiaco, o más todavía Ovidio (43 a. C.-17 d. C.) que conscientemente vuelve a la inspiración alejandrina del círculo de los Neoteroi. Su poesía demasiado libre, su sentido del humor, su erotismo, que le convierten en el poeta favorito de las cortesanas y los ociosos de Roma, le valdrán el exilio de Augusto. En Mesia, en las lejanas costas del mar Negro, en Tomis, compondrá las Tristes y las Pónticas. Allí morirá.
Sería difícil aplicar a la literatura el juicio de R. Bianchi Bandinelli sobre el arte y destacar el siglo de Trajano. Habría que preferir a los nombres gloriosos de la época augusta los del siglo siguiente: Quintiliano, Lucano, Persio, Marcial —¡qué paradoja!—, pero también Tácito, Séneca, Petronio, lo que ya resulta más defendible. Si escuchamos al brillante ensayista Emil Ludwig, «todo lo que constituye la grandeza de los romanos lo había producido la República». Es como volver a Cicerón, a Terencio o a Plauto, que Horacio detestaba. ¡Cada cual juzga la historia según sus gustos!
De Commodo (180-192) a Septimio Severo (193-211)
Las horas difíciles se anuncian mucho antes de la muerte de Marco Aurelio, acompasan el largo y belicoso reinado del más filósofo de los emperadores. Lo que cambia, es la seguridad exterior, la paz interior, el equilibrio de las diferentes provincias entre ellas. En medio de regresiones económicas, de desórdenes monetarios, Roma deja de ser el centro del universo. Oriente se libera; sus religiones, sus formas de pensar se infiltran violentamente en la tradición romana. El principado, tal y como lo concibieron Augusto y los Antoninos, resulta ser una prudencia ya superada. Las dependencias administrativas crecen y el poder imperial se desliza «hacia las prácticas del despotismo oriental»: en sus locuras crueles, Commodo pretende hacerse honrar como el dios Hércules. Fue el primer emperador «que se consideró rey del mundo y servidor de la divinidad». Septimio Severo, un africano, quizá de raíces cartaginesas, agudiza más todavía esta transformación.
Al final del gobierno de los Antoninos, el arte lleva la marca de esta mutación de la sociedad y de la civilización. El cambio es claro, aunque difícil de interpretar. Tenemos la desaparición brutal, prácticamente total de la pintura mural. Tenemos el contraste fulminante entre los bajorrelieves de la columna Trajana, cuya concepción unitaria y desarrollo cronológico son evidentes, y la columna de Marco Aurelio, en la que los acontecimientos se presentan en desorden, donde se advierten talleres y artistas diferentes, donde la lucha contra los marcomanos, los dacios, los cotienses, los quades, está salpicada de milagros: milagro del rayo, milagro de la lluvia providencial que salva a los legionarios de la sed y ahoga al enemigo en torrentes de agua... Es un arte que trata de llamar la atención más que de representar, y que por ello se hace popular. Amedeo Maiuri, historiador del arte, se entretiene en buscar en la libertad de un cierto género pictórico, en Pompeya y en otros lugares, en esa misma época, los procedimientos del pintor de carteles publicitarios.
Otra ruptura: las artes provinciales recuperan una cierta autonomía. En Leptis Magna, el arco del triunfo de Septimio Severo evoca ya un arte bizantino. En Palmira, en Doura, un arte marginal se afirma como grecomesopotámico y se relaciona, por su gusto por lo abstracto, con un cierto primitivismo. Se trata de indicaciones todavía fugitivas, llaman la atención en la medida en que conocemos anticipadamente el futuro inexorable. Aunque existe una ruptura respecto al arte de conjunto, que se ha convertido en una vulgata, en beneficio de las originalidades locales, este arte es lo bastante fuerte para reaparecer aquí y allá. Por ejemplo, con Galiano (253-268), el amigo de Plotino; con Diocleciano (284-313), en las termas que construye en Roma, o en el palacio que levanta en Spalato. Todo ello revela torsiones múltiples, pero estamos lejos todavía de Bizancio o de la Europa barbarizada de la alta Edad Media





