Filosofia: Cioran - Desgarradura - Parte 1 - Las dos verdades
Posted by Ricardo Marcenaro | Posted in Filosofia: Cioran - Desgarradura - Parte 1 - Las dos verdades | Posted on 18:45
E. M. CIORAN
DESGARRADURA
(Ecartèlement, 1983)
Nacido en Rumania, en 1911, Cioran estudió y ejerció la cátedra de filosofía en su tierra natal. Luego viajó a París para doctorarse, y se quedó allí. Desde 1947 escribe en francés. A través de libros como «Breviario de podredumbre» (1949), «La tentación de existir» (1956) y «Del inconveniente de haber nacido» (1973), se ha convertido en uno de los mejores escritores contemporáneos en esa lengua.
Hallamos aquí al Cioran de siempre: la misma precisión diabólica, la misma inquietud por la historia, el mismo furor ante la humillación de ser tan sólo un hombre. El autor hace pedazos la figura convencional del filósofo al no rebajarse nunca a "pensar por pensar».
Su obra describe una trayectoria que va de la lucidez en carne viva, insoportable, de sus primeros textos, a la promoción inexorable de la ironía, que en este libro es ya "la ley del mundo".
Dice en su ensayo «Después de la historia», aparecido en este volumen: "Los imperios se acaban víctimas de la descomposición o de la catástrofe, o de ambas cosas a la vez. Lo mismo sucede con la humanidad en general".
Las dos verdades
"La hora de cierre ha sonado ya
en los jardines de Occidente"
Cyril Connolly
Según una leyenda de inspiración gnóstica, en el cielo se desarrolló una lucha entre los ángeles en la cual los partidarios de Miguel vencieron a los del Dragón. Los ángeles indecisos que se limitaron a mirar fueron relegados a la Tierra, para que en ella llevasen a cabo la elección a la que no se habían resuelto arriba, elección tanto más penosa cuanto que no traían recuerdo alguno del combate y menos aún de su actitud equívoca.
Así, la causa de la historia sería un titubeo y el hombre el resultado de una vacilación original, de la incapacidad para tomar partido en la que se hallaba, antes de su destierro. Arrojado a la tierra para aprender a optar, se verá condenado al acto, a la aventura, en la que podrá brillar sólo si ha asfixiado en sí mismo al espectador. Si el cielo permite, hasta cierto punto, la neutralidad, la historia, por el contrario, aparece como el castigo de quienes, antes de encarnarse, no hallaron ninguna razón para adherirse a un campo en lugar de al otro. Se comprende, pues, que los humanos tengan tanta prisa por abrazar una causa, por aglutinarse alrededor de una verdad. Pero, ¿alrededor de qué clase de verdad?
El budismo tardío, especialmente la escuela Madyamika, subraya la oposición radical entre la verdad verdadera o paramartha, atributo del liberado, y la verdad relativa o samvriti, verdad velada, verdad de error más exactamente, privilegio o maldición del no emancipado.
La verdad verdadera, que asume todos los riesgos, incluso el de la negación de toda verdad y el de la idea misma de verdad, es prerrogativa del inactivo, de quien se coloca deliberadamente fuera del círculo de los actos y sólo se interesa por la apropiación (brusca o metódica, da lo mismo) de la insustancialidad; apropiación que no va acompañada de ningún sentimiento de frustración, pues la apertura a la no realidad supone un misterioso enriquecimiento. Para él la historia será un mal sueño al que deberá resignarse, dado que nadie está en condiciones de elegir sus propias pesadillas.
Para aprehender la esencia del proceso histórico, o más bien su falta de esencia, es preciso rendirse a la evidencia de que todas las verdades que acarrea son verdades erróneas, porque atribuyen una naturaleza propia a lo que carece de ella, una sustancia a aquello que no puede poseerla. La teoría de la doble verdad permite discernir el lugar que ocupa, en la escala de las irrealidades, la historia: paraíso de sonámbulos, obnubilación en marcha. En el fondo, no carece por completo de esencia, puesto que es esencia de engaño, clave de cuanto ciega, de cuanto ayuda a vivir en el tiempo.
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Sarvakarmafalatyaga... Hace años, escribí esta palabra fascinante en grandes caracteres sobre una hoja de papel y la coloqué en la pared de mi habitación a fin de poder contemplarla todo el día. Estuvo allí varios meses; acabé quitándola al advertir que cada vez me apegaba más a su magia y menos a su contenido. Sin embargo, lo que significa, desapego del fruto del acto, es de tal trascendencia, que quien se impregnara de ello ya no tendría nada que realizar en la vida, pues habría alcanzado lo único que importa, la verdad verdadera, anuladora de todas las demás y vacía también pero de un vacío consciente de sí mismo. Imagínese una toma de conciencia suplementaria, un paso más hacia el despertar: quien lo efectuara no sería más que un fantasma.
