Ricardo Marcenaro bitácora - Nubes durmiendo en las paredes del valle de Cachi Adentro - Salta - Agentina.

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 22:07



Hoy vi una foto muy bella propia de cierto fenómeno que sucede en la montaña, cuando las nubes de noche se enfrían y bajan a tierra, a dormir sobre ella.

En el campo que alquilé en Cachi, el que estaba a una altura de entre 2.500 y quizás 3.000 metros de altura, rodeado de cerros, en un paradisíaco valle sembrado por el que pasaba el río, había una costilla de cerros a un kilómetro a dos de mi casa, que se iba cerrando en dirección al Nevado de Cachi de 6.000 metros de altitud.

Pasaba muchas veces, que al despertarme, veía atrapado en ésta costilla alguna nube que se había quedado durmiendo en el piso, era verdaderamente una maravilla, alucinante.

Subiendo para ahí era todo campo seco, con cardones inmensos cuyos brazos apuntando al cielo asemejaban oradores, reclamadores del cielo, meditadores de la luna en celo, también era piedra pelada alternada por matas de pasto puna, arbustillos de brea  de corteza verdosa, casi fosforescente cuando son muy nuevos, y otros arbustos cuyos nombres en este momento no recuerdo, terreno que de lo alto venía cayendo para la casa, todo se esfumaba, el paisaje entraba en una impresión de tiempo suspendido que maravillaba, uno no podía menos que quedarse atónito, mirando y mirando.

Desde el amanecer, con esas maravillosas luces doradas que se van descorriendo entre los cerros, chorros de luz que se dividen y te hacen pensar en milagros, dioses, ceremonias antiguas que son nuevas, esplendentes, como si esos rayos proyectados te entrasen por el plexo.

Dios! Qué feliz que fui ahí.


Los chorros iban entrando en el valle, pegaban en el tobogán de las paredes de los cerros que se anteponían al Nevado, les corría la luz que iba cambiando el color de la piedra de un azul metal a un dorado salpicado de verdes mortecinos, en su caminar de los picos a la base, y de ahí, ya inundando de día el valle de Cachi Adentro donde totoras emplumadas hacían gracias a la luz entre sauces perezosos que marcaban el contorno del río como si fuera un camino imperial que bajaba para el pueblo.

La alfalfa se llenaba de vida y si estaba en flor y había viento, las olas violetas convertían a ese valle en mar inquieto, y si el poroto en flor, nubes color manteca salpicando ordenadamente por aquí y por allá entre plantaciones de pimientos que enrojecían el aliento, pasmando la vista en una belleza que pareciera no ser de este mundo.

El valle lentamente entibiaba, igual que la nube, obnubilado mirar el poco a poco, tirada de hilos invisibles o nave espacial, la nube despegaba del piso en vertical perfecta.

Ahí los cerros hacían una curva en gancho, solo así podía subir de su trabazón para liberarse de la cincha, a las 10 de la mañana ya subía decididamente, calentada, alivianada, superando la altura del costillar de piedra.




Una vez ahí y expuesta a los vientos que venían de la Puna que son los que vienen del Pacífico, los que debían atravesar el cordón del Nevado, comenzaba la nube a seguir viaje, rumbo a las selvas Chaco Salteñas que quedan en dirección oeste de donde habitaba en mi refugio idílico.

A veces iba bajo un aguaribay que allá se llama molle, el árbol de la pimienta roja, me sentaba con mi taza de porcelana cáscara de huevo japonesa, mi tetera china de barro esmaltado que dejé ahí como ofrenda, unas tortas fritas, (siempre tenía un bollo hecho de un día antes apara que bien leudadas fueran grandes, carnudas y esponjosas como me gustan comerlas) y viendo eso, tenía espectáculo para un par de horas antes de ponerme a hacer algo como escribir para el programa de radio que tenían la FM local o ya fuera de ella, letras del ejercicio de la soledad, necesidad del espíritu, examen de pensamientos.

Casi tres años viví ahí, solo, feliz, contemplativo, haciendo ejercicios espirituales que en el tiempo me sirvieron de mucho pues salí de ahí con riquezas que me acompañarán siempre.




Ricardo Marcenaro
 
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