Filosofia: Cioran - Desgarradura - Parte 2 - El aficionado a las memorias
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Cioran - Desgarradura - Parte 2 - El aficionado a las memorias | Posted on 16:33
El
aficionado a las memoriass
Al hacer la distinción entre el
hombre interior y el hombre exterior, los místicos optaban necesariamente por
el primero, ser real por antonomasia; el segundo, títere lúgubre o irrisorio,
pertenecía de derecho a los moralistas, a la vez acusadores y cómplices suyos,
repelidos y atraídos por su ineptitud, capaces de superar el equívoco solamente
a través de la amargura, esa tristeza degradada a la que sólo un Pascal no cede
pues está siempre por encima de sus aversiones. Precisamente a causa de esa
superioridad no dejó ninguna huella en los autores de memorias, mientras que la
acrimonia contagiosa de un La
Rochefoucauld subyace en todos sus relatos y semblanzas.
El moralista nunca alza la voz
ni altera el tono; de ahí que resulte de manera espontánea bien educado. Lo
demuestra execrando con elegancia a sus semejantes y, detalle mucho más
importante, escribiendo poco... ¿Existe mejor signo de "civilización"
que el laconismo? Insistir, explicarse, demostrar, son signos de vulgaridad. En
lugar de temer la esterilidad, quien aspire a un mínimo de compostura, debe
afanarse en ella, sabotear las palabras en nombre de la Palabra, pactar con el
silencio y romperlo sólo durante algunos momentos para mejor volver a él.
Aunque procede de un género discutible, la máxima constituye un ejercicio de
pudor, ya que permite soslayar la inconveniencia de la plétora verbal. La
semblanza, menos exigente por menos sucinta, es con frecuencia una máxima,
diluida en ciertos autores, henchida en otros; sin embargo, en casos
excepcionales puede aparecer como una máxima sobrecargada, evocar lo infinito
por la acumulación de rasgos y la voluntad de exhaustividad; asistimos entonces
a un fenómeno sin parangón, a un caso: el del escritor que, a fuerza de
sentirse estrecho en una lengua, la rebasa y se evade de ella con todas las
palabras que contiene... Las violenta, las desarraiga y se las apropia para hacer
con ellas lo que le viene en gana, sin ninguna consideración tampoco hacia el
lector, a quien inflige un inolvidable, un magnífico martirio. ¡Qué "mal
educado" era Saint‑Simon!
... Pero no más que la Vida, de la que es, una
especie de réplica literaria. Ninguna tendencia en él por la abstracción,
ningún estigma clásico: inmerso en lo inmediato, extrajo sus ideas de
sus sensaciones y aunque con frecuencia fue injusto, nunca cayó en la falsedad.
Comparadas con las suyas, las semblanzas de los demás otros parecen esquemas,
composiciones estilizadas desprovistas de energía y veracidad. Ignoraba su
propio genio, y esa fue su gran ventaja: desconocía ese caso límite de
servidumbre. Nada le turbó ni le intimidó nunca; arremetió contra todo, se dejó
llevar siempre por su frenesí, sin inventarse escrúpulos ni miramientos. Poseía
una sensibilidad ecuatorial, arruinada por sus desenfrenos, incapaz de soportar
los obstáculos que resultan de la deliberación o del repliegue sobre sí mismo.
Imposible encontrar un perfil, un contorno definido en él. Cuando creemos que
está haciendo un elogio, aparece un rasgo imprevisto, un adjetivo panfletario,
que nos saca rápidamente del error; en el fondo no se trata nunca de apologías
o de ejecuciones: es el individuo mismo, elemental y tortuoso, vomitado por el
Caos en medio de Versalles.
La marquesa Du Deffand, que
había leído las Memorias en manuscrito, encontraba su estilo
"abominable". Sin duda esa era también la opinión de Duclos, quien
las conocía bien por haber extraído de ellas detalles sobre la Regencia, cuya historia
escribió en un lenguaje de una insulsez ejemplar: fue un Saint‑Simon
edulcorado, el vigor aplastado por la gracia. Por su claridad desecadora, por
su rechazo de lo insólito y de la incorrección, de lo confuso y de lo
arbitrario, el estilo del siglo XVIII hace pensar en una caída en la
perfección, en la no‑vida. Un producto de invernadero, artificial y
exangüe, que, por rechazar todo desbordamiento, no podía engendrar una obra
completamente original, con lo que eso implica de impuro o desconcertante. Pero
sí gran cantidad de obras en las que se exhibe un lenguaje diáfano, sin
prolongaciones ni enigmas, un verbo anémico, vigilado, censurado por la moda,
por la Inquisición
de la limpidez.