Cuando se ha palpado esta verdad límite se comienza a hacer un triste papel en la historia, la cual se confunde entonces con el conjunto de las verdades erróneas, verdades dinámicas cuyo inevitable principio es la ilusión. Aquellos que han despertado, los desengañados, fatalmente débiles, no pueden ser centro de ningún acontecimiento, pues han vislumbrado la inanidad. La interferencia de ambas verdades es fértil para el despertar, pero nefasta para el acto. Señala el comienzo de un resquebrajamiento, tanto en el individuo, como en una civilización o incluso en una raza.
Antes del despertar se atraviesan horas de euforia, de irresponsabilidad, de embriaguez; pero al abuso de la ilusión sucede la saciedad. Quien ha despertado se halla despegado de todo, es el ex-fanático por antonomasia, alguien que no puede continuar soportando el peso de las quimeras, ya sean éstas tentadoras o grotescas. Tan lejos se encuentra de ellas que no entiende por qué especie de extravío llegaron a deslumbrarle. Gracias a ellas había podido brillar y afirmarse; ahora, tanto su pasado como su porvenir le parecen apenas imaginables. Ha dilapidado su sustancia, a semejanza de esos pueblos sometidos al demonio de la movilidad que evolucionan con demasiada rapidez y a fuerza de demoler ídolos acaban por quedarse sin ninguno de reserva. Charron observó que hubo en Florencia más efervescencia y desórdenes en diez años que entre los grisones en quinientos, de lo cual concluyó que una comunidad sólo puede subsistir si adormece su intelecto.
Las sociedades arcaicas duraron tanto tiempo porque ignoraban el ansia de innovar, de postrarse continuamente ante nuevos simulacros. Cuando éstos cambian con cada generación, no puede esperarse una gran longevidad histórica. La antigua Grecia y la Europa moderna son tipos de civilización heridos de muerte precoz por su avidez de metamorfosis y su excesivo consumo de dioses y sucedáneos de dioses. China y Egipto gozaron durante milenios de una magnífica esclerosis, igual que las sociedades africanas, ahora también amenazadas por haber adoptado otro ritmo tras su contacto con Occidente. Habiendo perdido el monopolio del anquilosamiento, se agitan cada vez más, e inevitablemente van a venirse abajo como sus modelos, como esas civilizaciones febriles incapaces de resistir más de una decena de siglos. Los pueblos que en el futuro accedan a la hegemonía la disfrutarán menos tiempo aún: una historia jadeante ha sustituido de modo inexorable a la historia al ralenti. ¡Cómo no echar de menos a los faraones y a sus colegas chinos!
Instituciones, sociedades y civilizaciones difieren en duración y significado, aunque se encuentran sometidas a una ley según la cual el impulso incontenible que produce su ascensión tiende a relajarse y amortiguarse al cabo de cierto tiempo; la decadencia corresponde siempre a un apaciguamiento de ese generador de fuerza que es el delirio. Comparados a los periodos de expansión o, para ser más exactos, de demencia, los de declive parecen razonables, y lo son, incluso demasiado, lo cual los hace casi tan nefastos como los otros.
Un pueblo que se ha realizado, que ha derrochado sus talentos y explotado hasta el fin los recursos de su genio, expía ese triunfo no produciendo nada más. Ha cumplido su deber, aspira a vegetar; desgraciadamente, no lo conseguirá nunca. Cuando los romanos o lo que quedaba de ellos quisieron descansar por fin, los bárbaros, en masa, se pusieron en movimiento. En un libro sobre las invasiones puede leerse que los germanos que prestaban servicio en el ejército y la administración del imperio solían adoptar, hasta mediados del siglo V, nombres latinos. A partir de entonces el nombre germánico se impuso. Extenuados, retrocediendo en todos los terrenos, quienes ostentaban todavía el poder dejaron de ser temidos y respetados: ¿para qué llamarse como ellos? "Un fatal adormecimiento reinaba en todas partes", observa Salviano, el censor más acerbo de la delicuescencia antigua en su última etapa.
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Una noche en el metro miré atentamente a mi alrededor: todos procedíamos de otro lugar... Entre nosotros, dos o tres figuras de aquí, siluetas azoradas que daban la impresión de pedir perdón por su presencia. El mismo espectáculo en Londres.
