Cuento: Gustave Flaubert - Memorias de un loco (Completo) - Links a mas Cuento

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 14:33








MEMORIAS DE UN LOCO

                                A ti, mi querido Alfred, dedico y confío estas páginas.

Contienen un alma entera. ¿La mía?, ¿la de otro? En un principio quise hacer una novela íntima, en la que el escepticismo fuera llevado a los últimos extremos de la desesperación; pero, poco a poco, mientras iba escribiendo, la impresión personal se abrió paso a través de la fábula, el alma zarandeó la pluma y la venció.
Prefiero pues dejarlo en el misterio de las conjeturas; lo que tú no harás.
Únicamente creerás quizás en muchos lugares que la expresión es forzada y el cuadro sombrío por capricho; no olvides que es un loco quien ha escrito estas páginas, y, si la palabra parece a menudo sobrepasar el sentimiento que expresa, es que, por lo demás, ha cedido bajo el peso del corazón.
Adiós, piensa en mí y por mí.

I
¿Por qué escribir estas páginas? ¿Para qué sirven? ¿Qué sé yo? A mi juicio, es bastante necio ir a preguntar a los hombres el motivo de sus acciones y de sus escritos. ¿Sabe usted, acaso, por qué abre las miserables hojas que la mano de un loco va a trazar?
¡Un loco!, horror. ¿Qué eres tú lector? ¿En qué categoría te sitúas? ¿En la de los necios o en la de los locos? Si te fuera dado elegir, tu vanidad preferiría aún la última condición. Sí, una vez más, pregunto en verdad ¿de qué sirve un libro que no es instructivo, ni divertido, ni químico, ni filosófico, ni agrícola, ni elegiaco? Un libro que no procura ninguna receta ni para las ovejas ni para las pulgas, que no habla ni de ferrocarriles, ni de la Bolsa, ni de los íntimos recovecos del corazón humano, ni de los hábitos medievales, ni de Dios, ni del diablo, sino que habla de un loco, es decir del mundo, este gran idiota, que gira desde hace tantos siglos en el espacio sin avanzar un paso, y que aúlla y babosea, y se desgarra a sí mismo.
Sé tan poco como tú lo que vas a decir, pues no se trata de una novela, ni de un drama con un plan fijo, o una idea premeditada, con jalones para hacer serpentear el pensamiento por avenidas trazadas a cordel.
Mi única intención es poner sobre el papel todo lo que me pase por la cabeza, mis ideas, mis recuerdos, mis impresiones, mis sueños, mis caprichos, todo lo que acontece en el pensamiento y en el alma; risa y llantos, lo blanco y lo negro, sollozos surgidos primero del corazón y extendidos semejantes a una pasta en períodos sonoros, y lágrimas diluidas en metáforas románticas. Me duele, sin embargo, pensar que voy a romper la punta de un paquete de plumillas, que consumiré una botella de tinta, que voy a aburrir al lector y que también yo me aburriré; tan habituado estoy a la risa y al escepticismo que, desde el principio al fin, parecerá una broma continua, y a la gente que le gusta reír, al final podrá reírse del autor y de sí misma.
Se verá cómo se debe creer en el plan del universo, en los deberes morales del hombre, en la virtud y en la filantropía, palabra que deseo hacer inscribir en mis botas, cuando las tenga, con el objeto de que todo el mundo la lea y la aprenda de memoria, incluso las miradas más bajas, los cuerpos más pequeños, más rastreros y más cercanos al arroyo.
¡Sería un error ver en ello algo distinto a las expansiones de un pobre loco! ¡Un loco!
Y tú, lector, ¿acabas tal vez de casarte o de pagar tus deudas?

II
Voy a escribir pues la historia de mi vida. ¡Qué vida! Pero, ¿he vivido? Soy joven, no tengo arrugas en el rostro, ni pasión en el corazón. -¡Oh!, ¡cuan apacible fue, cuan dulce y feliz, tranquila y pura parece! ¡Oh!, sí, apacible y silenciosa, como una tumba cuyo cadáver sería el alma.
Apenas he vivido: no he conocido nada el mundo, es decir, no tengo amantes, ni aduladores, ni criados, ni dotaciones; no he ingresado (como se dice) en la sociedad, pues siempre me ha parecido falsa y sonora, cubierta de oropeles, engorrosa y afectada.
Por lo tanto, mi vida no consiste en hechos; mi vida es mi pensamiento.
¿Cuál es pues este pensamiento que ahora, a la edad en que todo el mundo sonríe, es feliz, en la que uno se casa, ama, a la edad en que tantos otros se embriagan de todos los amores y de todas las glorias, cuando brillan tantas luces y los vasos están llenos en el festín, me lleva a hallarme solo y desnudo, frío a toda inspiración, a toda poesía, sintiéndome morir y riendo cruelmente de mi lenta agonía, como este epicúreo que se hizo abrir las venas, se bañó en un baño perfumado y murió riendo, como un hombre que sale ebrio de una orgía que le ha fatigado.
¡Oh!, ¡cuán largo fue este pensamiento! Me devoró con todas sus caras semejantes a una hidra. Pensamiento de duelo y de amargura, pensamiento de bufón que llora, pensamiento de filósofo que medita...
¡Oh!, ¡sí!, ¡cuántas horas han transcurrido en mi vida, largas y monótonas, pensando, dudando!
¡Cuántos días invernales, cabizbajo ante mis tizones blanqueados por los pálidos reflejos del sol poniente, cuántas veladas de estío, por los campos, en el crepúsculo, mirando cómo huyen y se despliegan las nubes, cómo se doblan las espigas bajo la brisa, oyendo cómo se estremecen los bosques y escuchando a la naturaleza que suspira durante las noches!
¡Oh!, ¡cuán soñadora fue mi infancia! ¡Qué pobre loco era sin ideas fijas, sin opiniones positivas! Miraba fluir el agua por entre la espesura de los árboles que inclinan sus cabelleras de hojas y dejan caer flores, desde mi cuna contemplaba la luna sobre su fondo de azur que iluminaba mi habitación y dibujaba formas extrañas en las murallas; tenía éxtasis ante un sol radiante o una mañana primaveral, con su neblina blanca, sus árboles floridos, sus margaritas en flor.
También me gustaba -y ése es uno de mis más tiernos y deliciosos recuerdos- mirar el mar, las olas burbujeando unas sobre otras, el oleaje rompiéndose en espuma, extendiéndose sobre la playa y gritando al retirarse sobre los guijarros y las conchas.
Corría por las rocas, agarraba la arena del océano que dejaba esparcirse al viento entre mis dedos, mojaba unas cuantos algas y aspiraba a pleno pulmón aquel aire salado y fresco del océano que te impregna el alma de tanta energía, de tan poéticos y amplios pensamientos; miraba la inmensidad, el espacio, el infinito, y mi alma se perdía ante este horizonte sin límites
¡Oh!, pero no es allí donde se encuentra el horizonte sin límites, el inmenso abismo. ¡Oh!, no, un abismo mucho mayor y más profundo se abrió ante mí. Este abismo no es tempestuoso; si hubiera en él una tempestad, estaría lleno -¡y está vacío!
Yo era alegre y risueño, amaba la vida y a mi madre. ¡Pobre madre!
Aún recuerdo mis pequeños regocijos al ver a los caballos corriendo por el camino, al ver el vahó de su aliento, y el sudor inundando sus atelajes; me gustaba el trote monótono y cadenciado que hace oscilar las ballestas; y luego, cuando se paraban, todo enmudecía en los campos. Se veía salir el vaho de sus ollares, el carruaje sacudido quedaba fijado sobre sus ballestas, el viento silbaba contra los cristales; y era todo...
¡Oh!, cómo abría también los ojos ante la multitud vestida de fiesta, alegre, tumultuosa, gritona, mar de hombres borrascosa, más colérica aún que la tempestad y más necia que su furia.
Me gustaban los carros, los caballos, los ejércitos, los trajes de guerra, los redoblantes tambores, el ruido, la pólvora, y los cañones rodando sobre el adoquinado de las ciudades.
De niño, amaba lo que se ve; adolescente, lo que se siente; como hombre, ya no amo nada.
Y, sin embargo, ¡cuántas cosas tengo en el alma, cuántas fuerzas intimas y cuántos océanos de cólera y amores entrecruzan, estallan en este corazón tan frágil, tan débil, tan hundido, tan hastiado, tan agotado!
¡Me dicen que vuelva a la vida, que me mezcle con la multitud!... ¿Y cómo puede dar frutos la rama desgajada?, ¿cómo puede reverdecer la rama que ha sido arrancada por el viento y arrastrada por el polvo? Y ¿por qué tanta amargura siendo tan joven? ¿Qué sé yo? Tal vez era mi destino vivir así, cansado antes de haber llevado la carga, jadeante antes de haber corrido...
He leído, he trabajado en el ardor del entusiasmo, he escrito. ¡Oh!, ¡qué feliz era entonces!, ¡cuan alto ascendía mi pensamiento en su delirio, a estas regiones que los hombres desconocen, donde no hay mundos, ni planetas, ni soles! Poseía un infinito más inmenso, si es posible, que el infinito de Dios, donde la poesía se mecía y desplegaba sus alas en una atmósfera de amor y de éxtasis; y luego era preciso descender de estas regiones sublimes a las palabras. ¿Y cómo transcribir en palabras esta armonía que se eleva en el corazón del poeta, y los pensamientos de gigante que hacen doblegar las frases, como una mano fuerte e hinchada hace reventar el guante que la cubre?
De nuevo ahí, la decepción; ¡pues tocamos a tierra, a esta tierra de hielo, donde todo fuego muere, donde toda energía se debilita! ¿A través de qué peldaños descender de lo infinito a lo positivo?, ¿por medio de qué gradación la poesía se rebaja sin romperse?, ¿cómo empequeñecer este gigante que abraza el infinito?
Entonces tenía momentos de tristeza y desesperación, sentía mi fuerza que me destrozaba y esta debilidad que me avergonzaba, pues la palabra no es más que un eco lejano y debilitado del pensamiento; maldecía mis sueños más queridos y mis horas silenciosas pasadas en el límite de la creación; sentía algo vacío e insaciable que me devoraba.
Hastiado de la poesía, me lancé al campo de la meditación.
Al principio me quedé prendado de este estudio imponente que el hombre se propone por objetivo, y que quiere explicárselo, yendo hasta disecar las hipótesis y a discutir sobre las suposiciones más abstractas y a ponderar geométricamente las palabras más vacías.
El hombre, grano de arena arrojado al infinito por una mano desconocida, pobre insecto de débiles patas que, al borde del abismo, quiere agarrarse a todas las ramas, que se apega a la virtud, al amor, al egoísmo, a la ambición, y que hace virtudes de todo ello para sostenerse mejor, que se aferra a Dios, y que se debilita todos los días, afloja las manos y cae.
Hombre que quiere comprender lo que no existe, y hacer una ciencia de la nada; hombre, alma hecha a imagen de Dios, y cuyo genio sublime se detiene ante una brizna de hierba y no puede resolver el problema de una mota de polvo.
Y el hastío me invadió; acabé dudando de todo. Joven, era viejo; mi corazón tenía arrugas, y al ver viejos aún vivos, llenos de entusiasmo y de creencias, me reía amargamente de mí mismo, tan joven, tan desengañado de la vida, del amor, de la gloria, de Dios, de todo lo que existe, de todo lo que puede existir.
Tuve, no obstante, un horror natural antes de abrazar esta fe en la nada; al borde del abismo, cerré los ojos; -caí.
Me alegré, ya no podía padecer otra caída. Estaba frío y apacible como la losa de una tumba. Creía encontrar la felicidad en la duda; ¡cuan insensato era! A causa de ella, uno se desliza en un vacío inconmensurable. Este vacío es inmenso y eriza los cabellos de horror cuando alguien se aproxima al borde.
De la duda de Dios desemboqué en la duda de la virtud, frágil idea que cada siglo ha erigido como ha podido sobre el andamio de las leyes, más vacilante aún.
Más tarde les contaré todas las fases de esta vida taciturna y meditabunda, pasada junto al fuego, de brazos cruzados, con un eterno bostezo de fastidio, solo durante el día entero, y dirigiendo de vez en cuando mis miradas hacia la nieve de los tejados vecinos, hacia la puesta de sol con sus rayos de luz pálida, al pavimento de mi habitación o hacia una calavera amarilla, desdentada, y gesticulando sin cesar, encima de mi chimenea -símbolo de la vida y, como ella, fría y escarnecedora.
Quizás más adelante leas todas las angustias de este corazón tan abatido, tan lastimado de amargura. Sabrás las venturas de esta vida tan apacible y tan trivial, tan repleta de sentimientos, tan vacía de hechos.
Y, seguidamente, me dirás si no es todo irrisión y una broma, si todo lo que se canta en las escuelas, lo que se expresa en los libros, todo lo que te ve, se oye, se dice, si todo lo que existe...
No termino de tanto que me amarga decirlo. ¡Bueno!, sí, por último, ¡todo ello no es piedad, humo, nada!
III
Fui al colegio a partir de los diez años, y tempranamente adquirí una profunda aversión hacia los hombres. Esta sociedad de niños es tan cruel para sus víctimas como la otra pequeña sociedad, la de los hombres.
Igual injusticia de la multitud, igual tiranía de los prejuicios y de la fuerza, igual egoísmo, pese a lo que se haya dicho acerca del desinterés y la fidelidad de la juventud. ¡Juventud!, edad de locura y de sueños, de poesía y de estupidez, sinónimos en la boca de personas que juzgan el mundo sanamente. Me ofendieron por todos mis gustos; en la clase, por mis ideas; en los recreos, por mis inclinaciones de salvajismo solitario. Desde entonces, fui un loco.
Allí lo pasé pues solo y aburrido, atormentado por mis maestros y burlado por mis compañeros. Mi humor era burlón, e independiente, y mi mordaz y cínica ironía no respetaba menos el capricho de uno solo que el despotismo de todos.
Aún me veo, sentado en los bancos de la clase, absorbido en mis sueños sobre el futuro, pensando en lo más sublime que la imaginación de un niño puede soñar, mientras el pedagogo se burlaba de mis versos latinos, mientras mis compañeros me miraban mofándose. ¡Qué imbéciles!, ¡ellos, reírse de mí!, ellos, tan débiles, tan vulgares, con un cerebro tan estrecho; de mí, cuyo espíritu se ahogaba en los límites de la creación, que me hallaba perdido en todos los mundos de la poesía, que me sentía superior a todos ellos, que recibía goces infinitos y que tenía éxtasis celestes ante todas las revelaciones íntimas de mi alma.
Yo, que me sentía tan grande como el mundo y que uno solo de mis pensamientos, si hubiera sido de fuego como el relámpago, habría podido reducirme a cenizas, ¡pobre loco!
Me veía joven, con veinte años, rodeado de gloria; soñaba en lejanos viajes a las regiones del Sur; veía el Oriente y sus inmensos desiertos, sus palacios que pisan los camellos con sus campanillas de bronce; veía las yeguas brincando hacia el horizonte rojizo a causa del sol; veía olas azules, un cielo puro, una arena plateada; sentía el perfume de esos océanos tibios del Midi; y luego, junto a mí, bajo una tienda, a la sombra de un áloe de anchas hojas, alguna mujer de piel bronceada, con la mirada ardiente, que me rodeaba con sus dos brazos y me hablaba la lengua de las huríes.
El sol se hundía en la arena, los camellos y los jumentos dormían, el insecto zumbaba en sus ubres, el viento del atardecer pasaba junto a nosotros.
Y, una vez llegada la noche, cuando esta luna plateada arrojaba sus pálidas miradas sobre el desierto, las estrellas brillaban en el cielo sereno, entonces, en el silencio de esta noche cálida y perfumada, soñaba en goces infinitos, voluptuosidades que pertenecen al cielo.
Y seguía siendo la gloria, con sus palmadas, con sus fanfarrias hacia el cielo, sus laureles, su polvareda de oro arrojada a los vientos; era un teatro brillante con sus mujeres aderezadas, diamantes refulgentes, un aire pesado, pechos palpitantes; luego un recogimiento religioso, palabras devoradoras como un incendio, llantos, risas, sollozos, la ebriedad de la gloria, gritos de entusiasmo, el pataleo de la multitud, ¡qué! —vanidad, ruido, nada.
Cuando niño soñaba en el amor; de joven, en la gloria; y hombre, en la tumba, —ese último amor de los que ya no tienen ninguno.
También percibía la antigüedad de los siglos pasados y de las razas enterradas bajo la hierba; veía la banda de peregrinos y de guerreros andando hacia el calvario, deteniéndose en el desierto, muriendo de hambre, implorando a ese Dios que iban a buscar, y, fatigada de sus blasfemias, andando siempre hacia este horizonte sin límites; después, cansada, sin aliento, llegando al final de su viaje, desesperada y vieja, para abrazar algunas piedras amigas, homenaje del mundo entero.
Veía a los caballeros cabalgando sobre los caballos con armaduras de hierro al igual que ellos; y los lanzazos en los torneos; y el puente de madera descendiendo para recibir al señor feudal que vuelve con mi espada enrojecida y algunos cautivos sobre la grupa de sus caballos; la misma noche, en la oscura catedral, toda la nave adornada con una guirnalda de pueblos que ascienden hacia la bóveda, en los vitrales, y. en la noche de Navidad, toda la vieja ciudad, con sus tejados puntiagudos cubiertos de nieve, iluminándose y cantando.
Pero era Roma lo que me gustaba, la Roma imperial, esta bella reina revolcándose en la orgía, ensuciando sus nobles vestiduras con el vino del desenfreno, más orgullosa de sus vicios que de sus virtudes. ¡Nerón! Nerón con sus carros de diamante volando en la arena, con sus mil carruajes, sus amores de tigre y sus festines de gigante.
Lejos de las clásicas lecciones, Roma, me transportaba a tus inmensas voluptuosidades, tus iluminaciones sangrientas, tus diversiones abrasadoras.
Y, mecido en estas vagas ensoñaciones, estos sueños en el futuro, arrebatado por este pensamiento aventurero escapado como una yegua desbocada, que atraviesa los torrentes, escala los montes y vuela en el espacio, permanecía horas enteras, con la cabeza entre las manos, mirando el suelo de mi sala de estudio, o una araña proyectando su tela sobre la tarima de nuestro maestro. Y cuando me despertaba, con la mirada estupefacta, se reían de mí, el más perezoso de todos, que nunca tendría una idea positiva, que no mostraba inclinación por alguna profesión, que sería inútil en este mundo donde se necesita que cada uno tome su parte del pastel, y que en fin nunca sería bueno para nada, —todo lo más para hacer de él un bufón, un exhibidor de animales, o un hacedor de libros.
(Aunque de una salud excelente, mi tipo de carácter, perpetuamente ofendido por la existencia que llevaba y por el contacto de los demás, había ocasionado en mí una irritación nerviosa que me hacía vehemente y exaltado, como el toro enfermo por la picadura de los insectos. Tenía sueños, pesadillas horribles.)
¡Oh!... ¡Qué época tan triste y tediosa! Aún me veo errante, solo por los largos corredores blanquecinos de mi colegio, mirando cómo desplegaban el vuelo de las cúpulas de la iglesia los búhos y las cornejas, o bien tendido en estos lóbregos dormitorios iluminados por la lámpara, cuyo aceite se helaba. Durante las noches, escuchaba largo rato el viento que soplaba lúgubremente en los espaciosos cuartos vacíos, y que silbaba en las cerraduras haciendo temblar los cristales en sus marcos; oía el paso del celador de ronda que andaba lentamente con su linterna, y, cuando pasaba junto a mí, simulaba estar dormido y en efecto me dormía, medio en sueños, medio en llantos.
IV
Tenía visiones espantosas, para volverse loco de terror. Estaba acostado en la casa de mi padre; todos los muebles se hallaban conservados, pero todo lo que me rodeaba, sin embargo, estaba impregnado de un tinte rojo. Era una noche de invierno y la nieve desprendía una luminosidad blanca en mi habitación. De pronto, la nieve se fundió y las hierbas y los árboles adquirieron un tinte rosa y quemado, como si un incendio hubiera iluminado mis ventanas; oí ruidos de pasos, subían la escalera; un aire caliente, un vapor fétido ascendió hasta mí. Mi puerta se abrió por sí sola, entraron. Eran muchos, tal vez siete u ocho, no tuve tiempo de contarlos. Había pequeños y grandes, cubiertos con barbas negras y rudas, sin armas, pero todos sujetaban una hoja de acero entre los dientes, y como se acercaron en círculo alrededor de mi, sus dientes se pusieron a crujir y fue horrible.
Separaron mis cortinas blancas, y cada dedo dejaba una huella de sangre; me miraron con grandes ojos fijos y sin párpados; también yo los miraba, no podía hacer ningún movimiento, quise gritar.
Entonces me pareció que la casa se desprendía de sus fundamentos, como si la hubiera levantado una palanca.
Me miraron así largo rato, luego se separaron, y vi que todos tenían un lado de la cara sin piel y que sangraba lentamente. Me quitaron toda la ropa, y toda estaba ensangrentada. Se pusieron a comer, y el pan que despedazaron rezumaba sangre que caía gota a gota; y se pusieron a reír como el estertor de un moribundo.
Luego, cuando desaparecieron, todo lo que habían tocado, los artesonados, la escalera, el suelo, todo estaba de color rojo debido a ellos.
Tenía un sabor amargo en el corazón, me pareció que había comido carne, y oí un grito prolongado, ronco, agudo, y las ventanas y las puertas se abrieron lentamente, y el viento las hacía golpear y gritar, como una canción extraña de la que cada silbido me desgarraba el pecho como un estilete.
En otra ocasión, estaba en un campo verde y ornado con flores, a lo largo de un río; mi madre andaba junto a mí por el lado de la orilla; cayó. Vi cómo burbujeaba el agua, cómo se agrandaba y desaparecían los círculos de repente. El agua volvió a retomar su curso, y luego ya no oí más que el ruido del agua que pasaba por entre los juncos y curvaba las cañas.
De pronto, mi madre me llamó: “¡Socorro!... ¡socorro!, ¡ay, pobre hijo mío, socorro!, ¡auxilio!”
Me tendí boca abajo sobre la hierba para mirar, no vi nada; los gritos continuaban.
Una fuerza invencible me pegaba a la tierra, y oía los gritos: “¡Me ahogo!, ¡me ahogo!, ¡auxilio!”
El agua se deslizaba, se deslizaba límpida, y esta voz que oía desde el fondo del río me llenaba de desesperación y de rabia...