*
"No dispongo del tiempo
libre suficiente para tener gusto". Esta frase ‑atribuida a no sé qué
personaje‑ excede el alcance de la simple paradoja. El gusto es propio de
ociosos y diletantes, de quienes disponiendo de tiempo en exceso lo emplean en
futilidades programadas y naderías sutiles, y sobre todo de quienes lo emplean
contra sí mismos.
"Una mañana (era domingo)
esperábamos al príncipe Conti; estábamos en el salón, sentadas alrededor de una
mesa sobre la que habíamos dejado nuestros devocionarios, uno de los cuales se
entretenía en hojear la mariscala de Luxemburgo. De pronto, se detuvo en dos o
tres plegarias que le parecieron del peor gusto y cuyas expresiones, en
efecto, eran extrañas" (Madame de Genlis: Memorias).
Nada más insensato que pedir a
una oración que se preocupe por el lenguaje, que esté bien escrita. Es mejor
que sea torpe, algo estúpida, es decir, verdadera; cualidad ésta no
especialmente apreciada por aquellos espíritus ejercitados en la pirueta, que
iban a misa en la misma disposición que a cenar o de caza y carecían de la
gravedad indispensable para la piedad: sólo les interesaba y cultivaban lo
exquisito. Las palabras de la "mariscala" la emparentan con aquel
cardenal del Renacimiento que se decía demasiado prendado del latín de Virgilio
y Salustio para poder soportar el de los Evangelios. Hay delicadezas que
resultan incompatibles con la fe: gusto y absoluto se excluyen... Ningún dios
sobrevive a la sonrisa del entendimiento, a una duda ligera; la duda corrosiva,
en cambio, no espera más que negarse a sí misma, trocarse en fervor. En vano
buscaríamos este género de metamorfosis en un mundo donde el refinamiento era
una especie de acrobacia.
Por el mecanismo de su génesis,
por su propia naturaleza, todas las lenguas contienen virtualidades
metafísicas; el francés, sobre todo el del siglo XVIII, apenas las posee: su
claridad provocadora, inhumana, su rechazo de lo indeterminado, de la oscuridad
esencial, torturadora, hacen de él un medio de expresión que puede acercarse al
misterio, sin conseguir alcanzarlo verdaderamente. En francés, el misterio,
igual que el vértigo, cuando no se postula ni se desea, procede casi siempre de
una tara del espíritu o de una sintaxis a la deriva.
Una lengua muerta, ha dicho un
lingüista, es una lengua en la que nadie tiene derecho a cometer faltas. Lo
cual equivale a decir que nadie tiene derecho a innovarla. Durante el Siglo de
las Luces, el francés llegó a este límite extremo de rigidez y acabamiento.
Después de la Revolución
se hizo menos riguroso y puro, pero ganó en naturalidad lo que perdió en
perfección. Para sobrevivir, para perpetuarse, necesitó corromperse,
enriquecerse con abundantes impropiedades nuevas, pasar del salón a la calle.
Su esfera de influencia y esplendor disminuyó entonces. Sólo pudo ser la lengua
de la Europa
cultivada en una época en la que, particularmente empobrecido, había alcanzado
su punto más alto de transparencia. Un idioma se acerca a la universalidad
cuando se emancipa de sus orígenes y, alejándose de ellos, los condena; llegado
a ese punto, si quiere vigorizarse, evitar la irrealidad o la esclerosis, debe
renunciar a sus exigencias, romper sus limites y modelos, condescender al mal
gusto.
*
A lo largo del siglo XVIII se
despliega el fascinante espectáculo de una sociedad carcomida, prefiguración de
una humanidad llegada a su término, inmune para siempre a cualquier futuro. La
ausencia de porvenir dejaría de ser entonces monopolio de una clase para
extenderse a todas, en una espléndida democratización favorecida por la
vacuidad. No es preciso un gran esfuerzo de imaginación para concebir esta
última etapa; más de un hecho permite ya hacerse una idea de ella. El concepto
mismo de progreso ha llegado a ser inseparable del de desenlace. Todos los
pueblos desean iniciarse en el arte de acabar, y les impulsa tal avidez
que, para satisfacerla, rechazarán cualquier fórmula susceptible de ponerle
freno. Al final de la
Ilustración se irguió la guillotina, al final de la historia
podemos imaginar un decorado de mayor magnitud.
