Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 3 - Una Vision - Links,

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 20:32






III. Una visión 




Una noche, dos o tres semanas después del regreso nupcial, cuando su hijo ya se había acostado, Rhoda permaneció sentada durante largo rato junto a las cenizas del fuego de la turba. Estaba frente a ellas, las había estado atizando para apagarlas, y ahora contemplaba
con tanta intensidad; por encima de los rescoldos, a la recién casada tal y como se le presentaba en su imaginación que se olvidó del tiempo. Finalmente, cansada por el trabajo del día, se retiró también.
Pero la figura que tanto la había obsesionado durante aquel día y los anteriores no iba a verse desterrada durante la noche. Por primera vez Gertrude Lodge visitó en sueños a la mujer que había suplantado. Rhoda Brook soñó —pues sus afirmaciones de que realmente la había visto, antes de quedarse dormida, no iban a ser creídas— que la joven esposa, con su pálido vestido de seda y su sombrerito blanco, pero con las facciones espantosamente desfiguradas y arrugadas como por la edad, estaba sentada encima de su tórax mientras ella yacía dormida en la cama. La presión del cuerpo de la señora Lodge se hizo mayor; los azules ojos observaban cruel y furtivamente el rostro de Rhoda; y entonces la figura extendió su mano izquierda en un gesto de burla, como para hacer que el anillo de casada que llevaba puesto centelleara ante los ojos de Rhoda. La mujer dormida, enloquecida mentalmente y casi asfixiada por la presión forcejeó; el personaje de la pesadilla, mirándola todavía, se retiró hasta los pies de la cama, sólo, sin embargo, para volver a aproximarse poco a poco, ocupar de nuevo su lugar y hacer brillar su mano izquierda como antes.
Anhelando en busca de aire, Rhoda, en un último esfuerzo desesperado, sacó su mano derecha, agarró por su entrometido brazo izquierdo al espectro que le hacía frente y lo hizo rodar hasta el suelo mientras se levantaba rápidamente con un grito sofocado.
—¡Oh, Dios misericordioso! —gritó, empapada de sudor frío, sentándose en el borde de la cama—; ¡no ha sido un sueño... ella estaba aquí!
Aún podía sentir el brazo de su antagonista mientras lo agarraba: parecía en verdad de carne y hueso. Miró hacia el suelo, al lugar al que había hecho rodar al espectro, pero no vio nada, no había nada.
Rhoda Brook no volvió a dormirse aquella noche, y al ir a ordeñar a la mañana siguiente todos advirtieron cuán pálida y ojerosa estaba. La leche que extraía caía en el cubo temblorosa; ni siquiera su mano se había tranquilizado todavía, y aún conservaba el tacto del brazo. Volvió a casa para desayunar tan cansada como si hubiera sido la hora de cenar.
—¿Qué fue ese ruido que hubo esta noche en tu cuarto, madre? —le preguntó su hijo—. ¿Te caíste de la cama?
—¿Oíste caer algo? ¿A qué hora?
—Justo cuando el reloj estaba dando las dos.
Ella no se lo pudo explicar, y cuando hubieron terminado de desayunar, Rhoda se puso a hacer sus quehaceres domésticos en silencio, ayudada por el muchacho, pues éste detestaba ir al campo, a las granjas, y ella era indulgente con sus aversiones. Entre las once y las doce oyó que alguien abría la portezuela del jardín y levantó la mirada hasta la ventana. A la entrada del jardín, pasada ya la portezuela, estaba la mujer de la visión. Rhoda se quedó traspuesta.
—¡Ah, dijo que vendría! —exclamó el muchacho, al reparar también en ella.
—¿Dijo eso? ¿Cuándo? ¿Cómo nos conoce?
—La vi y hablé con ella. Hablé con ella ayer.
—Te tengo dicho —dijo la madre enrojeciendo de indignación— que nunca hables con nadie de esa casa, y que no vayas por allí.
—Yo no le hablé hasta que ella me habló. Y no fui por allí. Me la encontré en la carretera.
—¿Qué le dijiste?
—Nada. Ella me dijo: «¿No eres tú el pobre chico que tenía que llevar aquel pesado bulto desde el mercado?», y me miró las botas, y dijo que no conservarían secos mis pies si llovía, porque estaban muy agrietadas. Le dije que vivía con mi madre y que nos daba bastante quehacer mantenernos, y así fue todo; y ella dijo entonces: «Iré a tu casa y te llevaré unas
botas mejores, y veré a tu madre.» Da cosas a la gente de los prados vecinos.
La señora Lodge estaba ya al lado de la puerta —no con seda, como Rhoda había soñado en su alcoba, sino con un sombrero de mañana y un vestido ligero de tela corriente, que le sentaba mejor que la seda—. Llevaba una cesta colgada del brazo.
