Filosofia: Cioran - Breviario de podredumbre - Parte 18 - Desde Los dogmas inconscientes a Acedía - Links a mas Filosofia

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 22:38





  Los dogmas inconscientes

 Podemos incluso penetrar el error de un ser, desvelarle la inanidad de sus designios y de sus empresas; pero, ¿cómo arrancarle a su encarnizado apego al tiempo, cuando esconde un fanatismo tan inveterado como sus instintos, tan antiguo como sus prejuicios? Llevamos en nosotros, como un tesoro irrecusable un fárrago de creencias y de certezas indignas. Incluso quien llega a desembarazarse de ellas y a vencerlas permanece, en el desierto de su lucidez, todavía fanático: de sí mismo, de su propia existencia; ha humillado todas sus obsesiones, salvo el terreno en el que afloran; ha perdido todos sus puntos fijos, salvo la fijeza de la que provienen. La vida tiene dogmas más inmutables que la teología, pues cada existencia está anclada en infalibilidades que hacen palidecer las elucubraciones de la demencia y de la fe. El escéptico mismo, enamorado de sus dudas, se muestra fanático del escepticismo. El hombre es el ser dogmático por excelencia; y sus dogmas son tanto más profundos cuando no los formula, cuando los ignora y los sigue.
 Todos creemos en muchas más cosas de las que pensamos, abrigamos intolerancias, cuidamos prevenciones sangrantes y, defendiendo nuestras ideas con medios extremos, recorremos el mundo como fortalezas ambulantes e irrefragables. Cada uno es para sí mismo un dogma supremo; ninguna teología protege a su dios como nosotros protegemos a nuestro yo; y este yo, si le asediamos con dudas y le ponemos en cuestión, no es más que por una falsa elegancia de nuestro orgullo: la causa está ganada de antemano.
 ¿Cómo escapar al absoluto de uno mismo? Habría que imaginar un ser desprovisto de instintos, que no llevara ningún nombre y a quien fuese desconocida su propia imagen. Pero todo en el mundo nos repite nuestros rasgos; y la misma noche nunca es bastante espesa para impedir que nos miremos. Demasiado presentes a nosotros mismos, nuestra inexistencia antes del nacimiento y después de la muerte no influye sobre nosotros más que como idea y sólo unos pocos instantes; sentimos la fiebre de nuestra duración como una eternidad falsificada, pero que sin embargo permanece inagotable en su principio.
 Está todavía por nacer quien no se adore a sí mismo. Todo lo que vive se aprecia; de otro modo, ¿de dónde provendría el espanto que hace estragos en las profundidades y en las superficies de la vida? Cada uno es para sí el único punto fijo en el universo. Y si alguien muere por una idea, es porque es su idea, y su idea es su vida.
 Ninguna crítica de ninguna razón despertará al hombre de su «sueño dogmático». Podrá quebrantar las certezas irreflexivas que abundan en la filosofía y sustituir las afirmaciones rígidas por otras más flexibles, pero, ¿cómo, por un método racional, logrará sacudir a la criatura, adormecida sobre sus propios dogmas, sin hacerla perecer?





  Dualidad

 Hay una vulgaridad que nos hace admitir cualquier cosa de este mundo, pero que no es lo bastante poderosa para hacernos admitir el mundo mismo. Así podemos soportar los males de la vida repudiando la Vida, dejarnos arrastrar por las efusiones del deseo rechazando el Deseo. En el asentimiento a la existencia existe una especie de bajeza, a la cual escapamos gracias a nuestros orgullos y a nuestros pesares, pero sobre todo gracias a la melancolía que nos preserva de un deslizamiento hacia una afirmación final, arrancada a nuestra cobardía. ¿Hay cosa más vil que decir sí al mundo? Y sin embargo multiplicamos sin cesar ese consentimiento, esa trivial repetición, ese juramento de fidelidad a la vida, negado solamente por todo lo que en nosotros rehúsa la vulgaridad.
 Podemos vivir como los otros viven y sin embargo esconder un no más grande que el mundo: es la infinitud de la melancolía...