De Augusto a Marco Aurelio: los prestigios literarios

El arte gusta de ser viajero, se traslada con rapidez de un país a otro, de una civilización a otra. Europa dividida en dos por la Reforma, tendrá un solo arte, el del barroco. Las literaturas son nacionales y están condenadas a una mayor originalidad.
Roma tiene su literatura, desde antes de Augusto. Parece florecer bruscamente, pero si miramos de cerca, escribe Pierre Grimal, «la maduración literaria del siglo de Augusto» data más bien de la crisis que lo precedió. En cualquier caso, Augusto, y en primer plano el caballero Mecenas, modificaron profundamente la vida literaria de su tiempo, por política o por gusto personal: el propio Mecenas es un poeta tentado por el hermetismo y el preciosismo; en Augusto, la pasión intelectual es innegable. ¿No existe además una identificación de las conciencias con lo que representa el nuevo régimen: el fin de las guerras civiles, una seguridad, una confianza nueva en la «virtud» romana? En aquellos años se desarrolla en Roma una revolución de las mentalidades que podemos llamar «nacionalista», a pesar del anacronismo de la palabra, algo que se asemeja, mutatis mutandis, con una fuerza mayor, al Renacimiento francés desde la óptica de Joachim du Bellay o de Ronsard. Frente al Oriente helenístico, atractivo, también inquietante, que seguía siendo el modelo de los jóvenes poetas del círculo de los Neoteroi, en tiempos de Catulo (87-54 a. O), los valores de Occidente, de Roma, de la Italia tradicional se exaltan por ellos mismos. También ayuda un inteligente trabajo de la opinión: Roma posee la supremacía material, pero aspira a otros orgullos.
Augusto, como los soberanos helenísticos, es un «príncipe salvador». Quizá pretenda además rivalizar con Pericles y Atenas, en nombre de un sentimiento casi religioso de la grandeza y la misión de Roma. Este sentimiento, más que la influencia de Mecenas, imprime su carácter a la obra de Virgilio, de Tito Livio, de Horacio, incluso de Propercio. El primero, «cesariano» desde siempre, sigue naturalmente la estela del joven Octavio. No es por servilismo, está dentro de su línea, si empieza, en 29 a. C. a escribir la Eneida, que dejará inacabada, diez años más tarde, considerándola imperfecta: pide en vano que se destruya a su muerte. Roma ya dispone de una gesta «homérica», de un monumento a su gloria y a la gloria de Augusto que, descendiente por la gens Julia del propio Eneas y de Venus, estaba marcado por los hados para presidir los destinos del imperio. Pronto dispondrá de una historia de Roma, en la que el patriotismo sin fisuras de Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.) dio mucho más de lo que se le pedía: su obra, a pesar de un intento de crítica honrada de las fuentes, no deja de ser un himno a la grandeza de Roma. Sin embargo, la enseñanza en las escuelas del imperio se empeñará durante mucho tiempo en preferir estas estampas a la prosa seca e incisiva de Salustio (85-35 a. C), su Guerra de Yugurta y la Conjuración de Catilina.
Por supuesto, los otros escritores no se comprometen tan claramente. Como Catulo o Tibulo, Propercio canta sobre todo su pasión por Cintia. Sin embargo, al final de su vida, sus Elegías se abren a las antiguas leyendas de Roma; en ellas aparecen Tarpeya y los antepasados troyanos de la gens Julia, y jóvenes romanas más partidarias que Cintia de la reforma de las costumbres que quisiera imponer Augusto. Horacio avanza también con prudencia. Acomplejado por sus orígenes (es el hijo de un liberto), también lo está por su pasado: en Macedonia, en el 42 a. C, se encontraba entre las tropas de Bruto y Casio, las del partido republicano. Además, ama su independencia, su propiedad de Sabina, cerca de Tíbur, y huye de las alabanzas, y también de las recompensas del poder. No obstante, también acepta pedidos oficiales, escribe la letra del himno cantado en la celebración de los Juegos Seculares, en el 17 a. C. Cuando muere a los cincuenta y siete años, unas semanas después de Mecenas (8. a. C), le entierran junto a su amigo.
