Filosofia: Cioran - Desgarradura - Parte 9 - Esbozos del vertigo - Parte 4 del libro - Links a los ocho textos que anteceden

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 1:04





IV

 Epicteto: "La felicidad no consiste en adquirir y gozar sino en no desear". Si la sabiduría se define por oposición al Deseo, es porque pretende hacernos superiores tanto a las decepciones corrientes como a las decepciones dramáticas, inseparables unas y otras del hecho de desear, de esperar. Especializada en el arte de hacer frente a los "golpes de la fortuna", la sabiduría intenta preservarnos sobre todo de las decepciones capitales. Quienes más lejos llevaron este arte fueron los estoicos. Según ellos, el sabio ocupa una posición excepcional en el universo: los dioses están al abrigo del infortunio, el sabio está por encima de él, investido de una fuerza que le permite vencer todos sus deseos, mientras que los dioses siguen sometidos a los suyos, viven aún en la servidumbre. ¿Cómo alcanza el sabio lo insólito, cómo consigue ser superior a los demás seres? A primera vista no parece advertir el alcance de su situación: está muy por encima de los hombres y de los dioses, pero debe esperar algún tiempo para darse cuenta de ello. Podemos comprender que no le resulte fácil entender su posición, máxime ni nos preguntamos dónde y cuándo hemos visto una anomalía tan prodigiosa, un espécimen semejante de virtud y orgullo. Para Séneca, el sabio posee respecto a Júpiter el privilegio de poder despreciar las ventajas de este mundo, mientras que Júpiter no tiene ni la oportunidad ni el mérito de desdeñarlas, puesto que no las necesita y las rechaza de entrada.
 Jamás el hombre ha estado mejor considerado. ¿Dónde buscar el origen de visión tan exagerada? Nacido en Chipre, Zenón, padre del estoicismo, era un fenicio helenizado que hasta el fin de su vida conservó su calidad de meteco. Antístenes, fundador de la escuela cínica (cuya versión mejorada o deformada, como se prefiera, es el estoicismo), nació en Atenas de madre tracia. Es evidente que hay algo de no griego en estas doctrinas, un estilo de pensamiento y de vida procedente de otros horizontes. Podría sostenerse que todo lo que atrae y repele en una civilización avanzada es producto de los recién llegados, de los inmigrantes, de los marginados ávidos de deslumbrar..., de un hampa refinada.
 Con la llegada del cristianismo, el sabio dejó de ser un ejemplo; en su lugar comenzó a venerarse al santo, variedad convulsiva de aquél y por ello más accesible a las masas. A pesar de su difusión y de su prestigio, el estoicismo continuó siendo el privilegio de los refinados, la ética de los patricios. Desaparecidos éstos, tenía que desaparecer él también. El culto de la sabiduría iba a eclipsarse por mucho tiempo, casi podría decirse que para siempre. En cualquier caso, no se encuentra en ninguno de los sistemas modernos, todos ellos concebidos no tanto por anti sabios como por no sabios.

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 Si en vez de morir a los treinta y dos años, Juliano el Apóstata hubiera llegado a una edad avanzada, ¿habría conseguido sofocar la superstición naciente? Podemos dudarlo; él mismo debió dudarlo, pues de otro modo no habría ido a luchar contra los partos, arriesgando estúpidamente su vida, mientras un combate mucho más importante le esperaba. Sin duda sentía su empresa condenada al fracaso. Lo mismo le daba, pues, perecer en cualquier lugar de la periferia del imperio.

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 Acabo de leer en una biografía de Chejov que el libro que más anotó fue el de Marco Aurelio.
 He ahí un detalle que me colma tanto como una revelación.

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 ¿Cómo diferenciar las cosas que dependen de nosotros de las que no dependen? Yo no lo sé.
 A veces me siento responsable de todo lo que hago, aunque advierta, pensándolo bien, que he seguido un impulso del que no era dueño; en otras ocasiones, me creo condicionado y esclavizado sin haber hecho otra cosa que actuar de acuerdo con un razonamiento surgido fuera de toda coerción, incluso... racional.
 Imposible saber cuándo y cómo se es libre, cuándo y cómo manipulado. Si nos interrogáramos continuamente para identificar la naturaleza precisa de cada acto, desembocaríamos en el vértigo antes que en una conclusión. De lo cual se deduce que, si existiera una solución al problema del libre albedrío, la filosofía no tendría ninguna razón de existir.