 (Sólo se puede amar a los seres que no superan el mínimo de vulgaridad indispensable para vivir. Sin embargo, sería difícil delimitar la cantidad de esta vulgaridad, tanto más cuanto que ningún acto se dispensa de ella. Todos los desechados de la vida prueban que fueron insuficientemente sórdidos... Quien triunfa en un conflicto con su prójimo surge de un muladar; y quien es vencido paga por una pureza que no ha querido ensuciar. En todo hombre, nada es más existente y verídico que su propia vulgaridad, fuente de todo lo que es elementalmente vivo. Pero, por otra parte, cuanto más establecido se está en la vida, tanto más despreciable se es. Quien no esparce a su alrededor una vaga irradiación fúnebre, y no deja al pasar un rastro de melancolía venida de mundos lejanos, ese pertenece a la sub zoología y, más específicamente, a la historia humana.
 La oposición entre la vulgaridad y la melancolía es tan irreductible que al lado de ella todas las demás parecen invenciones del espíritu, arbitrarias y placenteras; incluso las más cortantes antinomias se embotan ante esta oposición en la que se afrontan  siguiendo una dosificación predestinada  nuestros bajos fondos y nuestra hiel pensativa.)



 El renegado

 Se acuerda de haber nacido en algún sitio, de haber creído en los errores natales, propuesto principios y propugnado tonterías inflamadas. Enrojece... , y se encarniza en abjurar de su pasado, de sus patrias reales o soñadas, de las verdades surgidas de su médula. No encontrará la paz más que después de haber aniquilado en él el último reflejo de ciudadano y los entusiasmos heredados. ¿Cómo podrían encadenarle todavía las costumbres del corazón, cuando quiere emanciparse de las genealogías y cuando el ideal mismo del sabio antiguo, denigrador de todas las ciudades, le parece una transacción? Quien no puede tomar partido, porque todos los hombres tienen necesariamente razón y sinrazón, porque todo está justificado y es irrazonable juntamente, ése debe renunciar a su propio nombre, pisotear su identidad y volver a comenzar una nueva vida en la impasibilidad o la desesperanza. O, si no, inventar otro tipo de soledad; expatriarse en el vacío y seguir  al azar de los exilios  las etapas del desarraigo. Liberado de todos los prejuicios, se convierte en el hombre inutilizable por excelencia, al cual nadie recurre y a quien nadie teme, porque lo admite y lo repudia todo con el mismo desapego. Menos peligroso que un insecto distraído, es sin embargo un azote para la Vida, pues ella ha desaparecido de su vocabulario, junto con los siete días de la Creación. Y la Vida le perdonaría si al menos tomase gusto por el Caos, en el que ella comenzó. Pero él reniega los orígenes febriles, empezando por el suyo, sin conservar del mundo más que una memoria fría y un pesar cortés.

 (De reniego en reniego, su existencia disminuye: más vago y más irreal que un silogismo de suspiros, ¿cómo será todavía un ser de carne y hueso? Exangüe, rivaliza con la idea; se ha abstraído de sus antepasados, de sus amigos, de todas las almas y de sí mismo; en sus venas, antaño turbulentas, reposa una luz de otro mundo. Emancipado de lo que ha vivido, desinteresado de lo que vivirá, demuele los mojones de todas sus carreteras y se sustrae a las referencias de todos los tiempos. ¿Nunca me volveré a encontrar conmigo?, se dice, feliz de volver su último odio contra sí mismo, más feliz todavía al aniquilar  con su perdón  los seres y las cosas.)



 La sombra futura

 Podemos imaginar un tiempo en el que lo habremos superado todo, incluso la música, incluso la poesía, en el cual, detractores de nuestras tradiciones y nuestros ardores, alcanzaremos tal retractación de nosotros mismos que, cansados de una tumba archisabida, pasaremos los días en una mortaja raída. Cuando un soneto, cuyo rigor eleva el mundo verbal por encima de un cosmos soberbiamente imaginado, cuando un soneto cese de ser para nosotros una tentación de lágrimas y cuando en medio de una sonata nuestros bostezos triunfen sobre nuestra emoción, entonces ya no nos querrán ni los cementerios, que no acogen más que cadáveres recientes, penetrados todavía de un poco de calor y de un recuerdo de vida.
 Antes de nuestra vejez vendrá un tiempo en el que, retractándonos de nuestros ardores y doblados bajo las palinodias de la carne, avanzaremos mitad carroñas, mitad espectros. Habremos reprimido  por miedo de complicidad con la ilusión  toda palpitación en nosotros. Por no haber sabido desencarnar nuestra vida en un soneto, arrastraremos los andrajos de nuestra podredumbre y, por haber ido más lejos que la música o la muerte, trompicaremos, ciegos, hacia una fúnebre inmortalidad...