Toda sociedad que acaricie la
perspectiva de su fin sucumbirá a los primeros golpes que reciba; desprovista
de todo principio de vida y de cuanto podría ayudarle a resistir a las fuerzas
que la acosan, se rendirá al encanto de la derrota. La Revolución Francesa
triunfó porque el poder era una ficción y el "tirano" un fantasma:
fue literalmente un combate contra espectros. Por lo demás, una revolución
triunfa únicamente si se enfrenta a un orden irreal. Sucede lo mismo con
todo advenimiento, con todo viraje histórico. Los bárbaros no conquistaron Roma
sino un cadáver; su único mérito fue tener buen olfato.
El sucesor de Luis XIV llegó a
ser el mejor símbolo de la corrupción en los comienzos del siglo dieciocho. Lo
primero que en él llama la atención es su completa carencia de "carácter".
Trataba los asuntos de Estado con la misma desenvoltura que los privados: unos
y otros le interesaban únicamente en función de los chistes a que daban pie.
Tan inconstante en sus pasiones como en sus vicios, se entregaba a ellos por
dejadez, por una especie de incuriosidad. Tan incapaz de amar como de
aborrecer, vivió sin aprovechar sus numerosos dotes personales, cuyo
perfeccionamiento desdeñaba. "Sin ninguna perseverancia para nada, hasta
el extremo de no poder comprender que pudiera existir, era tan
insensible", añade Saint‑Simon "que las ofensas más peligrosas y
mortíferas le dejaban impasible; como el nervio es la fuente del odio y de la
amistad, de la gratitud y de la venganza, y carecía de él, las consecuencias
fueron infinitas y perniciosas".
Delicuescente e ineficaz, de una
milagrosa abulia, llevó la frivolidad hasta el paroxismo, inaugurando así una
era de engendros hipercivilizados, fascinados por el naufragio y dignos de
perecer en él. El resultado fue un gran desorden en los asuntos del Estado. Sus
contemporáneos, no contentándose con responsabilizarle de ello, llegaron a
compararle a Nerón; sin embargo, deberían haber sido más indulgentes con él y
considerarse afortunados de sufrir un absolutismo atenuado por la incuria y la
farsa. Es innegable que el Regente estuvo dominado por rufianes, el abate
Dubois a la cabeza; pero, ¿no es preferible la dejadez de crápulas sonrientes a
la vigilancia de los incorruptibles? Seguramente no poseía "nervio",
pero esa carencia resulta una virtud, puesto que hace posible la libertad o al
menos sus simulacros.
El padre Galiani (que tanto le
interesó a Nietzsche) fue uno de los pocos que comprendió que, en una época en
la que se declamaba contra la opresión, la suavidad de las costumbres era una
realidad. Y no vaciló en colocar por encima de Luis XIV, obtuso e intratable, a
Luis XV, tornadizo y escéptico. "Cuando se compara la crueldad de la
persecución de los jesuitas contra Port‑Royal con la moderación de la
persecución de los enciclopedistas, se constata la diferencia entre los
reinados, las costumbres y el corazón de los dos reyes. El primero no buscaba
más que renombre y confundía el ruido con la gloria; el segundo era un hombre
honrado que desempeñaba a su pesar el oficio más vil, el de rey. En mucho tiempo
no encontraremos un reinado parecido en ninguna parte".
Lo que Galiani parece no haber
comprendido es que, si la tolerancia resulta deseable y justifica por sí misma
el trabajo que cuesta vivir, es sin embargo un síntoma de debilidad y de
disolución. Claro que alguien que se relacionaba con esos traficantes de
ilusiones que fueron los enciclopedistas no podía advertir esa evidencia
trágica, que se haría ostensible después, en una época más desengañada y
reciente... La sociedad de entonces, lo sabemos ahora, era tolerante porque
carecía del vigor necesario para perseguir, es decir, para conservarse. Decía
Michelet de Luis XV que "tenía la nada en el alma". Con más
razón hubiera podido decirlo de Luis XVI. Eso explica aquella época maravillosa
y condenada. El secreto de la suavidad de las costumbres es un secreto mortal.
La Revolución fue
provocada por los abusos de una clase desengañada de todo, hasta de sus
privilegios, a los que se aferraba por automatismo, sin pasión ni ahínco, pues
se sentía ostensiblemente atraída por las ideas de quienes luego la
aniquilarían. La complacencia con el adversario es característica de la
debilidad, es decir, de la tolerancia, la cual en última instancia no es más
que una coquetería de agonizantes.