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 Sólo eliminando lo perecedero, todo lo que nos importa, podemos concebir la eternidad; la cual es ausencia, es el ser que no cumple ninguna de las funciones del ser, privación erigida en no se sabe qué, o sea, nada o, a lo sumo, una ficción estimable.

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 Como el verdadero éxtasis, la euforia, éxtasis frívolo, no es un fenómeno natural sino una desviación, una herejía, un estado aberrante y sin embargo inesperado que siempre se paga. En consecuencia, cada vez que lo alcancemos debemos esperar una "expiación", inmediata o tardía, pero en todo caso inevitable. El júbilo produce, bajo cualquiera de sus formas y en grados diversos, jaqueca, náuseas o cualquier otra cosa igualmente deplorable y degradante.

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 Signo evidente de irrealización espiritual: toda reacción apasionada ante una crítica, y ese encogimiento del corazón en el instante en que nos sentimos aludidos de una u otra forma. Es el grito del viejo Adán dentro de cada uno de nosotros, la prueba de que no hemos superado aún nuestros orígenes. Mientras no aspiremos a ser despreciados, seremos como los demás, como aquellos a quienes despreciamos precisamente.

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 Durante toda su vida X., en vez de mirar las cosas de frente, ha hecho malabarismos con los conceptos y ha abusado de los términos sin referencia concreta. Ahora que tiene que pensar en su muerte, se siente acosado. Por fortuna, según su costumbre, se pierde en abstracciones y tópicos que su propia jerga realza. Un escamoteo prestigioso, eso es la filosofía. Todo es escamoteo, en el fondo, salvo esta aserción ligada a un orden de proposiciones que no nos atrevemos a poner en tela de juicio porque emanan de una certeza incontrolable, y como si fuera anterior a la aventura del cerebro.

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 Era en invierno, en el Jardín de Luxemburgo, poco después de su apertura. No había más que una pareja: él un viejo delgado y fogoso, ella una joven con aspecto de campesina. La niebla era tan densa que hasta de cerca parecían sombras. Cada diez pasos se detenían para besarse, precipitándose el uno contra el otro con un arrebato que yo no había visto nunca. ¿Era alegría o desesperación lo que provocaba ese frenesí a una hora tan temprana, tan poco propicia para las efusiones? Y si en la calle se comportaban así, ¿qué sería en la intimidad? Siguiéndoles, pensaba que toda acrobacia a dos es error, engaño, pero engaño aparte, error inclasificable.

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 ¿Para qué agitarse en plena noche, hacer toda clase de ejercicios, ingerir comprimidos? Para esperar el eclipse de ese fenómeno, de esa aparición nefasta que es la conciencia. Sólo un ser consciente, un enfermo, ha podido inventar una expresión como abismarse en el sueño. Abismo, pero abismo raro, inaccesible, abismo prohibido, sellado, en el que tanto nos gustaría desaparecer para siempre.

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 De joven soñaba con ponerlo todo patas arriba. He llegado a una edad en la que ya no se arrolla nada, en la que se es arrollado. ¿Qué ha ocurrido entre los dos extremos? Algo que es nada y todo: la informulable evidencia de que no se es ya el mismo, de que nunca se volverá a ser el mismo.

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 Cada individuo que desaparece arrastra consigo al universo entero: de golpe todo queda suprimido, todo. Justicia suprema que legitima y rehabilita a la muerte. Puesto que nada nos sobrevive, vayámonos sin pesar, ya que nuestra conciencia es la sola y única realidad: abolida ésta todo queda abolido, incluso si sabemos que objetivamente eso no es cierto y que en realidad nada nos acompaña, nada condesciende a desaparecer con nosotros.

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 Anuncio en un jardín público: "A causa del estado (edad y enfermedad) de los árboles, se procederá a su sustitución".
 ¡Conflicto generacional incluso aquí! El simple hecho de vivir, hasta para un vegetal, implica un coeficiente de fatalidad. De ahí que sólo nos sintamos satisfechos de respirar cuando olvidamos que nos hallamos vivos.

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 Nada estimula tanto como el relato de una conversión. En lugar de tonificantes, deberían prescribirse confesiones de iluminados, de regenerados: qué vitalidad, qué apetito de ilusión, qué resplandor en cualquier mentira nueva, e incluso vieja. En contacto con la verdad, por el contrario, todo se ensombrece, todo se vuelve hostil, como si su papel consistiera precisamente en dejarnos sin defensas.