  La flor de las ideas fijas

 Mientras el hombre está protegido por la demencia, actúa y prospera; pero cuando se libra de la tiranía fecunda de las ideas fijas, se pierde y se arruina. Comienza a aceptarlo todo, a envolver en su tolerancia no solamente los abusos menores, sino también los crímenes y las monstruosidades, los vicios y las aberraciones: todo vale lo mismo para él. Su indulgencia destructora de sí misma, se extiende al conjunto de los culpables, a las víctimas y a los verdugos; es de todos los partidos porque comparte todas las opiniones; gelatinoso, contaminado por el infinito, ha perdido su «carácter» a falta de un punto de referencia o de una obsesión. La vista universal funda las cosas en la indistinción, quien las distingue todavía, sin ser ni su amigo ni su enemigo, lleva en él un corazón de cera que se moldea indiferentemente sobre los objetos o sobre los seres. Su piedad se orienta a la existencia entera y su caridad es la de la duda y no la del amor; es una caridad escéptica, consecuencia del conocimiento y que excusa todas las anomalías. Pero quien toma partido, quien vive en la locura de la decisión y de la elección, nunca es caritativo; inepto para abarcar todos los puntos de vista, confinado en el horizonte de sus deseos y de sus principios, se hunde en una hipnosis de lo finito. Es que las criaturas no florecen más que dando la espalda a lo universal... Ser algo  sin condiciones  es siempre una forma de demencia cuya vida  flor de las ideas fijas  no se libera más que para marchitarse.




 El «perro celestial»

