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Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 16:25








Capítulo IV

La afinidad entre la reproducción y la muerte


La muerte, la corrupción y la vida que rebrota

Desde el primer momento, las prohibiciones respondieron, al parecer, a la necesidad de expulsar la violencia fuera del curso habitual de las cosas. No he podido ni me ha parecido necesario dar de una vez por todas la definición precisa de la violencia.1  A la larga, la unidad que hay en la significación que tienen las prohibiciones debiera salir a relucir partiendo de sus diversos desarrollos, que representan sus aspectos variados.
Nos encontramos con una primera dificultad: las prohibiciones que me parecen fundamentales se refieren a dos campos cuya oposición es radical. La muerte y la reproducción se oponen entre sí como la negación y la afirmación.
En principio, la muerte es lo contrario de una función cuyo fin es el nacimiento; pero esta oposición es reductible.
La muerte de uno es correlativa al nacimiento de otro; la muerte anuncia el nacimiento y es su condición. La vida es siempre un producto de la descomposición de la vida.  Antes que nada es tributaria de la muerte, que le hace un lugar; luego, lo es de la corrupción, que sigue a la muerte y que vuelve a poner en circulación las substancias necesarias para la incesante venida al mundo de nuevos seres.
Sin embargo, la vida no es por ello menos una negación de la muerte. Es su condena, su exclusión. Esta reacción es más fuerte en la especie humana que en ninguna otra. El horror a la muerte no solamente está vinculado al aniquilamiento del ser, sino también a la podredumbre que restituye las carnes muertas a la fermentación general de la vida.  De hecho, la oposición radical sólo se desarrolló a partir del profundo respeto ligado a la representación solemne de la muerte, tal como se da en la civilización idealista. El horror inmediato mantenía —vagamente al menos— la conciencia de una identidad entre el aspecto terrorífico de la muerte, con su corrupción maloliente, y esa condición elemental de la vida que nos revuelve las tripas. Para los pueblos arcaicos, el momento de la angustia extrema está ligado a la fase de descomposición: los huesos blanqueados ya no tienen el aspecto intolerable de las carnes corrompidas, que sirven de alimento a los parásitos. De una manera confusa, los supervivientes ven, en la angustia provocada por la corrupción, una expresión del rencor cruel y del odio de que son objeto por parte del muerto, y que los rituales del duelo tienen como objeto apaciguar. Pero luego piensan que los huesos blanqueados responden al apaciguamiento de este odio. Esos huesos, que les parecen venerables, introducen una primera apariencia decente —solemne y soportable— de la muerte.  Ese aspecto es aún angustiante, pero ya no posee el exceso de virulencia activa de la podredumbre.
Los huesos blanqueados ya no abandonan a los supervivientes a la amenaza viscosa y pegajosa que no puede sino provocar asco. Esos huesos ponen fin al emparejamiento fundamental entre la muerte y esa descomposición de la que brota una vida profusa. Pero en un tiempo en que las reacciones humanas primeras estaban más cerca, la reunión de esos dos términos pareció tan necesaria que Aristóteles aún decía que ciertos animales, formados, según creía él, espontáneamente en la tierra o en el agua, habían nacido de la corrupción.2  El poder que tiene la podredumbre para engendrar es una creencia ingenua que responde al horror, mezclado con atracción, que esa podredumbre despierta en nosotros. Esta creencia está en la base de lo que fue nuestra idea de la naturaleza, de la naturaleza mala, de la naturaleza que da vergüenza: la corrupción resumía ese mundo del cual hemos salido y al cual volvemos; en esta representación, el horror y la vergüenza estaban ligados a la vez a nuestro nacimiento y a nuestra muerte.
Esas materias deleznables, fétidas y tibias, de aspecto horroroso, donde la vida fermenta, esas materias donde bullen huevos, gérmenes y gusanos, están en el origen de las reacciones decisivas que denominamos náusea, repulsión, asco. Más allá de la aniquilación que vendrá y que caerá con todo su peso sobre el ser que soy, que espera seguir siendo, y cuyo sentido mismo es, más que ser, el de esperar ser (como si yo no fuera la presencia que soy, sino el porvenir que espero y que no obstante no soy), la muerte anunciará mi retorno a la purulencia de la vida.  Así puedo presentir —y vivir en la espera— esa purulencia multiplicada que celebra en mí anticipadamente el triunfo de la náusea.