V
Así es cómo era, soñador, despreocupado, con el humor independiente y escarnecedor, forjándose un destino y soñando en toda la poesía de una existencia llena de amor, viviendo también de mis recuerdos, tantos como pueden tenerse a los dieciséis años.
El colegio me resultaba antipático. Sería un estudio curioso esa profunda aversión manifestada al instante por el contacto y la fricción entre los hombres. Nunca me ha gustado una vida reglamentada, con un horario fijo, una existencia cronometrada, donde es preciso que el pensamiento se detenga a toque de campana, donde todo se remonta de antemano a siglos y generaciones. Esta regularidad, sin duda, puede convenir a la mayoría, pero para el pobre niño que se nutre de poesía, de sueño y quimeras, que piensa en el amor y en todas las sandeces, supone despertarlo incesantemente de este sueño sublime, supone no dejarle un momento de reposo, supone asfixiarlo devolviéndolo a nuestra atmósfera de materialismo y sentido común, por la que siente horror y aversión.
Andaba solo, con un libro de versos, una novela, poesía, cualquier cosa que hiciera estremecer a este corazón de hombre joven, virgen de sensaciones y tan descoso de experimentar.
Recuerdo con qué voluptuosidad devoraba entonces las páginas de Byron y de Werther; con qué transporte leí Hamlet, Romeo, y las obras más candentes de nuestra época, en fin todas esas obras que funden el alma en delicias o la hacen arder de entusiasmo.
Me alimenté, en consecuencia, de esta poesía áspera del Norte, que resuena tan bien como las olas del mar, en las obras de Byron. A menudo, a la primera lectura retenía fragmentos enteros, y me los repetía a mí mismo, como una canción que les ha encantado y cuya melodía los persigue siempre.
Cuántas veces no he dicho al principio del “Giaour”: Ni una gota de aire, o bien en “Childe-Harold”: Antaño en la antigua Albión, y: ¡Oh mar!, siempre te he amado. La insipidez de la traducción francesa desapareció ante los solos pensamientos, como si éstos hubieran tenido un estilo por sí mismos independientemente de las propias palabras.
El carácter de esta pasión abrasadora, unido a una ironía tan profunda debía ejercer gran impacto sobre una naturaleza ardiente y virgen. Todos estos ecos desconocidos en la suntuosa dignidad de las literaturas clásicas tenían para mí un perfume de novedad, un incentivo que me atraía sin cesar hacia esta poesía gigantesca que da el vértigo y nos hace caer en el abismo sin fondo del infinito.
Me había deformado el gusto y el corazón, como decían mis profesores, y entre tantos seres con inclinaciones innobles, mi independencia de espíritu me había hecho considerar el más depravado de todos; era degradado al rango más bajo por la propia superioridad. Apenas me concedían la imaginación, es decir, según ellos, una exaltación del cerebro próxima a la locura.
He ahí cuál fue mi ingreso en la sociedad, y la estima que me atraje.

VI
Si calumniaban mi carácter y mis principios, no atacaban mi corazón, pues en aquel entonces era bueno, y las miserias ajenas me hacían derramar lágrimas.
Recuerdo que de niño, me gustaba vaciar mis bolsillos en los de un pobre. ¡Con qué sonrisa acogían mi paso y qué placer tenía yo también en hacerles un bien!
Es una voluptuosidad, que ignoro desde hace tiempo pues ahora tengo el corazón endurecido, las lágrimas se han secado. Pero, ¡malditos los hombres que me han vuelto corrupto y malo, con lo bueno y puro que era! ¡Maldita esta aridez de la civilización que reseca y debilita todo lo que se eleva al sol de la poesía y del corazón! Esta vieja sociedad corrupta que lo ha echado todo a perder y lo ha consumido todo, ese viejo juez codicioso morirá de marasmo y de agotamiento sobre estos montones de escombros que llama sus tesoros, sin poeta para cantar su muerte, sin cura para cerrarle los ojos, sin oro para su mausoleo, ya que lo habrá derrochado todo para sus vicios.