Otros serán francamente reticentes con el poder. Por ejemplo, Tibulo, poeta puramente elegiaco, o más todavía Ovidio (43 a. C.-17 d. C.) que conscientemente vuelve a la inspiración alejandrina del círculo de los Neoteroi. Su poesía demasiado libre, su sentido del humor, su erotismo, que le convierten en el poeta favorito de las cortesanas y los ociosos de Roma, le valdrán el exilio de Augusto. En Mesia, en las lejanas costas del mar Negro, en Tomis, compondrá las Tristes y las Pónticas. Allí morirá.
Sería difícil aplicar a la literatura el juicio de R. Bianchi Bandinelli sobre el arte y destacar el siglo de Trajano. Habría que preferir a los nombres gloriosos de la época augusta los del siglo siguiente: Quintiliano, Lucano, Persio, Marcial —¡qué paradoja!—, pero también Tácito, Séneca, Petronio, lo que ya resulta más defendible. Si escuchamos al brillante ensayista Emil Ludwig, «todo lo que constituye la grandeza de los romanos lo había producido la República». Es como volver a Cicerón, a Terencio o a Plauto, que Horacio detestaba. ¡Cada cual juzga la historia según sus gustos!
De Commodo (180-192) a Septimio Severo (193-211)
Las horas difíciles se anuncian mucho antes de la muerte de Marco Aurelio, acompasan el largo y belicoso reinado del más filósofo de los emperadores. Lo que cambia, es la seguridad exterior, la paz interior, el equilibrio de las diferentes provincias entre ellas. En medio de regresiones económicas, de desórdenes monetarios, Roma deja de ser el centro del universo. Oriente se libera; sus religiones, sus formas de pensar se infiltran violentamente en la tradición romana. El principado, tal y como lo concibieron Augusto y los Antoninos, resulta ser una prudencia ya superada. Las dependencias administrativas crecen y el poder imperial se desliza «hacia las prácticas del despotismo oriental»: en sus locuras crueles, Commodo pretende hacerse honrar como el dios Hércules. Fue el primer emperador «que se consideró rey del mundo y servidor de la divinidad». Septimio Severo, un africano, quizá de raíces cartaginesas, agudiza más todavía esta transformación.
Al final del gobierno de los Antoninos, el arte lleva la marca de esta mutación de la sociedad y de la civilización. El cambio es claro, aunque difícil de interpretar. Tenemos la desaparición brutal, prácticamente total de la pintura mural. Tenemos el contraste fulminante entre los bajorrelieves de la columna Trajana, cuya concepción unitaria y desarrollo cronológico son evidentes, y la columna de Marco Aurelio, en la que los acontecimientos se presentan en desorden, donde se advierten talleres y artistas diferentes, donde la lucha contra los marcomanos, los dacios, los cotienses, los quades, está salpicada de milagros: milagro del rayo, milagro de la lluvia providencial que salva a los legionarios de la sed y ahoga al enemigo en torrentes de agua... Es un arte que trata de llamar la atención más que de representar, y que por ello se hace popular. Amedeo Maiuri, historiador del arte, se entretiene en buscar en la libertad de un cierto género pictórico, en Pompeya y en otros lugares, en esa misma época, los procedimientos del pintor de carteles publicitarios.
Otra ruptura: las artes provinciales recuperan una cierta autonomía. En Leptis Magna, el arco del triunfo de Septimio Severo evoca ya un arte bizantino. En Palmira, en Doura, un arte marginal se afirma como grecomesopotámico y se relaciona, por su gusto por lo abstracto, con un cierto primitivismo. Se trata de indicaciones todavía fugitivas, llaman la atención en la medida en que conocemos anticipadamente el futuro inexorable. Aunque existe una ruptura respecto al arte de conjunto, que se ha convertido en una vulgata, en beneficio de las originalidades locales, este arte es lo bastante fuerte para reaparecer aquí y allá. Por ejemplo, con Galiano (253-268), el amigo de Plotino; con Diocleciano (284-313), en las termas que construye en Roma, o en el palacio que levanta en Spalato. Todo ello revela torsiones múltiples, pero estamos lejos todavía de Bizancio o de la Europa barbarizada de la alta Edad Media