Las migraciones no se realizan ya por desplazamientos compactos sino por infiltraciones sucesivas entre los "indígenas", demasiado exangües y distinguidos para rebajarse a la idea de un "territorio". Tras mil años de vigilancia, las puertas se abren... Si se piensa en la larga rivalidad que existió entre franceses e ingleses, y franceses y alemanes después, se diría que todos ellos, debilitándose recíprocamente, no tenían más objetivo que precipitar la hora de su hundimiento común para que otros especimenes de humanidad tomaran el relevo. La nueva Völkerwanderung, al igual que la antigua, suscitará una confusión étnica cuyas fases no pueden preverse con claridad. Ante cataduras tan dispares, la idea de una comunidad mínimamente homogénea resulta inconcebible. La posibilidad misma de una multitud tan heteróclita sugiere que en el espacio que ésta ocupe, no existía ya entre los autóctonos, el deseo de salvaguardar ni siquiera una sombra de identidad. Del millón de habitantes que tenía Roma en el siglo III de nuestra era, sólo sesenta mil eran latinos de origen. Cuando un pueblo realiza la idea histórica que tenía la misión de encarnar, se queda sin motivos para preservar sus diferencias, para cuidar su singularidad, para salvaguardar sus rasgos en medio de un caos de rostros.
Después de haber dominado los dos hemisferios, los occidentales se están convirtiendo en el hazmerreír del mundo: espectros sutiles y ultrarrefinados, condenados a una condición de parias, de esclavos claudicantes y lábiles, a la que quizás escapen los rusos, esos últimos blancos. Ellos poseen aún orgullo, el motor, la causa de la historia. Cuando una nación deja de poseerlo y de creerse la razón o la excusa del universo se excluye a sí misma del porvenir: ha comprendido al fin por suerte o por desgracia, según la óptica de cada uno. Y si esto desespera al ambicioso, fascina en cambio al meditativo ligeramente depravado. Sólo las naciones peligrosamente avanzadas merecen hoy nuestro interés, sobre todo cuando mantenemos relaciones poco claras con el Tiempo y giramos en torno a Clío por necesidad de castigo, de flagelación. Es esa necesidad la que incita a realizar cualquier obra, tanto las grandes como las insignificantes. Todos trabajamos contra nuestros propios intereses: no somos conscientes de ello mientras actuamos, pero si analizamos cualquier época advertiremos que nos agitamos y nos sacrificamos siempre por un enemigo virtual o declarado: los protagonistas de la Revolución por Bonaparte, Bonaparte por los Borbones, los Borbones por los Orleans... Tal vez la historia sólo debiera inspirarnos sarcasmo, quizás no posea objeto... Aunque sí, lo posee, y más de uno incluso, lo que sucede es que los alcanza al revés. El fenómeno es universalmente verificable. Realizamos lo contrario de lo que perseguimos, avanzamos en contra de la hermosa mentira que nos propusimos; de ahí el interés de las biografías, el menos molesto de los géneros dudosos. La voluntad nunca ha servido a nadie: lo más discutible de cuanto producimos es lo que más apreciamos y aquello por lo que nos infligimos mayores privaciones; esto es tan cierto de un escritor como de un conquistador, de cualquiera en realidad. El final de un individuo invita a tantas reflexiones como el final de un imperio o del propio ser humano, tan orgulloso de haber accedido a la posición vertical y tan temeroso de perderla, de volver a su apariencia primitiva y de terminar su carrera como la había empezado: encorvado y velludo. Sobre cada ser pesa la amenaza de un retroceso hacia su punto de partida (como para ilustrar la inutilidad de su recorrido, de todo recorrido) y quien consigue librarse de ella da la impresión de escamotear un deber, de negarse a jugar el juego inventándose un modo de degradarse demasiado paradójico.
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El papel de los periodos de declive consiste en desnudar a la civilización, en desenmascararla, en despojarla de sus prestigios y de la arrogancia derivada de sus realizaciones. Así ella misma podrá discernir lo que valió y lo que vale, lo que de ilusorio había en sus esfuerzos y en sus convulsiones. En la medida en que vaya desprendiéndose de las ficciones que aseguraron su gloria irá avanzando considerablemente hacia el conocimiento..., hacia el desengaño, hacia el despertar generalizado; promoción fatal que la proyectará fuera de la historia, a menos que haya despertado simplemente por haber dejado de estar presente y de sobresalir en ella. La universalización del despertar, fruto de la lucidez (y ésta de la erosión de los reflejos) es signo de emancipación en el orden del espíritu y de capitulación en el de los actos, en el de la historia precisamente, la cual se reduce a una declaración de quiebra: en cuanto nos ponemos a observarla parecemos espectadores consternados. La correlación maquinal que se establece entre historia y sentido es el ejemplo perfecto de verdad errónea. La historia posee un sentido, si se quiere, pero este sentido la incrimina, la niega constantemente, volviéndola picante y siniestra, lamentable y grandiosa; en una palabra, insoportablemente desmoralizadora. ¿Quién la tomaría en serio si no fuera el camino mismo de la degradación? El hecho de que existan historiadores dice bastante acerca de lo que es; nuestra conciencia de ella representa, según Erwin Reisner, un síntoma del fin de los tiempos (Geschichtsbewusstsein ist Symptom der Endzeit). No se puede, en efecto, tener la obsesión de la historia sin caer en la de su conclusión. El teólogo medita sobre los acontecimientos con vistas al Juicio final; el ansioso (o el profeta) pensando en un decorado menos fastuoso pero no menos importante. Ambos esperan una hecatombe análoga a la que los indios Delaware situaban en el pasado y durante la cual, según sus tradiciones, no sólo los hombres habían rezado de terror sino también los animales. Puede objetarse que hay también periodos serenos en la historia. Innegablemente existen, pero la serenidad no es más que una pesadilla brillante, un calvario conseguido.