 No puede saberse lo que un hombre debe perder por tener el valor de pisotear todas las convenciones, no puede saberse lo que Diógenes ha perdido por llegar a ser el hombre que se lo permite todo, que ha traducido en actos sus pensamientos más íntimos con una insolencia sobrenatural como lo haría un dios del conocimiento, a la vez libidinoso y puro. Nadie fue más franco; caso límite de sinceridad y lucidez al mismo tiempo que ejemplo de lo que podríamos llegar a ser si la educación y la hipocresía no refrenasen nuestros deseos y nuestros gestos.
 «Un día un hombre le hizo entrar en una casa ricamente amueblada y le dijo: "Sobre todo no escupas en el suelo". Diógenes, que tenía ganas de escupir, le lanzó el lapo a la cara, gritándole que era el único sitio sucio que había encontrado para poder hacerlo.» (Diógenes Laercio).
 ¿Quién, después de haber sido recibido por un rico, no ha lamentado no disponer de océanos de saliva para verterlos sobre todos los propietarios de la tierra? Y, ¿quién no ha vuelto a tragarse su pequeño escupitinajo por miedo a lanzarlo a la cara de un ladrón respetado y barrigón?
 Somos todos ridículamente prudentes y tímidos: el cinismo no se aprende en la escuela. El orgullo, tampoco.
 «Menipo, en su libro titulado La virtud de Diógenes, cuenta que fue hecho prisionero y vendido y que le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: "Mandar", y gritó al heraldo: "Pregunta quién quiere comprar un amo".» El hombre que se enfrentaba con Alejandro y con Platón, que se masturbaba en la plaza pública («Pluguiere al cielo que bastase también frotarse el vientre para no tener ya hambre»), el hombre del célebre tonel y de la famosa linterna, y que en su juventud fue falsificador de moneda (¿hay dignidad más hermosa para un cínico?), ¿qué experiencia debió tener de sus semejantes? Ciertamente la de todos nosotros, pero con la diferencia de que el hombre fue el único tema de su reflexión y de su desprecio. Sin sufrir las falsificaciones de ninguna moral ni de ninguna metafísica, se dedicó a desnudarle para mostrárnosle más despojado y más abominable que lo hicieron las comedias y los apocalipsis.
 «Sócrates enloquecido», le llamaba Platón. «Sócrates sincero», así debía haberle llamado. Sócrates renunciando al Bien, a las fórmulas y a la Ciudad, convertido al fin en psicólogo únicamente. Pero Sócrates  incluso sublime  es aún convencional; permanece siendo maestro, modelo edificante. Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo, está determinado por un horror testicular del ridículo de ser hombre.
 El pensador que reflexiona sin ilusión sobre la realidad humana, si quiere permanecer en el interior del mundo y elimina la mística como escapatoria, desemboca en una visión en la que se mezclan la sabiduría, la amargura y la farsa; y, si escoge la plaza pública como espacio de su soledad, despliega su facundia burlándose de sus «semejantes» o paseando su asco, asco que hoy, con el cristianismo y la policía, no podríamos ya permitirnos. Dos mil años de sermones y de códigos han edulcorado nuestra hiel; por otra parte, en un mundo con prisas, ¿quién se detendría para responder a nuestras insolencias o para deleitarse con nuestros ladridos?
 Que el mayor conocedor de los humanos haya sido motejado de perro prueba que en ninguna época el hombre ha tenido el valor de aceptar su verdadera imagen y que siempre ha reprobado las verdades sin miramientos. Diógenes ha suprimido en él la fachenda. ¡Qué monstruo a los ojos de los otros! Para tener un lugar honorable en la filosofía, hay que ser comediante, respetar el juego de las ideas y excitarse con falsos problemas. En ningún caso el hombre tal cual es debe ser vuestra tarea. Siempre según Diógenes Laercio:
 «En los juegos olímpicos, habiendo proclamado el heraldo: "Dioxipo ha vencido a los hombres", Diógenes respondió: "Sólo ha vencido a esclavos, los hombres son asunto mío".»
 Y, en efecto, los venció como ningún otro, con armas más temibles que las de los conquistadores; él, que no poseía más que una alforja, el menos propietario de los mendigos, verdadero santo de la risotada.
 Tenemos que agradecer el azar que le hizo nacer antes de la llegada de la Cruz. ¿Quién sabe si, injertada en su desapego, una malsana tentación de aventura extrahumana le hubiera inducido a llegar a ser un asceta cualquiera, canonizado más tarde y perdido en la masa de los bienaventurados y del calendario? Entonces es cuando se hubiera vuelto loco, él, el ser más profundamente normal, porque estaba alejado de toda enseñanza y toda doctrina. Fue el único que nos reveló el rostro repugnante del hombre. Los méritos del cinismo fueron empañados y pisoteados por una religión enemiga de la evidencia. Pero ha llegado el momento de oponer a las verdades del Hijo de Dios las de este «perro celestial» como le llamó un poeta de su tiempo.




 El equívoco del genio

 Toda inspiración procede de una facultad de exageración: el lirismo  y el mundo entero de la metáfora  sería una excitación lamentable sin esa fogosidad que hincha las palabras hasta hacerlas estallar. Cuando los elementos o las dimensiones del cosmos parecen demasiado reducidos para servir de términos de comparación a nuestros estados, la poesía no espera  para superar su fase de virtualidad y de inminencia  más que un poco de claridad en las emociones que la prefiguran y la hacen nacer. No hay verdadera inspiración que no surja de la anomalía de un alma más vasta que el mundo... En el incendio verbal de un Shakespeare y de un Shelley sentimos la ceniza de las palabras, desecho y relente de la imposible demiurgia. Los vocablos se incrustan los unos en los otros, como si ninguno pudiera alcanzar el equivalente de la dilatación interior; es la hernia de la imagen, la ruptura trascendente de las pobres palabras, nacidas del uso cotidiano y ascendidas milagrosamente a las alturas del corazón. Las verdades de la belleza se nutren de exageraciones que, ante un poco de análisis, se revelan monstruosas y ridículas. La poesía: divagación cosmogónica del vocabulario... ¿Se ha combinado alguna vez más eficazmente el charlatanismo y el éxtasis? ¡La mentira, fuente de las lágrimas!, esta es la impostura del genio y el secreto del arte. ¡Naderías infladas hasta el cielo; lo improbable, generador de universos! Es que en todo genio coexiste un marsellés y un Dios.