La impresión que le quedaba de la experiencia nocturna era todavía fuerte. La Brook casi había esperado ver las arrugas, el desprecio y la crueldad en el rostro de la visita. Habría escapado del encuentro, si la huida hubiera sido posible. Pero no había puerta trasera en la cabaña, y unos instantes después el muchacho había levantado el picaporte ante la suave llamada de la señora Lodge.
—Veo que he venido a la casa indicada —dijo ésta, mirando al chico y sonriendo—. Pero no he estado segura hasta que has abierto tú la puerta.
La figura y los movimientos eran los del fantasma; pero su voz era tan indescriptiblemente dulce, su mirada tan encantadora, su sonrisa tan tierna, tan distinta de la del visitante nocturno de Rhoda, que ésta apenas podía creer en la evidencia que le mostraban sus sentidos. Se alegró sinceramente de no haberse escondido por pura aversión, como se había sentido inclinada a hacer. La señora Lodge traía en su cesta el par de botas que le había prometido al muchacho y otras prendas de vestir de utilidad.
Ante esta demostración de buenos sentimientos hacia ella y los suyos, el corazón de Rhoda le hizo amargos reproches. Aquella joven inocente tenía que recibir su bendición y no su maldición. Cuando se marchó pareció que una luz se había ido del lugar. Dos días después volvió para saber si las botas eran del número adecuado; y, antes de que pasaran dos semanas desde ese día, hizo otra visita a Rhoda. En esta ocasión el muchacho no estaba.
—Ando mucho —dijo la señora Lodge—, y su casa es la más cercana fuera de nuestro distrito. Espero que se encuentre usted bien. No tiene muy buen aspecto.
Rhoda le dijo que se encontraba bastante bien; y, en efecto, aunque era la más pálida de las dos, había más fuerza y más resistencia en sus bien dibujadas facciones y en su cuadrado esqueleto que en la joven mujer de suaves mejillas que estaba frente a ella. La conversación se hizo bastante confidencial en lo referente a las fuerzas y flaquezas de ambas; y cuando la señora Lodge ya se iba, Rhoda dijo:
—Espero que no le siente mal el aire de por aquí, señora, y que no le haga daño la humedad de los pastizales.
La más joven contestó que no se preocupara por ello, ya que su salud era buena por lo general.
—Aunque, ahora que me acuerdo —añadió—, tengo una pequeña dolencia que me tiene perpleja. No es nada grave, pero no lo puedo entender.
Se descubrió la mano y el brazo izquierdos; y la forma de éste se apareció ante la vista de Rhoda como el exacto original del miembro que había contemplado y agarrado en su sueño. Sobre la superficie rosa y redondeada del brazo había unas débiles señales de un color malsano, como producidas por un agarrón brutal. Los ojos de Rhoda parecieron quedarse clavados en las manchas; se le antojó que discernía en ellas las huellas de sus propios cuatro dedos.
—¿Cómo sucedió? —dijo de manera lacónica.
—No puedo decírselo —contestó la señora Lodge, negando con la cabeza—. Una noche, cuando estaba profundamente dormida, soñando que estaba lejos, en algún lugar extraño, sentí un dolor repentino ahí, en el brazo, tan agudo que me despertó. Debo de haberme dado un golpe durante el día, supongo, aunque no recuerdo habérmelo dado. —Y añadió, riéndose: Le digo a mi marido que parece como si él hubiera tenido un arrebato de cólera y me hubiera pegado ahí. ¡Oh, supongo que desaparecerá pronto!
—¡Ja, ja! Sí... ¿Y qué noche sucedió?
La señora Lodge pensó, y dijo que haría dos semanas al día siguiente.
—Cuando me desperté no podía recordar dónde estaba —añadió—; hasta que el reloj, que en aquel momento estaba dando las dos, me lo recordó.
Había mencionado la noche y la hora del encuentro de Rhoda con el espectro, y la Brook sintió un escalofrío de culpabilidad. El mero descubrimiento la sobrecogió; no razonó acerca de los caprichos del azar, y todas las circunstancias de aquella horrible noche volvieron a su mente con redoblada intensidad.
—Oh ¿es posible —se dijo a sí misma cuando su visita hubo partido— que yo ejerza un poder maligno sobre la gente en contra de mi propia voluntad?
Sabía que desde que había caído en desgracia se la había llamado bruja a sus espaldas; pero como nunca había comprendido por qué razón se le había atribuido aquel estigma en particular no había hecho ningún caso. ¿Podría ser aquello la explicación? ¿Habrían sucedido alguna vez, antes, cosas como aquélla?













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