VII
¿Cuándo pues tendrá fin esta sociedad degradada por todos los desenfrenos espirituales, corporales y anímicos?
Entonces, sin duda reinará una alegría sobre la tierra, cuando muera este vampiro mentiroso e hipócrita al que llaman civilización; se abandonará la capa real, el cetro, los diamantes, el palacio que se derrumba, la ciudad que cae, para ir al encuentro de la yegua y de la loba.
Tras haber pasado su vida en los palacios y haber desgastado sus pies sobre el adoquinado de las grandes ciudades, el hombre irá a morir en los bosques.
La tierra se secará a causa de los incendios que la secaron, y estará cubierta por la polvareda de los combates; el soplo de desolación que pasó sobre los hombres, paso también sobre ella, y no dará más que frutos amargos y con espinas, y las razas se extinguirán en la cuna, como las plantas azotadas por los vientos muertas sin haber florecido.
En efecto, será preciso que todo acabe y que la tierra se consuma a fuerza de ser pisada; pues la inmensidad finalmente debe estar harta de este grano de polvo que hace tanto ruido y turba la majestad de la nada. Será preciso que el oro se agote a fuerza de pasar de mano en mano y de corromper; será preciso que este vapor de sangre se apacigüe; que el palacio se derrumbe bajo el peso de las riquezas que oculta, que la orgía termine y que uno se despierte.
Entonces, se producirá una inmensa risa de desesperación, cuando los hombres vean este vacío, cuando se deba abandonar la vida por la muerte, por la muerte que come, que siempre está hambrienta. Y todo crujirá para derrumbarse en la nada, y el hombre virtuoso maldecirá su virtud y su vicio aplaudirá.
Algunos hombres todavía errantes en una tierra árida se llamarán mutuamente; irán al encuentro unos de otros, y retrocederán de espanto, horrorizados de sí mismos, y morirán. ¿Qué será entonces el hombre, él que ya es más feroz que las bestias salvajes y más vil que los reptiles? ¡Adiós para siempre, carros deslumbrantes, fanfarrias y reputaciones; adiós al mundo, a estos palacios, a estos mausoleos, a las voluptuosidades del crimen, y a los goces de la corrupción! La piedra caerá de pronto derribada por sí sola, y la hierba crecerá debajo. Y los palacios, los templos, las pirámides, las columnas, mausoleo del rey, tumba del pobre, cadáver del perro, todo esto se hallará a la misma altura, bajo el pasto de la tierra.
Entonces, el mar sin diques se romperá calmado en las orillas e ira a bañar sus olas sobre la ceniza de las ciudades humeantes aún, los árboles crecerán, verdecerán, sin una mano para cortarlos y destruirlos; los ríos fluirán en prados ornados, la naturaleza será libre, sin hombre para violentarla, y esta raza se extinguirá pues era maldita desde la infancia.
¡Triste y asombrosa época la nuestra! ¿Hacia qué océanos corre este torrente de iniquidades? ¿Adonde vamos en una noche tan profunda? Los que quieren palpar este mundo enfermo se retiran rápidamente, horrorizados por la corrupción que agita en sus entrañas.
Cuando Roma se sintió agonizante, al menos tenía una esperanza, detrás del sudario entreveía la Cruz radiante, brillando sobre la eternidad. Esta religión ha durado dos mil años y he aquí que se agota, que no basta, y es objeto de burla; he ahí que sus iglesias se derriban, y sus cementerios llenos de muertos desbordan.
Y nosotros, ¿qué religión tendremos? Ser tan viejos como somos, y andar todavía por el desierto como los hebreos que huían de Egipto.
¿Dónde estará la Tierra prometida?
Lo hemos probado todo y renegamos de todo sin esperanza. Y además una extraña avidez se ha apoderado de nuestra alma y de la humanidad, hay una inquietud inmensa que nos roe, hay un vacío en nuestra multitud; sentimos a nuestro alrededor un frío sepulcral.
La humanidad se ha puesto a manejar máquinas, y viendo el oro que manaba de ellas, se ha exclamado “Es Dios”. Y ese Dios, ella se lo come. ¡Hay! Es que todo ha terminado, ¡adiós! ¡adiós!- dijo antes de morir. Cada uno se precipita allí donde le impulsa su instinto, el mundo hormiguea como los insectos sobre un cadáver, los poetas pasan sin tener tiempo para esculpir sus pensamientos, tan pronto como los arrojan sobre hojas, las hojas vuelan; todo brilla y todo resuena en esta mascarada, bajo sus realezas de un día y sus cetros de cartón; el oro circula, el vino mana, el desenfreno frío levanta su vestido y remueve... ¡horror!, ¡horror!
Y luego, sobre todo ello hay un velo del que cada uno coge su parte y se oculta lo más que puede. ¡Irrisión! ¡Horror! ¡Horror!

VIII
Hay días que me invade un cansancio inmenso y allí donde voy me envuelve un aburrimiento sombrío como una mortaja; sus pliegues me enredan y me molestan, la vida me pesa como un remordimiento. ¡Tan joven y tan cansado de todo, y cuando los hay viejos y todavía llenos de entusiasmo! ¡Y yo estoy tan abatido tan desencantado! ¿Qué hacer? ¿Mirar por la noche la luna que arroja sobre mis artesonados sus rayos temblorosos como un gran follaje, y, durante el día, el sol dorando los tejados vecinos? ¿Esto es vivir? No, es la muerte, sin el reposo del sepulcro.
Y yo tengo pequeñas alegrías para mí solo, reminiscencias infantiles que siguen reconfortándome en mi aislamiento como reflejos de sol poniente a través de los barrotes de una cárcel: nada, la menor circunstancia, un día lluvioso, un sol radiante, una flor, un mueble viejo, me evocan una serie de recuerdos que pasan todos confusos, borrosos como sombras. Juegos de niños sobre la hierba entre margaritas en los prados, detrás de la encina florida, a lo largo de la viña con los racimos dorados, sobre el musgo oscuro y verde, bajo las anchas hojas, las frescas sombras; evocaciones tranquilas y risueñas, como un recuerdo de la infancia, pasáis junto a mí como rosas marchitas.
¡La juventud, sus fervientes transportes, sus instintos confusos del mundo y del corazón, sus palpitaciones de amor, sus lágrimas, sus gritos! Amores del hombre joven, ironías de la edad madura. ¡Ay!, a menudo volvéis con vuestros colores oscuros o tiernos, huyendo empujadas las unas por las otras, como las sombras que pasan corriendo sobre los muros en las noches invernales. Y yo me sumo frecuentemente en éxtasis ante el recuerdo de cierto buen día pasado hace mucho tiempo, día enloquecedor y alegre con estallidos y risas que aún vibran en mis oídos, y que aún palpitan de alegría, y que me hacen sonreír de amargura. Se trataba de cierta carrera con un caballo saltarín y cubierto de espuma, cierto paseo muy ensoñador bajo una amplia avenida cubierta de sombra, mirando el agua deslizándose por entre los guijarros; o la contemplación de un bello sol resplandeciente, con sus haces de fuego y sus aureolas rojas. Y todavía oigo el galope del caballo, sus ollares humeantes; oigo el agua que fluye, la hoja que tiembla, el viento que curva las espigas como un mar.
Otros son taciturnos y fríos como días lluviosos; recuerdos amargos y crueles que también vuelven; horas de calvario pasadas llorando sin esperanza, y luego riendo forzosamente para expulsar las lágrimas que ocultan los ojos, los sollozos que ocultan la voz.
¡He permanecido durante muchos días, muchos años, sentado sin pensar en nada, o en todo, sumergido en el infinito que yo quería abrazar y que me devoraba!
Oía caer la lluvia en los desaguaderos, sonar las campanas llorando; veía el sol poniéndose lentamente y la noche avecinándose, la noche sosegante que los apacigua, y luego el día reaparecía, siempre igual, con sus hastíos, su mismo número de horas para vivir, y que yo veía morir con alegría.
Soñaba en el mar, los viajes lejanos, los amores, los triunfos, todas ellas cosas abortadas en mi existencia —cadáver antes de haber vivido.
¡Ay de mí! ¿Nada de todo eso estaba pues hecho para mí? No envidio a los demás, ya que cada uno se lamenta del fardo cuya fatalidad le abruma; los unos lo echan antes de que la existencia termine, otros lo llevan hasta el final. Y yo, ¿lo llevaré?
Apenas vi la vida, una inmensa aversión nació en mi alma; he llevado todos los frutos a mi boca, me han parecido amargos, los he despreciado y he ahí que me muero de hambre. ¡Morir tan joven, sin esperanza en la tumba, sin estar seguro de quedarse dormido, sin saber si su paz es inviolable! ¡Echarse en los brazos de la nada y dudar si los recibirá!
Sí, me muero, ¿acaso es vivir ver su pasado como el agua fundida con el mar, el presente como una jaula, el futuro como un sudario?

IX
Hay cosas insignificantes que me han sorprendido enormemente y que siempre conservaré como la marca de un hierro candente, aunque sean triviales y tontas.
Nunca olvidaré una especie de castillo no lejos de mi ciudad, y que íbamos a ver a menudo. En él habitaba una de estas viejas mujeres del siglo pasado. En su casa todo había conservado el recuerdo pastoril; aún veo los retratos empolvados, los trajes azul cielo de lo hombres, y las rosas y los claveles arrojados sobre los artesonados con pastoras y rebaños. Todo tenía un aspecto viejo y sombrío; los muebles, casi todos de seda bordada, eran espaciosos y cómodos; la casa era vieja; antiguas fosas, entonces plantadas de manzanos, la rodeaban, y las piedras que se desprendían de vez en cuando de las antiguas almenas iban a rodar hasta el fondo.
No lejos estaba el parque, de grandes árboles, con alamedas sombrías, bancos de piedra cubiertos de musgo, medio derribados, entre los ramajes y las zarzas. Había una cabra paciendo, y cuando se abría la verja de hierro, se escapaba por entre el follaje.
Los días de buen tiempo, pasaban algunos rayos de sol a través de las ramas y doraban el musgo, aquí, y allá. Era triste, el viento se infiltraba en estas anchas chimeneas de ladrillos y me daba miedo, por la noche sobre todo, cuando los búhos lanzaban sus gritos en los espaciosos graneros.
A menudo, prolongábamos nuestras visitas hasta bastante tarde en la noche, reunidos alrededor de la vieja hostelera, en una gran sala revestida de losas blancas junto a una amplia chimenea de mármol. Aún veo su tabaquera de oro provista del mejor tabaco de España, su pequeño perro con largos pelos blancos y su bonita patita, envuelta en un hermoso zapato de tacón alto adornado con una rosa negra. ¡Cuánto tiempo hace de todo esto! La hostelera ha muerto, sus perritos también, su tabaquera se encuentra en el bolsillo del notario; el castillo sirve de fábrica, y el pobre zapato ha sido arrojado al río.
(Tras tres semanas de interrupción)
...Estoy tan hastiado que siento una profunda desgana por continuar, tras haber releído lo que precede. ¿Pueden divertir al público las obras de un hombre aburrido? Sin embargo, voy a esforzarme en recrear más a uno y otro.
Aquí empiezan verdaderamente las Memorias...

