Cuento Breve: Thomas Hardy - El Brazo Marchito (Wessex Tales 1888) - 2 - La Joven Esposa

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 19:29











II. La joven esposa



La carretera que va de Anglebury a Holmstoke es llana en general; pero hay un lugar en el que una brusca elevación rompe su monotonía. Los granjeros que regresan a casa desde el mercado del pueblo mencionado en primer lugar, que hacen trotar a sus caballos durante el resto del camino, les hacen ir al paso durante esta breve cuesta o pendiente.
Al día siguiente por la tarde, cuando el sol aún resplandecía, un soberbio birlocho nuevo de color limón y ruedas rojas iba por la llana carretera en dirección oeste tirado por una poderosa yegua. El conductor era un pequeño terrateniente de edad viril, pulcramente afeitado como un actor, y su rostro tenía esa tonalidad bermejo azulada que con tanta frecuencia agracia las facciones de los granjeros prósperos cuando van de vuelta a sus casas después de haber hecho un buen negocio en la ciudad. A su lado iba sentada una mujer bastantes años más joven que él —casi, de hecho, una muchacha—. También su cara tenía buen color, pero era de una calidad totalmente distinta: suave y evanescente, como la luz a través de un puñado de pétalos de rosa.
Poca gente viajaba por aquel camino, pues la carretera no era principal; y la larga faja blanca de gravilla que se extendía ante los ojos de la pareja estaba vacía excepto por un pequeña mancha en el horizonte que apenas se movía, y que al cabo de unos instantes se reveló como la figura de un muchacho, que subía a paso de caracol y miraba hacia atrás continuamente, llevando un pesado bulto que era el pretexto, si no la causa, de su dilación. Cuando los ocupantes del oscilante birlocho aminoraron la marcha al principio de la cuesta ya mencionada, el caminante estaba sólo unas pocas yardas delante de ellos. Sujetó el enorme bulto poniéndose una mano sobre la cadera y se volvió para mirar fijamente a la mujer del granjero, como si estuviera leyendo a través de ella, mientras seguía caminando, de lado junto al caballo.
El sol poniente daba de lleno en la cara de la joven, haciendo que cada rasgo, cada sombra, cada perfil, fuera claro y preciso, desde la curva de su naricilla hasta el color de sus ojos. El granjero, aunque pareció sentirse molesto por la insistente presencia del muchacho, no le ordenó que se quitara de en medio; y así el chico les fue precediendo, sin dejar nunca de escudriñar a la dama, hasta que llegaron a la cima de la elevación, donde el granjero hizo trotar a la yegua con cierta expresión de alivio en el rostro —si bien, en apariencia, no le había hecho al muchacho el menor caso.
    —¡De qué manera tan fija me miraba ese pobre chico! —dijo la joven esposa.
    —Sí, querida; ya me he fijado.
    —Supongo que será del pueblo, ¿no?
    —Es de la vecindad. Creo que vive con su madre a una o dos millas del pueblo.
    —Sabe quiénes somos, ¿verdad?
    —Si, claro. Tienes que acostumbrarte a que te miren fijamente al principio, mi preciosa Gertrude.
     —Ya lo estoy... aunque tal vez el pobre chico nos haya mirado con la esperanza de que le aligerásemos de su pesada carga, más que por curiosidad.
    —Oh, no —dijo su marido con naturalidad—. Estos chicos del campo cargan con un quintal una vez que se lo han echado sobre la espalda; además, su fardo tenía más volumen que peso. Bueno, otra milla más y te podré mostrar nuestra casa desde lejos, si para cuando lleguemos allí no ha oscurecido demasiado.
Las ruedas siguieron girando, y las piedrecillas volvieron a saltar a su alrededor como antes, hasta que apareció en lontananza una casa blanca de grandes dimensiones, con niaras y construcciones granjeras a su espalda.
Mientras tanto, el muchacho había avivado el paso, y, torciendo por una vereda que estaba a milla y media de la granja blanca, ascendió en dirección a los pastos más pobres hasta llegar a la cabaña de su madre.
Ella había llegado ya a casa después de su jornada de ordeño en la vaquería de las afueras y estaba lavando coles en la entrada, a la luz del crepúsculo.
    —Sujeta la red un momento —dijo sin preámbulos mientras el muchacho llegaba.