Los triunfos del derecho

Roma sigue creando, desarrollando ciudades, convirtiéndolas en capitales, Tréveris, Milán, Salónica, Nicomedia. Y las letras siguen floreciendo. Nos atreveremos a decir que Amiano Marcelino (320-390) puede equipararse con Tito Livio, que Ausonio de Burdeos es un poeta auténtico, que la literatura cristiana es muy importante, que el fortalecimiento de la enseñanza, tan claro en estos siglos difíciles, tiene su influencia. Sobre todo, está el triunfo extraordinario del derecho romano, cuyo testimonio perdura todavía.
Nos perderíamos en explicaciones difíciles si abriéramos los actuales y admirables manuales de derecho romano en busca del sentido de palabras sencillas: el consentimiento, las obligaciones, los contratos, la propiedad; o si tratáramos de comprender la forma en que el derecho ha seguido la historia múltiple de una sociedad, adaptándose a ella y adaptándola a sus propias exigencias. En Institutions de l’Antiquité (1967), Jean Gaudemet estudia, a la luz de esta dialéctica sociedad-derecho, la evolución de la vida romana, de la que establece tres balances sucesivos, para la Roma republicana, para la Roma del Alto Imperio y para la Roma del Bajo Imperio, que es la decisiva. El derecho romano del Código Teodosiano (438) o del Código Justiniano (529) que irá seguido por el Digeste, los Institutes y los Novelles, es la culminación de una elaboración muy larga, de una superposición de herencias. El derecho romano se construyó lentamente, día a día, a partir de las costumbres, de los senadoconsultos, de los edictos de los magistrados, de las «constituciones» imperiales, de la jurisprudencia, de la doctrina que elaboran los jurisconsultos.
El papel de los jurisconsultos, asesores jurídicos y abogados, es el rasgo más original de esta obra compleja. Con seguridad, en este terreno podemos ver la inteligencia y el genio de Roma. La metrópoli no podía vivir en relación con su imperio —Italia, las provincias, las ciudades— sin unas reglas jurídicas indispensables para el orden político, social y económico. La masa del derecho fue aumentando con los siglos. Los grandes jurisconsultos capaces de manejar esta masa aparecen tardíamente, Sabino y Próculo son de la era de Tiberio, Gayo, cuyos Institutes fueron encontrados en 1816 por Niebuhr en un palimpsesto de Verona, es de la época de Adriano o de Marco Aurelio, y Pomponio, otro famoso jurisconsulto, es su contemporáneo. En cuanto a la enseñanza del derecho, aparece con el Bajo Imperio, en Roma, en Constantinopla, en Beirut, cuyo papel en el siglo v será considerable: su escuela salvará lo que, en el futuro, permitirá el renacimiento justiniano.
El derecho afirma pues su riqueza hasta las últimas horas de Roma, e incluso después. Si hacemos depender «la supervivencia del derecho y de las instituciones de Roma de su poder político», escribe Jean Gaudemet, «la ruina o la decadencia del imperio pierden todo su sentido». No cabe duda de que Roma no morirá totalmente. Su supervivencia formará parte de la sustancia de Occidente.