La náusea y el ámbito de la náusea en su conjunto

En la muerte de otro, cuando esperábamos, quienes sobrevivimos, que continuaría la vida de ese que reposa inmóvil cerca de nosotros, súbitamente nuestra espera se resuelve en nada. Un cadáver no es nada, pero ese objeto, ese cadáver, está marcado ya de entrada con el signo de la nada. Para nosotros, para quienes seguimos vivos, ese cadáver, cuya purulencia próxima nos amenaza, no responde por su parte a ninguna espera semejante a la que fue la nuestra cuando ese hombre ahí tendido vivía aún, sino a un temor. Así, ese objeto es menos que nada, o peor que nada.
En relación con este carácter, el temor, que es fundamento del asco, no está motivado por un peligro objetivo. La amenaza en cuestión no es justificable objetivamente. No hay ninguna razón para ver en el cadáver de un hombre nada que no veamos en un animal muerto, en una pieza de caza por ejemplo. El alejamiento horrorizado que una corrupción avanzada provoca no tiene un sentido inevitable en sí mismo. En el mismo orden de ideas tenemos un conjunto de conductas artificiales. El horror que nos producen los cadáveres está cerca del sentimiento que nos producen las deyecciones de procedencia humana. Este parecido tiene tanto más sentido aún si tenemos en cuenta que los aspectos de la sensualidad que calificamos de obscenos nos producen un horror análogo. Los conductos sexuales evacuan deyecciones; calificamos a esos conductos como «las vergüenzas», y asociamos a ellos el orificio anal. San Agustín insistía una y otra vez en lo obsceno de los órganos y la función reproductivos. «ínter jaeces et urinam nascimur», decía: «Nacemos entre las heces y la orina». Nuestras materias fecales no son objeto de una prohibición formulada por unas reglas sociales meticulosas, análogas a las que cayeron sobre el cadáver o sobre la sangre menstrual. Pero, en conjunto, a través de deslizamientos, se fue formando un ámbito común a la porquería, la corrupción y la sexualidad, elementos cuyas conexiones son muy evidentes. En principio, fueron contigüidades de hecho, venidas de fuera, las que determinaron el conjunto del terreno. Pero su existencia no tiene por ello un carácter menos subjetivo; en efecto, la náusea varía según las personas, y su razón de ser objetiva se nos escapa. El cadáver, que sucede al hombre vivo, ya no es nada; por ello no es nada tangible lo que objetivamente nos da náuseas; nuestro sentimiento es el de un vacío, y lo experimentamos desfalleciendo.
No nos es fácil hablar de esas cosas que por sí mismas no son nada. Pero se manifiestan, y a menudo con una fuerza sensible que no tienen los objetos inertes, aquellos cuyas solas cualidades objetivas llegan hasta nosotros. ¿Cómo decir que esa cosa maloliente no es nada? Pero si protestamos, es porque, humillados, nos negamos a ver. Creemos que una deyección nos repugna a causa de su mal olor. ¿Pero olería mal si no se hubiera hecho objeto de nuestro asco? Nos ha costado poco olvidar el esfuerzo que debemos hacer para comunicar a nuestros hijos las aversiones que nos constituyen, que hicieron de nosotros seres humanos. Nuestros hijos, por sí mismos, no comparten nuestras reacciones. Puede que no les guste un alimento y lo rechacen. Pero hemos de enseñarles mediante un lenguaje de gestos y, si hace falta, mediante la violencia, la extraña aberración que es el asco, que nos afecta hasta el punto de hacernos desfallecer, y cuyo contagio ha llegado a nosotros desde los primeros hombres. Nos ha llegado a través de innumerables generaciones de niños regañados.
Nuestra equivocación está en tomarnos a la ligera unas enseñanzas sagradas que, desde hace milenios, transmitimos a los niños, pero que, en otro tiempo, tenían una forma diferente. El ámbito constituido por el asco y la náusea es, en conjunto, efecto de esas enseñanzas.
El movimiento pródigo de la vida y el miedo a sus impulsos
Leyendo todo esto, lo que podría abrirse en nosotros es un vacío. Lo que vengo diciendo no tiene otro sentido que ese vacío.