X
Aquí están mis más tiernos y a la vez más penosos recuerdos, y los abordó con una devoción completamente religiosa. Se hallan vivos en mi memoria y casi calientes aún para mi alma, de tanto que la ha hecho sangrar esta pasión. Es una gran cicatriz en el corazón que durará siempre, pero en el momento de narrar esta pagina de mi vida, mi corazón palpita como si fuera a remover ruinas queridas.
Ya son viejas estas ruinas; al andar en la vida el horizonte ha desaparecido por detrás, y ¡cuántas cosas desde entonces!, pues los días parecen largos uno a uno, desde la mañana hasta la noche, pero el pasado parece rápido, por lo mucho que el olvido empequeñece el marco que lo ha contenido.
Para mí, todo parece estar ocurriendo aún. Oigo y veo el temblor de las hojas, veo hasta el menor pliegue de su vestido; oigo el timbre de su voz, como si un ángel cantara junto a mí —voz dulce y pura, que nos exalta y que nos hace morir de amor, voz que tiene un cuerpo, tan bella es, y que seduce como si hubiera un hechizo en sus palabras.
Decirte el año preciso me sería imposible; pero entonces era muy joven, tenía, creo, quince años; este año fuimos a los baños de mar de..., pueblo de Picardía, encantador con sus casas hacinadas unas sobre otras, negras, grises, rojas, blancas, expuestas a los cuatro vientos, sin alineamiento y sin simetría, como un montón de conchas y de guijarros que la marea ha arrojado sobre la costa.
Hace unos años, nadie venía aquí, pese a que su playa tenga una longitud de media legua y una ubicación envidiable; pero, desde hace poco, ha vuelto a ponerse en boga. La última vez que estuve, vi cantidad de guantes amarillos y de libreas; incluso se proponía construir una sala de espectáculos.
Entonces todo era simple y salvaje; apenas había sino artistas y gente del país. La orilla estaba desierta y, con la marea baja, se veía una playa inmensa con una arena gris y plateada que resplandecía al sol, completamente húmeda aún por las olas. A la izquierda, había unas rocas contra las que el mar golpeaba perezosamente, en sus días de sueño, sus superficies ennegrecidas de algas; luego, a lo lejos, el océano azul bajo un sol ardiente, y mugiendo sordamente como un gigante que llora.
Y de regreso al pueblo, se hallaba el espectáculo más pintoresco y más animado. Redes negras y corroídas por el agua en los umbrales de las puertas, los niños corriendo medio desnudos sobre guijarros grises -el único pavimento del lugar-, marinos con sus trajes rojos y azules; y todo ello simple en su gracia, ingenuo y fuerte, todo eso impregnado de un carácter de vigor y de energía.
A menudo iba solo a pasearme por la playa. Un día el azar me condujo hacia el lugar en el que ella se bañaba. Era una playa, no lejos de las últimas casas del pueblo, frecuentada más especialmente para este uso; hombres y mujeres nadaban juntos, se desvestían en la orilla o en su casa, y dejaban su capa sobre la arena.
Ese día, había quedado una encantadora pelliza roja a rayas negras en la orilla. La marea ascendía, el borde estaba festoneado de espuma; una ola más impetuosa ya había mojado las franjas de seda de esta capa. La saqué para colocarla en un sitio más alejado; la tela era suave y ligera, se trataba de un capuchón.
Aparentemente me habían visto, pues el mismo día durante el almuerzo, y como todo el mundo comía en una sala común en la hospedería donde nos hallábamos alojados, oí a alguien que me decía:
—Señor, le agradezco su galantería.
Me giré; era una joven mujer sentada con su marido en la mesa de al lado.
-¿Cómo? -le dije yo inquieto
-Por haber recogido mi capa; ¿no ha sido usted?
-Sí, señora -proseguí perplejo.
Me miró. Yo bajé los ojos y enrojecí. ¡Qué mirada, en efecto!, ¡qué bella era aquella mujer! Aún veo aquella pupila ardiente bajo una ceja negra fijándose en mí como un sol.
Era grande, morena, con magníficos cabellos negros que le caían en trenzas sobre los hombros; tenía nariz griega, ojos abrasadores, cejas altas y admirablemente arqueadas, su piel era ardiente y como aterciopelada con oro; era delgada y fina, se veían venas de azur serpenteando sobre aquella garganta morena y púrpura. Añadirle una pelusilla masculina y enérgica capaz de hacer palidecer las bellezas rubias. Se le habría podido reprochar excesiva robustez o más bien una negligencia artística. Por lo demás, las mujeres en general la encontraban de mal tono. Hablaba lentamente, tenía una voz modulada, musical y dulce...
Llevaba un vestido fino, de muselina blanca, que dejaba al descubierto los contornos suaves de su brazo.
Cuando se levantó para salir, se puso una capota con un solo nudo rosa; la ató con una mano fina y rolliza, una de esas manos con las que se sueña mucho tiempo y que se abrasaría a besos.
Cada mañana iba a verla mientras se bañaba; la contemplaba de lejos bajo el agua, envidiaba la ola suave y apacible que golpeaba sus costados y cubría de espuma este pecho palpitante, veía el contorno de sus miembros bajo los vestidos mojados que la cubrían, veía cómo latía su corazón, cómo se hinchaba su pecho; contemplaba maquinalmente su pie posándose sobre la arena, y mi mirada permanecía fija sobre la huella de sus pasos, y casi habría llorado al ver cómo el oleaje los borraba lentamente.
Y luego, cuando volvía y pasaba junto a mí y yo oía el agua chorreando de sus vestidos y el roce de su andar, mi corazón latía con violencia; entornaba los ojos, la sangre se me subía a la cabeza, me sofocaba. Sentía este cuerpo de mujer medio desnudo pasando junto a mí con el perfume de las olas. Sordo y ciego, habría adivinado su presencia cuando pasaba así, pues en mí se producía algo íntimo y dulce, que se ahogaba en éxtasis y gratos pensamientos.
Todavía creo ver el lugar donde me hallaba amarrado en la orilla; veo las olas acudiendo de todas partes, rompiéndose, extinguiéndose; veo la playa festoneada de espuma, oigo el ruido de las voces confusas de los bañistas hablando entre sí, oigo el ruido de sus pasos, oigo su aliento como cuando pasaba junto a mí.
Yo estaba inmóvil de estupor, como si la Venus hubiera descendido de su pedestal y se hubiera puesto a andar. Lo que sucedía es que, por primera vez entonces, sentía mi corazón, sentía algo místico, extraño, como un sentido nuevo. Estaba empapado de sentimientos infinitos, tiernos; era mecido por imágenes nebulosas, vagas; era más grande y a la vez más orgulloso.
Amaba.
¡Amar, sentirse joven y lleno de amor, sentir la naturaleza y sus armonías palpitando en uno mismo, tener necesidad de esta fantasía, de esta acción del corazón y sentirse dichoso de ello! ¡Ah!, ¡los primeros latidos del corazón del hombre, sus primeras palpitaciones de amor!, ¡qué dulces y extrañas son! Y más tarde, ¡cuan necias y tontamente ridículas parecen! ¡Asombroso! En este insomnio, la pena y la alegría son inseparables. ¿Sigue siendo por vanidad? ¡Ah!, ¿y si el amor no fuera más que orgullo? ¿Hay que negar lo que los más impíos respetan? ¿Habría que reírse del corazón?
-¡Ay! ¡Ay!, las olas han borrado los pasos de María.
Primero fue un estado singular de sorpresa y admiración, una sensación completamente mística en cierto modo, excluida de toda idea de voluptuosidad. No fue hasta más tarde cuando experimenté este ardor frenético y oscuro de la carne y del alma, y que devora a uno y otro.
Me encontraba ante el extrañamiento del corazón que experimenta su primera pulsación. Me sentía como el primer hombre cuando hubo conocido todas sus facultades.
En qué soñaba, seria casi imposible decirlo: me sentía nuevo y absolutamente ajeno a mí mismo; una voz me había llegado al alma. Nada, un pliegue de su vestido, una sonrisa, su pie, la menor palabra insignificante me impresionaban como cosas sobrenaturales, y tenía para soñar todo un día. Seguía su rastro en el ángulo de un largo muro, y el roce de sus vestidos me hacía palpitar de gozo. Cuando oía sus pasos, las noches que ella andaba o avanzaba hacia mí... No, no sabría decirles cuántas sensaciones dulces, ni qué ebriedad del corazón, de beatitud y de locura hay en el amor.
Y ahora, pese a reírme tanto de todo, a hallarme tan amargamente persuadido de lo grotesco de la existencia, siento aún que el amor, este amor tal como lo soñé en el colegio sin conocerlo y que he experimentado más tarde, que me ha hecho llorar tanto y del que tanto me he reído, ¡hasta qué punto creo aún que debe ser a la vez la cosa más sublime de todas o la necedad más jocosa!
¡Dos seres arrojados sobre la tierra por un azar, cualquier cosa, y que se encuentran, se aman, porque uno es mujer y el otro hombre! Helos allí sin aliento el uno por el otro, paseándose juntos por la noche y mojándose con el rocío, mirando la luz de la luna y pareciéndoles diáfana, admirando las estrellas, y diciendo en todos los tonos: te amo, me amas, me ama, nos amamos, y repitiéndolo entre suspiros, besos; y luego vuelven impulsados ambos por un ardor sin igual, pues esas dos almas tienen sus órganos violentamente excitados. ¡Y ahí los tienen, muy pronto grotescamente acoplados entre rugidos y suspiros recelosos uno y otro por reproducir a un imbécil sobre la tierra, un desdichado que los imitará! Contémplelos, más bestias en este momento que los perros y las moscas, desvaneciéndose, y ocultando precavidamente a los ojos de los hombres su goce solitario -pensando tal vez que la felicidad es un crimen y la voluptuosidad una vergüenza.
Se me perdonará, supongo, no hablar del amor platónico, este amor exaltado como el de una estatua o de una catedral, que rechaza toda idea de celos y de posesión, y que debería hallarse entre los hombre» mutuamente, pero que rara vez he tenido ocasión de percibir. Amor sublime si existiera, pero que nada más es un sueño, como todo lo que es bello en este mundo.
Me detengo aquí, pues el sarcasmo del anciano no debe marchitar la virginidad de los sentimientos del hombre joven; yo, lector, me habría indignado tanto como tú, si entonces alguien se me hubiera dirigido con un lenguaje muy cruel. Yo creía que una mujer era un ángel... ¡Oh!, ¡cuánta razón tuvo Moliere al compararla con un potaje!


XI
María tenía un hijo; era una niña; la querían, la abrazaban, la colmaban de caricias y besos. ¡Cómo habría recogido uno solo de estos besos, semejantes a perlas, dados con profusión sobre la cabeza de esta niña en pañales!
María la criaba ella misma, y un día la vi descubrir su escote y ofrecerle su seno.
Tenía una garganta gruesa y redonda, de piel oscura y venas de azur que se hacían visibles bajo aquella carne ardiente. Nunca había visto a una mujer desnuda hasta entonces ¡Oh!, en qué éxtasis tan singular me sumió la vista de aquel seno; ¡cómo la devoré con los ojos, cuánto me hubiera gustado tocar solamente este pecho! Me parecía que, de haber puesto mis labios, mis dientes la habrían mordido de rabia; y mi corazón se fundía en delicias pensando en las voluptuosidades que procuraría aquel beso.
¡Oh!, ¡cuánto tiempo he vuelto a ver a aquel escote palpitante, aquel largo cuello gracioso y aquella cabeza inclinada, con sus cabellos negros enrollados en papillotes, hacia esta niña que mamaba, y a la que ella mecía lentamente sobre sus rodillas, canturreando una melodía italiana!