 Idolatría de la desdicha

 Todo lo que construimos más allá de la existencia bruta, todas las fuerzas múltiples que dan una fisonomía al mundo, las debemos a la Desdicha, arquitecto de la diversidad, factor inteligible de nuestras acciones. Lo que su esfera no engloba, nos supera: ¿qué sentido podría tener para nosotros un acontecimiento que no nos aplastase? El Futuro nos espera para inmolarnos: el espíritu no registra más que la fractura de la existencia y los sentidos sólo vibran aun en la expectativa del mal... Así, pues, ¿cómo no inclinarse sobre el destino de Lucila de Chateaubriand o de la Günderode, y no repetir con la primera: «Me dormiría con un sueño de muerte sobre mi destino», o no embriagarse con la desesperación que hundió el puñal en el corazón de la otra? Con excepción de ciertos ejemplos de melancolía exhaustiva y de ciertos suicidios no vulgares, los hombres no son más que fantoches atiborrados de glóbulos rojos para prohijar la historia y sus muecas.
 Cuando, idólatras de la desdicha, hacemos de ella el agente y la sustancia del devenir, nos bañamos en la limpidez de la suerte prescrita, en una aurora de desastres, en una gehena fecunda... Pero cuando, creyendo haberla agotado, tememos sobrevivirla, la existencia se oscurece y ya no deviene. Y tenemos miedo de readaptarnos a la Esperanza..., de traicionar nuestra desdicha, de traicionarnos...




 El demonio

 Ahí está, en el brasero de la sangre, en la amargura de cada célula, en el estremecimiento de los nervios, en esas oraciones al revés que exhala el odio, por doquiera que hace del horror, su confort. ¿Le dejaré socavar mis horas, cuando podría, cómplice meticuloso de mi destrucción, vomitar mis esperanzas y desistir de mí mismo? Comparte  inquilino criminal  mi posada, mis olvidos y mis vigilias; para perderle, me es necesario perderme. Y cuando sólo se tiene un cuerpo y un alma, el uno demasiado pesado y la otra demasiado oscura, ¿cómo sobrellevar aún un suplemento de peso y de tinieblas? ¿Cómo arrastrar nuestros pasos en un tiempo negro? Sueño con un minuto dorado, fuera del devenir, con un minuto soleado, trascendente al tormento de los órganos y a la melodía de su descomposición.
 ¿Escuchar los lamentos de agonía y de gozo del Mal que se retuerce en tus pensamientos y no estrangular a tal intruso? Pero si le golpeas, sólo será por una complacencia inútil contigo mismo. Es ya tu seudónimo; no sabrías hacerle violencia impunemente. ¿Por qué torcerse cuando se acerca el último acto? ¿Por qué no ensañarte con tu propio nombre?
 (Sería enteramente falso creer que la «revelación» demoníaca es una presencia inseparable de nuestra duración; sin embargo, cuando se apodera de nosotros, no podemos imaginar la cantidad de instantes neutros que hemos vivido antes. Invocar al diablo es colorear con un resto de teología una excitación equívoca, que nuestro orgullo rehúsa aceptar como tal. Pero, ¿quién desconoce esos temores, en los cuales uno se encuentra frente al Príncipe de las Tinieblas? Nuestro orgullo precisa de un nombre, de un gran nombre para bautizar una angustia, que sería lastimosa si no emanase más que de la filosofía. La explicación tradicional nos parece más halagadora; un residuo metafísico sienta bien al espíritu...
 Es así como para velar nuestro mal demasiado inmediato, recurrimos a entidades elegantes. aunque ya en desuso. ¿Cómo admitir que nuestros vértigos más misteriosos no proceden más que de malestares nerviosos, mientras que nos basta pensar en el Demonio en nosotros o fuera de nosotros, para erguirnos inmediatamente? De nuestros ancestros nos viene esta propensión a objetivar nuestros males íntimos; la mitología ha impregnado nuestra sangre y la literatura ha cultivado en nosotros el gusto por los efectos...)