Pero ese vacío se abre en un punto determinado. Lo abre por ejemplo la muerte.  Ese vacío es el cadáver en cuyo interior la muerte introduce la ausencia; es la podredumbre ligada a esta ausencia. Puedo acercar mi horror a la podredumbre (tan profundamente prohibida que me la sugiere la imaginación, no la memoria), al sentimiento que tengo de obscenidad. Puedo decirme que la repugnancia, que el horror, es el principio de mi deseo; puedo decirme que si perturba mi deseo es en la medida en que su objeto no abre en mí un vacío menos profundo que la muerte.  Sin olvidar que, de entrada, ese deseo está hecho con su contrario, que es el horror.
En su impulso primero, este pensamiento excede la medida.
Se requiere mucha fuerza para darse cuenta del vínculo que hay entre la promesa de vida —que es el sentido del erotismo—, y el aspecto lujoso de la muerte. Que la muerte sea también el primer tiempo del mundo, la humanidad se pone de acuerdo en no reconocerlo. Con una venda sobre los ojos nos negamos a ver que sólo la muerte garantiza incesantemente una resurgen-cia sin la cual la vida declinaría. Nos negamos a ver que la vida es un ardid ofrecido al equilibrio, que toda ella es inestabilidad y desequilibrio, que ahí se precipita. La vida es un movimiento tumultuoso que no cesa de atraer hacia sí la explosión. Pero, como la explosión incesante la agota continuamente, sólo sigue adelante con una condición: que los seres que ella engendró, y cuya fuerza de explosión está agotada, entren -en la ronda con nueva fuerza para ceder su lugar a nuevos seres.3
No podríamos imaginar un procedimiento más dispendioso. En cierto sentido, la vida es posible, se produciría fácilmente sin exigir ese despilfarro inmenso, ese lujo de la aniquilación, tan impresionante. Comparado con el del infusorio, el organismo del mamífero es un abismo donde se pierden unas cantidades desorbitadas de energía. Pero esas cantidades no son reducidas a la nada cuando permiten el desarrollo de otras posibilidades. Pero debemos representarnos el ciclo infernal hasta el punto más extremo. El crecimiento de los vegetales implica el amontonamiento incesante de sustancias disociadas, corrompidas por la muerte. Los herbívoros engullen montones de sustancia vegetal viva, antes de ser comidos ellos mismos, antes de responder con ello al movimiento de devoración del carnívoro. Al final no queda nada, excepto el feroz depredador, o su despojo, que se convierte a su vez en presa de las hienas y de los gusanos. Desde un punto de vista que correspondería al sentido de ese movimiento, cuanto más dispendiosos son los procedimientos que engendran la vida, más costosa es la producción de organismos nuevos. ¡Y mayor éxito tiene entonces la operación! El deseo de producir con poco gasto es pobremente humano. Y aún es, en la humanidad, el principio estrecho del capitalista, del administrador de una «sociedad» o del individuo aislado que revende con la esperanza de engullir al final (pues siempre son engullidos de alguna manera) los beneficios acumulados. Si tomamos en consideración la vida humana en su globalidad, veremos que ésta aspira a la prodigalidad hasta la angustia; hasta la angustia, hasta el límite en que la angustia ya no es tolerable. El resto es cháchara de moralista. ¿Cómo, con lucidez, no lo veríamos? ¡Todo nos lo indica! En nosotros, una febril agitación pide a la muerte que ejerza su estrago a expensas nuestras.
Salimos al encuentro de esas pruebas multiplicadas, de esos nuevos comienzos estériles, de ese derroche de fuerzas vivas que tiene lugar en el paso de unos seres que envejecen a otros más jóvenes. En el fondo, nosotros queremos la condición inadmisible que de ello resulta, la del ser aislado, asignado al dolor y al horror de la aniquilación. De no ser la náusea que acompaña a esa condición, tan horrible que un pánico silencioso suele producirnos el sentimiento de lo imposible, no estaríamos satisfechos. Pero nuestros juicios se forman bajo el impacto de incesantes decepciones que acompañan a ese movimiento mientras esperamos obstinadamente un apaciguamiento; la capacidad que tenemos de hacernos entender y la obcecación con que resolvemos quedarnos están en razón directa. Pues en la cumbre de la convulsión que nos forma, la testarudez de la ingenua esperanza de su cese no puede sino agravar la angustia mediante la cual la vida entera condenada al movimiento inútil añade a la fatalidad el lujo de un suplicio apetecido. Pues, si es inevitable para el hombre ser un lujo, ¿qué decir del lujo que es la angustia?