XII
No tardamos en entablar una intimidad mayor: digo tardamos, pues yo me habría expuesto mucho dirigiéndole una palabra, en el estado en que su vista me había sumido.
Su marido procedía del medio entre el artista y el viajante de comercio; llevaba bigote; fumaba intrépidamente, era vivo, buen muchacho, amistoso; no despreciaba para nada la mesa, y una vez lo vi andar tres leguas para ir a buscar un melón a la ciudad más próxima; había venido en su silla de posta con su perro, su mujer, su hija y veinticinco botellas de vino del Rhin.
En los baños de mar, en el campo o de viaje, uno se habla con mayor facilidad, uno desea conocerse; poca cosa basta para iniciar la conversación, la lluvia y el buen tiempo son más frecuentes que en cualquier otra parte; se protesta sobre la incomodidad de los alojamientos, sobre lo detestable de la comida de hospedería. Este último rasgo sobre todo es del mejor tono posible. “¡Oh!, ¡la ropa está sucia! ¡Está demasiado picante; está demasiado sazonado! ¡Ay!, ¡horror!, querida.”
Si se va a pasear en grupo, se atribuye a quien más se extasía ante la belleza del paisaje. ¡Qué maravilloso es!, ¡qué maravilloso es el mar! Agreguen algunas palabras poéticas y enfáticas, dos o tres reflexiones filosóficas entreveradas con suspiros y aspiraciones nasales más o menos fuertes; si saben dibujar, saquen su álbum de cuero, o mejor aún, húndanse el gorro hasta los ojos, crucen de brazos y duérmanse para simular que piensan.
Hay mujeres que he presentido cultivadas a un cuarto de hora lejos, únicamente por la manera en que miraban las olas.
Deben quejarse de los hombres, comer poco y apasionaros por una rosa, admirar un prado y morirse de amor por el mar. ¡Ay!, entonces serán deliciosos, dirán: ¡Qué joven encantador!, ¡qué hermosa blusa lleva!, ¡qué finas botas calza!, ¡qué gracia!, ¡qué hermosa alma! Es una necesidad hablar de este instinto de ir en rebaño a cuya cabeza van los más osados, el que ha hecho en el origen las sociedades y que en nuestros días compone las reuniones.
Sin duda, lo que nos hizo conversar por primera vez fue un motivo semejante. Era a primera hora de la tarde, hacía calor y el sol irradiaba en la sala, a pesar de los aleros. Algunos pintores, María, su marido y yo nos habíamos quedado tendidos en unas sillas fumando y bebiendo ponche.
María fumaba, o por lo menos, si un resto de necedad femenina se lo impedía, le gustaba el olor a tabaco (¡monstruosidad!), ¡incluso me ofreció cigarrillos! Charlamos de literatura, tema inagotable con las mujeres; participé cuanto pude, hablé largamente, y con ardor; María y yo éramos perfectamente del mismo parecer en materia de arte. Nunca he oído a nadie sentirlo con mayor ingenuidad y menores pretensiones; ella utilizaba palabras simples y expresivas que resaltaban, y sobre todo con tanta negligencia y gracia, tanto abandono, tanta indolencia, que se hubiera dicho que cantaba.
Una noche, su mando nos propuso una salida en barca. Como hacía el tiempo más bueno del mundo, aceptamos.
XIII
¿Cómo describir con palabras estas cotas para las que no hay lenguaje, estas impresiones del corazón, estos misterios del alma que ella misma desconoce? ¿Cómo decirles todo lo que experimenté, todo lo que pensé, todo lo que gocé aquella velada?
Era una hermosa noche de verano; hacia las nueve, subimos a la chalupa, colocaron los remos, partimos. El tiempo era apacible, la luna se reflejaba sobre la superficie indiferenciada del agua y la estela de la barca hacía vacilar su imagen sobre las olas. La marea empezó a subir y sentimos las primeras olas meciendo lentamente la chalupa. Todos estábamos callados. María se puso a hablar. No sé lo que dijo, me dejaba hechizar por el sonido de sus palabras tal como se dejaba mecer por el mar. Se hallaba junto a mí, sentía el contorno de su hombro y el contacto de su vestido; alzaba su mirada al cielo puro, estrellado, resplandeciente de diamantes y mirándose en las olas azules. Parecía un ángel, viéndola así, la cabeza erguida con esta mirada celeste.
Yo estaba ebrio de amor, escuchaba a los dos remos levantándose cadenciosamente, a las olas golpeando los dos flancos de la barca; me dejaba afectar por todo ello, y escuchaba la voz de María dulce y vibrante.
¿Acaso podré expresarles todas las melodías de su voz, todas las gracias de su sonrisa, todas las bellezas de su mirada? ¡Les contaré alguna vez que, esta noche llena del perfume del mar, con sus olas transparentes, su arena plateada por la luna, esta onda bella y apacible, este cielo resplandeciente, y además esta mujer junto a mí, era algo para hacer morir de amor! ¿Todos los goces de la tierra, todas sus voluptuosidades, lo que hay de más dulce, de más exaltante? Tenía todo el encanto de un sueño con todos los goces de la verdad. Me dejaba arrastrar por todas estas emociones, me anticipaba a ellas con una alegría insaciable, me exaltaba sin fundamento a causa de esta calma llena de voluptuosidades, de esta mirada de mujer, de esta voz; me sumergía en mi corazón y hallaba en él voluptuosidades infinitas. ¡Qué feliz me sentía!, felicidad del crepúsculo que cae en la noche, felicidad que pasa como la ola expirada, como la orilla...
Regresamos, desembarcamos: Acompañé a María hasta su casa, no le dije una sola palabra, era tímido; la seguía, soñaba con ella, con el ruido de su andar y, cuando hubo entrado, miré largo rato el muro de su casa iluminado por los rayos de la luna; vi su luz brillando a través de los cristales, y la mirada de vez en cuando mientras volvía por la playa; luego, cuando esta luz desapareció: Duerme, me dije. Y luego, de pronto, me asaltó un pensamiento, pensamiento de rabia y de celos: ¡Oh! no, no duerme, y mi alma experimentó todas las torturas de un condenado. Pensé en su marido, en ese hombre vulgar y jovial, y se me aparecieron las imágenes más horrendas. Me asemejaba a estas personas a las que se hace morir de hambre dentro de jaulas y rodeadas de los platos más exquisitos.
Estaba solo en la playa. Solo. Ella no pensaba en mí. Al mirar esta soledad inmensa ante mí y esta otra soledad, más terrible aún, me puse a llorar como un niño, pues no lejos de mí, a unos pasos, estaba ella, detrás de esos muros que yo devoraba con la mirada; allí estaba ella, bella y desnuda, con todas las voluptuosidades de la noche, todas las gracias del amor, todas las castidades del lumen. Este hombre sólo tenía que abrir los brazos y ella se echaba en ellos sin esfuerzos, sin demora, se acercaba a él. Se amaban, se abrazaban. Para él todos los goces, todas sus delicias para él; mi amor bajo sus pies; para él esta mujer toda entera, su cabeza, su garganta, sus senos, su cuerpo, su alma, sus sonrisas, sus dos brazos envolventes, sus palabras de amor; para él todo, para mi nada.
Me puse a reír, pues los celos me inspiraron pensamientos obscenos y grotescos; entonces los mancillé a los dos. Acumulé sobre ellos las ridiculeces más amargas, y me esforcé en reírme de piedad por estas imágenes que me habían hecho llorar de envidia.
La marea empezaba a descender, y de trecho en trecho se veían grandes espacios llenos de agua plateada por la luna, espacios de arena todavía mojada cubiertos de algas, aquí y allí algunas rocas a flor de agua o, alzándose más arriba, negras y blancas; hilillos formados y desgarrados por el mar, que se retiraba rugiendo.
Hacía calor, me sofocaba. Volví a la habitación de mi hospedería con la intención de dormir. Seguía oyendo las olas a los lados del bote, oía cómo caía el remo, oía la voz de María que hablaba; tenía fuego en las venas, todo esto pasaba de nuevo ante mí, y el paseo del atardecer, y el de la noche por la orilla del mar; veía a María acostada, y me detenía allí, pues lo demás me hacía estremecer. Tenía lava en el alma; todo ello me fatigaba en exceso y, tendido de espaldas, miraba cómo se quemaba mi candela y cómo temblaba su disco en el techo; veía el sebo deslizándose alrededor del candelabro de cobre y la chispa negra alargándose en la llama, con un atontamiento estúpido.
Finalmente amaneció y me dormí.

XIV
Tuvimos que partir; nos separamos sin poder decirle adiós. Abandonó los baños el mismo día que nosotros. Era un domingo. Ella partió por la mañana, nosotros por la tarde.
Partió y no volví a verla. ¡Adiós para siempre! Partió como la polvareda que se levantó detrás de sus pasos. ¡Cuánto he pensado en ello desde detrás de sus pasos! ¡Cuánto he pensado en ello desde entonces!, ¡cuántas horas confundido ante el recuerdo de su mirada o la entonación de sus palabras!
Hundido en el carruaje, transportaba mi corazón mucho más lejos del camino que habíamos recorrido, volvía a situarme en el pasado que ya no volvería; pensaba en el mar, en sus olas, en su orilla, en todo lo que acababa de ver, todo lo que había sentido; las palabras dichas, los gestos, las acciones, la menor cosa, todo eso palpitaba y vivía. En mi corazón había un caos, un murmullo inmenso, una locura.
Todo había sido como un sueño. ¡Adiós para siempre a estas bellas flores de la juventud tan pronto marchitas y hacia las que más tarde uno se transporta de vez en cuando con amargura y placer a un mismo tiempo! Finalmente vi las casas de mi ciudad, volví a mi hogar, todo me pareció desierto y lúgubre, vacío y hueco; me puse a vivir, a beber, a comer y a dormir.
Llegó el invierno y regresé al colegio.