*
"Tiene usted mucha
experiencia, escribía la marquesa Du Deffand a la duquesa de Choiseul, pero
carece de una que espero no posea jamás: la privación del sentimiento, y el
dolor de no poder prescindir de él".
En el apogeo del artificio,
aquella época tenía nostalgia de la ingenuidad, de la cualidad que más le
faltaba. Al mismo tiempo, los sentimientos inocentes, los sentimientos
verdaderos, los reservaba para el salvaje, el ingenuo o el tonto, modelos
inaccesibles para espíritus tan poco preparados para revolcarse en la "estupidez",
en la pura simplicidad. Una vez soberana, la inteligencia se yergue contra
todos los valores ajenos a su actividad y no ofrece ninguna apariencia de
realidad en la que apoyarse. Quien se apega a ella, por culto o por manía,
desemboca infaliblemente en la "privación del sentimiento" y en la
pesadumbre de haberse consagrado a un ídolo que no dispensa más que vacío, como
bien testimonian las cartas de la marquesa Du Deffand, documento único sobre la
plaga de la lucidez, exasperación de la conciencia, derroche de interrogaciones
y perplejidades donde acaba el hombre aislado de todo, el hombre que ha dejado
de ser natural. Por desgracia, una vez lúcidos, lo somos cada vez más:
no existe medio alguno de escabullirse o de retroceder. Y ese progreso se realiza
en detrimento de la vitalidad, del instinto. "No tengo fantasía ni
temperamento", decía de sí misma la marquesa. Es comprensible que su
relación con el Regente no durara más que dos semanas. Los dos se parecían
demasiado, eran peligrosamente exteriores a sus propias sensaciones. ¿No se
desarrolla el hastío, su tormento común, precisamente en el abismo que se abre
entre la mente y los sentidos? Ningún movimiento espontáneo, ninguna
inconsciencia es entonces posible. Y es el "amor" lo primero que
sufre las consecuencias. La definición que de él dio Chamfort convenía bien a
una época de "fantasía" y "epidermis", en la que alguien
como Rivarol se jactaba de poder resolver, en el cenit de cierta convulsión, un
problema de geometría. Todo era cerebral, hasta el espasmo. Y, fenómeno más
grave aún, semejante alteración de los sentidos no afectó únicamente a algunos
seres aislados; llegó a ser la deficiencia, la plaga de una clase extenuada por
el uso constante de la ironía.
Toda veleidad, al igual que toda
manifestación de liberación, posee un lado negativo: cuando ya no arrastremos
ninguna cadena... invisible, cuando seamos incapaces, por falta de vigor e
inocencia, de forjarnos aún prohibiciones y nada nos limite desde dentro,
formaremos una masa de esmirriados más expertos en la exégesis que en la
práctica de la sexualidad. No se alcanza sin riesgos un alto grado de
conciencia, del mismo modo que no nos deshacemos impunemente de ciertas
servidumbres benéficas. Sin embargo, si el exceso de conciencia aumenta la
conciencia, el exceso de libertad, fenómeno igualmente funesto pero en sentido
inverso, acaba invariablemente con la libertad. De ahí que todo movimiento de
emancipación represente a la vez un paso hacia adelante y un comienzo de
declive.
De la misma manera que una
nación en la que nadie se rebaja a ser sirviente está perdida, se puede
concebirse una humanidad en la que el individuo, imbuido de su propia unicidad,
no acepte ningún trabajo por "honorable" que éste sea (ya Montesquieu
consignaba en sus Cuadernos: "No soportamos nada que posea un
objetivo determinado: quienes hacen la guerra no soportan la guerra; quienes
trabajan en un despacho, el despacho; y así en otras muchas cosas"). Pese
a todo, el hombre subsistirá mientras no pulverice sus últimos prejuicios y
creencias; cuando se decida por fin a hacerlo, deslumbrado y aniquilado por su
audacia, se encontrará desnudo frente al abismo que se abre tras la
desaparición de todos los dogmas y tabúes.
Quien pretende instalarse en una
realidad u optar por un credo sin conseguirlo, se venga ridiculizando a quienes
lo logran espontáneamente. La ironía procede de un apetito de inocencia
frustrado, insatisfecho, que a fuerza de fracasos se agría y emponzoña;
inevitablemente adquiere entonces una dimensión universal y si arremete sobre
todo contra la religión es porque siente en secreto la amargura de no poder
creer. Más pernicioso aún es el escarnio acerbo, rabioso, que degenera en
sistema y raya en la autodestrucción. En l726, la marquesa Du Deffand viaja a Normandía
para hacer compañía a la marquesa de Prie, allí exiliada. Cuenta Lemontey, en
su Historia de la Regencia,
que "cada mañana ambas amigas se enviaban las coplas satíricas que
componían una contra otra".