El «no» que el hombre opone a la naturaleza

En último lugar, las reacciones humanas precipitan el movimiento; la angustia precipita el impulso y al mismo tiempo lo hace más sensible. En principio, la actitud del hombre es de rechazo. El hombre se sublevó para no seguir más el movimiento que le impulsaba; pero de ese modo no pudo hacer otra cosa que precipitarlo hasta una velocidad vertiginosa.
Si en las prohibiciones esenciales vemos el rechazo que opone el ser a la naturaleza entendida como derroche de energía viva y como orgía del aniquilamiento, ya no podemos hacer diferencias entre la muerte y la sexualidad. La sexualidad y la muerte sólo son los momentos agudos de una fiesta que la naturaleza celebra con la inagotable multitud de los seres; y ahí sexualidad y muerte tienen el sentido del ilimitado despilfarro al que procede la naturaleza, en un sentido contrario al deseo de durar propio de cada ser.
A largo o a corto plazo, la reproducción exige la muerte de quienes engendran; y quienes engendran no lo hacen nunca sino para extender la aniquilación (del mismo modo que la muerte de una generación exige una nueva generación). La analogía, en el espíritu humano, entre la podredumbre y los aspectos variados de la actividad sexual, completa la mezcla entre las náuseas que nos oponen a ambas cosas. Las prohibiciones en las que tomó forma una reacción única con dos fines distintos pudieron ser consecutivas; e incluso es concebible un largo período de tiempo entre la prohibición vinculada a la muerte y la que tiene por objeto la reproducción (las cosas más perfectas suelen formarse a tientas, por aproximaciones sucesivas). Pero para nosotros su unidad no es menos sensible; para nosotros se trata de un complejo indivisible. Como si el hombre hubiese captado inconscientemente y de una sola vez lo que la naturaleza tiene de imposible (lo que nos es dado) cuando exige seres a los que promueve a participar en esa furia destructora que la anima y que nada saciará jamás. La naturaleza exigía que se sometieran ¿qué digo?, que se abalanzaran a esa destrucción. La posibilidad humana dependió del momento en que, presa de un vértigo insuperable, un ser se esforzó en decir que no.
¿Un ser se esforzó? Jamás en efecto los hombres opusieron a la violencia (al exceso del que se trata) un no definitivo. En ciertos momentos de desfallecimiento, se cerraron al movimiento de la naturaleza; pero se trataba de un tiempo de detención, no de una inmovilidad última.
Ahora, más allá de lo prohibido, debemos ocuparnos de la transgresión.







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