Ricardo Marcenaro bitácora - Hablándole a las fotos.

Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in | Posted on 22:05




Hablándole a las fotos

Claro que se sentó en la estación primera, dejó caer su cuerpo envuelto de sol sobre el sillón de plástico, le gustaba ese rebote sordo del plástico entibiecido que se lo tragaba amortiguado en sordo tranquilo, el cuerpo agradecido suspiraría, harto de durezas.
Que la dejaran de embromar con el verde, los pelos de plata, lo sutil y no sé cuanto rollo.
– “Che déjate de embromar, tan buen mozo que eras, sácate esa barba!”, (¿Cómo le gustaría algo que a él le gustara? Toleró, retirándose.)
La cotorra verde de barrio verde en los verdes de él, descuidados, como su cara, ese lugar donde todas soñaban, el exacto y preciso lugar del que él huía cansado de tamaña falta de respeto. ¡Cosifica a tu madre, cretina! Desde el alma que no pasó por la boca y se entendió claramente.
Como harina soplada se fue, cotorreando, unos yuyos se la tragaron y la escupieron sobre una laja, ahí quedó, petrificada como un molusco congelado con la boca abierta, justo antes de morderse un sándwich de salame y queso.






Él viajaría a como diera lugar y abriendo la ventanilla respiró el aire turbulento que le agitaban los pelos, era el león corriendo en el campo al ras del suelo, enloquecido, en el justo momento de extender la zarpa, el rayo de la baba sabrosa que se mezcla revuelta en el pasto, el beso de Dios.
Entrecerraba los ojos para que le entraran condensados, blancos sobre negro y negros sobre blanco, aura apenas sugerida en raro resplandor del colorido, a oler rastro.
Le retumbaba otra vos, los dedos acusatorios contra el yuyo, ese que exige pagos pinchándolo a uno, pero ella no entendía como no lo hizo él hasta que de tanta púa un día se le encendió la razón sin poder nunca más olvidar la foto.
Eran frases breves, contundentes, puertas mágicas y llave de luz.
La puerta se abría al resplandor,
la imagen se reconstituía,
nueva,
salvaje,
reveladora,
apunto justo.
Brujería.
Imposible apelar.
Aceptó.

Se entibió las manos en los claroscuros, una imagen es astillas, leña para los ojos, manos en cuenco al soltar de palillos chinos.




 
Pasaba por la tercera estación rumbo a ninguna parte, eso es lo bueno de las estaciones cuando el que viaja no palma su destino: vibran.
Cada una encendía por algún motivo, él no buscaba, aunque lo hiciera, él encontraba, por eso cada imagen estaba llena de cosa rica, y por eso, quizás, se mantenía en vida remisa a la distracción, con lo que había en su jardín ya mucho pensamiento, ya demasiado mundo sobre sus ojos mundanos amputados de rodar rumbos de otros rumbos.
Obligado a entender.
No era la edad, era la experiencia.
En un clic llamó a la suerte, buscando detenerla, ver que le concediera por lo menos: ese intento de irreverencia.
Sabía, lo sabía, lo sabía muy bien: es irreverente del todo querer hacer arte, llamarlo así, plastificando por vehículos y recursos lo real, la realidad, brutal, múltiple, sin concesiones.
Ahí: Todo sucede al mismo tiempo para nosotros.
No hay arte posible confrontado a ese arte. Seamos claros.
Y ese clic le hizo un tajo.
Y quedó el silencio...
Las ruedas comenzaron a cantar para horizonte.

Algo lo puso a caminar por una vereda que descendía, no sabía dónde, una promesa de árboles que festejaban lo alentaban desde lejos.
¿Por qué siempre así?
Entendió entonces que los hombres son prisioneros de la distancia, son de aire: no tienen la suerte tierra de las mujeres, están condenados a arder y apagarse. Y no sintió pena, aunque bajó la cabeza como si fuera amuleto, levantó la vista muy poco después, sintió llamado de suerte a lo lejos, en una estación a lo lejos, desconocía: estando lejos.
Limaba las puntas de sus palabras incorregibles.

No quería dejar huellas:
escribir es estar impunemente solo.


Todo arte es impune por requerir de eso para construirse. Graciosa tierra parecida a la mujer, perfumada, fresca, a la que vamos en aventura, excitados, conmovidos como gamos echados, recién despiertos, escarbándola para provocarle perfumes de buen día que saluda con el esplendor de su sexo.
Consideraba,
ya está bien se dijo,
dejar ahí, se dijo.
Mejor acallar, se dijo:
silencio.
Llegó al bosque, subió por las sombras escalándolas, iba por sendero solo señalado por coordenadas de hongos que reflectaban como faro, brillantes de arena esmeralda, cascotes celestiales, para que él develara en secreto secretos, como gustaba, esquivando no, obligándose a precisarse, simplemente, a ser preciso, como tigre, como garza.
Apunta.

Una humanidad de ballena sabia elevaba su ojo por el agua del aire que navegaba, sonrieron juntos por un segundo besándose en una estrella, invisibles son las vías y las estaciones también, ellas quedan en ningún lado, atrapadas como carta por vientos, despedazada por cielo, como esas ramas que en las copas afirman eternamente saludando desde las alturas: sus propias sombras.







Se sentó nuevamente, era erizo, compacto, verde ceniciento, pompón futuro, lo miraba, sabía de sus entrañas con tinte de pétalo y cosmos desprendiéndosele a la maduración, como todo lo maduro está obligado a desprenderse, dándose, leve.
Única vía, vio cartel con mano, tarde hermosa, sol con aire rico revolviendo mientras se lava la ropa ensordecida.
Estaba desnudo, caminando con fruición en su desnudez que lo conecta con ese misterio donde operan los secretos que comparte extraordinariamente.
Tomó la tabla, grabó apuntando.
Redondo como mujer y tierra.

Días de flashbacks, de palabras sin sujeto, a veces pasa, recordó, que es decir martilla un eco que llega sordo y clama. No pudo pescarlo todo, hacía un esfuerzo sobrehumano, no era suyo el decir.
Pero por más que clamara, no al eco, a él, que era el eco que no para, las letras obligadas a salir y ordenarse, la foto que intenta detener, inútilmente.

Raras estaciones recorría su tren feliz que lo confrontaba. Era hora de hacer. Abrió la ventanilla, abrió la boca bien grande, refregó la lengua entre olas y luces que se batían de la misma forma en que el dragón prepara fuego.
Liberado a su apetito ritual, los ojos bien abiertos para una parte de la ceremonia, los ojos bien adentro, para otra.
Su mundo era ese de estaciones que se encontraban a sí mismo mutando, una mano con escaleras y boletos de alguien que entre muchos: solo.

Su mundo era ese de estaciones.
Una suerte jugada. Este pan.


Hablándole a las fotos
 




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