En un ambiente en el que la
maledicencia era de rigor y se trasnochaba por miedo a la soledad ("No
había nada que no prefiriese a la tristeza de irse a dormir", decía Duclos
de una de las mujeres de moda), solamente podía ser sagrada la conversación,
las expresiones corrosivas, las pullas de apariencia frívola e intención
mortífera de las que nadie se libraba; lo cual da la razón a quienes han
señalado como característica de la época, la "decadencia de la
admiración". Todo concuerda: sin ingenuidad, sin piedad, es imposible
admirar, considerar a los seres en sí mismos, según su realidad original y
única, fuera de sus accidentes temporales. La admiración, prosternación
interior que no implica humillación ni sentimiento alguno de impotencia, es la
prerrogativa, la certidumbre y la salvación de los puros, de aquellos
precisamente que no frecuentan los salones.
*
Sólo los pueblos pendencieros,
indiscretos, envidiosos, irritables, poseen una historia interesante: la
de Francia lo es en grado sumo. Fértil en acontecimientos y, más aún, en
escritores para comentarlos, resulta providencial para el aficionado a las
Memorias.
Los franceses son antojadizos o
fanáticos, juzgan por capricho o por sistema, aunque en ellos hasta el sistema
adopta la apariencia de un capricho. El rasgo que mejor les define es la versatilidad,
causa de ese desfile de regímenes al que asisten corno espectadores divertidos
o frenéticos, preocupados sobre todo por mostrar que ni en plena exaltación se
dejan engañar, alternativamente beneficiarios y víctimas de ese "espíritu
literario" que consiste, según Tocqueville, en buscar "lo ingenioso y
lo nuevo antes que lo cierto, preferir lo decorativo a lo útil, mostrarse
sensible a la buena interpretación de los actores, al margen de las
consecuencias de la obra, y decidir por impresiones más que por razones" (Recuerdos,
París 1893). Y Tocqueville añade: "...Con demasiada frecuencia el pueblo
francés, en su conjunto, juzga en política como un hombre de letras".
Nadie más inepto que el literato
para comprender el funcionamiento del Estado; sólo durante las revoluciones
muestra cierta competencia, precisamente porque la autoridad es abolida y el
vacío de poder le permite imaginar que todo puede resolverse mediante actitudes
o frases: Las instituciones libres le interesan menos que el decorado y la
parodia de la libertad. Nada tiene de extraño, pues, que los hombres de 1789 se
inspirasen más en un lunático como Rousseau que en un espíritu sólido y poco
aficionado a divagar como Montesquieu, que nunca podrá servir de modelo a
retóricos idílicos o sanguinarios.
En los países anglosajones, las
sectas permiten al ciudadano dar rienda suelta a su locura, a su necesidad de
controversia y escándalo; de ahí su diversidad religiosa y su uniformidad
política. En los países católicos, por el contrario, los recursos de delirio
que el individuo posee sólo pueden ser empleados en la anarquía de los partidos
y de las facciones; en ellos satisface su apetito de herejía. Ninguna nación ha
descubierto hasta ahora el secreto de la sensatez en política y religión a la vez.
Si ese secreto se conociera, los franceses serían los últimos en aprovecharlo;
ellos que, según Talleyrand, hicieron la Revolución por vanidad, defecto tan
arraigado en su naturaleza que resulta una cualidad, o en todo caso un resorte
que les incita a producir, a actuar, y sobre todo a brillar. De ahí el esprit,
alarde de inteligencia, preocupación de quedar siempre, y cueste lo que cueste,
por encima de los demás, de tener a cualquier precio la última palabra. La
vanidad aguza el ingenio, evita el tópico y combate la indolencia, pero hace de
quien la padece un hipersensible: con las mortificaciones que ella les inflige,
los franceses pagan la buena suerte de la que tan abundantemente han gozado.
Durante mil años la historia ha girado en torno a ellos: semejante fortuna debe
expiarse; su castigo ha sido y continúa siéndolo la irritación de un amor
propio siempre exacerbado e insatisfecho. Cuando eran poderosos se quejaban de
no serlo suficientemente; ahora se quejan de no serlo en absoluto. Tal es el drama
de una nación resentida lo mismo en la prosperidad que en el infortunio,
insaciable y voluble, demasiado favorecida por el destino para conocer la
modestia o la resignación, tan poco comedida ante lo inevitable como ante lo
inesperado.
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