XV
Si les dijera que he amado a otras mujeres, mentiría como un infame. Sin embargo, lo he creído, me he esforzado por vincular mi corazón a otras pasiones, se ha deslizado por encima suyo como sobre hielo.
De niño, se han leído tantas cosas sobre el amor, esta palabra parece tan melodiosa, se sueña tanto con ella, se desea tan fuerte experimentar este sentimiento que nos hace palpitar en la lectura de novelas y dramas, que ante cada mujer que uno ve se dice: “¿no es eso el amor?”. Uno trata de amar para hacerse hombre.
No he estado exento más que ningún otro de esta debilidad infantil, he suspirado como un poeta elegiaco, y, tras muchos esfuerzos, me quedaba completamente sorprendido de encontrarme algunas veces quince días sin haber pensado en la que había escogido para soñar. Toda esta vanidad infantil se desvaneció ante María.
Pero debo remontarme más lejos: he hecho el juramento de decirlo todo; parte del fragmento que van a leer había sido compuesto en diciembre pasado, antes de que se me ocurriera la idea de hacer las Memorias de un loco. Como debía ir separado, lo había colocado en el marco que sigue.
Ahí está, tal cual:
De todos los sueños del pasado, los recuerdos de antaño y mis reminiscencias de juventud, he conservado un número muy reducido, con lo que me entretengo en las horas de aburrimiento. A la evocación de un hombre, vuelven todos los personajes, con sus trajes y su lenguaje, para representar su papel tal como lo desempeñaron en mi vida, y los veo actuar ante mí como un Dios que se divirtiera mirando sus mundos creados. Sobre todo uno, el primer amor, que nunca fue violento ni apasionado, borrado después por otros deseos, pero que permanece en el fondo de mi corazón como una antigua vía romana que se hubiera recorrido con el innoble vagón de un ferrocarril; es el relato de estas primeras pulsaciones del corazón, de estos inicios de voluptuosidades infinitas y vagas, de todas las cosas etéreas que acontecen en el alma de un niño al ver los senos de una mujer, sus ojos, al oír sus cantos y sus palabras; es esta miscelánea de sentimiento y de fantasía lo que debía exhibir como un cadáver ante un círculo de amigos, que vinieron un día, durante el invierno, en diciembre, para reconfortarse, y hacerme charlar apaciblemente junto al fuego, fumando una pipa cuya aspereza se remedia con un líquido cualquiera.
Después que todos llegaran y se sentaran, tras proveer su pipa y llenarse los vasos, y nos halláramos dispuestos en corro alrededor del fuego, uno con las pinzas en mano, otro soplando, un tercero removiendo las cenizas con su bastón, y cuando cada uno tuvo una ocupación, empecé:
-Mis queridos amigos -les dije-, tengan la amabilidad de excusar alguna que otra cosa, alguna palabra vanidosa que surja en mi relato. (Una adhesión de todas las cabezas me indujo a empezar.)
Recuerdo que era un jueves, por el mes de noviembre, hace dos años estaba en quinto, creo. La primera vez que la vi, estaba comiendo en casa de mi madre, cuando entré con un paso precipitado, como un escolar que ha olido toda la semana la comida del jueves. Ella se volvió; apenas la saludé, pues entonces era tan bobo y tan infantil que no podía ver a una mujer, de las que al menos no me llamaban un niño como las señoras, o un amigo, como las niñas, sin enrojecer o más bien sin hacer nada ni decir nada.
Pero, gracias a Dios, desde entonces he ganado en vanidad y en desfachatez, todo lo que he perdido en inocencia y candor.
Eran dos muchachas, hermanas, compañeras de la mía, unas pobres inglesas que habían hecho salir de su pensionado para llevarlas al campo a airearse, para pasearlas en carruaje, hacerlas correr en el jardín y por último divertirlas, sin el ojo de un vigilante que aplaca y modera las expansiones infantiles. La mayor tenía quince, la segunda apenas doce; ésta era pequeña y delgada, sus ojos eran más vivos, más grandes y más bellos que los de su hermana mayor, pero esta otra tenía una cabeza tan redonda y tan graciosa, su piel era tan fresca, tan rosada, sus dientes cortos tan blancos bajo sus labios, y todo ello quedaba tan bien encuadrado mediante mechones de hermosos cabellos castaños, que resultaba imposible no concederle la preferencia. Era pequeña y tal vez un poco gruesa, éste era un defecto más visible; pero lo que más me complacía en ella, era una gracia infantil sin pretensiones, un perfume de juventud que exhalaba en derredor suyo. Había tal ingenuidad y candor en ella que ni los más impíos podían dejar de admirarla.
Me parece estar viéndola todavía a través de los cristales de mi habitación, mientras corría en el jardín con otras compañeras; aún veo cómo su vestido de seda ondula bruscamente sobre sus talones retumbando, y cómo sus pies alzan el vuelo para correr por las caminos arenosos del jardín, y luego se detienen sin aliento, se agarran recíprocamente por el talle y se pasean gravemente charlando, sin duda, de fiestas, danzas, placeres y amores. ¡Pobres muchachas!
La intimidad surgió muy pronto entre todos nosotros; al cabo de cuatro meses la abrazaba como a mi hermana, todos nos tuteábamos. ¡Me gustaba tanto charlar con ella!, su acento extranjero tenía algo de fino y delicado que hacía su voz fresca como sus mejillas.
Por otra parte, en las costumbres inglesas hay una negligencia natural y un abandono de todas nuestras conveniencias que podría tomarse por una coquetería refinada, pero que sólo es un encanto que atrae tanto, como estos fuegos fatuos que huyen sin cesar. A menudo, hacíamos paseos en familia, y recuerdo que un día, en invierno, fuimos a visitar a una anciana que vivía en una zona que domina la ciudad.
Para llegar a su casa, había que atravesar huertos plantados de manzanos, donde la hierba era alta y húmeda; una niebla envolvía la ciudad y, desde lo alto de nuestra colina, veíamos los tejados hacinados y paralelos cubiertos de nieve, y luego el silencio del campo, y a lo lejos el ruido lejano de los pasos de una vaca o un caballo, cuya pata se hunde en los surcos. Al atravesar una valla de color blanco, su abrigo se engancho a las espinas de la haya; fui a desatarla, me dijo: gracias, con tal desenvoltura y confianza que soñé con ella todo el día.
Luego se pusieron a correr, y sus abrigos, que el viento levantaba tras ellas, Rotaban ondulándose como una ola en descenso; se detuvieron sofocadas. Aún me acuerdo de sus alientos que susurraban en mis oídos y que salían por entre sus dientes blancos en un vaho vaporoso.
¡Pobre muchacha! ¡Era tan buena y me abrazaba con tanta ingenuidad!
Llegaron las vacaciones de Pascua, fuimos a pasarlas al campo. Recuerdo un día... hacía calor, no se distinguía la cintura, su vestido no era entallado; nos paseamos juntos, pisando el rocío de las hierbas y de las flores. Llevaba un libro en la mano; era de versos, creo; lo dejó caer. Nuestro paseo continuó.
Ella había corrido, la tomé del cuello, y mis labios permanecieron pegados sobre esta piel aterciopelada y humedecida de un sudor embalsamado.
No sé de qué hablamos, de lo primero que se nos ocurría.
-Serás animal- dijo uno de los auditores interrumpiéndome.
-De acuerdo, querido, el corazón es estúpido.
Por la tarde, sentía mi corazón lleno de una alegría dulce y vaga; soñaba deliciosamente, pensando en sus cabellos enrollados en papillotes que encuadraban sus vivos ojos, y en su garganta ya formada que siempre abrazaba tan abajo como me lo permitía un ridículo rigorista fui al campo, me adentré en los bosques, me senté en un claro, y me puse a pensar en ella.
Me hallaba tendido boca abajo, arrancaba las briznas de hierba, las margaritas de abril, y cuando alcé la cabeza, el cielo blanco, azul y mate formaba encima de mí una cúpula de azur que se hundía en el horizonte detrás de los prados reverdecientes; por casualidad, llevaba papel y lápiz, e hice unos versos... (Todo el mundo se puso a reír.) ...los únicos que he hecho en mi vida; quizás había treinta, apenas necesité una media hora, pues siempre tuve una admirable facilidad de improvisación para todo tipo de tonterías; aunque la mayor parte de estos versos eran falsos como declaraciones de amor, cojos como la bondad.
Recuerdo entre otros:
...cuando al atardecer
Fatigado, de jugar y de mecerme.
Me aguijoneaba para pintar un calor que nunca he visto sino en los libros; luego, a propósito de nada, pasaba a una melancolía sombría y digna de Anthony, aunque realmente tuviera el alma empapada de un candor y un tierno sentimiento mezclado de estupidez, de reminiscencias suaves y de perfumes del corazón, y decía a propósito de nada:
Mi dolor es amargo, mi tristeza profunda,Y estoy sepultado como un hombre en la tumba.
Los versos ni siquiera eran versos, pero tuve el sentido común de quemarlos, manía que debería atormentar a la mayoría de los poetas.
Volví a casa y la encontré jugando en el parterre. La habitación en la que se acostaron estaba junto a la mía; las oí reír y charlar durante largo rato, mientras yo... Me dormí en seguida como ellas, pese a todos los esfuerzos que hice por mantenerme despierto lo más posible. Pues, indudablemente, ustedes habrán hecho lo que yo a los quince años, y alguna vez han creído amar con este amor ardiente y frenético, como han leído en los libros, mientras en la epidermis del corazón no tenían más que un rasguño de esta garra de hierro que se llama pasión, y soldaban con todas las fuerzas de su imaginación sobre este modesto fuego que apenas ardía.
¡Son tantos los amores del hombre en la vida! A los cuatro años, amor por los caballos, por el sol, por las flores, por las armas que brillan, por las libreas de soldado; a los diez, amor por la niña que juega con ustedes; a los trece, amor por una gran mujer de senos rollizos, pues recuerdo que lo que los adolescentes adoran con locura es un pecho de mujer, blanco y mate, y como dice Marot:
Pechito relleno más blanco que un huevo. Pechito de raso blanco todo nuevo.
Estuve a punto de desmayarme la primera vez que vi desnudos los dos pechos de una mujer. Finalmente, a los catorce o quince años, amor por una muchacha que viene a vuestra casa, un poco más que una hermana, menos que una amante; luego a los dieciséis años, amor por otra mujer hasta los veinticinco; luego se ama tal vez a la mujer con la que uno se casará.
Cinco años más tarde, se ama a la bailarina que hace saltar su vestido de gasa sobre sus muslos carnosos; en fin, a los treinta y seis, amor por ser diputado, amor por la especulación y por las condecoraciones; a los cincuenta, amor a cenar con el ministro o con el alcalde; a los sesenta, amor por la prostituta que nos llama a través de los cristales y hacia la cual se dirige una mirada de impotencia, un reproche hacia el pasado. ¿No es cierto todo esto? Pues yo he padecido todos estos amores; sin embargo, no todos, ya que no he vivido todos mis años, y cada año, en la vida de muchos hombres, está marcado por una pasión nueva, la de las mujeres, la del juego, la de los caballos, la de las botas finas, la de los bastones, la de los lentes, la de los carruajes, la de los cargos. ¡Cuántas locuras en un hombre! ¡Oh!, es obvio que no son más vahados los matices del disfraz de arlequín que las locuras del espíritu humano, y los dos llegan al mismo resultado, el de raerse uno y otro y hacer reír algún tiempo: al público por su dinero, el filósofo por su ciencia.
-¡Al grano! -dijo uno de los oyentes, impasible hasta entonces, y dejó su pipa para lanzar sobre mi digresión, que se desviaba por las ramas, la saliva de su reproche
—Apenas sé qué decir a continuación, pues hay una laguna en la historia, un verso de menos en la elegía. Pasó vano tiempo así. En el mes de mayo, la madre de estas niñas vino a Francia a traer a su hermano. Era un muchacho encantador, rubio como ellas, con vivas muestras de granujería y de orgullo británico.
Su madre era una mujer pálida, delgada e indolente. Iba vestida de negro; sus modales y sus palabras, su aspecto tenían un aire indolente, un poco fofo, es cierto, pero que se asemejaba al farniente italiano. No obstante, todo eso estaba perfumado de buen gusto, dejando relucir un barniz aristocrático. Se quedó un mes en Francia.
Luego partió de nuevo, y vivimos así como si te dos fueran de la familia, yendo siempre juntos en nuestros paseos, nuestras vacaciones, nuestros días de asueto. Todos éramos hermanos y hermana.
En nuestras relaciones diarias había tanta gracia y efusión, intimidad y abandono, que es quizás degeneró en amor, al menos por su parte y tuve pruebas evidentes de ello.
Cuanto a mí, puedo atribuirme el papel de un hombre moral, pues no tenía ninguna pasión Y lo habría querido.
A menudo, se me acercaba, me cogía por el talle me miraba, charlaba. ¡Encantadora niña! Me pedía libros, piezas de teatro de las que me devolvía muy pocas; subía a mi habitación, yo estaba muy turbado. ¿Podía suponer tanta ingenuidad? Un día se tendió en mi diván en una posición muy equívoca; yo estaba sentado junto a ella sin decir nada.
Ciertamente, el momento era crítico, no lo aproveché, la dejé marchar.
Otras veces, me abrazaba llorando. Yo no podía creer que me amaba realmente. Ernest estaba persuadido de ello, me lo hacía observar, me trataba de imbécil pues era tímido e indolente a la vez.
Era algo dulce, infantil, que ninguna idea de posesión ensombrecía pero que por este mismo motivo, carecía de energía; sin embargo, era demasiado inocente para tratarse de platonismo.
Al cabo de un año, su madre vino a vivir a Francia; luego al cabo de un mes regresó a Inglaterra. Sus hijas habían sido sacadas de pensión y se alojaban con su madre en una calle desierta, en el segundo piso.
Durante su viaje, las veía a menudo en las ventanas. Un día, que yo pasaba, Caroline me llamó. Subí. Estaba sola, se echó a mis brazos y me abrazó efusivamente; fue la última vez, pues después se casó.
Su profesor de dibujo había ido a visitarla con frecuencia; se proyectó una boda, se concertó y deshizo cien veces. Su madre volvió de Inglaterra sin su marido, del que nunca más se oyó hablar; Carolina se casó el mes de enero. Un día la encontré con su marido Apenas me saludó.
Su madre ha cambiado de domicilio y de modales, ahora recibe a jóvenes modistos y estudiantes en su casa, va a los bailes de máscaras y lleva allí a su hija menor.
Hace dieciocho meses que no las hemos visto.
He ahí cómo termina una relación que prometía convertirse tal vez en una pasión con la edad, pero que se desvaneció por sí misma.
¿Es preciso decir que ello había sido con respecto al amor lo que el crepúsculo a la hora cumbre del día, y que la mirada de María hizo desaparecer el recuerdo de esta pálida niña?
Es un fuego insignificante del que ya no queda más que fría ceniza.
XVI
Esta página es corta, yo quisiera que todavía lo fuera más. Ocurrió lo siguiente.
La vanidad me impulsó al amor, no, a la voluptuosidad; ni siquiera a esto, a la carne.
Se mofaban de mi castidad, a causa de ello enrojecía, me avergonzaba, me apenaba como si fuera una corrupción.
Se me presentó una mujer, la tomé; y me arranqué de sus brazos completamente hastiado y amargado. Pero entonces, podía hacer el Lovelace de cafetín, decir tantas obscenidades como otro cualquiera ante un bol de ponche; entonces era un hombre, ha-bía ido a realizar el vicio, como si fuera un deber, y luego me había jactado de ello. Tenía quince años, hablaba de mujeres y de amantes.
A esta mujer le agarré odio; se me acercaba, la dejaba; dispensaba sonrisas que me desagradaban tanto como una mueca espantosa.
Tuve remordimientos, como si el amor de María hubiera sido una religión que yo hubiera profanado.

XVII
Yo me preguntaba si aquéllas eran las delicias que había soñado, esos transportes de fuego que me había imaginado en la virginidad de aquel corazón infantil.
¿Eso es todo? ¿Acaso tras este frío goce, no debía haber otro más sublime, más vasto, casi divino, y que haga sumirse en éxtasis? ¡Oh!, no, todo había terminado, había ido a apagar en el cieno ese fuego sagrado de mi alma. ¡Oh!, María, había arrastrado al fango el amor que tu mirada había creado, lo había derrochado caprichosamente, en la primera mujer que apareció, sin amor, sin deseo, impulsado por una vanidad infantil, por un cálculo de orgullo para no enrojecer más de una manera licenciosa, para tener apostura en una orgía. ¡Pobre María!
Estaba hastiado, un tedio profundo me invadió el alma, sentí piedad por estas alegrías de un momento, y estas convulsiones de la carne. Tenía que ser muy miserable, yo que estaba tan vanidoso de aquel amor tan alto, de aquella pasión sublime y que consideraba mi corazón más vasto y más bello que los de los demás hombres; ¡yo, ir como ellos!... ¡Oh!... no, ni uno solo lo ha hecho quizás por los mismos motivos; casi todos han sido impulsados a ello por los sentidos, han obedecido al instinto de la naturaleza como un perro; pero había mayor degradación en hacer un cálculo, excitarse en la corrupción, entregarse en los brazos de una mujer, manosear su carne, lanzarse al arroyo para levantarse y mostrar sus manchas.
Y luego me avergoncé de ello como de una vil profanación; habría querido ocultar a mis propios ojos a la ignominia de la que me había jactado.
Me transportaba a estos tiempos en que para mí la carne no tenía nada de innoble y en que la perspectiva del deseo me mostraba formas vagas y voluptuosidades que mi corazón me creaba. No, nunca podrán expresarse todos los misterios del alma virgen, todas las cosas que siente, ni todos los mundos que concibe. ¡Cuan deliciosos son sus sueños!, ¡cuan etéreos y tiernos son sus pensamientos!, ¡cuan amarga y cruel es su decepción!... ¡Haber amado, haber soñado con el cielo, haber visto todo lo que el alma tiene de más puro, de más sublime, y encadenarse seguidamente a todas las pesadeces de la carne, toda la languidez del cuerpo! ¡Haber soñado con el cielo y caer en el cieno!
Quién me devolverá, ahora, todas las cosas que he perdido, mi virginidad, mis sueños, mis ilusiones, cosas todas marchitas —pobres flores que la helada ha matado antes de abrirse.

XVIII
Si he experimentado momentos de entusiasmo, se los debo al arte; y, sin embargo, ¡qué vanidad es el arte!, querer pintar al hombre en un bloque de piedra o el alma en palabras, los sentimientos a través de sonidos y la naturaleza sobre una tela barnizada. ..
No sé qué poder mágico posee la música; durante semanas enteras he soñado en el ritmo cadenciado de una melodía o en los amplios contornos de un coro majestuoso; hay sonidos que penetran en mi alma y voces que me funden en delicias. Me gustaba la orquesta retumbando con sus olas de armonía, sus vibraciones sonoras y este vigor inmenso que parece tener músculos y que muere al final del arco; mi alma seguía la melodía desplegando sus alas hacia el infinito y ascendiendo en espirales, pura y lenta, como un perfume que se eleva hacia el cielo. Me gustaba el ruido, los diamantes que destellan a las luces, todas estas manos de mujer enguantadas y aplaudiendo con flores; miraba el ballet chispeante, los vestidos rosas ondulantes; escuchaba el ruido cadencioso de los pasos al andar; miraba cómo se separaban débilmente las rodillas con los tallos inclinados.
Otras veces, recogido ante las obras del genio, sacudido por las cadenas con las que nos ata. Entonces, entre el murmullo de estas voces, el aullido pretencioso, ese zumbido lleno de encantos, ambicionaba el destino de estos hombres fuertes que manejan a la multitud como el plomo, que la hacen llorar, gemir, trepidar de entusiasmo. ¡Cuan vasto debe de ser el corazón de aquellos que hacen entrar al mundo en él, y cómo se aborta todo en mi naturaleza! Convencido de mi impotencia y de mi esterilidad, soy víctima de un odio celoso; me decía que eso no era nada, que sólo el azar había dictado estas palabras. Arrojaba al cieno las cosas más altas, que envidiaba.
Me había mofado de Dios, bien podía reírme de los hombres.
Sin embargo, este humor sombrío era solamente pasajero, y experimentaba un verdadero placer en contemplar el genio resplandeciente en la morada del arte, como una gran flor que abre un rosetón de perfume ante un sol estival.
¡El arte!, ¡el arte!, ¡qué bella vanidad!
Si sobre la tierra y entre todas las nadas se adora una creencia, si hay algo de santo, de puro, de sublime, algo que vaya con este deseo inmoderado de lo infinito y de lo vago que nosotros llamamos alma, es el arte. ¡Y qué pequeñez! Una piedra, una palabra, un sonido, la disposición de todo eso que llamamos lo sublime. Quisiera algo que no tuviera necesidad de expresión ni de forma, algo casi tan puro como un perfume, casi tan fuerte como la piedra, casi tan inasible como un canto, que fuese a la vez todo eso y nada de ninguna de estas cosas. Todo me parece limitado, restringido, abortado en la naturaleza.
El hombre, con su genio y su arte, no es más que un miserable mono de algo más elevado.
Yo quisiera lo bello en el infinito y allí no encuentro más que la duda.