La fundación de Constantinopla y la irrupción del cristianismo

Sobre estos temas tan antiguos: la decadencia, la muerte de Roma, la discusión podría ser interminable. El imperio que se dice agonizante sobrevive a sus disputas y a las extravagancias de sus amos. Ya no queda oro, ni metal blanco, la economía retrocede por debajo de la moneda, pero la vida continúa. Ya no hay ejército disciplinado, las fronteras revientan una tras otra, los bárbaros penetran profundamente en la tierra romana. No obstante, sigue habiendo soldados dispuestos a morir por Roma, en el Rin, frente a Milán, en el Danubio o en el Eufrates, frente a los persas Sasánidas, los nuevos y temibles enemigos, a partir del 227. Tampoco se detiene la construcción: Aureliano levanta en el 272 las murallas colosales de Roma. A partir del 324, Constantino construye su nueva capital en Constantinopla, y la inaugura en el 330. Si queremos un acontecimiento simbólico, nos podemos quedar con éste: una antorcha gigantesca que iluminará los siglos venideros.
No se trata de una ciudad construida de forma apresurada, sino de una segunda Roma, acto de alcance incalculable, sobre todo porque está relacionado con la conversión del emperador al cristianismo. Con este acto, el destino del mundo mediterráneo y del imperio se orientan por el camino que desembocará en la supervivencia y la longevidad del Imperio Bizantino. Es algo que Constantino, al hilo de sus actos, no adivinó probablemente, ni deseó de forma anticipada, porque no eligió la capital nueva para escapar de los marcos de la Roma pagana. Desde Diocleciano y la tetrarquía, los emperadores no habían tenido tiempo de residir en Roma. Constantino, en su nueva capital, tiene a su alcance el Danubio y el Eufrates, puertas frágiles a las que llaman los bárbaros incesantemente.
No obstante, lo que nos fascina es el futuro de Constantinopla, a nosotros, hombres de Occidente que tenemos nuestro lugar marcado anticipadamente. ¿Quién podría desinteresarse de este cambio prodigioso, el éxito del cristianismo? En realidad, triunfa tras siglos de malestar profundo. Lo llevan las aguas violentas de una revolución subyacente —y no sólo espiritual— que se desarrolla lentamente, a partir del siglo II.
Entre el 162 y el 168, desde el comienzo del principado de Marco Aurelio (161-180), la situación exterior se deteriora de forma absoluta. La crisis intelectual, moral, religiosa del imperio aparece de forma casi inmediata. Por muy presente, vivido que siga siendo en el universo romano, un paganismo tolerante en el que cohabitan millares de dioses, por muy fuerte que sea el culto del emperador que corresponde, más o menos, a una especie de patriotismo, está claro que este paganismo no da satisfacción ni a las masas ni a las élites. Éstas piden a la filosofía una puerta de salida. Aquéllas buscan dioses accesibles, consuelos tangibles. ¿Hay algún consuelo superior a la creencia en una vida después de la muerte? No deja de tener su importancia que «la inhumación en el siglo segundo se haga más frecuente que la cremación, mientras que en siglos anteriores la proporción era la inversa [...]. Esta forma de sepultura, que deja al muerto la forma del vivo, no deja de tener relación con las creencias que se vulgarizan sobre la vida futura, sobre la salvación eterna y sobre una posible resurrección de los cuerpos» (E. Albertini).
Aquí todo está relacionado. Aunque una sociología, una geografía diferenciales muestran la multiplicidad de las respuestas según las clases y según las regiones, existe una unidad de la pregunta que se plantea. Ricos y pobres están asaltados por una misma angustia. El resurgir de las filosofías griegas en Roma es significativo. Los cínicos (Demetrio, Oinomao), estos filósofos extraños que pretenden ser mensajeros de Zeus, se convierten en predicadores ambulantes. Un neopla-tonicismo ocupa el lugar del epicureismo y del estoicismo. Uno de sus intérpretes, el más importante de todos, será Plotino (205-270). Griego, nacido en Egipto, tiene cuarenta años cuando se establece en Roma y abre una escuela cuyo éxito será inmenso. Su filosofía parte de Platón, pero trata de conciliar todos los diferentes pensamientos en un mismo impulso místico.
Movimientos más turbios señalan esta crisis de las profundidades. Por ejemplo, la multiplicación de los taumaturgos y milagreros, como Apolonio de Tiana, muerto en Roma hacia el 97, pero cuya vida y prodigios ofrecen a Filóstrato (muerto hacia el 275), material para una verdadera novela. Su protagonista predica el culto al sol, hace milagros, detiene las epidemias, cura a los enfermos. El éxito de este libro es un ejemplo. Luego se llegará más lejos. Actuar sobre los mortales está bien; sobre los dioses, está indudablemente mejor. Es lo que pretende la teúrgia, rama que cultivarán con fruición los charlatanes e iluminados.
Este clima explica el prestigio creciente en Occidente de los cultos de Oriente: los cultos de Isis, de Cibeles y Atis, de Mitra, y pronto las creencias cristianas, ganan rápidamente terreno. En esta extensión, los soldados que circulan por el imperio desempeñan un papel, como también los mercaderes de Oriente, los Siri que encontramos por todas partes, judíos o sirios. En este debate, el peso del emperador y de su entorno sigue siendo no obstante inmenso. Ni Cibeles, ni Mitra y sus bautismos sangrientos habrían ganado tanto terreno sin la aquiescencia de algunos emperadores.
También vale esta observación para el cristianismo, perseguido durante mucho tiempo. Sin la decisión de Constantino, ¿cuál hubiera sido su suerte? «Imaginemos que el rey de Francia —escribe Ferdinand Lot— quiere convertirse al protestantismo, religión de una pequeña parte de sus subditos, armado con un celo piadoso contra la «idolatría», destruyendo o dejando que se conviertan en ruinas los santuarios más venerados de su reino, la abadía de Saint-Denis, la catedral de Reims, la corona de espinas, santificación de la Sainte-Chapelle, y tendremos una pequeña idea de la demencia que se apoderó de los emperadores del siglo IV.
Sin embargo, la religión cristiana no se convierte en religión de Estado sin haber pactado antes con la política, la sociedad, la civilización misma de Roma. Esta civilización del Mediterráneo romano es asumida por la juventud del cristianismo. El resultado para él son transacciones múltiples, fundamentales, estructurales. Éste es el rostro, este mensaje que trae hasta nosotros la civilización antigua.

Capítulo 3 de Fernand Braudel, Memorias del Mediterráneo, Prehistoria y antigüedad. Traducción de Alicia Martorell. Ediciones Cátedra, Madrid 1998



 

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