La irrisión de una «nueva vida»

 Clavados a nosotros mismos, carecemos de la facultad de apartarnos del camino inscrito en la inanidad de nuestra desesperación. ¿Exceptuarnos de la vida porque no constituye nuestro elemento? Nadie expide certificados de inexistencia. Nos vemos obligados a perseverar en la respiración, a sentir el aire quemar nuestros labios, a acumular pesares en el corazón de una realidad que no hemos deseado y renunciar a dar una explicación al Mal que cultiva nuestra perdición. Cuando cada momento del tiempo se precipita sobre nosotros como un puñal y nuestra carne, instigada por los deseos, rehúsa petrificarse, ¿cómo afrontar un solo instante añadido a nuestra suerte? ¿Con ayuda de qué artificios encontraríamos la fuerza de ilusión suficiente para ir en busca de otra vida, de una nueva vida?
 Y es que todos los hombres que lanzan una mirada sobre sus ruinas pasadas se imaginan  para evitar las ruinas futuras  que está en su mano iniciar otra vez algo radicalmente nuevo. Se hacen una promesa solemne y esperan un milagro que les sacaría de ese abismo mediocre en el que el destino les ha hundido. Pero nada sucede. Todos continúan siendo los mismos, modificados únicamente por la acentuación de esa tendencia a decaer que es su distintivo. No vemos en torno a nosotros sino inspiraciones y ardores degradados: todo hombre lo promete todo, pero todo hombre vive para conocer la fragilidad de su destello y la falta de genialidad de la vida. La autenticidad de una existencia consiste en su propia ruina. El florecimiento de nuestro porvenir: camino de apariencia gloriosa y que conduce a un fracaso; la realización de nuestros dones: camuflaje de nuestra gangrena... Bajo el Sol triunfa una primavera de carroñas. La Belleza misma no es más que la muerte pavoneándose en los capullos...
 No he conocido ninguna «nueva» vida que no fuese ilusoria y estuviese amenazada en sus raíces. He visto a cada hombre avanzar en el tiempo para aislarse en una rumia angustiada y recaer en sí mismo, a guisa de renovación, la mueca imprevista de sus propias esperanzas.




 Triple aporía

 El espíritu descubre la Identidad; el alma, el Hastío; el cuerpo; la Pereza. Es un mismo principio de invariabilidad, expresado diferentemente bajo las tres formas del bostezo universal.
 La monotonía de la existencia justifica la tesis racionalista; nos revela un universo legal, donde todo está previsto y ajustado; la barbarie de alguna sorpresa no viene a turbar su armonía.
 Si el mismo espíritu descubre la Contradicción, la misma alma, el Delirio, el mismo cuerpo, el Frenesí, es para dar a luz nuevas irrealidades, para escapar a un universo demasiado manifiestamente invariable; y es la tesis anti racionalista la que triunfa. La eflorescencia de absurdos descubre una existencia ante la cual toda claridad de visión se muestra de una indigencia irrisoria. Es la agresión perpetua de lo Imprevisible.
 Entre estas dos tendencias, el hombre despliega su equívoco: al no encontrar su lugar en la vida, ni en la Idea, se cree predestinado a lo Arbitrario; sin embargo, la embriaguez de su libertad no es más que un zarandeo en el interior de una fatalidad, pues la forma de su destino no está menos determinada que la de un soneto o la de un astro.