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Imposible aceptar, como pretenden algunos, que lo trágico sea patrimonio del individuo y no de la historia; al contrario, lo trágico la somete y determina más aún que al propio héroe, pues precisamente es su desenlace lo que nos intriga. Nos apasiona la historia porque instintivamente sabemos qué sorpresas la acechan y qué admirables perspectivas ofrece a la aprensión... Sin embargo, para un espíritu lúcido no añade gran cosa a lo insoluble, al atolladero original. Al igual que la tragedia, la historia no resuelve nada porque no hay nada que resolver. Sólo un desequilibrado piensa en el futuro. ¡Lástima que no podamos respirar como si todos los acontecimientos se hubieran detenido! Cada vez que se hacen demasiado patentes, sufrimos un ataque de determinismo, de rabia fatalista. El libre albedrío explica solamente la superficie de la historia, las apariencias que toma, sus vicisitudes exteriores, pero no sus profundidades, su desarrollo real, el cual conserva pese a todo un carácter desconcertante. e incluso misterioso. Resulta incomprensible, por ejemplo, que Aníbal después de Cannas no arremetiera contra Roma. Si lo hubiera hecho, hoy nos jactaríamos de descender de los cartagineses. Sostener que el capricho, el azar, es decir, el individuo, no desempeña ningún papel en la historia es una necedad. No obstante, siempre que consideramos el devenir en su conjunto, el veredicto del Mahabharata acude invariablemente a nuestra mente: "El nudo del Destino no puede ser deshecho; nada en este mundo es el resultado de nuestros actos".
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Víctimas de un doble hechizo, atraídos por las dos verdades, condenados a no poder elegir una sin deplorar inmediatamente la pérdida de la otra, somos demasiado clarividentes para no ser cobardes, para no estar de vuelta tanto de la ilusión como de la ausencia de ilusión. Nos parecemos en ello a Rancé, quien, prisionero de su pasado, consagró su existencia de ermitaño a polemizar con aquellos a quienes había abandonado, con los autores de libelos que ponían en tela de juicio la sinceridad de su conversión y la legitimidad de sus actos, demostrando así que era más fácil reformar la Trapa que abstraerse de su época. De modo similar, nada más fácil que denunciar la historia; nada más arduo en cambio que liberarse de ella, cuando de ella se emerge y olvidarla resulta imposible: ella es el obstáculo a la revelación última, obstáculo que únicamente puede vencerse si se ha percibido la vacuidad de todos los acontecimientos, excepto del que esa misma percepción representa, merced al cual en algunos momentos alcanzamos la verdad verdadera, es decir, la victoria sobre todas las verdades. Comprendemos entonces las palabras de Mommsen: "Un historiador debe ser como Dios, debe amar todo y a todos, incluso al diablo". En otras palabras: dejar de preferir, ejercitarse en la ausencia, en la obligación de no ser nada. De este modo, es posible imaginar al liberado como a un historiador súbitamente aquejado de intemporalidad.
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No podemos escoger más que entre verdades irrespirables y supercherías saludables. Sólo las verdades que nos impiden vivir merecen el nombre de verdades, pues, superiores a las exigencias de los vivos, no condescienden a ser cómplices nuestros. Son verdades "inhumanas", verdades de vértigo que rechazamos porque nadie puede prescindir de apoyos disfrazados de slogans o de dioses. Lo triste es observar que son los iconoclastas, o aquellos que pretenden serlo, quienes en todas las épocas recurren con más frecuencia a la ficción y a la mentira. Muy enfermo debía de estar el mundo antiguo para necesitar un antídoto tan burdo como el que le administró el cristianismo. En la misma situación se encuentra el mundo moderno, a juzgar por los remedios de los que espera milagros. Epicuro, el menos fanático de los sabios, fue entonces y es todavía hoy el gran perdedor. Con asombro y hasta con espanto, oímos hablar a los hombres de liberar al Hombre. ¿Cómo podrían los esclavos liberar al Esclavo? ¿Y cómo creer que la historia procesión de desatinos podrá durar aún mucho tiempo? La hora de cierre sonará pronto en los jardines de todo el mundo.
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