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 Parece que en China escuchar con atención el tic tac de un reloj es para los refinados (o más bien era, porque todo esto huele a pasado) el placer más sutil. Esta atención en apariencia material al Tiempo es un ejercicio altamente filosófico del que se obtienen resultados maravillosos e inmediatos,   inmediatos solamente.

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 El Tedio, producto corrosivo de la obsesión del Tiempo, podría pulverizar hasta el granito.  ¡Y hay quien pide a engendros como yo que le hagan frente!

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 Toda una época de mi vida me resulta hoy apenas imaginable, hasta tal punto me es ajena. ¿Cómo pude ser quien fui? Mis entusiasmos de entonces me parecen hoy irrisorios, fiebre derrochada en vano.
 Si aplicara esta óptica al conjunto de mi vida, tal vez llegara a ver todo lo que he vivido como una superchería o una bufonada, o como lo inconcebible. ¿Y si fuera eso lo que se percibe en el momento de expirar? Pero no es preciso aguardar ese instante: gracias a algunos momentos de iluminación nos damos cuenta de que los cimientos de una existencia son tan frágiles como las apariencias que los ocultan y que ni siquiera nos queda el recurso de considerarlos podridos, puesto que son lisa y llanamente inexistentes.

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 Después de todo, la gente tiene razón no queriendo contemplar el Fin, sobre todo cuando se ve el estado de quienes lo intentan.

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 Nosotros olvidamos al cuerpo, pero el cuerpo no nos olvida a nosotros. ¡Maldita memoria de los órganos!

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 Siempre he deplorado tanto mis adhesiones como mis fobias.
 ¡Que no haya podido yo participar en la orgía de la abstención!

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 Lo que puede decirse carece de realidad. Únicamente existe e importa lo que no es posible expresar con palabras.

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 ¡Ay del libro que pueda leerse sin interrogarse constantemente sobre el autor!

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 Orgulloso de su "instinto", de su "olfato", Nietzsche sintió la importancia de un Dostoievski, pero cuántos errores cometió en contrapartida, qué admiración por cantidad de autores de segunda y tercera fila. Lo más desconcertante es que también él creyera que detrás de Shakespeare estaba Bacon, el menos poeta de los filósofos.
 Si hiciésemos una relación de todos sus desatinos advertiríamos que igualan en número y gravedad a los de Voltaire, con un atenuante a su favor: Nietzsche erró con frecuencia por su voluntad de ser o parecer frívolo, mientras que el otro no tuvo ninguna necesidad de hacer el esfuerzo.

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 Pensar es perseguir la inseguridad, atormentarse por futilidades grandiosas, recluirse en abstracciones con una avidez de mártir, buscar la complicación como otros buscan la destrucción o el beneficio. El pensador, por definición, codicia el tormento.

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 Si la muerte no fuera una solución, el hombre habría encontrado ya un medio de evitarla.

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 Para Alcmeón de Crotona, contemporáneo de Pitágoras, la enfermedad se debía a una ruptura del equilibrio entre lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco, elementos contrarios que nos constituyen. Cuando uno de ellos prevalece y dicta la ley, surge la enfermedad, es decir, la "monarquía" de uno de los elementos, mientras que la salud resultaría de la igualdad entre ellos.
 Hay algo de cierto en esta visión: todo desequilibrio nace de la preeminencia abusiva de algún órgano a expensas de los demás, de su ambición por imponerse, por proclamar, gritar su presencia: a fuerza de agitarse, de hacerse notar, importuna al organismo entero y compromete su porvenir. Un órgano enfermo es un órgano que se emancipa del cuerpo y lo tiraniza, destrozándolo y destrozándose él mismo, únicamente para alardear, para ser la "estrella".

    *

 No tiene ningún sentido decir que la muerte es el objeto de la vida. Pero, ¿qué otra cosa decir?

    *

 Trato de imaginar el instante en el que venceré a mi último deseo.

    *

 Lástima que Dios no haya guardado para sí el monopolio del "ego", que nos haya autorizado a hablar en nuestro propio nombre. Hubiera sido tan sencillo ahorrarnos la plaga del "yo"...




 

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