 Cosmogonía del deseo

 Habiendo vivido y verificado todos los argumentos contra la vida, la he despojado de sus sabores y, enfangado en sus heces, he sentido su desnudez. He conocido la metafísica postsexual, el vacío del universo inútilmente procreado y esa disipación de sudor que nos hunde en un frío inmemorial, anterior a los furores de la materia. Y he querido ser fiel a mi saber, constreñir los instintos a amodorrarse y he constatado que no sirve de nada manejar las armas de la Nada si uno no puede volverlas contra sí mismo. Pues la irrupción de los deseos, en medio de nuestros conocimientos que los invalida, crea un conflicto temible entre nuestro espíritu enemigo de la creación y el trasfondo irracional que nos une a ella.
 Cada deseo humilla la suma de nuestras verdades y nos obliga a reconsiderar nuestras negaciones. Sufrimos una derrota en la práctica; sin embargo, nuestros principios permanecen inalterables... Esperábamos no ser ya hijos de este mundo y henos aquí sometidos a los apetitos como ascetas equívocos, dueños del tiempo y enfeudados en las glándulas. Pero este juego no tiene límite: cada uno de nuestros deseos recrea el mundo y cada uno de nuestros pensamientos lo aniquila... En la vida de todos los días alternan la cosmogonía y el apocalipsis: creadores y demoledores cotidianos, practicamos a una escala infinitesimal los mitos eternos; y cada uno de nuestros instantes reproduce y prefigura el destino de semen y de ceniza adjudicado al Infinito.




 Interpretación de los actos

 Nadie ejecutaría el acto más ínfimo sin el sentimiento de que ese acto es la sola y única realidad. Esta ceguera es el fundamento absoluto, el principio indiscutible de todo lo que existe. El que lo discute prueba solamente que él existe menos, que la duda ha socavado su vigor... Pero incluso en medio de sus dudas tiene que sentir la importancia de su encaminamiento hacia la negación. Saber que nada vale la pena se convierte implícitamente en una creencia, por ende en una posibilidad de acto; sucede que incluso una pizca de existencia presupone una fe inconfesada; un simple paso  aunque sólo fuera hacia una apariencia de realidad  es una apostasía respecto a la nada; la misma respiración procede de un fanatismo en germen, como toda participación en el movimiento...
 Desde salir a dar una vuelta hasta la matanza, el hombre no recorre la gama de los actos más que porque no percibe su sinsentido: todo lo que se hace sobre la tierra emana de una ilusión de plenitud en el vacío, de un misterio de la Nada...
 Fuera de la Creación y de la Destrucción del mundo, todas las empresas son igualmente nulas.

 La vida sin objeto

 Ideas neutras como ojos secos; miradas lúgubres que quitan a las cosas todo relieve; autoauscultaciones que reducen los sentimientos a fenómenos de atención; vida vaporosa, sin llantos ni risas, ¿cómo inculcaros una savia, una vulgaridad primaveral? ¿Y cómo soportar ese corazón dimisionario y ese tiempo demasiado embotado para transmitir aún a sus propias estaciones el fermento del crecimiento y la disolución?
 Cuando has visto en toda convicción una deshonra y en todo apegamiento una profanación, ya no tienes derecho a esperar, ni en este mundo ni en el otro, un destino modificado por la esperanza. Se te hace preciso elegir un promontorio ideal, ridículamente solitario, o una estrella farsante, rebelde a las constelaciones. Irresponsable por tristeza, tu vida ha ridiculizado sus instantes; pero la vida es la piedad de la duración, el sentimiento de una eternidad danzarina, el tiempo que se sobrepasa y rivaliza con el sol...

 Acedía

 Este estancamiento de los órganos, este embotamiento de las facultades, esa sonrisa petrificada, ¿no te recuerdan a menudo el hastío de los claustros, los corazones desiertos de Dios, la sequedad y la idiotez de monjes execrándose en el arrebato extático de la masturbación? No eres más que un monje, sin hipótesis divinas y sin el orgullo del vicio solitario.
 La tierra, el cielo, son las paredes de tu celda y, en el aire que ningún hálito agita, sólo reina la ausencia de la oración. Prometido a las horas huecas de la eternidad, a la periferia de los estremecimientos y a los deseos enmohecidos que se pudren al acercarse la salvación, te bamboleas hacia un Juicio sin fasto y sin trompetas, aunque tus pensamientos, por toda solemnidad, no han imaginado más que la procesión irreal de las esperanzas.
 A favor de las esperanzas, las almas se lanzaban otrora hacia las bóvedas; tú chocas contra ellas. Y vuelves a caer en el mundo como en una Trapa sin fe, arrastrándote por el bulevar, Orden de las mujeres públicas y de tu perdición.






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