XIX
¡Oh!, ¡el infinito, el infinito, hoyo inmenso, espiral que asciende de los abismos a las más altas regiones de lo desconocido, vieja idea a cuyo entorno giramos, presos del vértigo, abismo que cada cual tiene en el corazón, abismo inconmensurable, abismo sin fondo! En vano durante muchos días y muchas noches nos preguntaremos en nuestra angustia: “¿Qué significan estas palabras: Dios, Eternidad, Infinito?” Damos vueltas ahí dentro llevados por un viento de la muerte, como la hoja arrastraba por el huracán. Se diría que entonces el infinito se complace en que nos mezamos a nosotros mismos en esta inmensa duda.
Sin embargo, siempre nos decimos: “Tras muchos siglos, millares de años, cuando todo se habrá consumido, será preciso que haya un límite.” -¡Ay! la eternidad se nos aparece y le tenemos miedo, miedo de esta cosa que debe durar tanto tiempo, si bien nosotros duramos tan poco.
¡Tanto tiempo!
Sin duda, cuando el mundo ya no exista, ¡entonces sí que desearé vivir, sin naturaleza, vivir sin hombres, qué grandeza este vacío!, sin duda entonces, habrá tinieblas, un poco de ceniza quemada que habrá sido la tierra, y quizás algunas gotas de agua, el mar. ¡Cielos! nada más el vacío... que la nada extendida en la inmensidad como una mortaja
¡Eternidad! ¡Eternidad! ¿Durará siempre esto? ¿Siempre, sin fin?
Pero, no obstante, lo que permanecerá, la menor parcela de los escombros del mundo, el último soplo de una creación agonizante, el mismo vacío deberá estar cansado de existir; todo reclamará una destrucción total. Esta idea de algo sin fin nos hace palidecer, ¡ay!, y nosotros estaremos allí dentro, nosotros los que vivimos ahora y esta inmensidad nos arrollará a todos. ¿Qué será de nosotros? No seremos nada, ni siquiera un soplo.
He pensado durante mucho tiempo en los muertos que se hallan en los ataúdes en los largos siglos que pasan así bajo la tierra llena de ruidos, de rumores, de gritos, ellos tan tranquilos, en sus planchas podridas cuyo lóbrego silencio es interrumpido a veces, ora por un cabello que cae ora por un gusano que se desliza sobre un pedazo de carne. ¡Cómo duermen tendidos, sin hacer ruido, bajo la tierra, bajo el pasto florido!
Sin embargo, en invierno, deben tener frío, bajo la nieve.
¡Ay! si despertasen, si empezaran a revivir y vieran todas las lágrimas que se vertieron sobre su mortaja secada, todos esos sollozos ahogados, todas las muecas terminadas, tendrían horror a esta vida que han llorado al dejarla, y volverían en seguida a la nada, tan tranquila y tan verdadera.
Ciertamente, se puede vivir, e incluso morir, sin haberse preguntado ni una sola vez lo que es la vida y la muerte; pero, para quien mira cómo tiemblan las hojas, cuándo sopla el viento, cómo serpentean los arroyos en los prados, cómo se atormenta y da vueltas a las cosas la vida, cómo viven los hombres, cómo hacen el bien y el mal, cómo hace rodar sus olas el mar y despliega sus luces el cielo, y se pregunta: “¿Por qué estas hojas?, ¿por qué fluye el agua?, ¿por qué la vida misma es un torrente tan terrible y que va a perderse en el océano sin limites de la muerte?, ¿por qué los hombres dudan y trabajan como hormigas?, ¿por qué la tempestad?, ¿por qué el cielo tan puro y la tierra tan infame?” Estos interrogantes conducen a tinieblas de las que no se sale.
Y la duda surge después: es algo que no se dice, sino que se siente. El hombre entonces se asemeja al viajero perdido en las dunas, que busca por todas partes una pista que le lleve al oasis, y no ve más que el desierto. La duda, es la vida. ¡La acción, la palabra, la naturaleza, la muerte, en todo hay duda!
La duda es la muerte para las almas; es una lepra que se apodera de las razas degeneradas, es una enfermedad que proviene de la ciencia y que conduce a la locura. La locura es la duda de la razón; tal vez es la misma razón del que lo prueba.