Este dejó su paquete en el suelo, sujetó uno de los extremos de la red en que estaban las coles, y ella, mientras la llenaba con las hojas mojadas, añadió:
    —Bueno, ¿la has visto?
    —Sí; perfectamente.
    —¿Parece una dama?
    —Si; y más. Una verdadera dama.
    —¿Es joven?
    —Bueno, ya está crecida y tiene bastante aire de mujer.
    —Por supuesto. ¿De qué color tiene el pelo y la cara?
    —El pelo es claro, y su cara es tan bonita como la de una muñeca de carne y hueso.
    —Entonces, ¿no tiene los ojos castaños, como los míos?
    —No, son de un tono azulado, y la boca es muy linda y roja; y cuando sonríe se le ven unos dientes muy blancos.
    —¿Es alta? —dijo la mujer bruscamente.
    —No lo pude ver. Estaba sentada.
    —Pues entonces irás mañana por la mañana a la iglesia de Holmstoke; seguro que ella estará allí. Ve pronto y fíjate cuando entre, y vienes a casa a decirme si es más alta que yo.
    —Muy bien, madre. Pero, ¿por qué no vas tú y así lo ves por ti misma?
    —¿Yo, ir a verla? No la miraría ni aunque fuera a pasar por delante de mi ventana en este mismo instante. Iba con el señor Lodge, por supuesto. ¿Qué te dijo o qué hizo él?
    —Lo mismo que de costumbre.
    —¿No prestaste la menor atención?
    —Ninguna.
Al día siguiente la madre le puso al muchacho una camisa limpia y le hizo ir a la iglesia de Holmstoke. El chico llegó al antiguo y pequeño edificio de piedra cuando estaban abriendo las puertas, y fue el primero en entrar. Cogió un asiento cerca de la pila bautismal y observó la entrada en fila de todos los feligreses. El acomodado granjero Lodge llegó de los últimos; y su joven esposa, que le acompañaba, atravesó el pasillo con la timidez natural en una mujer recatada que aparecía allí por primera vez. Como todas las demás miradas se posaron en ella, la del mozalbete pasó esta vez desapercibida.
Cuando llegó a casa su madre le dijo, antes de que hubiera entrado en la habitación:
    —¿Y bien?
    —No es alta. Es más bien baja —respondió él.
    —¡Ah! —dijo la madre con satisfacción.
    —Pero es muy bonita. Mucho. En realidad es guapísima. —La juvenil fragancia de la esposa del hacendado había, evidentemente, causado sensación hasta en la naturaleza algo tosca del muchacho.
    —Eso es todo lo que quiero saber —dijo su madre rápidamente—. Ahora pon el mantel. La liebre que atrapaste con alambres está muy tierna; pero ándate con cuidado, no te vaya a pescar alguien. No me has dicho nunca cómo son sus manos.
    —Nunca se las he visto. No se ha quitado nunca los guantes.
    —¿Qué llevaba puesto esta mañana?
    —Un sombrerito blanco y un vestido plateado. Crujía y silbaba tanto al rozar los bancos de la iglesia que la dama se puso más colorada que nunca de pura vergüenza que le daba el ruido, y tiró del vestido hacia M. para evitar que rozara; pero cuando se sentó, el vestido crujió más que nunca. El señor Lodge parecía estar complacido, y le asomaba el chaleco, y sus enormes sellos dorados le colgaban como si fuera un lord; pero ella parecía estar deseando que su ruidoso vestido estuviera en cualquier parte menos en ella.
    —¿Ella? ¡No! Bueno, con eso basta por hoy.
El muchacho continuó haciendo estas descripciones de la pareja de recién casados, a petición de su madre, de vez en cuando: cada vez que tenía algún encuentro fortuito con ellos. Pero Rhoda Brook, aunque podría haber visto con facilidad a la joven señora Lodge con sólo haber recorrido un par de millas, nunca había tratado de hacer una excursión hasta las cercanías de la granja. Ni tampoco hablaba jamás, mientras ordeñaba a diario en el establo de la segunda granja de Lodge, en las afueras, del tema del nuevo matrimonio. El dueño de la vaquería, que le alquilaba las vacas a Lodge y conocía a la perfección la historia de la lechera de elevada estatura, siempre impedía, con varonil gentileza, que los cotilleos del establo importunasen a Rhoda. Pero el ambiente estaba impregnado de aquel tema durante los primeros días de la llegada de la señora Lodge; y Rhoda Brook, a través de las descripciones de su chico y de las palabras que oía al azar en boca de los demás ordeñadores, pudo reconstruir una imagen de la inocente señora Lodge tan real como una fotografía.









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