XX
Hay poetas que tienen el alma toda llena de perfumes y de flores, que miran la vida como la aurora del cielo; otros que no tienen nada más que lobreguez, nada más que amargura y cólera; hay pintores que todo lo ven azul, otros todo amarillo, todo negro. Cada uno de nosotros percibe el mundo desde un prisma distinto; dichoso aquel que distingue en él colores vivos y cosas alegres. Hay hombres que en el mundo solo ven un título, mujeres, el banco, un nombre, un destino, ¡locuras! Conozco algunos que sólo ven ferrocarriles, mercados o ganados; unos descubren en él un plan sublime, otros una farsa obscena.
Y es probable que ésos les pregunten qué es lo obsceno; pregunta tan embarazosa de responder, como todas las preguntas.
Me gustaría otro tanto dar la definición geométrica de un bonito par de botas o de una mujer bella, dos cosas importantes. Las personas que ven nuestro globo como un montón de cieno grande o pequeño, son personas singulares o de difícil acceso.
Acaban de hablar con una fe de estas personas infames, personas que no se denominan filántropos, y que, sin temor a que se les llame carlistas, no votan por la demolición de las catedrales; pero muy pronto se detendrán y se reconocerán vencidos pues son personas sin principios que miran la virtud como una palabra, y el mundo como una bufonada. Parten de allí para considerarlo todo bajo un punto de vista innoble; sonríen ante las cosas bellas, y cuando les hablan de filantropía, se encogen de hombros y dicen que la filantropía se ejerce mediante una suscripción para los pobres. ¡Qué interesante una lista de nombres en un periódico!
¡Extraña cosa, esta diversidad de opiniones, de sistemas, de creencias y de locuras! Cuando se habla a ciertas personas, se detienen de repente horrorizadas y preguntan: “¡Cómo!, ¿negarías esto?, ¿dudarías de ello? ¿Acaso se puede revocar el plan del universo y los deberes del hombre?” Y sí, desgraciadamente, la mirada de ustedes ha dejado adivinar un sueño del alma, se detienen repentinamente y terminan allí su victoria lógica, como estos niños espantados por un fantasma imaginario, y que cierran los ojos sin atreverse a mirar.
Ábrelos, hombre débil y orgulloso, pobre hormiga que se arrastra penosamente sobre tu gramo de polvo; te dices libre y grande, te respetas a ti mismo, pero tan vil fue tu vida y, para escarnio sin duda, saludas a tu cuerpo podrido que pasa. Y luego piensas que una vida tan bella, agitada entre un poco de orgullo que llamas grandeza y ese interés bajo que es la esencia de tu Sociedad, será coronada por la inmortalidad. ¿Inmortalidad para ti, más lascivo que un mono, el tigre y la serpiente, para la lujuria, la crueldad, la bajeza, un paraíso para el egoísmo, una eternidad para este polvo, la inmortalidad para esta nada. ¿Te jactas de ser libre, de poder hacer lo que tú llamas el bien y el mal? Sin duda, para que se te condene más deprisa, pues ¿qué sabrías hacer de bueno? ¿Hay uno solo de tus gestos que no sea estimulado por el orgullo o calculado por el interés?
¡Tú, libre! Desde tu nacimiento, estás sometido a todas las debilidades paternas; tú recibes con el día la simiente de todos tus vicios, de tu propia estupidez, de todo lo que te hará juzgar el mundo, tú mismo, todo lo que te rodea, según este término de cooperación, esta medida que tú tienes en ti. Naces con un pequeño espíritu estrecho, con ideas forjadas o que te forjarán, sobre el bien o el mal. Te dirán que debes amar a tu padre y cuidarlo en su vejez; harás lo uno y lo otro, y no necesitabas que te lo dijeran, ¿no es así?, eso es una virtud innata como la necesidad de comer; mientras que, detrás de la montaña donde naciste, enseñarán a tu hermano a matar a su padre envejecido, y lo matará, pues eso, piensa él, es natural, y no era necesario que nadie se lo mostrase. Te educarán diciéndote que debes abstenerte de amar con un amor carnal a tu hermana o a tu madre, mientras que tú, al igual que los demás hombres, desciendes de un incesto, ya que el primer hombre y la primera mujer, ellos y sus hijos, eran hermanos y hermanas; mientras que el sol se pone sobre otros pueblos que tienen el incesto por una virtud y el fratricidio por un deber. ¿Ya eres libre con respecto a los principios por los que regirás tu comportamiento? ¿Eres tú quien gobierna tu educación? ¿Eres tú quien ha querido nacer con un carácter feliz o triste, tísico o robusto, dócil o malo, moral o vicioso?
Pero en primer lugar, ¿por qué has nacido?, ¿acaso lo has querido?, ¿te han aconsejado al respecto? En consecuencia has nacido fatalmente, porque tu padre, un día, habrá vuelto de una orgía, enardecido por el vino y palabras intemperantes, y tu madre se habrá aprovechado de ello, habrá puesto en juego todos los ardides de mujer impulsada por sus instintos carnales y animales que le ha dado la naturaleza haciendo de ello un alma, y habrá logrado alentar a ese hombre que las fiestas públicas han fatigado desde la adolescencia. Por muy grande que seas, primero has sido algo tan sucio como la saliva y más fétido que la orina; luego has experimentado metamorfosis como un gusano, y finalmente llegaste al mundo, casi sin vida, llorando, gritando y cerrando los ojos, como por odio hacia este sol que has invocado tantas veces. Te dan de comer, creces, brotas como una hoja; es una gran casualidad si el viento no se te lleva temprano, pues ¿a cuántas cosas estás sometido? Al aire, al fuego, a la luz, al día, a la noche, al frío, al calor, a todo lo que te rodea, todo lo que existe.
Todo eso te domina, te apasiona; amas la hierba, las flores, y te pones triste cuando se marchitan; amas a tu perro, lloras cuando muere; si se te aproxima una araña, retrocedes de espanto; te estremeces algunas vives al mirar tu sombra, y cuando tu propio pensamiento se sumerge en los misterios de la nada, te quedas horrorizado y tienes miedo de la duda.
Te dices libre, y cada día actúas impulsado por mil cosas. Ves a una mujer y la amas, te mueres de amor por ella, ¿eres libre de apaciguar esta sangre que bulle, de calmar esta cabeza ardiente, de contener este corazón, de apaciguar estos ardores que te devoran? ¿Eres libre de tu pensamiento? Te detienen mil trabas. Ves a un hombre por primera vez, te desconcierta uno de sus rasgos, y a lo largo do tu vida sientes aversión por este hombre, que tal vez habrías querido de haber tenido la nariz menos gorda. Te sientes mal del estómago y eres brutal para con aquel que habrías acogido con benevolencia. Y de todos estos hechos se desprenden o se encadenan, también fatalmente, otras series de hechos, de los que a su vez derivan otros. ¿Eres el creador de tu constitución física y moral? No, tú sólo podrías dirigir enteramente si la hubieras hecho y modelado a tu antojo. ¿Te dices libre porque tienes un alma? En primer lugar, eres tú quien ha hecho este descubrimiento que no sabrías definir. Una voz íntima te dice que sí; primero, mientes, una voz te dice que eres débil, y tú sientes en ti un inmenso vacio que quisieras rellenar con todas esas cosas que arrojas sobre él. Incluso, aunque creyeras que sí, ¿estás seguro de ello?, ¿quién te lo ha dicho? Cuando, largo tiempo combatido por dos sentimientos opuestos, tras haber vacilado mucho, dudado mucho, te inclinas por un sentimiento, crees haber sido el dueño de tu decisión; pero para serlo, sería preciso no tener ninguna inclinación. ¿Eres dueño de hacer el bien, si tienes el gusto del mal enraizado en el corazón, si has nacido con malas inclinaciones desarrolladas a través de tu educación? Y si tú eres virtuoso, si el crimen te produce horror, ¿podrás cometerlo? ¿Eres libre de hacer el bien o el mal? Como es el sentimiento del bien el que te guía siempre, no puedes hacer el mal.
Este combate es la lucha de estas dos inclinaciones y, si haces el mal, significa que eres más vicioso que virtuoso y que la fiebre más fuerte ha llevado la ventaja. Cuando dos hombres se pelean, es obvio que el más débil, el menos diestro, el menos ágil será vencido por el más fuerte, el más diestro, el más ágil; por mucho que dure la lucha, siempre habrá un vencido. Sucede lo mismo con tu naturaleza interior incluso cuando lo que tú sientes como bueno la arrebata, ¿acaso la victoria es siempre la justicia? Lo que tú juzgas el bien, ¿es acaso el bien absoluto, inmutable, eterno?
Todo son tinieblas alrededor del hombre; todo es vacío, y él quisiera algo fijo; él mismo gira en esta inmensidad de la ola en la que quisiera detenerse, se agarra a todo y todo le falla; patria, libertad, creencia, Dios, virtud, tomó todo eso y todo eso le ha caído de las manos; es como un loco que deja caer un vaso de cristal y se ríe ante todos los pedazos que ha hecho.
Pero el hombre tiene un alma inmortal y hecha a imagen de Dios; dos ideas por las que ha derramado su sangre, dos ideas que no comprende: un alma, un Dios pero de las que está convencido.
Este alma es una esencia a cuyo alrededor gira nuestro ser físico como la tierra alrededor del sol; este alma es noble, pues siendo un principio espiritual, sin nada terrestre, no podría tener nada de bajo, ni de vil. Sin embargo, ¿no es el pensamiento quién guía nuestro cuerpo? ¿No es él quien hace levantar nuestro brazo cuando queremos matar? ¿No es él quien anima nuestra carne? ¿Acaso el espíritu es el principio del mal, y el cuerpo su agente?
¡Veamos cuan elástica y flexible es esta alma! Esta conciencia, ¡cuan blanda y manejable, con qué facilidad se doblega bajo el cuerpo que pesa sobre ella o que apoya sobre el cuerpo, que se inclina, cuan venal y baja es esta alma, cómo se arrastra, cómo adula, cómo miente, cómo engaña! Es ella quien vende el cuerpo, la mano, la cabeza y la lengua; ella es quien exige sangre y pide oro, siempre insaciable y ávida de todo en su infinito; se encuentra en nosotros como una sed, un ardor cualquiera, fuego que nos devora, un eje que nos hace girar sobre él.
¡Eres grande, hombre! No por el cuerpo, sin duda, sino por este espíritu que te ha hecho, según tú, el rey de la naturaleza; eres grande, enérgico y fuerte.
Cada día, en efecto, trastornas la tierra, cavas canales, construyes palacios, encauzas los ríos entre piedras, cortas la hierba, la amasas y la comes; remueves el océano con la quilla de tus buques y crees bello todo eso; tú te crees mejor que el animal feroz que comes, más libre que la hoja arrastrada por los vientos, más grande que el águila que se cierne sobre las torres, más fuerte que la tierra de la que extraes tu pan y tus diamantes, y que el océano sobre el que corres. Pero, ¡ay! la tierra que tú remueves, reaparece, renace por si sola, los canales se destruyen, los ríos invaden tus campos y tus ciudades, las piedras de tus palacios se desensamblan y caen por sí mismas, las hormigas corren sobre tus troncos, todas tus flotas no podrían dejar más huella de su paso sobre la superficie del océano que una gota de agua o el aleteo de un pájaro. Y tú mismo, atraviesas este océano de las edades sin dejar más huellas tuyas de las que deja tu navío sobre las olas. Te crees grande porque trabajas sin tregua, pero este trabajo es una prueba de tu debilidad. Estabas irremediablemente condenado a aprender todas estas cosas inútiles a costa de tus sudores; eras esclavo antes de haber nacido y desdichado antes de vivir. Miras los astros con una sonrisa de orgullo porque le has dado nombres, has calculado su distancia, como si quisieras medir el infinito y encerrar el espacio en los límites de tu espíritu. Pero ¡te equivocas! ¿Quién te dice que detrás de estos mundos de luces, no hay otros infinitos aún, y siempre así? ¿Quizás ocurre que tus cálculos se detienen a unos pies de altura, y allí empieza una nueva escala de hechos? ¿Comprendes tú mismo el valor de las palabras que empleas... extensión, espacio? Son más vastas que tú y todo tu globo.
Eres grande y mueres, como el perro y la hormiga, con mayor pena que ellos; y luego, te pudres; y yo te pregunto, ¿dónde estás tú, hombre, cuando los gusanos te han devorado, cuando tu cuerpo se ha disuelto en la humedad de la tumba y tu polvo ya no existe?, ¿dónde se halla igualmente tu alma?, esta alma que era el motor de tus acciones, que entregaba tu corazón al odio, a la envidia, a todas las pasiones, esta alma que te vendía y te hacía cometer tantas bajezas, ¿dónde se halla?, ¿existe un lugar lo bastante santo para acogerla? Te respetas y le honras como a un Oíos, has inventado la idea de la dignidad del hombre, idea que nada en la naturaleza podría tener viéndote a ti; quieres que se te honre y te honras a ti mismo, quieres incluso que este cuerpo, tan vil durante su vida, sea honrado cuando ya no existe. Quieres que uno se descubra ante tu carroña humana, que se pudre de corrupción, pese a ser aún más pura que tú cuando vivías. ¿Reside allí tu grandeza? ¡Grandeza de polvo! ¡Majestad de nada!
XXI
Volví allí dos años más tarde; ¿suponen adónde...? Ella no estaba.
Su marido estaba solo, había venido con otra mujer, y se había marchado dos días antes de mi llegada.
Di vueltas por la orilla; ¡qué vacía estaba! Desde allí, podía ver el muro gris de la casa de María, ¡qué soledad!
Volví pues a aquella misma sala de la que les hablé; estaba llena, pero ya no había ninguna de aquellas caras, las mesas estaban ocupadas por personas que nunca había visto; la de María estaba ocupada por una anciana, que se apoyaba en aquel mismo lugar donde, tan a menudo, había descansado su codo.
Hizo unos días de mal tiempo y lluvia sobre las pizarras, el ruido lejano del mar y de vez en cuando, algunos gritos de marineros en el muelle, recordé todas estas viejas rosas que el espectáculo de los mismos lugares hacía revivir.
Volvía a ver el mismo océano con sus mismas olas, siempre inmenso, triste y mugiendo sobre sus rocas; este mismo pueblo con su montón de lodo, sus ronchas pisoteadas y sus casas de planta. Pero todo lo que yo había amado, todo lo que rodeaba a María, la gente que pasaba junto a ella, todo eso había partido sin retorno. ¡Oh!, ¡cuánto quisiera únicamente uno de esos días sin igual!, ¡internarme en él sin cambiarle nada!
¡Cómo! ¿Nada de todo eso volverá más? Siento cuan vacío está mi corazón, pues todos estos hombres que me rodean me hacen un desierto donde muero Me acordé de estas largas y cálidas tardes de verano en las que yo hablaba sin que ella sospechase que la amaba y su mirada indiferente me penetraba como un rayo de amor hasta el fondo de mi corazón.
¿Cómo habría podido en efecto ver que la amaba, ya que entonces no la amaba y he mentido en todo lo que les he dicho; era ahora cuando la amaba, la deseaba, cuando, solo en la orilla, en los bosques o por el campo, me la creaba allí, andando a mi lado, hablándome, mirándome. Cuando me tendía sobre la hierba, y miraba las hierbas curvándose bajo el viento y la ola chocando contra la arena, pensaba en ella, y reconstruía en mi corazón todas las escenas en las que ella había actuado, hablado. Estos recuerdos constituían una pasión.
Si recordaba haberla visto andar por un lugar, lo recorría a mi vez; he querido reencontrar el timbre de su voz para deleitarme a mí mismo, era imposible. ¡Cuántas veces he pasado por delante de su casa y he mirado su ventana!
Pasé pues estos quince días en una contemplación amorosa, soñando con ella. Me acuerdo de cosas lastimosas. Un día volvía, hacia el ocaso, andaba a través de los pastos cubiertos de bueyes, andaba de prisa, sólo el ruido de mis pasos que frotaban la hierba; iba cabizbajo y mirando la tierra. Este movimiento regular me adormeció por decirlo de algún modo, creí oír a María andando junto a mí; me cogía del brazo y giraba la cabeza para verme, era ella quien andaba por entre las hierbas. Sabía perfectamente que era una alucinación que yo mismo alentaba, pero no podía dejar de sonreír y me sentía feliz. Alcé la cabeza, el tiempo era sombrío, frente a mi, en el horizonte, un magnífico sol se ponía bajo las olas, se veía un haz de fuego elevándose en redes, desapareciendo bajo enormes nubes negras que se deslizaban penosamente sobre éstas y un reflejo de este sol poniente reapareciendo más lejos detrás mío, en un rincón del cielo límpido y azul.
Cuando vislumbré el mar, casi había desaparecido; su disco se hallaba hundido hasta la mitad bajo el agua y un ligero tinte rosáceo seguía extendiéndose y debilitándose hacia el cielo.
En otra ocasión, volví a caballo costeando la playa, miraba maquinalmente las olas cuya espuma mojaba los pies de mi yegua, miraba los guijarros que ella hacía saltar al andar y sus pies hundiéndose en la arena; el sol acababa de desaparecer súbitamente y sobre las olas predominaba un color oscuro, como si algo negro se hubiera cernido sobre ellas. A mi derecha, había unas rocas entre las cuales se agitaba la espuma con el soplo del viento como un mar de nieve, las gaviotas pasaban por encima de mi cabeza y veía sus alas blancas rozando de muy cerca aquella agua oscura y apagada. Nada podrá expresar lo bello que era todo aquello, aquel mar, aquella orilla con su arena sembrada de conchas, con sus rocas cubiertas de algas húmedas por el agua, y la espuma blanca que se balanceaba sobre ellos con el soplo de la brisa. Les diría muchas otras cosas, mucho más bellas y más dulces, si pudiera decir todo el amor, éxtasis, lamentos, que experimenté. ¿Pueden ustedes decir mediante palabras la pulsación del corazón?, ¿podéis decir una lágrima y pintar su cristal húmedo que baña el ojo con una amorosa languidez? ¿Pueden decir todo lo que experimentan en un día?
¡Pobre debilidad humana!, con tus palabras, tus lenguas, tus sonidos, hablas y balbuceas; defines a Dios, el cielo y la tierra, la química y la filosofía, y no puedes expresar, con tu lengua, toda la alegría que te produce una mujer desnuda... o un pudín de ciruela!

XXII
¡Oh, María! María, querido ángel de mi juventud, a ti que he visto en la lozanía de mis sentimientos, a ti que he amado con un amor tan dulce, tan lleno de perfume, de tiernos sueños, ¡adiós!
¡Adiós! Surgirán otras pasiones, quizás te olvidaré, pero permanecerás siempre en el fondo de mi corazón, porque el corazón es una tierra que cada pasión socava, remueve y labra sobre las ruinas de otras. ¡Adiós!
¡Adiós! ¡Y, sin embargo, cómo te he amado, cómo te habría besado, estrechado entre mis brazos! ¡Ah! Mi alma se deshace en deleites ante todas las locuras que mi amor inventa. ¡Adiós!
¡Adiós! Y, sin embargo, pensaré en ti; seré arrojado al torbellino del mundo, moriré tal vez aplastado bajo los pies de la masa, deshecho en pedazos. ¿Adonde voy? ¿Qué seré? Quisiera ser viejo, tener los cabellos blancos; no, quisiera ser bello como los ángeles, tener la gloria, el genio, y todo depositado a tus pies, para que tú lo pises. Pero no tengo nada de todo esto, y me has mirado tan fríamente como a un lacayo o a un mendigo.
Y yo, ¿no he pasado una noche, un día, una hora, sin pensar en ti, sin volver a verte saliendo de debajo de las olas, con tus negros cabellos sobre tus espaldas, tu morena piel con sus perlas de agua salada, tu ropa chorreando y tu blanco pie de uñas rosadas hundiéndose en la arena, y que esta visión la tengo siempre presente, y que ella murmura en mi corazón? ¡Oh, no!, todo está vacío.
¡Adiós! Y, sin embargo, cuando te vi, si hubiera tenido cuatro o cinco años más, más coraje..., ¡oh!, no enrojecería ante cada una de tus miradas. ¡Adiós!

XXIII
Cuando oigo sonar las campanas y su doliente tañido, siento en el alma una vaga tristeza, algo indefinible y de ensueño, como vibraciones agonizantes. Una serie de pensamientos surge ante el lúgubre tañido de la campana cuando dobla; me parece ver el mundo en sus más hermosos días de fiesta, con sus gritos de triunfo, sus carros y coronas y, por encima de todo, un eterno silencio y una eterna majestad.
Mi alma vuela hacia la eternidad y el infinito y planea en el océano de la duda, al son de esta voz que anuncia la muerte.
Voz singular y fría como las tumbas y que, sin embargo, suena en todas las fiestas, y ahora en todos los duelos; me gusta dejarme aturdir por tu armonía, que ahoga el ruido de la ciudad; me gusta en los campos, en las colinas doradas con trigales maduros, escuchar el sonido frágil de la campana del pueblo que canta en medio del campo, mientras el insecto zumba bajo la hierba y el pájaro murmura entre el follaje.
Permanecí largo tiempo en el invierno, en esos días sin sol, iluminados con una luz sombría y macilenta, escuchando todas las campanas tocar los oficios. De todas partes salían las voces que se elevaban al cielo en suave armonía, y concentraba mi pensamiento en este gigantesco instrumento. Era grande e infinito; sentía en mí sonidos, melodías, ecos de otro mundo, cosas inmensas que morían también.
¡Oh campanas! Sonarán también en mi muerte y, un minuto después, en un bautismo; eres, pues, una burla, como todo, y una mentira, como la vida, de la cual anuncias todas las etapas: el bautismo, el matrimonio, la muerte. ¡Pobre bronce, perdido y oculto entre las nubes, servirías igualmente en un campo de batalla, o para errar los caballos, convertido en lava ardiente!


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